Atracción mágica - Cara Summers - E-Book
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Atracción mágica E-Book

Cara Summers

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Beschreibung

¿Sería posible que una falda funcionase como un imán para los hombres? La escritora Chelsea Brockway no lo creía en absoluto, pero quería que esa idea le sirviera para conseguir una columna mensual en una revista. Solo que cuando se decidió a experimentar con la falda, ¡descubrió asombrada que funcionaba de verdad! De repente, todos los hombres caían rendidos a sus pies. Incluso su nuevo y atractivo jefe. Zach McDaniels estaba dejando bien claro que quería acostarse con Chelsea. Lo malo era que también quería despedirla...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Carolyn Hanlon

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Atracción mágica, n.º 1163 - septiembre 2017

Título original: Moonstruck in Manhattan

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9170-058-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

–La novia no va a tirar el ramo.

Chelsea estiró la pierna bajo la mesa para buscar las sandalias que se había quitado antes.

Los pies le estaban matando. Casarse en una playa de California al amanecer resultaba romántico; pero no resultaba tan divertido para las damas de honor, que tenían que pasar el resto del día con las sandalias llenas de arena.

–¿De qué estás hablando? ¡Tiene que tirar el ramo! –dijo Gwen–. Torrie es la persona más convencional que conozco.

–Tal vez haga un pequeño esfuerzo para intentar hacerme con él. Claro está, si creyera que atrapando un ramo de flores me iba a salir una cita –dijo Kate.

–¿Una cita? ¿Eso qué es? –preguntó Gwen.

–¿Tanto tiempo ha pasado, eh? –preguntó Chelsea, y se echó a reír con sus amigas.

Tras compartir el mismo dormitorio durante su último año en la facultad, Chelsea, Kate y Gwen habían tomado distintos caminos con el fin de alcanzar sus objetivos profesionales. Sin embargo, habían continuado con la amistad. Chelsea no pudo evitar recordar la cantidad de veces que habían mantenido conversaciones similares a aquella a través de los años, discutiendo sobre la escasez de citas en la gran ciudad.

En ese momento se oyeron unos silbidos y vítores que las invitaron a mirar hacia el otro extremo de la pista de baile, donde el novio le estaba quitando la liga a la novia.

–Tienes que estar equivocada, Chels –dijo Kate, que en ese momento se puso de pie–. El ramo viene justo después de la liga.

Chelsea le agarró del brazo.

–Pero no es el ramo lo que va a lanzar. Es la falda.

Sus dos amigas la miraron, primero asombradas y después divertidas.

–¿No será la falda esa que atrae a los hombres? –preguntó Gwen.

–¿La que se compró en esa isla cuando se fue a hacer un crucero?

–La misma.

Todas habían escuchado en innumerables ocasiones la historia de cómo el barco en el que Torrie estaba haciendo un crucero, desviado de su ruta por una tormenta, había anclado en una remota isla, y de cómo Torrie había encontrado una pequeña tienda donde una anciana modista le había vendido una falda especial. Según la mujer, cada primavera, las ancianas de la isla se reunían en una playa a la luz de la luna para hilar las fibras de una planta llamada lunua. Según la tradición, cualquier mujer que llevara una prenda fabricada con aquel tipo de hilo, que supuestamente había sido «besado» por la luna, atraería a los hombres. Y uno de esos hombres acabaría siendo su alma gemela.

En el fondo, Chelsea siempre se había preguntado si las mujeres de esa isla no se habrían ido a la playa a fumar las fibras de otra planta y a hilar historias en lugar de tejido.

Aunque la falda era negra y a Torrie le quedaba muy bien, ninguna de ellas había logrado ver nada especial en el tejido o en nada más. Sin embargo, Torrie juraba que cada vez que se había puesto la falda, había pasado lo que las mujeres le habían vaticinado. Y finalmente decía que le había llevado a conocer a su recién estrenado marido.

–Nos estás tomando el pelo –dijo Gwen, con los ojos puestos en la novia–. No va a lanzar la falda porque ni siquiera la tiene puesta.

–La lleva puesta –dijo Chelsea, y en ese momento Torrie empezó a levantarse la falda del traje de novia–. Me dijo que no se la quitaría hasta que él le dijera «sí, quiero».

Entonces se levantaron las tres al mismo tiempo.

–¡Debemos de estar bastante desesperadas para creer en los poderes de una falda besada por la luna! –comentó Kate.

–Quiero atraparla –dijo Chelsea.

Gwen y Kate se volvieron a mirarla.

–¿Tú? Pensábamos que te habías retirado de las relaciones sentimentales desde lo del zángano de Boyd.

Kate le dio un codazo a Gwen.

–No íbamos a volver a mencionar su nombre. ¿Recuerdas? Un tipejo de esa calaña no merece ni un minuto de nuestra conversación. Me parece estupendo que quieras volver a salir con hombres, Chels.

–No, pero yo no… Quiero decir… –Chelsea balbuceó, conmovida por el cariño que percibió en sus amigas.

En realidad no quería la falda para atraer a los hombres. Tenía planes totalmente distintos para la falda de Torrie. Pero Kate y Gwen parecían tan contentas por ella…

–Adelante, chica –dijo Gwen–. Si la lanza hacia nuestro lado, te la pasaremos a ti.

–Os quiero –dijo Chelsea antes de abrazarlas a las dos.

Cuando consiguieron abrirse paso hasta la cabecera de la pista, delante de otras solteras, Torrie ya se había sacado la falda y la agitaba sobre su cabeza como un lazo.

Entonces la falda salió volando. Chelsea pegó un salto y agarró la tela con fuerza. Entonces, mientras abrazaba la falda con empeño, sintió un extraño cosquilleo.

¿Una planta mágica que había sido besada por la luna? Ridículo. Sin embargo, una falda que atrajera a los hombres como un imán sería el truco que necesitaba para vender su próximo artículo a la revista Metropolitan.

La miró, y una imagen apareció en su mente; estaba sentada a la mesa del editor de la revista Metropolitan, bolígrafo en mano, escribiendo una columna.

Ese era su sueño.

Debió de ser su imaginación porque, por un momento, también vio a un hombre sentado allí con ella.

Capítulo Uno

 

–¡Quítatela! ¡Quítatela! –Daryl se asomó por la barra del bar mientras le echaba a Chelsea una de sus deslumbrantes sonrisas.

Miró a su compañera de piso mientras ella se ceñía un poco más el abrigo.

–¿Aquí? ¿En mitad del restaurante? –señaló hacia los enormes ventanales que los separaban de la acera, por donde circulaban cientos de peatones–. ¿Con medio Manhattan mirándonos?

–Cariño, dijiste que era algo que no podía esperar hasta que terminara el trabajo.

–Y no puede esperar –dijo Chelsea–. No te habría molestado de no haber sido una emergencia. ¿No podrías tomarte unos minutos libres y meternos en uno de las salones?

Daryl volteó los ojos y pasó un paño por la superficie de la reluciente barra. Llevaba su larga melena negra atada con una coleta a la altura de la nuca y unos aros de oro en las orejas.

–Falta una semana para Navidad, y aunque sé que no es nuestra época del año favorita, el resto del mundo se vuelve loco. Los comedores privados están todos reservados. Si quieres que te ayude con esa falda, va a tener que ser ahora mismo y aquí mismo, antes de que se llene el local.

Chelsea estudió el estiloso local. A las once cuarenta y cinco de la mañana el bar seguía vacío. En el comedor principal, ya había unas cuantas mesas ocupadas y el maître estaba en ese momento sentando a una pareja en una mesa cercana.

–Chels –dijo Daryl–. No te estoy pidiendo que te desnudes. Solo quítate el abrigo. ¿No te parece que es hora de que hagas una prueba con esa falda que dices que atrae a los hombres?

Pero Chelsea no se quitó el abrigo. Tal vez fuera ridículo, pero el pensar en llevar la falda en público le ponía algo nerviosa. Había estado tres semanas colgada en su armario, pues ni siquiera se la había probado, y solo se la había puesto esa mañana cuando la habían llamado de la revista Metropolitan. La editora le había pedido que llevara la falda puesta cuando fuera a firmar el contrato.

 

¿Podría una falda de la suerte ayudar a una chica soltera a atraer a los hombres en Manhattan?

 

Esa era la pregunta que había vendido no solo uno, sino tres artículos.

–¿Qué ocurre, Chels? –le preguntó Ramón, mientras se limpiaba las manos meticulosamente en un paño de cocina–. Estoy preparando un soufflé, pero me han dicho que había una emergencia.

–Chelsea tiene un problema con la falda –le informó Daryl.

–¡Un problema con la falda! –Ramón, su primo, que en realidad se llamaba Raymond, entrecerró los ojos y la miró con indignación.

Con su metro ochenta y cinco y sus más de cien kilos de peso, Ramón parecía un jugador de béisbol. Pero en realidad el hombre estaba como pez en el agua con su gorro y su mandil de cocinero. Los cuatro años que había pasado en el cuerpo de marines le permitían dirigir su cocina con eficacia.

–¿Me habéis apartado de mi soufflé para resolver un asunto relacionado con una falda?

–Cálmate, necesito que ocupes mi lugar detrás de la barra para hacer un poco de magia relacionada con el diseño. Ya sabes lo fanático que es nuestro amigo Pierre.

Ramón miró su reloj.

–Te doy sesenta segundos, ni uno más.

–De acuerdo. ¡Fuera abrigo! –dijo Daryl, chasqueando los dedos–. Y ponte ahí al lado de la ventana para que pueda verte bien.

Chelsea echó una última mirada al comedor. Aparte de la pareja sentada cerca de la entrada del local, había cuatro mujeres que acababan de acercarse a la mesa del maître. El restaurante tardaría poco en llenarse, de modo que o lo hacía en ese momento o tendría que dejarlo.

–Cincuenta segundos –anunció Ramón.

Chelsea aspiró hondo y se quitó el abrigo, que dejó sobre uno de los taburetes de la barra. Cuando le echó una mirada a la falda, se le fue el alma a los pies. Le quedaba tan mal como había visto esa mañana en el espejo, ancha de cintura y demasiado larga. ¡Cómo iba a atraer a los hombres! Lo más probable era que los hombres la vieran y huyeran despavoridos. Aquello no la ayudaría a conseguir los tres artículos que le había prometido a la editora de Metropolitan.

–Es demasiado grande para ti –anunció Ramón–. Y solo te quedan cuarenta segundos.

–Creo que si le metiera un poco la cintura y le subiera el bajo unos diez centímetros…

–No se pueden hacer alteraciones permanentes. La mujer de la isla le dijo a Torrie que podría neutralizar el poder de la falda.

Daryl arqueó las cejas.

–Pensé que no creías en todas esas tonterías de la luz de la luna.

–No las creo. Quiero decir, en realidad no las creo, pero me acaban de ofrecer un contrato para escribir tres artículos en Metropolitan, y sería agradable que ocurriera algo mientras llevo puesta esta falda.

–¡Vendiste tu idea! –Daryl le dio un fuerte abrazo–. ¡Estupendo!

Ramón miró el reloj y le hizo una señal de aprobación.

–¡Así se hace, Chels! Treinta segundos.

–Anímate, Ramón. Deberíamos estar abriendo una botella de champán.

–No, tiene razón, Daryl. Los dos tenéis que volver al trabajo, y yo me voy ahora mismo a Metropolitan a firmar el contrato. Solo se me ocurrió que antes debía probarme la falda… –hizo una pausa y miró a su alrededor de nuevo, pero solo sus dos compañeros de piso la miraban–. ¿Qué os parece?

–Creo que es un timo –dijo Ramón–. Si esa falda tuviera poderes especiales, ¿no crees que nos afectarían a Daryl a mí?

–No, por Dios –dijo Daryl quitándole importancia con un gesto de la mano–. Las mujeres no me atraen y tú eres su primo, Ramón. Estoy seguro de que eso tiene algo que ver.

–Las cosas hay que planearlas, Chels. Tal vez deberías haberte probado la falda antes de vender la idea.

–Torrie dijo que no tenía el mismo efecto en todos los hombres –se miró de nuevo la falda–. De momento, conque os hiciera gracia estaría feliz. Me veo ridícula con ella puesta.

–No te preocupes –dijo Daryl mientras le metía las manos por debajo del jersey–. Utilizaremos un truco que hacen las modelos. Ramón, pásame la grapadora.

Ramón hizo lo que le pedía.

–Veinte segundos.

–Una en este lado… otra en el otro… y otra atrás. El truco consiste en hacer las pinzas pequeñas para que no se noten. Ya está –Daryl le devolvió la grapadora a Ramón–. Ahora el celofán.

Ramón se lo pasó.

–Diez segundos.

–Esta parte sería más sencilla si pudieras quitarte la falda –le dijo Daryl a Chelsea.

–Debes estar de broma.

–Estás de broma.

Daryl se encogió de hombros, se puso de rodillas y le metió la mano por debajo de la falda.

–El enemigo se acerca por la izquierda –dijo Ramón en voz baja.

Daryl y Chelsea se volvieron al mismo tiempo y vieron que el maître iba hacia ellos. Era un hombre bajo, con el cabello canoso y un bigote poblado y de puntas retorcidas. A Chelsea le recordaba a Hercules Poirot.

–¿Qué está pasando aquí? –preguntó con un acento que Chelsea decía que era francés de pega.

–No es más que una emergencia de estilo, Pete.

–Me llamo Pierre. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

–Ahora mismo terminamos –partió una tira de celofán, dobló un poco el bajo de la falda y lo pegó con el celo.

–Déjalo de una vez. Primero le has metido la mano por debajo del suéter, y ahora de la falda. ¿Qué van a pensar los clientes? –le preguntó Pierre, y entonces miró a Chelsea–. Señorita, debo pedirle que…

Pero Chelsea no lo miraba a él, sino a la pareja que había sentada más allá de la entrada. La mujer no la miraba, pero el hombre sí. Y, pensándolo bien, parecía como si estuviera molesto. Notó que Daryl le metía las manos de nuevo por debajo de la falda.

–Daryl, creo que será mejor que…

–Señorita –Pierre hizo una pausa para aclararse la voz–. Me gustaría disculparme por el comportamiento de nuestro camarero. Si me permite el placer de acomodarla en una de nuestras mejores mesas, puedo ofrecerle algo de comer.

Chelsea se quedó mirando al maître. Hacía unos momentos le había puesto mala cara, y de golpe y porrazo sonreía de oreja a oreja y la estaba invitando a comer.

–Date la vuelta –le ordenó Daryl mientras cortaba otro pedazo de celofán.

–Los clientes nos están mirando. No quiero que te echen –dijo Chelsea en voz baja.

–Solo me falta un poco. Date la vuelta.

Al darse la vuelta vio que el hombre la miraba, y entonces, aunque se había vuelto de espaldas, sintió su mirada hasta donde Daryl estaba fijando el trozo de celofán al dobladillo.

 

 

–No has escuchado nada de lo que te he dicho.

Zach apartó la mirada de la mujer que estaba en la barra y se volvió hacia su tía favorita. Desde niño, Miranda McDaniels había sido para él la extravagancia personificada. También era una de las personas más generosas y amables que conocía.

–Sí que te he escuchado. Estás intentando convencerme de que…

Pero dejó de hablar cuando se acercó un camarero a anotar lo que iban a beber. Zach ahogó una sonrisa cuando su tía pidió un Martini seco con una guinda.

–¿Y usted, señor?

–Un agua mineral.

Nada más irse el camarero, Zach sonrió a Miranda.

–Déjame adivinar. La guinda irá con el color de tu traje.

–Exactamente –dijo Miranda–. Por no mencionar con el de las uñas.

No muchas mujeres podían llevar un traje de lana roja y un sombrero de ala ancha del mismo color, pero su tía sí. Impulsivamente, Zach se llevó la mano a los labios.

–Estás intentando distraerme.

–¿Y lo estoy consiguiendo?

Miranda suspiró.

–¿Has oído algo de lo que te he dicho?

–Estás intentando hacerme creer que la verdadera intención de mi padre era que dirigiera la revista Metropolitan. Pero no va a funcionar. Lo esencial es que te la dejó a ti en su testamento porque estaba seguro de que a mí no me la podía confiar.

Miranda McDaniels suspiró y sacudió la cabeza.

–Tú te pareces mucho a él, ¿sabes? Eres cabezota, dogmático… –dejó de hablar para seguir la dirección de la mirada de su sobrino–. Vaya, vaya. No me extraña que no me estés prestando ninguna atención a lo que estoy diciendo. Desde luego, es muy bonita.

–El camarero seguramente está de acuerdo contigo –dijo Zach–. No ha sido capaz de quitarle la mano de encima desde que se quitó el abrigo. Por supuesto, esa falda le tapa muy poco; es como si no llevara nada.

Miranda entrecerró los ojos.

–¿De qué estás hablando? La chica está totalmente vestida. En realidad, esa falda es demasiado larga para mi gusto.

–¿Pero es que no le ves las piernas? –preguntó Zach.

Las tenía mucho más largas de lo que se las había imaginado; en realidad no había dejado de pensar en esas piernas desde que la chica se había quitado el abrigo. A contraluz, la tela de la falda se clareaba completamente. La mujer no era demasiado alta, pero tenía las piernas largas. Había empezado a imaginarse esas piernas abrazándole la cintura, y no parecía capaz de dejar de pensar en ello. Se sentía exactamente igual a como se había sentido varias veces de jovencito, totalmente paralizado por una revolución hormonal.

–He oído que algunos hombres desnudan en las mujeres con la mirada, pero es la primera vez que soy testigo de ello –dijo Miranda.

Zach apartó la mirada de la mujer que estaba a la barra y vio que su tía se estaba riendo de él. Entonces, para sorpresa suya, se ruborizó. Era algo que no le ocurría desde la adolescencia.

–Si quieres –le dijo en voz baja–, puedo salir discretamente del local para que tú puedas ir a saludar a esa señorita.

–Una señorita no llevaría una falda como esa; ni tampoco permitiría que un hombre la manoseara en un lugar público.

Miranda abrió los ojos como platos.

–Creo que es la primera vez que te oigo hablar de una mujer de un modo tan sentencioso. Empiezas a parecerte a tu hermano.

–¡Eh! –exclamó pero sonrió al mismo tiempo–. Eso me ha fastidiado.

–Tenía que decir algo fuerte. Con un sobrino remilgado como tu hermano tengo suficiente.

–Hablando de Jerry… ¿Qué piensa nuestro estimado congresista de tu idea de ponerme al mando de Metropolitan?

Zach estaba seguro de que a su hermano no le habría sentado demasiado bien que Miranda fuera a hacer precisamente lo que su hermano no había logrado hacer: entregar la parte publicitaria de su imperio a la oveja negra de la familia.

–Seguro que debió de darte la lata en la reunión del consejo de administración.

–Al contrario. No tenía elección alguna aparte de apoyar mi propuesta. De haber hecho alguna objeción, habría dado la impresión de querer dar a su hermano una puñalada por la espalda –Miranda sonrió–. Tienes que tener mucho cuidado de no hacer una cosa así cuando tu campaña electoral está basada en la reimplantación de los valores familiares.

–¿Y todos coincidieron en que yo les diera la noticia al personal editorial?

–Totalmente. Ahora es tu revista. Tú mandas.

Su revista. Repitió la frase en su pensamiento, y le gustó cómo sonaba. Dirigir Metropolitan había sido su sueño desde niño. Desgraciadamente, su padre no había soñado lo mismo para él. Jeremiah McDaniels padre había deseado que sus hijos se metieran en la política; siempre había querido que sus hijos regentaran puestos de poder. El hermano de Zach había seguido el plan trazado por su padre. Pero él no.

–Es imposible que Jerry esté contento.

Miranda se encogió de hombros y sonrió.

–Tampoco le gustó mucho cuando te licenciaste en Derecho en Harvard. Tu padre se sintió muy orgulloso de ti ese día.

–Un día en treinta años –Zach sacudió la cabeza–. Pero no se sintió lo suficientemente orgulloso de mí como para darme un empleo en Metropolitan después de acabar los estudios. Y desde luego no se sintió en absoluto orgulloso de mí cuando rechacé el puesto que me había reservado en un prestigioso bufete de abogados –aún recordaba la rabia de su padre–. La verdad, tía Miranda, no tienes pruebas suficientes para ganar este caso. Mi padre no me quería en Metropolitan.

–De acuerdo –alzó los brazos en señal de rendición–. Me doy por vencida. Me está bien empleado por intentar discutir con un hombre de leyes de Harvard. A partir de ahora, me limitaré a disfrutar de mi almuerzo con mi sobrino favorito.

Zach le tomó las manos.

–No quiero que pienses que no te estoy agradecido, tía Miranda. Sé que has tenido que luchar con el consejo por mí. No ha debido de gustarles que cambiara tanto de empleo desde que terminé la carrera.

–No tienes por qué darme las gracias. Lo que a algunos les puede parecer ir de un empleo a otro, a mí no me lo parece. Estoy segura de que mientras estuviste asesorando en todos esos periódicos de San Francisco, Chicago y Atlanta, fuiste ganando experiencia y haciendo contactos que te serán de mucha utilidad en Metropolitan.

Zach la miró y entrecerró los ojos.

–¿Qué te hace pensar eso?

–Te conozco desde que eras un niño. Incluso entonces te encantaba hacer planes; jamás dabas un paso sin sopesar todas las opciones. Estoy deseando escuchar lo que has planeado para la revista. Me temo que desde que tu padre se puso enfermo, la publicación ha ido cuesta abajo.

–Voy a hacer cambios; tanto en los objetivos, como en el público deseado.

Miranda levantó la cabeza y se echó a reír.

–¿Por qué no me sorprende?

Zach se inclinó hacia delante.

–Es lo que siempre he deseado hacer, pero papá no lo habría permitido jamás. Siempre pensó que el poder estaba en manos del gobierno. Pero el verdadero poder está en las ideas. Quiero hacer de Metropolitan un foro donde los escritores y pensadores de nuestro tiempo puedan plasmar sus ideas.

Miranda alzó su vaso de agua en señal de brindis.

–Entonces, a por ello. Y mira a ver si puedes llamar la atención del camarero. Deberíamos brindar por esto con las bebidas que le hemos pedido.

Zach miró hacia la barra y se quedó sorprendido. El camarero tenía otra vez la mano bajo la falda de la mujer.

–Mira eso. Alguien debería poner fin a esa barbaridad.

 

 

–Date la vuelta otra vez –dijo Daryl, colocando el último pedazo de celofán–. Ya está. Creo que con eso será suficiente.

Chelsea retrocedió un paso y miró a Ramón y a Daryl.

–¿Qué os parece?

–Tengo que seguir con mi soufflé –dijo Ramón.

–Creo que me estoy enamorando –dijo Daryl.

–No seas ridículo –Chelsea sonrió–. Tú no puedes.

–No es de ti, cariño. Es de esta tela. La verdad es que es única. Al principio parece negra, pero está tejida con un hilo que refleja la luz –frotó la tela entre los dedos.

Chelsea oyó que alguien aspiraba hondo. Levantó la vista y vio que Pierre, el maître, se llevaba la mano al pecho, como si le hubieran dado un golpe. Continuaba mirándola con expresión aturdida.

–Señorita, yo…

En ese mismo momento sintió que Daryl le levantaba de nuevo la falda. Bajó la cabeza y vio que había metido la cabeza debajo.

–¡Daryl! ¿Qué estás haciendo?

–Tengo que saber qué tela es esta –dijo Daryl con voz ahogada–. Debe de haber alguna etiqueta por algún sitio.

–Un enemigo por la derecha –anunció Ramón.

Chelsea levantó la vista y vio que Pierre seguía delante de ella. Detrás de él, un hombre avanzaba hacia ellos con cara de pocos amigos.

Rápidamente, Chelsea agarró el abrigo del taburete.

–Levántate, Daryl. No quiero que Ramón y tú os metáis en un lío.

Daryl sacó la cabeza de debajo de la falda e hizo un rápido balance de la situación.

–Creo que me quedaré aquí abajo. Es más difícil golpear a un hombre que ya está de rodillas.

Daryl tenía razón. El corpulento extraño tenía toda la pinta de querer golpear a alguien. Rápidamente intentó ponerse el abrigo.

–¿Estás loca? –dijo Daryl en voz baja–. No tapes la falda.

–¿Qué dices? –le preguntó Chelsea.

–Échale un vistazo a Pierre. Está claramente embrujado. Esperemos que funcione con el caballero que se acerca a rescatarte.

Daryl agarró el borde de la falda y empezó a moverlo de un lado a otro en dirección al desconocido.

–Deja eso –le susurró Chelsea.

Pero Daryl no le hizo caso.

–La señorita le ha dicho que deje de hacer eso –dijo el extraño en tono amenazador.

Capítulo Dos

 

Chelsea sintió el suave roce de la falda sobre sus piernas cuando Daryl la soltó, pero en realidad estaba atenta al hombre que había a tan solo unos metros de ella. Aunque era consciente de su belleza morena de facciones duras, lo que más le impresionaron fueron sus ojos. Los tenía de un azul tan intenso como el de los zafiros, y en ese momento la miraban con pasión. Bajo las elegantes líneas del traje de diseño, aquel hombre parecía listo para pelear.