Bajo mi piel - Lisa Unger - E-Book
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Bajo mi piel E-Book

Lisa Unger

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Beschreibung

¿Y SI TUS PESADILLAS FUERAN EN REALIDAD RECUERDOS? El marido de Poppy Lang fue asesinado mientras corría por un parque de Nueva York. Arrastrada hacia una espiral de dolor, Poppy desapareció durante unos días, al cabo de los cuales se presentó en casa de su mejor amiga con un vestido rojo que no reconocía y sin recuerdos sobre lo que había hecho. Un año después de la tragedia, se muestra incapaz de pasar página y aún depende de las pastillas y el alcohol. La sensación de que un hombre sigue sus pasos multiplica su inquietud. Pese a las dificultades que sufre para distinguir qué es real y qué no, resuelve poner orden en su vida, empezando por investigar la muerte de su pareja. El precio que deberá pagar quizá sea conocer secretos muy perturbadores.

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Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentesson producto de la imaginación del autor o se utilizan de manera ficticiay no deben considerarse reales. Cualquier parecido con hechos, localizaciones,organizaciones o personajes, vivos o muertos, es pura coincidencia.

Título original inglés: Under my Skin.

Autora: Lisa Unger.

© Lisa Unger, 2018.

© de la traducción: Ana Herrera Ferrer, 2019.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: noviembre de 2019.

REF.: ODBO642

ISBN: 978-84-9187-537-6

PREIMPRESIÓN · GAMA, SL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escritodel editor cualquier forma de reproducción, distribución,comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometidaa las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).Todos los derechos reservados.

CONTENIDO

PRÓLOGO

PRIMERA PARTE. Hipnagogia

  

  2

  3

  4

  5

  6

  7

  8

  9

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11

12

13

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SEGUNDA PARTE. Despierta

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27

28

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30

31

32

33

SEIS MESES DESPUÉS

34

AGRADECIMIENTOS

PARA CONNIE, DONNA Y PAT, FIELES LECTORASQUE SE HAN CONVERTIDO EN AMIGAS.VUESTRO APOYO SIGNIFICA MÁS DE LO QUE IMAGINÁIS.

PRÓLOGO

A mí me gusta. Mucho.

Pero...

Siempre hay un pero, ¿verdad?

Él habla y yo tendría que escucharlo. Pero no lo escucho. ¿Se da cuenta él de que estoy dispersa, distraída? Lo dudo. Él no parece especialmente observador, tiene ese aire que adopta la gente ahora, como si estuvieran exhibiéndose, como si el momento fuese «visto», en lugar de «vivido». Mira a su alrededor mientras habla. Levanta la vista hacia las pantallas de los televisores del bar, que están todos enmudecidos, todos ofreciendo diferentes acontecimientos deportivos. Al teléfono que está a su lado, oscuro. Luego, me mira a mí, y de nuevo mira hacia la mesa escandalosa que tenemos al lado, gente tomando algo después del trabajo, supongo, por los trajes ya algo arrugados y los ojos rojos.

Me empapo en sus detalles: su pelo negro como la tinta, muy espeso (cualquier chica mataría por tener un pelo así); la barba de varios días que le sombrea la mandíbula, solo lo suficiente: sexi, no descuidada, con estilo, no con falta de aseo; su cuerpo tonificado en el gimnasio. Bajo los pliegues de su camisa Oxford color lavanda, los abdominales marcados, los hombros redondos, bien trabajados.

Si tuviera una cámara en la mano, no un smartphone sino una cámara de verdad, digamos una Hasselblad X1D de sistema compacto con objetivos intercambiables, ergonómica, ligera, al estilo antiguo, con las tripas de alta tecnología, lo miraría a través de la lente e intentaría averiguar el momento en que se revelase a sí mismo, en que los músculos de su rostro se relajasen y su máscara cayese, aunque fuera solo por un milisegundo. Y entonces lo vería. El hombre que es «de verdad», cuando sale del escenario en el que se imagina que está.

Ya sabía que era guapo, que tenía estilo, que estaba en forma, antes de que accediéramos a vernos. Su perfil me decía todo eso. Trabaja en finanzas (claro, cómo no). Su libro favorito es la autobiografía de Steve Jobs (¿cómo podía ser de otra manera?). Pero ¿qué hay bajo su piel, bajo esa capa exterior cuidadosamente arreglada? ¿Bajo la máscara que se pone cada mañana... qué hay? La cámara siempre lo ve todo.

Él pasa los dedos por el borde barnizado de la mesa que nos separa, luego los une por las puntas. He leído en alguna parte que es el gesto de alguien que está muy seguro de sí mismo y de sus opiniones. Coincide. Él parece muy seguro de sí mismo, como les suele pasar a esas personas que saben muy pocas cosas.

Se ríe, con una falsa modestia, de algo que acaba de decir él mismo. Sus palabras aún están suspendidas en el aire, dice que es un adicto al trabajo. Qué alivio que solo estemos tomando una copa y no cenando. No tiene sentido perder el tiempo si la cosa no funciona, escribió. ¿Quién no estaría de acuerdo? Qué adulto. Qué razonable.

Nunca pensé que funcionaría. No podía funcionar. Porque «la cosa» no tiene nada que ver con el aspecto que tiene él. No se trata de sus ojos, negros, con pestañas gruesas, entornados. O del arco de su boca, plena, atractiva. (Aunque podría besarlo, de todos modos. Quizá algo más. Depende). La atracción y el deseo no tienen nada que ver con lo físico: es algo químico, un rollo mental. Y mi cabeza..., bueno, digamos que ahora mismo no está muy fina.

Una mujer se ríe demasiado fuerte, realmente es como un cacareo, áspero, discordante. Me sobresalta, me dispara la adrenalina por todo el cuerpo. Examino a la multitud. Realmente, no debería estar aquí.

—¿Nos da tiempo a tomar otra? —pregunta. Sus dientes. Qué blancos son... Perfectamente alineados. Nada en la naturaleza es tan impecable. Ortodoncia. Blanqueamiento.

El borde del vaso, frío como el hielo, bajo las yemas de mis dedos. Me lo he bebido rápido, demasiado rápido. Me he prometido a mí misma que no bebería, y menos con todo lo que está pasando. Ha sido un día muy largo, una semana larguísima. Un «año» larguísimo. El peso de todas esas cosas me está lastrando, chafando.

Tardo demasiado en responder y él frunce el ceño, un poquito nada más, mirando su teléfono. Tendría que irme. Es una locura.

—Claro —digo, por el contrario—. Una más.

Él sonríe de nuevo, cree que es buena señal.

Realmente solo quiero irme a casa, recogerme el pelo, ponerme unos pantalones de chándal, meterme en la cama. Pero no es una opción. En cuanto salga de aquí, volveré al rompecabezas que es mi vida.

—Grey Goose y soda —dice a la camarera, cuando ha conseguido que le atienda. Recuerda lo que yo bebo. Es una nimiedad, pero pocas personas prestan atención a los detalles, en estos tiempos—. Y Blanton’s con hielo.

Bourbon solo, muy masculino.

—¿Hablo demasiado? —me pregunta. Parece encantadoramente avergonzado. ¿Estará fingiendo?—. Ya me lo habían dicho antes. Mi última novia, Kim, decía que parloteo mucho cuando me pongo nervioso.

Es la segunda vez que la menciona, a su «última novia, Kim». ¿Por qué?, me pregunto yo. ¿Todavía queda un rescoldo? ¿O simplemente intenta venderse en plan «alguien que ha tenido una relación»? Y eso de «última novia»... Suscita esta cuestión: ¿cuántas más habrá habido? Quizá le estoy dando demasiadas vueltas. A veces, lo hago.

—No, en absoluto.

«Soy un buscador. Quiero explorar el mundo. ¿Tú no? Me encanta aprender, cocinar, viajar. Me pierdo en un buen libro».

Eso es lo que decía en su perfil. En la foto sonreía, casi reía, con el pelo revuelto por el viento. Era una buena foto, podría haber sido de una revista incluso... Algo que resulta siempre sospechoso. Los fotógrafos conocen todos los trucos para captar la belleza, los ángulos adecuados, la luz idónea, la magia de los filtros. La verdad es que la mayoría de la gente no está «tan buena» en persona. Hasta la gente guapa de verdad tiene algún defecto: no está retocada con aerógrafo, o bellamente despeinada por el viento, con los ojos brillantes. Tienen arrugas en torno a los ojos y la boca, la nariz imperceptiblemente torcida, una cicatriz apenas visible, de la varicela o de una caída de una bici de pequeño. La gente real, auténtica, tiene una pequeña mancha del almuerzo en la corbata, quizá le cuelga algo de la nariz o tiene algo entre los dientes, alguna zona de la piel reseca, o debe comprarse urgentemente unos zapatos nuevos. Esas imperfecciones nos hacen ser lo que somos, reflejan la verdad de nuestras vidas.

Pero hay que decir que él casi es tan guapo como la foto de su perfil. Aunque hay algo que no encaja. ¿Qué será?

No hay nada especial en mi propia foto de perfil, nada que pueda resultar engañoso, solo una foto que me tomó mi amiga Layla, que ha sido la que lo ha organizado todo. Por supuesto, es una fotógrafa con mucho talento, mi amiga más antigua, y sabe muy bien cómo sacarme. Pero no ha puesto ningún filtro ni hay trampas de Photoshop. Lo que se ve es lo que hay. Más o menos.

—¿Y tú? —me pregunta.

La camarera sirve las bebidas en nuestra mesa alta. Lleva las orejas llenas de aritos de plata, y otro en el labio. Es carnosa, pero guapa, con unos ojos de un verde precioso, que le dan un aspecto sobrenatural. Apuesto a que lee muchas novelas de fantasía adolescente. Crepúsculo. Harry Potter. Los juegos del hambre.

—Gracias, cari —le dice él. Acorta la palabra y la pronuncia con deje, aunque sé que nació y se crio en Nueva Jersey. Ella le sonríe, se sonroja un poco. Él es un encantador en un mar de serpientes.

Noto que él tiene una forma especial de mirar a las mujeres, una mirada cálida, una sonrisa amplia. Parece que lo ha decidido así conscientemente. Que es una técnica. Sabe que a las mujeres nos gusta que nos miren, que se fijen en nosotras los ojos masculinos. Hace que nos sintamos guapas, especiales, en un mundo en el que es muy raro sentir cualquiera de las dos cosas. Ella le sonríe entonces, sus pestañas aletean rápidamente. Le gusta. Apostaría cualquier cosa; ella lo mira de vez en cuando mientras recorre la barra de un lado a otro, entre las otras mesas altas que está sirviendo también. Aunque yo me marchara del local, estoy segura de que alguien se iría a casa con él. Los chicos guapos, encantadores, que desprenden el aroma del dinero, raramente se quedan solos.

—¿Qué quieres saber? —le pregunto, cuando se vuelve hacia mí.

Él da un sorbo de su bourbon, mira por encima de su vaso, travieso.

—En tu perfil decías que eras corredora...

¿Había puesto Layla eso en mi perfil? Layla... Esto de la cita... Todo había sido idea de ella. «Es hora de salir por ahí, chica». Sinceramente, no recuerdo lo que pusimos en el perfil.

—Sí, salgo a correr —digo—. Bueno, la verdad es que salía antes. No se puede decir que sea corredora.

—¿Cuál es la diferencia?

—Pues que corro... por ejercicio, porque me gusta, porque me calma. Pero eso no me define. No tengo ningún grupo, ni me apunto a carreras, ni viajo para hacer maratones ni nada de eso.

¿Estoy divagando?

Finalmente:

—Sí, corro, pero no soy una corredora. Y de todos modos últimamente lo hago más dentro, en el gimnasio.

Él asiente lentamente, una pantomima del hombre detallista, que sabe escuchar, mirando su vaso.

Casi le hablo de Jack entonces. Siempre lo tengo en la punta de la lengua.

«Mataron a mi marido el año pasado —quiero decir—. Lo atacaron cuando salió a correr por Riverside Park, a las cinco de la mañana. Alguien... le dio una paliza mortal. Su crimen todavía está sin resolver. Yo tendría que haber ido con él. Quizá si hubiese ido... En fin. El caso es que ya no disfruto lo de correr como antes».

Pero él habla ahora de que empezó a correr en el instituto, que corría también en la universidad, que todavía corre, que viaja para hacer maratones, que está pensando en participar en un triatlón en México el año que viene, pero que su trabajo en finanzas... tiene unos horarios taaaan locos...

Kim tiene razón, pienso. Habla demasiado. Y no solo cuando está nervioso. Porque ahora no está nervioso, en absoluto.

Son sus uñas. Perfectas. De hecho, lleva una manicura profesional. Con unos cuadrados perfectamente recortados y brillantes en el extremo de esos dedos gruesos. Vuelve a juntar las yemas otra vez encima de la mesa, entre nosotros. Ese es el «pero». Vanidad. Es vanidoso, gasta muchísimo tiempo en sí mismo. El gimnasio, la ropa, la piel, el pelo, las uñas. Para esta noche, todo eso está bien. Pero a largo plazo, cuando llega el momento de dejar de preocuparse por uno mismo y empezar a pensar en otra persona, no va a ser capaz de hacerlo. La lente lo habría visto de inmediato.

¿Debería mencionar mi ataque de nervios, el que tuve cuando murió Jack? ¿Los días de mi vida que desaparecieron sin más? Probablemente no, ¿verdad?

El recinto está mucho más lleno ahora y es más ruidoso. Es uno de esos bares deportivos del Upper East Side, con enormes pantallas en todos los rincones que retransmiten partidos de todo el país, de todo el mundo. Está lleno de gente que ha terminado su jornada laboral, hombres que en realidad todavía son niños, con su primer trabajo, recién salidos de la facultad; chicas de cuerpo muy prieto, con el pelo teñido, engominado y trenzado, los pechos altos, que no tienen ni idea de lo que les depararán los próximos diez años, cuántas decepciones tendrán, grandes y pequeñas.

Es jueves, mañana empieza el fin de semana, así que la energía está por las nubes, y resuenan voces estentóreas. Nuestra camarera va a un lado y a otro, balanceando diestramente bandejas con vasos altos que entrechocan, espumosas jarras de cerveza, vasos de chupito con un líquido ámbar. ¿Chupitos? ¿De verdad? ¿La gente todavía toma eso?

En el fondo de mi cabeza resuena un zumbido de ansiedad al ir examinando la multitud, y me vuelvo a mirar más allá de los grandes ventanales, a la calle. «Alguien me está siguiendo —casi lo digo, pero no—. He tenido algunos problemas para dormir, algunos sueños inquietantes que podrían ser recuerdos, y a decir verdad, mi vida es un desastre, ahora mismo». Pero no digo nada de eso. Él sigue hablando, esta vez del trabajo, un jefe que no le gusta.

Todos están muy cerca, las risas, la animación, los cuerpos que empiezan a apretarse, las corbatas que se aflojan, el pelo que se suelta. Lo dejé elegir el sitio de nuestra cita. Yo habría escogido un lugar más tranquilo en el centro, en el West Village o Tribeca, un lugar relajado, sereno, oscuro, donde se pudiera hablar en tono bajo, intimar, llegar a conocer a alguien.

Nota para mí misma: no les dejes que elijan, aunque la verdad es que sus elecciones también dicen mucho de ellos. De hecho, todo este rollo de las citas quizá no sea para mí, en absoluto.

—Tengo que levantarme mañana muy temprano —digo, en el siguiente paréntesis entre cosas que él comenta de sí mismo. Prácticamente está chillando, para que pueda oírlo en medio de todo aquel jaleo. Tendría que salir de aquí de inmediato. Gran error.

Entonces la veo. Una mirada despiadada, de decepción y furia. Desaparece al cabo de un milisegundo, reemplazada por una sonrisa muy ensayada.

—Ah —dice. Se mira el reloj, un Fitbit, claro—. Sí, lo siento, yo también.

—Ha sido estupendo —digo.

Él recoge la cuenta, que la camarera ha debido de dejarle delante en algún momento.

Yo saco la cartera.

—Pagamos a medias —digo. Prefiero pagar yo o pagar a medias en estos casos; me gusta sentir que el terreno está bien equilibrado bajo mis pies.

—No —responde él. Su tono se ha vuelto un poco monótono—. Ya lo tengo.

No son solo las uñas. Es un toque de arrogancia, algo frío, por debajo del flirteo. Ahora lo veo relucir, ahora que él sabe que no va a conseguir aquello para lo que ha venido. O quizá no sea ninguna de esas cosas. Quizá no haya nada malo en él, en absoluto. Lo más probable es que haya algo malo en mí.

O lo más probable de todo es que lo que pasa es que no es Jack.

«Hasta que no dejes atrás a tu marido, nadie más dará la talla». Eso es lo que me dijo mi psiquiatra.

«Lo estoy intentando. Salgo con gente».

«Quedar con ellos solo para tirárselos no es salir con alguien».

¿Es eso lo que estoy haciendo? ¿Perdiendo el tiempo con hombres que acaban por revelarse a sí mismos como «no Jack»? No serán nunca tan divertidos como era él, ni sabrán cómo frotarme los hombros. No saldrán corriendo a cualquier hora a buscar algo que necesito, sin que se lo pida. «Ya te lo traigo». No se reirán como él, ni se pondrán serios cuando están concentrados como él. No se morderán las mejillas por dentro cuando algo les molesta. No se parecerán a él, no olerán como él. No serán Jack.

«Hasta un día —dice la doctora Nash—, que habrá alguien a quien amará por otros motivos, nuevos. Y se construirá una nueva vida». No me molesto en decirle que eso no va a pasar. De hecho, hay muchas cosas que no me molesto en contarle a la doctora Nash.

En la calle, aunque le tiendo la mano, él prueba a darme un beso. Yo dejo que sus labios toquen los míos, pero luego me aparto un poco, porque algo me repele. Él se echa hacia atrás también. La situación es extraña. No hay calor alguno. Nada. No tendría que sentirme decepcionada. Ya sospechaba, sabía, que «la cosa» no funcionaba. Pero pensaba que quizá si hubiera habido algo de calor, algo de chispa física, no necesitaría las pastillas para dormir esta noche. Quizás iríamos a su casa, y eso me proporcionaría una tregua para ordenar de nuevo las piezas de mi vida fracturada.

Ahora debo decidir adónde ir esta noche: de vuelta a un apartamento que se supone que comparto con mi marido, pero donde ahora vivo sola, y ya no me siento segura, de vuelta al ático de Layla, o quizás a un hotel.

Un coche de policía pasa velozmente por Lexington. «Uuuuuh, uuuuuh».

—Quizá podamos salir a correr este fin de semana... —Él todavía lo intenta, aunque no puedo imaginar por qué—. Probar los caminos que suben por el parque Van Cortlandt... Son cortos, pero muy bonitos... Te sientes como si estuvieras a kilómetros de distancia de la ciudad.

—Qué bien —contesto yo.

A menos que haya alguien agazapado entre las sombras, y nadie oiga tus gritos de ayuda.

—¿Te mando un mensaje?

Nunca me mandará ese mensaje, claro.

—Sí, estupendo.

Aunque me envíe un mensaje, no lo responderé. O lo iré retrasando hasta que él lo pille. Es así de fácil este rollo de las citas en la época de la tecnología. Puedes dejar a alguien colgado fuera de tu vida hasta que se aleje flotando, confuso. Ghosting, creo que lo llaman los millenials.

—¿Quieres que te acompañe a casa? —me pregunta.

—No —respondo yo—. Estoy bien. Gracias.

Me siento débil de repente. Son más de las nueve, y esos dos vodkas con soda dan vueltas por mi estómago vacío, por no mencionar los otros productos químicos que flotan también en mi corriente sanguínea. No he comido nada desde... ¿desde cuándo?

—¿Estás bien? —me pregunta él. Su preocupación me parece exagerada, su tono casi burlón. Hay otras personas en la calle, una pareja que se ríe, con intimidad, muy cerca, un chico con sus auriculares, un vagabundo sentado en el soportal.

—Sí, estoy bien —vuelvo a decir, un poco a la defensiva. No he bebido tanto...

Pero entonces noto que él me rodea con el brazo, demasiado apretado, y me inclino hacia él sin darme cuenta. Intento apartarme, pero él no me deja. Es fuerte, y no puedo soltarme el brazo.

—Eh... —exclamo.

—Eh... —repite, imitándome, pero muy mal—. Sí, estás bien.

«Pues claro que estoy bien», quiero soltarle. Pero las palabras no salen de mi boca. Solo noto un cansancio terrible, hasta los huesos, una sensación tambaleante, confusa, vaga. Algo no va bien. El mundo empieza a oscurecerse por los bordes. Oh, no. Ahora no.

—Está bien —dice él, riendo. Su voz suena distante y extraña—. Solo que ha tomado una copa de más, supongo.

¿Con quién habla?

—¡Suéltame! —consigo decir, mi voz como un siseo furioso.

Él se ríe, con una risa sonora y rara.

—Tranquila, cariño.

Me mueve demasiado rápido por la calle arriba, me aprieta demasiado fuerte. Yo voy dando tumbos, y él casi no hace nada para evitar que me caiga.

—¿Qué narices estás haciendo? —le pregunto.

El miedo se me agarra a la garganta. No puedo esperar a soltarme de este tío. Él me empuja hacia una calle lateral; no hay nadie por allí, por los alrededores.

—Eh. —Una voz detrás de nosotros. Él se da la vuelta, llevándome consigo. Hay otra persona allí de pie. Me parece lejanamente familiar, mientras el mundo se da la vuelta. En algún lugar de mi interior suena una alarma. Lleva puesta una capucha oscura, su cara no resulta visible.

«Es él».

Es muy grande, mucho más grande que... ¿Cómo se llama? Reg, o algo así. ¿Rex? El hombre grande nos bloquea el paso en la acera.

—Eh, de verdad, tío —dice Rick. Sí, Rick, eso es—. Apártate. Lo tengo todo controlado.

Pero el mundo se desvanece muy deprisa, se vuelve blando y borroso, se inclina. Se ve un relámpago, un movimiento rápido. Luego, un grito casi femenino, un río de sangre. Rojo oscuro sobre lavanda.

Luego, unos brazos que me sujetan.

Me caigo.

Nada.

PRIMERA PARTE

Hipnagogia

Entre los sueños de la noche y los del díano hay tanta diferencia.

CARL JUNG, Símbolos de transformación

1

—Creo que alguien me sigue.

Casi me lo callo, pero hacia el final de la sesión se me escapa.

La doctora Nash arruga la frente, preocupada.

—Ah, ¿sí?

Su consulta es un salón muy acogedor, lleno de muebles grandes y cojines muy mullidos. Hay estantes repletos de libros y cuadros, y muchos objetos de adorno, pequeños elementos artísticos traídos de sus viajes. Es exactamente el tipo de consulta que te gustaría que tuviera una psiquiatra. Cálido, envolvente. Me hundo más en mi rincón habitual de su confortable sofá, inclinándome sobre el apoyabrazos tapizado. Resisto la urgencia de acurrucarme formando un ovillo y de cubrirme con la manta de cachemir que está echada cuidadosamente sobre el respaldo. Un grupo de velas falsas parpadea en la mesa de centro; ella ha preparado un poco de té cuando he llegado. Sigue delante de mí, intacto.

—La otra noche, cuando salí del gimnasio, había alguien de pie, al otro lado de la calle. Creo que lo he vuelto a ver esta mañana en un banco del parque, junto a mi oficina.

Solo con pensarlo me invade un aleteo de intranquilidad.

La doctora se remueve en su silla de cuero de Eames. Está demasiado bien hecha para crujir bajo su peso. Es una mujer muy menuda. El cuero solo susurra contra la tela de sus pantalones. La luz de la tarde entra a raudales, iluminándole el pelo y un lado de la cara. Hay largas pausas en nuestra conversación en las que ella elige sus palabras, dejando que las mías hagan eco. Ahora, por ejemplo, hay una, mientras me observa.

—¿Está segura de que es el mismo hombre? —pregunta, finalmente.

Una fría brisa de octubre se cuela por la ventana abierta, y el ruido de la calle sube desde los nueve pisos que hay debajo. Un cuerno, el traqueteo de una tapa de alcantarilla agitándose bajo el peso de los vehículos que circulan, el gañido de algún perrito pequeño. Me imagino un yorkie con un jerseicito, tirando de una correa muy fina.

—No —reconozco.

—Pero lo bastante segura como para sentirse intranquila.

Ya lamento haberlo mencionado. Sí que vi a alguien, un hombre con una capucha negra, zapatillas deportivas, pantalones vaqueros desgastados. Se quedó de pie en un portal oscuro, al otro lado de la calle, cuando salí del gimnasio, el martes. Luego, el jueves, cuando iba a mi oficina, con el expreso cuádruple que tomo cada día en la mano, lo volví a ver de nuevo. Noté que sus ojos se clavaban en mí, los detalles de su rostro oculto en la sombra oscura de aquella capucha.

No le di importancia. Siempre hay montones de hombres vestidos con vaqueros y capucha en esta ciudad. Cualquier chica te lo puede decir: siempre tienen los ojos clavados en ti, te hacen comentarios no deseados, ruidos no deseados, aproximaciones no deseadas. Pero después me parece que lo volví a ver una vez más el fin de semana, cuando regresaba a casa desde el mercadillo artesanal. Aun así, es difícil estar segura.

—Bueno. —Doy marcha atrás—. Quizá no fuera el mismo hombre.

No tendría que haber dicho nada. No quiero que piense que estoy recayendo, que voy hacia otra crisis. Cuando te pasa algo así, las personas que se preocupan por ti están llenas de una energía especial, como si estuvieran esperando siempre algo que indicase que va a ocurrir de nuevo. Y lo entiendo: no quieren pasar por alto las señales por segunda vez y correr el riesgo de perderte de nuevo, quizá para siempre. Incluso yo recelo. Me sentí fatal por aquel agujero en mi memoria, aquella temporada en que tomé vacaciones de la realidad, la confusión de los días que rodearon al asesinato de Jack.

Bueno. Intento no pensar en eso. Es una de las cosas que estoy intentando «superar». Eso es lo que se supone que haces cuando ocurre lo peor y todavía sigues en pie. Todo el mundo te lo deja muy claro: se supone que tienes que «seguir adelante».

—Probablemente no será nada —digo, echando una mirada furtiva a mi reloj. Mi smartphone, mi correa, como solía llamarlo Jack, está apagado y metido en el bolso, siguiendo las normas de la consulta de la doctora Nash. «Aquí nos encontramos libres de distracciones e intentamos estar presentes en un mundo que conspira contra ese hecho», me ha dicho más de una vez.

La doctora Nash me contempla, apartando con gracia un mechón despistado de su encantadora melena corta entre canosa y rubia. Detrás de ella se ve una foto de su familia: su marido canoso, con la mandíbula cuadrada, sus hijos mayores ya, ambos con los mismos rasgos delicados y la mirada inteligente. Todos están en una terraza que da a un anochecer en la playa, sonriendo, con las caras juntas. «Somos perfectos —parecen decir—. Ricos y guapísimos, sin una sola mancha de oscuridad en nuestras vidas». Aparto la vista.

—He notado que no lleva los anillos —dice ella.

Yo me miro la mano izquierda. El dedo tiene una ligera marca por los anillos de boda y de compromiso, pero está desnudo.

—¿Cuándo tomó esa decisión?

Se me hincharon las manos la otra noche y me quité los anillos y los dejé en la bandeja que tengo al lado de la cama. No me los he vuelto a poner. Se lo digo así. Jack murió hace casi un año. Ya no estoy casada. Es hora de dejar de llevar esas joyas, ¿no? Aunque la visión de mi mano desnuda me oprime dolorosamente el corazón, ya es hora.

—¿Fue antes o después de empezar a ver la figura encapuchada?

La doctora Nash es maestra en preguntas mordaces.

—Ya veo dónde quiere ir a parar con esto.

—Solo pregunto.

Sonrío un poco.

—Usted nunca se limita a preguntar, doctora Nash.

Nos caemos bien. A veces, últimamente, nuestras sesiones se convierten en conversaciones... cosa que ella dice que es una señal de que la necesito menos. Una cosa buena, según ella. El progreso en el camino de la curación, la nueva normalidad, como lo llama ella.

—¿Qué tal duerme? —pregunta, dejando a un lado la otra pregunta.

Llevo el frasco de pastillas casi vacío en el bolso. La última vez le pedí más, me hizo una receta, pero me bajó la dosis. «Me gustaría que intentara dejarlas». Sinceramente, no ha ido bien. Mis sueños son demasiado vivos. Descanso menos, estoy más nerviosa, más inquieta durante el día.

—Iba a pedirle que me lo rellenara.

—¿Qué tal va con la dosis más baja?

Me encojo de hombros, fingiendo despreocupación. No quiero parecer frágil ante ella ni ante nadie. Aunque la verdad es que lo soy, muchísimo.

—Sueño mucho más. Quizá descanso menos.

—Pero no se está tomando más de la cuenta, ¿verdad?

Pues sí. También estoy haciendo otras cosas que no debería hacer. Como tomármelas con alcohol, por ejemplo.

—No —miento.

Ella asiente con delicadeza, mirándome de esa manera que te miran los psiquiatras.

—Lleva once meses tomándolas. Me gustaría ir bajando hasta la dosis mínima, con vistas a que las deje del todo. ¿No querría probarlo?

Yo dudo. Ese sueño químico es el mejor lugar de mi vida, ahora mismo. Pero no digo tal cosa. Sonaría siniestro. Por el contrario, accedo.

—Muy bien —dice ella—. Si tiene cualquier problema, recetamos la dosis que está tomando ahora. ¿Y esos sueños? Volvamos al diario de sueños que llevaba cuando murió Jack. Es una parte importante de nuestras vidas, el mundo onírico. Tal y como hemos comentado, podemos aprender mucho de nosotros mismos en ese mundo. ¿Todavía lo tiene junto a la cama?

—Sí.

Ella me tiende un trocito de papel.

—Bien —dice ella. Yo miro la hoja con sus garabatos de doctora—. Creo que por hoy ya hemos terminado.

Siempre me coge un poco por sorpresa el final de una sesión, el recordatorio repentino de que por muy íntimamente que me desnude en esas sesiones, la nuestra es una relación profesional. Si dejara de pagarle, esas charlas con la doctora Nash acabarían de una manera menos ceremoniosa.

—Poppy... Si lo ve otra vez, llámeme.

Una sirena desde la calle, abajo, llega hasta nosotras como un quejido distante y fantasmal. Ese sonido, tan frecuente entre el estruendo de la ciudad, siempre me hace pensar en Jack. Una hora más tarde de que saliera aquella mañana, los vehículos de emergencias aullaban por la avenida, bajo nuestra ventana. Tendría que haber habido alguna premonición, alguna advertencia oscura, pero no la hubo.

Un resfriado persistente me había impedido salir con él, como habría hecho normalmente.

«Podrías haber muerto aquella mañana también», dice Layla, cuando hablamos de eso, una y otra vez.

«O a lo mejor no habría pasado nada. A lo mejor habríamos corrido en una dirección distinta. O a lo mejor podríamos haber luchado contra el atacante, juntos».

O a lo mejor, o a lo mejor, o a lo mejor... y así sucesivamente. Infinitas posibilidades, mil formas de que Jack pudiera estar todavía conmigo. Que él se hubiese quedado dormido, que un semáforo le hubiera hecho cruzar por otra calle, que yo estuviera allí y me torciera el tobillo, y hubiésemos tenido que regresar a casa. Doy vueltas a todas esas posibilidades en mis momentos más negros, en sueños, cuando debería estar prestando atención, en las reuniones. Tantísimos caminos que podíamos haber tomado, pero que no tomamos.

—No me lo estoy imaginando. —Parece que sale de la nada.

La doctora Nash inclina la cabeza.

—No he dicho que fuera así.

Me inclino y recojo mi bolso, me pongo de pie a la vez que ella.

—Y cierre las puertas. Tenga mucho cuidado —añade.

—Parece usted mi madre.

Ella se ríe.

—Podemos hablar de eso en la próxima sesión.

—Muy graciosa.

Voy andando hacia el metro, ya que tengo que volver al centro de la ciudad para una reunión a las dos. Probablemente llegue tarde... Una vez más. La ciudad es un desastre, un embotellamiento de tráfico constante, trenes con retraso. Pienso en coger un taxi o un coche de Uber, pero a veces es peor incluso, porque hay que ir serpenteando por calles atestadas, atrapada en una ratonera, hasta que empiezo a pensar si no sería más rápido bajarme e ir andando. Toda la ciudad parece conspirar contra la puntualidad.

Le envío un mensaje a mi ayudante, Ben. «Llego tarde», tecleo rápidamente, y me meto debajo de la calle. Es lunes al mediodía, así que no está tan repleto como podría estar. Aunque el día es agradable, el andén está tan caliente como un horno y huele a meados. Mi nivel de estrés empieza a subir.

Jack quería que nos fuésemos de Manhattan; había llegado a odiarlo. «Todo lo que me gustaba de este sitio ha desaparecido. Es solo una isla para los ricos». Soñaba con una propiedad antigua en el norte, un poco de terreno, árboles, caminos por los que andar. Algo que pudiéramos renovar, hacer nuestro. Ansiaba desconectar de las prisas, los deseos, las codicias, los esfuerzos, al menos los fines de semana. Quería algo de tiempo detrás de la cámara. No pudo conseguir nada de todo eso.

De hecho, estábamos haciendo cajas cuando murió para trasladarnos del apartamento de una sola habitación en el Upper West Side que habíamos compartido durante cinco años. Pero en lugar de mudarnos fuera de la ciudad, nos íbamos a The Tate, un rascacielos de lujo en Chelsea, una brillante torre de apartamentos con ventanales que iban del techo al suelo, y que ofrecía unas vistas asombrosas, altos techos, suelos de madera, cocinas abiertas muy elegantes, piscina y gimnasio y personal de conserjería las veinticuatro horas, todos los días del año. Era yo. Era yo la que quería aquello; él se limitó a aceptar.

A él le gustaba nuestra casa, cómoda y oscura, en la Noventa y siete, con vistas al edificio de enfrente, con radiadores que hacían ruido y ratones en nuestra cocina ridículamente anticuada, y el viejo portero, Richie, que llevaba toda la vida trabajando allí y a veces cuando llegábamos estaba dormido. A él le encantaban nuestros vecinos, locos y llenos de colorido: Merlinda, la médium que atendía a los clientes en su apartamento; Chuck (o Chica), contable de día, drag queen de noche, que cantaba y tenía la voz más bonita que he oído jamás; Bruce, Linda y Chloe, ellos profesores de un colegio público y su adorable y talentosa hija, nuestros vecinos de la puerta de al lado, que siempre nos invitaban a comer el domingo.

Y ahora vivo en un espacio precioso y desnudo que da al bajo Manhattan, yo sola. Ni siquiera sé quién vive en el piso de al lado. Los pasillos son como túneles grises, llenos de puertas que raramente se abren. En mi apartamento, los muebles están bien colocados, la cama está en el dormitorio, el sofá en el salón, pero la mayor parte de las cajas siguen sin abrir todavía. Decir que echo de menos a mi marido, a mis estrambóticos vecinos, aquel viejo y oscuro apartamento, nuestra vida... Bueno, ¿cómo expresarlo? No hay palabras que puedan describir adecuadamente este abismo de desesperación con las paredes resbaladizas. Baste con decir que parece que no puedo acostumbrarme a mi nueva vida sin Jack.

«Lo siento —le digo—. Ojalá te hubiese escuchado».

La doctora Nash afirma que está bien que hable con él, siempre que sea consciente de que él no me contesta.

El tiempo pasa despacio, y cada vez estoy más inquieta y más enfadada. Baja más gente aún por las escaleras. El andén se va llenando de cuerpos, el aire se espesa, debido a la impaciencia. Pero el tren sigue sin llegar todavía. Me inclino por encima del borde del andén para ver si capto el brillo de los faros que se aproximan. Pero no.

Miro el reloj. Decididamente, ya no llego a tiempo. Unas gotitas de sudor descienden por mi espalda. Una mirada a mi teléfono móvil me revela que no tengo señal.

Cuando finalmente llega el tren rechinando a la estación, ya está repleto. Espero junto a la puerta, dejando que salga el flujo de gente. No hay garantías de que el próximo convoy esté menos atestado, y me espera una reunión. Así que me abro camino con los hombros, dirigiéndome hacia la puerta que conecta a un vagón con otro, y encuentro un espacio con un poco de aire para respirar. Los vagones se llenan.

«Apártate de las puertas que se cierran».

Las puertas se cierran, se abren otra vez y se acaban cerrando definitivamente. El tren da una sacudida hacia delante, se detiene, desplazando a todo el mundo, y luego se pone en marcha otra vez. Cierro los ojos, intento respirar. El espacio abarrotado se cierra ya. No estoy demasiado a gusto en espacios cerrados, algo que resulta muy incómodo para una persona que vive en una ciudad. Ha empeorado desde que murió Jack: los dedos del pánico me agarran fuerte, mucho más que antes. Apoyo la cabeza contra el cristal rayado y empañado. «Respira. Solo respira. Imagínate que estás en un sendero en el bosque, con muchísimo espacio, esos árboles altos y verdes dando oxígeno y sombra. Un pájaro canta, el sonido del viento en las hojas...». Es la medicación que me recomendó la doctora Nash para lidiar con la ansiedad entre la multitud o en cualquier sitio. A veces me funciona.

Pero cuando abro los ojos otra vez, él está ahí. El hombre encapuchado, apretado entre la multitud, en el otro vagón, una estatua entre el amasijo de pasajeros que se agitan y se revuelven. Sus ojos están ocultos por la sombra de la capucha, pero los noto. ¿Será el mismo hombre? El corazón me da un brinco, siento la ventosa del miedo en la base de la garganta.

La realidad se fragmenta, una fisura divide mi conciencia. Durante un momento rápido e intenso estoy de vuelta en mi dormitorio. El espacio junto a mí, en el colchón excesivamente grande, está frío, cuando debería estar caliente. Las sábanas están echadas hacia atrás. Jack se ha ido a correr sin mí, dejándome dormir.

—¿Jack?

Y estoy otra vez de vuelta, el tren todavía traqueteando, ruidoso. Me quedo asombrada, sin aliento: ¿qué ha sido eso? Una especie de recuerdo muy vívido, un ensueño... Vale. No es la primera vez que me pasa, pero este ha sido el más vívido. La mujer que está a mi lado me dirige una mirada de soslayo, luego aparta la vista.

Tranquilízate, Poppy. El desconocido... sigue ahí. ¿Me estará vigilando?

A lo mejor es simplemente un hombre que va a trabajar, sumido en sus pensamientos sobre su casa o su trabajo o lo que sea que pensamos cuando vamos en transporte público, viajando entre los lugares que forman nuestra vida. Quizá ni me vea, en absoluto. Por un momento me quedo mirándolo.

Y entonces, sin pensar, paso entre las puertas y llego a la tambaleante plataforma de metal que se encuentra entre los vagones. Es algo que jamás hay que hacer en el metro, pienso, mientras intento conservar el equilibrio y me agarro bien para cruzar al otro lado, entre el chirrido metálico que roza con el cemento, el gemido del metal contra el metal, las chispas que saltan, y luego llego a la otra puerta, a la relativa quietud del siguiente vagón.

Él se aleja, abriéndose camino entre la multitud. Yo lo sigo.

—¿Qué coño pasa?

—¡Vigile!

—¡Venga!

Los pasajeros molestos me arrojan miradas furibundas y se apartan de mala gana de mi camino cuando yo voy tras él, el negro de su capucha como una especie de aleta que nada entre el mar de personas.

Al llegar a la siguiente estación, él desaparece por la puerta que está en el extremo más alejado del vagón. Intentando seguirle, me encuentro atrapada entre el flujo de gente que sale y me empuja fuera del tren, hacia el andén. Finalmente, consigo liberarme de la multitud, corro por el andén, buscando la figura encapuchada entre altos y bajos, jóvenes y viejos, mochilas, maletas, trajes, chaquetas ligeras, gorras de béisbol... ¿Dónde está?

Quiero ver su cara, necesito verla, aunque no puedo decir muy bien por qué. Vagamente, me doy cuenta de que mi conducta no es demasiado inteligente. No es sensata.

«No vayas detrás de los problemas —solía decir mi madre—. Que te encontrarán muy rápido».

Entonces se cierran las puertas y es demasiado tarde para volver a subir al tren. Mierda. Mi teléfono se queja, encontrando un lugar con cobertura bajo tierra de los pocos que hay.

Un texto de Ben: «¿Cuándo llegas? Esperamos un poco, y si no hacemos otra convocatoria. Supongo que estás en el metro».

Hasta que el tren vuelve a marcharse no veo al desconocido, a bordo, de pie ante el cristal de la puerta. Sigue mirando, o al menos eso parece, con la cara oscurecida por la negrura de la capucha. Ando, manteniendo el mismo paso del convoy, que se mueve despacio, durante un minuto, levanto el teléfono y tomo rápidamente un par de fotos. Casi puedo ver su cara. Y al momento, él desaparece.

2

Llego a la oficina reventada, sudorosa, muy nerviosa, demasiado tarde para la reunión. En el baño, después de mojarme las muñecas con agua fría, me paso los dedos temblorosos por el pelo oscuro y miro mi reflejo en el espejo.

«¡Venga, cálmate!».

Mi cara tiene un color gris enfermizo bajo los feos fluorescentes. Me pongo un poco de maquillaje en las ojeras eternas que rodean mis ojos, renuevo el pintalabios y el colorete. Algo mejor, pero la chica del espejo sigue siendo una versión fatigada y demacrada de la persona que era antes.

Rebuscando en mi bolso, encuentro el botecito de pastillas que Layla me ha dado. El frasquito color ámbar está desnudo, no tiene etiqueta. «Para los nervios», me dijo ella. Dudo solo un segundo, luego me meto una pastilla en la boca y me la trago con agua del grifo, y después intento hacer unas respiraciones que me centren. La doctora Nash no está al tanto de que tomo estas pastillas sin autorización, una de las muchas cosas que le oculto. ¿Qué sentido tiene ocultar las cosas a la persona que se supone que te está ayudando?

Al pasar junto al escritorio de Ben, él se levanta y me tiende una pila de mensajes.

—Están esperando —dice, andando a mi lado—. Te veo perfecta.

—Estupendo. —Mi sonrisa me parece tan forzada y falsa como debe ser—. El metro es un desastre.

—¿Todo bien?

Me examina a través de sus gafas gruesas, de montura oscura, y se acaricia su barba de hípster. Es un ayudante de primera: intento promocionarlo, pero él no quiere irse. Mis clientes lo adoran: está encima de todos sus contratos, sigue sus pagos, ayuda con las solicitudes de becas y residencias. El año pasado ha sido más agente para todos ellos que yo misma. Con toda probabilidad yo podría irme y él hacerse cargo de todo. Resulta tentadora la idea de marcharme, de desaparecer: otra vida, otro yo.

—Sí —respondo, sin mucha convicción. Ben me mira con el ceño fruncido, mientras yo entro en la sala de reuniones.

—Su trabajo —está diciendo Maura— es asombroso.

—¿El trabajo de quién? —pregunto, tomando asiento a la cabeza de la mesa de conferencias—. Lamento llegar tarde.

Todos los ojos se vuelven hacia mí. Cuando Jack vivía, podía ir y venir sin que se fijaran en mí. Era él quien manejaba las reuniones, yo no era más que el número dos: primordial para llevar la oficina, pero no el jefe magnético y energético de las reuniones. Él aportaba luz y entusiasmo al oficio, a los negocios, en todas las reuniones. Yo no soy el jefe que era él, me doy cuenta, pero hago lo que puedo. Ahora los demás me miran: respetuosos, amables, esperanzados.

Jack eligió todo lo que hay en esta habitación, desde la larga y lisa mesa de conferencias hasta las sillas giratorias de cuero blanco, la enorme pantalla plana en la pared. Su foto de un sendero inca que fue publicada en Travel + Leisure está ampliada hasta convertirla en un lienzo enorme. La tomó desde el campamento que había encima de la línea de nubes: unas tiendas naranja florecen entre la niebla blanca, mientras las nubes se alejan en un paisaje de color jade y azul real, la parte profunda del valle muy oscura, y el cielo brillante.

—Alvaro —contesta Maura—. Ha cogido ese trabajo de Nat Geo para fotografiar los okapis que viven en la selva tropical de Ituri, y ayer mismo regresó.

Las fotos aparecen en la pantalla: unos verdes magníficos, de lujo, y un negro profundo, una carretera de barro rojo que serpentea y desaparece entre una selva espesa; una niña, con los ojos oscuros, mirando, está de pie junto a la orilla de un río con una falda de hierbas, su expresión entre inocente y burlona. Un camión azul y blanco circula precariamente por encima de un puente oscilante de tablillas de madera.

Maura se pasa una mano con una cuidada manicura por el pelo negro, que lleva recogido en una coleta en la nuca. Es joven pero sus ojos almendrados revelan un alma vieja. Con la piel aceitunada, de una delicadeza casi de ave, es una agente muy activa, orgullosamente protectora de sus clientes. Se preocupa por ellos como una gallina de sus polluelos.

—Los colores, los movimientos, la energía —digo—. Son maravillosas.

El tronco de un árbol, ahuecado y retorcido, y las ramas que suben hacia una oscuridad de un verde casi negro. Las fotos de los okapis, un animal que en parte tiene rayas, como una cebra, pero está emparentado con las jirafas, son increíbles: una madre amamantando a su cría, un macho joven escondido entre la hierba alta, un pequeño rebaño bajo una luna llena.

—Lo son —afirma Maura. Su sonrisa es amplia y orgullosa—. Es increíble.

Me pregunto, no por primera vez, si habrá algo entre Maura y Alvaro. No es buena idea que una agente se enamore del fotógrafo al que representa. De hecho, no es buena idea que nadie se enamore de un fotógrafo. El mundo sin filtrar nunca da la talla, comparado con lo que él ve a través de su lente. Alvaro Solare, el mejor amigo de Jack y primer cliente de la firma, es el típico fotógrafo sin destino fijo, siempre persiguiendo el próximo disparo, que será perfecto. Cosa que significa que el resto del mundo puede irse al infierno. Ha ido dejando una estela de mujeres con el corazón roto. Yo preferiría que Maura no fuera una de ellas. Pero en realidad no es asunto mío.

El resto de mis agentes explican el estado de los encargos de sus clientes. Nuestra firma, Lang and Lang, mía y de Jack, representa a fotógrafos. Somos una agencia pequeña, pero de mucho éxito, con algunos de los nombres más importantes de la moda, de los documentales y de las noticias en nuestra nómina.

Lo que empezó como una pequeña empresa en nuestro apartamento ha crecido y se ha convertido en una agencia con una serie de despachos en el edificio Flatiron. Jack, amable y sosegado, era un mediador natural. Cuando Alvaro estaba discutiendo con la sección de viajes de TheNew York Times, Jack intercedió y lo resolvió tomando unas copas con el editor de fotografía, antiguo amigo suyo. Alvaro pagó a Jack el quince por ciento como muestra de agradecimiento. Una cosa llevó a otra y al cabo de un año Jack rechazaba encargos de fotografía y representaba a más amigos suyos, entre ellos yo.

Así que después de años de trabajar incansablemente como fotógrafos de viajes, ganándonos la vida a duras penas, cambiamos nuestra vida de aventuras por una empresa dedicada a proteger los derechos de las personas que se ganan la vida con una cámara en las manos. Alvaro pensaba que era un error, que estábamos desperdiciando nuestro talento y nuestras vidas. Y nunca perdía la oportunidad de decírnoslo. Pero nosotros creíamos que ya era hora de establecernos, de fundar una familia. Pero las cosas no salieron así.

Casi no escucho a los demás agentes ir desgranando problemas y éxitos. Comento, hago sugerencias, me ofrezco a hacer una llamada a algún contacto mío en Departures. Pero en gran medida sigo todavía en aquel metro, persiguiendo al hombre de la capucha.

Me pregunto si alguien se da cuenta de que soy un fantasma en mi propia vida.

Transcurre otra media hora antes de que pueda volver a mi despacho y revise las fotos borrosas e inútiles que he tomado con mi smartphone. La luz era mala, demasiado movimiento. Esa forma oscura es solo un borrón, un espacio negro entre los viajeros desenfocados que lo rodean. Con el pulgar y el índice amplío la imagen de la pantalla, pero parece mucho más amorfa aún, como suele ocurrir con las imágenes de baja calidad.

Empiezo a dudar de mí misma, de que esté en contacto con la realidad. ¿Qué es lo que vi, después de todo? Solo a un hombre con una capucha, que quizá miraba en mi dirección o quizá no.

Ni siquiera veo a Ben hasta que está sentado frente a mí, al otro lado de mi escritorio. Tiene una expresión en la cara que no me gusta, preocupación, algo más.

—¿Qué ocurre?

Se echa hacia atrás y cruza las piernas.

—¿Cuándo me lo ibas a contar?

—¿Contarte qué?

—Que estás saliendo con alguien.

Niego con la cabeza, no queriendo entrar en detalles.

—No estoy saliendo con nadie.

—¿Entonces quién es Rick? —Me pasa un mensaje por encima de la mesa. Otro más del montón que acabo de empezar a mirar ahora mismo. Soy de la vieja escuela, me gusta recibir mensajes de papel y tirarlos cuando he devuelto las llamadas, he escrito unas notas o los he guardado como recordatorios.

—No es nadie —contesto.

Yo no diría que estoy saliendo, la verdad. Hay una bola de cristal con nieve en mi escritorio, una pequeña granja rodeada de árboles. Jack me la regaló una Navidad. «Así será nuestra casa en el campo. Tranquila. Lejos del chismorreo». Le doy la vuelta y veo arremolinarse la nieve en torno a las ramas negras.

—He visto tu perfil online —dice Ben. Me mira por encima de las gafas, un gesto que cree que le hace parecer sabio, mundano. En realidad, no es así. Es demasiado joven para ser ninguna de esas cosas.

Dejando la bola de cristal, me echo hacia atrás en mi silla y frunzo el ceño.

—¿Qué estás haciendo en una página de citas online, un joven tan guapo como tú? Debes de tenerlas como moscas.

Él levanta las cejas con un aire falsamente cándido.

—Eso es lo que hacemos nosotros, los millenials. Así es como va la cosa. Tinder, OKCupid, Match.com. El amor es algo que se coge al vuelo. —Y hace un movimiento con la mano.

—Así que no es solo para viejos, ¿eh? —Miro entre las hojitas de papel—. Divorciados, solteronas, viudas.

Viuda. Odio esa palabra; evoca velos negros y gemidos de dolor. Me define por la pérdida de mi marido, como si yo fuera menos, una vez él se ha ido. Por supuesto... es así. Lamento haberla dicho en cuanto sale de mi boca. La palabra queda suspendida en el aire entre nosotros. Cuando levanto la vista de mis mensajes, Ben me mira con ojos pensativos. Otro joven con el alma vieja; parece que tenemos unos cuantos en esta pequeña empresa.

—Si quieres que te diga la verdad, no fue idea mía.

—Déjame que lo adivine. —Se inclina hacia delante, apoya los codos en las rodillas.

—Fue Layla, que vino a casa. Bebimos vino. Lo siguiente que recuerdo es que estoy de vuelta en el mundo de las citas.

No creo que se pueda llamar exactamente «salir» a lo que estoy haciendo. En los viejos tiempos solíamos llamarlo acostarse con tíos. ¿Una relación? ¿Un novio? No. Yo no quiero esas cosas. Todavía no. Quizá no lo quiera nunca. Pero, guau, qué bien sienta que te toquen. No comparto esto con Ben, que está masajeándose con premeditación esa barba hípster suya de la que está tan orgulloso. Ojalá se la afeitara. Es casi ofensiva, aunque no puedo decir exactamente por qué.

—Eso es bueno —dice al final, levantándose—. Y Rick parece un tío majo. Y está muy bueno. Parece que tiene dinero...

—¿Lo has estado investigando? —pregunto, falsamente indignada.

—Eh... —dice, abriendo mucho los ojos— ... pues sí.

Sonrío ante mi joven amigo, mi ayudante, que está en un puesto que ya se le ha quedado pequeño, pero que aun así le sigue gustando. Si tiene novia, o novio, o lo que sea, nunca lo dice. Abro mi correo. Me espera un número imposible de mensajes.

—Dos llamadas el mismo día —afirma Ben, dirigiéndose hacia la puerta—. Me gusta su confianza. Un hombre que sabe lo que quiere.

—¿Confianza o arrogancia? —pregunto—. ¿O desesperación?

—Llamémosle... —Acariciándose la barba, busca la palabra adecuada—. Asertividad.

—Mándale un e-mail, ¿quieres? Dile que tomamos unas copas el jueves.

—¿Firmo yo o firmas tú?

—¿Quedaría muy raro que lo firmaras tú?

—Rarísimo, la verdad —dice, y luego se lo piensa—. Bueno... más bien pretencioso. Que te llamara mi gente... ¿Quieres ser de ese tipo de personas?

—Bien... pues de mi parte.

Ben frecuentemente manda mensajes desde mi dirección. Nada importante, solo quedar a una hora determinada, respuestas rápidas a diversas preguntas.

—¿Dónde?

Me encojo de hombros.

—Me da igual. Que elija él.

Ben duda un minuto en la puerta, su silueta larguirucha en el rabillo de mi ojo. Luego, se va y me quedo sola con esa imagen que me mira desde mi smartphone. Cierro la aplicación de fotos y dejo el dispositivo, entorno los ojos y cojo aliento varias veces. Es lo que tienes que hacer cuando estás intentando salir adelante, suavizar los límites del pánico, la tristeza, la ira o lo que sea que te invada: centrarte en la respiración. Respira, te dicen.

No sé de qué era esa pastilla, pero la verdad es que ha suavizado un poco los límites. Me siento más ligera y menos temblorosa.

Pero, sinceramente, estoy asustada; el miedo me hace cosquillas en la garganta. Hay un ruido continuo de ansiedad en el fondo de mi mente. No es solo el hombre de las sombras, en el tren. Y eso que da miedo, desde luego. Si realmente alguien me sigue, entonces sí, es raro, y da mucho miedo. Pero lo que produce más miedo, dado mi historial, es que no me siga nadie.

Acabo el día, trabajo hasta tarde, dejando a un lado todo lo demás. Hay que revisar unos contratos, responder unos correos, una disputa entre un fotógrafo de moda y una modelo que se supone que acudió a una sesión y luego fue expulsada de ella porque él la rechazó; otra disputa entre un fotógrafo de documentales que había enviado las fotos a una revista de viajes, tenía que recibir el pago a través de un sistema kafkiano, y noventa días después todavía no le habían pagado. Trabajar es sencillo, es como una burbuja que te protege y deja fuera el caos de la vida.

Cuando levanto la vista de mi escritorio son más de las siete y todos los demás despachos están oscuros. El frigorífico de nuestra sala de descanso zumba un poco, un sonido familiar, extrañamente reconfortante. La mitad de las luces del pasillo están apagadas, dejando el espacio oscuro y sombreado. Sé que Ben ha sido el último en irse, y que ha cerrado al salir, recordándome que ponga la alarma cuando por fin me vaya a casa.

Mientras estoy cogiendo mi bolso, suena un teléfono en uno de los despachos. Rebota a la línea principal y lo cojo. No hay número de identificación del que llama, pero veo que viene de la extensión de Maura. Quizá sea Alvaro; solía llamar tarde preguntando por Jack. Nos hemos distanciado algo desde la muerte de Jack, pero la verdad es que nunca fuimos amigos íntimos. De hecho, a pesar de su excepcional talento y su amistad íntima con Jack, siempre le he considerado un auténtico gilipollas. Espero por el bien de Maura que ella no se haya enamorado de él.

—Lang and Lang.

Solo se oye ruido estático en la línea.

—¿Diga? —Una extraña urgencia me impulsa hacia delante en mi asiento.

Hay una voz, pero con tantas interferencias que apenas la distingo. Me quedo un rato más escuchando. Suena música. Una trompeta. Esa voz, que es ronca y profunda, habla rápidamente, ininteligible, a través del ruido estático. ¿Es familiar?

«Poppy». Creo que ha dicho mi nombre. Algo en esa voz me pone los nervios de punta.

—Sí, soy Poppy. Lo siento... No le oigo bien.

Pego el oído al teléfono, me tapo el otro para oír mejor. Pero la conexión se corta entonces, y una enorme decepción me agarrota el estómago. Espero, pensando que el teléfono sonará otra vez, pero no sucede.

Con una sensación insistente de intranquilidad, me aparto del teléfono. Esa voz... Mi nombre en la línea... ¿Era mi nombre?

Recojo mi bolso y doy una vuelta por el despacho, asegurándome de que las luces están apagadas y las puertas bien cerradas. Es un espacio pequeño, solo somos cinco. Las paredes son de cristal, de modo que hay pocos sitios en toda la oficina que no se puedan ver desde el sitio donde estoy de pie. Pero aun así me siento incómoda, como si me vigilaran. Cierro la puerta detrás de mí, me dirijo hacia el ascensor.

—Trabajando hasta tarde —me dice Sam, el guardia de seguridad nocturno que está en su mostrador. Lleva un libro de bolsillo muy desgastado en las manos. Jack y él hablaban siempre de libros, compartían el amor por la ciencia y la historia. Echo un vistazo al título: El futuro de nuestra mente, de Michio Kaku.

—¿Una lectura ligera?

—El cerebro —dice él, dándose unos golpecitos en el cráneo cubierto con una gorra. Tiene ojeras oscuras bajo los ojos, una mirada de una profundidad extraña. Un insomne que trabaja por la noche, un veterano que luchó durante dos reemplazos en Irak—. Es el misterio supremo. Sabemos menos de él que del espacio exterior.

Jack habría sabido qué decirle; probablemente Jack habría leído lo mismo que estaba leyendo Sam. Hablaban siempre diez minutos mientras yo seguía atareada respondiendo correos en mi smartphone. Pero ahora me limito a asentir, consciente de la triste mirada que él me dedica. La mayoría de la gente me mira así, ahora, al menos a veces. La viuda.

—Cuídese mucho —dice al final, mientras me dirijo hacia la puerta. Hay gravedad en sus palabras, pero cuando me vuelvo, ya está otra vez enfrascado en su lectura.

En la calle, las sombras llenan los portales y se encharcan en torno a los coches aparcados. Pero no hay ningún hombre encapuchado, solo una pareja joven que camina, con las manos cogidas, inclinándose el uno hacia el otro, una anciana con un carrito de la compra, un niño delgaducho que va andando y escribiendo un texto en el móvil. Un taxi amarillo rápidamente se detiene junto a la acera. A salvo en su interior, me vuelvo para mirar atrás una vez más.

Quizás algo se mueva en las sombras, al otro lado de la calle... Pero es difícil asegurarlo.

3

En lugar de irme a casa me dirijo hacia donde vive Layla, después de enviarle un mensaje de texto para que sepa que voy. No pasan cinco segundos antes de su respuesta. En estos tiempos, siempre me espera para cenar, hecho que me hace sentir una combinación de agradecimiento y culpabilidad.

«Vamos a cenar pastel de carne. Receta de la abuela».

No sé de quién será la abuela de la que habla. ¿La mía, la suya o la de Mac? Ciertamente, en mi familia no había ninguna receta famosa de pastel de carne. La parentela de Layla no era exactamente de esas de «reunión dominical en torno a la mesa», y la mayoría murió hace mucho. Mac proviene de un largo linaje de unos por ciento: el pastel de carne no estaba en su menú. Quizá simplemente haya sido una ironía.

«¡Vale! —tecleo—. ¿De quién es la abuela?».

El teléfono suena de nuevo, pero ahora el texto no es de Layla.

«Espero que estés bien —dice—. Me gustaría volverte a ver. Pero sin agobios. ¿Solo para una copa?».