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En ocasiones, nos encontramos en nuestra vida en situaciones a partir de las cuales las cosas no pueden seguir siendo como habían sido hasta entonces; son momentos en los que tenemos que adecuarnos a nuevas circunstancias, renovarnos a nosotros mismos, cambiar. Sin embargo, para el Anselm Grün el cambio es un concepto más bien negativo, en cuanto implica que hay cosas en nosotros que son «erróneas» de la forma en que están. Grün opone a ello el concepto de transformación, claramente más abarcador, porque incluye también las debilidades y sombras que hay en nosotros. La transformación ocurre cuando logramos mirar de frente y aceptar también esos lados difíciles de nuestro ser, asumirlos como aspectos que nos pertenecen. Justamente esos aspectos pueden convertirse entonces para nosotros en compañeros y guías que nos señalan el camino hacia el tesoro que se halla escondido en nuestro interior.
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Seitenzahl: 194
Veröffentlichungsjahr: 2016
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Introducción
La transformación en los cuentos
La transformación en C. G. Jung
Imágenes de transformación
1. La zarza ardiente (Éx 3,1-12)
2. Las plagas de Egipto (Éx 7,1–11,10)
3. El paso del mar Rojo (Éx 13,17–14,31)
4. Agua de la roca (Éx 15,22-24 y Éx 17,1-7)
Caminos de transformación
1. Jacob – Israel
2. El profeta Elías
3. Saulo – Pablo
4. María Magdalena
Historias de transformación
1. La transfiguración de Moisés (Éx 34,28-35)
2. La transfiguración de Jesús (Lc 9,28-36)
3. La transformación del agua en vino (Jn 2,1-12)
4. La transformación en la eucaristía (Lc 22,14-20)
5. La transformación del sufrimiento en entrega (Jn 10,17ss. y Jn 15,13)
6. La transformación de la cruz en gloria (Jn 12,31-33 y Jn 17,1-5; Lc 24,26 y Lc 23,48)
7. La transformación de la muerte (Lc 24,1-12)
8. Pentecostés como fiesta de la transformación (Hch 2,1-13)
9. Oración y transformación (Hch 16,19-34)
10. Ascesis y transformación (Lc 13,18-21)
Conclusión
Bibliografía
Créditos
Hoy en día, es moderno que las empresas sean sometidas a reestructuraciones y cambios constantes. Pero los consejos directivos o reestructuradores suscitan a menudo resistencias en el personal. Esa resistencia obedece a dos motivos.
Por un lado, los cambios producen siempre inseguridad. No obstante, como es natural, toda empresa tiene también que ir cambiando. No puede permanecer detenida. Hay que tomar en serio esta primera resistencia, pero, al mismo tiempo, ella constituye un desafío para predisponerse a lo nuevo.
Por su parte, el segundo motivo de la resistencia estriba en que los cambios esconden a menudo algo agresivo. Los reestructuradores transmiten al personal este mensaje: «Todo lo que habéis hecho hasta ahora no ha sido bueno. Tiene que cambiar por completo. No sois buenos, tenéis que cambiar. La empresa tiene que pasar a ser otra, distinta». Cuando algunos reestructuradores lanzan mensajes como estos, suscitan una resistencia justificada: y es que se está lesionando la dignidad del personal cuando no solo no se reconoce todo lo hecho hasta el momento, sino que incluso se condena.
La respuesta cristiana a este cambio hacia algo distinto es la transformación, que es, esencialmente, un proceso más suave que el cambio. Y, además, corresponde tanto al camino de una persona individual como también al desarrollo de una comunidad, de una empresa. La transformación dice que todo lo que la empresa ha hecho hasta ahora es objeto de reconocimiento y no condena nada. Sin embargo, la empresa no ha encontrado aún su auténtica configuración, esa imagen con la que poder presentarse hoy en día y tener éxito. La transformación de una empresa es más suave que el cambio total, que deja a menudo un personal frustrado y lastimado.
Lo que se produce en las empresas en los procesos de reestructuración sucede también en el plano personal. Hoy en día existe una gran oferta de libros de autoayuda que quieren mostrarnos qué rápidamente podemos cambiar: podemos cambiar nuestro miedo, nuestros sentimientos, programar nuestro éxito.
Mirando los libros que se exponían en una librería del aeropuerto de Río de Janeiro, encontré uno con este título: Cómo puedes cambiar completamente en siete días. Era de un autor estadounidense. Un libro como este solo puede causar frustración, pues es una utopía cambiarse a uno mismo por completo en siete días. Esa utopía corresponde a la típica mentalidad estadounidense del action man. Podemos hacerlo todo con tal de que queramos. «Solo tenemos que pensar en positivo. Entonces podremos cambiarnos por completo». La rebelión del alma contra esas ideas ilusorias es a menudo la depresión. El alma nos muestra que esa mentalidad no es acertada.
Conozco a personas que desde hace diez años quieren cambiar, que trabajan constantemente en sí mismas para transformarse. Pero nada cambia. La razón está en que el cambio tiene en sí algo agresivo. Estoy luchando contra algo, y aquello contra lo que lucho desarrollará inicialmente fuerzas contrarias. Además, en el cambio se esconde una condena de mí mismo: no está bien ser tal como soy. Tengo que cambiar del todo. Tengo que convertirme en otro.
Si observamos con más detalle el lenguaje, veremos que «otro» viene del latín alter, que es también una designación ordinal: el segundo. Por tanto, cambiar significa pasar a ser una segunda persona o, dicho negativamente, que debo pasar a ser de «segunda categoría», «calidad de segunda».
Por el contrario, la transformación es más suave. Transformación quiere decir que todo aquello que hay en mí tiene derecho a existir. Me reconozco positivamente tal como me he desarrollado. Al mismo tiempo, sin embargo, percibo que no soy ese que me está dado llegar a ser partiendo de mi propia condición esencial. La meta de la transformación es que salga a relucir en mí esa imagen originaria e irrepetible que Dios se ha hecho de mí. Esa imagen tiene que irradiar a través de todo lo que hay en mí. El cambio total tiene como meta que yo me convierta en otra persona. La transformación, por el contrario, apunta a que llegue a ser plenamente yo mismo, a que llegue a ser cada vez más esa persona única e irrepetible que soy.
Transformarse vendría a significar que todo lo que es, en principio, es bueno, pero que muchas cosas desfiguran nuestro ser y nuestra verdad. Transformarse consistiría en formar la imagen originaria, extrayéndola de entre la maleza de imágenes, y hacer así que de lo inauténtico crezca lo auténtico. La transformación presupone un asentimiento absoluto al ser. Todo tiene derecho a ser, todo tiene su sentido. Solo tendría que examinar qué sentido tienen, por ejemplo, mis pasiones, mis enfermedades, mis conflictos, mis problemas.
La transformación es para mí la forma típicamente cristiana del cambio. En la transformación está el aspecto de la gracia. Dios mismo transforma al ser humano. Esto se hizo patente en la encarnación de su Hijo, en la que él transformó y divinizó nuestra naturaleza humana. La transformación es también el concepto clave de una espiritualidad que no intenta imponer su dominio sobre todas las faltas y debilidades y evita en lo posible todo pecado. La transformación confía en que todo en nosotros tiene un sentido, incluso nuestro pecado, y en que Dios quiere transformar todo en nosotros para que su luz y su gloria resplandezcan cada vez más en nosotros.
La cuestión es cómo se produce la transformación. Hay diferentes caminos de transformación.
El primer camino de transformación consiste en presentarle a Dios todo lo que emerge en mí. En no reprimir nada, sino dirigir la mirada hacia aquello que aparece en mí. Y en exponérselo a Dios introduciéndolo en su amor. Me imagino que el amor de Dios se derrama como un torrente en mi miedo, en mi impotencia, en mi desesperación, en mi vacío, en mi inquietud, en mi tristeza, en mi rabia, en mis celos. Y al entrar allí como un torrente el amor de Dios, el Espíritu de Dios, mis sentimientos se transforman.
El segundo camino pasa por el diálogo con lo que emerge en mí. Hablo con mi miedo y le pregunto qué es lo que quiere decirme y qué es eso de lo que tengo miedo. Hablo con mi depresión y le pregunto por su sentido. Y hablo con mi rabia, con mi envidia, con mis celos, con mi ira, con mi sexualidad y con mi adicción. Al hablar con mis emociones y pasiones reconozco su sentido. Y, de este modo, las pasiones se transforman. Ya no me dominan, sino que se convierten en amigas que me desvelan mi verdadero ser y me señalan los pasos hacia la vitalidad y la libertad.
El tercer camino de la transformación consiste en detenerme y oponer resistencia a la vida que he llevado hasta ahora. Esto puede ilustrarse mediante el proceso con el que el agua se transforma en torrente. Construimos un dique y embalsamos el agua a fin de que pueda fluir a través de una turbina y genere así electricidad. Del mismo modo, necesitamos a veces la ascesis, que construye un obstáculo frente a los hábitos que he tenido hasta ahora. La ascesis es un entrenamiento que asumimos a fin de que algo experimente en nosotros una transformación. Por ejemplo, al renunciar a alguna cosa en la cuaresma crece en mí el sentimiento de libertad y de independencia. Hago, pues, algo, me impongo un programa para que algo en mí se transforme.
El cuarto camino consiste en probar. Al probar un nuevo comportamiento se transforma mi alma, se transforman mis costumbres, se transforma mi interior. Esto aparece para mí con claridad en la frase que Jesús le dice al paralítico junto a la piscina de Betesda: «Levántate, coge tu camilla y vete» (Jn 5,9). El paralítico espera un milagro de Jesús, pero el Maestro le da una indicación verbal. Cuando el paralítico simplemente pruebe lo que le ha dicho Jesús, experimentará que su vida se transforma. Yo he sentido esto a menudo. Cuando algo se traba en mí y no avanza, me digo esas palabras de Jesús: «Levántate, coge tu camilla y vete». Entonces, el agarrotamiento que hay en mí se transforma, me atrevo a levantarme. Y, de pronto, me siento transformado. Adquiero coraje. Puedo andar. La transformación la produce Dios, pero nosotros tenemos que poner también nuestra parte. Tenemos que presentar nuestra realidad a Dios y probar actitudes a fin de que estas nos den un asidero. Al actuar y probar actitudes y virtudes se produce en nosotros la transformación. Pero esta lleva también siempre la impronta de la gracia de Dios, que acompaña toda nuestra acción.
Mi encuentro con el tema de la transformación se debió a un sueño. Soñé que debía pronunciar un sermón de primera misa y que no encontraba mis apuntes. Y que me encontraba nervioso al subir al púlpito sin saber qué predicar. Y en ese momento, en el sueño, tuve de pronto una iluminación mental: «Hablaré del sacerdote como de aquel que convierte y transforma».
Desde entonces, el tema de la transformación ya no me ha dejado. Estando yo ocupado personalmente del tema, me preguntaron si me gustaría dar una conferencia en la Semana de Trabajo sobre Pedagogía, en Salzburgo. El tema de esa semana era: «Cambiar o reinterpretar: el camino de transformación de la fe». Desde 1991, la abadía de Münsterschwarzach gestiona la casa de retiros Recollectiohaus, una residencia para sacerdotes y religiosos que han entrado en crisis o sufren un desgaste agudo en su actividad. Al comienzo de una celebración eucarística con un grupo de estos sacerdotes y religiosos, expuse un par de ideas sobre transformarse en lugar de cambiar. Y me quedé sorprendido del eco que esas ideas tuvieron en los participantes. Ellos sentían que no tenían que hacerlo todo por sí mismos, que no todo lo que había habido en sus vidas hasta entonces era erróneo, sino que Dios mismo quería transformarlos –a través de crisis y conflictos–. Reconocieron que la crisis en la que habían entrado era una oportunidad con la cual Dios quería extraer de ellos una figura nueva y verdadera de sí mismos.
Desde entonces he dado muchos seminarios sobre la conducta. Y en ellos he hablado a menudo del tema «transformación en lugar de cambio». Los dirigentes participantes sintieron que con meros cambios y reestructuraciones no ayudaban a su empresa ni se ayudaban a sí mismos. La idea de la transformación fue para ellos un alivio. Me está permitido sentir reconocimiento hacia mí mismo y hacia la empresa en la que trabajo. Me fijo, entonces, en qué línea quiero crecer yo mismo y en qué línea quiere crecer también la empresa. Y no tengo que hacerlo todo por mí mismo. Está también Dios, que realiza la auténtica transformación en todo lo que hago.
Las conversaciones con los huéspedes a los que les hablé sobre la transformación despertaron en mí la curiosidad por leer todo lo que sobre este tema llegara a mis manos. Apenas encontré algo en las enciclopedias de teología o de espiritualidad, pero sí lo hice en la obra del psicólogo suizo Carl Gustav Jung y en los cuentos. Sobre todo, me fascinó el titulado Las tres lenguas. Este cuento expresaba en una imagen precisamente aquello que yo había sospechado y para lo que no encontraba aún palabras. Para mí, el relato expresa algo esencial sobre la transformación del hombre.
Vivía una vez en Suiza un viejo conde que tenía un solo hijo. Como este era tonto y no sabíaleer, un día le dijo su padre: «Hijo, haga lo que haga,no logro hacer entrar nada en tu cabeza. Tienes que irte, porque te voy a mandar a un célebre maestro para que lo intente contigo». El muchacho fue enviado a una ciudad del extranjero y permaneció con el maestro un año entero. Pasado ese tiempo, regresó a casa y el padre le preguntó: «Y bien, hijo mío, ¿qué has aprendido?». «Padre, he aprendido lo que ladran los perros», respondió él. «¡Que Dios se apiade! –exclamó el padre–. ¿Eso es todo lo que has aprendido? Te enviaré a otra ciudad, a otro maestro». Llevaron, pues, al joven y permaneció con ese maestro también durante un año. Cuando regresó, el padre le preguntó de nuevo: «Hijo mío, ¿qué has aprendido?». Él respondió: «Padre, he aprendido lo que dicen los pájaros». El padre montó en cólera y le dijo: «¡Desdichado! Has desperdiciado un tiempo precioso, no has aprendido nada. ¿No te avergüenzas presentándote ante mí? Te enviaré a un tercer maestro, pero si esta vez no aprendes nada, no seré más tu padre». El hijo permaneció también durante un año con este tercer maestro y, cuando regresó a casa y el padre le preguntó: «Hijo mío, ¿qué has aprendido?», le respondió: «Querido padre, este año he aprendido lo que croan los sapos». El padre se encendió de ira, se levantó de un salto, llamó a su gente y dijo: «Este ya no es más mi hijo, lo repudio, y os ordeno que lo llevéis fuera, al bosque, y le quitéis la vida». Ellos lo llevaron fuera, pero, cuando debían darle muerte, se compadecieron y no pudieron hacerlo, y le dejaron irse. Y arrancaron los ojos y la lengua a un corzo para llevárselos como señal al padre.
El joven se fue y llegó después de un tiempo a un castillo, donde pidió albergue nocturno. «Sí –le dijo el señor del castillo–. Si quieres pernoctar allá abajo, en la vieja torre, ve, pero te advierto que es peligroso, pues está llena de unos perros salvajes que ladran y aúllan a una, y cada ciertas horas hay que entregarles a un hombre, al que devoran de inmediato».
Toda la región estaba sumida en la tristeza y eldolor por esta circunstancia, pero nadie podía ayudar. Sin embargo, el joven no tenía miedo, y dijo: «Dejadme bajar hasta los perros ladradores y dadme algo que pueda echarles para comer; no me harán nada». Puesto que no quería otra cosa, le dieron algo de comida para los animales salvajes y lo condujeron por el camino que descendía hacia la torre. Cuando entró, los perros no le ladraron, sino que lo rodearon amigablemente agitando la cola, se comieron lo que él les puso y no le tocaron ni un pelo. A la mañana siguiente el joven reapareció ileso, para asombro de todo el mundo, y dijo al señor del castillo: «Los perros me han revelado en su idioma por qué viven allí y ocasionan perjuicios a la región. Están maldecidos y tienen que cuidar un gran tesoro que se encuentra allá abajo, en la torre, y no se tranquilizarán hasta que sea desenterrado. Y en lo que me decían he escuchado también cómo hay que hacer eso». Todos los que lo oyeron se alegraron, y el señor del castillo dijo que, si lo lograba, lo adoptaría como hijo. Descendió otra vez y, como sabía lo que tenía que hacer, lo hizo y llevó de regreso al castillo unarcón lleno de oro. A partir de entonces ya no se oyó más el aullido de los perros salvajes: desaparecieron y el país quedó liberado de ese azote.
Después de un tiempo, se le ocurrió viajar a Roma. Por el camino pasó junto a un pantanoen elque había unos sapos que croaban. Aguzó el oído y, cuando captó lo que decían, se quedó muy pensativo y triste. Finalmente llegó a Roma, donde acababa de morir el papa y había entre los cardenales muchas dudas sobre quién debía ser elegido sucesor. Finalmente se pusieron de acuerdo en que elegiríanpapa a aquel en quien se manifestara un prodigiososigno divino. Apenas habían tomado esa resolución, entró el joven conde enla iglesia y de pronto dos palomas blancas como la nieve volaron hacia él y se posaron una en cada uno de sus hombros.Los altos prelados reconocieron en ello el signo de Dios y le preguntaron si quería convertirse en papa.Él estaba indeciso y no sabía si sería digno de ello, pero las palomas le dijeron que debía hacerlo, por lo que finalmente respondió: «Sí». Así pues, fueungido y consagrado, y con ello se realizó lo que él mismo había oído decir a los saposmientras iba de camino y que tanto le había desconcertado: que él debía convertirse en papa. A continuación tenía que cantar misa y no sabía una palabra de ello, pero las dos palomas permanecieron posadas en sus hombros y le dijeron todo al oído.
Wilhelm Laiblin, discípulo de C. G. Jung, me llamó la atención acerca de este cuento. Para mí, describe magníficamente la transformación de este muchacho «tonto» en sumo pontífice. Si nos lo aplicamos a nosotros, veremos que describe cómo somos transformados al pasar de una vida a menudo superficial a convertirnos en personas espirituales. El papa representa al hombre espiritual. Primero tenemos que aprender la lengua de los perros ladradores. Para mí, esto significa que tengo que aprender la lengua de mis pasiones, de mis emociones y de mis problemas psicológicos. Tengo que aprender cómo puedo conversar con mis pasiones y mis sentimientos.
Después tengo que aprender la lengua de los pájaros, que es la lengua del espíritu. Tengo que elevarme por encima de mis pasiones y sentimientos. Tengo que contemplar mi vida desde un punto de vista más elevado asumiendo la vista de pájaro. Y entonces puedo arriesgarme a sumergirme en el inconsciente y aprender la lengua de los sapos, que me hablan sobre todo en los sueños.
El cuento muestra el segundo camino de la transformación: el camino del diálogo, el camino a través del lenguaje. Tomo conocimiento de la lengua de mi alma, que se expresa en mis pasiones y emociones. Y hablo con mis sentimientos y con todo lo que emerge en mi alma. El conde quería que su hijo aprendiese algo erudito que lo hiciese hábil para la vida. Pero el hijo aprende lo que lo convierte en un hombre completo; en definitiva, lo que le hace llegar a ser un hombre con competencia espiritual, que es lo que representa la imagen del papa.
Wilhelm Laiblin resume así el mensaje de este cuento: «Aprende primero a comprender en ti mismo la lengua de los perros ladradores y acércate a ellos como amigo y hermano. Entonces te dirán que ellos, los repudiados, despreciados y temidos, se comportan de esa forma tan inquieta porque, como tus mejores y más fieles amigos, quieren orientar tu atención hacia el tesoro oculto que te espera en el fondo de tu alma y que tienes que desenterrar. Esa es tu tarea más propia» (Laiblin, 297).
Los perros ladradores pueden ser mis pasiones, mi rabia, mis celos, mi sexualidad, mi susceptibilidad, mis estados de ánimo depresivos, mis miedos. No debo encerrarlos en la torre, pues, si no, en algún momento yo mismo quedaré excluido de la casa de mi vida. Antes bien, debo hablar con ellos. Ladran tan fuerte porque custodian un tesoro. Dondequiera que experimente una presión interna, donde no sea capaz de valerme, donde se haga oír a voz en cuello un conflicto, donde una enfermedad grite tanto que no se pueda desoír, allí se esconde un tesoro. Precisamente donde hay ebullición en mí, allí hay algo que quiere cobrar vida y florecer.
Transformación quiere decir que no excluya nada en mí, sino que entre en diálogo con mis pasiones, enfermedades, conflictos y problemas. Y más aún: también con mis pecados. Entonces, ellos me conducirán al tesoro que yace escondido en mí: a nuevas posibilidades vitales, a una nueva cualidad que hasta ahora he reprimido. Allí donde me siento impotente y choco con mi incapacidad de dominar mis faltas, mis debilidades, mis problemas, allí hay enterrado un tesoro.
En lugar de emplear mi energía en eliminar o reprimir con violencia mis faltas, debería entrar en diálogo con mis faltas y pecados, con mis conflictos y problemas. Así, ellos podrán mostrarme el tesoro que espera en el fondo de mi alma a que yo lo desentierre y, al mismo tiempo, podrán señalarme el camino hacia ese tesoro.
El modo como nuestras pasiones y enfermedades «ladran» nos indica también cómo podemos avanzar a través de ellas hasta la fuente que mana en nosotros. Pero esto exige una conversión en nuestra espiritualidad. Esta ha sido a menudo demasiado masculina, demasiado impregnada de animus, ha estado demasiado dirigida a reprimir, a dominar, controlar y eliminar. En nuestra ascesis hemos empleado demasiado nuestra voluntad, que triunfa con fuerza y violencia sobre algo o lo destruye. Nuestra espiritualidad tendría que ceder más espacio en nosotros al ánima, tendría que ser más femenina y maternal. La transformación corresponde a esta espiritualidad marcada por el ánima. En la transformación, todo tiene permiso de existencia, y puede crecer, florecer y renacer algo. Al igual que una madre, no emito un juicio de valor sobre lo que hay en mí, sino que me vuelco hacia ello para que pueda transformarse.
Lo que quiere expresar el cuento Las tres lenguas se me puso de manifiesto de forma muy concreta en el acompañamiento espiritual de una religiosa. La hermana padecía frecuentemente ataques de tos: en ella, los perros «ladraban» en el más verdadero sentido de la palabra. El médico se negaba a brindarle tratamiento afirmando que la tos tenía causas psíquicas. En nuestra conversación intentamos averiguar juntos qué le decía su tos, a qué tesoro quería conducirla.
La tos tiene algo que ver con la agresión. No en vano, una expresión popular alemana dice: «Ich huste dir etwas», que puede traducirse así: «Ya me oirás cuando te tosa un par de cosas». La tos es la única forma en que los oyentes de un sermón o de una conferencia pueden expresar sus agresiones. Se puede decir que la intensidad de los accesos compartidos de tos indica algo sobre la aceptación o el rechazo de un discurso. A la religiosa le vinieron enseguida a la memoria las agresiones que había sentido en su infancia porque sus hermanos estaban siempre en el centro y ella solo podía vivir, como quien dice, escondida. El mismo sentimiento de vivir escondida tenía también a menudo en su comunidad de religiosas. Nunca llegaba para ella una oportunidad de protagonismo, pues en el centro estaban siempre las otras. No podía o no se atrevía a hacer uso de la palabra.
La tos le mostraba ahora que su núcleo más íntimo se resistía a ello, que ya no quería limitarse a seguir vegetando sin más. Dialogar con la tos significaría comprender su mensaje: «Yo también quiero vivir. No quiero vivir más escondida. Quiero ser yo misma: libre, genuina, auténtica. Quiero tener ganas de vivir».
La tos le dio a la religiosa el impulso para quitarse la cobertura bajo la cual vivía escondida, para romper las cadenas que la mantenían presa y para ser fiel a sí misma. Entretanto, ha descubierto en sí misma nuevas posibilidades de vida. Ahora vive realmente, ya no «la viven». Se atreve a intervenir en discusiones y a tomar una postura. Más aún: de pronto se ha vuelto creativa y produce nuevas ideas, se imagina lo que podría crecer en ella. Ha descubierto en sí misma y desenterrado el tesoro de una nueva calidad de vida.