Asentir o desestabilizar - Rafael Chirbes - E-Book

Asentir o desestabilizar E-Book

Rafael Chirbes

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Asentir o desestabilizar reúne por primera vez los trabajos de crítica literaria y opinión que Chirbes escribió para publicaciones como Ozono, Saida, Reseña o La Calle entre 1975 y 1980. Una recopilación que recoge desde reseñas y artículos hasta entrevistas a grandes personalidades de la literatura española que el joven Chirbes realizó antes de debutar como novelista y que restituyen, en su conjunto, una imagen precisa y a contracorriente de los que fueron los hitos y los protagonistas de la vida cultural de la Transición. De Camilo José Cela, por ejemplo, Chirbes dice que se dedica solo a «sus enciclopedias del erotismo», mientras que a Vargas Llosa lo define como «un escritor en vías de bajar la guardia, dejándose sorprender por el aburrimiento». «Rafa» Chirbes arremete duramente contra los premios literarios, la industria cultural («un año más, el señor Lara, dueño de Planeta, se permite engañar y trampear al lector español») y los políticos, que quieren que «la inmensa mayoría aceptemos las reglas de un juego que acaban de inventarse»; dispara sin temores reverenciales, demostrando una puntería fina e innata y la lucidez propia de quien sabe erguirse por encima de la opinión común. Estos textos, aquí recogidos en una exhaustiva edición crítica, componen una crónica implacable de un periodo crucial en la historia reciente de España desde una perspectiva orgullosamente contracultural.

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Introducción

 

Álvaro Díaz Ventas1

 

CRÍTICA Y COMPROMISO EN LOS TEXTOS DE RAFAEL CHIRBES DURANTE LA TRANSICIÓN

 

 

 

 

 

1. El periodo formativo de Rafael Chirbes

 

Nacido en Tavernes de la Valldigna, Valencia, el 27 de junio de 1949 en el seno de una humilde familia de ferroviarios, la infancia de Rafael Chirbes se vio marcada por el trágico suicidio de su padre, peón de vías y obras, cuando nuestro autor tenía cuatro años. Su madre, guardabarrera de profesión, fue depurada por el franquismo y decidió mandar al joven Rafael a un colegio de huérfanos de ferroviarios en Ávila con el fin de que pudiera continuar estudiando.

El futuro novelista pasará el resto de la infancia y la adolescencia como alumno en diversos internados: tras permanecer un año en aquel centro de Ávila, acudirá durante varios cursos a otro colegio de huérfanos en León regentado por salesianos y, finalmente, llegará a Salamanca en 1964 para estudiar el bachillerato superior. La experiencia de los internados supondrá una temprana fractura vital que sacará a nuestro autor de su Valencia natal y le traerá de golpe la grisura y el frío castellanos —un paisaje radicalmente diferente de aquel paraíso perdido de su infancia que reaparecerá en sus novelas—, así como la inmersión en una lengua en la que se conformará su bagaje cultural y que se convertirá en propia para el narrador, que verá condenado su valenciano vernáculo al ámbito íntimo y familiar.

Las reflexiones sobre el conflicto lingüístico entre el castellano y el valenciano en la biografía del autor suponen un motivo recurrente tanto en sus ensayos —véase, por ejemplo, «De lugares y lenguas» [2002:117-136]— como en la escritura íntima de sus diarios. Por ejemplo, en una entrada fechada el 28 de agosto de 2004, Chirbes rememora cómo en su infancia adquirió el castellano en los internados,

 

una lengua extraña en cuyo ámbito ingresé a los ocho años, cuando me trasladé a Ávila, y que me fue transferida de un modo que podríamos llamar paramilitar en el riguroso internado de huérfanos de ferroviarios al que me enviaron: un habla en la que predominaban las órdenes, las represiones, los castigos (no solo verbales), la imposición de disciplina, y que, paradójicamente, fue seduciéndome, su conocimiento convirtiéndose en aspiración, y con la que —a pesar de todo— convivo aunque sea de modo contradictorio, ya que es la lengua que ha acabado por ser la mía, en la que hablo y en la que escribo. […] Antes, en mi primera infancia en Tavernes, ya la había sentido como lengua de los de arriba, de los que no eran como nosotros [Chirbes 2021:358].

 

Chirbes recordaba con cierta ambivalencia las experiencias de aquella «infancia sin bálsamos» [Cabezalí 2021:43], como él mismo la denominaba: «La separación de la familia me resultó en parte trágica […], pero también excitante. En Castilla se me transmitió cierta sequedad de carácter y […] me familiaricé con la lengua en la que escribo» [López de Abiada 2011:12-13]. Durante estas sucesivas estancias en internados castellanos, el joven Chirbes consolida una afición a la lectura que le era congénita desde niño —en aquellos colegios leerá los clásicos latinos y castellanos, y se despertará su vocación de escritor, dirigida en ese primer momento hacia la poesía, siguiendo a autores como san Juan de la Cruz, Jorge Manrique o Luis de Góngora— y afianza también una cinefilia que desarrollará durante toda su vida.

Concluida la formación secundaria, Rafael Chirbes se instala en 1966 en Madrid, donde estudia el curso preuniversitario en el colegio Divino Pastor. Al año siguiente, comienza su andadura en la educación superior al matricularse en Filosofía y Letras en la Universidad Complutense de Madrid, donde finalmente se licencia en Historia Moderna y Contemporánea en 1973 después de haber dudado entre esta especialización o los estudios de Literatura.

El autor ficcionalizará estas dudas entre los estudios de Historia y Literatura en La caída de Madrid (2000), en la que el personaje de Quini Ricart toma la misma decisión que en su día tomó el novelista por razones similares a las que solía aludir Rafael Chirbes [2000:279-280]:

 

pero él no se había matriculado en Literatura […] porque estaba convencido de que la historia daba a los pensamientos, a las palabras, un cimiento que las dejaba clavadas al suelo, y del que carecía la literatura, que era levedad, ala, siempre en el aire, inestable, a punto de que un golpe de viento la derribe […]. Le había dado miedo la literatura, enfrentarse a la nada, a las palabras sin peso que te dejaban a solas y luego hundían pico y uñas en tu nada.

 

La experiencia académica de nuestro autor en Madrid coincide con la convulsa etapa en el ámbito universitario de finales de la década de los sesenta y los primeros años de los setenta, cuando el eco de las contraculturas occidentales y de las revueltas sesentayochistas sacuden a la juventud universitaria española, y el movimiento estudiantil se torna en una avanzadilla dentro de un antifranquismo y una izquierda política que anhelaban una ruptura definitiva con el régimen dictatorial. Durante este periodo, el joven Chirbes configura su formación intelectual y política, a la vez que participa activamente de ese movimiento antifranquista universitario. Colabora como docente en diversos cursos de alfabetización que le permiten conocer de primera mano la realidad social de las clases obreras del extrarradio madrileño —zonas como el Pozo del Tío Raimundo, Entrevías o el Cerro del Tío Pío— y milita brevemente en un grupo maoísta creado en torno a la Federación Comunista de Madrid hasta que es detenido, conducido a la Dirección General de Seguridad y encarcelado durante cuatro meses por asociación ilícita en 1971, después de una redada en el piso de estudiantes de la calle Camarena en el que vivía.2 Las ansias de libertad por escapar de la grisura nacional habían provocado también que, con anterioridad, el joven Chirbes saliera de España y pasara unos meses en París en 1969, donde subsiste gracias a un trabajo como limpiador en las oficinas del Herald Tribune [Chirbes 2022a:213] y donde empieza a forjarse el fuerte vínculo que mantendrá durante toda su trayectoria con la cultura francesa.

Una vez concluye el servicio militar obligatorio y consigue licenciarse en la universidad en 1973, y tras desechar la idea de continuar la carrera académica con una tesina sobre la obra de Benito Pérez Galdós, para la que leerá con detenimiento al narrador decimonónico y tomará exhaustivas notas, Rafael Chirbes comienza a ganarse la vida trabajando en distintas librerías de la capital: Marcial Pons —especializada en Historia y Ciencias Sociales—, La Tarántula, Futuro, o la librería de la Universidad Autónoma de Madrid. Como librero, aquel joven aspirante a escritor «entre proustiano y leninista» pudo continuar como autodidacta su formación histórica y literaria accediendo de manera privilegiada al fondo bibliográfico de los libros prohibidos por la censura franquista. Así rememoraba Chirbes la lectura de ese corpus proscrito —que anticipa en buena medida algunos de los títulos que reseña y analiza en los textos de esta edición— en su artículo «Material de derribo», dedicado a la novela de Juan Marsé Si te dicen que caí que el valenciano pudo leer en su edición mexicana de 1973 gracias a ese acceso privilegiado:

 

Trabajar en La Tarántula (y en algunas otras librerías de Madrid), para un joven inquieto, entre proustiano y leninista, tenía la ventaja de que se podía acceder con facilidad a muchos de los libros que entraban clandestinamente en España, y cuya distribución estaba rigurosamente prohibida. Tenía el local en la trasera un espacio apenas más grande que un armario (creo recordar que lo llamábamos «el cuartito»), donde, junto a los artículos de limpieza, se guardaba un muestrario de esos libros condenados por la censura. A dicho «cuartito» se dejaba pasar a los clientes de confianza. Entre los títulos que estaban permanentemente allí, recuerdo algunos de los Campos de El laberinto mágico de Max Aub (los leí sin orden, a medida que pude hacerme con ellos: el primero que leí fue Campo francés; el segundo, Campo de los almendros), y también el otro laberinto, el que había escrito el historiador inglés afincado en Granada, Gerald Brenan, El laberinto español, así como los rudimentarios principios de filosofía de Georges Pulitzer, y el lúcido e instructivo manual de Historia de España de Pierre Vilar. En otro orden de cosas, más en apariencia relacionadas con las pulsiones de la carne que con los ideales de la política, tampoco faltaban nunca en ese armario los trópicos de Henry Miller, El amante de Lady Chatterley de D. H. Lawrence, o la Justine del Marqués de Sade. A todos esos libros se uniría muy pronto Si te dicen que caí, de Juan Marsé [Chirbes 2002:92].

 

El joven librero comienza a convertirse, a partir de 1975, en un importante actor contracultural del Madrid de la Transición gracias a las colaboraciones en diversas revistas culturales y políticas, que demuestran la voluntad del autor de darle continuidad a la militancia de su periodo universitario a través de sus escritos. A los textos de Ozono les siguieron las colaboraciones en Reseña, La Calle,Saida o las más puntuales en publicaciones como El Viejo Topo,Cuadernos para el Diálogo o Revista de Occidente. Ya fuera como crítico cultural, como articulista, como reseñista o como entrevistador, los textos dispersos que se reúnen en esta edición constatan que Rafael Chirbes llevó a cabo una actividad cultural frenética a lo largo del breve periodo abordado que será fundamental en su proceso de formación intelectual.

También durante esta época sucede otro acontecimiento central para la trayectoria del futuro novelista que se debe subrayar aquí: en 1974 Rafael Chirbes conoce al que consideró siempre como su gran maestro, Carlos Blanco Aguinaga.3 Hijo de exiliados españoles en México y por aquel entonces catedrático de Literatura en la Universidad de California en San Diego, Blanco Aguinaga fue además uno de los ilustres nombres que se reincorporaron de manera extraordinaria a la universidad española durante la Transición [Mainer y Juliá 2000:223]. De cualquier modo, la figura del profesor fue esencial para la formación literaria del joven Chirbes, como así lo hizo explícito el novelista valenciano en el obituario que le dedicó a Blanco Aguinaga en El País el 12 de septiembre de 2013:

 

Acabo de enterarme de la muerte de Carlos Blanco Aguinaga. Con él, la literatura pierde una de las voces críticas más importantes del siglo XX. Pero yo quiero escribir de la pérdida del maestro que me enseñó a leer, porque uno puede llegar a los veinticinco años sin parar de devorar libros y seguir acunado en esa niebla engañosa que tantas veces se nos hace creer que es la literatura. Con Blanco aprendí la literatura como forma de conocimiento: colocarse ante el puro texto, sin retórica envolvente, y aprender, de paso, que el envite no es tanto situar un libro en su contexto, sino desentrañar el modo en que el contexto forma parte de la malla del libro. La literatura como ineludible sismógrafo (o policía) de su tiempo [Chirbes 2013].

 

Las enseñanzas de Blanco Aguinaga a Chirbes se intensifican a partir del verano de 1976, cuando el profesor organiza un seminario de teoría literaria junto a un grupo de jóvenes amigos comprometidos política y literariamente entre los que, además de nuestro autor, se encuentran Isabel Romero, Ana Puértolas, Manuel Rodríguez Rivero, Luis María Brox, Constantino Bértolo, Carmen del Moral y Alfredo Taberna. En aquellos encuentros, Blanco Aguinaga trabaja con este grupo de jóvenes en desnudar los valores de la crítica dominante y les introduce en tradiciones literarias que eran prácticamente inéditas para universitarios educados dentro de los márgenes del régimen franquista, como el exilio republicano o la nueva literatura hispanoamericana: «Eran discusiones a vida o muerte y Blanco tenía una paciencia de santo con nuestra altiva ignorancia», recordaría Chirbes años después [Del Val 2015:287]. Durante aquellas sesiones con Blanco Aguinaga, se reforzarían para Chirbes los cimientos de su poética narrativa, ligada a una tradición realista española que durante aquellos años buscaba desprestigiarse a través de la interesada disociación de literatura y política, y de la imposición de un canon literario totalmente opuesto:

 

Leíamos los suplementos culturales de El País y de Informaciones para desmontarlos. Eran muy ilustrativos porque suponían el desbroce del marxismo y de toda la tradición literaria española de izquierdas y su sustitución, como únicos valores literarios —no como otros, sino como únicos— por una serie de libros que todos tenían en común haber sido programas nazi-fascistas. Todos los referentes eran Ezra Pound, Louis-Ferdinand Céline, Emil Cioran, Pierre Drieu La Rochelle o Martin Heidegger. Llegaban todos en bloque. La tesis fundamental de esos suplementos era que la literatura y la política no podían ir juntas. […] La literatura identificada como de «conciencia crítica» o «de intervención» se convirtió en el enemigo a batir [Santamaría Colmenero 2021:66-67].

 

La deriva que irán tomando los acontecimientos durante la Transición política y cultural provocará, sin embargo, en Rafael Chirbes como en tantos otros compañeros de generación, un desengaño que llevará a nuestro autor a salir del país camino a Marruecos en 1979. El propio novelista confesaba en una entrevista las razones que motivaron aquel exilio voluntario hacia el espacio oriental:

 

Me fui a Marruecos en un momento en que la situación política española no me gustaba mucho. Las propuestas de aquellos que compartíamos, hasta entonces, puntos de vista similares se iban progresivamente desvaneciendo. Muchos iniciaban […] una feroz escalada en los puestos administrativos que poco tenía que ver con la voluntad política de transformación que había existido antes. Así que lo dejé todo y me fui a Marruecos seducido por la imagen de una especie de paraíso que conservaba de visitas anteriores, mucho más turísticas y superficiales [Rojo 1989:28].

 

En el país magrebí, Rafael Chirbes trabajará durante dos años como profesor de español en la Universidad de Fez, y se instalará en Sefrou, una pequeña población cercana a la ciudad. En aquellas clases de literatura incluirá un corpus de lecturas en el que queda patente la influencia de su periodo formativo, con autores fundamentales de la literatura del exilio y de las nuevas corrientes hispanoamericanas que todavía tardarían en incorporarse al canon universitario español, como Max Aub, Luis Cernuda o César Vallejo.4

A su regreso a España desde Marruecos a comienzos de los años ochenta, nuestro autor retornará al periodismo y ejercerá diversos trabajos: como redactor de mesa en el Grupo Zeta, como articulista en revistas del corazón e incluso se traslada a La Coruña durante un breve periodo para trabajar en El Ideal Gallego. Hasta que, finalmente, se inicia en 1984 la que sería su relación laboral más duradera y prolífica como trabajador de la revista gastronómica Sobremesa, de la que llegará a ser director y para la que realiza numerosos reportajes de viajes, culturales y culinarios hasta su abandono definitivo de la publicación en 2006 para dedicarse por completo a la literatura, como detalla en la entrada de su diario fechada el 16 de septiembre de aquel año: «Mañana empiezo mi nueva vida, la que he elegido: no volver a Madrid, darme de baja como asesor de Sobremesa, escribir full time, mantener el equilibrio, alumbrar algo» [Chirbes 2022a:574]. Algunos de los textos publicados en Sobremesa, recopilados, corregidos y reunidos en libro por el propio autor, conformarán los volúmenes de viajes Mediterráneos (1997) y El viajero sedentario. Ciudades (2004).

La experiencia marroquí será también una influencia decisiva para la escritura de la que acabará siendo su primera novela publicada, Mimoun, que verá la luz en 1988 después de quedar finalista de la sexta edición del Premio Herralde. Tras una vida dedicada a la escritura, Rafael Chirbes veía cómo finalmente uno de sus textos entraba en imprenta cuando el autor frisaba la cuarentena. A Mimoun le precedieron otros tres proyectos novelísticos que fracasaron y que jamás vieron la luz5 [Chirbes 2010:274]. Uno de aquellos, «una desoladora novela de iniciación en el frío y la miseria de un internado de Ávila» [Chirbes 2010:275] titulada Las fronteras de África, había quedado incluso finalista del Premio Sésamo de novela corta en 1981, pero nunca llegó a publicarse.

Rafael Chirbes inició con la publicación de Mimoun en 1988 uno de los proyectos narrativos más destacados y coherentes del panorama nacional de las últimas décadas, y, tras este título, llegaron otras nueve novelas publicadas en su mayoría por Jorge Herralde en la editorial Anagrama: En la lucha final (1991), La buena letra (1992), Los disparos del cazador (1994), La larga marcha (1996), La caída de Madrid (2000), Los viejos amigos (2003), Crematorio (2007), En la orilla (2013) y, finalmente, la póstuma Paris-Austerlitz (2016).

Valorada positivamente desde sus primeros títulos por la crítica, la recepción de la narrativa de Rafael Chirbes en España no fue tan generalizada durante largo tiempo, a diferencia de lo que ocurrió en el extranjero, donde, por ejemplo en Alemania, fue celebrado como un autor central6 desde la aparición de sus primeras obras. La consagración definitiva de su narrativa en el panorama literario nacional llegó tras el fracaso del mundo que sus novelas llevaban años poniendo en cuestión con el estallido de la burbuja inmobiliaria y la llegada de la crisis económica de 2008. A partir de ese momento, se comenzó a valorar de manera generalizada por parte de crítica y lector el discurso contestatario del autor gracias a que, como él mismo comentó en una entrevista, en ese contexto a sus novelas «les sopla[ba] el viento a favor» [Barjau y Parellada Casas 2013:15].

Se quiso ver entonces en Rafael Chirbes a una suerte de profeta que, en sus novelas —en especial en Crematorio (2007), cuyo éxito propició su popular adaptación televisiva—,7 había anticipado el derrumbe que estaba por llegar. Esta caracterización de nuestro autor como un visionario que había visto lo que nadie veía esconde, como ha defendido Germán Labrador, una intención desactivadora del discurso crítico sobre el que se levanta la narrativa chirbesca. El profesor Labrador defiende que la «mitología del autor como vidente» debida en parte a la «sincronía de Crematorio con el inicio de la temporalidad de la crisis» supone una justificación de la imagen del «ciudadano ciego» y una neutralización de la visión crítica del proyecto narrativo chirbesco;8 es decir, la recuperación, siguiendo a Walter Benjamin, de una memoria «a contrapelo» [2018:311] del periodo histórico iniciado en la Guerra Civil, que recorre las penurias de la posguerra, encuentra su núcleo en la lucha antifranquista de los años sesenta y setenta y en una transición política que derivará en el espacio social y moral devastador de sus últimas novelas, y que, en la narrativa del autor, aparece caracterizado como un continuum histórico.

Jesús Peris Llorca [2021:490] detalla a la perfección cómo el novelista hilvana la crisis económica de principios del siglo XXI con las sucesivas derrotas históricas del siglo anterior:

 

Porque la crisis, en sus libros, […] no comienza en 2008 sino que se incuba lentamente tras cada derrota, tras cada saqueo, tras cada acumulación originaria de capital, tras cada nuevo trazado de la brecha entre clases sociales que se reabre de manera definitiva con la derrota del proyecto modernizador y redistributivo de la Segunda República, que se consolida protegido por el largo franquismo y su dictadura de mercado, y que resiste sin mayores problemas en la Transición solo a costa de incluir a la socialdemocracia en el banquete.

 

En esa memoria disidente que escapa al pacto del olvido de la Transición que inaugura un «tiempo posnemónico» [Vilarós 2018:29] podemos vislumbrar las razones de la identificación de Chirbes con ese genio visionario que había preludiado la debacle, pues, como escribió Maurice Halbwachs: «Un hombre que recuerda sólo aquello que los demás no recuerdan se parece a alguien que ve lo que los demás no ven» [2004:22].

Unida a la consagración del autor y a su caracterización como visionario que había anticipado el desastre, llegó también —reforzada, en parte, por la publicación tras Crematorio (2007) de En la orilla (2013)— la tan manida y reduccionista etiqueta de «novelista de la crisis», de la que Rafael Chirbes renegó y, en parte, intentó librarse preparando la publicación de la que sería su novela póstuma, Paris-Austerlitz (2016). Así lo recogen las siguientes palabras que le escribió a su editor, Jorge Herralde [2016:2]:

 

creo que sería muy bueno que esta novelita […] saliera bien, porque me quitaría buena parte de esa presión de ser el novelista social, el testigo, etc., a la que me han sometido los dos últimos libros, algo que puede condenarte al rigor mortis si te lo crees. […] Una novela corta y en la que el exterior se mira de refilón y desde otro plano me ayudará a quitarme el pasmo en el que me han sumido Crematorio y En la orilla. Necesito respirar con libertad otra vez.

 

Esta relectura simplificadora de su narrativa a partir del tema de la crisis económica obviaba la verdadera crisis moral, el conflicto central que recorre todas sus novelas: la impugnación de la sociedad democrática que nace de la Transición española, con buena parte de los miembros vencedores de esa «generación bífida» [Haro Tecglen 1988] a la que el autor pertenecía al frente de las transformaciones sociales que, al final del recorrido que la narrativa de Chirbes plantea, dejan ese desolador panorama que se nos transmite en Crematorio (2007) y En la orilla (2013). Desde esta perspectiva podemos entender a Rafael Chirbes cuando declaraba lo siguiente: «en realidad he escrito una sola novela. Es decir que todas las novelas se podrían leer como una sola» [Nichols 2008:225].

En ese sentido, los textos dispersos que recopilamos en esta edición demuestran que buena parte de los temas, ideas estéticas y autores de referencia que cimentan su proyecto narrativo están ya presentes en este periodo de formación. El primer Chirbes que aparece en estos escritos anticipa, en esa dirección, además de su condición de narrador, muchos de los pilares que posteriormente asentarán las bases de sus novelas.9

 

 

2. Rafael Chirbes como colaborador en revistas de los años de la Transición

 

Las colaboraciones críticas de Rafael Chirbes en diversas publicaciones durante el periodo de la Transición encuentran su inicio en el proyecto de la revista mensual Ozono, ubicada, en palabras del que fuera su director, Alfonso González-Calero, «entre la acracia lúcida del Ajoblanco y la izquierdista seriedad solemne de El Viejo Topo» [2022:26]. La que a la postre fuera considerada como una de las referencias contraculturales más destacadas del periodo en su origen fue una publicación heredera de una de las revistas underground pioneras en el panorama español, Apuntes Universitarios (que a su vez acabaría sintetizando su nombre en AU) [Moreno y Cuevas, 2020:31].

AU se inicia en el marco del colegio mayor Chaminade de Madrid, donde un grupo de estudiantes decidió en 1968 fundar una revista que, a partir de abril de 1973, dirigen los miembros del equipo de Radio Popular —Gonzalo García Pelayo, Juan de Pablos, Diego Manrique o Adrián Vogel—, que encaminan la publicación hacia la estética underground. La dirección del mencionado colegio mayor que sufragaba el proyecto, al comprobar los derroteros a los que se iba dirigiendo aquella supuesta revista estudiantil, decide cortar la financiación en mayo de 1974. Tras aquel cierre, de las cenizas de la extinta AU surge entre los miembros de la redacción el proyecto de realizar otra revista situada ahora fuera de los ámbitos del Chaminade. Así dará comienzo la primera etapa de Ozono.

Dirigida por Álvaro Feito Fernández y con el subtítulo de Revista de música y otras muchas cosas, que revela su perspectiva principalmente musical, esta primera época de la publicación comprende solamente los cinco primeros números, desde el inicial de mayo de 1975 hasta el número 5, correspondiente a octubre/noviembre del mismo año. En ese quinto número, la redacción de la revista publica en primera página una «Carta abierta» en la que se aborda el incierto futuro de Ozono por problemas de financiación y se deja en el aire la continuidad del proyecto:

 

Ozono está ante una nueva etapa de su corta y azarosa existencia. Ahora mismo, a la hora de redactar estas líneas, no podemos asegurar aún cuál va a ser el futuro de nuestra revista. […]

Hasta ahora, Ozono ha salido a la calle con poca regularidad, más bien ninguna. Una escasa financiación económica con que esta empresa partió de base —constituida, como es sabido, con la aportación esforzada de numerosos pequeños colaboradores— fue la base de todos nuestros problemas y de las posteriores deficiencias. Para intentar solventar estas dificultades se pensó en la ampliación de capital de la sociedad, dando paso a la entrada de nuevos inversionistas. Los problemas actuales se derivan de las diferentes opciones que se presentan para el futuro de la publicación. […]

Hecha esta explicación, que creemos mínima e indispensable para nuestros lectores, únicamente se puede agregar que los números sucesivos acabarán por despejar la incógnita. […] Si no como disculpa, vayan estas líneas como autodefensa y también como autocrítica.

Hasta siempre.

 

El adiós definitivo de la revista no llegaría tan temprano y, a partir del número 6 —correspondiente a los meses de diciembre de 1975 y enero de 1976—, Ozono comienza una segunda etapa marcada por un notable cambio en su estética y por la pérdida del anterior subtítulo musical, factor que daba buena cuenta del deseo de realizar una revista cultural en un sentido más amplio. Así lo refleja también el editorial que presenta este sexto número, titulado «Feliz 76 con el nuevo Ozono», en el que se explica detalladamente la apertura de Ozono en su nueva época a una mayor diversidad temática, conservando, no obstante, la voluntad de darle continuidad al proyecto:

 

Al lector habituado a los cinco números ya publicados de Ozono quizá le sorprenda la estructura, el fondo y la forma de este número 6. En realidad, la intención de Ozono, en lo que podríamos llamar su nueva etapa, es mantener la calidad, el rigor y la independencia que hasta ahora mantenía en la información musical, y potenciar, con los mismos criterios, otros temas de sociología, de cultura, de artes o de letras, entrevistas en profundidad sobre temas de nuestro tiempo, de nuestro país o de otros fuera de nuestras fronteras. […] Lo que está claro es que una ampliación temática de la revista, sin recortar el bloque informativo y crítico musical, deberá aumentar el número de suscriptores y el de las ventas en general. Eso es al menos lo que esperamos tras haber estudiado a fondo la renovación de la revista con criterios más totalizadores. […] Lo que queremos es que Ozono, por su frecuencia mensual, que permite un mayor rigor en los análisis y en los tratamientos, llegue más allá de la cobertura a veces incompleta o mediatizada por necesidades de urgencia que da la prensa diaria o semanal. […] En la medida en que nuestros lectores acepten esta nueva fórmula del nuevo Ozono estaremos en disposición de multiplicar el esfuerzo informativo. Por ahora, nada más. Gracias y feliz 76 con Ozono.

 

Junto a este editorial, aparece también el balance de cuentas de la publicación, en el que se explicita que el presidente y consejero delegado del Consejo de Administración, Felipe Cantos Ortiz, era también el accionista mayoritario con más del 50% del capital de la revista. Esta segunda etapa de Ozono, dirigida desde este número hasta su cierre en noviembre de 1979 por Alfonso González-Calero, se verá marcada estéticamente por la firma de Alberto Corazón, que se incorpora al proyecto como accionista y se dedica a su vez al diseño de la cubierta y a la maquetación de la revista.

La firma de Rafael Chirbes fue una de las más recurrentes en el proyecto de Ozono desde los primeros momentos de la revista, cuando los fundadores, que andaban en la búsqueda de críticos que se encargaran de abordar la literatura y el cine, le proponen participar.10 Nuestro autor comenzó a colaborar desde aquel primer número —del que formó parte del consejo asesor— en la primavera de 1975 hasta inicios de 1979, cuando enviaba ya sus textos desde Marruecos. Además de artículos de crítica literaria y cinematográfica más extensos, Chirbes se encargaba en Ozono de reseñar en la sección «Guía de Libros» las novedades editoriales de la época, principalmente en los apartados dedicados a la narrativa —sobre todo a narrativa universal y novela española—, aunque también encontramos números más esporádicos en los que comenta novedades de poesía, de historia, de música, de cine o de política. Al margen de estas reseñas más breves de las que se ofrece una selección de las más significativas en esta edición, sus aportaciones más extensas en Ozono las dedica a artículos de crítica cultural en su mayoría, aunque encontramos también dos artículos de opinión que nos permiten ahondar en los posicionamientos políticos del autor durante aquel periodo histórico, dedicados a las elecciones generales de 1977 y a la práctica periodística de El País.

La calidad de las colaboraciones de Rafael Chirbes en Ozono le valieron para que Norberto Alcover Ibáñez, que asumía la dirección de Reseña de literatura, arte y espectáculos sustituyendo a Antonio Blanch, le propusiera al valenciano participar en la revista en otoño de 1975 como crítico literario. Fundada en 1964, Reseña fue una revista cultural mensual llevada por los jesuitas, factor que hizo a nuestro autor plantearse aceptar la propuesta y comenzar a colaborar en el proyecto: «Me lo pensé mucho porque era una revista de los jesuitas y finalmente decidí porque estaba muy bien, era muy respetuosa y no te censuraban ni una palabra. Reseña era una apuesta de calidad» [Santamaría Colmenero 2021:69]. Si bien los jesuitas tenían el control sobre la revista, en el periodo de Norberto Alcover Ibáñez como director podemos observar una influencia contracultural en su estética y en sus textos. Así lo constatan, por ejemplo, el diseño de las portadas de esta etapa de la publicación, o las colaboraciones de Rafael Chirbes y de otras firmas destacadas con las que coincidió la de nuestro autor en el proyecto, como Santos Alonso, Manuel Rodríguez Rivero, Luis Suñén o Salustiano Martín.

Los textos de Rafael Chirbes en Reseña de literatura, arte y espectáculos se pueden clasificar en dos grupos: por un lado, escribe artículos-reseña sobre diversos libros de los que, habitualmente, se puede encontrar una correspondencia con reseñas breves anteriores o coetáneas que aparecen en la sección «Guía de libros» de la revista Ozono; y, por otro lado, se encarga en algunos números de la sección titulada «De puertas adentro», en la que nuestro autor se dedicaba a repasar la actualidad de panorama literario y cultural español del momento, y que encontraba su contrapunto en la sección «De puertas afuera», dedicada al panorama internacional con un habitual énfasis en el ámbito latinoamericano. Las apariciones de Rafael Chirbes en Reseña se encuentran ligadas al periodo de dirección de Norberto Alcover Ibáñez: la primera colaboración, firmada junto con Manuel Rodríguez Rivero, la encontramos en el primer número dirigido por Alcover Ibáñez, el número 88 —correspondiente a septiembre/octubre de 1975—, y la última que hemos podido documentar se incluye en el número 106 —de junio de 1977—. A partir del número 116 —septiembre/octubre de 1978—, pasaría a asumir la dirección Cristóbal Sarrias, y se verían agravados los problemas económicos que la revista venía arrastrando desde tiempo atrás, lo que provocará que, a partir de 1979, Reseña pase a ser una publicación bimensual y que cambien radicalmente la temática, la estética y la nómina de colaboradores, de la que desaparecen muchos de los nombres que compartieron etapa con nuestro autor.

Rafael Chirbes colabora también con cuatro apariciones en el efímero proyecto de Saida. Quincenario de información y crítica, que sobrevive apenas veinte números durante un año natural —de abril de 1977 a mayo de 1978—. Editada por Análisis y Publicaciones y dirigida por Miguel Bayón Pereda, Saida fue una publicación con una estética más rupturista y subversiva con una línea editorial «favorable a la revolución socialista en el Estado español» [Del Val 2015:287]. En Saida, Chirbes coincide, entre otros, con Ana Puértolas —compañera en el seminario de Carlos Blanco Aguinaga—, que aparece en los créditos de la revista como responsable de la sección de «Cultura/Sociedad» en los primeros números, y con críticos que habían firmado textos en otras publicaciones comentadas previamente, como Salustiano Martín, o con otros compañeros del seminario mencionado, como Luis María Brox.

La última publicación de la época en la que Rafael Chirbes colaboraría de manera recurrente sería la revista La Calle, sucesora en 1978 del proyecto de la extinguida Triunfo. De periodicidad quincenal, dirigida por César Alonso de los Ríos y cercana a los círculos del Partido Comunista, La Calle tendría también una breve existencia: su primer número data del 28 de marzo de 1978, y el número final, el 201, corresponde al 27 de enero-2 de febrero de 1982. Entre la nómica de colaboradores habituales del proyecto, destacan nombres fundamentales de la cultura del momento, como Manuel Vázquez Montalbán, José Agustín Goytisolo, Javier Alfaya, Juan Manuel Bonet o Jorge M. Reverte.

Más puntuales fueron las colaboraciones de Rafael Chirbes que he podido documentar en otras dos revistas fundamentales del periodo abordado: El Viejo Topo y Cuadernos para el Diálogo. La primera de ellas, fundada en 1976 por Claudi Montañá, Josep Sarret y Miguel Riera y dirigida en esta primera etapa (1976-1982)11 sucesivamente por Francisco Arroyo y por Pep Subirós, «se encontraba a medio camino entre revistas más serias y politizadas como Triunfo o Cuadernos para el Diálogo y las de la contracultura como Ajoblanco y Ozono» [Moreno y Cuevas 2020:182]. En ella, Rafael Chirbes colaborará con la reseña «Dejad pasar a los payasos», en la que critica duramente el libro de Alberto Cardín Detrás por delante (1978), que califica como falsamente lúdico y pretenciosamente innovador, y del que denuncia el banal tratamiento de una supuesta literatura gay que desnuda como reaccionaria. En Cuadernos para el Diálogo12 (1963-1978), revista en la que se forjó buena parte de la intelectualidad antifranquista desde su fundación en 1963 por Joaquín Ruiz-Giménez, solo he podido documentar una colaboración de Chirbes: la entrevista al poeta Ángel González firmada con Ana Puértolas.

También fue puntual la aparición de su firma en Revista de Occidente, publicación cultural y literaria que se recuperó en el año 1980, de tintes más generalistas y menos políticos que muchas de las publicaciones anteriores. Fundada en 1923 por José Ortega y Gasset, aquel año la publicación reaparece dirigida por la hija del filósofo, Soledad Ortega Spottorno, en una cuarta etapa que llega hasta nuestros días. Rafael Chirbes publica en el segundo número —correspondiente a julio/septiembre de 1980, y en el que coincide con figuras con las que había compartido espacio anteriormente, como Ana Puértolas, Luis Suñén o Miguel Bayón— un extenso artículo titulado «La moda de Graham Greene» que continúa las directrices de la crítica cultural del autor durante este periodo. En ese texto, el futuro novelista realiza una defensa de la narrativa del escritor inglés oponiéndose a las que hasta entonces habían sido las lecturas principales —erróneas e interesadas según nuestro autor— que se habían realizado de su obra; es decir, la interpretación desde el prisma católico y desde la óptica de la literatura por la literatura o la «pura narración», en palabras del propio Chirbes.

Si se observan, en cualquier caso, las trayectorias de este conjunto de revistas, se puede encontrar un denominador común: sus existencias fueron a la vez agitadas y efímeras, en consonancia con el panorama político que dominó los círculos culturales antifranquistas durante este breve periodo, y ninguna de ellas sobrevivió, al menos en una misma etapa, más allá de la Transición. Fruto de la asimilación de la contracultura occidental —de la herencia, por ejemplo, de la oposición juvenil anglosajona y de los ecos de las revoluciones del sesentayocho—, quien se asome a estas publicaciones observará cómo queda patente en ellas la unión en la época de militancia política y militancia cultural.

Fue el teórico Theodore Roszak quien acuñó el término «contracultura» en su clásico ensayo El nacimiento de una contracultura. Reflexiones sobre la sociedad tecnocrática y su oposición juvenil, publicado originalmente en 1969. Allí, definía esa «contracultura» que rápidamente se asimiló desde la juventud opositora al régimen en España en los siguientes términos:

 

Entendemos por tal una cultura tan radicalmente desafiliada o desafecta a los principios y valores fundamentales de nuestra sociedad, que a muchos no les parece siquiera una cultura, sino que va adquiriendo la alarmante apariencia de una invasión bárbara [Roszak 1970:57].

 

La puesta en marcha de estas revistas se concebía así desde una voluntad rupturista y con un afán de «impugnación de los discursos dominantes precedentes» [Costa 2018:16]13 que define a los movimientos contraculturales, factores que, en el caso español, adquieren por supuesto un marcado cariz antifranquista.

La proliferación de este tipo de publicaciones durante el periodo de la Transición responde asimismo a la fiebre cultural de la época, cuando domina en estos círculos la idea de que la adquisición cultural era una de las herramientas ciudadanas fundamentales para la construcción de la nueva sociedad que estaba por llegar. Unidos a la desarticulación de la mayoría de estas publicaciones, el desarrollo de los acontecimientos políticos según avance la Transición y los sucesivos fracasos de las utopías políticas de izquierda durante la década contrarrevolucionaria de los ochenta dejarán un desencanto que en las novelas de Chirbes reaparece constantemente a través de sus personajes desde el componente generacional de su narrativa. En su proyecto novelístico, además, nuestro autor incluirá numerosas referencias culturales que buscarán realizar una crítica de la cultura como herramienta de dominación hecha desde el propio ámbito cultural, y en la que podemos señalar, con Juan Manuel Ruiz Casado, que subyace un profundo desengaño generado por el fracaso de los proyectos políticos y culturales que perseguían en última instancia estas publicaciones y su acercamiento a la esfera cultural. Así, los personajes derrotados de Rafael Chirbes se preguntarán una y otra vez de qué ha servido la voracidad cultural que guio sus proyectos políticos de transformación y dominó sus años de formación: «¿Para qué hemos leído tanto? ¿En nombre de qué hemos gastado la vida entre libros y nombres de pintores, entre palabras y títulos de películas? ¿Para qué nos ha servido este equipaje cultural? ¿A qué nos obligaba y a qué nos daba derecho? ¿Dónde hemos llegado y qué nos han dejado hacer con él?» [Ruiz Casado 2015:204].

 

 

3. Defensa de la tradición realista en un contexto de metamorfosis cultural

 

Repasados ya el contexto biográfico del periodo formativo de Rafael Chirbes dentro de su trayectoria y la historia de sus colaboraciones en algunas de las revistas culturales y políticas más destacadas de la Transición, pasaremos a abordar ahora algunos de los motivos recurrentes dentro del corpus de textos dispersos que recuperamos en esta edición, con el fin de contextualizarlos histórica y culturalmente, así como de relacionarlos con el resto de la producción del autor y con las ideas estéticas y políticas que cimentaron su proyecto narrativo. Uno de los leitmotivs dominantes en el conjunto de la edición supone también una de las aristas centrales de su posterior obra narrativa y ensayística. Me refiero a la defensa a ultranza de la tradición literaria realista, en la que nuestro autor buscó insertarse junto a nombres y obras fundamentales de la novelística española, con referentes como obras clásicas de la talla del Lazarillo,La Celestina o el Quijote y modelos autoriales como Benito Pérez Galdós o Max Aub.

Si bien las sucesivas apologías de la tradición realista suponen un motivo fundamental dentro de la ensayística chirbesca, las referencias recurrentes a este conflicto en los textos aquí recopilados deben contextualizarse históricamente. En el periodo de la Transición en el que se enmarcan estos textos se estaba produciendo en el panorama nacional una drástica metamorfosis cultural. A grandes rasgos, entre la segunda mitad de los años setenta y los primeros años de la década de los ochenta se pasa, en esa dirección, desde una cultura revolucionaria y comprometida ligada al antifranquismo y a los proyectos políticos emancipadores hacia una cultura vertical, aproblemática y desactivadora de conflictos. Ese proceso de transformación de la concepción de la cultura dentro del propio ámbito cultural culminará con la implantación de lo que, utilizando el conocido término que acuña Guillem Martínez, se conoce como «CT» o «Cultura de la Transición», que desplazaría a la anterior «Cultura “en” la Transición» (CnT), noción de Germán Labrador en oposición a la «CT» que el crítico define como «la [cultura] de los 70 conformada en la ruptura con la cultura autoritaria franquista» [Martínez y Echevarría 2020] en la que se podría enmarcar la producción de muchas de las revistas en las que Chirbes participa.

A partir de los primeros años de la década de los ochenta, culminada la transformación, el paradigma cultural hegemónico es radicalmente diferente al que encontramos como mayoritario en la década anterior, como resume también Guillem Martínez: «La cultura, sea lo que sea, consiste en su desactivación, es decir, en crear estabilidad política y cohesión social. Trabaja, en fin, para el Estado, el único gestor de la estabilidad y de la desestabilidad» [2012:15-16]. El propio Rafael Chirbes, en esta misma línea, recordaba en una entrevista el profundo malestar que le produjo el desenlace de esa radical metamorfosis del panorama cultural y social tras su vuelta a España desde Marruecos a comienzos de la década de los ochenta: «Había dejado a mis amigos con la velita cantando La estaca de Lluís Llach y cuando volví estaban metidos en la Movida cantando lo de mi chica en el hipermercado y el hombre lobo en París. Yo no entendía nada porque no había vivido el proceso. Me vi como un marciano. Era la vertiente cultural del “¡Enriqueceos!”» [Chirbes 2012].

En el ámbito literario, la implantación de esta nueva concepción cultural mayoritaria desplaza las obras consideradas como «problemáticas» hacia los márgenes, e impone como mayoritarias ficciones triviales, privadas, metaliterarias y, en definitiva, «aproblemáticas» desde el punto de vista social e histórico. Manuel Vázquez Montalbán, por ejemplo, desarrollaba el fenómeno en su libro La literatura en la construcción de la ciudad democrática: «Lo literariamente correcto en los años setenta y buena parte de los ochenta fue lo culterano y lo ensimismado, prohibida por implícito decreto una literatura que tratara de forcejear con la realidad y utilizarse a sí misma como propuesta de conocimiento y proyecto» [1998:84].

Años más tarde, en su ensayo «Psicofonías (Legitimidad y narrativa)» [2002:145-160], Chirbes reflexiona sobre el divorcio entre los conceptos de historia y literatura que se extendió durante la década de los setenta con la imposición de la tesis de que «a medida que “lo político” penetraba en una novela, se esfumaba “la literatura”» [2002:152]. El intento de disociación entre novela y voluntad pública, entre historia y estética, buscará establecer una ruptura entre ese nuevo modelo de novela y la tradición realista moderna española, tildada entonces despectivamente, como escribe Rafael Chirbes en uno de sus textos, de «viejo realismo garbancero». Fundamental me parece, frente a este ideario, el texto «Elogio del realismo», firmado por nuestro autor junto a Miguel Bayón —director de la revista Saida—, en el que se realiza una defensa de esa tradición que se buscaba entonces desplazar con el fin de establecer una literatura de corte aideológico y entendida como un simple juego, proclamando, por ejemplo, que «la literatura era un sacerdocio orgiástico y un ejercicio lúdico». Rafael Chirbes y Miguel Bayón, por el contrario, se oponen a la nueva poética narrativa y defienden en ese texto la evidencia de que «la literatura forma parte de lo histórico, y se nutre al tiempo de las corrientes formales procedentes y de los avatares sociales y políticos de su época».

Desde esta perspectiva, el lector comprenderá mejor las sucesivas apologías que realiza Rafael Chirbes en sus textos de la tradición realista, así como buena parte de los comentarios más críticos a colación de textos que, entiende nuestro autor, propugnan esa visión literaria que se extenderá y se hará dominante a partir de la década de los ochenta. Con este marco contextual se pueden entender las censuras más ácidas que lleva a cabo Chirbes en sus reseñas o comentarios, como, por ejemplo, la ya mencionada crítica al libro de Alberto Cardín Detrás por delante (1978) o la de la novela En el estado (1977), de Juan Benet, que fue uno de los autores más destacados de la nueva narrativa hegemónica según Carlos Blanco Aguinaga, quien a finales del siglo XX aborda el panorama novelístico de la España democrática en su artículo «Narrativa democrática contra la historia» y menciona a Juan Benet, junto a Eduardo Mendoza, como las dos grandes figuras de esa nueva corriente mayoritaria:

 

Juan Benet a nivel de prestigio y Eduardo Mendoza a nivel de éxito de ventas han sido la gran artillería que, en la narrativa, ha contribuido eficazmente a desbrozar el terreno que, fertilizado por el desencanto, el pasotismo y el desenfreno consumista […] ha propiciado la actual floración del subjetivismo individualista que caracteriza la que, seguramente, es la tendencia hegemónica de la narrativa española actual [1995:263].

 

Un año después de que viera la luz su primera novela, Chirbes publicará el relato «Temporada baja» en el número 98-99 de Revista de Occidente. A modo de introducción, añadirá entonces unas líneas en las que el por entonces narrador novel desgranaba su poética literaria y en las que reitera una vez más su posición frente a aquella corriente narrativa que imponía una visión elitista de la literatura y de los propios autores, y que para ese momento —finales de los ochenta— era ya hegemónica en el panorama nacional:

 

En los años setenta hizo furor una teoría romántica, según la cual el escritor era un ser compulsivo, víctima de una pasión incontrolable. Producía cosas que se llamaban textos, empujado por algún misterioso demonio, y su obra —esos textos— tenía la belleza de lo inaprensible. En el misterio estaba su virtud. Era el modo de negar que escritor y lector participan en un acto reflejo de razón, de voluntad de entendimiento del mundo, y que están uno y otro anclados en la historia. […]

Los neorrománticos del divertimento liberal solo pueden ejercer su fascinación mediante violencia. La ejercen imponiéndole al lector la moda de una lectura que no exija totalidad ni función moral. Y cuando el lector pide la «necesidad» de una obra, le proponen nuevas modas, en las que hay formas de lectura que no debe ejercer y espacios en los que no debe penetrar. La teoría de la trivialidad pasa por el control y mutilación del lector. Son cómplices los medios de comunicación. Sin ellos, no existirían los neorrománticos, porque no se sostienen en sus textos, sino en la programación del código que previamente recibe el lector.

Digamos que me gustaría escribir al margen de esta tendencia y que me gustaría encomendarme a gentes que, en la literatura universal, y también aquí, se han planteado la búsqueda de una obra necesaria y en ese sentido ética [Chirbes 1989:83-84].

 

Esa «búsqueda de una obra necesaria y ética» es la que encuentra y valora Chirbes en muchas de las producciones artísticas que comenta y reseña positivamente. Desde los escritores propios de la tradición realista española o del exilio republicano —como Benito Pérez Galdós, Luis Cernuda, Max Aub o Arturo Barea—, pasando por la generación norteamericana de entreguerras —John Dos Passos o Sinclair Lewis—, los intelectuales italianos antifascistas —Cesare Pavese, Pier Paolo Pasolini o Leonardo Sciascia—, los narradores latinoamericanos —Alejo Carpentier o Augusto Roa Bastos— o, finalmente, por los autores contemporáneos españoles que en ese momento admira —Juan y Luis Goytisolo, Juan Marsé o Carmen Martín Gaite—, en las obras culturales que nuestro autor alaba hallamos el denominador común de subrayar en ellas Chirbes un compromiso a la vez estético y ético que irá en consonancia con la futura producción del novelista.

 

 

4. Transición política y desencanto

 

Frente a este panorama cultural, los textos dispersos reunidos aquí demuestran cómo nuestro autor, desde este momento inicial en su trayectoria, fue también plenamente consciente de que la pugna entre las dos concepciones culturales antagónicas desgranadas más arriba tendría un correlato político: «Aquel joven que yo era había empezado a darse cuenta de que, como en otras épocas de la historia […], las ideas políticas buscaban sus aliados en las escuelas artísticas» [2002:154-155].

De manera paralela a la transformación cultural acaeció también, en la misma dirección, la transformación social y política con la que culminaría el proceso de Transición democrática, que aparece como otro motivo destacado en este corpus de textos del autor, anticipando asimismo otro de los temas fundamentales de sus planteamientos éticos y de su proyecto literario: la denuncia de «esa larga traición llamada transición» [Chirbes 2002:119]. El propio novelista explicaba así años más tarde la similitud entre la imposición de ese nuevo panorama cultural y de las transformaciones políticas acaecidas durante aquel periodo:

 

durante la década de los setenta, hubo en España un activo grupo que declaró obsoleta la literatura con tema, el realismo: expulsó a la novela de la calle, mirando el género con la altivez intelectual de quien cree saber de sobra todo cuanto no le concierne, o ridiculizando las pretensiones de la novela de participar en el perpetuo debate para construir otros imaginarios, otras sensibilidades. Se la envió al salón de lo específicamente literario, a emprender una fantasmagórica revolución sintáctica […]. En un movimiento paralelo, con idéntico afán de vuelta a la normalidad, durante la transición se fue enviando a espacios virtuales también a sindicatos, movimientos sociales y partidos políticos, para quienes se decretó igualmente normalizada la realidad a la muerte del dictador [2002:159-160].

 

La temprana censura del sistema político que estaba naciendo de la Transición que se puede constatar en los textos aquí recopilados se desarrollará a lo largo de las décadas como una de las constantes en la obra narrativa y ensayística de Rafael Chirbes. De manera coetánea al proceso de transición desde una sociedad dictatorial hacia una monarquía parlamentaria, observamos numerosas referencias críticas y queda patente el desengaño de nuestro autor con el desarrollo de esa transformación social, que se va haciendo más explícito y agravado a medida que se suceden los años y los acontecimientos dentro del breve periodo de algo más de un lustro que se documenta en los textos reunidos en esta edición.

Si bien podemos constatar diversas críticas al proceso de la Transición, a la pervivencia de elementos en la realidad española de lo que se conocería más tarde como «franquismo sociológico» o a fenómenos propios del régimen que estaban dando sus últimos coletazos como la censura, el desencanto y la impugnación de la Transición aparecen especialmente abordados de manera más explícita en dos artículos publicados en Ozono: «Tomar una papeleta al azar con amargura» y «El País. La discreta tendenciosidad del centro», escritos respectivamente para los dosieres dedicados a las elecciones de junio de 1977 y a «El poder de la prensa» en la democracia naciente.

En el primero de ellos, en vísperas de las primeras elecciones democráticas posfranquistas —las celebradas el 15 de junio de 1977—, Rafael Chirbes dejará patente su desacuerdo con un sistema político que considera ilegítimo y del que desnuda sus dobleces. En esa línea, nuestro autor, que declara haberse llegado a plantear una abstención que finalmente desestima porque solo favorecería al sistema, en consonancia con el título animará irónicamente a los lectores a votar a cualquiera de los partidos de izquierda al azar. No obstante, Chirbes denuncia que las urnas suponen un ejercicio legitimador del nuevo sistema político, así como de una ley electoral basada en el sistema D’Hont que considera injusta e ilegítima, y que, defiende el autor, supone un engaño para mantener el dominio de los poderes fácticos y el statu quo de las élites franquistas en aquel tránsito hacia la democracia. Observamos, por tanto, cómo este primer Chirbes desarticula y censura el proceso de la Transición de manera contemporánea a los pactos que se estaban fraguando y que tomaban forma en aquellos comicios:

 

Cuando agoniza el carisma de la porra amanece el día del consenso. Quienes tienen el poder necesitan ese día, como el aire, borrar sus orígenes: los orígenes del poder siempre son turbios y dejan un olor pegajoso.

Para mantener su dominio inician un «doy para que me des», intentando perder en este cambio lo menos posible. Ofrecen dejar dormir la verdad a cambio de que la inmensa mayoría aceptemos como universales y eternas las reglas de un juego que acaban de inventarse.

Es la hora del «vamos a ver cuántas se tragan».

 

Aquellas elecciones, denuncia Chirbes entonces, se realizan todavía en el marco de unas estructuras sociales heredadas de la sociedad franquista. Con su participación, «los partidos obreros y de izquierdas se aprestaban a participar» en esa ceremonia legitimadora («aceptando tribunales legitimadores, tribunales que —no hace tanto tiempo— condenaban a cárcel y más cárcel a cuantos luchaban por la democracia») que supondría el inicio de los pactos de la Transición, que, como escribiría años más tarde en su ensayo «Madrid, 1938», fueron «la aplicación de una nueva estrategia en esa guerra de dominio de los menos sobre los más» [2002:108]. Esta perspectiva de clase, presente también ya en muchos de sus escritos, quedaba patente en su denuncia contemporánea de aquellos primeros comicios democráticos: «Aceptan extraños árbitros celestiales, […] como si la historia no nos hubiera enseñado que, en la vida, nadie es árbitro, sino parte interesada […]. Nadie, repito, absolutamente nadie, mariposea, vuela u otea por encima de las clases en pugna».

Si con este artículo Rafael Chirbes denunciaba la ilegitimidad del sistema político naciente, en su texto dedicado a El País decide ahondar en las relaciones entre medios de comunicación y poder durante la Transición como manera de revelar las estrategias culturales que operaban entonces con la finalidad de imponer una narración hegemónica y de desactivar las voces críticas con ese proceso. El periódico El País, que inicia su andadura el 4 de mayo de 1976, fue sin lugar a duda el órgano de información de referencia durante aquel periodo, cuando se convirtió en «una suerte de “intelectual colectivo”» [Mainer y Juliá 2000:212]. Aunque en los primeros momentos de la publicación Chirbes llegará a tildarlo de «periódico excelente» en una de las entradas de «De puertas adentro» —en la que, no obstante, ya vislumbraba nuestro autor la falta de independencia crítica en la sección de cultura—, en el artículo publicado en noviembre de 1977 su opinión ya es radicalmente diferente y confirma los atisbos que había anticipado un año antes.

Desde la adquirida posición privilegiada dentro de la prensa española del momento, Chirbes desgrana y ridiculiza cómo desde El País se defiende una voluntad centrista que forma parte del nuevo sistema social —junto a los Pactos de la Moncloa y al restablecimiento de la monarquía—, y que nuestro autor denuncia como reaccionaria y elitista:

 

En sus editoriales, el lector imagina que debe estar muy clara la solución a todo: tal es el tono, tal el ademán del anónimo autor. La busca en vano. Las claves están allí para que las lean ellos: los inteligentes (políticos y supremas potestades). Luego, benévola y apetitosa zanahoria, nos (les) deja hacer y equivocarnos (se). Vieja y teológica polémica entre libertad y predestinación. Con frecuencia, pienso que se nos mira —como un sonriente padre miraría a sus hijuelos— zascandilear, a civiles y políticos, en negociejos y negociados, en chabolillas y sedes. Albañiles y diputados, chicos de base y aparatistas vagamos, entre borrachos y atónitos, a través de sus líneas, como surcando los días de un mundo, previamente contados y narrados por un dios, bondadoso y severo, de blanca guedeja y homérica barba.

Ajeno a tanta y tan mezquina pelea de corral (político, se entiende) alguien en el país (ahora con minúscula) piensa por todos nuestros políticos. Esto, sin duda, va viento en popa: uniendo a los partidos, el Pacto de la Moncloa; por encima, el Mayúsculo Innombrable; y más arriba, en la nevada cumbre, El País, rozando la síntesis hegeliana o la unidad de destino en lo universal, que diría Carlos Marx.

 

En su artículo, Chirbes desmonta las tesis que se defienden desde el periódico de referencia de la intelectualidad supuestamente progresista del periodo —«nuevos significantes, viejos significados», escribe en esa dirección—, a la vez que asume su condición de subversivo en un contexto en el que se ha asentado la defensa de la «estabilidad», del equilibrio del nuevo sistema por encima de alternativas políticas más coherentes con los anhelos utópicos anteriores o de visiones críticas —«por encima de opciones políticas, importa el equilibrio», añadirá en la misma línea Chirbes—. Esta apología de la «estabilidad» defendida desde los círculos del relato oficial encontraba su razón de ser en la antítesis establecida entonces entre los términos «estabilizar» y «desestabilizar», como explicaba Gregorio Morán en uno de los libros críticos pioneros con el proceso, El precio de la transición, publicado originalmente en 1991:

 

Como la sensación de inestabilidad iba a ser una constante durante la Transición, la «verdad responsable» se convirtió en la única manera de afrontar lo ocurrido. […] Cualquier intento de explicar la evolución que había llevado a una personalidad o institución o movimiento cultural desde el fascismo más intransigente hacia el liberalismo más integrador, no podía considerarse más que como una maniobra desestabilizadora [Morán 2015:123].

 

En sus textos —y particularmente en estos dos artículos—, Rafael Chirbes se opondrá a esa mayoritaria visión estabilizadora que buscaba imponer la desmemoria, disociar la memoria histórica y la experiencia política de aquel presente, y difuminar cómo se había realizado el tránsito desde la dictadura a la democracia: «A veces pienso que esto de estabilizar significa centrar, pero me lo callo por si acaso». Si, como defendió también Gregorio Morán, detrás del establecimiento de la oposición «estabilizar/desestabilizar» se encontraba la defensa de esa «verdad responsable» y la tesis de que «la verdad había dejado de ser revolucionaria, para ser algo tan equívoco como “desestabilizadora”», Chirbes no dudará en asumir sin reservas su condición de «desestabilizador». Si, como hace nuestro autor en muchos de sus textos, disentir del triunfalista «relato fundador» [Rancière 2019:46]14 de la Transición española que se estaba imponiendo entonces significaba «desestabilizar», Chirbes no titubea en oponerse frontalmente a esas tesis reformulando la conocida sentencia atribuida a Mariano José de Larra que dará título a nuestra edición: «Escribo con el terror colgado de los dedos, porque escribir en España, hoy, es asentir o desestabilizar. Si la palabra no es moderada, no es serena, no es imparcial, es —dicen— desestabilizadora. Y mi palabra no quiere ser ni moderada, ni serena, ni imparcial».

En suma, los textos aquí recopilados nos permiten constatar cómo, desde un primer momento, Chirbes se posiciona en contra de los pilares que servirán para construir el relato oficial legitimador de la Transición. En este corpus se documenta el desencanto de nuestro autor con la situación política española y con el consenso ante el que es imposible disentir si no se quiere caer en el estigma de la desestabilización. Los posicionamientos políticos que toma Chirbes en la época serán así el pilar para el tratamiento crítico que sobre la Transición dominará en su proyecto narrativo, en el que el proceso político de tránsito desde el régimen franquista hacia la democracia aparece como «meta utópica generacional que señaló el derrumbe de unos efímeros ideales revolucionarios, como vivencia personal decepcionante y como tiempo propio para reacomodaciones ideológicas y medros sociales» [Calvo Carilla 2013:124] que permanecerá como el germen de la degradación social y moral que se observa en sus últimas novelas.

 

 

5. Cultura, capital y sociedad de consumo

 

En estrecha relación con los dos motivos anteriores, la visión crítica que expone Rafael Chirbes acerca de la introducción de la visión y los esquemas consumistas al ámbito cultural supone otro de los grandes temas recurrentes en los textos reunidos en este volumen. Unida a la extensión de la sociedad de consumo a los ámbitos literario y cinematográfico, nuestro autor se muestra también especialmente en desacuerdo con las relaciones entre cultura y poder —ya sea este último poder político o económico—, anticipando el que será otro de los grandes temas de su posterior trayectoria: la férrea defensa de su independencia como escritor y su rechazo hacia las prácticas de los creadores que frecuentan círculos de poder. Lo constata así, por ejemplo, un texto poco conocido de Rafael Chirbes: el discurso que el novelista preparó tras recibir el Premio Nacional de Narrativa por En la orilla (2013), dirigido al por entonces ministro de Educación, Cultura y Deporte José Ignacio Wert, y que el autor no pudo leer en público, como se refleja en el título, Un parlamento que no pronuncié. En relación con su búsqueda de autonomía como creador y su rechazo hacia las relaciones entre cultura y poder, exponía allí Chirbes:

 

cuantos me conocen saben que siempre he huido del contacto con el poder en cualquiera de sus manifestaciones. Toda mi vida he pensado que un discreto apartamiento beneficia la independencia de mis libros. Por suerte, un escritor puede ejercer su tarea sin tener que ponerse al servicio de nadie: para dar a luz una novela, incluso una gran novela, no se necesita más que la punta del lápiz, una resma de hojas de papel y un tablón en que apoyarse. Con ese instrumental, un buen escritor puede poner en pie un ejército de varios miles de soldados en un solo renglón. Puede poner un país entero en un libro. […]

En realidad, mi opinión es que, para un novelista, resulta más peligroso el poder que te halaga y te favorece que el que te ignora o te persigue [Chirbes 2022b:20].

 

En el conjunto de artículos, críticas, reseñas y entrevistas que se reúnen en esta edición, Rafael Chirbes muestra cómo esta visión estaba ya presente en su periodo formativo y cómo la introducción de los hábitos consumistas es coetánea a buena parte de sus primeras colaboraciones periodísticas y culturales. En muchos de los textos, se critica así la aplicación de los criterios de mercado al mundo cultural, a las obras literarias y cinematográficas que se analizan. Esto supone, además, dejar atrás la concepción de la cultura que había adquirido buena parte de su generación durante sus años formativos, cuando se defendía la unión radical entre «política y cultura, memoria y democracia, vida y literatura» [Labrador 2017:24]. Así, se deja atrás uno de los paradigmas centrales del pensamiento sesentayochista y de la visión contracultural: esta conjunción de cultura y vida; es decir, la interpretación de que la esfera cultural suponía un importante jalón a la hora de construir las nuevas formas de vida y de organización social entonces anheladas, que pasaban por esa unión de imaginación y realidad cotidiana.

Lo explicita así Chirbes, por ejemplo, en «De verano y libros», donde, desde una prosa afilada e irónica, critica la suerte de prostitución a la que se somete durante el verano de 1977 a muchos títulos literarios que se suponían obras de referencia para el proyecto sesentayochista, y que ven entonces diluirse su potencialidad política y social en una lectura guiada desde los paradigmas consumistas que se empezaban a aplicar al ámbito cultural: