Baila conmigo - Susan Elizabeth Phillips - E-Book

Baila conmigo E-Book

Susan Elizabeth Phillips

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Beschreibung

LA LEGENDARIA AUTORA SUPERVENTAS DE THE NEW YORK TIMES, Susan Elizabeth Phillips, REGRESA CON UNA NOVELA SOBRE LA FEMINIDAD, LOS CORAZONES SALVAJES Y EL PODER TERAPÉUTICO DEL AMOR ¡Huye, huye tan rápido como puedas! Cuando Tess Hartsong, una joven viuda, se ve desbordada por los problemas, decide dar un giro a su vida y marcharse a Runaway Mountain, un pequeño pueblo en las montañas de Tennessee, rodeado de naturaleza, donde intenta superar su dolor y recuperar las fuerzas para seguir adelante. Sin embargo, en lugar de paz y tranquilidad, lo que encuentra es un enigmático artista con ansias de soledad, un bebé indefenso, un grupo de adolescentes curiosos y una ciudad que recela de los forasteros, especialmente de una tan testaruda como Tess. Igual de tozudo es Ian North, un hombre tan talentoso como complicado, que hará que Tess se replantee su vida de arriba abajo. ¿Se habrá perdido a sí misma en su huida hacia adelante o habrá encontrado su futuro?

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Índice de contenido
Prólogo
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Epílogo
Carta a las lectoras

Título ori­gi­nal: Dance Away with Me

© 2020 by Susan E. Phillips, LLC

An Imprint of HarperCollinsPublishers

____________________

Traducción: María José Losada

Corrección: Xavier Beltrán

Diseño de cu­b­ier­ta y fo­to­mon­ta­je: Eva Olaya

___________________

1.ª edición: mayo 2021

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2021: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­p­ia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del editor.

A los amores «extra» de mi vida: primero apareció Nickie, la reina del baile. Luego Leah, Andy y más tarde llegó Anya. Sin duda, las familias surgen de las maneras más inesperadas.

Prólogo

El chico sostuvo el bote de espray totalmente derecho. Lo mantuvo lo más cerca posible de la superficie de acero inoxidable. Apretó la boquilla y se recreó en la forma en que el brillante chorro de pintura roja formaba la letra «I».

Lo había hecho. Y en un tren. Cualquiera podía marcar una fachada o la puerta de seguridad de una maldita casa de empeños, pero solo los verdaderos delincuentes, solo los mejores grafiteros pintaban un vagón del metro de Nueva York. Y él tan solo tenía diez años.

Llegar allí desde el Upper East Side había sido tan peligroso como transitar por la Bosnia o el Irak de los cojones, o algún lugar similar: primero había atravesado Central Park en la oscuridad; luego había cogido la línea 1 en dirección norte con cuatro botes de espray Krylon dentro de la mochila. Lo había hecho cubierto con la capucha de su sudadera negra, para tratar de pasar desapercibido entre los borrachos y los yonquis que lo acompañaron en el trayecto hasta la calle 207. Así había llegado al puto Inwood, uno de los lugares más peligrosos de Manhattan, donde era fácil acabar asesinado, asaltado o siendo víctima de cualquier otro delito.

Y más tarde se ocultó en las sombras; así fue como se las arregló para pasar por delante de las narices de los guardias de seguridad de la estación de trenes de la calle 207, agachándose y abriéndose camino por la jungla nocturna de raíles y metales para decorar su primer vagón de metro.

Había rociado algunas briznas de hierba naranja y púrpura en la parte baja del vagón. Luego, había añadido unas frías criaturas demoníacas asomando entre ellas. Y para terminar, antes de que lo descubrieran, había rematado el grafiti con su firma: IHN4.

No era una firma inventada como las que usaban los demás. Eso no iba con él. Eran sus verdaderas iniciales; las tres primeras letras eran las mismas que las de su viejo, las de su abuelo y las de su bisabuelo. Solo la cuarta le pertenecía únicamente a él.

Pintar todas las letras del mismo tamaño era para aficionados, así que había hecho el cuatro más grande. El año anterior —no recordaba exactamente cuándo— había marcado por primera vez un edificio: el premio le tocó al inmueble de Central Park West donde vivía. Aquello había desatado una tormenta de la hostia en la junta directiva. Nadie había llegado a sospechar que había sido cosa suya.

O casi nadie.

Sin embargo, si no salía pronto de allí, acabarían descubriéndolo. Añadió grietas negras en las letras, como si se estuvieran resquebrajando. Ojalá tuviera un pincel y tiempo para hacerlo bien, pero no disponía de ninguna de las dos cosas.

Por fin, lo único que le faltó fue hacer la puta foto.

Desde hacía un tiempo, la autoridad metropolitana del transporte de Nueva York había puesto en marcha una nueva política: cualquier vagón con pintadas quedaba fuera de servicio hasta que limpiaran el grafiti. Así que la única manera que tenía un artista para demostrar que había dejado su marca era con una foto. Si no lograbas hacerla, la hazaña no existía.

Buscó a tientas en la mochila y sacó la Olympus Stylus que el ama de llaves le había regalado por su cumpleaños. Se alejó del vagón y enfocó, tratando de encuadrar la mayor parte posible de su obra. El flash quizá lo delataba, pero tenía que arriesgarse. Sin la foto, no podría presumir de su logro.

—¡Alto ahí!

Presionó el obturador. El flash se disparó al mismo tiempo que el guardia lo agarraba por el brazo, echando a perder la imagen.

***

Su padre fue a buscarlo a comisaría. Su viejo era un pez gordo de la ciudad, de esos capaces de decirle a la poli: «Vamos a hablarlo en privado». Pero, cuando hubieron salido de la comisaría y atravesado el desvencijado aparcamiento, le dio tal bofetada que lo envió contra el lateral de su nuevo Porsche 911.

—¡Serás gilipollas! —Llevó el brazo hacia atrás una vez más y le propinó otro violento golpe en el lado derecho de la cabeza, y un puñetazo en el izquierdo.

Ya dentro del coche, los diamantes que su madre lucía en los lóbulos de las orejas brillaron cuando ella giró la cabeza para mirar hacia otro lado.

Su padre lo empujó para que entrara en el diminuto asiento trasero. Sin embargo, mientras Ian se limpiaba la sangre de la nariz con la manga de la sudadera, lo único que pensaba era que no había conseguido hacer la foto. Ya estaba acostumbrado a la violencia de su padre. La asumiría, como siempre había hecho. Pero la foto...

La foto lo habría convertido en un dios.

1

Tess bailaba bajo la lluvia. Solo llevaba puestas las bragas y una vieja camiseta de tirantes, y en los pies un triste par de bailarinas que un día fueron plateadas. Pisoteaba las resbaladizas losas cubiertas de musgo bajo el nogal que había protegido la cabaña de la montaña durante años. Bailaba hip-hop. El día anterior había sido reggae; el anterior, quizá grunge… o no. Siempre bailaba con la música muy alta, con un volumen suficiente como para convertir el sonido en cómplice de su ira, para que la ayudara a neutralizar el dolor que nunca nunca desaparecía. Aquello no hubiera sido posible en Milwaukee, pero allí, en Runaway Mountain, donde sus vecinos más próximos eran los ciervos y los mapaches, podía poner la música tan elevada como quisiera.

El viento frío y húmedo del mes de febrero del este de Tennessee llenaba el ambiente de olor a hojas en descomposición y de tristeza. No era el clima adecuado para estar al aire libre en camiseta de tirantes y bragas, pero acabar calada por la lluvia y pasar frío era algo a lo que Tess sí que podía poner remedio, a diferencia de la muerte de su marido.

Una losa rota se apoderó de la puntera de una de sus bailarinas y la hizo volar hacia la maleza. Se quedó con solo una de las zapatillas puesta, sintiendo un torrente de emociones en los pies. Una piedra afilada se le clavó en el talón, pero si se detenía, su ira la haría arder. Se obligó a seguir moviendo las caderas y sacudió la cabeza para que el pelo mojado y enmarañado flotara a su alrededor. Cada vez más rápido.

«No te detengas. No te detengas nunca. Porque si te detienes…».

—¿Estás sorda o qué?

Se quedó quieta cuando un hombre cruzó el viejo puente de madera que atravesaba el arroyo Poorhouse. Se trataba de un montañero, con el pelo oscuro y revuelto, nariz pronunciada y mandíbula fuerte. Un hombre grande como un oso, alto como un sicomoro americano e indiferente a la lluvia. Iba vestido con una camisa de franela a cuadros rojos y negros, tenía las botas salpicadas de pintura y llevaba unos vaqueros diseñados para el trabajo duro. Había leído sobre los montaraces, ermitaños que se refugiaban en los bosques salvajes con una jauría de perros y un arsenal de rifles militares. Hombres que no disfrutaban del contacto humano durante meses, durante años, y que llegaban a olvidar sus orígenes.

Se quedó petrificada, con las viejas bragas y la mojada camiseta blanca de algodón cubriéndole los pechos. Sin sujetador, furiosa, medio salvaje y muy sola.

Él corrió hacia ella ignorando la lluvia, y el tambaleante puente de madera se balanceó bajo cada uno de sus pasos.

—¡Ayer por la tarde…, y ayer por la noche…, y a las dos de la mañana…! ¡He aguantado demasiado, pero ya no lo soporto más!

Ella lo analizó en busca de una primera impresión; el pelo rebelde con ondas desafiantes y demasiado largo se rizaba, mojado, a la altura de la nuca; la ropa de trabajo arrugada y las botas de cuero agrietadas, salpicadas de pintura de una docena de colores diferentes; su barba no era lo suficientemente larga como para pertenecer a un ermitaño loco, pero aun así debía de estar chalado.

No se disculparía. Cuando estaba en casa, ya había pedido perdón demasiadas veces por la carga de dolor que había volcado sobre sus amigos y compañeros de trabajo, y no pensaba hacerlo allí también. Había elegido Runaway[1] Mountain no solo por su nombre, sino también por lo aislado que estaba: un lugar en el que podía ser descortés, estar triste y sentirse tan cabreada con el universo como quisiera.

—¡Deja de gritarme!

—¿De qué otra forma me vas a oír? —Él recogió el altavoz bluetooth de debajo de los restos astillados de una mesa de pícnic—. ¡Baja el volumen, joder! —Apretó el interruptor de apagado con un dedo largo de una mano enorme y detuvo la música—. ¿Y qué tal un poco de cortesía y educación?

—¿Cortesía? —le respondió ella con ironía, cabreada por las injusticias de la vida—. ¿Llamas cortesía a irrumpir como un salvaje?

—Si tuvieras algún respeto por todo esto… —Hizo un gesto hacia los árboles y el arroyo Poorhouse; las duras líneas de su rostro eran tan toscas que podrían haber sido talladas con una motosierra—. ¡Si tuvieras algún respeto, no habría tenido que irrumpir!

Y entonces ella lo notó. Percibió el momento exacto en que él se percató de su vestimenta o, mejor dicho, de su semidesnudez. Sus ojos, del color de la pizarra, la estudiaron de forma despectiva. Pero ¿por qué ese desprecio? ¿Por el pelo mojado y enredado? ¿Por su cuerpo, más voluminoso de lo que debería por tratar de ahogar sus penas con comida? ¿Por las piernas desnudas? ¿Por la ropa interior andrajosa? ¿O tal vez solo por la audacia de ocupar un lugar en lo que él creía su universo?

¿A quién quería engañar? Con los pechos marcados contra la camiseta mojada, debía de parecer el trillado estereotipo de una universitaria borracha que pasa las vacaciones de Pascua en Cancún.

—¡Lo único que tenías que hacer era pedirlo con educación! —La cabeza le daba vueltas por lo furiosa que estaba.

—Sí, estoy seguro de que eso habría funcionado. —Su mirada la atravesó mientras su voz sonaba como un ronco y profundo gruñido.

—¿Quién eres? —Estaba confundida, pero le daba igual.

—Alguien a quien le gustaría disfrutar de un poco de paz y tranquilidad. Dos palabras que, por lo visto, no comprendes.

Nadie la había reprendido desde que su marido había muerto. Por el contrario, todos habían actuado como si estuvieran todavía de pie en el tanatorio, frente a aquellas butacas tapizadas y envueltos en el nauseabundo olor a lirios stargazer. Tener un objetivo contra el que canalizar su ira le pareció irresistible hasta decir basta.

—¿Eres así de borde con todo el mundo? —indagó—. Porque si lo eres…

Justo entonces, un duende de los bosques cruzó levitando el estrecho puente del arroyo, saltando sin esfuerzo de un tablón a otro para sortear los que faltaban, con pasos tan ligeros que la estructura apenas se movió.

—¡Ian! —El largo pelo rubio de la criatura flotaba a su espalda bajo un gran paraguas rojo. Un vestido de gasa hasta el tobillo, más adecuado para julio que para principios de febrero, se arremolinaba alrededor de las pantorrillas de la joven. Era una chica alta y flexible, salvo por lo avanzado de su embarazo—. ¡Ian, deja de gritarle! —ordenó la etérea criatura—. Te he oído desde la escuela.

Así que de allí era de donde venía, de la vieja escuela de madera blanca que habían rehabilitado en lo alto del cerro, más arriba de la cabaña. En enero, cuando Tess se mudó, había subido por el sendero para ver lo que había. Cuando miró por las ventanas, había comprobado que la habían transformado en una vivienda, pero no parecía estar habitada. Hasta ese momento.

—No le hagas ni caso —dijo el duende. Era como un hada de cuento de Disney, con los ojos azules; le calculó unos treinta años, como ella. Pero ya estaba bien de cuentos… La miró mientras atravesaba la maleza que bordeaba la cabaña sin prestar atención a la hierba húmeda que le rozaba las pantorrillas—. Siempre se pone así cuando tiene problemas con un cuadro.

Un cuadro. No con la pintura en general. El hombre debía de ser un artista y no un montaraz. Un artista muy temperamental.

El hada se rio, una risa que no llegó a verse reflejada en esos ojos azules de cuento. Algo en ella le resultaba familiar, aunque Tess tenía la certeza de que no la conocía.

—Ladra más que muerde —continuó el hada—. Aunque también es cierto que muerde. —Extendió una delgada y cálida mano desde debajo del paraguas rojo—. Soy Bianca.

—Tess Hartsong.

—Tienes las manos congeladas —comentó la mujer—. Qué gusto, yo estoy pasando mucho calor.

El ojo de comadrona profesional de Tess se hizo cargo de su estado. A Bianca le faltaba el aliento, como a muchas mujeres cuando estaban en el tercer trimestre. Calculó que debía de llevar siete meses de embarazo. Tenía la barriga alta y firme. Su tez era pálida, aunque no lo suficiente como para ser preocupante.

—Ian, ya has hecho suficiente —dijo el duende—. Vete a casa.

Él sostenía el altavoz bluetooth de Tess como si tuviera la intención de llevárselo al marcharse; sin embargo, le regaló otro gruñido y lo dejó caer con fuerza en el banco de pícnic.

—No me hagas bajar aquí otra vez.

—¡Ian!

Ignorando al duende, el montañés cruzó el estrecho puente; sus pasos golpearon los húmedos tablones de madera con tanta ferocidad que Tess estuvo segura de que todo el arroyo Pookhouse saltaría por los aires.

—Tú, ni caso —dijo Bianca—. Es un imbécil.

Comparado con el atormentado hombre de montaña, el duende que había bajo el paraguas rojo era como un arcoíris cubierto de rocío. Tess cerró el candado de su caja de Pandora interna, el lugar donde guardaba sus emociones cuando necesitaba sobrevivir a cualquier día.

—Ha sido por mi culpa —confesó—. No sabía que viviera alguien ahí arriba.

—Nos mudamos hace tres días. No era lo que yo quería, pero mi marido piensa que el aire de la montaña es lo mejor para mí. Al menos, eso fue lo que dijo. —Bianca le entregó a Tess el paraguas y se quitó el vestido de gasa por la cabeza. Iba desnuda, salvo por un pequeño tanga color champán—. ¡Oh, Dios, llevo queriendo hacerlo toda la mañana! Es como si tuviera un horno a pleno funcionamiento dentro de mí.

La lluvia se había convertido en una ligera llovizna, y Bianca miraba hacia los árboles, que goteaban. Era delgada, de muslos finos y venas celestes que dibujaban sus pequeños pechos de porcelana. Cómoda con su desnudez, se estiró para ponerse de puntillas sobre las sandalias y dejó que el largo cabello le cayera por la espalda en una sedosa cascada.

—Este sitio es muy tranquilo, pero aburrido. —Bianca miró hacia la cabaña—. ¿Tienes café? Ian se enfada si miro siquiera una taza de café, y aún me quedan otros dos meses.

Tess había ido a las montañas de Tennessee para alejarse de la gente; sin embargo, la atraía la novedad de hablar con alguien que no la viera como una trágica viuda. Además, no tenía nada mejor que hacer que chapotear bajo la lluvia o mirar por la ventana.

—Claro. —Recogió la zapatilla de ballet que había perdido—. Eso sí, te aviso de antemano: la casa está hecha un desastre.

Bianca se encogió de hombros y cerró el paraguas.

—La gente organizada me acojona.

Tess esbozó una de esas sonrisas que fingía para convencer a todos de que estaba bien.

—Pues no te preocupes por eso.

En otros tiempos, había sido diferente. Había sido organizada. Creía en el orden, la lógica, la previsibilidad. En el pasado, pensaba que debía seguir las reglas, que si una cumplía con sus obligaciones…, se detenía en las señales de stop…, pagaba impuestos…, todo iría bien.

El exterior de la cabaña era sólido, pero feo. En el techo crecía musgo, y dos finos troncos de árbol, que se habían visto despojados de la corteza hacía mucho tiempo, sostenían el voladizo que había sobre la puerta trasera. Las ramas aún desnudas de un nogal americano, de un arce y de un nogal negro flotaban sobre la vieja casa y arañaban el techo como las uñas de unas brujas.

En la estancia principal se hallaban la cocina y el salón y una escalera de madera que conducía a los dos dormitorios. Las paredes eran literalmente de pino encalado, pero la cal se había amarilleado con el tiempo. Las polvorientas cortinas se habían rasgado cuando Tess intentó descolgarlas para lavarlas, así que se había visto obligada a reemplazarlas por unas blancas. Una gran ventana frontal ofrecía vistas del valle y del pequeño pueblo de Tempest, Tennessee, mientras que las ventanas traseras daban al arroyo Poorhouse.

Bianca lanzó el vestido de gasa sobre el sillón y usó el respaldo para apoyarse al tiempo que se quitaba las sandalias. Cuando se enderezó, echó un vistazo de trescientos sesenta grados desde la chimenea de piedra ennegrecida por el hollín, que ocupaba un extremo de la cabaña, hasta la cocina antigua que había en el otro.

El fregadero de hierro fundido era de la granja original, al igual que la estufa de gas de los años 50. Los armarios abiertos, ahora despojados del papel que los había forrado, contenían la escasa colección de platos y conservas que Tess se había llevado de Milwaukee.

—Este lugar es el sueño de cualquier manitas —comentó Bianca.

Solo cuando empezaron a castañearle los dientes Tess se dio cuenta del frío que hacía. Metió las húmedas piernas en los vaqueros que había abandonado junto a la puerta trasera y se puso una vieja sudadera de la universidad de Wisconsin por encima de la camiseta mojada.

—No se me da bien reparar nada.

Tampoco era una de las habilidades de Trav. Él era el que sostenía la linterna mientras ella se arrastraba por debajo del fregadero para arreglar una tubería que goteaba.

—¿Alguna vez te he dicho lo sexy que me pareces con una llave inglesa en la mano? —le había dicho.

—Repítelo.

Tess se frotó el dedo en el que una vez llevó su alianza. Quitárselo le había arrancado el corazón, pero si hubiera seguido luciéndolo, habría tenido que soportar demasiadas preguntas. Y lo que era peor, habría tenido que escuchar las historias sobre las pérdidas de otras personas: «Sé cómo te sientes. Perdí a mi abuela el año pasado», «… a mi tío», «… a mi gato».

«¡No, no sabéis cómo me siento!», había querido gritar Tess a todos sus bienintencionados amigos y compañeros de trabajo. «¡Solo sabéis cómo os sentís vosotros!».

Dejó de frotarse el dedo.

—Lo mejor que puedo decir es que el lugar está limpio.

Había fregado la cocina de arriba abajo, había frotado los fogones con el estropajo de acero y el fregadero con polvo de fregar. Había pulido los viejos suelos de pino, arrastrado la alfombra turca raída al exterior para sacudirla y quitarle hasta la última mota de polvo, y había sufrido un ataque de estornudos cuando hizo lo mismo con los cojines del sofá, estampados con monumentales e inapropiadas escenas de la caza inglesa del zorro. Su única compra significativa había sido un colchón para la cama de matrimonio que presidía el dormitorio.

Bianca miró por encima del hombro y arrugó su pequeña y perfecta nariz.

—¿Tienes que usar un retrete exterior?

—Dios fue misericordioso conmigo. Hay un cuarto de baño en el piso de arriba. —Se subió la cremallera de la sudadera de Trav. La había usado durante meses después de su muerte, hasta que estuvo tan sucia que había tenido que lavarla. Ahora ya no apreciaba en la prenda el olor familiar de él, la combinación de piel caliente, jabón y desodorante Right Guard.

«¡Hostia puta, Trav! ¿Cuántas personas de treinta y cinco años mueren de neumonía neumocócica hoy en día?».

Se sacó la larga y enredada melena por el cuello de la sudadera.

—Compré la cabaña sin verla. El precio era atractivo, pero las fotos resultaron engañosas.

Bianca se tambaleó hacia la mesa de la cocina.

—Quedaría muy bonita con una mano de pintura y muebles nuevos.

La Tess de antes habría aceptado el desafío, pero la nueva Tess no. No solo no podía permitirse muebles nuevos, sino que tampoco le importaba lo suficiente como para comprarlos.

—Algún día.

Mientras Tess preparaba el café, Bianca habló sobre la biografía de una de las amantes de Picasso que acababa de leer y sobre cuánto echaba de menos la comida tailandesa. Así fue como Tess se enteró de que Bianca y su marido vivían en Manhattan, donde ella trabajaba como escaparatista y diseñadora en la industria de la moda.

—Diseño escaparates y tiendas pop-up —explicó—. Es más divertido que cuando era modelo, aunque no tan lucrativo.

—¿Has sido modelo? —Tess se giró desde los fogones para mirarla, y entonces lo comprendió.—. Por eso me resultas tan familiar. ¡Bianca Jensen! Todas queríamos ser tú. —No había relacionado el nombre de Bianca con sus días de universidad. En ese tiempo, aquel rostro de hada había sido portada de todas las revistas de moda.

—Tuve una buena carrera —afirmó Bianca con modestia.

—Más que buena. Estabas en todas partes. —Mientras Tess servía dos tazas de café y las llevaba a la mesa, recordó lo imperfecta que la habían hecho sentir todas esas portadas de revistas al tener ella pechos grandes, un pelo indomable y la tez aceitunada.

—Qué rico… Por la forma en la que actúa Ian, cualquiera diría que es heroína. —Bianca tomó un sorbo de su taza y soltó un largo y delicioso suspiro.

Como matrona, esa no era la primera vez que Tess se sentaba a la mesa de la cocina frente a una mujer casi desnuda, pero, a diferencia de Bianca, esas mujeres estaban de parto. Bianca enroscó la mano libre alrededor del vientre de una forma protectora y orgullosa, típica de las mujeres embarazadas.

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo en Tempest?

—Exactamente veinticuatro días. —Ser demasiado evasiva hacía que la gente sintiera curiosidad, y era mejor ofrecer un poco de información para que no pareciera que tenía algo que ocultar porque, cuando la gente supiera que era viuda, todo cambiaría. Apoyó los talones en el reposapiés de la silla—. Me cansé de vivir en Milwaukee.

—Pero ¿por qué elegiste venir aquí?

Porque había visto el nombre de Runaway Mountain en un mapa.

—Soy un culo inquieto.

No era cierto. Trav era el inquieto. En los once años que habían estado casados, habían vivido en California, Colorado y Arizona antes de volver a Milwaukee, donde ambos habían crecido. Él estaba dispuesto a mudarse de nuevo cuando murió.

Tess pasó el pulgar por el asa de la taza.

—¿Y tú? ¿Cómo has acabado en estas montañas?

—No ha sido por elección propia. No debe de haber más de ochocientas personas viviendo en este lugar olvidado de Dios.

Novecientas sesenta y ocho, según el cartel de la autopista.

—Todo es culpa de Ian —continuó Bianca—. Decía que la ciudad lo irritaba; demasiada gente, marchantes, prensa, aspirantes a artistas… Por eso decidió que nos mudáramos aquí.

—¿Marchantes? ¿Prensa?

—El hombre que te estaba gritando es Ian Hamilton North IV. El artista.

Aunque a Tess no le encantaran los museos, habría reconocido el nombre. Ian Hamilton North IV era uno de los artistas callejeros más famosos del mundo, después del misterioso Banksy. También era, según creía recordar, la oveja negra de la dinastía financiera de los North, algo así como la sangre azul de los negocios del país. Si bien no sabía mucho sobre artistas callejeros —o grafiteros de mierda, como los llamaba Trav—, ella siempre se había sentido fascinada por el trabajo de North.

—Dame un espray de pintura y yo mismo lo haré —le había asegurado Trav. Pero los críticos no compartían la opinión de su marido.

Recordó lo que había leído sobre North. Su fama había crecido desde que dejó de ser aquel niño que firmaba las calles de Manhattan, cuando sus grafitis decoraban las paradas de autobús y todo tipo de mobiliario urbano. A partir de entonces, había empezado a producir piezas más grandes, que aparecieron en las medianeras de edificios de todo el mundo; ilegales al principio y, al final, murales hechos por encargo y, por tanto, retribuidos. En la actualidad, las galerías y los museos, como la exposición que ella había visto, mostraban sus carteles y pinturas, todos con la firma que había adoptado de niño: IHN4.

Por naturaleza, los artistas callejeros sentían poco respeto por la ley y el orden, así que no debería sorprenderle que este artista en particular, por muy brillante que fuera, careciese del gen del altruismo. Como muestra, el hecho de haber arrastrado a su esposa embarazada lejos de su casa, en medio de la nada, dos meses antes de la fecha del parto.

—Vi la exposición del MoMA. —Había ido con Trav a Manhattan no mucho antes de que él enfermara. En aquel momento le habían encantado las imágenes explosivas que había visto en las paredes del museo, pero ahora que había conocido al artista, ya no la atraían tanto.

—Soy su musa. —Bianca se tocó la clavícula—. Lo vuelvo loco, pero me necesita. Cuando rompimos hace dos años, estuvo bloqueado durante casi tres meses. No podía pintar nada. —Sonrió, sin molestarse en ocultar su satisfacción.

Tess no estaba segura de que una criatura etérea como Bianca pudiera inspirar un trabajo tan mítico. En la exposición que había visto, las criaturas parecidas a los videojuegos de los primeros trabajos de North se habían transformado en seres grotescos y mitológicos que colocaba en un entorno cotidiano: la mesa de desayuno familiar, una barbacoa en el patio trasero, un box de oficina. La caligrafía de sus pinturas se había vuelto también más intrincada, hasta que, finalmente, las letras se imbricaron en el diseño abstracto.

La sonrisa de Bianca se volvió soñadora mientras posaba las manos sobre su vientre.

—Ya voy a un médico de Knoxville y nos mudaremos a un hotel cerca del hospital un par de semanas antes de la fecha del parto. Estoy deseando que llegue el momento.

No daba la sensación de que no pudiera esperar. Daba la sensación de que estaba disfrutando de cada instante de su embarazo. Tess sintió un ramalazo de dolor.

«Deberías haberme dejado un bebé, Trav. Era lo menos que podías haber hecho».

—Hacía mucho tiempo que yo quería tener hijos, pero Ian… —Plantó ambas manos en la mesa y se levantó de la silla—. Será mejor que vuelva antes de que venga a buscarme. Es demasiado protector. —Cruzó la estancia para recuperar su vestido y las sandalias—. Ser modelo me ha convertido en una nudista convencida. Espero no haberte asustado. —Intentó ponerse las sandalias—. No debería habérmelas quitado. Ahora ya no voy a poder ponérmelas de nuevo.

La hinchazón en los pies no parecía alarmante, pero debía de resultarle incómoda.

—Intenta beber más agua —dijo Tess—. Sé que parece una contradicción, pero ayudará a que tu cuerpo retenga menos líquido. Y mantén los pies en alto tan a menudo como puedas.

—Parece que tienes experiencia. ¿Cuántos hijos tienes?

—No tengo hijos. Trabajaba como comadrona. —Solo era una parte de la verdad. Era una comadrona titulada a la que le habían robado la alegría de ayudar a dar a luz a bebés, junto con todo lo demás.

—¡Eso es maravilloso! —exclamó Bianca—. He oído lo difícil que es conseguir una buena atención médica aquí, en el quinto pino.

—Me estoy… tomando un período sabático. —Si era cuidadosa con el dinero que había recibido por la venta de su piso, lograría mantenerse durante unos meses más antes de tener que montar una consulta y volver a trabajar.

—Ven a casa mañana —dijo Bianca—. Ian estará fuera haciendo senderismo o encerrado en su estudio; está en plena crisis artística, y así podré enseñarte la casa. Estoy deseando disfrutar de una compañía que no me gruña.

Y Tess sentía la necesidad de estar con alguien que no supiera de la muerte de Trav, que no la viera como la mujer rota que era.

Cuando Bianca se fue, Tess llevó las tazas al fregadero vintage, con su anticuado tablero de drenaje incorporado. El acabado de porcelana astillada y las manchas de óxido se negaban a rendirse al fregado. Mientras se secaba las manos, vio que tenía las cutículas hechas polvo y las uñas rotas. A diferencia de Bianca, ella nunca sería la musa de nadie, a menos que el artista tuviera pasión por las morenas desaliñadas de ojos rasgados, con el pelo salvajemente rizado y diez kilos de más.

Trav decía que sus ojos oscuros, entre azulados y morados, su tez aceitunada y su pelo casi negro le daban un aspecto terrenal y exótico, como si fuera una actriz de una de esas películas italianas de los años sesenta que tanto le gustaban. Ella le había recordado más de una vez que su pelo, casi negro, provenía de algún antepasado griego que nunca se había paseado por las calles de Nápoles con un vestido de algodón ajustado, como Sophia Loren cuando la perseguía Marcello Mastroianni, pero eso no lo había disuadido de burlarse de ella con palabras italianas inventadas.

De hecho, Tess acostumbraba a ser una persona divertida. Era capaz de hacer reír hasta a la parturienta más nerviosa. Sin embargo, en ese momento no podía recordar la sensación de reírse.

Se acercó al gran ventanal tratando de decidir cómo ocupar el resto del día. Un camino de grava serpenteaba a un lado de Runaway Mountain desde el pueblo, pasando por la cabaña, por la escuela, y terminando en lo que quedaba de una vieja iglesia pentecostal. A su lado, sobre una mesa desvencijada, había una copia de bolsillo de Sobre la muerte y los moribundos, de Elisabeth Kübler-Ross. Mientras Tess la miraba, una furia ardiente la invadió. Cogió el libro y lo lanzó al otro lado de la habitación.

«¡A la mierda, Liz, tú y tus cinco etapas de dolor! ¿Qué tal ciento cinco etapas? ¿Mil cinco?».

Pero claro, Elisabeth Kübler-Ross no había conocido nunca a Travis Hartsong, de pelo castaño y ojos risueños, de manos preciosas y optimismo inagotable. Elisabeth Kübler-Ross nunca había comido pizza en la cama con él ni él la había perseguido por toda la casa con una máscara de Chewbacca. Y, por eso, Tess vivía en ese instante en una cabaña desvencijada, en una montaña con el nombre más apropiado posible, en medio de la nada. Pero en lugar de estar dispuesta a apretar el botón de reiniciar de su vida, solo sentía ira, desesperación y vergüenza por su debilidad. Habían pasado casi dos años. Otras personas ya se habrían recuperado de la tragedia. ¿Por qué ella era incapaz?

***

Ian Hamilton North IV estaba teniendo un mal día. Un día particularmente malo en una larga serie de días malos. De semanas malas. ¿A quién cojones pretendía engañar? Nada iba bien desde hacía meses.

Había comprado la casa en Tempest, Tennessee, para aislarse. La calle principal estaba situada en una traicionera avenida de dos carriles donde había una gasolinera, un bar llamado El Gallo, un restaurante de barbacoa, una tienda Dollar General y un edificio de ladrillo rojo que albergaba el ayuntamiento, la comisaría de policía y la oficina de correos. En el pueblo había tres iglesias, un establecimiento de aspecto sospechoso que llamaban cafetería y más iglesias escondidas en las colinas. Y, al final de la avenida, un edificio de una sola planta llamado Centro Recreativo Brad Winchester.

Ian ya se había enterado de que el senador estatal, Brad Winchester, era el ciudadano más rico y poderoso de la ciudad. En otros tiempos, Ian habría dejado su impronta en ese edificio a la primera oportunidad que le hubiese surgido: IHN4. Lo habría marcado con pintura amarilla de Krylon en espray, con una gárgola entrando y saliendo de las letras. Probablemente lo habrían arrestado por ello. Ese pueblo tenía el gusto un poco limitado en lo que a arte callejero se refería; era lo que sucedía en los núcleos pequeños. Todos querían sus murales, pero odiaban su firma, sin entender que no se podía tener una cosa sin la otra. Pero la línea que dividía el vandalismo y la genialidad estaba abierta a la interpretación, y hacía tiempo que él había abandonado el papel de artista incomprendido.

El pueblo era demasiado pequeño para perturbar la belleza natural de la región: las colinas y las montañas que parecían pintadas con acuarelas, las brumas matinales, las extraordinarias puestas de sol y el aire limpio. Por desgracia, también había gente. Algunos provenían de familias que llevaban generaciones allí, pero también se habían establecido en esas montañas jubilados, artesanos, colonos y supervivientes.

Ian tenía la intención de minimizar todo lo posible el contacto con ellos, y solo había ido al pueblo con la esperanza de poder encontrar en la Dollar General los panecillos ingleses que se le habían antojado a Bianca. Habían desaparecido del pedido semanal, por el que pagaba una fortuna, y que le enviaban desde la tienda de comestibles más cercana y decente, a unos cuarenta kilómetros de distancia. Los panecillos ingleses tal vez fueran algo demasiado exótico para la Dollar General, pero él no estaba de humor para ir más lejos para conseguirlos.

Cuando llegó a su coche, se detuvo.

La bailarina endemoniada…

La vio por la ventana de lo que en ese pueblo consideraban una cafetería, La Chimenea Rota, un lugar donde también vendían helados, libros, cigarrillos y quién sabía qué más.

La bailarina era una mujer rara. A pesar de lo furiosa que le había parecido, había notado la completa ausencia de alegría en su baile. Sus feroces y bruscos movimientos habían sido tribales, más propios de un combate que de una danza. Pero estaba allí, quieta, suspendida en un rayo de sol, y así, sin más, quiso pintarla.

Ya la visualizaba en el lienzo. Sería una explosión de color con cada pincelada, con cada pulsación de la boquilla. Azul cobalto en ese feroz pelo gitano, con un toque de verde viridiana cerca de las sienes. Rojo cadmio rozando la piel oliva de los pómulos, un toque de amarillo cromo en su punto más prominente. Una raya de ocre ensombreciendo aquella nariz larga. Todo en una completa sinfonía de colores. Y sus ojos. Del color de las ciruelas maduras de agosto. ¿Cómo conseguir capturar la oscuridad en ellos?

¿Cómo iba a captar algo aquellos días? Se sentía atrapado. Encarcelado en su reputación, como si hubiera sido fosilizado en ámbar. Su padre no había sido capaz de «sacarle al artista de dentro», como solía decir, y ahora él se estaba abriendo camino por sí mismo. Los artistas callejeros, como Banksy, podían continuar con sus carreras hasta mediana edad, pero a él no le pasaba lo mismo. El arte callejero era el arte de la rebelión, y con su padre muerto y más dinero en su cuenta bancaria del que jamás gastaría, ¿contra qué coño iba a rebelarse? Podía cortar más plantillas, hacer más carteles, pintar más lienzos, pero todo resultaría falso. Porque lo sería.

Pero si no le quedaba rebeldía que plasmar, ¿entonces, qué?

Era una pregunta que no sabía responder, así que volvió a concentrarse en la bailarina. Llevaba unos vaqueros anodinos y una voluminosa sudadera granate, pero él tenía una excelente memoria visual. Y había visto su cuerpo mientras bailaba aquella primitiva danza; estaba demasiado delgada, pero con algunos kilos más estaría magnífica. Pensó en la exquisita Betsabé de Rembrandt relajada en su baño, en La maja desnuda de Goya, en la sensual Venus de Urbino de Tiziano. La bailarina tendría que comer para que él lograra igualar a esos pintores inmortales, y entonces querría pintarla. Era el primer impulso creativo que había experimentado desde hacía meses.

Se quitó la idea de la cabeza. Lo que tenía que hacer era deshacerse de ella. Y con rapidez. Antes de que llamara la atención de Bianca más de lo que ya lo había hecho.

Así que se dirigió hacia la cafetería.

[1]. En inglés, «runaway» significa «fugitivo».. (N. del C.)

2

Tess sabía que él estaba cerca incluso antes de verlo. Fue por un remolino en el aire. Un aroma. Una vibración. Y luego el gruñido hosco que tan bien recordaba.

—Bianca me ha dicho que esta mañana he sido muy maleducado.

—¿Y ha tenido que señalártelo ella? —Tess estaba mirando un anuncio en el escaparate de La Chimenea Rota cuando él se acercó.

De cerca era aún más formidable, todo lo opuesto al estereotipo de un artista con perilla, dedos manchados de nicotina y ojos muy abiertos. Poseía hombros anchos y una mandíbula sólida como una roca. Una larga cicatriz le recorría un lateral del cuello y los pequeños agujeros en los lóbulos de sus orejas sugerían que en algún momento había lucido pendientes (que serían, con toda seguridad, una calavera con dos tibias cruzadas). Era un forajido, la versión adulta del punk adolescente que había usado bote de pintura en espray en lugar de un arma, de un joven matón que se había pasado años entrando y saliendo de la cárcel por allanamiento y vandalismo. A pesar de los vaqueros usados y de la camisa de franela, era un hombre en la cima de su carrera y estaba acostumbrado a que todo el mundo se inclinara ante él. Sí, se sentía intimidada, tanto por el hombre en sí como por su fama. Y no, no pensaba permitir que se diera cuenta.

—Tiendo a estar absorto en mí mismo… —dijo, aclarando algo obvio—, salvo en lo que afecta a Bianca. —Hablaba de manera pausada, de modo que cada palabra sonaba más contundente que la anterior.

—¿En serio? —No era asunto suyo, pero desde el momento en que irrumpió en su jardín, él la había estado incordiando. Aunque estaba disfrutando de la libertad que le proporcionaba que alguien la riñera en lugar de mirarla con lástima—. ¿Por eso has arrastrado a una mujer embarazada lejos de su casa, a un pueblo que ni siquiera cuenta con un médico?

Como él tenía un ego demasiado grande para ponerse a la defensiva, lo dejó pasar.

—La niña no llegará hasta dentro de dos meses y dispondrá de los mejores cuidados. Lo que más necesita Bianca ahora es descanso y tranquilidad. —Sus ojos, del gris hostil de un cielo invernal justo antes de una tormenta de nieve, se encontraron con los de ella—. Sé que Bianca te ha invitado a nuestra casa, pero yo retiro la invitación.

En lugar de retroceder, como haría cualquier persona normal, lo presionó.

—¿Por qué?

—Ya te lo he dicho. Necesita descansar.

—Hoy en día se aconseja que las mujeres embarazadas sanas se mantengan activas. ¿Acaso no se lo recomendó su médico?

Su ligera vacilación quizá hubiera pasado desapercibida para alguien que no estuviera entrenado para observar, pero no para ella.

—El médico de Bianca quiere lo mejor para ella, y me estoy asegurando de que lo tenga. —Él se alejó con un gesto de cabeza.

Su fuerte musculatura y su paso decidido le daban la apariencia de un hombre que había sido diseñado por Dios para soldar vigas o bombear petróleo en lugar de crear algunas de las obras de arte más memorables del siglo XXI.

Bianca había dicho que era «muy protector», pero la situación parecía más bien asfixiante. Algo no iba bien entre esos dos.

Una camioneta destartalada pasó a toda velocidad con el tubo de escape petardeando. Ella había ido al pueblo a por dónuts, no para involucrarse en la vida de otras personas, y volvió a prestar atención al letrero del escaparate: «Se busca ayuda».

Era comadrona. Cualquier día de estos, la ira y la desesperación se convertirían en resignación. Tenía que ser así. Y en cuanto eso ocurriera, debería ponerse a buscar trabajo en su campo. Algo que le permitiera recobrar la satisfacción de ayudar a madres vulnerables a dar a luz.

«Se busca ayuda».

No necesitaba volver a trabajar todavía, así que ¿por qué estaba mirando el cartel como si todo su desordenado mundo se hubiera reducido a lo que había dentro de esa cafetería de mala muerte?

Porque estaba asustada. La soledad de Runaway Mountain, que ella había pensado que la curaría, no estaba funcionando. La idea de pasarse el día en la cama, comer dónuts y bailar bajo la lluvia se había vuelto demasiado tentadora. La semana anterior no se había duchado en cuatro días.

La amarga oleada de autodesprecio que la recorrió al recordarlo la obligó a atravesar la puerta. Podía preguntar por el trabajo o comprar un dónut y marcharse, debía tomar una decisión.

En el mostrador de la derecha había galletas y dónuts, pero no como en una cafetería de ciudad. Un congelador compacto mostraba ocho cubetas de helado. En las estanterías vio cigarrillos, barras de caramelo, pilas y otras rarezas que no solían encontrarse normalmente en una pastelería, en una heladería o en una cafetería. En un rincón había un par de estantes metálicos con libros de bolsillo, y sonaba de fondo una canción de rock, que reconoció vagamente pero cuyo título no recordaba.

El siseo de una cafetera exprés flotó en el aire. Vio su reflejo en el espejo detrás del mostrador. Casi no reconoció su cara hinchada, las sombras púrpuras que lucía bajo los ojos, la espesa maraña de pelo que no había visto un cepillo desde… quizá el día anterior, quizá el anterior al anterior, y la sudadera granate de Trav de la Universidad de Wisconsin.

El hombre que atendía la máquina de café pasó una bebida recién hecha por encima del mostrador a un anciano con un bastón. El viejo cojeó con el vaso hasta una mesa y el hombre de la cafetera centró su atención en ella. Por la espalda le colgaba una fina y gris cola de caballo. El hombre la miró con unos ojos pequeños y rodeados de arrugas.

—¿Dónuts o pasteles?

—¿Cómo sabes que quiero una de las dos cosas?

Él colgó los pulgares en el cordón del delantal rojo.

—Me gano la vida leyendo la mente de la gente. Tú eres nueva por aquí. Me llamo Phish. Con «Ph».

—Soy Tess. Debes de ser su mayor fan.

—¿Del grupo Phish? Joder, no. Soy un deadhead, un admirador de los Grateful Dead. El mejor grupo que jamás haya existido. Ahora mismo está sonado Ripple… Es la única canción suya que conoce la gente. —Hizo una mueca que reveló su opinión sobre la inexplicable ignorancia humana—. Soy Phish porque me apellido Phisher.

—¿Y cómo te llamas?

—Elwood. Y olvida que te lo he dicho. —Señaló con la cabeza la vitrina de tres estantes que había detrás del mostrador. A su lado, en una pequeña pizarra, estaba anotado el pastel del día—. Manzana holandesa —dijo—. Es mi especialidad.

—Me gustan más los dónuts. —Aunque allí no había mucha variedad, solo glaseados o con azúcar espolvoreado; y no parecían de verdad, más bien eran una especie de pastel disfrazado de dónut. Hizo un gesto señalando la puerta—. Este lugar tiene un nombre extraño, La Chimenea Rota.

—Deberías haberlo visto cuando lo compré. Arreglarlo me costó veinte mil dólares.

—Me he dado cuenta de que no has arreglado la chimenea.

—La chimenea está tapiada, así que no tenía mucho sentido. Es una buena manera de que la gente nos conozca.

—He visto el anuncio en el escaparate. ¿Buscas ayuda? —Se raspó la costura lateral de los vaqueros con la uña.

—¿Quieres el trabajo? Es tuyo.

—¿Así de simple? Por lo que sabes de mí, quizá sea una delincuente fugitiva. —Parpadeó.

—¡Oye, Orland! ¿Tess te parece una delincuente fugitiva? —Le gritó al viejo de la mesa.

—Me parece taliana, así que nunca se sabe. Aunque tiene algo de carne en los huesos, me gusta. No me importaría mirarla cuando entre por la puerta. —El anciano dejó de prestar atención al periódico.

—Pues ya ves… —La sonrisa de Phish reveló un conjunto de dientes torcidos—. Si le gustas a Orland, es suficiente para mí.

—No soy italiana. —Ignoró lo de «algo de carne en los huesos».

—Mientras estés dispuesta a trabajar por el salario mínimo y a hacer los turnos que nadie más quiere, además de soportar a mi sobrina y a mi cuñada, no me importa mucho lo que seas.

—Solo he venido a por un par de dónuts.

—Entonces, ¿por qué has preguntado por el trabajo?

—Porque… —Se llevó los dedos al pelo y los enredó en él—. No lo sé. Olvídalo.

—¿Sabes hacer un expreso?

—No.

—¿Tienes alguna experiencia con cajas registradoras?

—No.

—¿Tienes algo mejor que hacer ahora mismo?

—¿Mejor que…?

—Ponerte un delantal.

—En realidad, no. —Y eso pensaba en realidad.

—Entonces, vamos a ello.

Durante las siguientes horas, Phish le mostró todos los trucos mientras atendía a los clientes. Ella le siguió la corriente, sin estar segura de cómo había llegado a esa situación, pero sin intención de hacer nada al respecto. Al poco tiempo, tuvo la impresión de que ya le habían presentado a la mitad del pueblo, incluyendo al «señor de la cerveza» del pueblo, algunos jubilados del norte, la jefa de la Alianza Local de Mujeres y dos miembros del consejo escolar. Todo el mundo sentía curiosidad por ella —justo lo que ella no quería—, pero era la curiosidad normal de la gente por conocer a alguien nuevo, y las respuestas evasivas que ya había dado a Bianca parecían satisfacerlos.

A las cuatro en punto, atendió al primer cliente. Dos cucharadas de helado de mantequilla y nueces, y una copia del National Enquirer. A las cinco, mientras los Grateful Dead terminaban el coro final de Bertha, Phish se quitó el delantal y se dirigió a la puerta.

—Savannah vendrá a las siete para hacerse cargo.

—¡Espera! Yo no…

—Si tienes preguntas, déjalas para mañana. O pídele a uno de los clientes que te ayude. No recibimos a muchos extraños por aquí.

Y, sin más, se quedó sola. Se convirtió en camarera, heladera, pastelera, proveedora de dulces y vendedora de cigarrillos.

Vendió dos porciones de tarta, una con helado; un paquete de pilas AA; una taza de chocolate caliente y algunos caramelos de menta para el aliento. E hizo su primer capuchino, solo para tener que rehacerlo porque no cumplía con las proporciones correctas. La cafetería estaba llena de clientes habituales cuando entró un hombre; llevaba una gorra de camionero que le cubría la cabeza y barba pelirroja de varios días. El tipo se tomó un tiempo para mirar atentamente la forma de sus pechos bajo el delantal.

—Un paquete de Marlboro.

Debería haberlo previsto, pero en esos días no podía prever nada de nada.

—¿Te haces una idea de lo que el tabaco le provoca a tu cuerpo? —Se demoró un rato reacomodando los plátanos en el frutero del mostrador.

—¿Lo dices en serio? —preguntó él, rascándose el torso.

—Fumar aumenta el riesgo de padecer enfermedades coronarias, cáncer de pulmón, accidentes cerebrovasculares… También provoca mal aliento.

—Véndeme los cigarrillos, joder.

—Es que… no puedo.

—¿Qué?

—Soy una especie de… objetora de conciencia.

—¿Una qué?

—Mi conciencia se opone a vender algo que sé que es tóxico para el cuerpo humano.

—¿Lo dices en serio?

«Excelente pregunta».

—Supongo…

—¡Voy a quejarme a Phish!

—Lo entiendo. —No era que esta nueva ocupación fuera la profesión de su vida, y si la despedían tampoco pasaba nada.

Él se quedó justo al lado del mostrador mientras llamaba, mirándola con desprecio.

—Phish, soy Artie. La nueva no me vende una cajetilla de Marlboro… Mmm… Mmm. Mmm… Vale. —Le alargó el móvil—. Phish quiere hablar contigo.

—Hola. —El teléfono apestaba a tabaco. Lo mantuvo ligeramente alejado de la cara.

—¡Qué cojones te pasa, Tess! —exclamó Phish—. Artie dice que no le quieres vender tabaco.

—Va… en contra de mis principios.

—Es parte de tu trabajo, coño.

—Y lo entiendo. Pero no puedo hacerlo.

—Es tu trabajo —repitió él.

—Sí, lo sé. Tendría que haberlo pensado antes, pero no ha sido así.

—Bueno, vale. Pásame a Artie otra vez. —El gruñido retumbó a través de aquel teléfono apestoso.

Aturdida, le devolvió el teléfono. Artie se lo arrebató.

—Sí… Sí… ¿Me estás tomando el pelo, Phish? Te voy a mandar al infierno. —Se metió el teléfono en el bolsillo y la miró fijamente—. Eres tan arpía como mi novia.

—Debe de estar preocupada por ti. —Estudió su camiseta. La frase estampada en el pecho decía: «Compraré bebidas para mi…» seguida de la foto de una conejita. Le llevó unos momentos entenderla—. ¿Qué piensa ella de tu camiseta?

—¿No te gusta?

—No mucho.

—Eso demuestra que no entiendes nada. Fue mi novia la que me la regaló.

—Supongo que nadie es perfecto.

—Ella lo es. Y no pienso volver aquí cuando estés trabajando tú.

—Lo entiendo.

—Estás loca, ¿sabes? —Y salió a grandes zancadas por la puerta.

Había ganado, era una victoria, y pensó en lo mucho que le hubiera gustado a Trav esa historia. Pero no había ningún Trav esperándola. Ningún Trav que echara la cabeza hacia atrás y se riera a carcajadas con ella. Estaba en un lugar nuevo, con una casa nueva, una montaña nueva y un trabajo nuevo, pero nada de eso importaba. Había perdido al amor de su vida y nunca lo superaría.

Cuando llegó la sobrina de Phish, Savannah, se cabreó inmediatamente con ella. Era una chica beligerante, de diecinueve años, con el pelo color remolacha, gafas en forma de ojo de gato, dilatadores en las orejas y un montón de tatuajes. Además, estaba embarazada, aunque Tess no tuvo la oportunidad de preguntarle de cuánto porque Savannah insistió inmediatamente en que limpiara el baño.

—Phish lo limpió hace un par de horas —dijo Tess, sin añadir que Savannah había llegado tarde, y que su turno había terminado hacía más de media hora.

—Pues límpialo de nuevo. Cuando él no está aquí, mando yo.

A diferencia de la de los cigarrillos, esa no era una pelea que valiera la pena, al menos no en su primer día. Buscó los artículos de limpieza, revisó el baño y se fue por la puerta trasera antes de que su desagradable compañera de trabajo pudiera impedírselo.

***

Cuando estuvo de vuelta en la cabaña, se quitó la sudadera, se puso unos auriculares y salió a bailar. Bailó de puntillas, bajo las primeras gotas de lluvia, en el frío de la noche. Bailó y bailó. Pero no importaba lo rápido que se moviera, lo alto que levantara los pies: bailando no podía llegar a donde quería.

***

La espadaña de la escuela todavía conservaba una campana de hierro, pero los tres escalones que llevaban a las brillantes puertas dobles de color negro eran nuevos. Recordó la advertencia que Ian North le había hecho el día anterior, pero llamó al timbre de todos modos. La puerta se abrió casi de inmediato y vio a una radiante Bianca al otro lado, con una sola trenza rubia cayéndole por encima del hombro, como Elsa en Frozen.

—¡Sabía que vendrías! —La cogió por la muñeca y la arrastró al pasillo donde, hacía tiempo, los alumnos se despojaban de sus abrigos y se quitaban las botas llenas de barro. Bianca iba descalza con un vestido de verano de gasa que le acariciaba el abdomen—. Prepárate para ver todo esto. —Arrojó la chaqueta de Tess a uno de los viejos ganchos de latón y la guio al salón—. Ian se la compró a unos amigos míos, Ben y Mark. Los dos son decoradores y ellos la rehabilitaron. Planeaban usarla como estudio y casa de vacaciones, pero se aburrieron después del primer año.

El débil sol de la mañana entraba por las grandes ventanas de la escuela. Los techos eran altos, tal vez de unos cinco metros; las paredes lucían un color blanco tiza en la parte inferior y pintura de color azul aciano en la parte superior. Del techo colgaban unos globos de vidrio blanco y se habían conservado los suelos originales, con sus cicatrices y desperfectos, que habían sido restaurados con un brillante barniz oscuro.

El mobiliario de aquel enorme espacio vital era bajo y cómodo. Sofás tapizados en lona blanca, una larga mesa de comedor de madera de estilo industrial con patas metálicas, y otra de café del mismo estilo, pero con ruedas. Junto al ventanal, las estanterías exhibían rocas, huesos de animales, algunas raíces de árboles retorcidos y una generosa colección de libros de lujosa encuadernación. Un globo terráqueo que había pertenecido a la escuela adornaba la tapa de un viejo piano de pie. Un reloj de péndulo estilo Seth Thomas estaba cerca de una vieja estufa, y la cuerda de la campana colgaba de la abertura rectangular que había en el techo.

Bianca señaló la escalera de madera con peldaños al aire y barandillas hechas con pedazos de hierro pintados de gris.

—El estudio de Ian está arriba, pero no podemos entrar. Aunque no es que esté trabajando en algo, está bloqueado. El dormitorio principal está también en el primer piso. Hay uno más pequeño en esta planta. A Ben y Mark les encantaba cocinar, así que la cocina es espectacular, pero ninguno de nosotros dos es buen cocinero. ¿A ti cómo se te da?

Tess solía cocinar, pero no lo hacía desde hacía mucho tiempo. Lomo de cerdo asado, espárragos, albóndigas de ricotta con panceta y salvia crujiente… Esa fue la última gran comida que preparó. Las albóndigas estaban perfectas, pero Trav no comió mucho.

«Lo siento, cariño. No tengo hambre. Es este maldito frío. Parece que no puedo librarme de él».

No había sido un resfriado. Había tenido neumonía neumocócica, una enfermedad que debería haber respondido al tratamiento, pero no fue así. Diez días después, había muerto.

—¿Te encuentras bien? —Bianca la miraba con preocupación.

—Sí. Estoy bien. Estaba… Me gusta, aunque no he cocinado mucho últimamente. —Tess se acordó de sonreír—. Pero me gusta comer. Tal vez tú puedas darme algunas ideas.

Bianca le mostró la cocina: azulejos blancos como los de las estaciones de metro detrás del fregadero, la larga ventana de la escuela en el extremo estrecho, un tablero de cuentas blancas, armarios pintados en un tono más claro que el azul del resto de la planta baja. Una puerta exterior conducía a la parte trasera de la casa. En la encimera de esteatita había una berenjena junto a un par de tomates maduros y media barra de pan francés.

Bianca se sentó en el alféizar de la ventana con las manos apoyadas en el vientre y enumeró alegremente algunos de sus platos favoritos, los restaurantes que adoraba y odiaba, los artículos que echaba en falta en la entrega semanal de víveres y los antojos que estaba notando en el embarazo. La conversación, como estaba descubriendo Tess, tendía a girar a su alrededor, lo que a ella le venía muy bien.

—¡Cocina algo! —exigió Bianca con entusiasmo infantil—. Algo saludable y delicioso que ninguna de las dos haya comido jamás. Algo que esté rico y alimente a mi bebé.

Tess no tenía apetito, pero sacó de la nevera un montón de acelgas marchitas, una cabeza de ajo y una botella de vinagre balsámico para una bruschetta improvisada.

—Es como ver a la suprema Madre Tierra trabajando. —Bianca no paraba de asombrarse de todo lo que hacía Tess, como si nunca hubiera visto una berenjena cortada en daditos o un diente de ajo pelado.

—No sé de qué hablas.

—Mírate. Tu cabello, tu cuerpo. A tu lado, soy pálida y débil.

—Las hormonas del embarazo han hecho mella en tu ánimo. Eres una de las mujeres más guapas que he visto en mi vida.

Bianca suspiró, como si su apariencia fuera una carga que tuviera que soportar.

—Eso es lo que dice todo el mundo. —Se dio la vuelta para mirar por la ventana hacia los pastos secos de invierno en el claro que se extendía más allá de la escuela—. No te imaginas lo mucho que quiero a este bebé. Es algo que me pertenece.

—Tu marido quizá tenga algo que decir sobre eso. —Tess lanzó la piel de la berenjena a la basura.

—Perdí a mis padres cuando tenía seis años. Me crio mi abuela. —Bianca siguió hablando como si no la hubiera oído.

Tess había perdido a su madre hacía casi una década. Su padre las había abandonado cuando ella tenía cinco años y guardaba pocos recuerdos de él.

—Durante mucho tiempo ni siquiera me planteaba tener hijos —dijo Bianca—. Pero luego me obsesioné con la idea de quedarme embarazada.

Tess se preguntó cómo se sentiría el marido de Bianca al respecto. A pesar de su charla, no había dicho demasiado sobre su matrimonio.

Un olor delicioso comenzaba a inundar la cocina cuando Tess picó la acelga y salteó el ajo en aceite de oliva, donde añadió también un poco de mantequilla para reducir el amargor de la verdura. Tostó el pan francés y cortó los tomates maduros en daditos junto con algunas aceitunas finamente picadas. Después de mezclarlo todo, salpimentó, echó un poco más de aceite de oliva y lo puso con una cuchara sobre el pan tostado. Con la comida terminada, colocada en un par de platos de porcelana, Bianca y ella se acomodaron en la larga mesa del comedor.

La bruschetta era perfecta, el pan crujiente, la cubierta carnosa y llena de sabor.

Había algo reconstituyente en estar en esa hermosa habitación bañada por el sol con una mujer tan vital. Tess se sorprendió al darse cuenta de que tenía hambre de verdad. Por primera vez en mucho tiempo, fue capaz de saborear la comida.

La puerta principal se abrió, y North entró con una mochila colgada al hombro, sobre la chaqueta. Se detuvo en la puerta y miró a Tess sin decir nada, sin necesidad de hacerlo.

«Te dije que te mantuvieras alejada, y aun así, aquí estás».

El último bocado de bruschetta perdió todo rastro de sabor.

—Me han invitado —dijo.

—¡Y nos lo hemos pasado muy bien! —El gritito animado de Bianca sonó como una nota aguda.

—Me alegra oírlo. —No parecía contento.

—Tienes que probar esto —dijo Bianca.

—No tengo hambre. —Se deshizo de la mochila y la dejó sobre un largo banco de madera.

—No seas tan gruñón. No hemos comido nada tan bueno desde que llegamos aquí.

Se quitó la chaqueta y avanzó hacia ellas. Cuanto más se acercaba, más fuerte era el deseo de Tess de proteger a Bianca.

—Te serviré un poco. —Bianca se levantó y fue a la cocina.

—Esto no es bueno para ella. —North se detuvo en la cabecera de la mesa, el lugar donde Bianca había estado sentada, y miró a Tess. La luz de febrero que entraba por las ventanas caía sobre la larga cicatriz que le recorría el cuello.

—Las verduras y las aceitunas son muy nutritivas. —Tess eligió malinterpretar sus palabras a propósito.

—Necesitas descansar, Bianca. —Su esposa reapareció con un plato. Él lo aceptó, pero no se sentó.

—Necesito caminar —dijo ella, más desafiante que nunca—. Vamos, Tess. Me prometiste que pasearías conmigo.

Tess no le había prometido tal cosa, pero se sintió feliz de poder escapar. Con lo que no había contado fue con la insistencia de Ian North en acompañarlas.

Bianca centró toda la conversación en Tess, un proceso incómodo, ya que North se había puesto al lado de su esposa en el estrecho sendero, lo que obligaba a Tess a quedarse atrás. Siempre que el terreno era desigual, él agarraba el brazo de Bianca y solo lo soltaba cuando alcanzaban una posición más estable. En cuanto pudo, Tess puso una excusa para irse.

—Nos vemos mañana. —Bianca se detuvo.

—No va a poder ser —intervino North—. Tenemos planes.

—Podemos cambiarlos.

—No, no podemos.

—Ya lo solucionaremos. Sé que las dos vamos a ser buenas amigas. —Bianca se encogió de hombros, luego apoyó la cabeza contra el brazo de su marido y le sonrió.