Ayotzinapa y la crisis política de México - Sergio Pérez Cortés - E-Book

Ayotzinapa y la crisis política de México E-Book

Sergio Pérez Cortés

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Beschreibung

Profesores y estudiantes de posgrado en filosofía de universidades mexicanas nos hemos dado a la tarea de reflexionar y dar inteligibilidad a los hechos de violencia política que sacuden hoy en día al país. La intención no es ofrecer la posición filosófica sobre el tema, sino reflexionar sobre lo ocurrido desde distintos puntos de vista pero siempre, y en todos los casos, desde la convicción del compromiso de la filosofía en lo que a los asuntos públicos se refiere. Los trabajos aquí reunidos sobre el caso Ayotzinapa buscan dar cuenta no sólo del crimen de Iguala, sino también de la crisis política de México.

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Ayotzinapa

y la crisis política de México

(Testimonio)

Ayotzinapa

y la crisis política de México

Javier Balladares Gómez/Yared Elguera Fernández

(Compiladores)

CoNtRaStE

Primera edición electrónica, 2016

© Javier Balladares Gómez, © Yared Elguera Fernández

© Contraste Editorial S. A. de C. V.

I. Ramírez 4, Chilpancingo, Guerrero, 39000

www.contrasteed.jimdo.com

Contacto: [email protected]

Diseño de portada: © Arq. Juan Carlos Rendón Alarcón

Imagen de la portada: detalle en blanco y negro del cuadro “Procesión y retorno” de René Villalobos

eISBN 9786079612078

Reservados todos los derechos conforme a la ley

Hecho en México

“El dios-maíz, el dios-flor, el dios-agua, el dios-sangre, la Virgen, ¿todos se han muerto, se han ido, cántaros rotos al borde de la fuente cegada?

¿Sólo está vivo el sapo,

sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco,

sólo el cacique gordo de Cempoala es inmortal?”

Octavio Paz

(El cántaro roto, 1955)

“Todo es andar a ciegas, en la

fatiga del silencio, cuando ya nada nace

y nada vive y ya los muertos

dieron vida a sus muertos

y los vivos sepultura a los vivos.

Entonces cae una espada de este cielo metálico

y el paisaje se dora y endurece

o bien se ablanda como la miel

bajo un espeso sol de mariposas”

Efraín Huerta

(El Tajín, 1963)

Contenido

Presentación

Debilidades democráticas, Sergio Pérez Cortés

Guerrero y el régimen político mexicano, Jorge Rendón Alarcón

Es el Estado. Soberanía y normalidad, Javier Balladares Gómez

Iguala: Imperio de la excepción… y la (a)norma, Roberto Hernández López

Ayotzinapa y la crisis de legitimidad institucional, Alejandro Nava Tovar

La injusticia de Ayotzinapa,

una consecuencia de las relaciones de poder en México, Yared Elguera Fernández

México y la gente sin historia, Zaida Olvera Granados

Ayotzinapa y el cercamiento de los comunes, Ricardo Bernal Lugo

Ayotzinapa y México, México y Ayotzinapa, Mario Rojas Hernández

Los autores

Presentación

Los acontecimientos ocurridos la noche del 26 de septiembre de 2014 en el municipio de Iguala, Guerrero —que dejaron un saldo oficial de seis personas asesinadas, veintisiete heridos y la desaparición de 43 estudiantes de la “Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa—, han sido la razón de una serie de manifestaciones, demandas políticas y de justicia en los últimos meses. Esos acontecimientos han indignado a todo aquel que ha tenido conocimiento de ellos, pero también nos han interpelado a dar cuenta de su significado. Por ello, consideramos que es de vital importancia detenernos a pensar en lo que ha ocurrido en nuestro país. A este llamado ha respondido una serie de profesores y estudiantes de posgrado en filosofía de diversas universidades mexicanas, quienes se han dado a la tarea de reflexionar y dar inteligibilidad a los eventos de violencia que tocan hoy en día al país. La intención no es ofrecer la posición filosófica sobre el tema, sino comenzar a reflexionar desde distintas posiciones filosóficas sobre lo que ha ocurrido. Consideramos no sólo que desde la filosofía se puede decir algo al respecto, sino que este tipo de hechos son el motor de reflexión del pensamiento filosófico. Nuestra intención es dar los primeros pasos en esa dirección.

Ha pasado más de un año desde que los 43 estudiantes normalistas se encuentran desaparecidos, y en este lapso de tiempo mucha información se ha hecho pública. Los informes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) han sido muy valiosos para los interesados en reflexionar acerca de este tema. Desafortunadamente los autores de los artículos aquí recopilados -por el momento en que han escrito sus colaboraciones- no han tenido acceso a esa investigación del grupo que ha surgido del acuerdo entre la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, los representantes de las víctimas de Ayotzinapa y el Estado mexicano. La investigación judicial no ha concluido aún. Cada semana, cada mes, se hacen públicos nuevos elementos que permiten agregar y acumular información acerca de lo que ha tenido lugar en Iguala. Sin embargo, lejos de brindarnos tranquilidad o de dar por cerrado nuestro conocimiento acerca del caso Ayotzinapa, este cúmulo de información nos obliga a darle algún sentido, pues el caso Iguala no es un caso aislado; éste no es únicamente la serie de hechos sucedidos la noche del 26 de septiembre, sino todo el proceso que dio lugar a ese acontecimiento. En cierto modo, Iguala es el síntoma de la descomposición del ejercicio del poder político y gubernamental. La arbitrariedad del ejercicio del poder público en nuestro país parece desbordar cualquier principio ético, jurídico y normativo. Considerando esto, la pregunta sobre los fundamentos del poder resulta plenamente pertinente: ¿a qué categorías hemos de recurrir para pensar el problema del ejercicio de la política?, ¿cómo dar cauce racional a los sentimientos provocados por el terrible crimen de 2014 y demás hechos que dan cuenta de la crisis política de México? Estas son preguntas ineludibles hoy para todo aquel que se ocupa de la filosofía política.

Las reflexiones aquí presentadas comienzan con el artículo “Debilidades democráticas”, de Sergio Pérez, quien busca dar cuenta de la racionalidad implicada en la violencia que se ha desatado en nuestro país en las últimas décadas. La respuesta a las razones de esta violencia, nos dice el autor, no debe centrarse únicamente en los agentes que la ejercen. Sí, los grupos de narcotraficantes han destruido la vida civil pacífica allí donde se establecen, pero lo que hay que preguntarse es ¿cómo fue posible su establecimiento?, ¿cuáles fueron las condiciones que lo permitieron? La fragilidad y debilidad de las instituciones democráticas han de ser puestas en primer plano para hacer inteligible no sólo que Ayotzinapa haya tenido lugar, sino toda una serie de problemas presentes en nuestra sociedad. No se trata de centrarse en los procedimientos formales de elección de autoridades, sino del ejercicio de la soberanía popular a través de sus instituciones. Sólo fortaleciendo esas instituciones es que resulta posible pensar en una solución que no sea peor que la enfermedad.

Por su parte, Jorge Rendón busca dar cuenta de la situación de Ayotzinapa y del estado de Guerrero a través de un rastreo histórico de la situación en aquella región. “Guerrero y el régimen político mexicano” muestra que la serie de acontecimientos violentos y de problemas en Guerrero no se encuentran desvinculados ni son productos del azar o de la mala fortuna, sino que son resultado de los contenidos mismos del régimen político mexicano. El despotismo, el ejercicio arbitrario de los poderes públicos, la corrupción, la impunidad, etc., no son sino aspectos de una estructura política ilegitima, de la inexistencia de un Estado de derecho. La historia de caciques, gobernadores destituidos, etc., son el síntoma de esta ilegitimidad. La pregunta filosófica que problematiza la legitimidad y forma del Estado de derecho muestra su pertinencia no sólo académica o jurídica, sino que apunta justo en la sustancia del problema del poder político y su desempeño social, es decir, remite al modo en que vivimos y nos vinculamos como sociedad.

En ese mismo orden de ideas Javier Balladares, en su artículo “Es el Estado. Soberanía y normalidad”, toma como punto de partida la consigna “Fue el Estado” surgida en las manifestaciones políticas de finales de 2014 para señalar que, en efecto, la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa no es reductible a un mero caso judicial. Sí, se trató de un crimen terrible, pero lo que esto devela no es sólo la violación de la ley, sino la ilegitimidad de algunas instituciones del Estado mexicano. Utilizando a la soberanía como categoría filosófico-política, Balladares busca dar cuenta de esa ilegitimidad no mediante un enjuiciamiento extrínseco al funcionamiento de algunas instituciones del Estado, sino dando seguimiento precisamente a su modo de operar. La soberanía no es solamente la centralización del poder político, sino primordialmente el establecimiento de un espacio de normalidad en el que el ciclo de la ley se establece y funciona (i.e. permitiendo que cada violación de la misma sea castigada). ¿Qué significa que un Estado no castigue los crímenes? Justamente que no existe esa normalidad necesaria para una vida regulada por la ley.

Por su parte, Roberto Hernández en “Iguala: Imperio de la excepción… y la (a)norma” da cuenta de un enfoque distinto de la soberanía. Guiado por la obra de Giorgio Agamben y su tesis del estado de excepción (exclusión-inclusión originaria), Hernández reflexiona sobre si los hechos de Iguala pueden considerarse propios de un estado de excepción, en el sentido dado por el filósofo italiano. El artículo problematiza tres aspectos de los hechos relacionados con la desaparición de los estudiantes: 1) La excepcionalidad de los normalistas, en tanto que se encuentran al mismo tiempo incluidos y excluidos de las instituciones del Estado; se trata de dar cuenta de la anormalidad civil en que se encuentran los mismos; 2) El abandono de Iguala, es decir, la puesta a merced de los normalistas a la precariedad que hizo posible el crimen mencionado. Esos crímenes no son accidentales, sino que ocurren en un horizonte preciso; y 3) la vinculación de la nuda vida y los homo sacer de los normalistas de Ayotzinapa con otros más que hallamos en nuestro país. Para Hernández, los desaparecidos serían el rostro sin cuerpo de los más de 23 mil desaparecidos en poco más de ocho años.

El ensayo de Alejandro Nava es una reflexión en torno a las consecuencias políticas y culturales de lo sucedido en Iguala. El autor parte de la indignación por la desaparición de los normalistas para mostrar la tesis de que una injusticia extrema unifica la opinión pública en su defensa de los derechos humanos. A pesar de la relativización moral contemporánea, hay una universalidad que impide relativizar estos crímenes. El escepticismo y la indignación de la ciudadanía manifestada bajo la forma de protestas o de reclamos por el respeto a los derechos humanos implican, para el autor, una crítica al relativismo moral. Pero esta crítica tendrá una dimensión real sólo si se ven transformadas las instituciones jurídicas, sólo si ocurren cambios que den cuenta de esa universalidad de los derechos humanos y si éstos se integran al derecho positivo. Estos cambios implicarían, para Nava, la legitimación del Estado mexicano.

Por su parte Yared Elguera, en su artículo “La injusticia de Ayotzinapa. Una consecuencia de las relaciones de poder en México”, piensa el problema de cómo justificar los derechos humanos ante las relaciones de dominación presentes en toda sociedad moderna. Guiada por la teoría de la justicia inherentemente vinculada con los derechos humanos del filósofo alemán Rainer Forst, Elguera explora los contenidos de los derechos humanos con el modo en que éstos son justificados discursivamente. Tal aspecto formal debe ir acompañado de su elevación a norma jurídica. En tal sentido las demandas de justicia, argumentadas discursivamente, cuando llegan a ser norma jurídica subvierten las relaciones de poder que someten a partes de una sociedad. En tal medida, las demandas de justicia son demandas universales y no peticiones parciales de agentes particulares. Viendo las cosas de este modo, los derechos humanos deberían ser un contrapeso tanto a las relaciones de dominación como a los callejones sin salida del derecho positivo que permiten esa dominación. Y esa tarea es impuesta a los ciudadanos cuando casos como el de Ayotzinapa develan de manera incontrovertible la injusticia de las relaciones de poder y su estructura jurídica y política.

Otro aspecto importante es el de la memoria que Zaida Olvera busca problematizar en su colaboración. Ella parte de la memoria y la historia a propósito del modo en que las investigaciones del crimen de Iguala han tenido lugar. “México y la gente sin historia” intenta dar cuenta de las estrategias de olvido puestas en marcha a través de los intentos de “superar” la indignación. Para Olvera, se trata de implementar aquello que Nietzsche llamó historia monumental y que despoja a la gente de su historia. Zaida Olvera sostiene que esa historia monumental —una historia basada en estrategias de olvido que generan una memoria compulsiva— pretende imponerse sobre el testimonio de las víctimas. Este tipo de historia se contrapone a las estrategias de memoria que pueden mantener vivo el recuerdo, haciéndolo operativo en el presente. La historia viva es entendida como una reconciliación entre el pasado y el presente hecha posible por una memoria que, en lugar de olvidar y repetir, recuerda.

Además del problema de la memoria hay que pensar el caso desde el aspecto económico, pues este ámbito no es ajeno al conjunto de condiciones que provocaron el crimen de Iguala. Con “Ayotzinapa y el cercamiento de los comunes”, Ricardo Bernal nos propone reflexionar sobre los problemas implicados en una de las soluciones propuestas por el gobierno mexicano para salir de la crisis institucional y económica que provocó el caso Ayotzinapa. La creación de “zonas económicas especiales” busca impulsar la actividad económica en estados con altos índices de pobreza como Guerrero. Sin embargo, tras un análisis de lo que son esas zonas económicas especiales reconocemos no una solución, sino una radicalización del problema de la pobreza y la explotación, pues ellas, lejos de responder a los objetivos de un desarrollo económico sustentable para la población, responden a las necesidades del proceso de acumulación del capital. Finalizamos con un diagnóstico general de la crisis política, económica, cultural y educativa en México. “Ayotzinapa y México, México y Ayotzinapa” de Mario Rojas proporciona elementos para reconocer la magnitud de la crisis en la que se encuentra el país.

La intención al reunir estas colaboraciones es, por supuesto, pensar y dar elementos para entender lo que ha ocurrido en nuestro país más allá del aspecto judicial del caso. Pensar los aspectos político, jurídico y económico nos puede dar un marco para hacer inteligible lo que ha ocurrido. Ello, además, nos permite mostrar que las categorías filosóficas, si bien pueden dar la impresión de ser categorías alejadas del mundo político-social, en verdad son indisociables del mundo que habitamos. En este sentido, las siguientes reflexiones desde la filosofía sobre el caso Ayotzinapa buscan dar cuenta de la realidad no sólo del crimen de Iguala, sino de la crisis política de México.

Javier Balladares Gómez/Yared Elguera Fernández

Enero, 2016

Debilidades democráticas, Sergio Pérez Cortés

Desde el punto de vista de la violencia, nuestro país empezó a resentir un cambio profundo a partir del fin de la década de 1980 cuando los cárteles mexicanos incrementaron su presencia en diversas regiones. Su actividad se hizo sentir gradualmente, primero bajo la forma de delincuencia común pero extrema; luego, esta presencia se hizo más visible a medida que tomaron el control de algunas zonas y ciudades dejando al descubierto la complicidad de algunas instituciones políticas. Un nuevo tipo de criminal, con su forma específica de violencia, se asentó en el país. Este invitado indeseable encontró tierra fértil en la debilidad de nuestra vida pública y lo ha puesto todo a prueba: el poder coercitivo del Estado, el tejido social y la civilidad. Pero sobre todo puso en evidencia —ésta es nuestra tesis principal— la fragilidad de las estructuras democráticas de México.

La violencia del narcotráfico tiene ya más de tres décadas en el país dando muestra de una inhumanidad inadmisible. No obstante, Ayotzinapa es un suceso que cimbró a la sociedad, ciertamente por su brutalidad, pero sobre todo porque dejó al descubierto la complicidad de las instituciones de gobierno con la delincuencia, la incapacidad de los gobiernos estatal y federal, el contubernio de los partidos políticos. Nuestra tesis es que hizo patente la brecha que existe entre las instituciones políticas y la sociedad civil que dicen gobernar y, con ello, hacen ver las tareas del futuro próximo si el país desea mantener un régimen aceptablemente democrático y una vida pública tolerable. No hablaremos pues en este trabajo de “estado fallido”1 o de “estado débil”, sino del pobre estado de la democracia y de la vida política en diversas zonas del país.

Los responsables del crimen

Cuando se le examina con cierto detalle, un suceso como Ayotzinapa revela que en la sociedad nada acontece por azar: en ese preciso momento confluyen condiciones políticas y sociales las cuales, sin quitarle su dramatismo, permiten hacerlo inteligible, mostrando que es la cima visible de problemas de mayor alcance. Veamos algunas de esas condiciones políticas. Como hoy sabemos, el Sr. José Luis Abarca, cuya carrera política se había iniciado como candidato independiente a la alcaldía de la ciudad de Iguala en las elecciones de 2012, recibió el apoyo de diversas organizaciones de izquierda, especialmente del Partido de la Revolución Democrática (PRD), las cuales lo respaldaron bajo el demagógico lema de “Iguala nos une”; como resultado, el candidato obtuvo la presidencia municipal con el 39.7 % de los votos emitidos.2 En una historia que se repite regularmente, el Sr. Abarca, originalmente un pequeño comerciante, acumuló en pocos años una fortuna considerable. Si se mira en retrospectiva, su gestión al frente del municipio se caracterizó por dos cosas: su corrupta opacidad económica y su violencia política: se acusa al Sr. Abarca de haber ultimado personalmente al Sr. Arturo Hernández Cardona, no sin antes pedir a otros cautivos que cavaran la tumba, una escena que cualquiera creería que pertenece a las viejas crónicas de la revolución mexicana.

Todo esto era conocido por las instancias estatal y federal,3 pero ante la complicidad de unos, la ineficiencia de otros y el desdén de todos, nada se había hecho. Entre todas las acusaciones destaca la que afirmaba que el Sr. Abarca tenía vínculos con los cárteles de la zona. Estos vínculos provenían de su esposa, la Sra. María de los Ángeles Pineda, candidata a sucederle en la alcaldía de Iguala, cuya familia tiene amplios antecedentes en el narcotráfico, incluido su padre acusado de ser un líder del grupo Guerreros Unidos, el grupo que se encargaría de la ejecución material de los jóvenes. Desde luego, nadie es responsable por los actos de los familiares cercanos, pero todo ello hace irrumpir la pregunta: en nuestra democracia, ¿quién controla al que gobierna?

Detengámonos en ello un momento: ¿cómo es posible que un país que se pretende democrático permita tal red de complicidades, tal abandono de los deberes de las instituciones judiciales y políticas? ¿Cómo puede un pequeño cacique local llegar a esos extremos de enriquecimiento e impunidad? La respuesta no es compleja: se encuentra en las formas de gestión pública del país. Sin duda, el municipio es una pieza esencial de la vida republicana en México cuyo propósito original es oponerse a una concentración excesiva del poder en los gobiernos estatal o federal. Desde el punto de vista formal el ejercicio de los derechos político-electorales está asegurado por instituciones que la sociedad ha construido laboriosamente: los procesos electorales son organizados y vigilados por el ostentoso Instituto Nacional Electoral y validados por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Pero la democracia no se limita a una serie de procedimientos formales y requiere de un contenido real. Y aquí las cosas son diferentes. Seguramente un cierto número de municipios responde al propósito original de tener una forma de gobierno “popular”, pero en muchos otros, sobre todo en las zonas pobres del país, prevalecen los cacicazgos fácticos que permiten toda clase de complicidades. La participación democrática es “encauzada” por diferentes medios económicos y políticos, incluidas las amenazas; prevalecen las prácticas de compra de votos, de intercambio del ejercicio de los derechos políticos por bienes a menudo miserables. No es extraña la presencia del clientelismo y los cacicazgos personales y familiares como estuvo a punto de suceder en Iguala. Históricamente, los gobiernos locales y federal no sólo no han impedido estas prácticas sino que hasta la fecha son sus principales promotores.4 En nuestro país la democracia aún está luchando contra una doble pobreza: la material, que debilita el ejercicio libre del derecho a elegir, y la pobreza en la valoración que de sus derechos políticos hacen algunos ciudadanos. En estas condiciones, el ciudadano “virtuoso” al que se refieren algunas teorías de la democracia, tiene pocas posibilidades de aparecer.

Estas estructuras municipales, ya de suyo frágiles desde el punto de vista democrático, han sido sometidas a una dura prueba con la irrupción de los cárteles, mucho más poderosos económicamente y mucho mejor armados que cualquier autoridad local. Abandonados a sí mismos, los municipios tienen pocas posibilidades de resistencia. Los grupos de delincuentes no se proponen sustituir a las autoridades electas (lo que daría una dimensión enteramente distinta a sus actos); buscan más bien cooptarlas con dinero o someterlas si se resisten. Luego, ya no es sencillo distinguir entre una colaboración forzada y una complicidad abierta, pero la infiltración del narcotráfico es real y afecta toda la vida pública de la ciudad y de la región. Se comprende entonces la actuación de la fuerza pública de Iguala y Cocula: atenazada entre el poder del cacique local del que depende y la corrupción o la amenaza del narcotráfico, el poder coercitivo se disolvió, o mejor, se revirtió contra los ciudadanos. Esta perversión del uso de la fuerza pública es la prueba más patente de la ruptura de una sociedad con las instituciones que dicen gobernarla.

Si por democracia se entiende el procedimiento formal de elección de autoridades, entonces ésta se cumple. Pero si por democracia se entiende el ejercicio de la soberanía popular a través de sus instituciones, entonces ésta es una carencia, al menos en algunas regiones de México. Es por eso que los sucesos de Iguala han conducido a exigir una verdadera reforma constitucional que, sin alterar el espíritu republicano que anima al municipio, pueda hacer frente al estado de indefensión económica y social que lleva a los ciudadanos, a veces por propia iniciativa, a renunciar a sus derechos políticos. Naturalmente, el actual Estado mexicano no va tan lejos y ninguna reforma semejante está a la vista. Por ahora, una iniciativa presidencial propone simplemente eliminar las policías municipales en todo el país, especialmente en aquellas entidades más comprometidas con el narcotráfico. La figura del “mando único” es en realidad una forma de retirar al municipio el poder coercitivo de la violencia concentrándolo en el gobierno estatal y la policía federal. La solución es parcial pero el Estado mexicano no arriesga alterar la red de compromisos, poderes fácticos y caciques locales en la que descansa buena parte de su penetración en la sociedad. Por otra parte, tampoco es fácil: cualquier reforma requiere modificar diversos artículos de la Constitución a lo que se oponen algunos defensores de la vida republicana de nuestro país.

Si los sucesos hicieron visible la complicidad de las instituciones de gobierno, ellas no fueron las únicas culpables. En la elección del Sr. Abarca participaron diversas organizaciones de izquierda, especialmente su partido más importante. Por lo demás, a medida que los hechos eran revelados apareció un movimiento de auto-defensa por parte del PRD.5 Aún hoy, después de una comisión especial, ese partido no ha sido capaz de exponer los mecanismos internos de selección de candidatos y menos aún las fuerzas que intervinieron en el caso de Iguala. A la exigencia de desaparición de poderes en el estado de Guerrero, dada su incapacidad y su negligencia, la dirección nacional respondió dejando en manos del gobernador la decisión de continuar hasta que juzgara que resultaba imposible seguir “gobernando”. Finalmente, debió abandonar su cargo sin ninguna acusación en su contra y sin costo personal previsible. ¿Por qué un partido de izquierda lleva a puestos de representación popular a individuos de esta clase? La respuesta se encuentra en la situación actual de los partidos políticos en México.

Se ha llamado “transición a la democracia” al proceso que ha permitido a México dejar atrás 71 años de gobierno por parte de un único partido. Durante este período, los ciudadanos intercambiaron un período de estabilidad política y crecimiento económico contra el ejercicio de sus derechos políticos, cedido casi por entero al PRI. El camino para lograr recobrar esos derechos políticos ha sido arduo: antes de obtener la presidencia de la República en el año 2000, los partidos de oposición ganaron trabajosamente terreno haciendo frente al poder del Estado disfrazado de partido político. En esta transición naturalmente los partidos políticos, que son esenciales para la formación de una voluntad pública, debían jugar un papel preponderante; por ello la Constitución los ha declarado “instituciones de interés público”, es decir, reciben financiamiento del Estado. La cantidad de recursos que reciben los 10 partidos políticos con registro oficial es colosal: el año de 2015 equivale a 5,356 millones de pesos. Esta enorme suma se justifica bajo la consideración de que el financiamiento público es lo que ha permitido la existencia de una oposición real, capaz de competir ante el que fue un partido de Estado. Según los documentos oficiales, el financiamiento tiene como objetivos: fomentar la participación ciudadana, una mejor difusión de las propuestas de cada candidato e inducir un mayor involucramiento de la ciudadanía en la vida interna de los partidos.

No obstante el dispendio de recursos ninguno de estos objetivos parece alcanzarse. Aunque la legislación permite que los partidos políticos reciban ingresos adicionales, continúan dependiendo mayoritariamente del dinero público como consecuencia de su pobre penetración en la sociedad. Dentro de este financiamiento público, con el fin de asegurar un punto de partida equitativo, el 30% del presupuesto anual se distribuye de manera uniforme a cada uno y el restante 70% se distribuye de manera proporcional al número de votos recibidos en la elección precedente.6 Esta dependencia ha provocado tensiones internas porque agudiza la contradicción de que sus obligaciones democráticas sean derrotadas por la necesidad de obtener resultados electorales. La burocratización interna de los partidos políticos es un fenómeno antiguo que ha sido estudiado por teóricos de la democracia como Weber, Michels, Duverger u Ostogorski. La situación en nuestro país se agrava porque los recursos son administrados por los órganos directivos centrales, convirtiendo a la organización en una maquinaria burocrática y de empleo en la que la elección de los candidatos depende más de sus posibilidades de éxito que de su trayectoria política. Esto se hizo patente en el caso de Iguala: el PRD parecía dispuesto a continuar con el cacicazgo familiar prestando oídos sordos a toda clase de denuncias. El dispendio de recursos tampoco está cumpliendo el propósito de fomentar una mayor participación de la ciudadanía en la vida interna de esas organizaciones: por el contrario, hay una marcada tendencia a hacer carrera permanente por parte de pequeños grupos que se distribuyen periódicamente los puestos de elección popular. Hacer carrera pública con semejante botín en las manos es abandonar, de ser posible para siempre, el deslucido puesto de simple ciudadano. El resultado es que, entre todas las democracias de América Latina, México es el único país que no ha logrado una verdadera renovación de su clase política, que continúa con sus prácticas de enriquecimiento e impunidad. En nuestro país no se ha logrado crear un clima democrático de participación y esto debido a los obstáculos que erigen los mismos partidos que deberían asegurarla.7 Ciertamente no existe un modelo único que defina la organización democrática de los partidos, pero las particularidades de nuestra historia reciente provocan que los derechos de los ciudadanos no coincidan con su injerencia en las decisiones partidarias.

Los ciudadanos en nuestro país valoran los progresos de su democracia, incluidos los partidos políticos.8 Pero éstos no están cumpliendo con el papel de formadores de una voluntad popular. Los partidos políticos carecen de una visión a futuro para fortalecer la democracia en el país y viven en la coyuntura de su sobrevivencia privilegiada. Entre otras cosas, tampoco contribuyen a la educación democrática: en las campañas electorales presentes, en las que se acusan mutuamente de corrupción demostrable, el estrépito sustituye al contenido: la prueba es que los ciudadanos recibiremos en los meses de abril y mayo de 2015, por los oídos y la vista, la astronómica cantidad de 11.3 millones de mensajes promocionales, esto es, 92 000 horas de propaganda política por radio y televisión. El logro más grande al que aspiran no es una propuesta de gobierno sino superar la indiferencia ciudadana.

La actividad actual de algunos partidos políticos no fortalece sino que debilita la expresión de los intereses reales de la sociedad. Un índice de ello es una encuesta publicada recientemente por Transparencia Mexicana y que indica que 7 de cada 10 mexicanos no se sienten representados por sus diputados locales o federales. Como consecuencia, está generalizada la idea de que los partidos políticos reciben mucho más de lo que entregan a la sociedad. Esta profunda debilidad democrática se expresa igualmente en el hecho de que los “representantes del pueblo” ocupan el último lugar en la confianza ciudadana, por debajo incluso de la desprestigiada policía nacional. Esto, que afecta a todos, alcanza especialmente al PRD, el partido al que se deben algunos de los avances más significativos de la democracia nacional. Su reacción de autodefensa, su irresponsabilidad en la elección del Sr. Abarca, deja ver que ese partido se encuentra sumergido en mezquinos intereses de grupos internos cuyo oportunismo político condujo esta vez a resultados trágicos. Carente de autocrítica, este partido se ha visto fragmentado por la renuncia de sus líderes históricos, quienes consideran que la organización requiere de una refundación para reanudar su compromiso con las causas más progresistas del país. Por ahora, no hay indicios de semejante refundación y este sin duda es un serio riesgo para la democracia en México.

A pesar de todo, no deseamos dejar la impresión de que la sociedad mexicana sufre pasivamente esos males. Por el contrario, es una sociedad que gradualmente exige más de su vida pública y de sus instituciones. Los avances democráticos los ha obtenido en una lucha política frontal muchas veces contra las instituciones que dicen representarla. Los ciudadanos reclaman sus derechos por la vía institucional, pero si ella se muestra renuente, la resistencia no cesa y, como lo muestra la rabia homicida del Sr. Abarca, los ciudadanos son capaces de llegar hasta el heroísmo.

Las víctimas y su entorno

En un suceso cualquiera, especialmente si tiene una dimensión social, concurren factores de orígenes muy diversos, algunas veces originados en dominios muy lejanos de aquellos en los que tendrán repercusión. Las condiciones que hacen que un hecho suceda se forman en largos procesos de manera a veces imperceptible. Esto puede constatarse en Ayotzinapa donde, a las condiciones políticas ya referidas, se unen condiciones sociales que ayudan a explicar en buena medida lo sucedido: nos referimos a las formas que adoptan los conflictos sociales y las formas de marginación y desprecio social que aún perviven en el estado de Guerrero. Veamos.

Los jóvenes sacrificados provenían de una escuela normal rural. Diversos estudios9 nos han dado a conocer las características de estas instituciones que se afincan desde el momento de su fundación, poco después de la Revolución mexicana. Estas escuelas provienen de una de las grandes contradicciones de la sociedad posrevolucionaria, entre la ideología declarada y los actos reales de gobierno. Es una contradicción porque de un lado el afán modernizador de formar individuos preparados capaces de influir en sus comunidades de origen se estrella con un campo abandonado a las formas de producción y de poder político más arcaicas. Es normal entonces que los enemigos naturales de esos jóvenes sean los caciques locales, los comerciantes acaparadores y las compañías extranjeras que explotan los recursos de la zona, lo mismo que los gobiernos estatal y federal, que están muy lejos de cumplir con los ideales de libertad e igualdad que animaron el movimiento rural revolucionario del siglo XX. ¿Alguien puede sorprenderse de que ahí hayan surgido líderes importantes de la oposición más radical como los dos últimos guerrilleros históricos del estado de Guerrero, Lucio Cabañas y Genaro Vázquez?

Debido a su ideología, la situación de estas escuelas normales se modifica de acuerdo a la orientación, liberal o conservadora, de los gobiernos federales. Considerada en el largo plazo, la existencia de esas escuelas es una anomalía respecto a los objetivos de la política educativa nacional. No solamente su matrícula se ha reducido sino que en el caso de los planteles más combativos se procede simplemente a su clausura.10 En este clima de tensión, las escuelas que sobreviven —como la de Ayotzinapa— deben movilizarse cada año mediante manifestaciones más o menos violentas para asegurar el presupuesto que permita su continuidad.11 Tal tensión se expresa igualmente en las formas de manifestación a las que recurren: bloqueo de carreteras, recaudación forzada de dinero al ocupar las casetas de peaje en las carreteras,12 saqueo de autobuses mercantiles. Todas estas estrategias conforman su arsenal de lucha: son simplemente delitos del fuero común, pero no son perseguidos: o bien son tolerados o bien son puntualmente impedidos sin ningún castigo por parte de las autoridades locales o federales. Tal situación no hace más que erosionar el ya débil Estado de derecho pero las autoridades, quizá íntimamente convencidas de su falta de legitimidad política, no ejercen ninguna acción jurídica, temerosas de agravar por la represión cualquier conflicto de apariencia menor. Estas derrotas del Estado de derecho son menores sólo en apariencia.

Esto es exactamente lo que sucedía la noche del 26 de septiembre de 2014. Aunque las condiciones generales del suceso ya estaban puestas, también intervino una cierta dosis de contingencia: sólo uno de los autobuses de estudiantes tomó la ruta hacia la ciudad de Iguala: eran sobre todo estudiantes de primer año que así recibían una suerte de “iniciación política” por parte de los más veteranos de la escuela. Visto a la distancia hay una nota trágica en que las víctimas se dirigían hacia una trampa compuesta por todo un tejido de complicidades: desde su arribo a la ciudad el autobús estaba siendo vigilado por los “halcones”, es decir, cómplices en pequeño que por sumas insignificantes forman un cinturón de protección a los grandes delincuentes. Uno de ellos, que además de pertenecer a la delincuencia trabajaba para la Secretaría de Seguridad Pública de la ciudad, telefoneó a la policía local, al presidente municipal y de paso a la policía de la vecina ciudad de Cocula. A cada particular esta complicidad parece no presentarle problemas éticos, pero sus actos minúsculos acaban contribuyendo a las grandes tragedias: cada uno antepone sus beneficios personales poniendo en peligro la vida pública de todos, lo que indica el poco valor que conceden a ésta. El alcalde, quien tenía razones para temer la presencia de los estudiantes, ordenó detenerlos a cualquier precio. Los alumnos fueron baleados, algunos encerrados en el autobús, y otros más que habían podido escapar rompiendo la ventanilla de emergencia, en la calle; los disparos alcanzaron ahí a una mujer y a un joven deportista que se encontraban casualmente en el lugar: ambos murieron, con esa muerte circunstancial que deja a cada uno la sensación de que en este país la vida pende de un delgado hilo que el azar puede romper.

La orden de disparar no puede ser comprendida sin este trasfondo de encono político, pero también del origen de los estudiantes, de su situación social. En el estado de Guerrero la confrontación en las calles es frecuente, con la impunidad de unos y de otros, pero además esta vez se trataba de estudiantes pobres de origen campesino. Esa orden brutal de asesinar no está exenta del desprecio racista que sufren los campesinos más pobres del país. Es difícil imaginar esa orden y su cumplimiento si estuviera dirigida contra otro grupo social. En México, el racismo no tiene orígenes étnicos (pues todos somos más o menos mestizos), y tampoco tiene orígenes religiosos, pero descansa en la extrema discriminación sustentada en las enormes desigualdades económicas que existen. Una encuesta publicada este mes de marzo (2015) acerca de la “Calidad de la Ciudadanía en México” revela que el 74% de los ciudadanos es proclive a la discriminación económica. Hay una real hipocresía social cuando los mexicanos se enorgullecen de su pasado prehispánico, pero desprecian a aquellos que sobreviven en las comunidades tradicionales; son éstos los que sufren un racismo de origen económico, discriminación que coincide con los grupos que tienen los rasgos más indios y que suelen ser monolingües en sus lenguas de origen. Nuestro país aún no aprende suficientemente a respetar a todo ciudadano y la educación cívica que poseemos no ha logrado contrarrestar la insolencia del dinero.

Si el racismo económico es una de las condiciones que se encuentran detrás de los acontecimientos, no es la única: la otra es la violencia constante en la zona. Una de las premisas de la vida democrática es la solución pacífica de los conflictos. En efecto, la democracia obliga a renunciar a la violencia directa entre los participantes e impone, a todos, una alta autocontención, cualesquiera que sean los resultados de las contiendas jurídicas o electorales. Pero esta premisa de civilidad no se cumple en el estado de Guerrero. Los diferentes gobiernos locales y federales son ampliamente responsables de esta situación porque históricamente ellos mismos han recurrido o tolerado abiertamente la represión violenta directa. En este estado prevalecen formas arcaicas de solución de conflictos. Las órdenes asesinas del Sr. Abarca pertenecen a esta caduca tradición y se ajusta perfectamente a la historia de los movimientos sociales en esta zona del país. Veamos.

El estado de Guerrero es rico en recursos naturales, sobre todo mineros, forestales y turísticos. Pero es uno de los tres estados más pobres del país, al lado de Oaxaca y Chiapas, y por ello concentra una población importante en pobreza extrema. La suya es la historia de los cacicazgos más primitivos, de los comerciantes más rapaces y las compañías trasnacionales más voraces; por eso tiene una larga tradición de movimientos en demanda de libertades civiles y democráticas y de la defensa de los recursos naturales que son propiedad de las comunidades. Pero estas demandas han enfrentado toda clase de represiones violentas, sea por parte de los poderes fácticos, sea por los gobiernos corruptos, cómplices u omisos que debido a la debilidad de la democracia encuentran políticamente más rentable el apoyo de estos poderes fácticos que el apoyo democrático de la sociedad. La ejecución de los 43 jóvenes es un eslabón más de la serie de represiones sangrientas de las que sólo se diferencia porque esta vez corrió a cargo de una autoridad de bajo nivel. Una de estas represiones que marcó la historia del estado de Guerrero ocurrió el año 1995, en un lugar llamado Aguas Blancas, cuando la policía local emboscó a un grupo de manifestantes provocando 17 muertos. Lo mismo que hoy, se produjo una conmoción en todo el país. El caso llegó a los tribunales federales pero el poder judicial quedó lejos de cumplir con sus obligaciones: una sentencia emitida contra 49 personas no sólo fue de una lentitud exasperante sino que permitió a la mayoría de los acusados abandonar la prisión poco tiempo después.13 Tal impunidad jurídica no sólo suscitó una nueva inconformidad sino que marcó el futuro de los conflictos sociales en el estado. Si merece recordarse es porque el Estado mexicano parece incapaz de comprender que restaurar el Estado de derecho es poner fin a un ciclo de violencia y venganza, es decir, es restablecer una premisa de la vida democrática, un bien que alcanza a todos y ha preferido la complicidad caciquil de los poderes fácticos. Lo que está en juego en estos momentos es más sustantivo que la complicidad con unos y el dolor de otros: es la construcción de un régimen que cancele la venganza privada y cree las bases de una solución no violenta a los conflictos sin la cual el crimen reaparecerá, tarde o temprano. Esta impunidad jurídica endémica es una de las más grandes debilidades de la democracia en nuestro país.

El ciclo de inconformidad-protesta-violencia-impunidad no ha cesado de repetirse en Guerrero y corre el riesgo de reabrirse. Es este ciclo el que explica el surgimiento de la guerrilla en los años 1970 y la reaparición esporádica de movimientos armados, afortunadamente menores, como el del Ejército Guerrillero del Pueblo Insurgente.14 La represión violenta tiene como consecuencia di-recta una nueva ola de represión política y militar en el estado. La aparición de estos grupos tiene como consecuencia incrementar los abusos contra la población civil, el atropello a los derechos humanos y el reforzamiento de los poderes fácticos locales que aprovechan el revuelo para saldar sus cuentas con sus opositores, ya sean estos violentos o pacíficos. Estamos ante una nueva oportunidad de que ese ciclo continúe o encuentre solución: la sociedad exige que este crimen no quede impune, incluidos los responsables políticos: no se trata de un sencillo deseo de justicia, ni una suerte de venganza colectiva; se trata de hacer prevalecer el estado de justicia sin el cual la sociedad civil queda librada a sí misma, esto es, a expensas de los impulsos rabiosos de unos cuantos. El “estado de naturaleza”, la guerra de todos contra todos, no está detrás de la instauración del derecho sino adelante, cuando el Estado de derecho se desvanece.

Sin embargo, es preciso insistir en que este ciclo ha sufrido transformaciones: la abrumadora mayoría de ciudadanos ya no ve en la vía de las armas una alternativa para el país. Las formas de organización y resistencia civil son institucionales y pacíficas. Lo notable en Guerrero es que, a pesar del fracaso reiterado de sus instituciones y a pesar de los antecedentes sangrientos, permanece una oposición tenaz y decidida, tanto individual como comunitaria. Estos luchadores sociales hacen uso de todos los recursos institucionales a su alcance, pero su tenacidad ha costado la vida a un cierto número entre ellos. El papel de luchador social en Guerrero es ciertamente una de las vocaciones más peligrosas de nuestro país.

El invitado indeseable, el narcotráfico

Creemos haber dejado claro que no atribuimos al tráfico de drogas el deterioro de la vida pública, pero la situación actual sería incomprensible sin su irrupción. El poder económico y armado15 que representa ha puesto a prueba todas las estructuras de la sociedad mexicana, especialmente las instituciones judiciales y políticas. El narcotráfico no es la causa de la debilidad de esas instituciones, pero su presencia vino a acelerar las cosas dejando al descubierto la magnitud de sus carencias.

Es importante subrayar que el tráfico de narcóticos es sólo la satisfacción (criminal) de una de las demandas propias de las sociedades del capitalismo avanzado. El consumo de drogas es un mal endémico de las sociedades modernas. Las razones pueden ser diversas: por placer, por estrés en el trabajo o simplemente por afán de experiencias, pero el consumo parece ser imposible de erradicar y está aún en expansión. Esto, que corresponde a las deformidades del capitalismo tardío, irrumpió en las estructuras de un capitalismo atrasado como es el de México, de manera que el país está atrapado entre dos inercias de la vida capitalista: los síntomas del capitalismo más moderno y los restos del capitalismo más retrógrado en algunas zonas del país. Lo primero está lejos de nuestro alcance, lo segundo está bajo nuestra responsabilidad.

El tráfico de drogas tiene una larga historia en el país, especialmente en los estados del norte más próximos a la frontera con Estados Unidos, pero la situación se agravó en las últimas décadas: hacia finales de 1980, Estados Unidos tuvo la capacidad de cerrar la ruta que, a través del Caribe, permitía a los cárteles colombianos introducir la mercancía vía Miami. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la amenaza del terrorismo provocó que la frontera se endureciera aún más. Las cosas empeoraron cuando en el año 2007 Colombia empezó a tener éxito al hacer menos rentable la producción y distribución de drogas. Todo ello produjo un desplazamiento hacia otros países. Los llamados “cristalizaderos” (laboratorios clandestinos de producción) abandonaron Colombia y se asentaron en Perú, Bolivia, Ecuador, Venezuela y México. Este último, hasta entonces un país de tránsito, se convirtió en productor y ahora en consumidor. Los cárteles mexicanos adquirieron más fuerza, desplazando a veces y aliándose otras veces con los cárteles colombianos.

Su presencia criminal hizo su aparición paulatinamente en fenómenos que aparentaban una delincuencia común, pero que mostraban un aspecto terrible, como en el asesinato de más de doscientas jóvenes mujeres en Ciudad Juárez entre los años 2002 y 2008. Mientras los cárteles mexicanos eran poco poderosos, los gobiernos solían adoptar una cierta tolerancia: los negocios sucios podían llevarse a cabo siempre y cuando no perturbaran demasiado la vida civil. Sin embargo, hacia el año 2006 la situación era por completo diferente; el narcotráfico asolaba regiones y ciudades enteras, sus crímenes eran más visibles y cínicos, y era ya notable su incidencia en las estructuras judiciales y políticas del país. En diciembre del año 2006, como uno de sus primeros actos de gobierno, Felipe Calderón declaró “una guerra abierta al narcotráfico” que correría a cargo del ejército y la armada nacionales ante la falta de preparación, la corrupción y la desmoralización de las policías existentes. Era un cambio radical porque los gobiernos anteriores habían sido renuentes al uso abierto de la fuerza coercitiva pública y más bien se habían concentrado en medidas institucionales como la creación de la Agencia Federal de Investigación (una suerte de FBI a la mexicana), la profesionalización de la policía nacional y una serie de medidas de excepción, como la intervención de llamadas telefónicas.16 Un intenso debate se abrió en el país: para muchos analistas el enfrentamiento se produjo prematuramente, sin preparación ni información suficiente acerca del poder del adversario. El ejército no estaba preparado y, además de exponerlo a la corrupción, se provocaba en los hechos una militarización que podía amenazar las libertades civiles. ¿Era la mejor decisión? ¿Había que preferir el orden a las libertades? Para muchos otros, entre los que yo me cuento, todos estos argumentos son poderosos, pero no consideran las alternativas reales que existían en ese momento. Las premisas para una estrategia más eficaz, esto es, contar con cuerpos judiciales y policíacos confiables, la reducción de las desigualdades económicas en esas zonas y un mejor conocimiento del adversario, requieren todas ellas de años de preparación (y como muestra el caso de Ayotzinapa, nueve años después de iniciada, aún no se ha logrado). El proceso de implantación social y política de los cárteles se cuenta en semanas o meses y el gobierno mexicano tenía en mente el caso de Colombia, cuya pasividad gubernamental condujo al país a un conflicto que, después de 30 años, no encuentra solución.