Artes & Oficios. Escultura en piedra - Josepmaria Teixidó i Camí - E-Book

Artes & Oficios. Escultura en piedra E-Book

Josepmaria Teixidó i Camí

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Beschreibung

¿Es fructífero el diálogo con la escultura del pasado? ¿Son tan diferentes las culturas cuándo expresan sus inquietudes en piedra? ¿Por qué algunas esculturas alcanzan la categoría de obra de arte? ¿Qué proceso sigue una idea hasta que adquiere cuerpo de piedra? ¿El escultor trabaja sólo? Historia, estética y técnica se aúnan en este libro, no sólo para aportar información que ayude al lector a resolver este tipo de preguntas, sino también para que pueda realizar obra propia mediante los sistemas de talla directa, plantillas, cuadrícula, puntómetro y tres compases. Se concluye con siete ejercicios paso a paso, entre ellos el de dos esculturas monumentales realizadas en Portugal y Corea del Sur.

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Escultura en piedra

Dirección editorial:

María Fernanda Canal

Textos:

Josepmaria Teixidó i Camí

Jacinto Chicharro Santamera

Realización de los ejercicios propuestos por Camí y Santamera:

Feliu Martín

Mariano Andrés Vilella

Lee Hyun-Chan

Camí

Diseño de la colección:

Josep Guasch

Maquetación y compaginación:

Josep Guasch

Fotografías:

Norbert Foto

Santamera

Camí

También han colaborado:

Photo Scala

Zardoya

Boreal

Prisma

© MNAC (Calveras / Mérida / Sagristà)

Woo, Chang

Robert K. Murase

Ilustraciones:

Toni Vidal

Archivo ilustración:

Ma Carmen Ramos

Tercera edición

© ParramónPaidotribo

www.parramon.com

E-mail: [email protected]

© de la reproducciones autorizadas,

VEGAP, Barcelona 2000

ISBN: 978-84-342-2281-6

ISBN EPUB: 978-84-342-9914-6

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra mediante cualquier recurso o procedimiento, comprendidos la impresión, la reprografía, el microfilm, el tratamiento informático o cualquier otro sistema, sin permiso escrito de la editorial.

Sumario

UN ELOGIO DE LA PIEDRA

HISTORIA

Al abrigo de la roca

La irradiación del talismán

Escrito en piedra

Imperios de granito

Se hizo piedra tu mirada

El frío abrazo del mármol

Escultura y rito

La polis de mármol

El pórtico de la gloria

La sonrisa gótica

Al’lantica

Pero... ¿se mueve?

Nuevas brechas

La escultura en el tiempo

LA PIEDRA

Tu ets petrus

Cada piedra, un mundo

El ciclo vital de la piedra

Urdiendo la corteza terrestre

Piedras

Mármoles

Granitos y otras piedras muy duras

Piedras del mundo

EL TALLER

El estudio del escultor

Material para el estudio

Algunos talleres

Equipo de desbaste y medición

Herramientas de labra

Útiles para acabados

Maquinaria industrial

EL PROYECTO

¿La piedra filosofal?

Inspirarse en el gesto

Formas libres

El boceto

La maqueta

El proyecto monumental

Escultores, ejecutores y mecenas

LA TALLA DIRECTA

Operaciones previas

Familiarizarse con las herramientas

La complejidad del relieve

Los primeros pasos

El control del volumen

El desbaste

El modelado

Texturas a la carta

LA TALLA COMO OFICIO

La industria como recurso

La contundencia del bloque

Ampliación por plantilla

Ampliación por cuadrícula

Sistemas de reproducción

Uso del puntómetro

El método de los tres compases

Toques de color

Careo con otros materiales

Escultura, arquitectura y urbanismo

PASO A PASO

Talla directa

Talla por plantillas

Ampliación por cuadrícula

Copia por puntos

Ampliación por compases

Escultura monumental, ampliación por plantillas

Escultura monumental, ampliación por cuadrícula

Mapa conceptual

GLOSARIO

BIBLIOGRAFÍA Y AGRADECIMIENTOS

Un elogio de la piedra

Alo largo del siglo XX, el interés por la escultura se fue incrementando considerablemente. Pero a pesar de su profusión, aún discreta, en lugares públicos y su tratamiento grandilocuente en bienales, museos, centros culturales, simpósiums y ciertas galerías, a principios del siglo XXI, sigue suscitando reticencias por la misma razón que una amplia parte del arte contemporáneo.

A partir de los años cincuenta, la abundancia de estilos y movimientos, el desarrollo de nuevas tecnologías y el uso de otros materiales, las problemáticas formalistas y la conjunción de pintura y escultura, han desestabilizado su terminología y ampliado su concepto. Sin embargo, existen todavía artistas fieles a los materiales nobles y la talla directa. En ellos, la acción de quitar para construir permanece inmutable. E incluso, para aquellos que consideran que, desde hace tiempo, el arte ya no imita, la piedra sigue ocupando un lugar privilegiado. En primer lugar, porque ella permite reencontrar las verdaderas raíces de la tercera dimensión, a través de un enfrentamiento carnal con una materia rebelde. Además, porque la piedra establece el enlace con la arquitectura y se presta, al mismo tiempo, al arte monumental y a las edificaciones.

De la escultura orgánica a la consciencia de la forma pura, del volumen cerrado o perforado a la apropiación de un lugar y su acondicionamiento, la escultura mineral une lo espiritual con lo material, y uno se da cuenta de que es menos minoritaria de lo que pensaba. Ya sea en un solo bloque o dividida en varios elementos, estriada o pulida, convexa o cóncava, truncada o cargada de un excedente de realidad, recogida o sellada por compactación, trabajada del interior hacia el exterior o viceversa, la piedra hace nacer la emoción de una masa encorvada, de una simple arista, de un desdoblamiento, de un desfase o de un deslizamiento aparente. Tantos factores engendran, en la estudiada articulación de sus proporciones, las tensiones necesarias a la viabilidad de su estructura.

No obstante, realista, alegórica o no figurativa, en curvas sensuales o geométrica, sintoniza generalmente con el Universo en términos de orden y de armonía, ya sea de mármol, de travertino o de granito, llegando incluso a adoptar una neutralidad falaz.

Objeto de la obra que nos convoca, en principio la piedra nos provoca, pues se trata de una materia familiar, la resistencia de la cual es estimulante. Tomada por los autores, en el conjunto de sus revoluciones, paralelamente al inventario de herramientas que la amaestran, ilustrada por una iconografía que se amolda a su proceso histórico, sobre todo en las últimas décadas, la piedra aparece indeformable, hasta el punto de reírse de las modas. De Bourdelle a Maillol, de Laurens a Zadkine, de Arp a Brancusi, por citar sólo unos cuantos, la piedra afirma su presencia y anuncia sus repercusiones de cara a la segunda mitad del siglo.

“Es tallando la piedra –nos dice Brancusi– que se descubre el espíritu de la materia. La mano piensa y sigue el pensamiento de la materia”. Como bien se comprenderá, la piedra es indivisible de la historia de la escultura y, además, es la memoria del mundo. Y es esta memoria la que, los dos autores, artistas también, en la más íntima acepción del término, han sabido mantener viva, evocándola y ahondando en ella, en los distintos capítulos, sin caer en un excesivo didacticismo, con una escritura concisa y detallada, fluida y precisa. Cada estudio está tratado en profundidad, en la más amplia variedad de conceptos y, a la vez, en síntesis. Nada sobra ni nada falta. Todo se equilibra y se combina con agilidad.

Realzado por la eficiencia de sus comentarios, la sutilidad de los análisis, y amenizado con reproducciones en color, esta epopeya de la piedra no es ni un repertorio ni un memorándum. Es un documento, o mejor, un panorama bullicioso de informaciones, de referencias técnicas, jalonado de obras significativas de la evolución de la escultura. En consecuencia, esta obra rigurosa es aconsejable para todos, aficionados o iniciados, artistas principiantes o experimentados, que encontrarán en estas páginas frescas algo con lo que aclarar, afinar o completar sus conocimientos, cualesquiera que sean sus opciones estéticas.

Gérard Xuriguera

Camí es escultor en activo desde 1975, licenciado en Escultura y graduado en Escultura e Interiorismo y profesor de Escultura en la Escola Massana de Barcelona. Ha realizado 20 exposiciones individuales y un centenar de colectivas. Trabaja la piedra, la madera y, especialmente, el hierro. Tiene esculturas monumentales en Badalona y Sóller (España), Santo Tirso y Cantanhede (Portugal), Quito (Ecuador) y Puyô (Corea del Sur).

Santamera, licenciado en Historia del Arte y diplomado en Cinematografía y Ciencias de la Religión, pretende ser escultor de personas: su taller es el aula, y sus herramientas la Historia, la Filosofía, la Psicología, la Antropología, la Metodología... y el Sentido Común. No se considera especialista en nada, pero le motiva todo lo relativo al ser humano y su expresión a través del Arte.

Camí y Santamera han coincidido en varios proyectos comunes durante dos décadas: exposiciones de escultura y fotografía, vídeos, publicaciones...

La especialización de uno y la visión panorámica del otro confluyen en este libro, como ya lo hicieron en uno anterior de la misma colección –La Talla. Escultura en madera–, reeditado tres veces y traducido a cinco idiomas. Ésta es su aportación para romper la absurda distancia, distancia incluso física en las librerías, entre los libros de historia-literatura artística, por una parte, y los manuales técnicos por otra.

Historia

Miguel Ángel. David. 1504.

Mármol de Carrara.

Galleria della Accademia, Florencia (Italia).

Algunas esculturas, el David es un significativo ejemplo, han desempeñado un protagonismo en la historia que trasciende los aspectos estéticos. Siendo una obra de encargo destinada a las alturas en el exterior de la catedral de Florencia, no llegará a su destino, como tampoco lo hizo otro de Donatello un siglo antes.

Una sublevación popular cambió su destino y significado: los florentinos lo convirtieron en el estandarte de su victoria frente a los Médicis. Entonces el cuerpo marmóreo del pastor adolescente, concebido con puño y gesto desproporcionados para verse proporcionado de lejos, al quedarse en tierra de guardián del Ayuntamiento amenazando a los banqueros, se transforma en el cuerpo de un adulto Goliat, que ya ni necesita ocultar la piedra.

Comenzamos este libro, dedicado a quienes quieran iniciarse en la talla de la escultura en piedra, con una visión parcial de lo que ha significado ésta a lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía. Es parcial porque trata de un campo imposible de abarcar, pues, por su importancia, a menudo se confunde con la historia general de la escultura. Nos conformamos si su lectura logra suscitar el interés por conocer con más detalle el amplio abanico de temas que ha tratado.

En la primera parte, mezclaremos épocas y lugares para discernir mejor sus argumentos: escultura en las grutas, amuletos, documentos históricos, manifestaciones de poder, retratos y arte funerario. Después, describiremos someramente su evolución en el contexto europeo: Mundo Clásico, Románico, Gótico, Renacimiento, Barroco y los siglos XIX y XX.

La escultura en piedra ha permitido, como las otras artes, expresar pensamientos, sentimientos e intuiciones que, por ser humanos, devienen universales. Por esto creemos que cualquier persona puede sentirse interpelada por ella y está capacitada para reinterpretarla libremente, sin complejos.

Ante todo, invitamos al lector, con nuestras opiniones subjetivas y sin renunciar a la metáfora, a que establezca un diálogo personal con las esculturas de otras épocas, dejándose llevar por su intuición, sintiendo en su propio cuerpo la emoción estética que producen.

Sólo después, si queremos profundizar en el conocimiento de las obras que aún nos hablan, consultaremos al historiador para que nos ayude a situarlas en su contexto, de modo que comprendamos mejor su importancia objetiva.

Asimismo, creemos que el conocimiento de otras épocas se enriquecería si el historiador escuchase las hipótesis, por absurdas que parezcan, que se plantea cualquier visitante de los museos al entablar un diálogo, sin intermediarios, con la escultura. Viendo, por ejemplo, Atenea Pensativa armada con casco y lanza, cualquiera se pregunta: ¿Es posible que la mujer de la Atenas clásica ocupase un lugar tan secundario en la sociedad como reza en los libros?

Por nuestra parte, aquí unas veces miramos la historia para comprender la escultura y otras la escultura para acercarnos a la historia.

Dejémonos, pues, cautivar por las formas; sintamos la fuerza serena del basalto o la calidez de la arenisca y, si no nos queda tiempo, saltemos a los capítulos de técnica.

Al abrigo de la roca

“Y luego a las subidas

cavernas de la piedra nos iremos,

que están bien escondidas;

y allí nos entraremos y el mosto de granadas gustaremos.”

San Juan de la Cruz.

La naturaleza, formando grutas, quiso abrir sus entrañas para propiciar instantes de intimidad a lo vivo. En sus paredes cinceló, a viento y agua, formas sugerentes o sobrios relieves a los que el hombre de Alta-mira otorgó vida con el color. La humanidad, a la sombra de las soberbias esculturas que pueblan el paisaje de la Capadocia, aprendió a cultivar los campos, pero esperó la cosecha al abrigo de la roca, modelada con sus propias manos.

Años después, allí mismo, el eremita sembró de cruces las “subidas cavernas” que, como el mismo san Juan de la Cruz comentará, “son los subidos y altos misterios y profundos de la sabiduría de Dios”. Y así la caverna, lugar de refugio, devino lugar de intimidades... y de intimidad. Entonces el silencio habló del misterio que se materializó hasta transformar la roca, no sólo en cueva, sino ya en templo: desde Malinalco (México) hasta Etiopía.

Esta ancestral costumbre de esculpir la roca hasta convertir la caverna en templo, fusionando la escultura con la arquitectura, es una constante que se repite a lo largo de la historia y en todos los lugares del planeta.

El budismo, en la India del siglo III a. C., expandió el uso de esculpir en la cueva; uso que prosperó en China –sólo en las grutas de Longmen hay casi cien mil esculturas– y en Sri Lanka, donde en el siglo XII nos dejó un inmenso Buda yaciente vitalizado por las vetas de la arenisca.

También en la India budista del siglo II a. C. se pasó de esculpir en las paredes de las grutas a excavar la roca hasta transformarla en unos templos denominados Chaityas.

El hinduismo plasmó en piedra los avatares de Visnú en los abrigos rocosos de Mahabalipurán (Madrás), en el siglo VII, y talló in situ, a gloria de Siva, grandes rocas de granito, con trazos enérgicos y non finitos, hasta transformarlas en elefante, toros o templetes. Incluso, para representar el descenso del Ganges, se incorporó un manantial que vitalizaba unos relieves que siguen siendo el mejor retrato de la sociedad hindú actual.

Así, el secreto de la gruta va saliendo a la luz hasta transformar, cerca de Mysore, en el siglo X, la cima de una montaña de granito en la colosal figura humana de Gomateswara, de 17,5 m de altura, que los jainitas impregnan ritualmente, cada once años, de leche, azafrán, polvo de oro...

El budismo zen dio un paso de gigante en este culto a la belleza de la piedra en su estado natural. Nos referimos al diseño de jardines “rupestres”, formados por rocas y vegetación que conjugan armoniosamente los contrarios: alto/bajo, cerca/lejos, luz/sombra... Pero admiramos en especial los jardines “secos”, compuestos de guijarros y rocas. Ya en el siglo XI, se teoriza sobre este “ejercicio religioso” que sólo requiere una cosa: no colocar mal una piedra. Soami, hacia el 1500, en Kyoto, lo consigue con maestría.

¿Qué buscaba el ser humano en el interior de la piedra? ¿Y qué encontró? ¿Qué contempla el monje frente al jardín de proporciones áureas? ¿Atisba, quizás, el misterio de su propia interioridad? Puede que los escultores sumerios intentaran retratar ese precioso instante en sus estatuillas votivas, de ojos deslumbrados.

Buda yaciente. Siglo XII. Arenisca. Polonnaruma (Sri Lanka).

El misterio se materializó hasta transformar la roca.

La irradiación del talismán

Las figuras talladas en la roca suelen representar divinidades. Ante ellas, el devoto ofrece sus dones, recibiendo, a cambio, su fuerza. El rito culmina con el estremecimiento que produce el contacto físico del labio o la yema del dedo con la fría piedra. ¿Por qué no prolongar este contacto llevándose un guijarro del lugar? ¿Y si, además, esbozamos en él la forma de nuestro protector o del objeto de nuestro deseo?

Centenares de estatuillas femeninas, pulidas por el roce, que representan cuerpos deformados por la maternidad, se han venido diseminando por Europa y Asia desde hace veinticinco mil años. La creencia en su fuerza protectora, ¿facilitó, tal vez por sugestión, el embarazo o fue, para quienes desconocían la ley natural, su causa?

En Anatolia, una vez dominada ya la agricultura y en una sociedad matriarcal, encontramos pequeños talismanes de mármol, con silueta de guitarra. Son representaciones de la diosa Madre que, paradójicamente, cuanto más abstracta e inefable se concibe, más próxima y tangible es la irradiación de su poder.

También los sumerios nos legaron pequeñas esculturas, cuyos ojos manifiestan la tensión interna de la persona asomada a lo inalcanzable. Son figuras votivas que esta vez sustituyen al ser humano para que, como reza en alguna de ellas, “intercedan por mí”.

¿Perseguían el mismo fin las estilizadas figurillas de las Cícladas, cuyo blanco mármol, antes cubierto de rojo, conserva el corte industrializado de herramientas que parecerían actuales? Su temática nos aproxima a la vida cotidiana, sus formas nos cautivan y la irradiación de su arte nos alcanza.

Entre los numerosos amuletos de piedra tallada que encontramos en América del Sur, citaremos, como atípicos, las estatuillas que los mayas solían colocar bajo edificios, plazas o esculturas y los conopa incas, estilizaciones de llamas o alpacas, que aseguraban su poder mágico con una cavidad para hojas estimulantes.

En Oriente, el Tantra, que considera la sexualidad como una experiencia mística, simboliza la unión primigenia, el Gran Todo del Huevo–Lingan Cósmico Autoengendrado en pequeñas piedras ovoides muy pulidas.

Mientras, sobre los restos del emperador chino, un disco de jade conjura, como lo haría en vida, las fuerzas cósmicas que simboliza bajo su apariencia abstracta.

Pero antes, en Mesopotamia, el poder divino se fue sustituyendo por el poder humano. Se inventó la glíptica, sellos que en forma de botón, anillo o cilindro indican la posesión de una mercancía o la autenticidad de un mensaje real o identifican al oferente de un santuario. Son también un amuleto para quien los posee, y su impronta sobre la arcilla o el papiro –el papel en China– expande su influencia. Este arte florece entre la nobleza persa, que utiliza piedras de gran belleza, a menudo engastadas en oro; se desarrolla entre las dinastías chinas y se expande por la India y Vietnam.

Las paletas, pequeños relieves con una cavidad para moler afeites, se emplean en Egipto; primero para ofrecer ungüentos sagrados y después con fines cosméticos. Así, lo solemne deviene cotidiano y hasta se mercantiliza. Poco a poco, el comercio crea nuevos talismanes: esas estilizadas esculturas, abstractas o zoomórficas, que son las primeras monedas y los antiguos pesos.

Estos pequeños talismanes extraídos de la roca irradian, pues, no sólo poderes ocultos, sino también poderes tangibles y, si están bien tallados, el poder atemporal de la belleza.

Disco ritual chino. Siglo II d. C. Jade. City Museum, Dingzhou (China).

Sello sumerio procedente de Uruk. c 3000 a. C. Ashmolean Museum, Oxford (Reino Unido).

Venus de Grimaldi.

Paleolítico Superior c 25000 a. C. Esteatita.

Musée des Antiquités Nationales, St. Germain-en-Laye (Francia).

Figura votiva. 3000 a. C. Mármol. Museo de las Cícladas, Atenas (Grecia).

El intendente Ebih-il, procedente de Mari (Siria). c 3000 a. C. Alabastro.

Musée du Louvre, París (Francia).

En sus ojos... la tensión de quien se asoma a lo inefable.

Escrito en piedra

Después del tiempo mítico llegó la historia, y la entrada de luz dejó sin vida a las esculturas de las cavernas. Entonces, algunos mortales quisieron dejar constancia de su paso por el mundo y, desde el cuarto milenio, sembraron el paisaje de piedras erectas: primero menhires de formas toscas y volúmenes potentes, después obeliscos, estelas o columnas gratuitas.

Ante ellas, cualquier profano en arte capta su mensaje, porque son escultura, y la escultura habla un idioma universal. Se percibe al verlas una expresión civilizada del instinto territorial de los animales y en ellas oímos el grito de su constructor: “Yo la he erigido; grande es mi... poder; éste es mi territorio”.

Pero la escultura también tiene formas dialectales, y entonces necesitamos que el historiador avale nuestra interpretación. Tras el menhir, símbolo fálico que la India estilizará y llamará lingam, se ocultan los primeros intentos de establecer un orden social; y, colocados en círculos o hileras, parecen escenarios para rituales de una incipiente casta sacerdotal. Tras la perfección del obelisco se adivina la matemática, la astronomía... la civilización egipcia.

En Sumeria, hacia el 2150 a. C., se esculpen en piedras negras –diorita o basalto, procedentes de lugares lejanos– imágenes, conocidas como Gudeas, de fuerza retenida en el bloque originario y de aspecto piadoso pero complaciente. En ellas, ya con letras, se envía un mensaje egolátrico a las generaciones futuras: “Soy el pastor amado por mi dios”. Es la falsa modestia del sacerdote-rey, organizador de estas primeras civilizaciones, que refuerza su inteligencia otorgándose a sí mismo poder divino.

También en Mesopotamia proliferan estelas en cuyos relieves los mandatarios exhiben cestas, varas de medir, cuerdas... Quieren pasar a la historia como urbanistas o, en el caso de Hammurabi, como legisladores. El eslogan explícito es: “Dios me avala”, y, adelantándose al futuro, maldicen a quien las destruya o usurpe su nombre: “Que Shamash su raíz arranque, su semilla desperdigue”.

Tras la blasfema estela de Naram-Sim –2250 a. C., que se expone en el Museo del Louvre (París, Francia)–, donde el guerrero sumerio se enfrenta a las estrellas-dioses acadios, que le castigarán con una efímera dinastía, nuevos reyes belicosos y crueles exaltarán su hombría luchando con animales. Hacia el 650 a. C., perdida aquella sutileza sumeria, encontramos escrito junto a conocidos relieves del British Museum (Londres, Reino Unido): “Yo soy rey, yo soy dueño, yo soy divino, yo soy todopoderoso, yo soy juez, yo soy príncipe, yo soy héroe, yo soy vencedor, yo soy poderoso, yo soy varonil, yo soy Asurbanipal”. Pero el escultor y el tiempo le traicionaron y hoy simpatizamos más con la humanidad de la leona herida que con la arrogancia de aquel hierático cazador que, para resaltar su linaje, se hizo retratar con la misma rigidez e idénticos peinados y vestidos que dos mil años atrás.

Otro personaje sanguinario, Asoka, el unificador de la India –siglo III a. C.–, nos legó, paradójicamente, la mayor apología del pacifismo y la tolerancia: diseminó en aquel extenso país de Asia centenares de stambhas, pararrayos cósmicos con forma de altísimas columnas, en las que publica catorce edictos que invitan a todo ser vivo a dejarse guiar por su dharma o conciencia. Algunos animales simbólicos las coronan. Precisamente uno de estos capiteles, el de los leones, de arenisca pulimentada, es el emblema de la India actual.

También la columna del belicoso Trajano, erigida el 113 d. C., pretende ser un documento para la historia, pero en ella no se ensalza la fuerza, religiosidad, inteligencia o humanidad de un individuo, como en los casos antes citados, sino la de todo un imperio.

La preocupación de los mayas por controlar el paso del tiempo no sólo se refleja en sus calendarios, que pueden tener dimensiones de pirámide; también describen su paso erigiendo ritualmente, al sur de sus territorios, grandes estelas en piedras negras, cada cambio de lustro.

Columna Trajana. 113 d. C. Mármol. Roma (Italia).

Crónica más perdurable que las de la biblioteca que flanqueaba.

Imperios de granito

En el centro de la actual Turquía encontramos, además de bajorrelieves tallados directamente en las rocas, bloques monolíticos y pedestales zoomórficos de piedras durísimas como el basalto, en los que el escultor, con la apariencia de sencillez, supo compaginar el detalle minucioso con la fuerza de la masa pétrea. Así perviven los hititas que dominaron Anatolia y saquearon Babilonia. Sus reyes, protegidos por el dios de la tempestad, quisieron dejar constancia de su imperio especialmente a las puertas de las ciudades conquistadas. Aun desconociéndolos, otros pueblos les imitarán.

Ramsés II, que se alió con los hititas en el 1271 a. C., siguiendo la tradición faraónica de expresar el poder en la piedra, impulsó de nuevo las empresas colosales: terminó el impresionante templo de Karnak, construyó el de Luxor, erigió numerosas estatuas con su propia efigie e infinidad de esfinges, pero nunca superó “el” Gran Esfinge del Imperio Antiguo, nombre que los griegos feminizan. Sólo otro imperialista, Napoleón, se atreverá a destruir su rostro. Pero la escultura egipcia es mucho más que colosalismo. Nuestro silencio ante ella es una señal de admiración y de continua sorpresa.

Con el tiempo, se erigieron y cayeron también otros imperios; de ellos poco más nos queda que inmensos toros alados androcéfalos aplastados bajo los techos de los dos grandes museos europeos. También nos restan las ruinas de sus construcciones, restos de arquitectura que el capricho de la historia ha transformado en escultura, como en Persépolis, donde medos y persas, ahora sin “Rey de Reyes”, siguen montando guardia juntos y cuyos capiteles en forma de toro no soportan ya nada, como los pedestales hititas.

También el transcurrir del tiempo ha devuelto para la escultura las cariátides de Tula (México), concebidas como columnas de un templo. Pero ya antes, en el mismo México, los olmecas dejaron constancia de su poderío transportando colosales cabezas de basalto en las que el cincel de obsidiana respetó la rotundidad de la masa. Después, entre los aztecas, gentes según Bartolomé de las Casas “sin maldades ni dobleces”, los sacerdotes afianzan su poder con representaciones de sus pesadillas macabras, convertidas en divinidades. Como la egipcia, la poderosa escultura precolombina requiere ser estudiada con mayor profundidad que la que aquí podemos concederle.

En Grecia, durante el siglo VI a. C., la tendencia naturalista de los relieves de Asurbanipal se intenta aplicar, en bulto redondo, a las efigies de los vencedores olímpicos, conocidas como Kouroi. ¿Pero tiene esto alguna relación con el poder? No es casual que este fenómeno se dé en épocas de tiranos populistas, vencedores no de animales sino de aristócratas. Desplazan su hazaña hacia la figura del atleta, como después la Florencia vencedora de los Médicis lo hizo hacia el David, o Mussolini hacia los jugadores del estadio olímpico, estilísticamente cercanos a los Kouroi.

En Roma, los arcos de triunfo parecen recordar que el poder del imperio es superior al del general victorioso, que entra triunfante, pero sin armas, bajo ellos. Nos preguntamos si los acueductos, construidos cuando ya se conocía la teoría de los vasos comunicantes y la tubería de plomo, no serán también una manifestación de fuerza en forma de escultura abstracta justificable por su utilidad.

La escultura es, entre todas las artes, la que más se presta a expresar poder, un poder gratuito frente al utilitario de la arquitectura. Así hasta nuestros tecnológicos días en los que la metálica estatua de la Libertad, la marmórea del Lincoln Memorial o los rostros pétreos de los presidentes del monte Rushmore (EE.UU.) han visto, con altivez, desmoronarse los granitos de Stalin.

Precisamente, evocando, por una parte, la demolición de estatuas del último imperio hundido y, por otra, permítasenos la frivolidad, los trabajos de Obelix, recordamos otras formas de poder relacionadas con la escultura: Jerjes I transporta desde Egipto una estatua colosal para que presida la entrada de su palacio en Susa; la Iglesia medieval cristianiza obeliscos; los papas coleccionan esculturas egipcias e instalan, poco después de condenar el heliocentrismo, un obelisco, símbolo solar, en el centro de la plaza de San Pedro, imagen del universo; otro obelisco, el que falta en Luxor, llegó a la plaza de la Concordia de París en 1836, a cambio de un reloj para la gran mezquita de El Cairo. Como escultura y poder parecen sinónimos, durante las revueltas populares, si no se podía destruir la imagen del tirano, al menos se rompía la nariz de su retrato.

Cabeza olmeca. Antes del 600 d. C. Basalto. La Venta, Villahermosa, Tabasco (México). Cayeron imperios, sólo resta la rotundidez de sus esculturas.

Se hizo piedra tu mirada

El retrato, estatua que prima la expresión de la personalidad, también permite entrar en la historia, pero de una forma más intimista. Gracias a la buena labor del escultor, podemos dialogar con personas lejanas en el tiempo y comprobar que sus inquietudes y logros no nos son ajenos.

Aunque existen precedentes sumerios, los egipcios fueron sin duda los grandes retratistas de la historia, seguidos muy de cerca por los romanos. En ambos casos su origen, o excusa, fue el arte funerario. Decimos excusa porque, según las creencias egipcias, el Ka o alma del difunto, en la oscuridad de la tumba, penetraba en el nuevo cuerpo de piedra guiado más por el nombre que por el parecido.

Admiramos, entre los retratos egipcios, no tanto los de faraones, obligados, por publicidad, a mostrar su carácter hierático, o sea divino, sino aquellos que reflejan el rostro humano de escribas y funcionarios. Buscando mayor información de los que más nos sorprenden por su profundidad psicológica, comprobamos que todos pertenecen a altos dignatarios, asesores de imagen del faraón de turno. Ellos, poder en la sombra, seguros de su personalidad, no necesitaron ocultarla... O ellas, como Tiyi, la madre de Amenofis IV y quizá la promotora de su reforma religiosa en pro del Dios único; reforma fugaz que posiblemente desorientó a los escultores de Akenatón, que, obligados a ser realistas, inventaron la caricatura para seguir diferenciando al faraón e idealizaron a su esposa Nefertiti. En el taller de uno de ellos, Tutmosis, se encontraron mascarillas de yeso, prueba de su inquietud naturalista.

Mientras los filósofos griegos teorizaban sobre si el retrato debería plasmar el ethos, carácter, o el pathos, reacción emotiva, sus escultores competían por mostrar la belleza física ideal. Lisipo, retratando a Alejandro Magno, conjuga los tres aspectos. Aunque durante el helenismo, al retratar a pensadores se realza el carácter, el pathos se va imponiendo en un mundo dominado ya por los romanos, hasta llegar a extremos de naturalismo cruel. El busto se independiza del cuerpo, que, a veces, en los hermas, se sustituye por un largo pedestal donde sólo resaltan los genitales.

La tradición etrusca de representar al matrimonio, unido por la muerte, y su culto a los Manes, antepasados familiares, popularizó el uso del retrato en Roma. Como era un privilegio de patricios, se tuvo que legislar un Ius imaginum para permitir al pueblo, también al zapatero, tener imágenes de sus antepasados, tomadas de calcos de cera de la cara del difunto, que presidían los funerales de sus descendientes. Gracias a estos retratos, podemos hoy conocer un mundo romano dominado por pragmáticos agricultores subyugados, en la intimidad, ante los peinados de sus matronas.

Pero la imagen del emperador puede representar más un deseo publicitario que una realidad: Claudio, viejo y cojo, aparece como un apoteósico Júpiter; Vespasiano, dado a subir los impuestos, se muestra bonachón; Caracalla, legislador de los derechos del ciudadano, aparece como déspota... No obstante, entre los más de ochenta retratos de Augusto, encontrados sólo en Roma, se aprecia una evolución de su personalidad.

Gracias al sistema de cabezas de sustitución, inventadas por los egipcios de la IV dinastía, el rostro-proclama política del nuevo gobernante se difundía por todo el imperio y, así, las esculturas de provincia renovaban periódicamente sus testas.

La tradición del retrato perdura, aunque de manera latente, en la Europa medieval, se desarrolla durante el gótico, florece en el siglo XV y eclosiona tras el descubrimiento de América. Precisamente las noticias referentes al Nuevo Mundo motivaron la primera manifestación escultórica de pluralismo cultural: entre unas tres mil cabezas, 320 retratos de diferentes etnias y clases sociales cubren la sacristía de la catedral de Sigüenza (España).

Con el Renacimiento renace el antiguo concepto de fama que motivaba el retrato y de nuevo se recurre al moldeo en vivo aplicando mascarillas de cera sobre el rostro. En el Museo Bargello de Florencia (Italia), entre lo mejor de la escultura, dos bustos se remueven inquietos... alguna noche despertarán a los otros mármoles. Son el enérgico Bruto, de Miguel Ángel –alegoría de Lorenzino de Médici, asesino del Duque Alejandro, opresor de Florencia– y la vibrante Constanza Bonarelli, de Bernini. Físico, pathos y ethos se funden en un aire de pensada espontaneidad, acentuada por la textura fresca de la gradina y el cincel. La tradición del retrato se mantiene hasta la actualidad, como veremos al tratar las épocas sucesivas.

Sacerdote. Siglo I a. C. Esquisto verde. Ägyptisches Museum, Berlín (Alemania). Seguro de su personalidad, no la oculta.

Bernini. Constanza Bonarelli. 1637. Mármol de Carrara. Museo Nazionale del Bargello, Florencia (Italia).

Se dice que los retratados por Bernini se parecían a sus retratos.

Siddharta. Siglo II d. C. Esquisto. Bharat Kala Bhavan, Varanasi (Pakistán). El escultor publica el silencioso mundo interior del asceta.

El frío abrazo del mármol

El escultor trabajó para conjurar poderes cósmicos o magnificar el poder de los poderosos, pero sobre todo para vencer, si no la muerte, el olvido. Sorprende ver cómo el tema más universal, la muerte, ha originado tanta diversidad de formas y temas escultóricos: desde las pirámides a las urnas, de la lápida urbana a los moai de la isla de Pascua. También el tratamiento es dispar y va desde la exaltación del placer a lo macabro.

En el mundo antiguo, el cadáver, no necesariamente presente como entre los romanos, se encuentra envuelto en formas escultóricas; rodeado de objetos escultóricos y enmarcado en recintos –dólmenes, navetas, mastabas, hipogeos, pirámides...– en los que la escultura inventa la arquitectura.

Aunque la incineración ha generado poca escultura en piedra, no podemos olvidar las compactas y sobrias tallas encontradas en las necrópolis íberas y que el alma de alguna de ellas, como la matriarcal Dama de Elche (Museo Arqueológico de Madrid, España), son cenizas humanas.

En la Europa neolítica, los nuevos agricultores ponen hitos en el lugar donde siembran cadáveres deseando que, como la semilla, renazcan. Mientras, en Egipto, tomando como modelo el escarabajo, se investiga sobre la metamorfosis humana y ese empeño, que impregna todo su arte, origina tanto las delicadas vasijas de alabastro para guardar las vísceras de los difuntos, como los sepulcros antropomórficos de basalto, copiados en mármol por los fenicios y en la roca viva por los cristianos de la Alta Edad Media.

Los relieves de las estelas griegas nos hablan más del bello recuerdo de lo efímero de la vida que de una existencia incierta en el reino de las sombras.

En la Roma de Trajano se populariza la inhumación. Esto propicia el desarrollo de sarcófagos decorados con relieves que, para realzar cabellos y pupilas, abusan del trépano. En estos relieves se alternan episodios mitológicos con escenas de la vida cotidiana y se exaltan los valores estoicos. Fieles a esta tradición, los primeros cristianos plasman la heroicidad del martirio e incorporan símbolos propios o apropiados, como puertas entreabiertas, o imágenes del Buen Pastor.

Durante el medievo europeo, la nobleza y el clero prefieren perpetuar el momento del tránsito hacia la otra vida con una imagen serena y plácida, y se hacen esculpir, yacientes, sobre su sepulcro; eso sí, aferrados a sus espadas o báculos, objetos de poder en vida, y acompañados por animales que proclaman las virtudes propias de su sexo y condición: fieros leones ellos y canes fieles ellas. La impactante, pese a su mediocre tamaño, tumba de Philippe Pot parece enterrar esta época; sin embargo, la esquelética efigie de Catalina de Médicis anticipa el Barroco. (Ambas en el Louvre.)

Con el Doncel de Sigüenza, la escultura yaciente se incorpora reflexiva, al estilo etrusco, y da paso a los nuevos valores renacentistas que culminan, con la gradina de Miguel Ángel, en la capilla medicea de Florencia. Allí la escultura cobra tanta vida que nos hace olvidar, por un lado, a los muertos que la motivaron persiguiendo la fama, y por otro, ese lugar para trofeos familiares en que se convierte la capilla funeraria renacentista.