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Cuando un fotógrafo y una periodista se encuentran de forma casual, jamás se imaginaron que sus vidas se entremezclarían en una trama de suspenso que los llevaría a vivenciar los más hondos descalabros del terror, reflejado sistemáticamente en el hostigamiento, la persecusión y la vejación física y psicológica a la que fueron sometidos. En esta obra de ficción, el autor pretende fusionar lo real y lo imaginario, para recomponer en el plano psicológico y existencial, el trauma psíquico de varios personajes que, al coincidir las dialécticas de sus situaciones, comparten sus vidas, en medio de la intriga y la supervivencia, en uno de los episodios más convulsionados de América del sur.
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Seitenzahl: 444
Veröffentlichungsjahr: 2022
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JOSE J. DERGAN
LINEA 1 ISBNLINEA 2 ISBN.
Libro digital, EPUB
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ISBN XXXXXXXXXXXXXXX
ANTEULTIMA LINEA ISBNULTIMA LINEA ISBN
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Table of Contents
El reloj de la vieja estación de Desamparados marcaba las siete y diez minutos cuando el último tren proveniente de la sierra central hacía su aparición en la la rampa 3 de la terminal. Eran andinos, que apenas hablaban un castellano mal pronunciado y con un deje quechua. Eran en su mayoría pasajeros provenientes de la sierra central, que por primera vez arribaban a la capital y veían con ojos atónitos los primeros bosquejos de la ciudad, la cual habían imaginado de forma irreal a través de sus fantasías ilusorias. Muchos venían con deseos de dejar su lacónico existir diario en aquel mundo en las alturas, en el cual ya hacía muchos siglos habían sido relegados a una vida miserable y opresiva.
Las viejas paredes de la estación les darían la bienvenida a sus aventuras migratorias. Ellas habían sido testigo silencioso de perniciosos asaltantes, de amoríos prohibidos, de mendigos que deambulaban de plataforma en plataforma, de guardias civiles a pie, que mataban el aburrimiento piropeando a cuanta chiquilla recién llegada les pasara por al lado y deteniendo de vez en vez a los padres mequetrefes de las decenas de niños limoneros que rondaban el lugar.
Cuando el tren hacía su aparición, aún lejos de la rampa principal, Pablo Becerra, maestro de secundaria y fotógrafo aficionado, ya estaba ubicado con su cámara de formato medio en la pequeña redondela ubicada entre las plataformas de desembarque, y el corredor principal. Bosteza porque está muy cansado después de un día exhausto de labor pedagógica. Tenía que chambear, ya que el mísero salario que devengaba ni siquiera era suficiente para pagar el pequeño departamento de Jesús María. Sus ojos, ya algo pesados por la somnolencia y el aire frío limeño, parecían solo responder a una fuerte estimulación, que él mismo propiciaba a apunta de cigarrillos, café pasado y el humo pestilente con olor a axilas, a tren viejo, a emoliente barato y quién sabe a qué más. Aunque Pablo ya había acordado con el semanario del Opus Dei la hora y el lugar, por un momento pensó que por error no había asistido a la hora y el día indicados.
—Perdona, Sambito, ¿este es el tren que proviene de la Oroya? —preguntó Pablo a un sujeto con pinta de taxista, quien también parecía estar en espera de la llegada del tren.
—Sí, maestro, ¿acaso no está viendo a los chontriles que nos invaden? Estos huairuros que vienen a Lima, a joder no más, pues. Al final, los estafan como pobres cojudos —contestó el sujeto, que parecía agraviado por la demora del vagón de locomotoras, que, como a paso de tortuga, llevaba la máquina hasta la plataforma.
—No hay chamba en ninguna parte. Los milicos han vaciado al país, y estos cocha sus madres se nos vienen para acanga nomás, en manada. Que tal huevada… —seguía vociferando el hombre, que era más bien de estatura baja, subido de peso, con barriga cervecera, gorra crema, con la inscripción del Universitario de Deportes, blue jean y zapatillas. El sujeto, a medida que vociferaba, se iba acalorando más y más.Pablo, que al principio solo lo escuchaba, trató de calmar su ira.
—Tranquilícese, maestro. No se joda la salud. En la vida hay que tener paciencia. Míreme mi caso. Estudié docencia, para ser alguien, como mi padre me lo habría de inculcar, pero, hasta las huevas me fue. Salí de San Marcos y con las justas tengo una chamba que no me alcanza ni para pagar el alquiler —empezó diciendo Pablo.
—¿Qué pasó? ¿No le ha ido bien como maestro? Claro, estos huevas pagan una mierda.
—Si me permite, le diré rápidamente lo que me pasó. A lo mejor usted me entiende. Lo que pasa es que conocí a una hembrita en un tono en Punta Hermosa. Ella era la hija del dueño del colegio particular Santa Isabel, en Barranco, y al cabo de un tiempo habló con su papá y me dieron trabajo.Todo parecía que iba bien, hasta que un buen día, Mónica, así se llama, me dijo que ya no era feliz conmigo y que quería terminar. Me dijo que estaba cansada de la relación, porque se sentía atada a mí y yo no era el que ella vislumbraba para estar toda la vida. Que pensaba en otro futuro y no sé cuántas huevadas más. Yo la dejé ir, hermano. Ni cagando que me voy a humillar —agregó Pablo.
—Y qué más, maestro?, ¿la reconquistó? —preguntó con curiosidad el gordito simplón, frotándose las manos, un tanto por el frío que ya arreciaba con alta humedad, y quizás también por la curiosidad de saber cómo terminaba la historia.
—No pasó nada. Al cabo de un tiempo, Mónica empezó a salir con otro patita; patuquito, desde luego. Creo que estudia administración de empresas en la U de Lima. De esos que terminan una profesión sin ni siquiera entender por qué lo hicieron. Pero, qué suerte ha de tener el concha de su madre. Todavia sigue saliendo con ella. Debe estar acariciando sus manos, que aun sin crema me hacían degustar una emoción muy peculiar. Pero, maestro, en la vida he aprendido que no todo lo que te gusta y quieres para ti necesariamente será para ti, ni todo lo que te disgusta facilmente echarlo a un lado —siguió diciendo Pablo.
—¿Sabe qué pasó con la chamba? El padre, endiosado por su posición de ricachón en tiempos de vacas flacas, me propuso quedarme en el colegio. Sin embrago, me pidió que no volviera a su casa. Me dijo que lo que yo sentía por su hija era como un amor platónico, y que ella, tan señorita y puritana, debería proseguir con sus estudios de pedagogia. Bueno, mano, creo que te he contado más que a nadie. Te lo agradezco. Necesitaba que alguien me escuchara —terminó diciendo Pablo.
En ese momento, de forma abrupta, irrumpió en el área central un grupo de jóvenes de secundaria, vestidos con ponchos y sombreros andinos. Eran paraguayos, y seguían a un cura de sotana y saco negro, con un sombrero típico. A su lado, venían dos hombres, fornidos, de estatura más bien alta, forrados con abrigos, que eran poco usuales en la capital peruana. El cura era Julio Pedrera, educador y catequista de una escuela jesuita de Asunción. El grupo había sido invitado por las autoridades eclesiásticas de la Oroya, para que participaran con un grupo homólogo peruano en una excursión en la sierra central peruana, que incluía también un retiro espiritual de tres días.
Los jóvenes se convirtieron en una atracción súbita en la noche fría de Desamparados. Sus payasadas, sus formas de hablar y de vestir, los hacían lucir de una forma peculiar y, desde luego, llamativa.
—Parecen pitucos, pero de otros lares —comentó el taxista.
—Por ellos es que estoy acá, maestro. He venido a tomarles fotos para una revista eclesiástica —respondió Pablo, con voz un tanto lacónica.
—Carajo, la chica que venía a hacer el reportaje creo que se ha tardado y no aparece por ningún lado.
—Bueno, zambito, por allí creo que ya vi a la señora que vengo a buscar, así que hasta acá lo acompaño —dijo el taxista , para luego alejarse con su periódico en mano y su barriga de cerveza hacia un tumulto de pasajeros que habían arribado en la plataforma 2, provenientes de Tarma.
Con gente maoliente, somnolienta por el largo viaje y con miradas de estupor, la escena del tren recién arribado parecía una repetición de la del tren anterior. El taxista quiso mirar hacia atrás para despedirse de Pablo. Después de todo, ambos habían compartido y ventilado sus frustraciones y desasosiegos. Luego, cambiando de parecer, se iría a perder en en el tumulto.
De forma sorpresiva y sin que Pablo atinara a nada, irrumpió una voz aguda, cansada, tal vez por el viaje tan largo, quizás por los años. Al voltearse, el fotógrafo se encontró cara a cara con el cura que había observado de lejos, cuando hacía su aparición en la plataforma. El tufo a ácido estomacal proveniente del cura le hizo recordar al de los confesionarios, cuando se abría la pequeña compuerta para empezar el ritual del perdón.
—Buenas noches, ¿es usted el fotógrafo de la revista Evangelio? —preguntó el religioso.
—Sí, yo soy. Mi nombre es Pablo Becerra, y estoy esperando por la reportera de la revista, que creo debe estar por llegar.
—Pensé que ustedes eran más formales y que ya estaría todo listo. No entiendo por qué el Opus Dei insistió tanto en hacerme el reportaje en esta estación, que, de por cierto, necesita más comodidades —arremetió el cura Julio, sin disimular el enfado que reflejaba su rostro.
—Mire, padre, con todo respeto, me va a sacar de sus comentarios, ya que no tengo la más mínima idea de qué tipo de revista es esa, yo solo hago trabajo contractual. Al igual que usted, me siento muy incómodo ya que he estado esperando en este lugar más de una hora. Así que guarde sus comentarios sobre la estación para cuando se vaya de regreso a su país. Es de muy mal gusto hacer críticas a un país en el cual se está de visita —contestó Pablo, con voz subida de tono y listo a seguir respondiendo.
—Disculpe si le ofendí. Estoy de muy mal talante, ya que estos muchachos no han cenado y ya estaban supuestos a recogernos —contestó el cura, más bien con tono conciliador.
—Bien, Padre. Vamos a empezar a fotografiar a los jóvenes. Dígales que se junten en un grupo compacto, en la fuente situada en el medio del corredor. Si gusta, puede usted salir en la foto al lado de sus otros ayudantes —siguió Becerra, como restándole importancia al asunto.
Antes de que el cura replicara con sus altanerías y su voz quejosa, surgió
de la luz pálida de la estación, como contrastando la escena, una figura voluptuosa de cabellos sueltos, castaños, vaqueros ajustados, una blusa azulada y un saco de cuero marrón, tenía colgando de su hombro derecho un bolsón de gamuza y en la mano izquierda traía una grabadora. Sin siquiera haberse percatado de la conversación acalorada del fotógrafo y el cura, y con una sonrisa tímida y, a la vez, muy sensual, prosiguió a presentarse formalmente ante el sacerdote y los dos ayudantes laicos que venían con él.
—Mi nombre es Raquel Ganciani. Soy la enviada de la revista Opus de la Universidad Católica. Estoy acá como reportera para una entrevista con el padre Julio Pedrera —dijo Raquel, en tono relajado.
—Soy yo, y necesito una explicación de por qué se nos ha hecho esperar tanto. Creo que pudimos llevar a cabo la entrevista en la mañana en el colegio, ¿no cree usted?
—Padre, le prometo que la entrevista con usted y las fotos serán hechas muy rápido e inmediatamente procederé a llevarlos al colegio La Salle. Mañana los llevaré al palacio de gobierno para que saluden a nuestro presidente y luego cruzaremos la calle hacia el arzobispado, donde almorzaremos, y después al aeropuerto. ¿Está bien? —contestó rápidamente Raquel, como apaciguando la arremetida del religioso.
Rápidamente y con firmeza, la apuesta mujer de unos veinte y pico largos procedió a bombardear al cura Pedrera. Algunas preguntas pretendían obviar el tema político, pero a la postre, Raquel se enfocó en preguntas de ese tipo, como, por ejemplo, de cómo el prelado en Latinoamérica veía la situación de la serranía peruana. Días antes de su llegada a Lima, había sido testigo, a través de los diarios matutinos, de una represión de gran escala hacia campesinos de la sierra central, que se habían volcado hacia las calles a protestar por el aumento de la gasolina y de algunos productos de primera necesidad. Habían sido reprimidos con palos y rocha buses que arrojaron todo lo que tenían para detener la marcha de la serranía hacia la capital. Dos campesinos habían sido abatidos por la guardia de asalto. Estos hechos habían sido reportados de forma escueta por la prensa parametrada para evitar el agravio perpetuado por el llamado gobierno “cristiano” y “socialista” de las fuerzas armadas.
El Padre había sido testigo de las constantes represiones que sufrían los agremiados y los campesinos en varios lugares de Latinoamérica. Durante la entrevista, el Padre Julio habría de criticar sutilmente el papel de indiferencia jugado por el clero en casi todos los países del Cono Sur, hacia la represión política, el abuso de las grandes mayorías y el culto al capital. La Iglesia, se sabía, estaba apoyando a muchas juntas de gobiernos de facto, utilizando la pantomímica y burda mentira de que los militares eran iluminados por Dios para salvar nuestra cultura de la gran debacle marxista.
Mientras fotos iban y venían con la cámara prefijada en alta apertura y baja velocidad, Pablo escuchaba de refilón cómo la chica de los ojos grisáceos se lucía intelectualmente cuando elaboraba y dirigía sus preguntas hacia el sacerdote.
Mientras tanto, él se concentraba en su labor artística y técnica con el propósito de congelar las imágenes que varias veces tuvo que readaptar con el lente milimétrico de su máquina. Esta postura les daba mayor sentido a las expresiones del lenguaje corporal de los jóvenes. Cada vez que captaba al grupo de jóvenes con su lente de ciento cinco milímetros Leica, fijaba y captaba las imágenes de forma súbita, como si su visión se detuviese unos segundos para detallar con minuciosidad lo que percibía. Pablo había tenido desde joven un especial ahínco por la historia, el arte y la filosofía como entes principales para buscar el sentido de su propia existencia. Recién en los últimos años, se empezó a interesar en el campo de la fotografía artística, quizás un tanto como para captar percepciones subjetivas de la realidad concreta e hilvanarlas en las estructuras referenciales de su conciencia.
De esa forma, cuando en algún bar de Jesús María o en algún hueco de mala muerte, cerca de la plaza Francia, discutía temas de interés político y filosófico, Pablo iría a resolver las contradicciones pertinentes al tópico en discusión con su contrincante, dando ejemplos concretos a través de la ilustración que él extraía de su colección fotográfica, la cual reflejaba su andar mundano a través de Lima y otras regiones en las cuales se fusionaba la contradicción étnico-cultural e histórica del Perú. Sin embargo, las apetencias intelectuales de nada le habían servido para alcanzar una posición económica estable. En esa estación de tren con olor a berrinche, producto de los orines anónimos que al secarse dejaban sus huellas residuales, Pablo enfrentaba una vez más la esencia de su propia existencia.
Su vida había estado llena de experiencias donde alternaron intensas emociones agradables y desagradables, que, de alguna manera, habían de mantenerlo frustrado y consiguientes, rebelde ante todo vestigio de formalismo conservador. Y en esta noche fría, como si fuera poco, rodearse de un curita cascarrabias y de jóvenes adolescentes, qué les importaba todo, menos la realidad andina del Perú. Y encima de todo, la guapa reportera,que al menos había salvado la noche. ¿Qué mierda había pasado con él para tener que soportar semejante huachafería en esa noche de garúa invernal? Mientras su monólogo paseaba obcecadamente por su mente, en ida y vuelta, fue interrumpido por Raquel Ganziani, que le pidió viajar con el resto de la delegación hacia el colegio católico, ubicado en el cercado de Lima.
—Señor Becerra, me gustaría contar con sus servicios dos horas más. Parece que la cúpula principal del colegio va a llevar a cabo una recepción en el seminario del arzobispado y desearía tomar algunas fotos para el amplio reportaje que estoy llevando a cabo —pidió Raquel de forma demandante pero cortés.
—Lo sabía, señora Raquel. Siempre que trabajo para la Pontificia Universidad me piden más de mi tiempo. Pero no se preocupe, que le pasaré la cuenta al cura que dirige la revista —agregó Pablo, con sarcasmo.
Sin embargo, las palabras entre ambos solo parecían ser un pretexto de algo mucho más fuerte que un banal diálogo. En ese momento, ambos habían penetrado sus miradas entre sí, y se habían alejado de la situación. Raquel mostrabo una mirada angelical, vivaracha y sensual, siguia la conversación, pero cada vez más atenta a la mirada penetrante de los ojos azul grisáceo de su interlocutor.
—Qué interesante, señora Ganziani.
—¿Qué le pareció tan interesante? ¿El trabajo que hacemos? ¿Qué parte le gusta más? —respondió Raquel.
—No me refería al trabajo, me refiero a usted. Creo que la he visto en algún otro lugar, pero no me acuerdo dónde. A lo mejor es pura coincidencia —dijo, tímidamente, Pablo.
—De dónde me dijo que es usted? —continuó Raquel, con algo de arrogancia mezclada con coquetería.
—Perdone, creo que me he equivocado. No es usted. Además, con nuestros círculos demográficos tan apartados, no creo que hayamos coincidido en ningún lugar —agregó Pablo.
—Pero no me ha dicho de dónde creyó conocerme. Yo soy de Miraflores, ¿y usted?
—Yo crecí en Magdalena, pero vivo en Jesús Maria. Como ve, lugares muy apartados el uno del otro. Lo que ocurrió es que, a veces, los ademanes de una persona, su forma de vestirse y sus facciones pueden hacerle recordar a otra. Por eso ahora me dedico a tomar fotos de casi todo lo que observo. Así no hay confusión —contestó Pablo, con cierto humor, para ablandar la conversación que ya parecía algo cargada.
De otro lado, el curita hacía señales con la mano para que ambos subieran al microbús. Parecía estar muy cansado, hambriento y malhumorado. Los jóvenes, que habían empezado cantando canciones eclesiásticas, terminaron cantando cuanto disparate se les ocurría, mientras el chofer del microbús aceleraba de tanto en tanto, como para recordarles a ambos que tenían que enrumbar hacia el local del arzobispado. Eran ya casi las ocho y media, y las calles congestionadas del centro de Lima no tardaron en hacerse notar. Cuando, ya dentro del micro, Pablo trató de continuar el diálogo con Raquel, interrumpió el cura Julio para preguntar el porqué de la excesiva vigilancia en la zona periférica a la plaza de armas.
—Esta noche habrá una manifestación de la CGTP en la plaza de armas. Van a protestar por el aumento de la gasolina y la disminución de los subsidios a los productos básicos. Claro, están reventando al pueblo que ellos dicen que defienden de las injusticias —agregó Artemio Huamanga, con voz de lamento.
—Aunque sea con el chino (Velasco Alvarado) las cosas estaban más piola (mejor). El zambito era medio fanfarrón pero estaba más con nosotros. En cambio, este patita de Bermúdez parece que se inclina a los poderosos —continuó diciendo Artemio.
A medida que el micro se desplazaba por el jirón Ica, el tráfico se hacía más lento, formándose terribles embotellamientos que hacían más densa la noche fría a esa hora ya cubierta de neblina. Cuando el micro dobló hacia la izquierda e ingresó a la Avenida Tacna, el caos vehicular reinaba por doquier. Automóviles que se entrecruzaban en la vía y chóferes mentándose la madre, el padre y hasta los hijos, trataban de salir de aquella pesadilla mientras el padre, los jóvenes y también Raquel miraban asombrados la peculiar y folklórica manera de conducir de los chóferes limeños.
—No se preocupe, padre, más allacito voy a meter un quiebre y listo —dijo el chófer sin inmutarse, mientras botaba la ceniza de su cigarrillo a través de la ventanilla, que estaba medio abierta.
Entrecruzándose entre los micros, ómnibus y autos que venían de todas partes, Huamanga abrió brecha, como un toro en posición de envestida, hasta lograr asirse entre más vehículos que solo atinaron a detenerse, mentándole la madre, para terminar en una bocacalle a pocos metros de la puerta principal del cine Tacna. Luego lograría salir, contra el tráfico, hasta la menos congestionada Avenida Alfonso Ugarte. Después de varios minutos, que parecieron una eternidad a los aterrados turistas, le dio un giro completo a la plaza Bolognesi. Mientras el microbús pasaba delante de una prestigiosa y antigua heladería, que luego se convirtiese en bar, Pablo recordó a aquella flaquita que conoció una noche, hacía más de tres años. Se habían conocido en un tono miraflorino, y esa misma noche, luego de ambos emboracharse, terminaron encamados horas después, en el departamento de Jesús María. Luego se vieron varias noches más, hasta que Teresa decidió regresarse a Brasil, donde residía. Ambos se comprometieron a seguir amándose. Nunca más se volvieron a contactar.
En unos minutos, ya con el micro estacionado, Pablo regresó de su fantasía y le pidió al padre Julián que se parase, con los otros dos hombres laicos, al lado de los jóvenes para sacarles una foto, que iría en la portada de la revista. Uno de los hombres, por fin, decidió despertar del silencio sepulcral al que ambos decidieron mantener y murmuró algo con el Padre. No tenía deje paraguayo, parecía más bien deje argentino, y bien porteño.
—Sí, por supuesto, señor Becerra. Me interesa ese reportaje. Ahora me siento mejor, al saber que ya estamos acá —contestó el padre Julio.
—La gente cree que los sacerdotes solo vivimos en los conventos escondidos y orando. Y que solo vivimos del dinero de los feligreses. Sin embargo, eso no es así. Mire esta misma obra social que estamos realizando, estamos tratando de que estos estudiantes tomen conciencia de que el rol del sacerdocio en Latinoamérica no solo es el de traer la palabra de Dios a los lugares recónditos, sino que también para envolverse en labores de agricultura y formación educativa en las aldeas y pueblos que visitamos. Estos jóvenes han sido seleccionados por sus vocaciones para ser potenciales aspirantes al sacerdocio. Sin embrago, al ser hijos de padres pudientes de la clase alta, no tienen la más mínima idea de cómo viven y se expresan en el día a día, las aldeas y pueblos recónditos de nuestro continente. Aquí en la serranía, los hice tocar con la realidad de algo que ellos nunca habían visto. Niños pidiendo limosna en vez de estar en las escuelas. Padres sin trabajo, llorando sus penas con el aguardiente cacero. En fin, hijo, me gustaría que en este reportaje se ilustre bien a la gente de los factores que están transformando el papel que los religiosos jugamos en la realidad latinoamericana —concluyó el padre Julio para continuar algunos pasos y luego saludar al prelado mayor, que se encontraba entre la vereda y las escalinatas.
—Bienvenido, reverendo padre Julio. Espero que la haya pasado bien en la Oroya. Aunque nos pareció un tanto extraño que hubiera traído a jóvenes de familias tan prominentes por esos lares —dijo en tono inquisitivo el prelado mayor.
—¿Qué le pareció? Hemos aprendido mucho en este viaje. Muchos de los jóvenes que hemos traído han valorado esta experiencia como decisiva para entrar en el sacerdocio.
—¿Es cierto que usted llevó a esos jóvenes para que participaran en una marcha de protesta contra el mismo gobierno que les da su acogida? —preguntó, con tono bastante serio, el padre Guardiola, uno de los miembros de mayor jerarquía en la cúspide eclesiástica en el Perú. Su tono, además, denotaba preocupación. Sin embrago, el prelado mayor de origen catalán, que ya estaba más cerca del retiro que de otra cosa, evitó el diálogo con el padre. Solo lo miró de reojo y procedió a dar la bienvenida a los jóvenes.
Mientras, el padre Julio continuó con la entrevista que le hacía Raquel, Pablo se dedicaba a tomar fotos espontáneas de los chicos, que ya empezaban a aburrirse y, continuaba consiguiente, a meter vicio. Solo una monjita y otra religiosa laica estaban cerca de los jóvenes. Los dos hombres que acompañaban al grupo, ya no estaban. Todo parecía indicar que ellos nunca ingresaron con el grupo a la residencia.
Al cabo de unos de unos treinta minutos, Raquel se acercó a donde estaba Pablo.
—Ya tengo la entrevista del padre Julio. De esa manera creo que ya terminamos la faena. De por cierto, me pareció un curita diferente a los tradicionales. Sus planteamientos ideológicos lo separan mucho del Opus Dei.
—Nada que ver —dijo Raquel, un tanto como rompiendo el hielo con el fotógrafo, al que recién había conocido esa noche.
—Ya he hecho varios trabajos de fotografía para esa organización católica. Lo que ninguno como este, de agitado y tedioso. Qué pesados que son estos mocosos. Se pusieron a jugar con mi trípode y estuve a punto de meterles su golpe —dijo Pablo, en tono jocoso.
—Sí, yo creo que por la forma de hablar del sacerdote, parece diferente a los tradicionales. En mi opinión, podría ser de tendencia chardinista. Me parece que su entrevista podría causar malestar en la U. Católica, ¿no lo cree?
—Sí. Él utilizó muchos conceptos muy afines con la teoría de la liberación presentada por Chardin. Pero, en fin, ese es otro tema, del cual no quisiera opinar. Mi trabajo es el de presentar un reportaje, bastante completo, sobre la experiencia de este prelado y los jóvenes en la serranía central. De por cierto, ¿cuándo puede traerme los revelados de las fotografías? Los voy a necesitar en los próximos cinco días.
—A lo mejor la complazco. Conozco un laboratorio en Breña, donde trabajan con una máquina moderna de revelado traída de Estados Unidos. Son los únicos en Lima que se dedican a revelar este tipo de rollo de formato medio. Usted verá la definición de las imágenes que tendrá a su disposición —prosiguió Pablo, comentando casi en un monólogo, puesto Raquel parecía tener su mirada en otro lado.
Casi de inmediato, al ella voltear para despedirse, algo de prisa, Pablo interrumpió el diálogo formal, más bien tratando de inclinar la conversación al plano de la espontaneidad.
—A propósito, ¿tiene algo que hacer en la próxima hora? Conozco un café muy acogedor cerca de la plaza Bolognesi, en el cual podríamos continuar nuestra tertulia, ¿le parece?
—Lo siento, señor Becerra, estoy muy cansada. Además, quede con mi enamorado en vernos en un rato —contestó Raquel, de forma elegante pero decidida, sin dejarle a Pablo espacio para la réplica—. A lo mejor en otra oportunidad. Quizás nos veamos en algún otro trabajo de reportaje —respondió Raquel, saliendo de prisa por el portón principal de la residencia.
Después de repetirle encarecidamente que tenga sus fotos dentro del límite de tiempo acordado, siguió caminando hacia la Avenida Brasil, detuvo a un taxi verde, a media cuadra, y, sin siquiera negociar el precio de la carrera, subió apresurada.
Minutos después, Pablo le prometió al religioso que le iría a dar a Raquel suficientes fotos para que la revista, a su vez, se las mandase a él. Luego, al dar la vuelta y continuar hacia el portón principal, repentinamente escuchó la voz del padre Julio, quien esta vez lo llamó por su apellido.
—Señor Becerra, quisiera decirle que cuando llegó el tren a la estación de Desamparados, pensé que nos iban a recibir para llevarnos a la casa parroquial. Nunca pensé que irían a esperarnos con un fotógrafo y una reportera —dijo el padre Julián con voz quebrajosa, como si estuviera tratando de decir algo que lo preocupaba.
—Perdón… creo que no tiene importancia. Quizás me estoy anticipando a los hechos y estoy viendo más allá del horizonte. No tiene importancia, vaya con Dios —dijo el Padre con tono lacónico, como si lo que quería decirle a Pablo sólo le importara a él y no a nadie más.
Cuando Pablo inició su solitaria caminata en la noche cargada de neblina y garúa, un torbellino de ideas empezaron ha hilvanarse en su mente. Todas eran conjeturas sobre qué habría querido decirle el padre, que, al final, no dijo nada. Cuando ya había caminado algunas cuadras, empezó a sentir el estrago del hambre y de la sed. Las ideas conjeturadas se fueron esfumando a medida que empezó a elucidar el plato que iría a saborear en el retaurante Trípoli, localizado en una transversal, entre Garzón y la Avenida Brasil. Era tarde ya para la caminata de rutina, así que tomó un micro de la línea 10 en la Avenida Brasil. A los veinte minutos ingresó en el bar restaurante, con el maletín de cuero que contenía el pesado equipo de fotografía, y el trípode colgado a su espalda. El mozo con rasgos orientales que se encontraba escuchando radio en una de las tarimas, lo invitó a sentarse con cara de mala gana.
Después de refrescarse con una cerveza bien fría, y mientras esperaba que le sirvieran la comida, Pablo empezó el recuento de su jornada trayendo a su mente a los chicos de tercero de media de la clase de historia universal. Los muy imberbes se jactaron de vivarachos, mientras él trataba de enseñarles los acontecimientos y el significado histórico de la toma de la comuna de París a mediados del siglo diecinueve. Se reían a su espalda, mientras él trataba de armar un croquis con los acontecimientos más resaltantes de aquel evento. Tenían ganas de joder, con el propósito de balancear sus revueltas hormonas puberales. También desfilaron por su mente las imágenes del tedioso profesor de historia, el sabelotodo Tello, quien se había pasado casi toda la semana discutiendo con Teresa Ullises, maestra de geografía, sobre si los españoles habrían encontrado al Tahuantinsuyo en estado de crisis socioeconómica, por lo cual les habría sido fácil deponer al inca Atahualpa. Luego pensó en la felicidad alcanzada con el desarrollo de sus habilidades artísticas y técnicas en el mundo de la fotografía y sus intereses por detener las impresiones de su retina y trascenderlas al tiempo. En algún momento de su escrutinio mental, habría opuesto a sus ideas filosóficas y bohemias, la realidad de tomar fotos en bautizos y matrimonios para ganarse la vida. Pensó en lo aburrido que es tomar fotos de idiotas, que posan y parecen espantapájaros. De novias con las que tenía que hacer peripecias para dotarlas, aunque fuese temporalmente, de cualidades físicas que, de otro lado, les habría negado la madre naturaleza. Luego pensó en Raquel, en su figura de mujer voluptuosa, en su manera elegante de hablar, en sus cabellos castaños que aún deambulaban como recuerdos frescos en su memoria. Cuando un destello de emociones empezó a irradiar las imágenes de ella, un silencio abrupto, emitido por su conciencia, le marcó la pauta real a la fantasía. Pablo concluiría que al igual que en otras oportunidades, sus sentimientos no irían a coincidir, y esa linda fantasía iría a esfumarse en el espacio de la realidad.
Mientras devoraba los últimos bocados del arroz con pollo norteño chorreado en culantro, el pensamiento del fotógrafo seguía imbuido en la voz de Raquel, debatiendo entre lo que fue y ya no era, lo que pudo ser, si ella hubiese aceptado su invitación, pero no fue. De todas maneras, pensaba Pablo, en esta sociedad llena de imprevistos, cualquier cosa podría suceder. De todas formas, el caos diario entre las personas que viven en ella, que luchan por su subsistencia, la de politiqueros y ayayeros que pugnan por algún tipo de poder; la de aquellos que pertenecen al nuevo orden de tecnócratas ambiciosos y fanfarrones, mecenas infames del agravio pernicioso y miserable de las grandes mayorías que, de otro lado, recibes los embates de su destino en la barriada o en las colas aberrantes del nauseabundo comedor público. Esa era la realidad viviente de Pablo. La otra, la antípoda, la de Raquel –pensaba Pablo–sería diferente y con más privilegios. Ellos vivían de fantasías, de viajes al extranjero, ropas importadas, autos de último modelo comprados a algún diplomático o funcionario extranjero, cines de abolengo dominical y playas sureñas, más bien prestas a las fantasías californianas. Así, mientras sus ojos parecían imbuirse por completo en sus pensamientos, una voz letárgica irrumpió el hilo de sus fantasías.
—Señor, vamos a cerrar el restaurante y le traeré su cuenta —dijo el mozo de rasgos asiáticos.
—Está bien, chochera. traigame el daño —contestó Pablo, en tono afable.
A los pocos minutos, al salir por la puerta del bar, que ya estaba presto a cerrar, dos sujetos de raza mestiza, de mediana estatura, con chompas de cuello tortuga, estaban apoyándose sobre una Toyota gris, que llevaba de forma notoria, una antena en la parte posterior del techo. Pablo sólo había visto esta clase de vehículos en ciertos lugares y siempre había sospechado que se trataba de la Seguridad de Estado. Sin embargo, él prosiguió a salir, preservando una actitud natural.
Las chelas que había ingerido y la suculenta comida, lo hacían caminar hacia su casa, sin incumbirle lo que pasaba a su alrededor. No obstante, su intuición lo hizo voltear súbitamente para observar minuciosamente por un instante el ambiente perceptual que lo rodeaba. Pudo ver la calle desértica, el aviso luminoso ya apagado del restaurante, las luces tenues del vecindario, las latas de basura medio abiertas por los ataques estrepitosos de los gatos callejeros que, hambrientos, maullaban, como avisando la llegada del aura de la noche silenciosa. En ese preciso instante, la Toyota encendió las luces delanteras y avanzó lentamente hacia la esquina, donde se encontraba Pablo, que aún parecía perplejo por la acción de los dos hombres que, sin lugar a dudas, lucían sospechosos. Luego, decidió caminar en dirección oeste, en sentido contrario a donde había estado la camioneta estacionada. Ya estando en la Avenida Garzón, no miró hacia atrás. Más bien siguió su caminata, con el propósito de voltear en la primera esquina y finalmente llegar a su casa, que se ubicaba a solo tres cuadras del lugar.
Después de haber caminado varios metros de la avenida principal, Pablo llegó a la esquina y, antes de voltear, hizo un viraje, lleno de curiosidad y también de miedo, emociones que de forma simultánea se habían ya apoderado de él. Una corriente de sangre fría habría de circular en su cuerpo, cuando de forma súbita observó nuevamente a la Toyota encender sus luces y avanzar hacia donde él se encontraba. ¿Quiénes eran esos sujetos? ¿Serían tombos? ¿Qué mierda estarían buscando? El estaba seguro de que no había hecho ninguna cagada y que nadie lo estaba buscando. ¿Serían choros (ladrones) que querían cogotearlo y llevarse su equipo de fotografía?
A medida que Pablo avanzaba lentamente en sentido opuesto a donde se hallaba la camioneta gris, sus pupilas se dilataron rápidamente, mientras su respiración se iba entrecortando y sus oídos escuchaban ya con mayor agudeza hasta el silbido del aire. En solo segundos, elucubró muchas cosas horrendas. Primero pensó que lo seguían para hacerle daño y quitarle su equipo fotográfico. Después, que lo irían a secuestrar al haberlo confundido con alguien de dinero. En ese momento, su pensamiento iba más rápido que la elaboración de sus ideas, que, de otro lado, se hacían más discursivas. Pablo ya vislumbraba con pesimismo el infortunio del desenlace final.
Cuando la camioneta súbitamente encendió el motor, un sonido latoso irrumpió en sus oídos. En ese momento, solo atinó a correr en dirección hacia la Avenida Brasil. Lo hacía por el medio de la calle, para que alguien pudiese verlo con más facilidad y ahuyentara a los hombres de la camioneta gris. Aunque no sentía cansancio, sus piernas parecían petrificadas, como si se tratase de una simbolización onírica en un sueño de pesadillas. En ese momento, como en los finales de los sueños horrendos, decidió voltear y mirar fijamente las luces pálidas de la camioneta, que se venían sobre él.
En un instante, Pablo vio que la camioneta, que tenía una antena radial alta en el centro del techo, bajaba la velocidad a medida que sigilosamente se aproximaba hacia donde él se encontraba, y vio cómo se iba abriendo la luna que daba al lado del pasajero. Finalmente, quedaron frente a frente, sus captores y él. Ambos sujetos eran mestizos, y llevaban puestos lentes de sol en plena noche. Por la forma en que lucían, tenían tipo de trabajar para algún organismo estatal de seguridad. Con mirada cachosa, los sujetos se quedaron observando a Pablo, como si éste fuera un malhechor buscado por la justicia. Cuando él se animó a decirles algo, sintió una parálisis bucal y a sus testículos en el centro de la garganta. Sin embrago, ambos sujetos seguían mirándolo frívolamente, sin emitir palabra alguna. Al instante, cuando trató de caminar en sentido contrario, los de camioneta retrocedieron abruptamente, volviéndose a parar frente a él. En ese momento, el sujeto sentado en el asiento de pasajero extrajo una cámara fotográfica muy pequeña y, con una frialdad espasmosa, empezó a fotografiar todos los movimientos de Pablo. Este solo atinaba a mirar al sujeto que lo fotografiaba con el dedo en el disparador continuo de la cámara. Luego, empezó a caminar rápido en sentido contrario, pero los sujetos se las arreglaban para proceder y detenerse frente a él, como haciendo caso omiso de la angustia que le producía tal acoso. Ya, al verse perdido, Pablo decidió no caminar más y empezó a encarar a sus hostigadores.
—¿Qué te pasa, primo?, ¿por qué me estás tomando fotos? ¿Quiénes son ustedes? ¿Tiras (policías vestidos de civil)? ¿Qué mierda quieren, carajo? —dijo Pablo con voz amarga y tono agresivo. —Es un asalto. Llamen al guardián. Están asaltando a un hombre abajo, en la calle —gritó una voz femenina, que irrumpió en el silencio de la noche. En ese instante, los vidrios de la camioneta se cerraron de prisa, mientras ésta salía chillando neumáticos hacia la Avenida Brasil, que a esas horas ya estaba casi desértica.
Pablo salió despavorido de aquella cuadra obscura, desapareciendo sin siquiera esperar a que bajasen los vecinos alertados de aquel edificio. Caminando a paso agigantado, dobló a la derecha y, sigiliosamente, como si estuviera aún vigilado, prosiguió hasta que llegó a su departamento, localizado a solo unas cuadras del lugar del incidente.
Después del tedioso día, que ya llegaba a su final, Raquel Ganziani observó pasivamente los reflejos de la luz exterior, que se proyectaban en la cortina decorada con pequeños ornamentos en los borde, dando la sensación de un umbral repentino de luz solar en el medio de la oscuridad nocturna. La luz tenue de su lámpara de cama, caía sobre la carátula de Conversaciones en la catedral, de Vargas Llosa, mientras la voz estridente de Martínez Morosini, proveniente del televisor de la sala, le hacía recordar que era el momento de dar una última mirada a Giovanni, que dormía plácidamente en la habitación contigua.
—Raquel, ¿ya miraste al chico? —reclamó con su característica voz ronca Esteban Ganziani, padre de Raquel.
—Papi, siempre me dices lo mismo. Creo que te estás volviendo loco con los años —replicó en tono jocoso Raquel.
—No creo que por preocuparse de tu hijo sea motivo de locura, Raquelita —agregó Ana María, ama de todos, de carácter obsesivo y de poco sentido del humor.
—A veces me sorprende tu actitud hacia nosotros, Raquelita. Ya quisieran casi todas las divorciadas tener a sus padres a sus pies para cuidar de ella y de sus hijos —siguió diciendo Estaban, sin quitar la vista del televisor.
Esteban y Ana María provenían de la primera generación de una familia sureña napolitana. Esteban estaba cerca de retiro como funcionario del Ministerio de Hacienda, donde había trabajado por más de treinta años. Ana María, trabajó siempre como ama de casa. Ambos habían sido educados en hogares de inmigrantes, que eventualmente se fusionaron, no sin previamente entrar en serios conflictos culturales con la clase media limeña.
A los Ganziani les costaba trabajo aceptar las costumbres modernistas de la época, donde las mujeres ya habían iniciado su ingreso a la actividad social. Ellos siempre habían estado opuestos a que Raquel estudiara periodismo.
Esta situación se iría a agravar aún más, cuando Raquel decidió solicitar una beca para cursar estudios de posgrado en ciencias de la comunicación en la Universidad de Tucumán, en Argentina. La oposición de los Ganziani tal que Raquel, si no hubiese sido por Giovanni, se habría fugado de su casa. A ella le parecía necia y absurda la oposición que mantenían sus padres con cualquier cosa que ella realizase en aras de su actitud.
Pero el tema del control paterno había empezado cuando, Raquel tenía dieciocho años y pasaba por momentos de embrollo. De repente, había encontrado que sus necesidades habían cambiado. De la señorita catequista quedaba muy poco, ahora se dejaba impulsar por sus necesidades libidinosas; el fervor de una relación amorosa y su desinterés cada vez mayor por los aspectos prácticos, a los que llegó a considerar como burdos y aburridos. Por esa época, se sintió muy enamorada de Marcos del Valle, chiquillo pituco de la Aurora. Marcos era de esos que creia que la gran Lima terminaba en los linderos de la Avenida Javier Prado en el norte, en la bajada del club Regatas en el sur y de las Casuarinas en el este. Ese mundo, tan inocuo, lo compartieron ambos durante los tres años de idilio tormentoso.
Una noche de verano, en el año ‘66, después de una fiesta nocturna en un club de San Antonio, Raquel parecía enloquecida, ya que entre pitos y tragos, medio pasada de vuelta, percibía de forma casi magistral los eventos que acontecían a su alrededor. Marcos, que también estaba pasado de tragos y yerba, le pediría al oído, casi sollozando, que se estaba loco por ella y que quería desnudarla y hacerle el amor, sin que nadie ni nada interfiriera con sus deseos pasionales.
Más tarde, se desvistieron en la parte trasera del auto de último modelo, regalo de sus padres por haber finalizado secundaria. En esa noche inusualmente clara de verano, ambos, acucharándose, veían los destellos de las estrellas lejanas que servían de testigos de su amor pasional. Prosiguieron luego a descender del auto y a caminar desnudos, ladera abajo, en algún lugar, entre el club Terrazas y la playa de Pescadores. Después de sentir la arena casi mojadiza, se dieron un beso impregnado de erotismo ilusorio e impulsivo.
Marco, sorprendido al sentir la iniciativa descontrolada de Raquel, atinó a besarle los senos, mientras ambos tiritaban de apasionamiento. Finalmente, la acción erótica iría a juntar sus siluetas en la arena, donde ambos, dejándose llevar por el hito de pasión instintual, quebraron todo esbozo de censura. En una dialéctica incomprensible al racionamiento cotidiano, aquel acto puro y desprovisto de malicia iría a quebrar para siempre la fusión que por algunos minutos, los embriagó de amor pasional.
Luego de que Raquel cambiara drasticamente su modo de vida y de pensar, Raquel había cambiado su modo de vida, y de esa etapa solo quedaban memorias inconcientes, que saldrian a deambular en alguna quedarian de profundos ensueños. Era madre soltera y solo dependía de sus habilidades como reportera de algun pasquin semanal. Solo contaba con el apoyo de sus padres, que, además de haberla ayudado económicamente, irían a incidir en la formación de Giovanni. El chico jamás tuvo la oportunidad de conocer a su padre. Él veía en Esteban a su mentor, a quien admiraba por su personalidad carismática, y lo vislumbraba como el modelo de su propia existencia. Aunque jamás habría preguntado por su propia raíz biológica, aun si lo hubiese hecho, las respuestas de los Ganciani habrían ahondado en lo banal, soslayando el tópico.
De otro lado, Raquel, ya quizas cansada del diario trajinar, de la soledad emocional y el recuerdo, de las desavenecias que le brindaron sus infortunados amoríos ulteriores a Del Valle, ya había entrado en la fase de desilusión, donde los recuerdos del pasado con Del Valle se habrían de esfumar lentamente en el ente de la nada cotidiana. Más bien, a veces pensaba que algún dia Giovanni se iría a tornar en el adulto, que ella habría de deslumbrar con su enseñanza liberal y, ya formado como adulto, podría escuchar de forma más analítica las peculiaridades de su propio entorno.
Esa noche, Raquel había tenido la necesidad de terminar la cansada entrevista con el Padre Julio, y, sin prestar mucha atención a las insinuaciones del fotógrafo de ir a tomar un café, se iría muy de prisa, fugándose de ese mundo, algo diferente a la cobija de su casa miraflorina, a la que aunque algunas veces miraba con tedio, pero que sin embargo le daba una sensación de refugio, quizás de acápite de su propio dilema existencial. Había decidido mentirle al fotógrafo, aduciendo que tenía una cita con su inexistente enamorado. Obviamente, era la forma de decirle a un intruso, a un desconocido, que desacelerara sus impulsos ilusorios buen tiempo. Ya exhausta del día tan largo y monótono que, como epitafio a natural, gestaba una llovizna cargosa, Raquel se dirigió a su pequeña habitación, donde de sus previos andamiajes decorativos había improvisado su cobija, la cual consistía de un escritorio muy pequeño con una lámpara de pie a su costado, un estante de libros también pequeño y un sofá cama. En la habitación contigua, la que por muchos años fue de ella, dormía Giovanni que había, al menos a la hora de dormir, adquirido cierta emancipación.
En el silencio de la noche, cuando Raquel se aprestaba a imbuirse en sus fantasías preambulares previas al sueño profundo, escuchó súbitamente sonar el timbre de la puerta principal, seguido de un eco que gradualmente se desvanecía en los espacios abiertos de la casa. Por unos segundos, pensó Raquel, que solo era una fantasía sonora que desde el interior de su cabeza la había despertado, como quizás presagiando el inicio de una pesadilla.
Sin dar tiempo al eco posterior, el timbre sonó, esta vez con más ahínco, dos, y hasta tres veces. Los perros pastores del vecino de la casa del lado derecho empezaron a ahuyar, como si se tratara de alguien que tocaba la puerta, y al cual los caninos observaban con sigilo, desconfianza, y también miedo. Raquel logró ponerse una bata transparente y, descalza, bajó los escalones, bastante intrigada por la súbita llegada de un visitante a su casa a esa hora de la noche.
Mientras tanto, desde su habitación, su padre se aprestaba a abrir la ventana para indagar acerca del insólito visitante.
—No veo a nadie, Raquel, ¿estás allí? Ten cuidado, no abras sin preguntar —repetía Ganciani, ya algo irritado.
Cuando Raquel alcanzó la puerta principal, luego de encender la luz de la antesala, pidió varias veces que se identificaran.
—No escucho a nadie, papá. ¿Ves a alguien? —preguntó Raquel.
—No, creo que no. Casi no se ve con la neblina. No abras, hija, pueden ser rateros. Quizás alguien se equivocó y tocó la puerta que no era. ¿Quién sabe? Apaga la luz y acuéstate —prosiguió Don Esteban, tan protector como de costumbre súbito timbrazo, sin embargo, no despertó ni a Giovanni ni a Ana María, que dormian plácidamente en un sueño profundo y despreocupado.
Cuando Raquel, ya nuevamente acurrucada entre las sábanas y almohadas húmedas del frío nocturno, se prestaba a volver al inicio de su interrumpido sueño, volvió a escuchar un estrepitoso sonido. Una y varias veces, quien fuese, tocaba la puerta, con mucha violencia, como si se tratase de alguien en estado de pánico, escapando de alguna situación perniciosa. Nuevamente, el estrepitoso ruido interrumpió el sueño de los Ganziani. Raquel, en un sobresalto, salió apresurada de su cuarto y corrió hacia la puerta. De seguro algo había pasado, y alguien trataba de avisarles. ¿Sería algún pariente en peligro? La abuela Clorinda, mamá de Don Esteban, vivía a media cuadra, y a veces, delicada del estómago, mandaba a la empleada doméstica de emergencia a la casa de su hijo. Don Esteban, casi al unísono con Raquel, pidió varias veces, gritando con molestia, que se identificara quien estuviera tocando la puerta.
Un silencio sepulcral siguió a los llamados de Estaban. Mas éste, lleno de coraje, abrió abruptamente la puerta, sujetando en la mano derecha un adorno de cristal, que quizás usaría como arma improvisada para su defensa. Lo único que pudo ver fue la solitud del vecindario. Tan solo dos casas, la de enfrente y la contigua, la de los perros pastores, que esta vez ladraban sin cesar, tenía algunas luces encendidas.
—Alguien me está jodiendo, y no sé quién es. Llamaré a la comisaría. A lo mejor mandan un patrullero para que ronde el barrio —murmuró Esteban, mientras sigilosamente cerraba la puerta y volvía, adorno en mano, hacia la sala contigua a la escalera.
—Creo que alguien está tratando de hacer algo. No sé qué será, pero me molesta. ¿Quién sabe por qué? Aquí nadie le debe nada a nadie. Yo no me he metido con nadie ni tú tampoco. ¿Quién será? ¿Rateros que están sigilando nuestros movimientos? En fin, mañana será otro día. A lo mejor algún patita sampado. No me voy a hacer paltas, pero si vuelven a tocar, por favor, Raquelita, no abras a nadie —prosiguió Don Esteban.
Seguidamente, y por tercera vez, Raquel, volvió a recoger su encanto corporal, arropada por la garúa de la noche, y doblándose en posición fetal, se cobijó en su cama. Giovanni, a quien los golpes de la puerta habían despertado, preguntó qué pasaba, pero fue disuadido por su madre a reencontrarse con el sueño. Sin embargo, algo molestaba a Raquel. ¿Quién podría ser? ¿Por qué tocarían la puerta de su casa a altas horas de la noche? Y cuando un centenar de hipótesis diluían en su mente, el cansancio de una jornada algo movida y más bien extraña, la desvaneció en un sueño profundo durante el resto de la noche.
Cuando las primeras bocinas de chóferes desconsiderados ya marcaban el nuevo amanecer, Raquel iba lentamente despertando de su sueño intranquilo, cuando, repentinamente, el teléfono ubicado en el pasadizo contiguo empezó a sonar.
Don Esteban, ya se había ido a laburar. Giovanni, esperaba a la camioneta que lo llevaría al colegio, al lado de la puerta, y doña Ana María aún dormía. Raquel alcanzó a ver el reloj de pared, que indicaba las siete y media, y rápidamente alcanzó a descolgar el auricular. Esta vez, el silencio, de quien hacía la llamada, se interrumpía, seguramente, por las intermitencias de conexiones malogradas, que caracterizan el servicio telefónico limeño, caótico por excelencia, particularmente en las horas de mayor ajetreo.
—¿Quién es? —preguntó Raquel, con voz ya un tanto tenebrosa, como si el tono fuese perdiendo fuerza paulatinamente, mientras un temor generalizado iba tomando control de su cuerpo, que más bien parecía en estado cada vez más espasmódico, como presagiando algo horrendo—. Por favor, ¿qué quiere? Deje de molestarnos. Manny, ¿eres tú? Carla, ¿qué mierda quieres? Sé que son ustedes —siguió replicando Raquel, en tono de molestia.
En ese instante, al otro lado, quién sabe dónde, con voz suave pero de tono enérgico, una voz masculina preguntó por su nombre.
—¿Es usted Raquel? —dijo el hombre, pausadamente.
—Sí, señor, usted me está molestando, ¿no se da cuenta? ¿Qué es lo que usted desea? —respondió Raquel.
—Caramba, parece que usted está algo molesta. ¿No durmió bien anoche? Quería percatarme de que era usted, y no otra persona a la que estamos tratando de contactar. Por favor, trate de no cortar la comunicación. Podría ser peor de lo que usted pueda imaginarse. ¿Es su apellido Ganziani? —continuó diciendo la enigmática voz.
En ese momento, Raquel, con voz entrecortada pero firme, le contestó con otra pregunta:
—¿Quién es usted? ¿Qué desea? ¿Por qué está interesado en hablar conmigo? —prosiguió Raquel.
—Digamos que me interesan algunos de los escritos que han, paulatinamente, aparecido en la revista de humanidades de la Católica. Es usted, además de periodista, analista política, y literaria. Me gustó su crítica sobre el contenido social de una obra tan antigua como la de Cervantes. Estoy de acuerdo, Don Quijote representa al espíritu colectivista, surgido en la España del siglo XVI, como rechazo a la carencia de identidad social y al excesivo individualismo mercantil de aquel entonces —continúo la enigmática voz, con cierta autoridad intelectual—. ¿Ya ve cómo sé de usted? ¿Por qué ya no trabaja en La Crónica? ¿Tuvo problemas con el editor? —continuó diciendo el sujeto.
—Señor, no me interesa su crítica a mi vida personal, a mis escritos. Si usted fue enviado por la editora, puede decirles que no me interesan sus opiniones.Aún más, si usted vuelve a llamar a esta casa o a molestar a mi familia, tendré que ir a la comisaría y levantar una denuncia —dijo Raquel.
—¿Contra quién? Que yo sepa, las voces que no tienen nombre, tampoco tienen identidad —replicó la voz, algo sarcástica.
—Mire, quien diablos sea, ya estoy cansada de que moleste. Voy a colgar, y, por favor, no llame más a esta casa —terminó diciendo Raquel antes de colgar el auricular.
Esa mañana, mientras Raquel, en un microbús abarrotado de pasajeros, enrumbaba a la católica, hacía un recuento de la noche tan amarga, los golpes a la puerta, la llamada telefónica. En silencio, se llenó su mente de conjeturas. Primero las hilvanaba, luego las oponía entre sí, las rechazaba y luego, de vuelta a la misma conjetura inicial.
¿Quién podría estar tan pendiente de su artículo sobre la connotación política de la obra de Cervantes? ¿Quizás alguien a quien la revista de Humanidades le molestaba? No obstante, su estilo crítico molestaba a ningún matraquilloso politiquero, esa no sería una forma siniestra de molestarla.