Argumentación y desacuerdo - Mario Gensollen Mendoza - E-Book

Argumentación y desacuerdo E-Book

Mario Gensollen Mendoza

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Beschreibung

Mientras a lo largo y ancho del mundo se ofrecen cientos de cursos y se escriben decenas de manuales de pensamiento crítico, mientras parece haber una sed ciudadana por aprender a argumentar y discutir, y mientras se considera que las habilidades argumentativas son necesarias para el empleo y vitales para nuestras democracias,1 nuestra cultura argumentativa ha alcanzado nuevos mínimos (Sinnott-Armstrong, 2018). Este hecho no debería sorprendernos.

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Rectoría General

Ricardo Villanueva Lomelí

Vicerrectoría Ejecutiva

Héctor Raúl Solís Gadea

Secretaría General

Guillermo Arturo Gómez Mata

Rectoría del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas

Luis Gustavo Padilla Montes

Coordinación de Entidades Productivas para la Generación de Recursos Complementarios

Missael Robles Robles

Dirección de la Editorial

Sayri Karp Mitastein

Primera edición electrónica, 2022

Autor

© Mario Gensollen Mendoza

Coordinación editorial

Iliana Ávalos González

Jefatura de diseño

Paola Vázquez Murillo

Cuidado editorial

Nancy Gaspar Santana

Diagramación y diseño

Maritzel Aguayo Robles

Gensollen Mendoza, Mario, autor

Argumentación y desacuerdo / Mario Gensollen Mendoza. -- 1a ed. –Guadalajara, Jalisco: Universidad de Guadalajara: Editorial Universidad de Guadalajara, 2022.

(Tablero de disertaciones).

Incluye referencias bibliográficas

ISBN 978-607-571-651-0

1. Razonamiento. 2. Discusión 3. Debate 4. Persuasión I. t. II. Serie

169 .G33 CDD22

BC177 .G33 LC

QDTL THEMA

D.R. © 2022, Universidad de Guadalajara

José Bonifacio Andrada 2679

Colonia Lomas de Guevara

44657 Guadalajara, Jalisco

www.editorial.udg.mx

01 800 UDG LIBRO

ISBN 978-607-571-651-0

Octubre de 2022

Se prohíbe la reproducción, el registro o la transmisión parcial o total de esta obra por cualquier sistema de recuperación de información, existente o por existir, sin el permiso previo por escrito del titular de los derechos correspondientes.

Índice

Introducción

1   El desacuerdo en la argumentación

2   Adversarialidad argumentativa

3   Desacuerdo y progreso epistémico

A modo de conclusión

Referencias

Notas al pie

Para mi amigo Marc, un abogado del diablo.

El ejercicio más fructífero y natural de nuestro espíritu es, a mi entender, la conversación. Su práctica me parece más grata que la de cualquier otra acción de nuestra vida. Y ésa es la razón por la cual, si ahora mismo me obligaran a elegir, aceptaría más bien perder la vista que perder el oído o el habla.

Michel de Montaigne, Ensayos, III, VIII, 1377-1378

Introducción

Cuando me llevan la contraria, despiertan mi atención, no mi cólera; me ofrezco a quien me contradice, que me instruye. La causa de la verdad debería ser la causa común de uno y otro.

Michel de Montaigne, Ensayos, III, VIII, 1380

El ocaso de nuestra cultura argumentativa

Mientras a lo largo y ancho del mundo se ofrecen cientos de cursos y se escriben decenas de manuales de pensamiento crítico, mientras parece haber una sed ciudadana por aprender a argumentar y discutir, y mientras se considera que las habilidades argumentativas son necesarias para el empleo y vitales para nuestras democracias,1 nuestra cultura argumentativa ha alcanzado nuevos mínimos (Sinnott-Armstrong, 2018). Este hecho no debería sorprendernos. En cualquier conversación, diálogo o debate —sea en el ámbito privado o público— lo que escuchamos o leemos en su mayor parte son eslóganes fáciles, opiniones sin sustento, bromas y burlas; así como percibimos abusos, humillaciones y evasiones del tema relevante por parte de quienes discuten. La argumentación, por el contrario, debería ser una práctica que nos permitiera obtener conocimiento, así como comprometernos con los problemas comunes, comprendernos entre nosotros y trabajar en conjunto para resolverlos. La argumentación debería ser una empresa cooperativa, no una batalla dialéctica en la que se busque ganar una discusión o vencer a los interlocutores. Lo cierto es que el estado actual de nuestra cultura argumentativa está muy lejos de acercarse a un ideal cooperativo.

A inicios de 1994 la sociolingüista Deborah Tannen publicó una columna de opinión en The New York Times en la que buscaba alertarnos sobre el declive de nuestra cultura argumentativa. La tituló “El triunfo del grito”. El punto relevante de su crítica es que concebimos a nuestros intercambios argumentativos como discusiones en las que nuestros interlocutores deben perder. Así, en las discusiones la gente se comporta atacando a los demás, quienes deben estar equivocados para que ellos tengan razón. A esta manera bélica de relacionarnos argumentativamente Tannen la denomina cultura de la crítica. No obstante, aunque la verdad puede surgir a partir del disenso, no se requieren adversarios para indagarla y descubrirla.

Para Tannen la cultura de la crítica suele deformar los puntos de vista de nuestros interlocutores, quienes pierden demasiado tiempo corrigiendo dichas distorsiones y defendiéndose de los ataques. De manera adicional, las discusiones dentro de esta cultura suelen estructurarse de manera binaria: todo punto de vista debe tener un contrario, contra el cual se argumenta. Esta estrategia, piensa Tannen, puede ser muy útil para vender periódicos, pero nos aleja de la verdad. La cultura de la crítica también vuelve a las personas innecesariamente precavidas con lo que afirman y sostienen; y, cuando comunicamos menos de lo necesario, también nos distanciamos de la verdad. No a todas las personas les gusta fungir de sparrings verbales, por lo que la cultura de la crítica también desincentiva a las personas a participar en la argumentación, empobreciendo los insumos que requerimos para acercarnos a la verdad. Tannen desarrolló con mucho mayor detalle esta crítica en su libro La cultura de la discusión (1998), en el que además analizaba el ocaso de nuestra cultura argumentativa en la prensa, en la política, en las cortes y en la educación.

Tannen perseguía la que pienso que es la pista correcta, pero no sólo acerca de lo que ha provocado el ocaso de nuestra cultura argumentativa, sino también de la manera en la que por siglos hemos pensado la argumentación. El ocaso de nuestra cultura argumentativa no sólo se percibe en diversos ámbitos de nuestras vidas, sino también en la manera en la que desde la academia se teoriza acerca de la argumentación. Este libro es un humilde intento por contribuir a esa crítica de nuestra cultura argumentativa, a la vez que intenta poner algunas piedras en la construcción de una concepción cooperativa de la argumentación.

Pienso que existe un justificado resquemor por cambiar el estado presente de nuestras prácticas argumentativas, así como por abandonar algunos presupuestos fundamentales de las que han demostrado ser nuestras mejores teorías de la argumentación en la actualidad. Con frecuencia el temor al cambio —ese conservadurismo que nos aqueja tanto en la vida pública como en la academia— se debe a que los argumentólogos y los educadores han insistido en subrayar ante quienes toman las decisiones públicas la importancia que tiene la argumentación y el enseñar a la gente a argumentar. Entonces, ¿qué sentido tiene agitar las aguas? Pienso que, si bien hemos fundamentado nuestra defensa del pensamiento crítico y la argumentación en la necesidad que tenemos de resolver los desacuerdos que nos aquejan en nuestras sociedades plurales y cada día más polarizadas, esa defensa es compatible con la degeneración cada día más palpable de nuestra cultura argumentativa. Si ahora más personas están interesadas en aprender a mejorar la manera en la que piensan y argumentan, ¿por qué lo hacemos cada día peor? Dudo que pueda dar una respuesta que sea justa con todos los factores que inciden en el ocaso de nuestra cultura argumentativa. Quizá no sabemos cómo razonamos ni argumentamos, quizá no sabemos cómo deberíamos hacerlo idealmente, y quizá tampoco sabemos cómo enseñarlo. Pero estoy convencido de que algunas respuestas parciales son las siguientes: no tenemos clara la relación entre la argumentación y el desacuerdo, creemos que la argumentación es una batalla dialéctica en la que siempre hay perdedores (nos comportamos así y así lo enseñamos a los más jóvenes) y nos olvidamos de que la argumentación puede ser un medio cooperativo para explorar posiciones y refinarlas, para someter a escrutinio nuestras creencias, y para construir conjuntamente el conocimiento. Espero que este pequeño libro logre al menos el objetivo de brindar plausibilidad a la necesidad que tenemos de fomentar un ideal cooperativo tanto en la manera en la que argumentamos como en la que pensamos la argumentación.

Hoja de ruta

En este libro sostengo una concepción normativa de la argumentación como una práctica epistémica y cooperativa. También una concepción progresista del desacuerdo, que lo concibe como una oportunidad de mejora epistémica. En breve: sostengo que el progreso epistémico depende —al menos en parte y muchas veces— de que argumentemos de manera cooperativa con aquellas personas que tienen puntos de vista distintos a los nuestros. Así, la argumentación, el acuerdo y el desacuerdo están en el centro de nuestra búsqueda conjunta y común del conocimiento y otros bienes epistémicos. Para articular este punto de vista defiendo diversas tesis conectadas en cada uno de los capítulos.

En el primer capítulo niego —a pesar de que existe una fuerte correlación entre la argumentación y el desacuerdo— que argumentar sea un sinónimo de disentir, que el desacuerdo sea una condición necesaria para la argumentación, que la argumentación esté estructurada de manera inherente como una batalla dialéctica, y que la función de la argumentación sea resolver o reducir desacuerdos. Una o varias de estas tesis funcionan como presupuestos de las ortodoxias al interior de la mayoría de las actuales teorías de la argumentación, así como del movimiento educativo conocido como pensamiento crítico. Combatirlas tiene relevancia si deseamos articular una concepción cooperativa de la argumentación a partir del desacuerdo.

En la actualidad muchos argumentólogos defienden que nuestra cultura argumentativa ha empeorado —o, al menos, se ha estancado— debido a la incivilidad con la que enfrentamos nuestras desavenencias, o a que afrontamos nuestros desacuerdos argumentando de manera adversarial. En contra de una creciente tendencia, pienso que la civilidad no es un prerrequisito para argumentar de manera fructífera. La incivilidad puede tener alguna utilidad en ciertos contextos y en ciertas fases de la argumentación, así como puede ayudarnos a obtener ciertos propósitos sin romper el compromiso argumentativo que requiere una argumentación cooperativa. Algo similar sucede con ciertos tipos de adversarialidad. Para defender esta última tesis propongo una tipología entre distintos tipos de adversarialidad argumentativa, y sostengo que sólo un tipo de adversarialidad estropea nuestras argumentaciones: aquella en la que ganar en una argumentación requiere que nuestros interlocutores pierdan. Sólo en ese caso se rompe el compromiso argumentativo, en tanto se inhibe la cooperación desde el inicio.

La epistemología concibe a menudo al desacuerdo como un conflicto de creencias entre individuos. También como uno de sus potenciales insumos epistémicos, pero considera que su naturaleza sui generis requiere un tratamiento especial. Así, si consideramos que el desacuerdo es una condición necesaria para la argumentación, es razonable pensar que la argumentación es una batalla dialéctica en la que compiten individuos que disienten. Uno de los objetivos centrales del tercer capítulo es negar este supuesto a partir de un análisis de los distintos debates epistemológicos relacionados con el desacuerdo. Concluyo el capítulo mostrando que, desde una perspectiva social, el desacuerdo y la argumentación son recursos cognitivos necesarios para el progreso epistémico.

Advertencias y agradecimientos

Algo quisiera decir de la forma y el tono del texto, así como de su audiencia esperada. Este no es un texto dirigido a teóricos de la argumentación o a epistemólogos en exclusiva. No obstante, tampoco es un texto de divulgación en el sentido más común del término. Es un texto escrito para una audiencia informada, inteligente e interesada en los temas de los que trata, sin que presuponga demasiado contenido esotérico para los no especialistas. Así, en ningún momento he buscado prescindir del rigor argumentativo. Es por ello por lo que, aun cuando no es un texto excesivamente técnico, tampoco es una lectura ligera.

Agradezco a Fernando Leal la provocación y el estímulo intelectual que me brindó para escribir este libro, el cual resume muchas de mis preocupaciones filosóficas pasadas y actuales tanto en teoría de la argumentación como en epistemología. Como podrán darse cuenta los más familiarizados con la filosofía analítica contemporánea, en sentido estricto éste es un libro de epistemología social. Desde hace casi una década la enorme mayoría de mis intereses intelectuales se relacionan con las repercusiones que nuestras interacciones sociales tienen en el aspecto epistémico de nuestras vidas.

Casi ninguna idea que expongo en este libro es completamente nueva. Las he defendido en distintos lugares y foros, y algunas de ellas las he articulado por separado en otras publicaciones académicas. Para la redacción de los primeros dos capítulos de este libro he tomado fragmentos de dos publicaciones recientes (Gensollen, 2020; 2021), y mis contribuciones semanales para la columna de opinión “El peso de las razones”, que escribo desde hace cinco años para el diario La Jornada Aguascalientes (ahora LJA.MX), me han servido para exponer algunas de estas ideas en un tono claramente de divulgación. Para mi sorpresa, al público en general suelen interesarle más de lo que sospechaba estos (en apariencia) abstrusos temas académicos. Agradezco a los lectores sus comentarios habituales, pues de muchos de ellos he aprendido demasiado. En distintos congresos y coloquios académicos me he beneficiado en especial de los comentarios y las críticas de Fabián Bernache, Anna Estany, Claudia Galindo, José Ángel Gascón, Ángel Adrián González, Fernando Leal, Raymundo Morado, Carlos Pereda, Gerardo Ramírez Vidal, Raúl Rodríguez Monsiváis, Tania Rodríguez, Alger Sans y Jordi Vallverdú. Agradezco también a Adán Brand y Alejandro Vázquez Zúñiga, pues muy pocas de mis ideas no pasan casi a diario por su duro y cooperativo escrutinio racional. Mención aparte merece Marc Jiménez-Rolland, querido amigo, colega y aliado, pues casi todo lo que escribo pasa por su atenta lectura y se ve beneficiado por sus útiles críticas y comentarios pertinentes. Este libro no ha sido la excepción, de ahí que esté dedicado a él y a nuestra enriquecedora amistad.

Por último, agradezco a la Editorial de la Universidad de Guadalajara la oportunidad de publicar este libro en su hermosa colección “Tablero de disertaciones”.

1.   El desacuerdo en la argumentación

Nuestras disputas deberían estar prohibidas y ser castigadas como otros crímenes verbales. ¿Qué vicio no despiertan y no acumulan, siempre regidas y mandadas por la cólera? Primero nos hacemos enemigos de las razones y, después, de los hombres. Aprendemos a disputar sólo para contradecir; y, dado que todo el mundo contradice y es contradicho, sucede que el fruto de la disputa es perder y aniquilar la verdad.

Michel de Montaigne, Ensayos, III ,VIII, 1382

Suele establecerse una relación demasiado estrecha entre la argumentación y el desacuerdo. Aunque están correlacionados, defenderé que el desacuerdo no es una condición necesaria para la argumentación, como se supone habitualmente en la teoría de la argumentación. Este supuesto oscurece su relación, así como la naturaleza de ambos. El primer paso hacia una concepción cooperativa de la argumentación consiste en aclarar aquello que les vincula y les separa.

Inicio este capítulo haciendo un breve repaso de lo que llevó a la teoría de la argumentación de hacer un énfasis excesivo en los argumentos a detenerse en las prácticas argumentativas y su contexto. En un segundo momento, atiendo los distintos elementos de nuestras prácticas argumentativas, con énfasis en su propósito; pues suponer que el propósito de la argumentación es la resolución de desacuerdos ha tenido consecuencias perjudiciales para nuestra comprensión del fenómeno argumentativo. En un tercer momento niego que el desacuerdo sea una condición necesaria para la argumentación. Por último, en un momento posterior analizo el papel que el acuerdo tiene en nuestros intercambios argumentativos. Termino el capítulo señalando algunas consecuencias negativas de haber estrechado de manera innecesaria el vínculo entre desacuerdo y argumentación.

1.1 Argumentos y prácticas argumentativas

Es frecuente que en nuestros intercambios comunicativos ofrezcamos razones en favor de nuestros puntos de vista. Aunque la gente opina —mucho y de casi cualquier tema—, a veces no sólo expresa su opinión, sino que busca brindarle plausibilidad. Los argumentos son elementos fundamentales en distintos tipos de interacciones humanas. Cuando conversamos, debatimos, dialogamos, discrepamos, discutimos, exponemos, platicamos e impugnamos, con mucha frecuencia ofrecemos argumentos, pero ¿qué son los argumentos? y ¿para qué los utilizamos?

Existen controversias y disenso en teoría de la argumentación sobre qué es un argumento. Es común leer que un argumento es un “conjunto de enunciados” de cierto tipo. En particular, de enunciados declarativos,2 pues éstos tienen valor de verdad (i. e., pueden ser verdaderos o falsos; entre otros, si consideramos más valores de verdad). De dicho conjunto de enunciados, a unos se les llaman premisas y a otro se le llama conclusión. Esta diferencia indica que unos enunciados son razones en favor de otro: las premisas apoyan a la conclusión. Esta relación de apoyo tiene que ver con la verdad, en tanto los buenos argumentos preservan en alguna medida la verdad de las premisas en la conclusión. A raíz de estas consideraciones, suelen hacerse tipologías argumentativas. La más común es la que distingue a los argumentos deductivos de los inductivos. En casos ideales (e. g., las deducciones válidas formalmente y con premisas verdaderas),3 la apoyan de manera plena: las premisas conducen a la verdad de la conclusión; en otros casos, la apoyan sólo en cierto grado (e. g., las inducciones fuertes con premisas verdaderas). Por ello, otras veces, se puede considerar que la distinción entre argumentos deductivos e inductivos puede prestarse a confusiones, pues es una distinción más de grado que de tipo (Fitelson, 2005: 384; Jiménez-Rolland, 2020: 32).

Con el objetivo de maximizar la imparcialidad, una definición general y neutral a muchas otras discusiones que se presentan en la disciplina sería la siguiente: un argumento es un conjunto de representaciones (al menos dos)4 en el cual una o unas (premisa o premisas) apoyan la verdad de otra (la conclusión). Su relación, por tanto, es inferencial.5 Esta definición usa el concepto de representaciones —y no los de enunciados u oraciones— dado que en la actualidad se discute si es posible hablar de argumentos visuales (Blair, 1996), además de que existen representaciones no enunciadas que pueden formar parte de argumentos: las implicaturas (o insinuaciones) y las presuposiciones. También señala el tipo de relación de apoyo que se da entre estas representaciones: la que, como dijimos, tiene que ver con la verdad. Lejos de la discusión sobre el papel que las imágenes puedan tener en los argumentos —sobre si son meras ilustraciones u ornamentaciones, o si pueden comunicar de manera directa contenido (Barceló, 2012)— las representaciones que juegan un papel en los argumentos se caracterizan por su valor de verdad.

Los argumentos son además medios plurifuncionales: los usamos para dar razones a favor o en contra de una propuesta, sentar una opinión o rebatir la contraria, defender una solución o suscitar un problema, aducir normas o valores que orienten el sentir de un auditorio o el ánimo de un jurado, fundar un veredicto, justificar una decisión o descartar una opción, convencer a quien lee uno de nuestros escritos de ciertas ideas o posturas, o prevenirlo frente a otras (Vega, 2003: 9). Usamos argumentos cuando buscamos convencer, deslumbrar, dominar, encantar, fascinar, hacer patente, hacer ver con claridad, modificar creencias, persuadir, resolver conflictos, seducir, tratar problemas o zanjar discrepancias con nuestras y nuestros interlocutores (Pereda, 2018: 73). Los usamos también para resolver muchas dificultades que tienen que ver con nuestras creencias teóricas o prácticas (Pereda, 1994: 7), y con ello evitar en cierta medida otras opciones violentas para resolver nuestras desavenencias (Gensollen, 2012; Pereda, 1998). No obstante, esta enorme variedad de usos que podemos darle a los argumentos puede hacer un flaco favor a nuestra comprensión de su naturaleza, pues no son otra cosa que distintas prácticas en las que las personas los usan, muchas de las cuales podrían llevarse a cabo con otros medios más adecuados. Pensemos, por ejemplo, en los martillos: pueden utilizarse para golpear a otras personas, para amenazarlas, para jugar a ver quién los lanza más lejos, entre otros usos más extravagantes. Pero si le preguntamos cuál es su uso más benéfico y común a nuestro carpintero de confianza, por el cual se diseñó y seguimos comprándolo en las ferreterías, nos diría que es una herramienta utilizada principalmente para golpear, clavar o extraer clavos o algún otro objeto en superficies propicias. ¿Hay algún uso similar que podrían señalar nuestros argumentólogos de confianza si les preguntamos por el uso más benéfico y común de los argumentos? En otras palabras, ¿hay algo que hacemos o podemos hacer con ellos siempre que los usamos, aunque los estemos usando para algo adicional?6

Antes de abordar la pregunta anterior cabe hacer algunas precisiones con respecto a nuestro uso de los términos argumento y argumentación en castellano; y de argument y argumentation, en inglés. En nuestra lengua, solemos usar el término argumento sea como sinónimo de premisa o premisas, o bien para referirnos al conjunto completo de enunciados que incluyen a las premisas y a la conclusión. A veces, cuando alguien nos increpa exigiendo argumentos en favor de nuestro punto de vista, lo que nos está solicitando son razones (i. e., premisas que apoyen la conclusión que ya hemos enunciado); otras veces decimos: “Ya te he dado el argumento” para referirnos al conjunto completo de enunciados. Por su parte, el término argumentación lo usamos para referirnos a intercambios comunicativos que incluyen —de manera necesaria— argumentos. Esto marca una diferencia con el uso de argument, que se usa para referirse a una discusión, la cual puede o no incluir argumentos, y muchas veces de hecho no los incluye (e. g., las emocionales discusiones entre parejas);7 también se puede traducir en el sentido del conjunto de enunciados formado por las premisas y la conclusión. El uso del término argumentation es mucho más acotado que el de argument, por lo que su traducción más adecuada es la de “argumentación”. Por estas razones y para evitar confusiones, usaré argumento sólo para referirme al conjunto completo de representaciones estructuradas de manera inferencial (o de razones y el punto de vista que favorecen); argumentación para intercambios comunicativos que incluyen necesariamente argumentos;8 y discusión para referirme a intercambios comunicativos que pueden o no incluir argumentos.9

Hechas las aclaraciones terminológicas anteriores, cuando argumentamos —piensan algunos— buscamos o bien reducir las diferencias de opinión con nuestros interlocutores, o bien persuadirlos. Esto se debe a que resulta por lo menos extraño pensar en la argumentación en soliloquio: sin al menos algún interlocutor, no podríamos diferenciar a la argumentación del mero razonamiento (Morado, 2013: 4). Es por ello por lo que tanto la reducción de una diferencia de opinión como la persuasión racional apuntan como candidatos a usos comunes y benéficos de los argumentos y la argumentación. Pero también lo sería ese apoyo entre representaciones del que hablé antes, y que podríamos caracterizar como el intento de justificar una conclusión. Marraud captura esta triple candidatura:

Argumentar es tratar de mostrar que una tesis está justificada. Como a menudo el fin es persuadir a alguien, se dice también que argumentar es intentar persuadir a alguien de algo por medio de razones, es decir, racionalmente. Cualquier intento de persuasión presupone que el destinatario no cree, o no cree en la misma medida que el locutor, aquello de lo que se le quiere persuadir. La discrepancia puede referirse a qué creer, qué hacer o qué preferir, o a la intensidad con la que se crea, se prefiera o se tenga la intención de hacer algo. Argumentar es un medio para reducir esas diferencias de opinión (2013: 11).

El apoyo a alguna de estas candidaturas ha generado distintos enfoques en el estudio de la argumentación. Quienes defienden la relación de apoyo entre representaciones suscriben lo que se ha denominado un enfoque lógico; quienes defienden la reducción de diferencias de opinión, un enfoque dialéctico; y quienes defienden la persuasión racional, un enfoque retórico. Se suele decir también que los primeros se concentran en los productos, los segundos en los procedimientos, y los terceros en los procesos de la argumentación. Aunque ésta sea sólo una manera de presentar las diferencias entre los distintos enfoques, es una importante y útil. Además, esta triple candidatura es indicativa de algo importante de la argumentación: es algo que hacemos; es algo que hacemos con otras personas; y, es algo que hacemos con otras personas buscando modificar sus creencias, deseos, expectativas, quizá sus estados mentales y posiblemente también sus acciones. Ahora bien, ¿todos estos usos de los argumentos y la argumentación se encuentran en paridad? En otras palabras, ¿es alguno más básico que los otros? Como bien ha señalado Morado: “el apoyo a la conclusión no sólo es un objetivo lógico, sino también un ingrediente esencial de los objetivos dialécticos y retóricos para que éstos sean propiamente argumentativos” (2013: 9). El punto puede parecer evidente: para que tanto la reducción de una diferencia de opinión como la persuasión sean frutos de la argumentación —y no de algo más— debemos apoyar la verdad de una representación mediante la de otra u otras representaciones. Además, podemos reducir diferencias de opinión y persuadir utilizando medios distintos a la argumentación, y no pocas veces suelen ser más efectivos. Dicho de manera más breve: los argumentos son una condición necesaria para la argumentación. Por tanto, parecería que las elecciones han arrojado a un ganador: al enfoque lógico. Aunque así parece, el asunto está lejos de ser tan simple, y la historia de nuestro estudio de la argumentación ha señalado a un ganador distinto, al menos en la actualidad.

Hasta ahora he presentado una definición muy general de argumentación y he señalado cuál podría ser su uso más básico (de lo que parecía seguirse, además, que los argumentos son una condición necesaria para la misma). Ahora entra en consideración un tercer elemento: los bienes que puede proporcionarnos la argumentación cuando la llevamos a cabo de manera adecuada. Se podría pensar que los bienes son lo mismo que los propósitos, cuando éstos se cumplen. No obstante, ya sea cuando apoyamos una representación con otra u otras, cuando buscamos reducir una diferencia de opinión o cuando buscamos persuadir a otras personas, obtenemos algo más que eso. Quizá, en ocasiones, buscamos reforzar lazos humanos, coordinarnos socialmente, o conseguir muchos de nuestros objetivos. La abogada lo hará para conseguir la exoneración de su cliente, el médico para que su paciente opte por el tratamiento que considera más efectivo, los padres para brindar una buena educación a sus hijos y para que acepten sus consejos, el vendedor para que las personas adquieran su producto, etcétera. Pero, si aceptamos que siempre que argumentamos apoyamos idealmente la verdad de una representación mediante la de otra u otras —i. e., intentamos ofrecer buenas razones a nuestros interlocutores—, puede observarse que los bienes primarios que podemos obtener mediante la argumentación son de índole epistémica. En otras palabras, aunque podemos buscar bienes de distinta índole cuando argumentamos —llamémosles bienes secundarios—, si lo hacemos bien podemos obtener, de entrada, ya sea conocimiento o —al menos— creencias justificadas, así como podemos minimizar nuestras creencias falsas o maximizar nuestras creencias verdaderas. Además, los bienes epistémicos que podemos obtener por medio de la argumentación, como veremos en el siguiente capítulo, son de naturaleza incluyente: que yo los obtenga no socava la posibilidad de que tú también lo hagas.

El considerar que los bienes primarios de la argumentación son de naturaleza epistémica es lo que llamo una concepciónepistémicade la argumentación. Aunque esto puede sonar enredado, lo que busco enfatizar es que, aunque al argumentar nos proponemos muchas veces cambiar lo que piensan otras personas —en particular, sus creencias—, y con ello lograr algunos de nuestros objetivos, argumentar bien consiste en hacer esto de una manera que promueva bienes epistémicos (e. g., estados psicológicos que es adecuado tener, por su orientación a la verdad, justificación, comprensión o acción racional).