Aventura y revolución mundial - Carlos Mariátegui - E-Book

Aventura y revolución mundial E-Book

Carlos Mariátegui

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Aventura y revolución mundial presenta una selección de escritos de viaje de José Carlos Mariátegui que permite abordar su trayectoria y su obra desde otra perspectiva, para leerlas a la luz de un cosmopolitismo moderno, un deseo sostenido de movilidad, una apuesta revolucionaria original que excede toda frontera nacional. Este volumen reúne un conjunto de textos escritos por Mariátegui a lo largo de sus apenas 35 años de vida: crónicas periodísticas urbanas; ensayos políticos y culturales sobre las tierras bolcheviques, el teatro o el matrimonio; perfiles de viajeros tan diversos como Chaplin o Trotski; cartas personales a amigos, artistas e intelectuales. Entre ellos, se encuentran desde las primeras colaboraciones para la prensa peruana, que evidenciaban un tedio creciente ante la rutina local, hasta los últimos intercambios epistolares, donde expresaba el sueño final de trasladarse a Buenos Aires. Con ese marco, la profusa ensayística surgida alrededor de su viaje a Europa asume nuevos sentidos que habilitan una relectura completa de su pensamiento. Como sostiene el historiador Martín Bergel en su iluminador prólogo: "La pulsión vital que subyace a la experiencia del viaje abona e ilustra también su concepción de la revolución".

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JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUISelección y prólogo de Martín Bergel

AVENTURA Y REVOLUCIÓN MUNDIAL

Escritos alrededor del viaje

Aventura y revolución mundial presenta una selección de escritos de viaje de José Carlos Mariátegui que permite abordar su trayectoria y su obra desde otra perspectiva, para leerlas a la luz de un cosmopolitismo moderno, un deseo sostenido de movilidad, una apuesta revolucionaria original que excede toda frontera nacional.

Este volumen reúne un conjunto de textos escritos por Mariátegui a lo largo de sus apenas 35 años de vida: crónicas periodísticas urbanas; ensayos políticos y culturales sobre las tierras bolcheviques, el teatro o el matrimonio; perfiles de viajeros tan diversos como Chaplin o Trotski; cartas personales a amigos, artistas e intelectuales. Entre ellos, se encuentran desde las primeras colaboraciones para la prensa peruana, que evidenciaban un tedio creciente ante la rutina local, hasta los últimos intercambios epistolares, donde expresaba el sueño final de trasladarse a Buenos Aires.

Con ese marco, la profusa ensayística surgida alrededor de su viaje a Europa asume nuevos sentidos que habilitan una relectura completa de su pensamiento. Como sostiene el historiador Martín Bergel en su iluminador prólogo: “La pulsión vital que subyace a la experiencia del viaje abona e ilustra también su concepción de la revolución”.

COLECCIÓN TIERRA FIRME

¿Cómo ven una viajera y un viajero el mundo? ¿Qué itinerarios pueden o eligen realizar? ¿Cómo cuentan sus experiencias? Esta serie presenta un conjunto de relatos de viaje escritos por diversas figuras de la escena política y cultural desde el siglo XIX hasta la actualidad. Entre ellos hay viajes de iniciación, de aventura, de estudio; hay viajes hechos por encargo, por placer, por turismo, y hay también exilios o largas residencias en el exterior. Sus protagonistas han narrado su experiencia a través de crónicas periodísticas, de memorias, de cartas, de libros de viaje o de ensayos, en los que, además de describir, informar y contar anécdotas, expresaron afinidades y rechazos. Esa multiplicidad de miradas y registros provocados por el viaje y el conocimiento de otros lugares, otras lenguas y otros pueblos no solo estimula el juego de la imaginación, sino que invita a reflexionar sobre la propia cultura y sus modos de vincularse con lo diferente.

 

 

Serie Viajerosdirigida por ALEJANDRA LAERA

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroColección Tierra firmeMariátegui: experiencia y filosofía del viaje, por Martín BergelI. Deseos de fuga (1912-1919)II. Pasaje al mundo (1919-1923)III. Proyecciones cosmopolitas (1923-1930)IV. Apología del aventurero (1923-1930)V. Un último deseo: Buenos Aires (1927-1930)Créditos

Mariátegui: experiencia y filosofía del viaje

Martín Bergel

—¿Cuál es su afición predilecta?

—Viajar. Soy un hombre orgánicamente nómada, curioso e inquieto.

Quien contesta y se entrega a la inquietud de un reportero del semanario limeño Variedades es José Carlos Mariátegui, en una entrevista que concede en mayo de 1923, pocas semanas después de regresar de la prolongada travesía europea que lo mantuvo fuera de Perú por tres años y medio. La respuesta espontánea que ofrecía en la ocasión no ha quedado, sin embargo, estampada a su perfil, por la insistencia con la que se lo ha asociado a un espacio restringido a su país, pero también por la enfermedad y las limitaciones físicas que arrastraba desde la niñez y que, tras retornar de Europa, lo llevarán primero a la invalidez y luego a una muerte prematura en 1930. Pero la movilidad —la de las personas, la de las ideas, la de las cosas—, como experiencia y como asunto de reflexión, es crucial en Mariátegui. Lo es en su etapa juvenil de periodista y cronista urbano, cuando la cojera con la que convivía desde la infancia no le impide transitar intensamente y hurgar con avidez las calles de Lima. Lo es, por supuesto, en su viaje a Europa, una instancia a la que llamará —nada menos que en el breve prólogo a los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana— “mi mejor aprendizaje”. E incluso lo es, y quizá más que nunca, luego de 1924, cuando una recaída de su salud culmina en la amputación de una pierna que lo confina a una nueva vida en silla de ruedas. Si para Mariátegui esa circunstancia representó una “tragedia” —como señaló entonces el polígrafo Luis Alberto Sánchez— que lo retuvo en Lima y, allí, casi permanentemente en su casa, a partir de ese momento no cejará en imaginar nuevas formas del movimiento y de las circulaciones. Su hogar, el santuario de la calle Washington, se transformará en una sede abierta al continuo peregrinaje de las personas y los objetos. Y pronto se asociará a su amigo Hugo Pesce para adquirir en conjunto un automóvil, que le permitirá asistir a algunos eventos sociales en la ciudad y en cercanías. Como advirtió el historiador Paulo Drinot, si en sus fotos de juventud Mariátegui parece ocultar la cojera que lo afectaba, en las de madurez cobra protagonismo su silla de ruedas, pero como un dispositivo que lo mantiene activo y hasta radiante, siempre ocupando el centro de grupos de trabajo o de tertulia. Finalmente, su último anhelo, truncado por la muerte cuando tras largos preparativos estaba a punto de concretarse, se vincula también a la movilidad y el viaje. Y en un sentido doble: la Buenos Aires en la que proyectaba proseguir su vida no solo prometía un ambiente oxigenado e incitante, sino también la posibilidad de recobrar autonomía a través de la incorporación de una pierna ortopédica.

Si a pesar entonces de esa confesada devoción por viajar, Mariátegui al cabo pudo hacerlo poco (desde su asiento permanente en Lima, apenas se registran una estancia juvenil de pocas semanas en Huancayo, en la sierra central peruana, y otras de reposo y curación en la villa de Chosica, próxima a la capital), ¿cómo sopesar el único gran viaje que realiza, su viaje a Europa? Es conocido que desde inicios del siglo XIX el tour europeo fue —como mecanismo de distinción, como instancia de formación, como oportunidad de experimentación estética— una cita casi obligada para los escritores e intelectuales latinoamericanos. Pero el de Mariátegui tuvo ribetes propios y un espesor singular. Por empezar, comprendió un itinerario relativamente descentrado respecto del eje París-Madrid, dominante en la cofradía de literatos modernistas. Tras partir en barco del Callao y hacer una escala en Nueva York, ingresa al viejo continente con su amigo César Falcón por el puerto de Le Havre. Desde allí, visita apenas unas semanas la ineludible capital francesa y parte raudo hacia Italia, el país que lo acoge y lo desvela por los siguientes dos años y medio, y que le dejará marcas indelebles el resto de su vida. De la península, que recorre y habita gozosamente en sus principales ciudades y en algunas de sus villas campestres, solo saldrá en 1922 para pasar de nuevo rápidamente por París e instalarse luego casi un año en Mitteleuropa: Viena, Budapest, Praga, Berlín —donde estudia alemán y vive meses fecundos—, antes de embarcarse de regreso a Perú desde Amberes (una de las muchas prolongaciones limeñas de su travesía serán las sucesivas “escenas” de los países de Europa del Este, que publicará en su sección “Figuras y aspectos de la vida mundial”, de Variedades). En otro registro, todo su periplo europeo encuentra a Mariátegui singularmente vital y movedizo, embelesado de emociones y liberado de las angustias y la fragilidad física que lo habían aquejado en la juventud. En la mirada retrospectiva de su discípulo y amigo Estuardo Núñez, “serán esos los más saludables y completos años de su vida”. En particular, son sus vivencias italianas las que más lo conmueven. En sendas postales que envía a Ricardo Martínez de la Torre, su futuro ladero en la revista Amauta, escribe que “Venecia es la ciudad más bella del mundo” y, también, que “Florencia es una de las ciudades donde he pasado días mejores […] Es, sin duda, uno de los rincones más encantadores del mundo”. Una tónica que se repite en carta a su amiga y confidente Bertha Molina (Ruth):

Me place Italia. La amo por su belleza inmensa, por su belleza extraordinaria, por su belleza única. No solo es sugestiva la Italia del paisaje, la Italia de la ribera Liguria, la Italia del golfo de Salerno. Y no solo es sugestiva la Italia del arte, la Italia de Miguel Ángel, de Leonardo y de Rafael. También es sugestiva la Italia de la pasión. Como se ama en Italia, hasta la muerte, no se ama ya en ninguna parte del mundo.

Pero si ese trasiego provoca en Mariátegui sensaciones de exaltada plenitud y un ánimo proclive al encuentro romántico (al cabo, es en Italia donde conoce a Anna Chiappe, la mujer que lo acompañará hasta el final de su vida, con quien tendrá cuatro hijos), puesto en perspectiva su viaje europeo adquiere otra dimensión. Es en su curso que se produce su decisivo encuentro con las vanguardias —como ilustraron, con foco principal en su vinculación con las artes plásticas, tanto Natalia Majluf como Patricia Artundo—. Es también allí que se entrevera con grupos obreros y socialistas de avanzada, y se afirma en él su opción por el marxismo, que aquilata con diversas lecturas. Es allí, además, donde hace suya la perspectiva fundamental de estar asistiendo a una crisis global configuradora de una nueva época, desde cuyo interior afila una matriz de lectura crítica que persigue cada movimiento de la contemporaneidad; donde, por añadidura, amplía su curiosidad hacia un sinnúmero de fenómenos de todas partes del mundo, cuyas derivas posteriores se preocupará por registrar y comentar desde su reducto limeño. Por fin, es asimismo en Europa donde, según escribirá, se le esclarece la necesidad de acometer su “tarea americana” (que puede pensarse menos como una profesión de fe americanista que como un horizonte pedagógico en el que desarrollar una cultura de izquierda vanguardista en Perú y en el continente). Todo ello abona la idea, concebida también en el transcurso de su viaje, de crear a su regreso a Lima una revista cultural de la estatura que acabaría teniendo Amauta. En suma, el impacto de sus peripecias europeas parece justificar el corte biográfico que el propio Mariátegui propuso alguna vez al denominar “Edad de Piedra” a su etapa juvenil previa a la travesía, aunque los trazos de continuidad y de cambio entre ambos períodos han sido objeto de discusión entre los especialistas. Lo seguro es que Mariátegui continuará siendo poderosamente habitado por los efectos de su viaje en los intensos años de vida que le restaban.

Pero esa gravitación no se limitará al despliegue de los aprendizajes del viajero. Hay un segundo nivel en el que, más allá de sus propias circunstancias biográficas —esas que incluyen desde 1924 la severa restricción de sus movimientos—, el imaginario del viaje sigue muy presente en Mariátegui. Cuando en la entrevista citada al comienzo refería al nomadismo, no aludía solo a un rasgo de carácter personal (en el que se reconocía “orgánicamente”), sino que deslizaba un motivo que se comunicaba con una veta central de su pensamiento. En los años postreros de su vida, dejó consignado que lo rondaba la idea de componer una “Apología del aventurero”, un ensayo que pensaba incluir en El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy, uno de los libros que dejó inconclusos al morir. Y, aunque no llegó a escribir ese texto, su halo se detecta en numerosas zonas de su obra madura. En rigor, ya en algunas crónicas juveniles Mariátegui se mostraba entusiasta de la aparición de forasteros (y de algunas ideas y sensibilidades foráneas) que desacomodaban las rutinas de la vida limeña. Pero cuando, a partir de su periplo europeo, incorpora como clave ordenadora de su praxis la noción de que la época de crisis a la que se asistía era también, complementariamente, un tiempo de revolución, los tópicos ligados a la cuestión del viaje adquieren otra significación. Como veremos, a partir de allí el propio entramado filosófico de Mariátegui, modulado en un abanico de casos que ilustran lo que llama el “sentido heroico y creador” de los sujetos, incluirá de manera recurrente la aventura y la trashumancia como índices de la acción transformadora y de apertura a lo nuevo. En suma, para pulsar las filosofías vitalistas y los misticismos de la época, para evocar las vidas de artistas y las constelaciones culturales de vanguardia, o para nombrar la revolución en los viboreos antiburgueses y cosmopolitas de sus personajes, Mariátegui seguirá visitando los motivos del viaje.

Experiencia que trastoca las simientes de su trayecto biográfico y que siembra de estímulos sus años por venir, de un lado, y tema que en sus reverberaciones alimenta su propia imaginación filosófica de los sujetos y de la praxis revolucionaria en la política y la cultura, de otro, el viaje ilumina aspectos centrales de la labor de Mariátegui.

El viaje y sus efectos

A fines de mayo de 1924, Luis Alberto Sánchez publicaba el ya referido artículo “La tragedia de José Carlos Mariátegui” en el que, con el fin de incentivar una colecta en favor de su amigo luego del episodio de la amputación, ofrecía un contexto que sirviese para dimensionar la triste gravedad del hecho:

La tragedia de José Carlos Mariátegui es, para los que alguna vez estuvimos cerca de él, espantosa. Para el público, que menos le conocía, injusta y cruel. Para los obreros, irreparable. No es frecuente entre nosotros el caso de una tan acendrada voluntad. Ni es frecuente que los escritores, al regresar de Europa, se dediquen con toda el alma a divulgar ideas novísimas, a agitar conciencias adormecidas, a hacer carne, verbo, la efervescencia reformadora del mundo.

Sánchez acertaba y no acertaba en su evaluación. Por un lado, no se equivocaba al ubicar la crisis de salud de Mariátegui como un golpe súbito que se recortaba contra el dinamismo contagioso que había desplegado a su retorno a Perú. Según consignaba, a diferencia de la mayoría de los escritores de su medio, que “van a Europa plebeyos, pero regresan dandies”, el futuro director de Amauta “fue revoltoso y regresó revoltoso. Se fue con ansias novadoras y las maduró al calor de los hombres y los hechos cumbres de Italia y Alemania”. En efecto, desde su regreso Mariátegui se había propuesto fervientemente reelaborar sus aprendizajes y comunicarlos al público limeño, con especial atención a dos núcleos que desde entonces serían foco principal de su interlocución: los jóvenes artistas, escritores e intelectuales, y los obreros (la vanguardia estética y la vanguardia política, en sus conexiones y solapamientos). A los trabajadores sobre todo estuvo dedicada la serie de exitosas conferencias que bajo el título de “Historia de la crisis mundial” ofreció en la Universidad Popular Manuel González Prada en 1923 e inicios de 1924. Según señalaba en el primer encuentro del ciclo,

nadie más que los grupos proletarios de vanguardia necesitan estudiar la crisis mundial […] Yo no os enseño, compañeros, desde esta tribuna, la historia de la crisis mundial; yo la estudio con vosotros. Yo no tengo en este estudio sino el mérito modestísimo de aportar a él las observaciones personales de tres y medio años de vida europea, o sea de los tres y medio años culminantes de la crisis.

En ese marco, la pérdida de su pierna y, con ella, de la movilidad supuso un brusco cimbronazo para Mariátegui (y para todos sus planes, que incluían ya los primeros bosquejos de su afamada revista). Según su amigo y primer biógrafo Armando Bazán, al despertar de la operación y tomar conciencia de su nueva situación “comenzó a llorar entre sollozos […] Fue la única vez que se le vio llorar”. Y aún demoraría varios meses en retomar la escritura y sus demás actividades. Pero lo que en ese instante traumático a Luis Alberto Sánchez se le aparecía como una circunstancia atroz e irremontable acabaría siendo para Mariátegui apenas un impedimento físico que lograría sobrellevar con asombrosa vitalidad. Como si su nomadismo orgánico, cargado de ideas y apetitos, hubiera debido volverse sobre sí mismo para reinventarse y continuar su marcha por otras vías.

Previo a todo ello, ya desde su adolescencia en Lima Mariátegui se había destacado por su espíritu inquieto y andariego. Privado de asistir a la escuela desde niño por su salud inestable, halló instancias sustitutas de formación en la prensa, a la que se incorpora en 1909, y luego, y por extensión, en los círculos de la bohemia literaria —en especial en el grupo Colónida, liderado por Abraham Valdelomar—. Cronista de la ciudad, de sus hábitos sociales y del acontecer político nacional (en su columna “Voces” del periódico El Tiempo, que publicará casi diariamente entre 1916 y 1919), sus copiosos escritos juveniles revelan una sensibilidad de artista de timbre tardomodernista y un élan permanentemente inconformista, de tinte crítico y burlón de la realidad que lo rodea. De allí que distintos autores hayan propuesto suspender el juicio desdeñoso que Mariátegui arrojó sobre esos textos de su “Edad de Piedra” (ponderados en una conocida carta al argentino Samuel Glusberg como “tanteos de literato inficionado de decadentismo y bizantinismo finiseculares”), para pensarlos como índices tempranos del afán de búsqueda y experimentación que será una constante en toda su trayectoria. Una disposición incubada con anterioridad al periplo europeo que permite entender mejor la inusual productividad de su viaje (su esteticismo decadentista juvenil, sugiere por ejemplo la investigadora Mónica Bernabé, obró como canal de imantación posterior hacia las vanguardias y permaneció incluso alojado hasta su muerte en forma de una afición por la literatura que ocupó un lugar primordial en su praxis cultural como intelectual socialista consumado).

Ese ánimo curioso y díscolo del joven Mariátegui (proyectado en la prensa a través de su seudónimo principal del período, Juan Croniqueur) pronto iba a chocar con las limitaciones advertidas en el ambiente limeño estándar, percibido como sofocante. El tedio que le provocan la ciudad y sus circuitos establecidos, en especial en su rol de cronista parlamentario, se reflejará constantemente en sus textos. De allí que de modo inevitable se activaran en él distintas tentativas de fuga de la realidad circundante. Una de ellas confrontó algunas facetas desencantadoras de la modernización urbana remedando el gesto de muchos escritores modernistas, replegados en la ciudadela espiritualizada de las almas sensibles. En Juan Croniqueur, esa “tendencia al intimismo” (como la denomina Oscar Terán) se verá favorecida por la arraigada religiosidad católica que heredaba de su madre, modulada en una variante mística que brotará tanto en los sonetos adolescentes que compone como en la presencia continua de su yo emotivo al elaborar la crónica diaria. Como es conocido, en Mariátegui su credo religioso luego transmutará asombrosamente en un componente clave de su concepción de la acción revolucionaria —reñida con toda laicidad incólume de los sujetos—, pero ya en su juventud se deslizaba con frecuencia en su descripción de las congregaciones de la fe a la contemplación erótica o romántica de mujeres que capturaban su atención, una veta que sería uno de los motores de su viaje. Poco después, una vía alternativa de escape de la monotonía asumirá formas más desafiantes en las derivas compartidas con su pandilla de la bohemia literaria. En ese sentido, el evento más resonante fue el affaire Norka Rouskaya, la performance pergeñada por Mariátegui y algunos amigos en la que, de paso por Lima, esa bailarina suiza de seudónimo ruso danzó, enfundada en tules blancos, la Marcha fúnebre de Chopin en una medianoche de primavera en el cementerio de la ciudad. Como precisó Álvaro Campuzano en una lectura reciente, el episodio, que escandalizó a la opinión pública y hasta costó a los organizadores una escala breve en una estación policial, debe ubicarse menos como un acting iconoclasta y profanador —según sostenía la prensa conservadora— que como un momento que evidencia el ansia de ampliación de las búsquedas estéticas y místicas de Mariátegui.

Todo ello hacía presagiar una forma de éxodo más radical y de consecuencias más duraderas: el viaje. En su libro Deseos cosmopolitas, Mariano Siskind reconstruye el impulso común a una tradición de intelectuales y escritores latinoamericanos animados por una estructura que llama “deseo de mundo”, una posición subjetiva conectada al anhelo de “imaginar fugas y resistencias en el contexto de formaciones culturales nacionalistas asfixiantes”. En la carta autobiográfica a Glusberg ya mencionada, Mariátegui aludía al estado de agobio que padecía en Lima hacia 1918 —se describía entonces como “nauseado de política criolla”—, como preludio inmediato a su orientación hacia el socialismo y a su expedición europea. Ese doble movimiento se había visto incentivado por las noticias internacionales que traía consigo la prensa, un insumo del que se serviría decisivamente para componer sus textos hasta el final de sus días. Así, luego de producida la Revolución Rusa, en algunos artículos periodísticos asumía juguetonamente una identidad “bolchevique”, término que circulaba ya en la opinión pública. Poco después, en el editorial de presentación de La Razón, el diario que Mariátegui dirige durante un par de meses junto a su amigo César Falcón a mediados de 1919, se anunciaba que uno de los objetivos del periódico radicaba en la difusión de “las ideas y las doctrinas que conmueven actualmente la conciencia del mundo y que preparan la edad futura de la humanidad”.

La conexión con la escena internacional que procuraban esas palabras iba a soldarse con la concreción de la excursión europea, que Mariátegui y Falcón inician en octubre de 1919. La salida de ambos jóvenes se vio auspiciada por el presidente Leguía como respuesta a la pendiente de abierta politización antigubernamental y de apoyo a procesos de agitación social que exhibían desde La Razón. Queda dicho que el viaje representó para Mariátegui una experiencia trascendental en una multiplicidad de planos, portadora de un sinfín de elementos instigadores que lo anudaron irrevocablemente al socialismo y las vanguardias y que, además, como testigo directo del ascenso del fascismo en Italia, le permitieron ofrecer una serie de lúcidos avistajes de los movimientos de derecha radical emergentes en Europa (esa sería otra de las canteras de sus intereses intelectuales que se continuaría a su regreso a Perú). Un conjunto de vivencias de tanta intensidad, que puede decirse que los textos que elabora en el período —las crónicas periodísticas que publica en el diario El Tiempo bajo el nombre “Cartas de Italia”— permiten acceder solo a una porción limitada de los asuntos que frecuenta y las emociones que lo embargan. Y ello porque, de un lado, a diferencia de su ajetreada etapa anterior en Lima como reportero que ofrecía día a día las novedades de la ciudad, sus crónicas italianas veían la luz de manera más salteada (en los tres años y medio de navegación europea, totalizan poco más de cincuenta). Y, de otro, porque, también a distancia de su fase como Juan Croniqueur, la primera persona aflora en ellas de modo esporádico, y en cambio predomina un tono pedagógico e informativo, acaso la última estación en que Mariátegui asumió para sí el traje pleno de periodista antes de —sin purgarse del todo de ese rol— dar paso al ensayista de madurez. Podría pensarse entonces que si en su juventud limeña la escritura funciona como otra vía recurrente y cotidiana de escape del tedio que lo aflige, por contraste la experiencia del viaje lo colma tanto que apenas le permite escribir.

Lo antedicho no significa que las “Cartas de Italia” no capturen fragmentos destacados de los avatares del viajero. Y, sobre todo, que en sus escritos posteriores, ya de regreso en Lima, no se perciban también los efectos de la travesía. Más aún: es difícil concebir algún texto de Mariátegui posterior a 1923 que no porte consigo, directa o indirectamente, las huellas de su viaje —sea por los temas que se abordan, sea por la mirada con que se los acomete—. La experiencia italiana, por caso, proyecta su sombra sobre su obra madura en múltiples direcciones: en el marxismo de tipo “idealista” al que ha arribado a través de autores como Benedetto Croce o Piero Gobetti; en la “Biología del fascismo” que oficia de apertura de La escena contemporánea, su primer libro publicado en 1925; e incluso en la nouvelle inédita Sigfried y el profesor Canella, que en adelantos que ven la luz por entregas en 1929 supone para Mariátegui un insospechado regreso a la ficción, y que se inspira en la historia de un conflicto de identidades de dos italianos que rehacen sus vidas a la salida de la Gran Guerra (asunto que abordará desde otro ángulo en ensayos como “El freudismo en la literatura contemporánea”). Finalmente, también en textos que, como “El paisaje italiano”, vuelven sobre la propia práctica del viaje:

Yo soy un hombre que ha querido ver Italia sin literatura. Con sus propios ojos y sin la lente ambigua y capciosa de la erudición. Esto no es fácil. Hace falta, ante todo, no visitar ni observar Italia en turista. El turista arriba a Italia nutrido de leyenda. Las “impresiones de viaje” de los turistas literatos son la matriz de sus posibles impresiones personales. Por consiguiente el turista pasa por Italia sin llevarse una sola emoción original. Antes de visitar Italia, la historia, la poesía, la novela, la pintura y la música han abastecido su espíritu de toda suerte de emociones italianas. No le han dejado capacidad ni ganas de emociones directas.

Aquí y allí, en ensayos acabados (como los que hilvana en la serie “Defensa del marxismo”) o como recuerdos y microrreflexiones que inserta en otros textos a modo de pequeños desvíos, el periplo europeo retorna obstinadamente a la escritura mariateguiana. Y al mismo tiempo, junto a esas prolongaciones directas, se hace presente de una manera más general y abarcadora, en cierto sentido superior a todas las mencionadas. Como puntualizaba Sánchez y como hemos indicado ya, Mariátegui regresa a Perú firmemente persuadido de la necesidad de investigar y dar a conocer a los círculos de avanzada las distintas hebras que componen el rompecabezas de la “crisis mundial”. Esa voluntad pedagógica es la que guía sus conferencias en la Universidad Popular y también el proyecto de La escena contemporánea (dedicado “a los hombres nuevos, a los hombres jóvenes de la América indoíbera”). En el breve prólogo a ese libro, Mariátegui señalaba que los ensayos que se reunían allí, concebidos en su vuelta a Lima en la estela de su travesía, presentaban “los elementos primarios de un bosquejo o un ensayo de interpretación de esta época y sus tormentosos problemas”. No se trataba tanto, advertía, de “aprehender en una teoría el entero panorama del mundo contemporáneo” —un cometido que se revelaba imposible—, sino de “explorarlo y conocerlo, episodio por episodio, faceta por faceta”. He aquí entonces la perspectiva que se adueñó de Mariátegui en su viaje y que permaneció como su adquisición mayor hasta el final de sus días: la de pensar inescapablemente las dinámicas y las líneas de tensión políticas y culturales que, concurrentes en la omnipresente noción de “época”, afectaban al globo como un todo.

En este nivel, debe quedar claro que para Mariátegui su excursión representó, más que un viaje a Europa, un pasaje al mundo. Es cierto que, como se vio, Italia mantuvo una presencia nodal en toda su trayectoria; que, también, tuvieron impacto prolongado los estímulos provenientes de Francia, desde sus novedades literarias y políticas, pasando por sus revistas culturales —Clarté, Europe, La Revolution Surrealiste, La Revue Juive, Monde o La Nouvelle Revue Française, que Mariátegui recibía en Lima a través del correo—, hasta el lugar privilegiado que la experiencia surrealista tuvo para él hasta el final de su vida. Pero el tipo de universalismo al que accede en su estancia en el viejo continente —tramado en el ensamble y reenvío mutuo entre cosmopolitismo cultural e internacionalismo proletario— es a todas luces irreductible al europeísmo. Europa obró para Mariátegui como mediación a un mundo que la trascendía y por momentos incluso lo provincializaba. Basta pensar en algunos de los capítulos de La escena contemporánea que funcionan como operadores de descentralización: “Hechos e ideas de la Revolución Rusa”, que reconoce en la aventura bolchevique un acontecimiento fundador de la época global; “El semitismo y el antisemitismo”, que adelanta la posición mariateguiana de corte antisionista que celebra el potencial cosmopolita del renacimiento cultural judío; y, especialmente, “El mensaje de Oriente”, que dentro del cuadro de la contemporaneidad se detiene en el emergente fermento anticolonial —por ejemplo, el de la India de Gandhi y de Tagore— como aporte de peso a la revolución mundial. En un sentido similar, en el célebre editorial “Aniversario y balance” de la revista Amauta, Mariátegui escribía:

El socialismo, aunque haya nacido en Europa, como el capitalismo, no es tampoco específico ni particularmente europeo. Es un movimiento mundial, al cual no [se] sustrae ninguno de los países que se mueven dentro de la órbita de la civilización occidental. Esta civilización conduce, con una fuerza y unos medios de que ninguna civilización dispuso, a la universalidad. Indoamérica, en este orden mundial, puede y debe tener individualidad y estilo; pero no una cultura ni un sino particulares.

Es a partir de este doble movimiento —que a un tiempo reconstruye las coordenadas de una “escena contemporánea” de rango global, y que dentro de ese paisaje resta protagonismo exclusivo a Europa— que deben ubicarse los ensayos mariateguianos sobre la realidad peruana y latinoamericana. También a este respecto el viaje estuvo, en la reconstrucción posterior de Mariátegui, preñado de efectos. “Yo no me sentí americano sino en Europa”, escribiría en un conocido pasaje de uno de sus ensayos sobre Waldo Frank. Al igual que su amigo neoyorquino, había sido en el curso de su trajín europeo que se le había revelado “el deber de una tarea americana”. Pero sus portentosos esfuerzos por radiografiar con arreglo a un método marxista las estructuras económicas, sociales y culturales de Perú —tal la apuesta de los Siete ensayos— no pueden aislarse de su proyecto más general por atender a la conformación de las fuerzas de avanzada capaces de impulsar el socialismo y la revolución mundial. Incluso más: es un imperativo que proviene del interior del remolino de las sensibilidades y tendencias que convergen en ese instante de la historia global el que impulsa las investigaciones por detectar o constituir los núcleos de vanguardia en Perú. Así lo señala Mariátegui al inicio de “Hacia el estudio de los problemas peruanos”, el texto en el que se perfila ese programa:

En el haber de nuestra generación se puede y se debe ya anotar una virtud y un mérito: su creciente interés por el conocimiento de las cosas peruanas. El peruano de hoy se muestra más atento a la propia gente y a la propia historia que el peruano de ayer. Pero esto no es una consecuencia de que su espíritu se clausure o se confine más dentro de las fronteras. Es, precisamente, lo contrario. El Perú contemporáneo tiene mayor contacto con las ideas y las emociones mundiales. La voluntad de renovación que posee a la humanidad se ha apoderado poco a poco de sus hombres nuevos. Y de esta voluntad de renovación nace una urgente y difusa aspiración a entender la realidad peruana.

“El internacionalista siente, mejor que muchos nacionalistas, lo indígena, lo peruano”, remataba Mariátegui en ese ensayo. Es en esa vena que en 1926 cobra entidad el proyecto de Amauta, un afán por agrupar a los intelectuales, obreros y artistas jóvenes —“hombres nuevos”, pero también mujeres— en una corriente que tuviera en el horizonte poner en sintonía la modernidad peruana con el ambiente de renovación internacional (“crear un Perú nuevo dentro del mundo nuevo”, se leía en el editorial de partida). Por una referencia directa de Mariátegui en ese mismo texto de presentación, se sabe que también en este caso se trató de una iniciativa que comenzó a ser imaginada al calor de su viaje europeo. Pero es posible precisar mejor esa deuda, al menos en uno de sus principales aspectos. El indigenismo que, convocado en la pluralidad de sus variadas expresiones, sería uno de los ejes vertebradores de la trayectoria de la revista buscaba satisfacer dos de las más preciadas orientaciones que se habían afirmado en Mariátegui durante su travesía. Para su voluntad de vanguardia, se prestaba como terreno fértil para la experimentación estética; para su ardor socialista, era una vía que por su capacidad latente de interpelación apuntaba a la configuración de un movimiento de las clases subalternas.

Amauta fue el emprendimiento mayor de Mariátegui, el que mereció sus vigilias y esmeros más continuados. Y, si sus orígenes se remontan a su recorrido trasatlántico, su historia postrera se liga también a otro viaje, al cabo nunca efectuado. Desde mediados de 1927, el régimen del presidente Leguía incrementó el hostigamiento sobre las actividades que tenían por epicentro su casona de la calle Washington y, en especial, sobre su revista, que durante algunos meses fue clausurada. Es entonces cuando Mariátegui comienza a pergeñar, en un enjundioso diálogo epistolar con Samuel Glusberg, su traslado a Buenos Aires. En la capital argentina, no solamente auguraba un cambio sustantivo en su condición física a partir de la adquisición de una pierna artificial de remplazo; además, subyugado como siempre había estado por su fisonomía de cosmópolis, se entusiasmaba con encontrar allí un medio propicio para relanzar Amauta. Como se sabe, el proyecto, pautado para mayo de 1930, no llegó a materializarse: apenas un mes antes, afectado por una recaída, Mariátegui moría en Lima a los 35 años de edad.

Aventura y revolución

Además de haber sido un período singularmente rico en vivencias y aprendizajes, la estancia europea de Mariátegui impactó densamente en su andamiaje filosófico. Del cúmulo de conocimientos adquiridos, dos perspectivas fundamentales se asentaron en su universo conceptual. De un lado, la “asimilación del marxismo” —como la llama— que se opera en su viaje se tradujo en una incorporación sin fisuras de un punto de vista clasista, enarbolado en su discurso a través de la elevación del proletariado a personaje principal del drama histórico. Ya previo a la partida, La Razón había sido receptáculo de las movilizaciones obreras que tienen lugar en Lima y el Callao en 1919. Pero, a continuación, en su travesía Mariátegui encadenó una serie de experiencias y contactos que reforzaron esa inclinación: desde la huelga de estibadores portuarios que lo demora en su escala inicial en Nueva York, pasando por el más decisivo ciclo de luchas de trabajadores industriales del norte italiano del “bienio rojo”, a encuentros con dirigentes sindicales y la asistencia a cónclaves como el famoso Congreso de Livorno de enero de 1921 del que nace nada menos que el Partido Comunista peninsular. No sorprende entonces que en Mariátegui ese clasismo se acompañe de un horizonte internacionalista que también revestiría desde allí como uno de sus presupuestos indeclinables, incluso para adentrarse en el desciframiento de los “problemas peruanos”. Como señalaría el indigenista cusqueño Luis Eduardo Valcárcel al evocarlo en el momento de su muerte, nadie como Mariátegui había hallado, “con tanta exactitud, la verdadera clave: solo se redimiría el indio incorporándolo a la causa del proletariado universal”. Ese enfoque es difundido desde 1923 con todo fervor por el viajero, que poco después de desembarcado en Lima lo invoca en la Universidad Popular en la ya citada conferencia de apertura del ciclo “Historia de la crisis mundial”:

En esta gran crisis contemporánea el proletariado no es un espectador; es un actor. Se va a resolver en ella la suerte del proletariado mundial. De ella va a surgir, según todas las probabilidades y según todas las previsiones, la civilización proletaria, la civilización socialista, destinada a suceder a la declinante, a la decadente, a la moribunda civilización capitalista, individualista y burguesa.

De otro lado, esa visión se fusiona con una adquisición aún más relevante que data también de su viaje, que habría de colorear profusamente y otorgar sello distintivo al marxismo de Mariátegui y, más en general, a toda su empresa intelectual: el componente vitalista que modula su subjetivismo radical. No hay recodo de su exuberante obra madura que no se encuentre atravesado en algún punto por ese molde. De modo evidente en ensayos como “El hombre y el mito”, donde se lee que “la fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual”; o en la línea argumental de la saga “Defensa del marxismo”, que contra las posiciones del belga Henri de Man, que ubicaban al pensamiento socialista como un fenómeno irremediablemente enraizado en el “estúpido siglo XIX”, advertía que

en su curso posterior [ese pensamiento] no ha cesado de asimilar lo más sustancial y activo de la especulación filosófica e histórica poshegeliana o posracionalista […] vitalismo, activismo, pragmatismo, relativismo, ninguna de estas corrientes filosóficas, en lo que podían aportar a la Revolución, han quedado al margen del movimiento intelectual marxista.

Pero también en innumerables meandros de sus textos sobre literatura, industrias culturales u otras manifestaciones de la vida contemporánea en los que se respira igualmente esa sensibilidad.

Y es que para el intérprete de la época que es Mariátegui el vitalismo no se limita a ser una tendencia filosófica en boga, sino que configura el propio clima cultural emergente en la posguerra. “Yo participo de la opinión de los que creen que la humanidad vive un período revolucionario”, señala al regresar a Perú. Esa tesitura tenía como trasfondo el acontecimiento fundador de la contemporaneidad que fue la Revolución Rusa (que “insufló en la doctrina socialista un ánima guerrera y mística”, escribe). Pero junto al horizonte abierto por el experimento bolchevique, en el trasvasamiento semántico que se opera durante el viaje en la noción mariateguiana de “religión” y sus conceptos anexos —que pasan de aludir al misticismo íntimo y confesional de juventud a nombrar el excedente emocional que embargaba a los sujetos de la nueva era romántica y convulsa—, ocupan un lugar de peso las lecciones que nuestro autor atrapa de los ingredientes afectivos que rodean al ascendente movimiento fascista. No casualmente sus “Cartas de Italia” se detienen en el futurismo, una de sus principales puertas de entrada a las vanguardias, que a pesar de sus tropiezos hacia 1921 era una “revolución artística [que] está en marcha”. Tampoco asombra su fascinación por la figura de Gabriele D’Annunzio, héroe literario de su grupo de la bohemia limeña ahora reencontrado en su rol de condottiero exaltado y lírico de la “aventura de Fiume” —la ocupación irredentista de la ciudad de la costa adriática que había sido negada a la diplomacia italiana en las negociaciones de Versalles—, episodio novelesco que excitaría a los fasci di combattimento en su camino hacia Roma. Y es que, en esos capítulos iniciales de fermentación expansiva de las huestes de Mussolini, Mariátegui percibía en estado práctico los resortes emotivos que poco después condensaría —a través de la decisiva mediación intelectual de Georges Sorel— en la noción de “mito”. Como recapitularía, ya desde Lima, en 1925:

En la historia del fascismo, en suma, se siente latir activa, compacta y beligerante, la totalidad de las premisas y de los factores históricos y románticos, materiales y espirituales de una antirrevolución. El fascismo se formó en un ambiente de inminencia revolucionaria —ambiente de agitación, de violencia, de demagogia y de delirio— creado física y moralmente por la guerra, alimentado por la crisis posbélica, excitado por la Revolución Rusa. En este ambiente tempestuoso, cargado de electricidad y de tragedia, se templaron sus nervios y sus bastones, y de este ambiente recibió la fuerza, la exaltación y el espíritu.

En “Biología del fascismo”, Mariátegui no duda en ubicar la tendencia liderada por Mussolini en el campo enemigo. La “violenta reacción nacionalista” del movimiento de las camisas negras fue soliviantada por la burguesía, que “lo empujó a la persecución truculenta del socialismo, a la destrucción de los sindicatos y cooperativas revolucionarias, al quebrantamiento de huelgas e insurrecciones”. El carácter del fascismo es esencialmente contrarrevolucionario. Pero esa constatación no obsta para que Mariátegui se muestre interesado en captar del fenómeno rasgos constitutivos de la contemporaneidad:

En una época normal y quieta de la historia D’Annunzio no habría sido un protagonista de la política. Porque en épocas normales y quietas la política es un negocio administrativo y burocrático. Pero en esta época de neorromanticismo, en esta época de renacimiento del Héroe, del Mito y de la Acción, la política cesa de ser oficio sistemático de la burocracia y de la ciencia. D’Annunzio tiene, por eso, un sitio en la política contemporánea.

En la conformación del fascismo a inicios de la década de 1920, Mariátegui no solo lee aspectos del paisaje políticocultural de los tiempos nuevos, sino que incluso extrae aprendizajes a ser replicados en su propia filosofía revolucionaria. En este sentido, opera en una dirección exactamente opuesta a Sorel y los sorelianos. Si esta corriente acaba confluyendo con Mussolini y otros fascistas de pasado izquierdista en el desplazamiento de la clase por la nación en su búsqueda de factores que exciten las almas de los sujetos populares, Mariátegui concluirá que “el nuevo romanticismo, el nuevo misticismo, aporta otros mitos, los del socialismo y el proletariado”.

Si para el intelectual peruano, entonces, el marxismo es un vitalismo, si bordará a lo largo de su obra los términos en apariencia contradictorios de un “idealismo materialista” —como reconstruyó, no sin perplejidades, el historiador José Sazbón—, cabe señalar que la pulsión vital que subyace a la experiencia del viaje abona e ilustra también su concepción de la revolución. Como estudió María Pía López, los escritos de Georg Simmel fueron una vía frecuente de activación de sensibilidades vitalistas en la generación intelectual latinoamericana surgida en la posguerra. Mariátegui conoce y cita “El conflicto de la cultura moderna”, uno de los últimos textos del autor alemán —vertido tempranamente al castellano por Carlos Astrada desde la ciudad de Córdoba—, y con seguridad lee en la revista del reformismo universitario platense Sagitario, donde ha publicado su decisivo ensayo “La emoción de nuestro tiempo”, otro conocido artículo simmeliano: “La filosofía de la aventura”.

Mariátegui también manifestó su voluntad de escribir un ensayo sobre ese tópico —en el que plausiblemente dialogaría con el de Simmel— y, como ya fue anticipado, hasta dejó anotado su título: “Apología del aventurero”. Y, aunque como tal no llegó a concretarlo, sus huellas aparecen reflejadas en los numerosos retratos de figuras históricas y contemporáneas que compuso o evocó a su regreso de Europa. Por empezar, en su imagen de Cristóbal Colón, a quien en más de una ocasión ubicó como “el héroe histórico o pretérito de mi predilección”, alguien en quien pensaba “cada vez que me visita la idea de escribir una apología del aventurero”. En el navegante genovés, veía las ensoñaciones de los personajes creadores de historia; sus travesías a América, escribe, desatan “el principio de la modernidad”. Por esa vía, Mariátegui vincula también el viaje y la aventura al período primigenio, prometeico, del capitalismo (esa etapa creadora que mereció el canto alabado de Marx y Engels en el Manifiesto comunista), que asocia repetidamente a la figura del pioneer. En su ensayo sobre el cine de Chaplin, por ejemplo, observa en la fiebre del oro que da tema a The Gold Rush [La quimera del oro] “el capítulo romántico, la fase bohemia de la epopeya capitalista”. En la misma vena, su conexión estrecha y fraterna con Waldo Frank tiene como punto de partida la recuperación de una tradición idealista estadounidense que, despegándose de la condena unívoca al “utilitarismo yanqui” de raíces arielistas, recobraba el impulso utópico de los grupos e individuos migrantes que se habían propuesto “hacer la América”. Así lo manifestaba en uno de sus textos sobre el escritor neoyorquino:

He sostenido la tesis de que el iberoamericanismo no debía desconocer ni subestimar las magníficas fuerzas del idealismo que han operado en la historia yanqui. La levadura de Estados Unidos han sido sus puritanos, sus judíos, sus místicos. Los emigrados, los exilados, los perseguidos de Europa. Ese mismo misticismo de la acción que se reconoce en los grandes capitanes de la industria norteamericana, ¿no desciende acaso del misticismo ideológico de sus antepasados?

Pero, puestas en perspectiva, en Mariátegui esas formas históricas del viaje espiritualizado desembocaban en la figura de aventurero que más le interesaba: aquella consustanciada con la época y anudada a la revolución. Antes incluso que en el socialismo, pareció entrever esa conexión en el fascismo: inicialmente en D’Annunzio y en Marinetti, pero luego también en la máxima que prescribía “vivir peligrosamente”, recuperada como horizonte de composición de una subjetividad comunista nada menos que a partir de un célebre discurso de Mussolini.

De allí en más, la aventura será un polo de atracción hacia las biografías del paisaje contemporáneo que más subyugan a Mariátegui; y viceversa, esas trayectorias son intersectadas en sus episodios palpitantes, fragmentos que dan acceso a un asedio continuado al tema de la revolución. En el perfil que traza de Lenin, por ejemplo, reconoce una figura “nimbada de leyenda, de mito y de fábula”, un “agitador” cuyos avatares lo posicionaron como “una celebridad unánimemente mundial”. Sobre Trotski vuelve repetidamente, actualizando cada vez los capítulos que se añaden a su odisea de líder implacable y a la vez de fino intelectual escrutador de las posibilidades de un arte proletario. Y, del escenario latinoamericano, Mariátegui hilvana también retratos de los nombres emergentes con la nueva generación, como el boliviano Tristán Marof, “hombre de una época vitalista, activista, romántica, revolucionaria”.

Pero el aventurero de Mariátegui no se circunscribe a la política práctica, sino que es también un personaje de la cultura y hasta de la ficción literaria o cinematográfica. Puede ser Máximo Gorki, cuya silueta de “recio nómade” evoca rememorando el encuentro que tiene con él a fines de 1922 en las cercanías de Berlín. O Panait Istrati y sus “andanzas y aventuras” de escritor trashumante y lumpen, salvado de un destino ruin por una carta fortuita a Romain Rolland. O Isadora Duncan, “hija de la burguesía, partida en guerra contra todo lo burgués”, a cuyo libro de memorias dedica también uno de sus ensayos. O incluso Charlot, el célebre protagonista de la saga chaplinesca, quien “siempre listo para la aventura, para el cambio, para la partida”, en su espíritu bohemio y romántico corporiza también “la antítesis del burgués”.

El viaje, entonces, en su épica y sus zozobras, se ofrece como una ruta apropiada para el proyecto mayor de Mariátegui de abordaje hermenéutico de los nudos de la época y sus plasmaciones revolucionarias y antiburguesas; a la vez que en su carga inherente de futuridad se asocia a su pulsión más íntima y persistente por abordar una y otra vez lo nuevo, lo emergente, lo que desestabiliza lo instituido, todo aquello que despunta en el horizonte abierto por el alma matinal.

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Los textos de Mariátegui que se publican en Aventura y revolución mundial se vinculan de manera directa o indirecta al tema del viaje. Una porción de ellos son escritos concebidos propiamente en movimiento o en estado de conocimiento y exploración, durante la travesía europea; pero la mayoría tiene al hecho de viajar como anhelo futuro, o como trasfondo pasado que ha dejado huellas que reaparecen una y otra vez. No se limitan por lo tanto a ser escrituras de viaje, sino que se comprenden mejor como textos alrededor del viaje.

La primera parte, “Deseos de fuga (1912-1919)”, agrupa textos de la crónica diaria que Mariátegui publicó —la mayoría bajo la firma de Juan Croniqueur— en los periódicos en que trabajó en su juventud: La Prensa, El Tiempo y La Razón. Lima es, en sus personajes, en sus escenarios, en su modernización periférica y asincopada, la gran protagonista de su abundante producción de esta etapa. Pero las crónicas aquí reunidas parten de la insatisfacción de Mariátegui con la vida citadina local, y reflejan más bien su voluntad de evasión y su avidez de nuevas experiencias. Textos como “Los andarines” o “El destino, las gitanas y la clarividencia de la mujer” muestran sus simpatías tempranas por las figuras de la trashumancia, por los sujetos que conectan lugares distantes o encuentran abrigo en cada paraje. Sobre el colectivo gitano —cuya errancia merecerá luego la atención de otras plumas de la estación vitalista latinoamericana, como la de Carlos Astrada—, escribirá: “Yo siento una gran emoción en presencia de esta raza nómade y vagabunda que ignora el hogar ciudadano; que gusta de todos los climas; que va del trópico ardiente a la puna austral; que ha visto ponerse el sol en muchos horizontes distintos; que ha escuchado todas las lenguas y ha vivido entre todas las razas”.

La prosa modernista y edulcorada de Juan Croniqueur se solaza entonces en descripciones de sus estados de ánimo en medio de la abulia y el aplastamiento que le producen las inercias de la vida criolla. En crónicas de lo cotidiano como “Bostezando…”, “Bruma” o “Monotonía”, el joven Mariátegui se perfila como el enfant terrible que viene a remover las aguas de la ciudad. Su paulatina deriva hacia el socialismo sobre el final del período surge en conexión con esos ánimos de renovación, que lo llevan con algunos de sus amigos a abandonar El Tiempo (donde “nos faltaba el oxígeno”) y a impulsar La Razón. Pero antes de eso las rutinas y el spleen de Lima se interrumpen en la escritura juvenil mariateguiana a partir del contacto con la textura noticiosa de los cables internacionales, esa fuente que le dispara la factura de crónicas sobre el incendio del Moulin Rouge en París, sobre las andanzas fantasmáticas de un buque de guerra alemán o sobre el destino paradójico de los viajes de Pierre Loti en esos tiempos de conflagración mundial, y que continuará siendo en su madurez una vía indispensable de provisión de los materiales de su ensayística —en muchos y variados registros, pero explícitamente en secciones como “Lo que el cable no dice”, que publicará en Mundial en su último año de vida—. La imaginación y los deseos de viaje de Mariátegui se nutren de todo ello y, ya antes de la excursión europea, se evidencian en las vibraciones que acusa en el vuelo en aeroplano que retrata en “La ruta de Ícaro”, o incluso más en el relato fantasioso que en “Rápido y directo” trueca una somnífera discusión parlamentaria sobre el presupuesto nacional en una vertiginosa marcha en tren.

La segunda parte, “Pasaje al mundo (1919-1923)”, reúne escritos que Mariátegui concibió en el curso de su viaje. Está compuesta de una selección de sus “Cartas de Italia”, las crónicas periodísticas a través de las cuales se revincula transitoriamente a El Tiempo, y de otras piezas de su correspondencia privada (que con seguridad debió ser más abultada que la que ha sido conservada). Con frecuencia, Mariátegui envía postales de los lugares que visita a amigos y familiares. Y también cartas, en las que se confiesa extasiado de romanticismo y encandilado con la pasión y la teatralidad italianas, tópicos a los que vuelve una y otra vez. En el adiós a Ruth que garabatea a bordo del Atenas, camino a Nueva York, escribe que a través de ella —la amiga íntima con la que ha tejido un vínculo epistolar tierno y platónico— imagina despedirse “de todas las muchachas de Lima que alguna vez se han emocionado leyendo algo mío”. Con la ciudad en la que ha transcurrido su juventud, Mariátegui mantiene una relación ambivalente: si en otra carta a Ruth escribe que, “en los momentos sentimentales, se le extraña amorosamente”, allí mismo le dice que en trance de viaje se siente liberado de la animosidad que en los ambientes locales a menudo percibía en su contra:

En Nueva York, en París, en Roma, se siente uno libre, totalmente libre, ilimitadamente libre. No hay quien espíe, no hay quien vigile, no hay quien controle, no hay quien envidie, no hay quien aceche. Y el desconocido es más libre que todos. La ciudad lo acoge sin prevención, sin prejuicio, sin reticencia. ¡Es muy interesante, Ruth, ser un desconocido!