Arte minimal. Objeto y sentido - Francisca Pérez Carreño - E-Book

Arte minimal. Objeto y sentido E-Book

Francisca Pérez Carreño

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Beschreibung

En "El Arte minimal. Objeto y sentido" la autora traza un panorama del arte minimal a través de la obra de sus autores más significativos, en relación al contexto del arte de los años sesenta y a la fundamentación de los valores estéticos modernos. El libro analiza las cuestiones más debatidas sobre el minimal, como el antiilusionismo, la falta de sentido y de expresividad o su carácter ideológico. Además, defiende el carácter significativo y vanguardista del arte minimal desde presupuestos distintos a los del post-estructuralismo.

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Arte minimal. Objeto y sentido

www.machadolibros.com

De la misma autoraen La balsa de la Medusa:

12. Los placeres del parecido. Icono y representación

34. Estudios sobre la «Crítica del Juicio»

[J. L. Villacañas, V. Bozal, Fca. Pérez Carreño, E. Trías, Charo Crego y F. Martínez Marzoa]

81 y 82. AA. VV. Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas, I y II

Francisca Pérez Carreño

Arte minimal. Objeto y sentido

La balsa de la Medusa, 127

Colección dirigida por

Valeriano Bozal

© Francisca Pérez Carreño, 2003

© De las reproducciones autorizadas, VEGAP. Madrid, 2003

Art © Donald Judd Estate. VEGAP. Madrid, 2003

© Estate of Robert Smithson. VEGAP. Madrid, 2003

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)[email protected]

ISBN: 978-84-9114-197-6

Índice

Introducción

El arte minimal como campo de fuerzas

El origen

Conceptos fundamentales sobre arte minimal

Objeto y teatro en el arte minimal

Bibliografía

Ilustraciones

A mis padres

Introducción

El arte minimal se ha convertido en un movimiento clave para entender el arte de las últimas décadas. De un modo u otro se le considera antecedente de las últimas tendencias artísticas, del arte conceptual, procesual, de la tierra, precursor de la instalación y del arte de acción. Lo cierto es, sin embargo, que al menos en estos casos se trata más bien de movimientos, actitudes o prácticas que coincidieron durante los años sesenta y que posteriormente se han ordenado y colocado bajo etiquetas distintas. Durante aquellos años, el panorama artístico era mucho más indiferenciado de lo que aparece hoy en nuestros manuales y los artistas dedicaban su tiempo por igual a la fabricación de objetos minimal que a la acción dadá o conceptualista. Hans Haacke, normalmente considerado un artista conceptual, realizaba objetos como Cubo de condensación, 1963. Richard Smithson, más conocido por sus obras de tierra, creaba una de las más significativas obras minimal, Alogon, 1966 . Judy Chicago, conocida luego por la pionera obra feminista, The Dinner Party, 1979, realizaba obras plenamente minimalistas, como Rainbow Pickets, 1965, o Cubos y cilindros (recolocables), 1967. En sentido contrario, uno de los protagonistas del minimal, Robert Morris, colaboraba como performer con el Judson Theater, un grupo de danza e improvisación, y sus obras minimalistas convivían con otras de carácter conceptual, o dadaísta y con acciones. Todos ellos participaban en los happenings que tenían lugar en las galerías neoyorkinas desde finales de los cincuenta y coincidían con dadaístas como el propio Duchamp, artistas pop como Oldenburg o Rauschenberg, y también con los pintores expresionistas y postexpresionistas. El ambiente artístico neoyorkino era entonces muy abordable y los artistas de vanguardia y sus galerías formaban un grupo relativamente pequeño de personas1.

A pesar de la evidencia de que entonces el panorama era bastante más confuso, la noción de arte minimal ha servido en parte para ordenar el territorio y organizar temporalmente el arte de los sesenta, y también para crear un argumento nuevo del que partiera una renovada historia del arte. El arte minimal se considera el punto de inflexión entre el arte de la vanguardia, de la modernidad, y el de la postvanguardia, la postmodernidad. Sus obras pueden apreciarse, bien como el fin de la narracción vanguardista, bien como el comienzo de una narración diferente, con principios explicativos, intenciones o rasgos relevantes diferentes. Aquellos que lo consideran un final perciben la obra minimal dentro de la tradición de creación de objetos, resultado de una actividad autónoma, sin funcionalidad social, apolítica, y cuya finalidad es la creación de una experiencia estética –en sentido amplio–. Los objetos minimalistas serían el último eslabón en una cadena de depuración y de búsqueda de la esencia de lo artístico propia del vanguardismo. Quienes perciben el arte minimal como un comienzo insisten en la pérdida del valor material del objeto y del trabajo artístico en los minimalistas, y en la desmitificación del valor cultual del arte en la vanguardia. En particular se ha creado un argumento, el de la desmaterialización de la obra de arte, que parte de los artistas minimalistas para evolucionar en los conceptuales, en favor del valor teórico, político e intelectual del arte frente al puramente estético o el estrictamente artístico.

El arte minimal se ha convertido en el primer clásico de las postvanguardias. Al menos en el sentido de que algunos de sus rasgos formales más evidentes, como la simplicidad formal, la factura industrial o la repetición se repiten en otras tendencias, incluso en movimientos figurativos como los herederos del pop. Además, el minimalismo con sus extensiones en otros géneros, como la música, el cine, la arquitectura o la moda ha venido a ser una marca de austeridad y de frialdad expresivas, que se considera heredera de las vanguardias llamadas analíticas o geométricas. Finalmente, como un clásico, su influencia se supone incluso cuando está siendo criticado.

El arte minimal ha sido objeto de polémicas desde el momento mismo de su nacimiento, en el ámbito teórico como en el práctico. En primer lugar, la que enfrentó a sus defensores y los representantes más influyentes de la crítica americana de la postguerra, Clement Greenberg y Michael Fried. Sus escritos fijaron los términos de la discusión sobre los problemas que el arte minimal presenta para la estética moderna y vanguardista. En particular, las nociones de literalidad y teatralidad, que aplicaban peyorativamente a la escultura minimal, fueron adoptadas por defensores y detractores como señas de identidad del nuevo movimiento. Para la teoría moderna del arte la falta de manipulación artística del material, de sintáxis, la carencia de contenido y el efectivismo, percibidas en el minimal, atacan al centro mismo de la obra de arte y convierten a sus obras en mero pseudo arte. En el mismo sentido, la relevancia creciente de las condiciones de exposición, de la instalación, «la puesta en escena», su dependencia del espacio y de la institución, se perciben como pruebas evidentes de la exterioridad del arte minimal, del carácter aparente de su artisticidad.

En los años ochenta, Hal Foster vino a reivindicar de nuevo el valor del arte minimal, acusado esta vez desde posiciones postmodernas de frío, intelectualoide y aburrido. Foster, frente a la andanada del nuevo expresionismo, de la vuelta a la pintura y de la alabanza kitsch del nuevo pop, reivindicaba la seriedad vanguardista del arte minimal. A pesar de su institucionalización, el minimal representaría todavía la resistencia en el seno de la institución artística a la fetichización del objeto y la ideologización de la cultura. Junto a Rosalind Krauss, Foster defiende el arte minimal como el verdadero continuador de los principios radicales de la vanguardia. En 1987, durante una discusión de la Dia Art Foundation entre críticos e historiadores sobre la pervivencia del Minimalismo, Buchloch señalaba que los críticos reunidos en aquella ocasión, a favor o contra el arte minimal, compartían «una continua devoción a tal orden y al canon (histórico)» y también «una casi completa devoción a la alta cultura»2. Es decir, formaban parte de la tradición teórica moderna. Respecto al mencionado desinterés por la cultura popular, es decir, de masas, no se trataría tanto de una defensa alternativa de la alta cultura, esto es, del arte vanguardista, cuanto de un reconocimiento de la coherencia histórica de la vanguardia y del arte moderno como inherentemente críticos. Para sus defensores, el arte minimal forma ya parte de ese canon de la historia y de la crítica de arte.

Pues bien, es este doble carácter del arte minimal, como crítico del canon moderno y como perteneciente a ese canon, lo que este ensayo pretende elucidar. En este momento las discusiones están lo suficientemente centradas para que se pueda avanzar en su comprensión. Existe un cierto consenso, un uso común de las nociones claves, de lo correcto o incorrecto dentro de un territorio bastante amplio, y existen ya un cierto número de monografías que han ordenado y clasificado el territorio del arte de los sesenta, todo lo cual hace posible una reflexión sobre la teoría del arte que contemple los cambios introducidos en particular por el arte minimal. Las pretensiones de este libro son más modestas, sin embargo. Se inscriben dentro de una resistencia personal y filosófica a los presupuestos filosóficos que subyacen a la teoría del arte que ha defendido con más rigor al arte minimal. Me refiero, a las posiciones postestructuralistas. El punto de partida es el descontento filosófico con los supuestos filosóficos de los defensores del minimal y una cercanía por el contrario con sus detractores, en particular con Fried.

Ya en 1977, Krauss sentó en Pasajes en la escultura moderna3 las bases de la historia y la teoría de la escultura vanguardista a partir de casos como Rodin, el objeto surrealista, y la escultura minimal y postminimalista. Como en otros de sus escritos dedicados al arte y los artistas minimal y postminimalistas, en Pasajes se presentan los presupuestos teóricos desde los cuales la obra minimal se hace comprensible. Comparto con Krauss la idea de que los artistas minimal rechazan nociones básicas de la estética idealista y de la concepción moderna del significado y el conocimiento: el carácter aconceptual de la experiencia estética, la naturaleza puramente óptica de la experiencia de la obra de arte plástica y la noción internista del significado y la intención. Sin embargo, me alejan de su posición, característica del pensamiento estético postestructuralista, dos cuestiones de diferente cariz. Una, de carácter metodológico y general, se refiere a la relación entre la filosofía y cada obra de arte en concreto. La otra, más concreta, se refiere a la concreta concepción de significado que Krauss mantiene y ve promovida en el minimalismo.

Krauss mantiene que la obra minimal representa una crítica de la noción cartesiana de mente y de la noción de significado entendido como contenido interno y privado que un artista expresa en su obra4. Según esa concepción, el yo del artista, sus experiencias, intuiciones, deseos, creencias, que son privados y accesibles directamente sólo para él, son expresadas y comunicadas a los demás a través del gesto artístico. El contenido del arte, su sentido, es pues la experiencia del artista. Es decir, la dirección en la creación del lenguaje y del sentido iría de la mente creadora del artista, a través de su obra, al lenguaje artístico. El artista sería capaz de transmitir su experiencia, privada e innacesible a los demás, a través de un mecanismo expresivo que no es lingüístico, puesto que no se basa en reglas o lenguajes, sino en la natural manifestación de lo interior, por el arte. Por el contrario, dice Krauss, «(l)a significación del arte que emergió en este país en los primeros 1960 es que apostó todo a la adecuación de un modelo de significado que se separó de las exigencias legitimadoras de un significado privado»5. Frente al cartesianismo, entender la naturaleza pública del significado implica considerar que el significado se construye en la interacción comunicativa, y que sólo damos sentido a la propia experiencia cuando es reconocida en los demás y por los demás en nosotros.

La ilegibilidad de los gestos en la escultura de Rodin (por ejemplo de su Adán, 1880, o en Balzac, 1897) es ya un síntoma del rechazo de la idea de que la interpretación de la escultura se basa en el reconocimiento, en determinadas posiciones corporales, de la expresión de experiencias internas. Al contrario, defiende Krauss, es en la experiencia de la propia escultura, de su materialidad, en las huellas que el proceso productivo ha dejado en la superficie del objeto, en el objeto, donde surge el sentido. El arte minimal supone un hito en el rechazo del cartesianismo porque presenta el problema del significado de un modo mucho más abstracto, eliminando el antropomorfismo propio de la escultura moderna, incluso la no figurativa. La diferencia entre Rodin, el constructivismo o el surrealismo y el minimal, es que, frente a aquellos, la experiencia que trata de provocar y en la que consiste su interpretación es muy teórica. Incluso cuando, como es el caso, la interpretación reflexione sobre la fenomenología de la experiencia perceptiva de sus objetos.

Es cierto que los artistas minimalistas mostraban gran interés por cuestiones filosóficas y que el contenido de alguna de sus obras era la relación entre el cuerpo y la mente o el signo y su significado. Más aún, creo que la familiaridad con la discusión filosófica de estos problemas facilita su comprensión. Ahora bien, no es adecuado creer que las obras constituyan en sí mismas una crítica a la filosofía moderna. Son una crítica al arte moderno y en particular al expresionismo abstracto y al uso que el expresionismo abstracto hacía de la filosofía moderna. En particular de la idea de que la cualidad estética de la obra de arte es expresión de una experiencia del productor. Las tesis sobre el significado o las críticas a la concepción internista del significado son sin embargo demasiado fuertes para ser supuestas en la comprensión de estas obras de arte (y de cualesquiera otras, me atrevería a decir).

La obra de arte minimal según Krauss pondría en primer término la naturaleza pública del significado. El problema consiste en cómo establecer los puentes entre esta idea y la práctica artística. Puesto que efectivamente el significado de cualquier obra de arte, como de cualquier signo, es público, lo es tanto si su autor mantiene un modelo de significado como otro (del mismo modo que Rodin no conocía la filosofía de Husserl, el conocimiento de Wittgenstein, la filosofía analítica o Merleau- Ponty por parte de los minimalistas era, cuando existía, superficial). Es cierto que un objeto minimal, como las estructuras de LeWitt, por ejemplo, no parecen tener como contenido una experiencia de su autor. De hecho no se interpretan así. Parece que, al contrario, la pintura de acción suele intepretarse desde este punto de vista: las pinturas de Pollok como expresión de su propia energía, voluntad, subjetividad. Sin embargo, incluso para entenderlas de este modo, es necesario considerar una serie de presupuestos convencionales, que hacen que tomemos los brochazos, su dirección, las marcas de pigmento sobre el soporte, como representación de ciertos estados mentales. El significado de la pintura de Pollock no es directamente aprehensible como manifestación espontánea y natural de esos estados o de su exteriorización –como si se tratara de una gráfica de su actividad cerebral, por ejemplo–, sino como símbolo dentro de un contexto de comunicación en el que se interpretan así. La diferencia básica es que en el segundo caso puede hablarse de incorrección y de falta de sinceridad, mientras que en el primero, la pintura sería por definición correcta y sincera.

Una obra de arte puede ser tremendamente vanguardista y su autor mantener una concepción cartesiana de la mente, o mejor dicho, tener intuiciones internistas sobre la significación de su obra. Es más, supongo que esto sucede en la mayoría de los casos. Krauss no podía dejar de admitirlo y de ahí su crítica del arte conceptual y las distinciones que establece entre este y el arte minimal6. Algunos de los artistas conceptuales que critica pertenecían a la vanguardia y sin embargo sus intenciones respecto a sus obras eran totalmente incoherentes con una noción de la naturaleza pública del significado. Creo que uno de los problemas de la crítica postestructuralista es que presenta todo el desacuerdo sobre cuestiones estéticas como un desacuerdo filosófico. Pero este no es el caso cuando hablamos de Fried, por ejemplo, un wittgensteiniano que tampoco creía en los lenguajes privados. Para Fried la gestualidad de la escultura de Caro, por ejemplo, no se interpretaba como expresión de una supuesta experiencia de parte del productor, sino como creadora de sentido en la experiencia corporal de reconocimiento de la articulación del objeto.

La discusión sobre el antropomorfismo del arte minimal puede ser esclarecedora respecto a su capacidad de proponer teorías filosóficas. Es cierto que el rechazo de la escultura ilusionista por parte de los minimalistas se materializaba en objetos en los que no se podía realizar la ecuación, mejor dicho, percibir la equivalencia, entre «piedra» y «carne»7, en la cual se basaba la escultura antropomórfica moderna. Una obra escultórica no esconde necesariamente un significado en su interior al modo en que la carne está animada por un espíritu en el modelo cartesiano, pero puede servir como expresión de estos significados. No porque el espectador infiera la presencia de un espíritu, una presencia, sino porque el objeto provoca una experiencia en la que se reconoce el contenido que se pretende transmitir. Por un lado, una escultura de tipo antropomórfico no está por ello basada en un modelo de significado arcaico. Podemos, y de hecho lo hacemos, hablar y producir arte con sentido sobre estados internos, aunque no deban imaginarse como fundamentos del significado. En realidad, que nos comuniquemos y que comprendamos a través del arte es la demostración misma de que el significado es público, aunque trate de asuntos privados. Por otro lado, el arte minimal ha seguido utilizando imágenes antropomórficas (quizá ocultamente), lo que le ha valido la acusación de autoritarismo o de proponer una imagen vacía de lo humano. Esas acusaciones son posibles y no siempre desencaminadas, precisamente porque el significado es público, es decir, porque el sentido de las obras minimal, vueltas hacia el exterior, opacas e inexpresivas, no es necesariamente el de la pretendida crítica del mito de lo interior, sino que se puede percibir como la opacidad y la falta de rostro del poder.

Los artistas minimal no compartían una postura filosófica común, ni una concepción del mundo, ni del arte o el significado. Es cierto, sin embargo, que al rechazar parte de las convenciones artísticas y de género ponían en cuestión equivalencias, formas de creación e interpretación tradicionales. Sin embargo, mantenían (¿cómo podría ser de otro modo?) algunas convenciones básicas: la de un artista, o varios, que proponía un objeto a la interpretación. Más aún: la idea de que su acción era significativa y de que era comprensible para el intérprete, incluso cuando el absurdo, el azar o la falta de forma formaran parte del sentido de la obra. Los minimal mantenían además la convención de que la obra de arte plástica es un objeto (no una acción) y, por último, la idea de que la comprensión consiste en mantener una experiencia determinada, adecuada, de este objeto.

Las obras minimal no son demostrativas o mostrativas de la superioridad de un modelo de significado sobre otro porque son compatibles con diversas concepciones del significado. Es cierto que se inscriben en un contexto cultural de discusión y de cuestionamiento de ciertos problemas artísticos y filosóficos y que, dependiendo del artista del que se trate, la obra (y, por tanto, su percepción) cobra sentido bajo esa luz. Creo, por ejemplo, que el orden minimalista no tiene un sentido neoclásico o racionalista, que la claridad y la distinción en el nivel sensible no deben entenderse, por tanto, como reflejo o síntoma de una racionalidad superior de carácter intelectual. Ahora bien, a qué sirva el orden en cada obra concreta depende de cada autor. Por ejemplo, la repetición no es siempre y necesariamente la ilustración de la iterabilidad del significado, como mantiene Krauss que es el caso en Sol LeWitt. Considerada en abstracto podría significar justamente lo contrario: que la repetición nunca es idéntica, porque su percepción depende de las condiciones del contexto, como muestra Vigas en L, 1965, de Morris.

Al decir que el sentido de la obra depende del uso que el autor hace de los elementos formales o técnicos, me enfrento a una de las ideas básicas de los postestructuralistas. Según Foster, el arte minimal muestra que «el autor ha muerto»8, por más que la historiografía sobre el minimal se base en la investigación de individuos cuya producción nos parece merecedora de atención. Creo que no puede ser de otro modo: el sentido de la obra minimal depende, como siempre, del modo en que el artista ha dotado a un objeto de la capacidad de crear una experiencia significante. De su éxito, es decir, del reconocimiento de esa experiencia por parte del espectador (adecuado) depende que se de o no el sentido. El postestructuralismo, sin embargo, sugiere que el significado se aloja en un código o estructura, en lugar de en la mente de un autor. La muerte del autor, se afirma, es el nacimiento del lector. Sin embargo, no se trata de reivindicar un subjetivismo del lado de la experiencia receptiva, sino de que esta experiencia se represente, o que reenvíe a, todas las oposiciones que el universo cultural o el campo semántico, prevee9. Así se entiende el carácter público del significado, como la existencia de convenciones o códigos culturales. Sin embargo, de la suposición de que el autor no impone arbitrariamente el sentido, no se sigue que las experiencias creadas por su obra no sean las pretendidas por él. El campo de alternativas o de oposiciones semánticas no puede fijar el sentido de una obra, sino es bajo la suposición de una intencionalidad. Determinar qué sentido tiene un orden, la elección de un material, de una forma, la colocación de un objeto, exige suponer con qué fin se realiza, qué experiencia propone. Las oposiciones significativas son muchas y dependen del contexto, de modo que la ambigüedad significativa sólo puede deshacerse apelando a la intención de un autor, entendida no como un acontecimiento privado que impone arbitrariamente un sentido, sino como la causa efectiva de que el objeto posea la apariencia que efectivamente posee y produzca la experiencia que efectiva y adecuadamente produce. La corrección o incorrección de la asignación de una intención no depende de otra evidencia que las propias obras, su contraste con otras, las explicaciones del autor, la coherencia de su comportamiento expresivo y, en general, de la propia experiencia perceptiva e interpretativa cotidiana del mundo, tanto del productor como del receptor.

Mi análisis del arte minimal no evita las cuestiones filosóficas referentes al significado o a la percepción, pero ha tratado de seguir una máxima de prudencia: utilizar la hipótesis explicativa más débil posible. Creo que la hiperteorización del arte contemporáneo conduce justamente a lo contrario que se pretende. Por un lado, se quiere subrayar el componente teórico y no meramente sensible de la obra, para afirmar el valor del arte y no su carácter subsidiario respecto a la filosofía, pero esto en ocasiones conduce a la justificación del arte por la filosofía, es decir, a la asunción de su superioridad. No sólo sucede con la filosofía, también con la ciencia y hasta con las llamadas ciencias sociales. Pero, aunque para el artista todas ellas constituyan fuentes de inspiración, solo está sujeto por las leyes del arte. Por su parte, el teórico debe ser prudente y distinguir entre la teoría y el modo en que la teoría influye, se utiliza, en la obra. Él, además, no está exento de considerar de modo crítico las teorías en cuestión.

Mi interés por el arte minimal nació bajo la impresión de la exposición de la colección Panza en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en 1989. Desde entonces he escrito, dictado cursos, pronunciado charlas y discutido sobre el tema en muchos lugares y con muchas personas. Algunos de sus comentarios han rondado mi cabeza durante años, han guiado mis análisis, me han hecho cambiar de argumentos o me han planteado interrogantes que he tratado de resolver. Recuerdo conversaciones con Gerard Vilar, Jordi Ibañez, Félix de Azúa, Carlos Piera, Roberta Quance, Alicia Poza, Miguel Angel Hernández, Maria José Alcaraz y Manuel Hernández. De todos ellos hay algo en este libro. Con Valeriano Bozal la conversación se ha mantenido con pocas interrupciones durante todo este tiempo; fue él quien me animó a escribir por primera vez sobre el asunto y es el último que ha revisado el manuscrito. Sus sugerencias y críticas han mejorado sustancialmente el texto, cuyos errores son, a pesar de todo, de mi entera responsabilidad.

Notas al pie

1 «Los tiempos eran caóticos y nuestras vidas también», recuerda L. Lippard en «Escape attempts», la introducción a una nueva edición de Six Years: The dematerialization of the arte object from 1966 to 1972, Berkeley, University of California, 1996.

2 Foster, H. (ed.), «Theories of Art after Minimalism and Pop», Discussions in Contemporary Culture, Dia Art Foundation, 1987, Nueva York, New Press, 1998, p. 66.

3 Krauss, R., Passages in Modern Sculpture, Cambridge Mass., The MIT Press, 199913.

4 El cartesianismo consiste en el dualismo de espíritu y materia, de mente y cuerpo. Según éste, los contenidos mentales, nuestra experiencia del mundo y de nosotros mismos, constituye el significado de nuestros términos. Porque tenemos un acceso directo a nuestras experiencias, podemos entender el contenido de las expresiones de los demás. Por ejemplo, porque conocemos por intuición de nosotros mismos qué gesto es expresión de qué sentimiento o emoción, entendemos los gestos de los demás como expresiones de los mismos estados. Según Krauss la escultura a partir de Rodin pondría en cuestión esta pintura del yo «que conjura una serie completa de significados derivados de una serie de experiencias privadas a las cuales tenemos acceso subjetivo; significados que existen con anterioridad a nuestra comunicación real con los otros.» (Ibid ., p. 27.)

5 Krauss, ibid., 266.

6 Estoy de acuerdo con su interpretación del arte conceptual. Cfr. «Teoría y experiencia estética en el Arte Conceptual», La balsa de la Medusa, 1999, 48, 131-154.

7 Krauss, ibid ., p. 266.

8 Foster, H. «The Crux of Minimalism» , 1986 (trad. cast. «Lo esencial del Minimalismo», en VV. AA., op. cit., pp. 109 y ss.).

9 De ahí su defensa de que la interpretación es temporalmente extensa y no consiste en la creación de una imagen instantánea o una experiencia atemporal. En el límite, de la infinita transferencia del seginificado se sigue que la interpretación es imposible.

1

El arte minimal como campo de fuerzas

«Está claro que se ha anunciado una nueva sensibilidad,

aunque no esté claro en qué consiste.»1

1.1. Una definición

«Arte minimal» suele designar un tipo de obras abstractas, normalmente esculturas, de estructura geométrica regular, realizadas con materiales industriales, sin contenido representacional y poco expresivas. El término empezó a ser utilizado en alusión a la obra de escultores americanos de los años sesenta como Carl Andre, Robert Bladen, Dan Flavin, Donald Judd, Sol LeWitt, John MacCracken, Robert Mangold, Agnes Martin, Robert Morris, Tony Smith o Anne Truitt. Son artistas de procedencias diversas que evolucionaron de modo diferente y cuyas obras, incluso en los años sesenta, en los que coincidieron, a pesar de ser todas geométricas y sencillas, carecen de un estilo común, no comparten los mismos procedimientos, materiales, ni temas. Una de las primeras monografías dedicadas al movimiento minimal lo define de un modo tan laxo como el siguiente: «Arte minimal describe la escultura y la pintura abstractas realizadas en los Estados Unidos en la década de 1960. Sus principios de organización predominantes incluyen el ángulo recto, el cuadrado y el cubo realizados con un mínimo de manipulación incidental o compositiva»2. La referencia al lugar y al tiempo posee tanto valor informativo como la descripción formal, en la cual cabría incluir muchas obras no estrictamente minimal. Este comienzo de Minimal Art. The Critical Perspective, de Colpitt, es un punto de partida que se completa con una referencia al expresionismo abstracto, que sería su origen estilístico, y otra al arte pop, su contemporáneo, y del que diverge por su «huida de cualquier forma de comentario, representación o referencia»3. La geometría sencilla, el carácter abstracto y antiexpresivo y el origen expresionista se han convertido de hecho en los elementos descriptivos fundamentales del arte minimal.

Esta somera caracterización sólo es informativa cuando, como es habitual, se conocen las obras paradigmáticas del movimiento y cuando se entiende que la sencillez y la abstracción de las formas lo son en un grado muy elevado. Aún así, todavía no constituye una definición adecuada del arte minimal, sino un modo de describir el trabajo de ciertos artistas que, en los años sesenta y en Estados Unidos, parecían estar realizando un tipo de arte con un aire común, un espíritu compartido. Es precisamente la identificación de ese espíritu común lo que podría permitirnos hablar de arte minimal en un sentido más preciso. La crítica Barbara Rose comenzó a hablar de una nueva «sensibilidad», compartida por ciertos artistas y que se expresaría de modos tan diferentes como en las obras de tubos de neón de Dan Flavin, las pinturas de Agnes Martin, los estructuras de madera de Sol LeWitt y los poliedros de Morris o Smith. La existencia de una sensibilidad propiamente minimalista se entiende entonces como la búsqueda y la preferencia por la sencillez formal y el distanciamiento afectivo, surgidos en el rechazo de la sensibilidad propia del expresionismo abstracto, en especial de la action- painting .

Una definición mucho más amplia recoge esta caracterización general y la entiende, efectivamente, como una sensibilidad epocal, pero que se mantiene hasta la actualidad y en todos los géneros artísticos. En este sentido Strickland utiliza esta extensa definición: «Minimalismo se usa aquí para denotar un movimiento, con principio en la postguerra americana, a favor de un arte –visual, musical, literario o cualquier otro– que produce sus enunciados con recursos limitados, si no los menos posibles; un arte que elude la abundancia de detalles compositivos, la opulencia de textura y la complejidad estructural. El arte minimalista tiende al estatismo (como se manifiesta en los silencios y los drones musicales, la danza inmóvil, los interminables planos congelados en cine, la narrativa sin argumento y la lírica inexpresiva, la escultura sin rasgos, los cuadros monocromos), y se resiste al desarrollo (retículas o cualquier forma de pintura y escultura diagramáticas, módulos repetidos y armonías mantenidas en música, movimientos simples y reiterados en danza y en cine, diálogos abortados o circulares en el drama o la ficción). Tiende a la carencia de alusiones y a descontextualizarse respecto a la tradición, al tono impersonal, al allanamiento de la perspectiva a través del énfasis en la superficie (la neutralización de las claves de profundidad en la pintura o las dicotomías espacio/sustancia, imagen/reflexión en los ambientes luminosos), la restricción del movimiento dinámico y armónico en la música, los bodegones humanos en las películas y la descripción unívoca de personas y objetos en la poesía y en la ficción»4.

Este ensayo se sitúa en el ámbito de las artes plásticas y, más concretamente, en el de la escultura. Mi primera tesis es que el arte minimal debe diferenciarse del minimalismo entendido en sentido amplio. La pervivencia hoy de una sensibilidad minimalista heredera precisamente del movimiento que en los años sesenta se denominara minimal es muy discutible. En todo caso, parece ser puramente formal y apunta a uno de los problemas de la recepción del arte minimal, el decorativismo. En cierto sentido, el punto de partida será una definición abiertamente estipulativa. En primer lugar, se considerará arte minimal a un tipo de escultura, en el sentido amplio de producción de objetos, de obras de arte tridimensionales y relativamente inmóviles y estables. En la mayoría de las ocasiones hablar de objetos minimal es suficiente para identificar un objeto no pictórico. Existen casos límite entre la pintura y la escultura, como Anne Truitt y algunos pintores tradicionalmente considerados como artistas minimal, que no pueden servir sin embargo como paradigmáticos. El arte minimal es escultórico en el sentido amplio de que consiste en la producción de objetos tridimensionales. Considerarlo así me permitirá afirmar su carácter materialista, objetualista y antipictórico, o lo que es lo mismo, la intencionalidad materialista, objetualista y antipictorialista de la mayoría de los autores antes citados.

Algunos artistas normalmente considerados minimal son, sin embargo, pintores: me refiero a Agnes Martin, Robert Mangold, Robert Ryman o Jo Bauer. Entre ellos, Mangold parece ser quien más claramente considera la pintura como un objeto, por su trabajo sobre el borde y el formato, pero no abandona nunca una convención pictórica básica: la creación de una experiencia visual mediante la aplicación de un pigmento sobre una superficie colocada verticalmente y frente al espectador. Ryman hace de la investigación sobre el color blanco el motivo básico de su pintura y Martin es minimal por proximidad biográfica y empatía con algunos de los protagonistas del movimiento. Sin embargo, la expresión del sentimiento de la naturaleza característico de su obra, conseguida a través de una cuidadosa realización manual y la pretensión de crear una experiencia contemplativa en el espectador, pero teñida de intimismo, la aleja considerablemente de la manera materialista de sus colegas minimal. Mucho más próximo se sitúa Frank Stella, cuya estrecha relación personal con los artistas minimal y ciertas afinidades formales lo convierten en minimalista también para muchos.

Las obras de arte minimal consisten, bien en un único objeto, de tamaño cercano al humano y que ocupa un lugar no marcado en el suelo de la habitación, bien en una serie que repite el módulo o lo desarrolla de un modo sencillo. Los objetos muestran una apariencia industrial y normalmente están de hecho fabricados industrialmente. Pueden mostrar un acabado pulcro y realización impersonal, pero en ocasiones, por el contrario, su apariencia es pobre o descuidada. En cuanto a su contenido, el arte minimal rechaza cualquier alusión figurativa y emocional en el nivel representacional, es decir, no crea imágenes de objetos, estados de cosas o conceptos, pero no elude el contenido más abstracto. Por último, respecto a sus efectos, busca crear una experiencia estética, pero no a través de asociaciones figurativas o mediante la connotación de estados emocionales, básicamente persigue la creación de una experiencia visual o cinestésica real, es decir, cara a cara y no imaginativa. Cuando se trata de objetos pictóricos, la obra tiende a ser sencilla en su composición o carente de ella, no es representacional y en ocasiones se presenta como una serie. Por último, la belleza como el resto de categorías estéticas no se le aplican con facilidad.

Una obra de estas características se impuso en la escena artística norteamericana y casi únicamente en Nueva York durante menos de una década. Se suele considerar la exposición de Anne Truitt en la galería de Andre Emmerich en 1963 como la primera de un artista minimal en solitario, y la exposición Anti-ilusión: procedimientos y materiales, de 1968, marcaría el punto explícito de inflexión de la mayor parte de los artistas minimal hacia la anti-forma, también llamada abstracción excéntrica o postminimalismo. Es decir, se trata sólo de cinco o seis años en los que se expone un tipo de obra que entonces se conocía de diferentes modos: «Pintura o Arte sistémico», «ABC Art», «Arte Serial», «Estructuras primarias», «Cool Art»… En 1966, el filósofo inglés Richard Wollheim escribe «Minimal Art», que se refiere a una serie de obras que incluye las propiamente minimalistas pero también las de Ad Reindhart o de artistas pop como Rauschenberg5 u Oldenburg. Este es el nombre que finalmente se impuso, quizá gracias a la antología de Battock, Minimal Art, publicada ya en 1968 y que recoge las opiniones, receptivas o críticas, los ensayos teóricos y los textos manifiesto que conformaron el «caso minimal».

Ni qué artistas eran propiamente minimal, ni qué obras podían considerarse tal, eran cuestiones claras durante aquellos años. Meyer se ha referido al arte minimal «no como un movimiento coherente, sino como un campo práctico»6. Pero no un campo allanado y neutral, sino un campo de fuerzas, cuya configuración varía debido a la presencia y la intervención de personalidades y concepciones artísticas muy variadas. Judd y Morris quizá sean los artistas que más influyen en este campo, pero también el resto de los artistas y de los críticos favorables o en contra. Son fuerzas en ocasiones incluso opuestas, otras, convergentes, y que dotaban de sentido a las obras según su situación en el contexto general. Este modo de considerar la cuestión hace justicia tanto a la individualidad de los artistas como a su identidad como grupo, frente a otros, quizá también, campos de fuerza más amplios.

En poco tiempo las obras de arte minimal consiguieron convertirse en el foco de atención del público y de los críticos, los galeristas y los teóricos. Su éxito no puede explicarse únicamente ni por la calidad de obras que eran difícilmente comprensibles para el público, tampoco por el hartazgo de expresionismo o de la vanguardia, ni por el apoyo de críticos y galerías influyentes. Se debe en parte a factores externos –aunque no tanto– a los propiamente artísticos, a la fuerte personalidad de artistas como Morris o Judd, o también de Stella, LeWitt o Reindhart, y a su influencia en algunas instituciones académicas y críticas. En general, durante aquellos años se produce un auge del mundo del arte en Estados Unidos, un aumento en el número de galerías y una ampliación del público cultural a través de los grandes museos de arte contemporáneo, de las publicaciones periódicas y de la publicidad. El arte minimal se vio también beneficiado por la convivencia con el arte pop y el arte conceptual y evolucionó rapidamente hacia la corriente anti-formal que le abrió inmensas posibilidades expresivas, alejándolo de las acusaciones de frialdad y autoritarismo que la geometrización favorecía. En la distancia temporal, su importancia crece frente a otros movimientos como el arte óptico o el arte cinético. Hoy parece claro que todo el alborozo neoyorkino hubiera sido olvidado si el arte minimal, es decir, los artistas que coincidieron trabajando en aquel campo de fuerzas, no hubiera de verdad favorecido el descubrimiento de modos nuevos de expresión, de utilización de materiales y de espacios, y no hubiera ayudado a consolidar una concepción nueva de la obra de arte y de las propiedades estéticas. En particular el nacimiento del arte de la tierra, el arte procesual, ambiental y la instalación están estrechamente ligados a la práctica y la concepción artísticas minimal.