Itinerarios de la razón en la modernidad - Sergio Pérez Cortés - E-Book

Itinerarios de la razón en la modernidad E-Book

Sergio Pérez Cortés

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Beschreibung

El presente libro se propone dos cosas: en primer lugar, seguir el itinerario de la razón, esto es, la mirada crítica que ella está obligada a tener sobre sí misma en todos los dominios: político, religioso, científico o estético. Lo hace examinando una serie de autores representativos de esta crítica: Hegel, Marx, Heidegger, Benjamin, Arendt, Habermas, Foucault. En segundo lugar, el libro se propone expresar nuestra convicción de que, cualquiera que sea la valoración que se haga de la modernidad y de la Ilustración, no cabe renunciar a la razón. Si es preciso reconsiderar la incertidumbre no es para desesperar de la razón y volver a las pasadas formas de sumisión religiosa o política, sino para continuar la búsqueda de una forma de razón susceptible de guiar a los seres humanos a construir un mundo acorde con su concepto y que responda a las expectativas de libertad, justicia e igualdad.

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B833

G58

2012    Giusti, Miguel

Itinerarios de la razón en la modernidad / coordinado por Sergio Pérez Cortés; textos de Miguel Giusti [y otros ocho]. — México : Siglo XXI Editores : Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, 2012.

1 contenido digital. — (Filosofía)

1. Razón – Filosofía. 2. Filosofía moderna. 3. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich – 1770-1831. 4. Marx, Karl – 1818-1883. 5. Foucault, Michel – 1926-1984. 6. Weber, Max – 1864-1920. Pérez Cortés, Sergio, editor. II. t. III. Ser.

primera edición impresa, 2012

edición digital, 2013

© universidad autónoma metropolitana-unidad iztapalapa

san rafael atlixco 186, col. vicentina,

iztapalapa, d.f. 09340, tel 5804 4755 y 59

[email protected]

coedición con

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn 978-607-03-0394-4

derechos reservados conforme a la ley

Conversión eBook:

Information Consulting Group de México, S. A. de C. V.

PRESENTACIÓN

 

La modernidad representa una cima en la historia de la razón en Occidente. Las profundas transformaciones científicas y sociales iniciadas a mediados del siglo XVII produjeron, al romper con el orden antiguo y medieval, una sensación de libertad política e intelectual sin precedentes cuyas resonancias se extienden hasta nuestro presente. La gran protagonista de esta liberación fue la Razón. A la razón le fue confiada la tarea de restablecer, sobre bases humanas, los nuevos principios que habrían de sustituir a la quebrantada autoridad religiosa y civil del pasado. Lo que hasta entonces había descansado en la fe, la tradición y la autoridad fue cuestionado a la luz de la razón. Y a la larga, todo ello fue remplazado por principios provenientes de la naciente revolución científica y de la llamada ‘nueva filosofía’. Nada escapó, a fin de cuentas, a la crítica instituida desde el tribunal de la razón. Este libro busca describir algunos de los momentos más relevantes de ese itinerario, por momentos lleno de incertidumbre, que la Razón inició a partir de tal momento.

Naturalmente, la emergencia de esta enorme conmoción fue gradual. Paso a paso, fueron desafiadas todas las concepciones heredadas acerca de lo que era la humanidad, la sociedad, el orden político, el cosmos y hasta la veracidad de la Biblia y la fe cristiana. Subyacía en el fondo un poderoso movimiento de racionalización y secularización. En el plano de la religión, surgió un irresistible impulso a la incredulidad, especialmente en torno a la intervención divina en los asuntos de este mundo y de la existencia de una vida después de la vida. La incredulidad alcanzó a todas las iglesias, católicos, luteranos, calvinistas y anglicanos quienes, a pesar de sus internos antagonismos teológicos concordaban en la necesidad de una autoridad superior e inconmovible. La mayoría vio como una catástrofe el que se sustituyeran los mandatos de Dios por los fines humanos y desde luego, opusieron resistencia: si este movimiento lograra extenderse, muy pronto todas las cuestiones morales, políticas y sociales estarían referidas simplemente a la felicidad de los individuos en esta tierra. La felicidad, afirmó Saint-Just un poco después de concluida la Revolución francesa, “es una idea nueva en Europa”. Pero tal resistencia fue inútil. Si en un primer momento esta conmoción alcanzó fundamentalmente a las élites patricias, cortesanas, religiosas y académicas, muy pronto se transmitió a la gente común por diversos canales, produciendo el mismo quebranto en las estructuras de la autoridad, las creencias y la fe tradicionales. Mucho más tarde, Nietzsche afirmaría la muerte de Dios, pero todo se inició con la muerte de Satán, esto es con el debilitamiento de la creencia en la inmortalidad del alma, en la existencia del infierno, los demonios y los espíritus y en una vida posterior llena de castigos y recompensas.

Es por esto que los debates en torno a la primera modernidad se concentraron en gran medida en torno a las variantes de la incredulidad hasta su forma más extrema, el ateísmo. La erosión de tales principios tenía sin embargo orígenes muy diversos: provenía sin duda de la interpretación de los resultados de los científicos naturales quienes ofrecían la imagen de la naturaleza como algo sometido por entero a leyes propias y accesible a la razón humana, sin misterios trascendentes. Provenía también de los filósofos, quienes devolvían a los seres humanos la responsabilidad de su propia conducta y de las leyes que la gobernaban, sin invocar ninguna ley otorgada por Dios, absoluta e inmutable. La incredulidad podía incluso provenir de los libertinos del siglo XVII quienes en sus libelos solían representar a los más altos dignatarios religiosos y políticos dominados por el deseo carnal, lo mismo que todos los demás hombres, con la diferencia de que carecían del poder viril del que estaban dotados los más pobres. Ya nada estaba basado en Dios. Es por esta erosión extensa y profunda que, llegado el momento, ni las diferentes iglesias, ni las aristocracias gobernantes, pudieron oponer una estrategia intelectual coherente y unificada al movimiento de secularización en los dominios de la educación, la cultura o la política.

Esta ruptura profunda con las concepciones heredadas en el plano religioso y político era el índice del surgimiento de una nueva época histórica en Occidente. Todos los dominios de la vida humana se vieron alterados. Ante todo, se rompieron gradualmente los nexos tradicionales con la tierra: desaparecieron los pequeños agricultores convertidos ahora en proletarios urbanos, pero también desapareció gradualmente la clase de grandes terratenientes que sustentaba el orden político del antiguo régimen. En el lugar de ambos apareció una masa de productores independientes y de trabajadores liberados de las antiguas formas de dominación: en una palabra irrumpió lo que más tarde sería llamado “capitalismo”. Con éste se modificaron los espacios donde transcurría la vida cotidiana: surgieron las grandes concentraciones urbanas y con éstas una cauda de cuestiones en torno al control, vigilancia, integración o castigo de esas masas humanas. Los nuevos actores sociales debieron idear formas inéditas para justificar y legitimar sus formas de convivencia: la política, un saber antiguo que se había visto eclipsado durante la Edad Media resurgió dando lugar a reflexiones acerca del fundamento del orden civil como las de Hobbes, Rousseau o Montesquieu. Uno de los dominios en los que las transformaciones fueron más espectaculares fue el de la ciencia y la tecnología aplicada a la producción. Con ello cambió la actitud de los seres humanos ante la naturaleza, porque se encontraron a sí mismos como capaces de dictar su ley a un mundo que se rendía a su casi total apropiación y su dominación. Finalmente, también se vieron alteradas las relaciones entre los nacientes estados nacionales, porque por un lado sus añejas rivalidades encontraron nuevas razones comerciales o coloniales y por el otro porque sus antagonismos adquirieron una escala planetaria.

De modo natural, tales transformaciones aportaron nuevos problemas y, con éstos, nuevos saberes. El ser humano en su acción individual y colectiva se había convertido en un enigma, en un problema. Por comodidad esos nuevos saberes pueden ser agrupados bajo el título genérico de “ciencias humanas”. Todas estas ciencias, producto de la modernidad, se han propuesto dar cuenta de los procesos que alteraron las formas de vida: La economía política, por ejemplo, intentó hacer visible la estructura interna de la producción y el intercambio de mercancías; los procesos de modernización y el despliegue del capitalismo fueron el objeto de la sociología; las formas de representación y el equilibrio entre los poderes sociales se convirtieron en el tema de la ciencia política. Simultáneamente, las ciencias humanas han debido crear conceptos destinados a explicar los procesos que alteraron las formas de pensamiento que necesariamente acompañan a dichos procesos objetivos: así, se ha propuesto comprender a la modernidad como el despliegue paulatino de una nueva forma de racionalización, como lo hizo Durkheim; o bien entenderla como un proceso por el cual se produce un desencantamiento del mundo, tal como lo hizo M. Weber; en algunos casos, se han examinado formas específicas de racionalidad capitalista, como lo hizo G. Simmel a propósito de la circulación del dinero.

Lo anterior se explica porque la modernidad traía consigo una trama compleja de ideales, conceptos y prácticas que incluía la libertad individual, la democracia, la libertad de expresión, un concepto amplio de tolerancia, la igualdad racial y de género, la libertad en el proyecto de vida personal, una amplia secularización en todas las instituciones jurídicas, la separación de la Iglesia de la educación colectiva y una moralidad individual y política basada en la equidad y el juicio propio. Uno de estos principios fundamentales es la igualdad y la libertad como esencia de todos y cada uno de los individuos, bajo la convicción de que existe una razón compartida que les permite orientar sus motivaciones y sus deseos singulares. La unidad esencial de los seres humanos bajo el dominio de la razón era algo que no se escuchaba desde el tiempo de los estoicos. Debido a ello, la razón debía proveer de sólidas bases argumentativas a estos nuevos principios en los que en adelante descansarían la autoridad, la legitimidad y las creencias. Occidente se embarcó entonces en un universo espiritual totalmente distinto al que dibujaba la teología confesional y un aristotelismo escolástico.

Puesto que la razón era la protagonista, la filosofía tuvo desde el inicio un papel preponderante en esta transformación. Corresponde a Descartes el honor de ser la primera gran figura en la reevaluación de los poderes de la razón humana llamada la ‘nueva filosofía’. Pero probablemente corresponde a su admirador y crítico, B. Spinoza el lugar más alto en esta dignificación humana. Es en la obra de Spinoza, realizada fuera del ámbito académico, difundida muchas veces por canales clandestinos, donde se revierten enteramente por vez primera las leyes del entendimiento, los principios de la vida pública, el lugar de individuo en la sociedad y la argumentación acerca de Dios. Spinoza es la figura más notable de la primera modernidad porque muestra el desafío radical a toda autoridad e idea establecida acerca de la re velación, la Iglesia, la autoridad política y la moral cristiana. Sus tesis no fueron siempre comprendidas del todo, pero aún así, aquellos que de cerca o de lejos se inspiraron en su doctrina fueron acusados de demoler toda religión y de ser potencialmente destructivos del orden social. El “spinozismo” fue sinónimo de ateísmo. Pero como se ha visto, estaban lejos de ser los únicos. Hacia finales del siglo XVII, Thomasius usó el término francés philosophes para caracterizar a todos aquellos que, frente a los dilemas de la época, adoptaban una actitud crítica ante la autoridad religiosa y civil. Es por eso que el término philosophes incluía científicos naturales como I. Newton o G. Leibniz, escépticos religiosos como Voltaire, filósofos empiristas como J. Locke o D. Hume, y hasta algunos libertinos eruditos como F. de la Mothe Le Vayer. A todos ellos los unía una profunda reverencia por el conocimiento científico y la lógica, un discurso no providencialista cuando no un ateísmo declarado, y en mayor o menor medida, convicciones republicanas y democráticas. Desde finales de siglo XVII a estas ideas nuevas se les incluyó bajo el rubro ‘filosofía práctica’ en la cual confluían lo mismo concepciones acerca de la educación que de la tecnología, la medicina o las ciencias penales.

La filosofía de la modernidad nació bajo el apellido de ‘crítica’. La liberación de la razón fue simultáneamente la liberación de la filosofía. Desde la antigüedad y más marcadamente en la época feudal, la filosofía había sido más bien marginal en la vida de la sociedad. En la Edad Media, se agregó a ello su dependencia (y por momentos su servidumbre) de la teología, la jurisprudencia y la medicina. El declive de la teología dio lugar a la liberación de la filosofía y ésta lo celebró convirtiéndose en antagonista declarada de las creencias trascendentales, de las iglesias, de la superstición y del miedo. Entre los filósofos se encontraban los radicales de la época. La filosofía descubrió, además, que podía tener impacto social e intervenir en los asuntos públicos a través de sus concepciones acerca de la educación, la política y la cultura en general. La autonomía del pensamiento fue llamada ‘libertad filosófica’. Alcanzó su punto culminante a mediados del siglo XVIII, con la filosofía materialista surgida en Francia, cuyos mejores exponentes son los escritos de La Mettrie, Diderot y D’Alembert, incluida por supuesto la Enciclopedia. Hacia mediados de dicho siglo una parte importante de los principios de la ‘nueva filosofía’ se habían difundido ampliamente en toda Europa.

No debe pues sorprender que, cuando en el año 1873, bajo la iniciativa del periódico Berlinische Monatsschrift, una serie de importantes pensadores alemanes, al intentar responder a la pregunta ¿qué es la Ilustración?, reencontraran los mismos fundamentos de la modernidad a los que nos hemos referido. En estos escritos, la Ilustración como heredera de la modernidad, consagraba los principios enunciados por ésta: la autonomía política y moral del individuo, la búsqueda de la felicidad terrenal, la utilidad pública de todas las instituciones. Era una de las expresiones de la corriente que arrastró a Europa entera, aunque deba reconocerse que el enorme proceso que los italianos llamaban Illuminismo, los ingleses Enlightenment, los alemanes Aufklärung y los franceses Lumières, tuvo rasgos regionales muy marcados. Entre los textos que intentaron definir a la Ilustración, el que obtuvo mayor celebridad fue el de I. Kant. En éste se encuentra como emblema la divisa sapere aude, “atrévete a saber”, que indica la completa emancipación de la razón, sinónimo de la liberación humana de la inmadurez y la dependencia a la que había sido hasta entonces condenada. El texto de Kant daba forma paradigmática a todos estos ideales. El mismo Kant había ofrecido una caracterización general de la Ilustración a lo largo de sus escritos, los cuales están unificados por la idea de que nuestra época se caracteriza por el ejercicio autónomo de la razón. En el plano individual, esa autonomía se hacía manifiesta en el rechazo a toda argumentación basada en opiniones ajenas y a todo dogmatismo. La razón individual era tribunal suficiente para indicar al individuo su línea de acción. En el plano colectivo, la autonomía se hacía presente en “el uso público de la razón” donde la crítica debía ser enteramente libre e irrestricta. Cierto que esto estaba acompañado de la restricción cautelosa de que, una vez realizado tal debate público, al individuo privado le correspondía solamente obedecer, pero de cualquier modo la obra de I. Kant centró en gran medida el debate filosófico de la Ilustración en torno a la autonomía y las fronteras de la Razón.

Inmediatamente después de Kant apareció una segunda figura notable de la Ilustración: G.W.F. Hegel. Su importancia radica en al menos dos cuestiones: por una parte, en el reconocimiento explícito de que se había abierto un nueva forma histórica destinada a barrer de manera inevitable todos los vestigios sociales, políticos y espirituales de la Edad Media y del antiguo régimen. Luego, porque Hegel coloca la causa profunda de tales transformaciones en la irrupción de un principio que no tenía precedentes históricos: el valor infinito de la subjetividad. Como lo señala en la Filosofía del derecho, el punto de partida del orden social contemporáneo debe encontrarse en la acción de la voluntad libre, que se da a sí misma su libertad. Según Hegel, es imposible comprender la vida espiritual, científica y religiosa de la edad moderna si se omite la acción de la subjetividad como voluntad y pensamiento libre. Pero, y éste fue quizá su diagnóstico más lúcido, este principio de la subjetividad libre, a pesar de su importancia, no es suficiente para fundamentar esos mismos aspectos de la vida en que él participa. Por el contrario, el predominio del principio de la subjetividad es indicativo de que la nuestra es una época de escisión: escisión entre el individuo y la sociedad; escisión igualmente entre la razón teórica y la razón práctica; lo mismo que entre la sensibilidad y el entendimiento, la fe y la razón y el juicio y la imaginación. La actualidad de la filosofía de Hegel reside en gran medida en la exactitud de este diagnóstico.

En realidad, Hegel simplemente hacía patente el hecho de que la Ilustración no era un proceso carente de complicaciones y peligros. Su primera prueba se le presentó casi de inmediato, con el régimen del terror que siguió a lo que debía haber sido el primer gran logro ilustrado: la Revolución francesa. Si en algún momento se creyó que los fines ilustrados se implantarían rápidamente y sin contratiempos, pronto resultó necesario adoptar, como lo había hecho el mismo Kant, una actitud más cautelosa. A partir de ese momento, la Razón no ha cesado de librar en el mundo sus propias batallas. Incluso hay que admitir que existen buenas razones para el escepticismo acerca de sus logros. Por ejemplo, el siglo XIX fue testigo de un desarrollo sin precedentes en la riqueza material de la humanidad y una extensión paulatina de los derechos individuales, pero ello coexistía con dos problemas que no podían sino mitigar el entusiasmo: la miserable condición del proletariado industrial y la expansión del colonialismo europeo a expensas de casi todo el mundo conocido. Los principios declarados de libertad e igualdad para todo individuo resultaban muy maltrechos. Luego, el periodo que le siguió, el siglo XX, fue testigo de dos conflagraciones en las que estaba en juego justamente la repartición colonial del mundo y la forma de la acumulación a escala planetaria. En el lapso de cincuenta años se produjo una enorme destrucción en vidas humanas y en riqueza material, se dio testimonio de crímenes inéditos y de genocidios de cuyo alcance hay muy pocos antecedentes (si es que hay alguno) en la historia de la humanidad.

No es pues extraño que después de estas experiencias se haya extendido la incertidumbre en torno a la Razón. En algunos casos, esto adopta la forma de un franco pesimismo, como en el caso de Horkheimer y T. Adorno, quienes publican, en 1947, su Dialéctica de la Ilustración: si la Ilustración se había propuesto llevarnos a una condición verdaderamente humana, los resultados eran catastróficos, pues la humanidad parecía más bien retornar a la barbarie. Naturalmente, el proyecto de la modernidad y la Ilustración había encontrado resistencias desde el inicio, pero entonces se trataba de grupos conservadores deseosos de mantener condiciones semifeudales de existencia. Ahora, en cambio, la desilusión se encontraba en pensadores que habían comprometido su actividad en la implantación de la razón sobre la tierra. El proyecto político, social y científico de la modernidad y la Ilustración se había tornado más incierto y los peligros sobre la humanidad eran, y son, por lo menos equivalentes a los logros. Desde luego, también se han elevado voces poderosas, como la de J. Habermas quien en su Discurso político de la modernidad, considera que el potencial de emancipación de la modernidad no está agotado y puede reactivarse hasta alcanzar los valores de libertad, justicia y objetividad que se propuso desde su inicio. Pero, de cualquier modo, parece reinar la incertidumbre y, en opinión de muchos pensadores, nos encontramos en plena crisis.

Es en este contexto en el que hemos convocado a algunos colegas para examinar nuevamente el estado de la cuestión.1 Lo hemos llamado Itinerarios de la razón en la modernidad con el fin de acentuar nuestra convicción de que, cualquiera que sea la valoración de la modernidad y la Ilustración que se alcance, no cabe renunciar a la razón mediante un simple rechazo escéptico, aunque deba sometérsela a una crítica inmanente. El resultado es la serie de ensayos contenidos en este libro. Éstos han sido ordenados cronológicamente de acuerdo con los autores de los que se ocupan. El lector comprobará que ellos se extienden en muy diversas direcciones, cubriendo, nos atrevemos a pensar, todos aquellos dominios que en la historia han sido los más significativos: la política, la religión, la ciencia, la historia y la estética, dominios donde hoy la Razón se interroga nuevamente, parece volver sobre sus pasos y por momentos renunciar a algunos de sus logros.

En efecto, los primeros tres ensayos se ocupan de uno de los filósofos que ha recibido las valoraciones más encontradas acerca de su compromiso con la modernidad, a cuyo diagnóstico ya nos hemos referido: G.W.F. Hegel. Lo que está en juego es si la filosofía de Hegel, quien se consideraba a sí mismo continuador crítico de Kant, es la culminación del proyecto de la modernidad o bien su primer gran adversario. Los tres autores parecen coincidir en la primera alternativa. El texto “Crítica y defensa de la modernidad en Hegel” sostiene que, al colocar a la subjetividad como problema central de la época, el filósofo alemán pertenece a la modernidad, pero llega a la conclusión de que, convertido en principio explicativo único y fundante, la subjetividad provoca dualismos irreconciliables y es la causa determinante de la alienación y el desgarramiento imperantes. La Filosofía del derecho es de hecho, la respuesta definitiva a la problemática de la modernidad. El segundo ensayo, “Hegel, crítica del estado moderno”, adopta una estrategia complementaria: no sólo habría que incluir a Hegel entre los defensores de la modernidad sino considerarlo nuestro contemporáneo espiritual, pues su concepto de Estado es aún un proyecto inacabado. Es verdad que la modernidad hizo irrumpir al sujeto individual y otorgó a la voluntad el fundamento de la legitimidad. Pero, asegura el profesor Rendón contra un individualismo a ultranza, esta voluntad no puede ser libre si se mantiene en el arbitrio. Una voluntad sólo sale de su indeterminación si su obrar se determina de acuerdo con leyes y principios pensados, es decir, universales y éstos no son una simple prolongación del arbitrio individual, sino un encuentro intersubjetivo, lleno de conflictos y antagonismos, en el Estado. Lo que hace a Hegel un autor de nuestros días es su convicción de que el individuo sólo se hace objetivamente (y no subjetivamente) libre cuando se convierte en ciudadano. Por último, el tercer ensayo busca delinear justamente en qué consiste la crítica a la razón de la modernidad iniciada con Hegel. El trabajo con el título “La razón en la historia, tres críticas a la razón de la modernidad” se propone mostrar que un hilo conductor vincula a Hegel, Marx y, más recientemente, M. Foucault y que tal continuidad descansa en el rechazo a la idea de la razón como un principio inamovible y fijo, para colocar a la razón decididamente en los avatares de su propia historia. La razón no es un ideal siempre pospuesto. Su tesis principal es que es el mismo proceso, teñido de contradicciones, el que ha producido los logros más importantes de la razón moderna, lo mismo que sus fracasos más notables. En conjunto, estos trabajos buscan mostrar que la tradición crítica que se inicia con Hegel y se continúa con Marx, lejos de ser adversaria de la modernidad, es su realización más extrema, la forma más desarrollada de la autonomía de la razón. Es justamente a propósito de Marx que se detiene el cuarto texto contenido en nuestro libro: “¿Qué cosa errónea es el capitalismo (si es que algo lo es)?” Nuevamente, lo que está en juego es la noción de crítica filosófica, dirigida esta vez a las relaciones capitalistas de producción. El propósito de la autora no es desde luego declarar la inocencia del capitalismo, sino encontrar lo que a su juicio debe ser el fundamento filosófico de su crítica. Para ello, revisa tres formas de crítica al capitalismo que pertenecen a la tradición marxista: la primera crítica considera que el capitalismo es disfuncional y, por ende, incapaz de tener éxito como sistema social; la segunda crítica señala que el capitalismo se basa en la explotación de la mayoría y por lo tanto es injusto; y la tercera crítica afirma que el capitalismo provoca una forma de vida enajenada y por consecuencia, una forma de vida mala. Sin desdeñar del todo estas formas de crítica, a través de una trama cerrada de argumentos el artículo concluye que todas ellas son insuficientes, porque descansan en presupuestos éticos discutibles y en datos económicos insuficientemente demostrados. En opinión de la autora, sería preciso encontrar un metacriterio que escape a la arbitrariedad que considera debilitan las posiciones éticas precedentes.

La igualdad entre todos los hombres y el cosmopolitismo son, como se ha visto, uno de los pilares de la modernidad, desde su origen. Pero es justamente en el dominio de las relaciones interestatales (frecuentemente caracterizadas por la guerra), donde la razón ha sufrido algunos de sus mayores fracasos. Éste es el tema del siguiente trabajo que lleva como título: “Elementos para una reconstrucción crítica del paradigma moderno de las relaciones interestatales”. Lo que retiene la atención de la autora es la necesidad urgente de algún principio de evaluación moral y política ante el incremento de las violaciones de los derechos fundamentales ocurridos en algunos países, que han dado lugar a la reanimación de la doctrina de la ‘guerra justa’, invocada en las siempre discutibles ‘intervenciones humanitarias’. Pero es una tarea compleja encontrar principios para fundamentar una doctrina que regule las con frecuencia violentas relaciones internacionales. Las diversas teorías existentes oscilan entre un realismo político, desentendido de principios éticos, y un idealismo utópico que se empeña por el contrario en postular una serie de valores éticos que serían aplicables a todos los casos. La autora toma partido y propone al lector una tercera vía consistente en reconocer la historicidad de los principios morales que guían las relaciones entre estados, sin que ello impida buscar criterios estables que permitan determinar cuáles principios son preferibles y en qué medida estos principios aseguran beneficios para todos.

Hasta ahora, los trabajos presentados se han interesado en los conflictos que la razón de la modernidad enfrenta en su existencia terrenal. Los dos textos siguientes se interesan más bien en los diagnósticos que algunos pensadores han hecho de la razón moderna. En ambos casos, la conclusión es más bien pesimista, lo que resulta más notable porque se refiere a dominios que la modernidad ha considerado como decisivos: la ciencia y la estética. El primero de estos trabajos: “El desencantamiento del mundo. La historia de la modernidad de M. Weber”, se centra en las consecuencias que se han seguido de la racionalización y la secularización de la modernidad. De acuerdo con M. Weber, ‘desencantamiento’ quiere decir que, debido a la racionalización científica y la laicización, los seres humanos han eliminado aquellas compensaciones simbólicas, ilusorias quizá pero indispensables, que les permitían dar un sentido a su presencia en el mundo. En consecuencia, pagan su desarrollo material y su independencia con la obligación de encontrar por sí mismos la respuesta a cuáles son las condiciones aceptables para vivir. Weber sostiene que en ausencia de respuesta tradicional a las cuestiones de ¿qué debemos hacer?, o bien, ¿cómo debemos vivir?, el individuo de la modernidad vive una suerte de extrañamiento en el mundo. Y a medida que el desencantamiento avanza más se diferencian las esferas de valor de los órdenes vitales y más difícil se hace desarrollar una forma de vida racional y una personalidad ética valedera. Puesto que la racionalización y la secularización son procesos irreversibles, el diagnóstico parece simplemente indicar que la razón de la modernidad tiene en su interior una contradicción insoluble.

Algo similar acontece con los diagnósticos de los que se ocupa el texto que lleva como título “Entre la imagen del mundo y la historia arquetípica de la modernidad. Comprensión y crítica de la modernidad en Martin Heidegger y Walter Benjamin”. Desde la década de 1930, Heidegger habría expresado este diagnóstico crítico que no alcanza tal o cual uso inadecuado del conocimiento racional, sino la estructura inherente de la ciencia moderna misma. Los grandes progresos científicos y tecnológicos, con su exigencia de rigor, le aseguran al sujeto la visibilidad, la calculabilidad y la dominabilidad de los entes, pero en contrapartida, enfrentándolo al mundo, lo exilian de éste. La imagen del mundo que aquellos ofrecen acaba por excluir al hombre quien no encuentra otro acceso que el cálculo, la utilización, la manejabilidad y la regulación. Heidegger hace pues suyo, pero colocándolo en un profundo plano ontológico, el reproche de alienación del ser humano respecto a sus propias obras que puede encontrarse desde Hegel hasta Marx. Con la diferencia de que, de acuerdo con Heidegger, el sendero que la ciencia cancela, es abierto por el arte. Es el arte el que pone en juego una verdad que mediante la presencia y ausencia, permite al ser humano una verdadera ‘desocultación’, similar a la que evoca la antigua noción griega de aletheia. Una expresión muy diferente pero quizá del mismo extrañamiento se respira en la obra de W. Benjamin, La obra de los pasajes. Aquí, el ser humano se busca inútilmente en los pasajes cotidianos, en medio de la alucinante gran ciudad que él mismo ha producido. Aquí se trata de encontrar que en cada objeto, por minúsculo que sea, se concentran todos los intereses y fuerzas de la historia. Pero, ¿puede el sujeto anudar sus propias experiencias infantiles con esta experiencia urbana de suyo histórica y en consecuencia de otra dimensión? Mediante un ‘montaje literario’, Benjamin, siguiendo una premonición que cree encontrar en Baudelaire, refleja las tensiones y las expectativas que un individuo y una comunidad resienten ante un mundo material que, siendo su obra se ha vuelto ajeno. Benjamin cree encontrar un remedio en la fuerza liberadora de la memoria, en la posibilidad que ésta ofrece de anudar el mito individual con la técnica actual, la estabilidad de lo arcaico con la fugacidad del presente, el peso del infierno moderno con el sueño de la utopía. No se encontrará en Benjamin desde luego una doctrina sino una evocación, una necesidad de redención tal vez de origen místico en el filósofo, pero objetiva y resentida por el hombre de la modernidad. Benjamin es un buen exponente de la idea de que la razón alienada también es de este mundo.

Después de las experiencias traumáticas de los totalitarismos del siglo XX, se ha hecho una obligación reconsiderar la manera en que los individuos de la modernidad organizan su vida política. A este impulso obedece la definición de política que H. Arendt propone y que es el tema del artículo El modelo de autonomía de la política de H. Arendt. Lejos de renunciar a la política, como otros filósofos, Arendt la coloca como un tema central de la vida moderna. Pero estima que debe descansar sobre nuevas bases. Lo crucial es la acción, porque de ésta surge el poder, pero en lugar de entregar éste a ninguna autoridad o verdad trascendente, los individuos deben mantenerlo en el compromiso hecho uno ante el otro con el fin de cambiar el curso de la vida colectiva. Arendt considera que el origen de las catástrofes se encuentra en la asociación entre autoridad, obediencia, trascendencia y verdad que habría sido concebida por Platón, heredada por el cristianismo y asumida de manera acrítica por la modernidad. Por ello es mejor renunciar a la autoridad como dominio y como verdad epistémica. Sin embargo, esto implica el rechazo de toda metafísica a cambio de una doctrina de la inmanencia de la acción humana. Ésta es quizá la mayor radicalidad de Arendt. Ella sostiene que mediante la acción se funda el poder y que en su acción continua los individuos no tienen otro propósito de refundar una y otra vez la autoridad que de ello emana. La acción misma es contingente, pero esta contingencia es sinónimo de libertad porque no los conduce a un fin preestablecido. Esta esfera política de libertad queda entonces indeterminada, abierta a la aparición de espacios de pluralidad y de una multiplicidad de factores. Todo ello puede descansar en las promesas mutuas legitimadas no por una entidad trascendente sino por la tolerancia y el perdón que pueden concederse mutuamente. Es seguramente una de las concepciones que lleva más lejos la idea propia de la modernidad de devolver a los hombres el control de sus condiciones de existencia.

Como se ha visto previamente, la primera modernidad surgió como un proyecto de secularización. Pero ahora, que se acercaba a su culminación, parece volver sobre sus pasos. Al menos ésta es la impresión que provoca la sugerencia hecha por J. Habermas y G. Vattimo, de prestar atención a la religión como una forma de compensación a la ausencia de sentido colectivo provocada por la subjetividad moderna. Éste es el tema de la última contribución contenida en este libro: La secularización moderna y sus paradojas políticas contemporáneas. Al proceso de secularización corresponden principios que son básicos en la modernidad pero después de una rápida transformación de la conciencia ahora parecen pesarle al individuo el relativismo moral, al indiferencia pública, la contingencia personal y el exilio cósmico, todo ello exacerbado ciertamente por el énfasis normativo que se le ha impreso a la vida pública. Seguramente, la sugerencia de recurrir a la religión como recurso espiritual dejará profundamente insatisfechos a muchos filósofos, pero en cierto modo es sólo un episodio más de las tormentosas relaciones existentes entre modernidad y religión. ¿Es posible una religión civil ausente de dogmatismo para salvaguardar una modernidad que se ve amenazada por sí misma, como lo creyeron Rousseau, Tocqueville o Kant? El autor no ofrece una respuesta definitiva y deja al lector la respuesta a esta cuestión. Lo que es seguro es que permanece la convicción de que aún aquellos valores que se creían a salvo, deben ser reanimados constantemente.

Bajo el término ‘modernidad’, que cubre un largo arco del tiempo desde mediados del siglo XVII hasta nuestros días, subyace un itinerario de la conciencia individual y colectiva que ha configurado nuestro presente. No hay duda de que en el trayecto hay valores y resultados irreversibles como la autonomía moral y política del sujeto individual y el gran desarrollo científico y técnico que ha producido un volumen de riqueza sin precedente. Pero, en ese mismo proceso, se han producido las formas de exclusión de la mayoría de tal bienestar posible, las formas de alienación del sujeto ante sus propios productos y, en general, los ideales de equidad y justicia que se habían propuesto están muy lejos de ser alcanzados. Este libro quiere ser un testimonio de las incertidumbres que todo ello ha generado en la concepción de la razón iniciada en la modernidad. Pero no es para renunciar a ésta, sino para continuar la búsqueda de una forma más acabada de razón susceptible de guiar a los seres humanos a construir un mundo acorde con su concepto.

CRÍTICA Y DEFENSA (AUFHEBUNG) DE LA MODERNIDAD EN HEGEL

MIGUEL GIUSTI

 

Cuando se desató el debate sobre la posmodernidad a fines del siglo pasado, muchos de sus interlocutores volvieron la mirada a Hegel, aunque no todos con la misma intención. Para algunos, como Jürgen Habermas, era preciso reconocerle haber sido un pionero en la formulación de una crítica inmanente al propio paradigma filosófico de su época. Para otros, en cambio, entre los que se cuentan muchos filósofos de la tradición francesa, había que considerarlo más bien como el punto culminante o acaso el último intento de sistematización de la metafísica moderna de la mismidad. Es conocida, por ejemplo, la tesis de Habermas, en su famoso libro El discurso filosófico de la modernidad, acerca de la importancia de Hegel para el ejercicio de autocomprensión de la propia época moderna. Escribe allí Habermas: “Hegel no es el primer filósofo que pertenece a la época moderna, pero es el primero para el que la modernidad se vuelve un problema. En su teoría se hace por primera vez visible la constelación conceptual entre modernidad, conciencia del tiempo y racionalidad” (Habermas, 1989: 60). De otro lado, es también conocida la visión retrospectiva de la filosofía francesa del siglo XX preparada por Vincent Descombes, en la que se considera a Hegel como el representante principal de la filosofía de la mismidad propia del paradigma de la modernidad (Descombes, 1979). La discrepancia aquí evocada no es, en realidad, casual o sorprendente. Ella expresa más bien de modo ambivalente la intuición central que tuvo Hegel sobre su época y que lo llevó a formular una crítica original que incluyese al mismo tiempo una defensa de su proyecto filosófico.1

Veamos por ejemplo el siguiente pasaje, tomado de la Filosofía del derecho: “El derecho de la libertad subjetiva constituye el punto central y el viraje en la diferenciación entre la antigüedad y la época moderna. Este derecho ha sido enunciado en su infinitud en el cristianismo y convertido en efectivo principio universal de una nueva forma del mundo” (Hegel, 1975: 155-156).2 Formulaciones como ésta, destinadas a caracterizar conceptualmente el mundo moderno por oposición a la antigüedad, aparecen con no poca frecuencia en las obras de Hegel, y nos hablan de una reflexión como la que sugería hace un momento. En esas formulaciones se pone de manifiesto una preocupación por descubrir el nexo existente entre las concepciones filosóficas y el contexto histórico de su surgimiento, y se advierte ya en buena medida lo que luego pasará a ser el modo habitual de nuestra comprensión y caracterización de las épocas históricas. Ello ocurre específicamente con el análisis conceptual de los problemas fundamentales de la modernidad, época sobre cuya delimitación y cuyo significado ha reinado y reina aún hoy una abierta controversia.

En la propia época moderna es fácil encontrar muchos testimonios que dan cuenta con elocuencia del propio sentimiento de superioridad con respecto a las épocas pasadas. Sumamente sugerente, entre ellos, es la famosa querelle des anciens et des modernes, cuyas repercusiones son aún perceptibles en el pasaje citado de Hegel. Pero, más que por la originalidad de su desenlace conceptual, aquella disputa es interesante por los presupuestos teóricos y las simplificaciones históricas que logra ponernos de manifiesto. Veremos, en el transcurso de esta reflexión, que la caracterización hegeliana del mundo moderno puede ser interpretada como una respuesta original al problema sugerido por dicha querelle. Procuraremos, ante todo, poner en cuestión un prejuicio muy difundido, de acuerdo al cual la filosofía de Hegel habría asumido irreflexivamente el credo ilustrado del progreso o el proyecto metafísico de la subjetividad moderna. Porque la novedad de su interpretación de la época consiste justamente en haber entendido la relatividad histórica de la Ilustración y de la metafísica de la subjetividad, mostrando que éstas reflejan en cierto modo el desgarramiento y la alienación de la época toda.

Ahora bien, ¿a qué llama Hegel más exactamente ‘mundo moderno’ o ‘tiempos modernos’?3 ¿Cómo caracteriza a esta época y en qué sentido esta caracterización puede ser entendida como una ‘crítica’? En las reflexiones que siguen se hallará una respuesta global a estas preguntas. A modo de introducción al problema, recordaremos en un primer momento los temas centrales de la mencionada querelle des anciens et des modernes, a fin de identificar el contexto histórico y conceptual frente al cual se produce la toma de posición de Hegel. A continuación, analizaremos la interpretación hegeliana de la modernidad de un modo más sistemático.

1. Hegel y la querelle des anciens et des modernes

La famosa querelle fue desatada por Charles Perrault durante una sesión de la Académie Française en 1687, vale decir en los inicios de la Ilustración.4 En aquella ocasión, Perrault defendió resueltamente, para el caso del arte, la superioridad de los modernos frente a los antiguos, argumentando a tal efecto que la manifiesta primacía de las ciencias de la época desde Descartes y Copérnico debía hallar su correlato en una mayor perfección de las artes. Se ponía así en cuestión, en la Ilustración temprana, la concepción cíclica de la historia propia del Renacimiento, remplazándola por un modelo de desarrollo progresivo, en el cual las edades de la historia coincidían metafóricamente –como lo sugiere la obra misma de Perrault– con las etapas de desarrollo de la vida humana. “Los antiguos somos nosotros” (“c’estnous qui sommes les anciens”), escribe Perrault, dando a entender que la humanidad ha alcanzado en su época la fase de la madurez, vale decir, que ella representa la culminación de un proceso histórico en cuyo inicio los anciens eran aún jóvenes. Es verdad que Perrault no logró imponer su opinión, pero el debate fue aleccionador. Luego de veinte años de acaloradas discusiones, ambas partes se vieron obligadas a conceder que cada época posee sus propias costumbres y su propio sentido del gusto (su beau relatif), de modo que habría de evitarse hablar de imitación o de superioridad en el ámbito del arte. Como es sabido, esta polémica fue continuada en Alemania, especialmente gracias a la obra de Gottsched y Winckelmann.

La posición adoptada por Winckelmann fue original y paradójica: demostraba, por una parte, la necesidad de comprender históricamente las características peculiares del arte griego, pero mantenía, por otra parte, la invocación a seguir su ejemplo (Winckelmann, 1982). Esta paradoja sirvió de estímulo para la creación de teorías poéticas de orientación histórico-filosófica, tales como las teorías de Herder, F. Schlegel y Schiller. Al buscarse una caracterización conceptual diferente del arte antiguo y del arte moderno, la tradicional competencia entre ambos perdía su razón de ser. La antigüedad fue llamada ‘clásica’ (en cuanto perfección de una época pasada), y la modernidad (es decir, la Edad Media cristiana y la Edad Moderna) recibió el nombre de ‘romántica’.

Ahora bien, sería sin duda un desacierto pensar que las controversias de la querelle afectaban por igual a la conciencia que modernos e ilustrados tenían del valor de su propia época. Es ciertamente un hecho muy significativo que la polémica se refiriese a la definición del arte; este hecho merecería un análisis que no es posible desarrollar aquí. Pero, en realidad, ninguna otra disciplina ni ninguna otra producción cultural parecían dar lugar a una disputa semejante. En efecto, los modernos no tenían duda alguna de su superioridad, con respecto a los antiguos, en filosofía, en ciencias naturales, en moral, en política, en el avance de la técnica y en el conocimiento del mundo en general. La pretensión de Perrault de demostrar la superioridad de los modernos en el ámbito de las artes reposaba justamente sobre la firme y generalizada convicción de que la ciencia natural moderna habría desplazado ya mucho tiempo atrás a la ciencia antigua. Para ilustrar el alcance de este sentimiento de superioridad, bastaría recordar el proyecto baconiano de un Novum Organum, la redefinición de la philosophia civilis en Hobbes, la búsqueda cartesiana de un fundamentum inconcussum o el ‘giro copernicano’ de Kant, para no citar más que algunas de las innumerables manifestaciones de la conciencia triunfalista que caracteriza a esta nueva época.

Un extraordinario testimonio de este arraigado sentimiento de superioridad –testimonio elocuente debido a la entusiasta ingenuidad de su argumentación– es el manifiesto iluminista de Condorcet, el Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, de 1794.

Demostrando plena confianza en la ilimitada e incontenible capacidad del perfeccionamiento del hombre, y convencido de la validez del método de las ciencias naturales, así como de la necesidad de aplicar dicho método al análisis de la obra intelectual y moral del hombre a lo largo de la historia, Condorcet se propone como tarea elaborar un ‘cuadro’ de las estaciones de ese continuo progreso. “La filosofía ya no tiene nada que adivinar, ya no tiene hipotéticas combinaciones que hacer; ya no le queda más que reunir y ordenar los hechos, y mostrar las verdades útiles que nacen de su encadenamiento y de su conjunto” (Condorcet, 1980: 86). El bosquejo no es propuesto con la intención de modificar sustancialmente el curso de las cosas; ello no hace falta, pues la revolución es inminente y su triunfo indudable: “El estado actual de las luces nos garantiza que será venturosa” (Condorcet, 1980: 89). La filosofía ha abandonado ya definitivamente aquella “superstición según la cual no podrían encontrarse reglas de conducta más que en la historia de los siglos pasados, ni verdades más que en el estudio de las opiniones antiguas” (Condorcet, 1980: 88). La utilidad del bosquejo reside únicamente en los medios que nos ofrece para prevenir mejor o combatir más eficazmente los males y prejuicios del pasado cuyas repercusiones son aún perceptibles.

El curso de la historia expuesto por Condorcet se extiende desde la fase tribal, casi natural, del hombre primitivo –sujeto a todo tipo de errores, supersticiones e ignorancia, así como a la paulatina institucionalización de una clase dominante–, hasta la descripción predictiva del anhelado ideal futuro del género humano, en el cual habrá de eliminarse la desigualdad y realizarse a plenitud la perfección del hombre. El proceso histórico en su totalidad es interpretado como progreso gradual de la civilización humana. Condorcet está persuadido de que todas las naciones lograrán alcanzar “el estado de civilización al que han llegado los pueblos más ilustrados, los más libres, los más liberados de prejuicios” (Condorcet, 1980: 225-226).

El entusiasmo ilustrado que inspira semejante manifiesto del progreso de la civilización halla sus raíces más profundas en las premisas ontológicas de la filosofía y la ciencia modernas. Se trata de una proyección de los principios abstractos de la razón a la comprensión de las relaciones culturales y políticas, motivo por el cual sólo puede aspirar a tener vigencia en forma de una visión escatológica. Veremos, más adelante, cómo interpreta Hegel esta paradoja. Por el momento, conviene que analicemos una visión de la modernidad que parece hallarse en contradicción con la de Condorcet: la crítica de la civilización efectuada por Rousseau.

En efecto, todo parece indicar que el pensamiento de Rousseau es un paradigma de la actitud antiilustrada. Si comparamos la fe inconmovible de Condorcet en el ‘progreso del espíritu humano’ con la respuesta de Rousseau a la pregunta acerca del origen de la desigualdad imperante entre los hombres, detectamos a primera vista una notoria contradicción. Al final de su segundo Discurso, escribe Rousseau: “De esta exposición se desprende que siendo casi nula la desigualdad en el estado natural, ésta debe su fuerza y su incremento al desarrollo de nuestras facultades y a los progresos del espíritu humano, y por fin se vuelve estable y legítima mediante el establecimiento de la propiedad y de las leyes” (Rousseau, 1959, tomo 3: 193). Nos es familiar, además, el modo en que contrasta Rousseau frecuentemente al “hombre salvaje” (homme sauvage) con el ‘hombre refinado’ o ‘civilizado’ (homme policé o civilisé);5 al hacerlo, considera al proceso de civilización simultáneamente como un proceso de degradación del hombre. Rousseau apela a la idea de un estado natural armónico y ficticio, a fin de interpretar globalmente la historia de las instituciones sociales como un paulatino “progreso de la desigualdad” (Rousseau, 1959, tomo 3: 187), desde la instauración del derecho de propiedad hasta el establecimiento de un poder arbitrario.

Tras esta concepción se oculta, sin embargo, la misma premisa histórico-filosófica que viéramos aparecer ya en el caso de Condorcet, a saber, que la evolución de la humanidad ha llegado al umbral de una gran revolución, debido sobre todo al agravamiento generalizado de la injusticia. La última fase de esta evolución sería “el último término de la desigualdad y el punto extremo que cierra el círculo y toca el punto del cual hemos arrancado [...] Es aquí donde todo se reduce a la única ley del más fuerte y, por consiguiente, a un nuevo estado natural diferente de aquel por el que hemos empezado en el sentido en que uno era el estado natural dentro de su pureza y que este último es el fruto de un exceso de corrupción” (Rousseau, 1959, tomo 3: 191).6 En efecto, la representación de un estado natural es, en Rousseau, sólo un lado –el lado crítico– de su concepción de la historia. Su complemento positivo, indesligable del anterior, es la propuesta de una utopía política en la que habría de realizarse, por medio del contrato social y sobre la base de la virtud republicana, la plena identificación del individuo con la voluntad general. Es más, la idea del estado natural hace las veces de instancia moral, en virtud de la cual puede justificarse un doble propósito: calificar, de una parte, el desarrollo histórico de las instituciones humanas como agudización progresiva de la desigualdad, y demandar, de otra parte, la reconciliación definitiva del individuo con sus instituciones.7

Como vemos, pues, pese a la aparente contradicción de sus planteamientos básicos, la crítica del proceso de civilización efectuada por Rousseau no dista tanto de la valoración positiva que le merece el mismo a Condorcet. Ambos recurren a un ideal racional para juzgar por su intermedio las formas de institucionalización de la acción humana en la historia. Pero, ¿qué significa civilización en este contexto? Una breve explicación de la historia de este concepto puede sernos de gran ayuda para poner en relieve los presupuestos filosóficos subyacentes a la controversia entre antigüedad y modernidad, controversia que las concepciones de Rousseau y Condorcet reflejan sólo de modo superficial.

Emplear el término civilización para designar el proceso evolutivo de la cultura en la historia humana sólo tiene sentido bajo la suposición de un estado natural (sea cual fuere su caracterización) que habría sido abandonado por los hombres mediante acuerdos contractuales de creciente complejidad o mayor refinamiento. Civilización es un término derivado de la expresión latina civilis, con la cual la filosofía política moderna denomina al estado de derecho, es decir, el estado liberado ya de las guerras y del poder arbitrario, y en donde son vigentes las condiciones necesarias para la convivencia pacífica en la sociedad. Desde Hobbes hasta Fichte va acentuándose cada vez más esta oposición entre status naturalis y status civilis. El término civilis, a su vez, es una traducción del adjetivo griego politikós, con el que Aristóteles denomina a aquella forma de comunidad que, ‘por naturaleza’, le permite al hombre realizar sus propios fines.8 La palabra ‘naturaleza’ tiene, en esta concepción, un significado tan diferente al de las teorías modernas, que sería inimaginable allí la representación de un ‘estado natural’. La polis (la civitas), dice Aristóteles, existe ‘por naturaleza’ (physei), es decir, ella es el ‘fin’ (telos) de todas las demás formas de acción y comunidad, y “el fin es precisamente la naturaleza”.9 Lo que esta última afirmación quiere decir es, obviamente, algo muy distinto a lo que sobrentienden las teorías modernas del derecho natural. La polis es ‘fin’ y ‘naturaleza’ porque representa el marco institucional indirectamente preservado por la actualización de los fines particulares. En todo caso, no hay lugar allí para un concepto de naturaleza entendido como negación o privación del orden social, tal como aparece en la metafísica moderna.

La reformulación del concepto de civitas y el planteamiento de esta nueva oposición entre status naturalis y status civilis ponen de manifiesto un rasgo esencial de la filosofía moderna, a saber: que no sólo con respecto al conocimiento de la naturaleza, sino también con respecto a la instauración de las relaciones sociales, el punto de partida es la autodeterminación de la razón humana, y no un orden teleológico o tradicional. La fascinación que despierta por doquier el modelo geométrico del conocimiento en vistas a la fundamentación de la ciencia y la filosofía, es una de las variadas formas de expresión de la nueva tarea que se propone la metafísica. Sin embargo, la autonomía de la razón sólo parece obtenerse a costa de una contradicción insalvable entre la naturaleza (objeto de una filosofía ‘teorética’) y la realidad histórica (objeto o escenario de la filosofía ‘práctica’). Es consustancial a la nueva filosofía hallarse permanentemente en búsqueda de un nexo sistemático que reúna los polos opuestos sobre los que ella misma se ha levantado: subjetividad y objetividad, teoría y praxis, concepto y naturaleza, razón y realidad. La problemática subyacente al término ‘civilización’ nos remite, pues, como vemos, a la compleja disputa filosófica entre los modernos y los antiguos. Frente a ella adopta Hegel una posición original, exigiendo ante todo una reflexión sobre los condicionamientos históricos que obran allí de modo implícito.

El joven estudiante Hegel tuvo conocimiento de la versión francesa y la versión alemana de la querelle des anciens et des modernes. En sus primeras reflexiones, hace suya la nostalgia por el ideal de la antigüedad, pero es al mismo tiempo partidario de la Revolución francesa. Está convencido de la originalidad y validez del principio kantiano de la autonomía de la voluntad, y lo considera incluso como sostén del proyecto de la Ilustración; no obstante, interpreta simultáneamente el mundo griego (al igual que Montesquieu y Rousseau) como un espíritu armónico en el que están unidos el sentimiento y la razón. La lectura de los mal llamados “escritos teológicos juveniles” deja inicialmente la impresión de que Hegel oscila entre planteamientos de muy diverso origen o que combina confusamente posiciones filosóficas excluyentes. Los especialistas adoptan con frecuencia una posición muy cómoda, aunque nada esclarecedora, cuando distinguen ‘fases’ en la evolución del pensamiento de Hegel (a menudo con un criterio geográfico: Hegel en Berna, Hegel en Frankfurt, Hegel en Jena, etc.) asegurándonos así que Hegel habría sido primero ilustrado, luego kantiano, de pronto teólogo y antikantiano, enseguida epígono de Schelling, y así sucesivamente. Si relacionamos, en cambio, las ideas aparentemente contradictorias defendidas por Hegel en estos años, con el debate contemporáneo entre los antiguos y los modernos o con la discusión filosófica a él subyacente, entonces podremos interpretar el problema sistemático principal de aquellos escritos como una toma de posición frente a la querelle.

La posición que Hegel defiende en el debate no es ni una invocación a restaurar la armonía cultural de la antigüedad, ni la adopción incondicional del credo de la Ilustración. Es, por más paradójico que parezca, las dos cosas al mismo tiempo. Entiende que la filosofía y la revolución de los tiempos modernos han hallado un fundamento de incuestionable originalidad en la historia, pero no deja de preguntarse por qué ello ha debido ocurrir a expensas de la integridad de la razón imperante en el mundo antiguo. Anima a Hegel, por así decir, la pregunta por las razones que han conducido a extrapolar un descubrimiento histórico en sí mismo valioso e irreversible. Tras los diversos planteamientos de la filosofía moderna reconoce Hegel un denominador común –que él mismo caracteriza conceptualmente como “el principio de la subjetividad”–, y advierte que a él se ha llegado ignorando la cohesión de la “vida buena” de la antigua polis. El ‘principio de la subjetividad’, si bien representa una dimensión de la racionalidad desconocida por los griegos, no parece ya poder dar cuenta de la raigambre sustancial sobre la que reposaba la ética de la antigüedad. Pero, de ser esto así, nos vemos obligados a buscar las razones de esta ‘pérdida’ o a explicar el sentido del desarrollo paradójico de la filosofía moderna.

Ésta es la cuestión central que preocupa a Hegel desde sus primeros escritos y que orienta sus diferentes proyectos sistemáticos iniciales. Pero, como hemos visto, no se trata simplemente de una pregunta genérica sobre la relación existente entre dos épocas históricas, sino de un cuestionamiento más profundo de las premisas ontológicas sobre las que reposa aquella relación, y de las cuales depende igualmente el modo en que los modernos conciben la oposición de la razón a la experiencia y a la historia. Por la naturaleza misma de la pregunta, es decir, por destacar mediante ella la ambigüedad esencial del concepto moderno de subjetividad, Hegel se aparta de la conciencia triunfalista de su época. La intención mediadora subyacente a la pregunta lo convierte en un crítico de la filosofía moderna. A ésta le reprocha Hegel no haber sido consciente del proceso histórico en el que pudo llegar a desarrollarse el subjetivismo, del cual ella misma, como filosofía, ha terminado por ser un reflejo teórico. “La filosofía debe preguntarse [...] si la especulación (alejada todo lo posible del sentido común y de la fijación de contrapuestos por parte de éste) no ha sucumbido al destino de su época: tener que poner absolutamente una sola forma del Absoluto, es decir, lo contrapuesto según su esencia” (Hegel, 1989: 23). Pasemos pues a analizar más de cerca la caracterización hegeliana del mundo moderno.

2. Una valoración crítica de la modernidad

Por medio de las expresiones ‘mundo moderno’ (moderne Welt) y ‘tiempos modernos’ (moderne Zeiten) quiere Hegel sugerir que existe una vinculación intrínseca entre los diferentes planteamientos teóricos explícita o implícitamente predominantes en esta época histórica y quiere dar de ellos una interpretación filosófica de tipo sistemático. Los acontecimientos históricos más determinantes de esta época, a través de los cuales se pone de manifiesto además la conciencia de sus integrantes, son, para él: la Reforma, la Ilustración, la Revolución francesa y el surgimiento de la sociedad civil. A fin de caracterizar conceptualmente de modo unitario la originalidad y el problema central de la época, Hegel acuña la expresión ‘principio de la subjetividad’.