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Publicado póstumamente en 1964, este es el último poemario de Sylvia Plath y llegó envuelto en una cierta polémica, pues su marido, Ted Hughes, editó el manuscrito original suprimiendo o añadiendo algunos poemas. Esto dividió a la crítica entre los que lo consideraban una intromisión y los que entendían que Hughes y Plath solían colaborar. Finalmente, en 2004, salió a la luz la edición íntegra de Ariel que ahora presentamos, con la selección y organización original de los poemas, en edición ilustrada. Esta obra es una brillante muestra del estilo poético de la gran escritora estadounidense, de versos alternativamente brutales y suaves, cortantes y acariciadores.
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Seitenzahl: 115
Veröffentlichungsjahr: 2020
Sylvia Plath
Ariel
Ilustraciones de Sara Morante
Para
Frieda y Nicholas
ALBADA
El amor te dio cuerda como a un reloj de oro macizo.
La matrona te dio palmadas en los pies, y tu grito pelado
se incorporó a los elementos.
Nuestras voces resuenan, amplificando tu llegada. Nueva estatua.
En un museo destemplado, tu desnudez
ensombrece nuestra seguridad. Te rodeamos expectantes como paredes.
Si soy tu madre,
lo soy como la nube que condensa un espejo y allí proyecta
el instante mismo en que el viento la borra lentamente.
Toda la noche la polilla de tu aliento
titila entre las rosas anodinas. Me despierto a escuchar:
en mi oído se mueve un mar lejano.
Un grito, y salgo de mi cama a trompicones, vacuna y floreada
con mi camisón victoriano.
Tu boca se abre, y es limpia como la de un gato. El marco de la ventana
palidece y engulle sus estrellas sin brillo. Y ahora ensayas
tu puñado de notas;
las nítidas vocales se elevan como globos.
19 de febrero de 1961
LOS MENSAJEROS
¿La palabra de un caracol en el plato de una hoja?
No es mía. No la aceptes.
¿Ácido acético en lata?
No lo aceptes. No es auténtico.
¿Un anillo de oro con el sol dentro?
Mentiras. Mentiras y una pena.
Escarcha en una hoja, el caldero
inmaculado, que habla y crepita
para sí en las cumbres respectivas
de nueve Alpes negros.
Una perturbación en los espejos,
el mar haciendo añicos el suyo gris…
Amor, amor, mi estación.
4 de noviembre de 1962
OVEJAS EN LA NIEBLA
Las colinas se adentran en la blancura.
Personas o astros
me miran con tristeza, los defraudo.
El tren deja una estela de aliento.
Oh lento
caballo del color del óxido,
cascos, campanas dolientes…
La mañana
se pasó la mañana ennegreciéndose,
flor abandonada.
Mis huesos albergan una quietud, los campos
lejanos me funden el corazón.
Amenazan
con dejarme pasar hasta un cielo
sin estrellas ni padre, un agua oscura.
2 de diciembre de 1962,
28 de enero de 1963
EL CANDIDATO
Ante todo, ¿es usted la clase de persona que buscamos?
¿Lleva un ojo
de cristal, dientes postizos o muleta,
codera, garfio,
pechos de goma o entrepierna de goma,
costuras que indiquen que algo falta? ¿No?, ¿no? Entonces,
¿cómo pretende que le demos nada?
Deje de llorar.
Abra la mano.
¿Vacía? Vacía. Aquí tiene una mano
dispuesta a llenarla y a traerle
tazas de té y alejar dolores de cabeza
y hacer todo lo que usted le diga.
¿Se casará con ella?
Viene con garantía
de cerrarle los ojos con el dedo al final
y disolverse de tristeza.
Hacemos nuevo caldo con la sal.
Veo que está completamente desnudo.
¿Qué le parece este traje?…
Negro y rígido, pero con buen encaje.
¿Se casará con él?
Es impermeable, inastillable, a prueba
de fuegos y bombas sin tregua.
Créame, le enterrarán con él.
Ahora bien, su cabeza, si me lo permite, está hueca.
Yo tengo lo que necesita.
Sal del armario, ricura.
Y bien, ¿qué le parece?
Desnuda como un folio para empezar,
pero dentro de veinticinco años será plata
y dentro de cincuenta, oro.
Una muñeca viviente, la mire por donde la mire.
Sabe coser, sabe cocinar,
sabe hablar y hablar y hablar.
Funciona, no tiene ningún defecto.
Si tiene un agujero, es un emplasto.
Si tiene un ojo, es una imagen.
Amigo mío, es su último recurso.
¿Se casará, casará, casará con ella?
11 de octubre de 1962
SEÑORA LÁZARO
Lo he vuelto a hacer.
Cada diez años
lo consigo:
especie de milagro andante, mi piel
relumbra como la pantalla de una lámpara nazi,
mi pie derecho
es un pisapapeles, mi rostro,
buena tela de lino
judía, sin adornos.
Arráncame el pañuelo,
oh mi enemigo.
¿Inspiro terror?…
¿La nariz, la cuenca de los ojos, la dentadura completa?
Este aliento agrio
se esfumará en un día.
Pronto, pronto la carne
que el sombrío sepulcro se comió
estará en mí como en su casa
y seré una mujer sonriente.
Solo tengo treinta años.
Y, como el gato, siete ocasiones para morir.
Esta es la Número Tres.
Qué desperdicio
aniquilar cada década.
Qué millón de filamentos.
La multitud con sus bolsas de cacahuetes
se arremolina para ver
cómo me desanudan pies y manos:
el gran estriptis.
Damas y caballeros:
estas son mis manos,
mis rodillas.
Puedo ser toda piel y huesos,
pero sigo siendo la misma, idéntica mujer.
La primera vez que ocurrió tenía diez años.
Fue un accidente.
La segunda vez estaba decidida
a llegar hasta el fin y no volver jamás.
Me arrullé hasta cerrarme por dentro
como una concha de mar.
Tuvieron que llamarme y llamarme
y quitarme los gusanos uno a uno como perlas pegajosas.
Morir
es un arte, como todo.
Y yo lo hago excepcionalmente bien.
Tan bien, que parece un infierno.
Tan bien, que parece real.
Supongo que cabría hablar de vocación.
Es bastante fácil hacerlo en una celda.
Es bastante fácil hacerlo y estarse quieto.
Es el regreso teatral
a plena luz del día
al mismo sitio, el mismo rostro, el mismo grito zafio
y divertido:
«¡Un milagro!»,
lo que me deja fuera de combate.
Hay que pagar
por ver mis cicatrices, hay que pagar
para escucharme el corazón:
de veras que funciona.
Y hay que pagar, hay que pagar muchísimo,
por un roce, una palabra
o una pizca de sangre
o un mechón de mi pelo, un jirón de mis ropas.
Y bien, herr Doctor,
y bien, herr Enemigo.
Soy su obra,
su objeto más valioso,
el bebé de oro puro
que se funde en un grito.
Doy vueltas y me abraso.
No crea que subestimo su gran preocupación.
Ceniza, ceniza…,
que usted remueve y tantea.
Carne, hueso, ahí no queda nada…
Una pastilla de jabón,
un anillo de bodas,
un empaste de oro.
Herr Dios, herr Lucifer
cuidado
cuidado.
De la ceniza
con el cabello rojo me levanto
y devoro a los hombres como aire.
23-29 de octubre de 1962
TULIPANES
Los tulipanes son muy impulsivos; aquí es invierno.
Mira qué blanco se ve todo, qué tranquilo, cuánta nieve.
Aprendo a estar en paz y a quedarme en silencio a solas
como la luz reposa en las paredes blancas, esta cama, estas manos.
No soy nadie; no tengo nada que ver con ningún estallido.
He cedido mi nombre y mi ropa de diario a las enfermeras,
mi historial al anestesista y mi cuerpo a los cirujanos.
Me han instalado la cabeza entre el embozo y la almohada
como un ojo entre párpados muy blancos que no quieren cerrarse.
Estúpida pupila, de todo tiene que enterarse.
Las enfermeras van y vienen sin molestar
y son como gaviotas que vuelan tierra adentro con su tocado blanco,
haciendo cosas con las manos, todas idénticas,
por lo que es imposible deducir cuántas son.
Mi cuerpo es un guijarro para ellas, lo cuidan como el agua
cuida de los guijarros sobre los que discurre, puliéndolos sin prisa.
Sus agujas brillantes me traen el sopor, me traen el letargo.
Estoy desorientada y no soporto este equipaje:
mi neceser de charol como un pastillero negro,
mi marido y mi hija, que sonríen desde la foto de familia;
sus sonrisas, minúsculos anzuelos, se me enganchan al cuerpo.
He dejado correr las cosas, un carguero de treinta años
que se agarra tenaz a mi nombre y mi domicilio.
A fuerza de frotarme, me limpiaron de lazos amorosos.
En la camilla verde con la almohada de plástico, desnuda y asustada,
vi mi juego de té, mis libros y mi cómoda con la ropa de cama
hundirse más allá de mi vista, y el agua me cubrió la cabeza.
Ahora soy una monja, nunca he sido tan pura.
Yo no quería flores; yo solo deseaba
echarme con las palmas hacia arriba y quedarme vacía.
Qué libre se ve una; no os podéis imaginar qué libre…
La sensación de paz es tan intensa que deslumbra, y a cambio
nada pide: una etiqueta con tu nombre, baratijas.
Eso se embolsan los muertos, después de todo; me los figuro
tomándola en la boca como una hostia consagrada.
Para empezar, los tulipanes son muy rojos, me duelen.
Hasta envueltos en papel de regalo los oía respirar
con suavidad entre pañales blancos, como un bebé molesto.
El rojo de las flores conversa con mi herida y ella le corresponde.
Son sutiles: parece que flotaran, aunque me pesan,
contrariándome con sus lenguas repentinas y su color:
una docena de plomadas rojas que me cuelgan del cuello.
Antes nadie me observaba, ahora me siento observada.
Los tulipanes se vuelven hacia mí, y también la ventana a mis espaldas
donde una vez al día la luz se ensancha poco a poco y después enflaquece,
y me veo a mí misma, plana, ridícula, una sombra de papel recortado
entre el ojo del sol y los ojos de los tulipanes,
y me quedo sin rostro: soy el eclipse de mí misma.
Los tulipanes, vigorosos, se nutren de mi oxígeno.
El aire era tranquilo antes de que llegaran:
iba y venía, soplo a soplo, sin revuelo.
Luego los tulipanes lo llenaron como un estrépito.
Ahora el aire se estanca y los rodea como un río
se empantana y bordea una máquina hundida y herrumbrosa.
Ya tienen mi atención, que se alegraba
de jugar y descansar sin compromiso.
Y también las paredes parecen avivarse.
Los tulipanes deberían estar entre rejas como fieras salvajes;
se abren como las fauces de un felino africano
y me vuelvo consciente de mi corazón: abre y cierra
su búcaro de flores rojas de puro amor por mí.
El agua que me ofrecen es cálida y salada, como el mar,
y viene de un país lejano como la salud.
18 de marzo de 1961
CORTE
Para Susan O’Neill Roe
Qué emoción…
Mi pulgar en vez de una cebolla.
La yema casi desprendida
salvo por una especie de bisagra
de piel,
un ala como de sombrero,
pálida y mortecina.
Luego esa felpa roja.
Mi pequeño colono,
el indio te cortó la cabellera.
Tu esterilla de plumas
de pavo se despliega
directamente desde el corazón.
Me adentro en ella
blandiendo mi botella
de rosado espumoso.
Menuda fiesta.
Un millón de soldados
salen corriendo de una brecha
y todos son casacas rojas.
¿De qué lado estarán?
Ah mi pequeño
homúnculo, me siento enferma.
Antes me tomé una pastilla:
quiero acabar con esta sensación
de estar hecha de papel.
Saboteador,
kamikaze:
la mancha de tu gasa
Ku Klux Klan
babushka
se oscurece y oxida y cuando
la pelota
pulposa de tu corazón
se enfrenta a su pequeño
molino de silencio
cómo te sobresaltas:
soldado trepanado,
sucia chiquilla,
tocón del dedo.
24 de octubre de 1962
OLMO
Para Ruth Fainlight
Conozco el fondo, dice. Lo conozco con mi gran raíz primaria:
es lo que temes.
No lo temo: he estado ahí.
¿Es el mar lo que oyes en mí,
sus insatisfacciones?
¿O la voz de nada, que era tu locura?
El amor es una sombra.
Cómo mientes y lloras a su paso…
Escucha, estos son sus cascos: se ha marchado, como un caballo.
Toda la noche la pasaré así, galopando impetuosamente
hasta que tu cabeza se vuelva piedra, tu almohada un pequeño césped,
sonando, resonando.
¿O prefieres que traiga el sonido de los venenos?
Esto de ahora es lluvia, esta gran quietud.
Y este su fruto: blanco estañado, como arsénico.
He sufrido la atrocidad de los atardeceres.
Quemados hasta la raíz,
mis rojos filamentos arden y se revuelven, un manojo de alambres.
Ahora estallo en pedazos que vuelan como mazas.
Un viento tan furioso
no tolera la calma del testigo: debo aullar.
También la luna es despiadada: estéril,
me arrastraría con crueldad.
Su resplandor me daña. O es que tal vez la he capturado.
La dejo ir. La dejo marcharse
mermada y deslucida, como después de una mastectomía.
Cómo tus pesadillas me poseen y me proveen.
Me habita un grito.
Cada noche levanta el vuelo y aletea
buscando, con sus garfios, algo que amar.
Me horroriza esto oscuro
que duerme en mí;
todo el día siento su girar suave, emplumado, su malignidad.
Las nubes pasan y se esfuman.
¿Serán ellas los rostros del amor, esas pálidas irrecuperables?
¿Por ellas alboroto el corazón?
Soy incapaz de más conocimiento.
¿Qué es esto, este rostro
tan asesino con su ramaje asfixiante?…
Sus serpentinos ácidos sisean.
Petrifica la voluntad. Así las lentas, las aisladas faltas
que matan, matan, matan.
19 de abril de 1962
BAILES NOCTURNOS
Una sonrisa cayó en la hierba.
¡Irrecuperable!
Y cómo se echarán a perder
tus bailes nocturnos. ¿En las matemáticas?
Piruetas y espirales tan puras…
Sin duda ya están viajando
por el mundo para siempre, no me quedaré
privada del todo de bellezas, el regalo
de tu breve aliento, el olor a hierba
mojada de tu dormir, lirios, lirios.
Nada que ver con su carne.
Fríos pliegues de ego, la cala,
y el tigre, empeñado en acicalarse:
manchas, y un despliegue de pétalos ardorosos.
Los cometas
deben cruzar tanto espacio,
tanta frialdad, olvido.
Así que tus gestos se desprenden como escamas:
cálidos y humanos, y luego su luz rosada
sangra y se desuella
por entre las negras amnesias del cielo.
Por qué se me entregan
estas lámparas, estos planetas
que descienden como bendiciones, como copos
de seis caras, blancos,
sobre mis ojos, mis labios, mi cabello
fundiéndose con solo tocarlos.
En ningún lugar.
6 de noviembre de 1962
AMAPOLAS EN OCTUBRE
Ni siquiera las nubes soleadas pueden vestir esta mañana tales faldas.
Ni la mujer en la ambulancia
cuyo corazón rojo florece tan pasmosamente a través de su abrigo…
Un obsequio, un regalo de amor
no pretendido en absoluto
por un cielo
que pálida y flamantemente
enciende sus monóxidos de carbono, por ojos
inmóviles y abotargados bajo bombines.
Dios mío, qué soy yo
