Aunque nadie lo vea - Natalia Costantino - E-Book

Aunque nadie lo vea E-Book

Natalia Costantino

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Aunque nadie lo vea cuenta la historia de un pequeño poblado. Lucelia crece allí, palpitando la escritura, territorio donde ella puede verse crecer y despertar un amor que desconoce, prohibido. La nostalgia de una madre perdida en defensa de su patria, su padre de corazón, su maestro en el taller de escritura y la aparición de su maestra de escuela, Arabela, tejerán los hilos de una especie de genealogía espiritual. Y frente a esto el poder, la ceguera, la ambición, el mecanismo de una sociedad desigual, enhebrarán conflictos con los hilos secretos que se tejen socialmente. Hilos de una sociedad que tiene un lugar en el mapa: las sierras centrales de la Argentina. El compromiso social, la resistencia, no bastarán para que la naturaleza responda con su furia y tristeza. Sin embargo, el espíritu de Arabela, convertida en leyenda, retornará como esperanza. Un relato que se desarrolla a lo largo de un tiempo breve y que desemboca en las inundaciones de febrero de 2015, en Sierras Chicas. Natalia Costantino deja que hable la voz de un narrador que sabe muchas cosas de sus personajes, pero que no lo dice todo. Y cuando lo precisa, presta su voz a Lucelia, o habilita diálogos entre los actores de una historia entrañable, de esas que han sido escritas desde el amor por la tierra.

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Aunque nadie lo vea cuenta la historia de un pequeño poblado. Lucelia crece allí, palpitando la escritura, territorio donde ella puede verse crecer y despertar un amor que desconoce prohibido. La nostalgia de una madre perdida en defensa de su patria, su padre de corazón, su maestro en el taller de escritura y la aparición de su maestra de escuela, Arabela, tejerán los hilos de una especie de genealogía espiritual.

Y frente a esto el poder, la ceguera, la ambición, el mecanismo de una sociedad desigual, enhebrarán conflictos con los hilos secretos que se tejen socialmente. Hilos de una sociedad que tiene un lugar en el mapa: las sierras centrales de la Argentina. El compromiso social, la resistencia, no bastarán para que la naturaleza responda con su furia y tristeza. Sin embargo, el espíritu de Arabela, convertida en leyenda, retornará como esperanza.

Un relato que se desarrolla a lo largo de un tiempo breve y que desemboca en las inundaciones de febrero de 2015, en Sierras Chicas.

Natalia Costantino deja que hable la voz de un narrador que sabe muchas cosas de sus personajes, pero que no lo dice todo. Y cuando lo precisa, presta su voz a Lucelia, o habilita diálogos entre los actores de una historia entrañable, de esas que han sido escritas desde el amor por la tierra.

Natalia Costantino

Aunque nadie lo vea

 

Aunque nadie lo vea

Natalia Costantino, 2021

1a edición por este sello, 2021

ISBN: 978-987-8907-00-0

Fotografía de tapa: Jerusalem Menéndez

 

Este libro no cuenta con dispositivos que limiten su uso (DRM). No obstante, la autora y el editor conservan los derechos sobre su comercialización. Antes de compartirlo, evalúa el costo de una descarga legal y piensa que tu compra ayudará a la publicación y circulación de este y otros libros como este.

 

Villa Los Aromos

www.edicionesacapela.wordpress.com

[email protected]

Costantino, Natalia

Aunque nadie lo vea / Natalia Costantino. - 1a ed. - Villa Los Aromos : Ediciones A capela, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo digital: descarga

ISBN: 978-987-8907-00-0

1. Novela. Título.

CDD A863

A estas tierras, este fuego, este aire, estas aguas:

sueño de los ancestros

tierra del padre

riego materno

suelo de los hermanos

edén para mi amado

simiente

raíz y vuelo para mis hijas

lugar en el mundo

«Aunque nadie lo vea, sus células cantarán el eco de un lejano cautiverio,

deslizado en las nanas que mecieron su cuna.

[…]

Cuando su edad la acerque a la geometría sagrada de su ser, el destino lanzará el primer juego de su azar».

 

María del Carmen Calvo

«La alquimia es obligatoriamente contestataria

(…)

separa lo impuro de la sustancia más pura».

 

Eugéne Canseliet

Levantando los pétalos caídos

Pasados los años en que el pequeño poblado, al que llamaron Campo Hermoso, fuera como la hierba silvestre y quieta, Lucelia abrió sus ojos y notó que la vista le acercaba las cosas nublosas, como fantasmas. Eran los recuerdos que le llegaban como palabras sueltas buscando unirse en una frase preñada de significados.

Sentía su cuerpo cansado, echado sobre un sillón de mimbre que parecía una trenza de ramas coronando su figura. Agotada por el calor veraniego en tiempos de invierno, respiró un aire sofocante en aquella siesta de fines de junio. Acomodó su cadera, su cola hacia atrás, su espalda enhiesta, su cabeza inclinada hacia la izquierda. Su perro la seguía con los ojos en cada movimiento. Apenas movía el rabo indicándole que estaba allí.

Lucelia cerró los ojos y recordó…

Se vio tomar las rosas que adornaban el jardín de la antigua casona donde Jonás coordinaba el taller de escritura, guardar los pétalos en el bolsillo de su saco tejido, para llevárselos, luego, a la boca, como pábulos de una suave textura que alimentaran su modo de ser naturalmente extraña a las formas donde surge el mundo y naturalmente gemela a sus misterios.

Recordó cómo Jonás la miraba deshojar las rosas apoyando los ojos sobre sus manos, hasta dirigirlos lentamente hacia su rostro y después hacia su boca.

Un día, antes de que el crepúsculo le opacase la vista, le dijo:

-Cuando crezcas, vas a encontrar dentro de vos una rosa de oro nacida sobre la aurora.

Y Lucelia entendió que esa aurora quizá fuera como el fuego cuando transforma los metales, como lo hacía su padre.

Como ese fuego, como esa aurora, tomaba los pétalos blancos y rojos, y los degustaba arrastrándolos con su lengua hacia el costado, mojando su paladar hasta dibujar la flor dentro de sí. Buscaba masticar la vida hasta hallar esa flor dorada al final del camino, o tal vez mientras lo andaba.

Recordó un martes, cuando Jonás tomó el cuaderno de tapas celestes donde ella escribía y le pidió que leyera, porque sus ojos apenas veían la sombra de las letras.

Las personas tienen una temperatura, un relieve y un color. Hoy soy una rosa color granate en algún corazón. Tengo espinas sobre un cuerpo que no agrede, me yergue hasta abrirme sobre la naturaleza, como un mandala o como una espiral. Aquieto la corola sobre las cosas, como si fueran mis ojos. Las miro atenta durante el día, a veces las dibujo, porque sé que alguna vez serán solamente un recuerdo.

En el centro mismo de las cosas

Se veía delinear, con su andar leve, la adolescencia; apurar el paso en el camino antes de que el cerro le tapase el sol. De lejos veía su casa. Lucelia decía tener dos de ladrillo (su hogar y la vieja casona) y una no material. Quizá su madre, a quien había perdido siendo muy niña, le habría legado esa casa del ser.

Cuando llegaba al portón, sentía el perfume a pan caliente mantecado que su padre hacía, mientras la esperaba para compartir juntos la merienda. Él dejaba sus herramientas y le regalaba su tregua.

El fuego sublimaba los metales en el taller de Eliseo. Soldaba la superficie amorfa de los objetos hasta darles una vida. Actuaba en el centro mismo de cada cosa exhalándole una esencia o un destino, al igual que en las personas. Lucelia podía ver el resplandor tras la ventana del taller, veía cómo su padre tomaba las tenazas que asían el metal incandescente.

Él le había enseñado que el color ideal para el forjado era el blanco-anaranjado. Y ella asociaba ese fraguado a las rosas vertidas en su cuerpo, imaginaba que iban formando dentro de sí esa aurora de la que le había hablado Jonás.

Los metales se volvían rojos, después anaranjados, luego amarillos y finalmente llegaban a blancos.

Cuando forjando el hierro su padre entonaba canzonetas, ella se daba cuenta de que se sumía en una nostalgia echada sobre su cuerpo doblegando el metal. Era porque recordaba a Rosario, la madre de Lucelia. Rosario lo había elegido para criar a la niña juntos. Lo decidió cuando sintió que aunque él no fuera el padre biológico, Lucelia lo querría como sangre de su sangre. Y para la niña fue así.

Creció creyendo en una genealogía que quizá tuviera un origen en el oro del primer sol, en el beso del primer rocío, en el secreto de la alquimia.

Sobre el cielo dorado de otoño

Lucelia caminó hacia la escuela con su cara sucia. Había juntado flores en el camino. A la vez que se quitaba mechones de pelo que le tocaban la mejilla, se pintaba con fragmentos de tierra el pálido rostro. El viento le robó un dandeleón de la mano. Lo arrastró hacia el margen del arroyo que bordeaba la calle a unos metros de su casa. Lo siguió con los ojos y vio que la flor amarilla cayó al agua como una flor de loto. En el fondo será eso —se dijo Lucelia— una flor de loto escondida, como una crisálida.

Martes

Era la tarde. Jonás salió al encuentro de Lucelia. Conocía de memoria cada espacio de la casona.

—Ya no seremos sólo nosotros dos —le anunció.

—¿Quién se incorpora al taller? —preguntó ella.

—Libia, sobrina de Juárez.

—¿Juárez? ¿El intendente?

—Sí. La casona es su propiedad. Viene a vivir al pueblo. Llegó la semana pasada y preguntó si hoy podía participar en este taller. ¿Te gustaría tener una compañera?

—Puede ser. Ya me había acostumbrado a estar solos. Está bueno compartir. ¿Ella vivirá en esta casona?

—No. Me dijo que alquila una casa pequeña cerca de acá. Libia bajó del taxi. La acompañaba su hijo, Fernando.

Se saludaron. Se presentaron.