Arquitectura de las pequeñas cosas - Santiago de Molina - E-Book

Arquitectura de las pequeñas cosas E-Book

Santiago de Molina

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Beschreibung

Nadie sospechaba que la menos extraordinaria de las arquitecturas, la de la casa, nuestro hogar, pasaría en poco tiempo a cambiar tanto su sentido. Si tradicionalmente esta caja cargada de hipotecas y habitaciones ha constituido el hábitat más inmediato del ser humano y su lugar de partida diario, los vertiginosos cambios a los que está sometida desde tiempos recientes la dotan de nuevas y profundas dimensiones existenciales. «¿Qué puede enseñarnos la casa y sus habitaciones?». Ante cada temblor del mundo, ante cada exiguo movimiento social, la casa permite escuchar el rumor del tiempo como un auténtico sismógrafo. Como «gran depósito» donde terminan abandonados los restos técnicos o culturales de cada época, la casa aún cumple con su deber. Cuando la casa lucha por ser el centro desde el que reconstruir la intimidad y la cotidianidad, cualquier virulento cataclismo desvela que su capacidad de refugio, aunque olvidado, permanece intacto. Es así como en la casa de todos los días reside nuestra identidad como sujetos. Santiago de Molina obtuvo con Arquitectura de las pequeñas cosas el Premio Málaga de Ensayo, cuyo jurado destacó que «desde la arquitectura el autor profundiza en el espacio de la casa y lo cotidiano con una mirada interdisciplinar, didáctica y desmitificadora, y se exploran las funciones, los límites y el análisis de nuestra escenografía más íntima».

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Santiago de Molina

 

 

Arquitectura de las pequeñas cosas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

XIV PREMIO

MÁLAGA

DE ENSAYO

JOSÉ MARÍA GONZÁLEZ RUIZ

Santiago de Molina, Arquitectura de las pequeñas cosas

Primera edición digital: marzo de 2023

ISBN epub: 978-84-8393-694-8

© Santiago de Molina, 2023

Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia literaria

La obra Arquitectura de las pequeñas cosas fue galardonada con el xiv Premio Málaga de Ensayo, que fue concedido por unanimidad el 21 de noviembre de 2022 en Málaga. Formaron parte del jurado Javier Gomá, Estrella de Diego, Espido Freire, Alfredo Taján, Juan Casamayor (editor de Páginas de Espuma) y, como presidenta del jurado, Susana Martín Fernández (Directora del Área de Cultura del Ayuntamiento de Málaga).

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

Colección Voces / Ensayo 340

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2023

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: [email protected]

 

 

 

A los guardianes de lo cotidiano. A mis maestros.

Existe un cliché que con cierto grado de justificación compara los momentos creativos con las cimas de las montañas y el tiempo cotidiano con la llanura, o con las marismas. La imagen que el lector encontrará en este libro difiere de esta metáfora generalmente aceptada. Aquí la vida cotidiana se compara con el suelo fértil. Un paisaje sin flores o magníficos bosques puede ser deprimente para el paseante; pero las flores y los árboles no deben hacernos olvidar la tierra que los sustenta.

Henri Lefebvre, Critique de la vie quotidienne, 1947

 

 

Me declaro partidario de la vida cotidiana, de la habitual.

Josep Pla, El cuaderno gris, 1966

 

 

La virtud del hombre no se mide por sus hazañas extraordinarias, sino por sus esfuerzos cotidianos.

Blaise Pascal, Aforismos, 1670

Prólogo

 

 

No hay eslogan publicitario, producto doméstico o titular de prensa que se resista a incluir el adjetivo «extraordinario» en la órbita cercana a su objeto particular. Un barítono, un secador de pelo, una pizza, una performance artística, un partido de fútbol, y hasta un libro, pueden ser enajenados de lo común tan solo por ir acompañados de ese paradójico epíteto superlativo. Al vanidoso y embriagador hechizo de lo extraordinario no se ha resistido siquiera la arquitectura, haciendo de esta algo completamente vulgar e insignificante. Tal es el superávit de lo extraordinario que su antónimo, lo nada extraordinario, lo cotidiano, parece un conjunto vacío. Sin embargo, la vida y la arquitectura cotidiana son valiosas y dignas, por mucho que sean, en apariencia, invisibles.

Por otro lado, nadie sospechaba que la menos extraordinaria de las arquitecturas, la de la casa, iba a pasar en tan poco tiempo a cambiar tanto su sentido. Si tradicionalmente esta caja cargada de hipotecas y habitaciones ha constituido el hábitat más inmediato del ser humano y su lugar de partida diario, los vertiginosos cambios a los que ha estado sometida la dotan hoy de profundas dimensiones existenciales. De ser un lugar sobreexpuesto y denigrado ha pasado a convertirse en el núcleo desde el que irradian nuestras relaciones con los demás. A pesar de que aún no hemos conseguido dar una forma adecuada a la casa en este nuevo contexto, aun a sabiendas de que estas crecen sobre un terreno amenazado e inseguro, muchos arquitectos proclaman indudables teorías sobre el habitar, tan brillantes como artificialmente hegemónicas. En sus distintas versiones político-sociales y tecno-eco-barrocas, las líneas de pensamiento vigentes sobre la casa son incompletas, tendenciosas, o lo que es peor, son un producto más, con reconocida fecha de caducidad e incapaces de abordar la creciente complejidad del mundo. La pregunta que aquí se plantea es pues: ¿por qué inventar otra nueva teoría? ¿Por qué hay que preguntarse cada minuto por los principios en los que se funda lo más preciado de la arquitectura cuando cualquiera de nuestras casas, por vulgar que sea, los ejemplifica?

«¿Qué puede enseñarnos la casa y sus habitaciones?». A pesar del desprecio latente de esa pregunta, ante cada temblor del mundo, ante cada exiguo movimiento social, la casa permite escuchar el rumor del tiempo como un auténtico sismógrafo. Exhausta, como una marioneta con exceso de actuaciones, bien sea como máquina de habitar o de sentir, como «gran depósito» donde terminan abandonados los restos técnicos o culturales de cada época, o como bizantino sujeto de debate de los más selectos círculos académicos, la casa aún cumple con su deber. Si la tarea de la arquitectura muestra signos de agotamiento, sea como bien cultural, de consumo o incluso como nido de formas, en ningún otro lugar puede sentirse su vital necesidad como en la más modesta de las habitaciones. Cuando la casa lucha por ser el centro desde el que reconstruir la intimidad, cualquier virulento cataclismo desvela que su capacidad de refugio, aunque olvidado, permanece intacto.

La casa se resiste a los manejos artificiales y hasta parece inmune a cualquier sistema de etiquetado. El pensamiento más conservador y el marxismo más beligerante han tratado de apropiarse sin éxito de su cotidianeidad. Huérfano de protagonismo y de brillo, lo que sucede cada día en sus entrañas permanece tan ajeno a la grandilocuencia como la luz del sol, saludar o una ducha caliente. Por eso, cuanto más exhausta parece la arquitectura, un brillo resplandece a través del «corazón de las cosas» en la habitación de todos los días. Desde allí, desde el umbral de sus habitaciones, se abre la puerta a un más allá en el que comienza la vida en común. «Los seres humanos necesitan mantener cierta distancia con respecto a la observación íntima de los demás a fin de sentirse sociables» 01. Nuevos e inesperados sentidos desbordan las palabras de Richard Sennett. Gracias a la casa somos verdaderos «individuos sociales». Hasta hace no mucho esto solo era una metáfora romántica o un cliché político. Lo que sucede en el interior del propio dormitorio repercute increíblemente en su exterior y en el resto de los ciudadanos. Existe un verdadero cordón umbilical, una hermandad entre casas conectadas, que desborda, y con mucho, el sentido de la privacidad y de la intimidad tal como la hemos entendido históricamente. Hablar de lo cotidiano supone, por tanto, hacerlo sobre la totalidad de la arquitectura y de la sociedad que le da cabida. Creo que también supone hablar de su futuro y de su verdadero rango de posibilidades. Además, si no es fácil encontrar palabras con las que referirnos a la insoportable grandeza de la arquitectura inusual, anormal o espectacular, al menos, respecto a la «nada extraordinaria», puede intentarse.

01.Richard Sennett, El declive del hombre público, Barcelona, Anagrama, 2011, pp. 29-30.

El nacimiento de lo cotidiano

 

 

La antropología, la paleontología y la arqueología han llegado al acuerdo de que fue hace trece mil años, en algún lugar conocido como creciente fértil, en la confluencia entre África, Asia y Europa, donde se produjo un hecho trascendente para el ser humano. A la vez que un grupo de hombres comenzó la plantación de un inusual conjunto de semillas, apareció un modo alternativo de «ser humano». El Homo Sapiens dejó entonces de depender exclusivamente de la caza y de la recolección de alimentos encontrados en la ingobernable naturaleza. El recién nacido agricultor vio aparecer con ese cambio de vida un nuevo modo de relacionarse con el tiempo. Frente al siempre sorpresivo y excepcional instante en que vive sumergido el cazador, la vida de quien recoge semillas se inserta en un tiempo cíclico y maravillosamente previsible 02.

La filosofía y la lingüística se atribuyen el milagro de la consciencia del ser humano. El hecho de que este produjera por sí mismo, y fuera del constante ritmo de la bóveda celeste, un tiempo futuro, una y otra vez, en una noria sin fin, se lo debe a la menos elevada disciplina de la agricultura. Con su reiterado paso por el mismo punto –y la imagen de la rueda no es una simple analogía– la ruta, la rutina del gesto periódico, cambió incluso su percepción del universo. Desde ese instante, la repetición de un tiempo sobre un lugar lleva aparejada la posibilidad de formación de un «hábito» que toma cuerpo en el acto de «habitar». La mayor parte de las especulaciones sobre la aparición de la arquitectura ahondan en la idea del refugio significante, muy pocas en su dimensión como espacio de espera ante un tiempo que se repetirá sin fin. El «hacer tiempo» tuvo profundas consecuencias civilizatorias. La confianza en el futuro que implica construir una casa con almacén para guardar la cosecha, y la repetición de este acto de espera, resulta indisociable de la cultura humana. No es casual la concurrencia en origen de las palabras cultura y cultivo.

Desde entonces la sombra filosófica, sociológica y antropológica de ese tiempo cotidiano nos acompaña y nos inquiere como especie. El tiempo cíclico asoma en el giro de la llave que abre la puerta de nuestro hogar y en la más sofisticada metafísica. Desde los presocráticos, al «eterno retorno» inevitablemente reencontrado por Friedrich Nietzsche; desde el teorema de la recurrencia de Poincaré a un niño agotado por la jornada escolar, la idea del tiempo cíclico asoma en la vida diaria como una serpiente mordiendo su propia cola. Ese tiempo, a menudo invisible por la fuerza de la costumbre, está cargado de la estabilidad necesaria para el desarrollo de la humanidad. No es casual que la ciudad naciera precisamente en el momento en el que el ser humano se enseñoreaba con la posibilidad de una vida cotidiana.

Cada día miles de gestos, de acciones mínimas e imperceptibles, conmemoran ese origen. Cada día mil cosas son olvidadas tan pronto como se realizan, rememorando otros tantos miles de actos repetidos. En apariencia ese sumatorio de actos nimios no permite construir una vida trascendente, pero en cada uno se actualiza y celebra aquel primitivo bucle temporal inaugurado por nuestros antepasados como una secreta ceremonia. Mientras, el marco arquitectónico de la vida diaria resulta afectado por su misma resonante invisibilidad. La casa, contenedor natural de ese milagroso modo de habitar, se ha convertido en uno de los objetos más desconocidos para el propio ser humano. La pregunta es pues, ¿puede lo cotidiano y su recipiente constituir un sustrato sólido para el pensamiento de la arquitectura contemporánea?

Caminamos ciegos ante una nube de minúsculos acontecimientos que nos suceden a diario. Pasamos entre ellos, atravesándolos como una neblina imperceptible, sin que aparentemente dejen huella en nosotros. De todas las horas y minutos de cada día la mayor parte se dedican a cosas que rozan lo insignificante pero que no pueden ser calificadas de absurdas: he apagado el despertador, he comprado el pan, he revisado el correo… Esta poderosa sustancia gris y cargada de levísimos sabores se funda en un constante sobreentendido. O tal vez en un malentendido.

«Lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual, ¿cómo dar cuenta de ello, cómo interrogarlo, cómo describirlo?». La pregunta de Georges Perec interpela hoy a cada habitante y a cada arquitecto. Lo cotidiano está recubierto por una veladura que no permite su acceso inmediato. A pesar de eso, sobre lo iterativo del vivir diario se funda la posibilidad de habitar un tiempo y un espacio psíquicamente propio. A menudo se ha olvidado que la arquitectura hunde sus más húmedas raíces en ese frágil sustrato de los actos repetidos que atesora la casa.

Es notorio el arrogante descrédito de la historiografía de la arquitectura respecto a ese contenedor mágico. Ni los afilados instrumentos de la teoría ni el poderoso exprimidor académico, han logrado extraer más que un par de gotas a su jugoso núcleo psicológico. La cáscara de lo privado, y su condición ingobernable, parece haber protegido a la casa incluso desde el punto de vista de su estudio. El «subconsciente colectivo» que representa lo doméstico ha permanecido ciego a las influencias profesionales hasta muy recientemente. Salvo el sexto libro de Serlio o el tratado de Francesco di Giorgio Martini, ese sustrato enigmático que representa el hogar ha quedado lejos de los intereses de la historia de la arquitectura. A pesar de construir casas que son absolutos, Palladio apenas ha llegado a rozar al núcleo más profundo e interior de la vida diaria. La poética ascensional de la domesticidad –y las connotaciones freudianas no son gratuitas– contenida en las casas de Adolf Loos le impiden considerar esas modestas obras como verdadera arquitectura, por mucho que él mismo proyectara verdaderos monumentos de sensibilidad doméstica. En la casa no hay cabida, ni para la verdadera innovación, ni para el arte, dijo sin asomo de duda. Efectivamente en el alma de la casa late un ser poco dado a soportar la eternidad sobre sus espaldas. Algo torpe, seguramente lento y hasta reaccionario, ¿no es, acaso, el contenedor más fiable de la vida de que dispone la arquitectura y la sociedad?

La casa resiste el paso del tiempo sobre sus espaldas de un modo completamente diferente a como lo hacen los grandes monumentos del pasado. Un repaso a la historia de la arquitectura basta para descubrir que solo lo extraordinario parece haber mantenido una firme vocación de supervivencia como forma. El Coliseo romano, las pirámides de Egipto, o la Acrópolis de Atenas han llegado hasta nosotros tanto por su enormidad formal como por ser asequibles dispensadores de materiales de construcción. Mientras, las casas a los pies de todos esos monumentos fueron arrasadas por papas, reformas y cataclismos. En la actualidad sabemos que la eternidad no está garantizada por el hecho de que millones de personas fotografíen piedras como un mero souvenir. Las bondades de la arquitectura para preservar nuestra memoria, o para entrever algún balcón asomado a la eternidad, requiere de una ambición espiritual que parece extinta. A pesar de su destrucción concreta e incansable, la casa ha buscado garantizar un modo de supervivencia apoyado en su evolución. Casi igual a como lo hacen los organismos vivos.

Tras el tambaleante comienzo del siglo xxi, tras las quiebras económicas y de identidad sucedidas en este tiempo, mantenemos un clima de desconfianza hacia todo a lo que suene a grandeza y a espectáculo. La sociedad se ha percatado tarde de que la arquitectura «excepcional» apenas resulta ya rentable sino como centro de explotación mercantil, o desde la pura exacerbación individual. Quizás porque todo espectáculo ha agotado la capacidad de arraigar en su seno nada trascendente, y menos, algo de un añorado significado colectivo. Con todo, la callada vida diaria de cada casa, edificada sobre unos cimientos sólidos y calmos, esconde un desconcertante contrato con lo profundo que brota de la lenta evolución de su forma. ¿Tiene sentido tratar de recuperar esa forma de perfeccionamiento para el pensamiento de la arquitectura? Esas cuestiones nos espolean a rastrear en los orígenes del habitar primitivo ligado al día a día. El arte, uno de los sismógrafos más fiables para detectar los cambios en la sensibilidad de una época, no puso sus ojos en el concepto de lo cotidiano como origen de la vida doméstica hasta muy tarde. Solo a partir del siglo xvii el clima cultural y mental de occidente fue capaz de convertir la invisibilidad de la vida diaria en un objeto digno de atención por parte de la pintura.

A pesar de ser un artista de pequeño formato y de escasa producción, el pintor holandés Johannes Vermeer sigue suscitando una enigmática fascinación. Cientos de estudios y tesis doctorales sobre su obra, sobre los personajes de sus cuadros, sobre su técnica y su incierta biografía, sumado a las innumerables exposiciones que se siguen realizando sobre sus más ínfimos descubrimientos, reclaman una atención académica y mediática instantánea. A pesar de que apenas han pervivido de su mano una exigua treintena de cuadros, todos ellos orbitan sobre el mismo eje: su gran mayoría están protagonizados por mujeres, casi todos emplean espacios interiores para desarrollar su acción, y la mayor parte son de una temática aparentemente insustancial, o cuanto menos, vacía de un significado legible a primera vista 03.

«Uno de los motivos más determinantes que conducen a los hombres hacia las artes y las ciencias es escapar de la vida cotidiana por su dolorosa crudeza y su desesperada monotonía» 04, las palabras de Einstein, pero podían haber sido de Leopardi, parecen contradecir esa pintura. Que un artista de talento como Vermeer hiciese de la vida cotidiana su centro temático sería una simple anomalía si no fuese porque, junto a él, este fenómeno se hizo extensivo a toda una generación de pintores holandeses del siglo xvii. ¿Qué situación social y cultural permitió dedicar las energías a pintar lo que hasta entonces no merecía atención? ¿Qué ocurrió durante ese periodo para que se produjese tal cambio de foco hacia lo doméstico, la mujer y lo cotidiano?

Puede atribuirse este brusco viraje de sensibilidad a una revolución social perfectamente reconocible desde el punto de vista socio-político. La prosperidad económica holandesa y la consolidación de su burguesía corren por vetas que se funden hasta hacerse indistinguibles. Historiadores sociales y urbanos han subrayado que una gran cantidad de mercaderes, asentados principalmente en las ciudades de los Países Bajos, pasaron repentinamente a ser propietarios de sus residencias. Sustituir el régimen de alquiler por el de la posesión de las casas altera el modo en que se conforma cualquier sociedad y las relaciones entre sus miembros. No obstante, las casas que se podía permitir aquella nueva clase social estaban lejos de ser grandes, y mucho menos palaciegas. Cualquier mercado inmobiliario es muy sensible a los cambios en las necesidades de sus clientes, por mucho que permanezca ciego a sus motivos de fondo y a sus consecuencias históricas. La reducción de tamaño de las casas produjo una revolución soterrada en el modo de vida de sus límpidos interiores: si una casa de gran superficie obligaba a un complejo y extenso mundo de servidumbres y convivencia, donde los lazos entre habitantes eran variados y no necesariamente de consanguineidad, la reducción de tamaño trajo consigo el nacimiento de la moderna privacidad y hasta un cambio en el modo de relación familiar 05. Constituidos en un núcleo de intimidad compacto, hijos y padres comenzaron un modo de vida apartado de criados, visitas inesperadas, molestos huéspedes y familiares más o menos lejanos. El nacimiento del concepto de comodidad contemporáneo se solapa en tiempo y en espacio con la silenciosa revolución en el consumo y la sociedad iniciada en ese momento. No es casual que esos cambios tuviesen repercusiones en el arte de la pintura. Un arte mayor y habitualmente dedicado a narrar los actos más dignos de la religión, lo mitológico o los hechos más destacables de la historia, se rebajó a tratar temas hasta entonces menores.

En nuestros días, cualquiera que visite Holanda y sus museos sometidos al necio estrés del turismo masivo, no es de extrañar que haya pasado de largo, no ya las obras del admirado e inaccesible Vermeer, sino alguna de esas anómalas pinturas de sus coetáneos, pequeñas en su mayoría y sin tema aparente. Rodeados de impactantes cuadros de gran formato donde batallan centauros y quimeras, donde plácidas vírgenes pisotean dragones sin una mueca de desagrado ni esfuerzo, y donde dioses del Olimpo surcan el cielo sin los atributos de los modernos superhéroes, pueden encontrarse esos otros, en su mayoría triviales aunque exquisitamente trazados, y que durante mucho tiempo se denominaron despectivamente con el calificativo de «pintura de género», refiriéndose a aquel arte menor que se colgaba en las habitaciones de las mismas casas que representan.

Fig. 1 – Caravaggio, Cesta con frutas, 1599. Pinacoteca Ambrosiana de Milán, Italia.

 

En esas pinturas, curiosidades donde no existe nada grandioso, los objetivos y los tonos son muy diferentes a todo lo anteriormente confiado al arte. André Malraux describe esta pasmosa trasmutación: «Lo que Holanda inventó no fue cómo colocar pescado en un plato, sino que ese plato de pescado dejara de ser la comida de los apóstoles» 06. Es habitual que la pintura lleve a término sus descubrimientos antes que la ceremoniosa y lenta arquitectura.

El hecho de poner en valor escenas domésticas no surge de la nada. Caravaggio había abierto el camino con su «retrato» de un cesto de mimbre lleno de frutas. Y la palabra retrato aplicada a su canasto de mimbre no resulta imprecisa. Desde su interior las uvas nos interpelan como ojos astutos y casi glaucos. En la fruta reconocemos la mirada que tienen los seres vivos sumergidos en un tiempo que está a punto de arruinar su frescura. De ese modo la totalidad de los objetos diarios se convirtieron en sujetos de una narración de mayor calado que su propia materia. Aunque hoy hayamos perdido la sensibilidad para apreciarlo, el retrato de las cosas iniciado por Caravaggio supuso un desvarío tan arriesgado como productivo para la propia pintura. El conjunto de frutas y objetos diversos, aunque tenga interés compositivo, resulta banal desde el punto de vista temático, a no ser que aluda a la inevitable caducidad de la vida, o sea un subterfugio para evitar la alargada sombra ideológica de la por entonces poderosa reforma protestante ¿Qué fuerza estética empujó a ese evidente cambio de mentalidad? ¿Qué sucedió en una sociedad para que las alacenas y sus alimentos se constituyeran en el mejor paisaje posible a la hora de ocupar las paredes de sus dormitorios y salones? Los objetos cotidianos son algo más que una forma de burlar la prohibición de representar motivos religiosos. Son un inmejorable campo de experimentación y constituyen un extraordinario abono para construir una nueva forma de ver la realidad.

Al igual que antes la pericia de los pintores se había puesto a prueba en el trazo de torbellinos púrpuras y azules sobre las vestimentas de los santos y los atuendos de los dioses, las frutas y las hortalizas se convirtieron en un espacio fecundo para descubrir a la pintura pintando. Es decir, su autoconsciencia. Los pintores supieron sacar partido al exiguo margen de libertad que ofrecía trabajar con prerrogativas centradas principalmente en el color y la composición. Abraham van Beyeren, Jan van Huysum, David Bailly, Willem Claeszoon Heda, Willem Kalf o Pieter Claesz puede que sean nombres olvidados, pero sus bodegones no lo eran para los pintores que vinieron tras ellos.

Y si las alacenas se convirtieron en un sorprendente y repentino paisaje, el siguiente salto cualitativo respecto a lo cotidiano lo produjo el género del retrato. El mero hecho de sacar la pintura de las iglesias había supuesto cambios en su soporte y en su modo de contemplación. El sujeto retratado se situó por vez primera «pro-fanum», es decir, «fuera-del-templo». Históricamente el retratado tenía el privilegio de aparecer en la pintura falseando el tiempo donde sucedían los eventos memorables, aunque sin jugar un papel sustancial en la narración de la escena religiosa o bélica. En un retrato renacentista el personaje nos mira a los ojos, figuradamente o no. Con el orgullo de su recién adquirida individualidad, y con una declarada ansia por pasar a la historia, (pues por algo merecía ser pintado) se muestra a sí mismo orientado hacia el futuro y hacia sus contemporáneos. No obstante, en esa recién creada pintura del siglo xvii, el retratado es descubierto en medio de la vida misma, mientras el espectador es relegado al papel de mirón indiscreto. Por ese diminuto resquicio, la temática de la pintura, el tema, vació su contenido. Y el tiempo pictórico se trasmutó en algo nuevo. En esos pequeños cuadros cada instante goza de igual relieve. Los pintores de lo cotidiano no eligen el preciso momento de la adoración a un Dios recién nacido o el irrepetible segundo anterior a la derrota de Goliat. Esa vida diaria se convierte en un rodillo capaz de aplanar y hacer equivalente cada instante en cuanto a su completa y absoluta identidad. ¿Eran conscientes esos pintores de las consecuencias que tendría esa indolencia respecto a la elección del momento preciso a cambio de uno elegido «al azar»?

En lugar de aparecer enjoyadas y mirándonos, las mujeres se retratan de espaldas, despiojando a sus hijos, leyendo cartas o escuchando una conversación. Los soldados se muestran lejos del fragor de una batalla o a punto de rendir armas. Apoyados en compañeros, a menudo borrachos, descansan, cantan y beben. Con sus espadas abandonadas sobre alguna silla raída o jugando a las cartas, flirtean con mujeres de probada reputación. Las escenas de la vida representadas en las pinturas de este breve periodo de tiempo más que proceder por un aislamiento del personaje, como hacía el género del retrato, se regodean, como dice Todorov, en los «individuos sumidos en la existencia» 07. En la más vulgar de ellas. La pintura de lo cotidiano pone el foco en el instante, uno furtivo, robado y atrapado por la pericia del pintor. Pero uno cualquiera. La irrupción del tiempo de las casas, los burdeles y las tabernas destierra la eternidad en la que se deleitaban los dioses. Estos cuadros descubren un hasta entonces intangible «tiempo dentro del tiempo». Por primera vez el tiempo representado es el del espectador, el del puro presente. Un presente que equivale a todos los instantes del pasado y del futuro a los que el ser humano se dedica sin plena consciencia. La temporalidad implícita en aquellos cuadros propicia la búsqueda de lo típico, de lo que se repite en innumerables ocasiones, es decir, de lo habitual. De la fuente de ese tiempo, tan inagotado como rutinario, manan todos los hábitos; y de la elusiva maravilla del hábito irradia todo habitar y toda habitación.

El vaciamiento temático, el desalojo de héroes y de lo extraordinario, da paso a un sin número de pinturas tituladas de modo puramente descriptivo. Llamar a un cuadro Muchacha cortando cebollas, La lechera o Una dama que escribe una carta y su sirvienta, no añaden nada sustancial a su contenido interpretativo. La clave para descifrarlos, si es que debe pagarse ese molesto peaje, corre por cuenta del observador, (o del profesional de la hermenéutica artística). Sobre esa indiferencia se funda el comienzo de la historia de las pequeñas cosas en Occidente, y de toda una rica epistemología contemporánea de lo doméstico.

El recién descubierto universo de la vida cotidiana, con su compleja dimensión social y psicológica, orbitaba alrededor de ese maravilloso y hasta entonces existencialmente mudo centro que constituye la casa. Para los antiguos holandeses la virtud doméstica redime del insoportable pecado protestante de tener éxito puertas afuera. Desde ese momento la casa se constituye en algo más que el fondo de la vida diaria: supone la encarnación tanto de la sociedad como de su ideal colectivo. La casa se extiende y ramifica en la ciudad, desde su foco se irradia el orden social a la vez que se convierte, paradójicamente, en su más modesto contenedor.

 

Fig. 2 – Pieter de Hooch, Mujer con una niña en la despensa, 1658. Rijksmuseum, Ámsterdam.

 

La pintura de género constituye, por tanto, una forma de retrato, aunque no de los personajes y sus costumbres, sino de la propia casa. Una habitación que contiene una de aquellas pinturas es un cuarto abismalmente habitado. La imagen de la vida desdoblada supone una poderosa idea estética y abre la puerta a un borgiano juego de espejos: en aquellos cuartos había pinturas que contenían pinturas de cuartos que contenían pinturas de cuartos… Cuando hoy vemos aquellas escenas colgadas de las bien iluminadas paredes de los museos modernos, aquel maravilloso vértigo de la casa infinitamente replicada se desvanece. Con todo, la profundidad psicológica, filosófica e incluso arquitectónica que contienen no está, ni mucho menos, agotada. En cada cuadro de lo cotidiano, en lo cotidiano mismo, sigue concitándose un profundo y valioso precipicio.

Sería inocente pensar que el aprecio por la pintura de temas menores era gratuito o que los holandeses hubiesen desarrollado de improviso un gusto estético sublime. Los historiadores especulan que entre 1600 y 1700 en Holanda se pintaron entre cinco y diez millones de cuadros 08. Es decir, en la casa del herrero y del carnicero, la pintura era también un objeto preciado como bien de consumo. Se disfrutaba con los cuadros o con los tulipanes tanto como se especulaba con su valor. Y en ese contexto la pintura debía su éxito a estar bien hecha, al tiempo dedicado a su producción y su factura, antes que a su autoría.

Aun así, una vez que el arte de la vida diaria se puso en marcha, sucedió lo inevitable: la pintura que imitaba el mundo de lo pequeño pasó en poco tiempo a imitarse a sí misma… La naturalidad es muy esquiva a todo foco puesto sobre ella. Lógicas de otro orden, incluyendo las puramente sociales, o las de la propia necesidad compositiva, hicieron aparecer en el cuadro atuendos más ricos y menos rutinarios. En ese imparable carrusel (¿inevitable?), podemos hacer una lectura iconográfica de los objetos y de las escenas retratadas. Un cesto, un vestido o una puerta hacen que el recién conquistado realismo pase a ser un «realismo aparente» (si es que el realismo no ha sido siempre otra cosa que realismo aparente). ¿Pueden las cosas mantener cierta neutralidad significativa cuando han sido cuidadosamente seleccionadas y dispuestas, cuando leemos en ellas una pose?

En poco tiempo todo lo retratado se convirtió en un puro símbolo. Hasta las acciones más simples se trasmutaron en la representación de las virtudes morales bajo el aspecto de mujeres y hombres dedicados a los trabajos más ordinarios. Aquella pintura pasó a ser un instrumento didáctico y a quedar finalmente asfixiada por la necesidad de mostrar gente elegante en situaciones elegantes. ¿Es ese el verdadero peligro de toda puesta en valor de lo cotidiano?

Si el estatus del arte de la vida habitual no resulta impositivo cuando se refiere a la plenitud de la vida, cuando un aire de monumentalidad, sea moral o formal, se cuela en los cuartos más humildes, ofrece, de pronto, una desapacible segunda lectura. Porque hace que la semiótica de los símbolos aparezca como la verdadera protagonista de la escena. Hasta los marcos arquitectónicos, la luz o la figura de la mujer cobraron entonces un significado ajeno por completo a la propia acción o al objeto. Esta mutación puede resultar premonitoria para todo instante que ponga en valor esta rica manera de ver el mundo: los momentos entre lo heroico y lo vulgar, entre lo extraordinario y lo cotidiano están llamados a rellenarse, inevitablemente, con símbolos. Con todo, aún no nos ha sido hurtada la posibilidad de contemplar la tenue luz que atraviesa aquellas salas admirables.

Desde aquel iluminador instante en la historia del arte cada casa continúa ofreciendo a nuestros ojos ventanas abiertas por las que se recrean los objetos y la vida del interior. ¿Podemos disfrutar de ellas, sin más? Sabemos que, de forzar su lectura, el sentido de la pintura o de lo cotidiano se ve trastocado. El principio de incertidumbre encuentra en este fenómeno algo más que una analogía. La observación de la vida, su estetización, implica su metamorfosis. Un tipo de inevitable violencia interpretativa se encuentra bajo todo arte que trata con ese delicado material. Cuando la tranquila luz de un cuadro comienza a leerse como un símbolo moral, o de la divinidad, gracias a los estudios y descubrimientos de los historiadores del arte, o nuestras propias ideas contemporáneas en cuestión de filosofía o política, el mensaje de la propia pintura se trasmuta. Todo arte que ponga su foco en la belleza de lo ordinario encuentra reversos o fabrica símbolos. Inevitablemente en el estatuto de lo cotidiano se encuentra la particular, turbia o benévola, mirada de cada época. Y sin embargo bajo ellos una belleza de un tipo diferente, late.

Por breve que fuese ese periodo de la pintura, por insustanciales que fuesen sus cuartos, si perviven en nuestro imaginario y resultan igualmente pedagógicos se debe, igualmente, a que los pintores de los Países Bajos disfrutaban enormemente con su trabajo. Existía en ellos un vivo interés por las casas, los cuartos, las personas y el mundo material que les rodeaba. Todo recibía la misma delicada minuciosidad del primer plano. No había desenfoques en los bordes de los lienzos o descuido en los objetos menores. (¿No es eso algo suficientemente ejemplar?). Indirectamente, esa nueva manera de prestar atención a todo lo menor hizo que la propia forma de pintar quedase transformada. Un estudioso de aquel periodo como Taine, justifica el cuidado extremo hacia todo lo pintado diciendo que bastaba con que las cosas existiesen para que fueran dignas de interés 09. En su afirmación hay más que un mero comentario sobre la pintura, hay un requerimiento ético. La caridad que muestra el pintor de lo cotidiano hacia todo lo que rodea la vida resulta clarividente y transformadora. Porque enseña más que una forma de contemplar la pintura. Enseña un nuevo modo de ver la realidad.

Por esa puerta abierta a ver la existencia desde la óptica de lo cotidiano se introdujo un estatuto filosófico de primer orden. Vivir en el ahora, situarse en la realidad, siempre ha resultado ser un programa antimetafísico que no por ello ha dejado nunca de ser productivo. Enamorarse de las habitaciones y de los rincones, investir de algo de humildad a todo relato sobrenatural e inalcanzable, reducir la franja de la vida y la arquitectura a una zona donde no haya aparentemente lugar para «lo sublime» puede suponer para muchos una pérdida. Pero ¿quién ha dicho que no sean precisamente esas profundas llanuras de lo cotidiano las que hacen posibles otros paisajes? ¿Quién ha dicho que no haya posibilidades de encontrar nuevos y refrescantes manantiales de sensibilidad bajo lo cotidiano?

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