Bajo una luna azul - Helen R. Myers - E-Book
SONDERANGEBOT

Bajo una luna azul E-Book

HELEN R. MYERS

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿En casa? ¿Por vacaciones? Alana Anders había perdido suficientes cosas en la vida como para ser capaz de reconocer a un alma gemela, así que cuando la vida la condujo hasta un cowboy solitario con cicatrices en el corazón, quiso seguir de largo… porque lo último que necesitaba era lidiar con los problemas de otro. Pero lo que quería en realidad era otra historia. Y quería a Mack Graves, un héroe de guerra que no deseaba serlo, heredero del rancho Last Call. Ella sabía que esa tierra de nadie situada en mitad de Texas era el último lugar donde él quería estar, aunque también sabía que Mack y ella tenían que estar juntos…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 214

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Helen R. Myers

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Bajo una luna azul, n.º 2016 - abril 2014

Título original: A Holiday to Remember

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4294-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Crees que se ha fugado? —preguntó una voz que salía de la radio de la policía, en un tono de alarma.

La agente Alana Anders suspiró. Lo único que había dicho era que había alguien merodeando por Oak Grove, cerca de Miller Creek, pero en la efervescente imaginación de la secretaria Barbara Jayne Dodd, alias «Bunny», eso constituía una emergencia.

—Bunny, está sentado en un tocón de la altura del banco de un parque, de esos que tendríamos en este pueblo si nos cuidaran más —le dijo Alana—. Si no tiene un misil atado al cuerpo, tendría que ser un saltador olímpico para salvar los cinco o seis metros que hay hasta la orilla del agua.

No era común ver el arroyo de esa manera, sobre todo cuando no había huracanes provenientes del golfo de México. Pero estaba pasando algo con el tiempo. Había inundaciones en Oklahoma y en Arkansas, en el este de Texas no caía ni una gota y en los condados del norte del estado llovía a cántaros.

—Blue moon... —dijo Bunny de repente.

Tras divorciarse, a Bunny le había dado por escribir en su tiempo libre, y por esa época no hacía más que soltar tópicos que la gente olvidaba en cuestión de segundos. Alana se entretenía con ella durante los turnos más tediosos, pero a veces podía llegar a sacarla de sus casillas con su verborrea incontenible.

—¿Qué? —Alana miró hacia el cielo por el parabrisas. A lo mejor se estaba perdiendo algo digno del mejor estudio astronómico.

—Son raras porque hacen falta dos o tres años para que se acumulen los días extra que son necesarios para tener una segunda luna llena en el mes. Dicen que esta de agosto es de las más raras. Eso tiene que significar algo.

—Según la CNN, no —le dijo Alana—. Han dicho que la comunidad científica le quitó todo el misterio al asunto. Al parecer, una erupción volcánica causó la aparición de una luna azul, y también provocó algunas puestas de sol de color verde en... Krakatoa... en el año 1883, creo que dijeron. Las otras referencias que dieron, que se remontan a dos siglos atrás, también pudieron deberse a una conjunción de elementos perfectamente lógica. Pero, oye, si te hace feliz, le preguntaré encantada a mi compañero insomne si es un visitante de la galaxia. Igual resulta que terminamos corrigiendo los últimos errores matemáticos que se han producido al intentar calcular el fin del mundo. Ese es nuestro trabajo, ¿verdad? No se puede dejar ninguna pregunta sin respuesta.

Bunny suspiró.

—Oh, Ally, tú no te burlas de mí como se burlan los otros. ¿Y dónde está tu sentido del romance? Te gusta la música. Ya sabes que los músicos llevan siglos haciendo referencia a la luna azul.

—Y tú sabes que no me gusta Elvis —dijo Alana. Un dolor de cabeza empezaba a gestarse en sus sienes—. Quien, por cierto, también ofreció sus servicios a Nixon como espía del gobierno. ¿O fue a J. Edgar? Dame un respiro, Bunny.

—No solo fue Elvis —dijo Bunny con su vocecita de niña—. El señor Richard Rogers también. Te gusta Broadway.

—Y también me gusta la cerveza y el bourbon. Pero, por desgracia, ahora estoy de servicio.

Al oír el silencio de Bunny, Alana volvió a mirar al cielo.

—Muy bien. De acuerdo. Haré un esfuerzo... Después de todo, ya hace mucho desde la última vez que tuve la oportunidad de cachear a un completo desconocido.

—Bueno, para —dijo Bunny—. Podría ser un corazón roto solitario, vagando en mitad de la noche... A lo mejor está ahí por alguna razón, para que te encuentres con él.

Alana no quería oír ni una palabra más.

—Escucha, Sherlock...

—¿Cómo es?

—Bunny, estoy demasiado lejos para verle bien, y ya sabes que por aquí la iluminación brilla por su ausencia.

—Bueno, entonces ve a averiguarlo antes de que se vaya y haga algo de lo que os arrepentiréis durante el resto de vuestras vidas.

De lo único que se arrepentía Alana era de haber informado acerca de la presencia de aquel individuo. Debería haber ido a echar un vistazo primero, antes de informar por la radio. Hubiera sido mejor haberse saltado el protocolo de actuación.

—Bueno, no anuncies el compromiso en el periódico hasta que me haya presentado, ¿de acuerdo?

—Lo que voy a hacer es llamar a Ed para pedir refuerzos. Hace mucho tiempo que no tenemos extraños en el pueblo.

—Barbara Jayne Dodd, para un poco.

La mente de Bunny tenía un interruptor con dos posiciones solamente: escritora de novela romántica o de novela policiaca. No era de extrañar que no le hubieran publicado nada todavía. En su cabeza había un revoltillo de sensiblería y rigor policial bastante difícil de digerir. A lo mejor su nicho de mercado estaba constituido por esquizofrénicos...

Pero Alana estaba de acuerdo con la alocada secretaria, hasta cierto punto. Oak Grove, con sus tres mil novecientos habitantes, también era un desafío para ella. Los políticos del pueblo alegaban que la presencia policial era casi innecesaria, pero protegían a la plana mayor de las organizaciones criminales. El tráfico de drogas y los delitos relacionados con él escapaban, por tanto, al control policial, y a Alana ya le habían colocado la etiqueta de «adicta a la adrenalina». Decían que no hacía más que buscar líos...

Pero esa vez no quería que el asunto pasara de ser un simple 11-94. No quería que el inspector jefe tuviera que pedir otra receta para su úlcera.

—Deja que Ed se tome su donut tranquilo, Bunny. Su nieto acaba de nacer y, con Sue Ann fuera de la ciudad, esta es la única vez que no le van a revisar la ropa para buscar rastros de azúcar glas. Si creo que es necesario avisarle, serás la primera en saberlo.

Alana bajó del coche patrulla y se desvió un poco en dirección sur para no sorprender al hombre por detrás. Por muy calenturienta que fuera la imaginación de la secretaria, tampoco quería bajar la guardia. A la luz de esa luna espectral que parecía sacada del mejor cuento de terror, vio que el hombre continuaba sentado, con los codos apoyados en las rodillas, viendo cómo fluía el agua del arroyo. A menos que estuviera sordo o drogado, tenía que haberla oído parar detrás. Y el motor del coche seguía ronroneando.

Normalmente, el arroyo no tenía más de tres metros y medio de ancho, pero en ese momento duplicaba su anchura habitual. No obstante, tal y como le había dicho a Bunny, el extraño no parecía estar en apuros todavía. Alana podía confirmarlo desde esa nueva perspectiva. Y también se daba cuenta de que no le conocía de nada. Llevaba una camiseta oscura, verde oliva tal vez... Tenía un petate entre las piernas. También llevaba vaqueros y unos zapatos deportivos. Si era un vagabundo, no lo parecía. Ese corte de pelo y su constitución fuerte llevaban a pensar que era militar. ¿Sería un veterano que volvía a casa? No parecía tener ninguna prisa. Con ese pensamiento en la cabeza, Alana recordó a todos esos veteranos que se suicidaban.

Tal vez fuera un desertor... Quizás era ese el motivo por el que viajaba por carreteras secundarias y de noche.

Bajo la luz de la luna azul de Bunny, era difícil saber de qué color tenía el cabello, y ese corte de pelo rapado tampoco ayudaba. Parecía ser de un tono cenizo, pero también parecía castaño, moreno... ¿Se parecía a Kevin Bacon?

—Señor, ¿todo bien?

En un primer momento, el hombre reaccionó como si no la hubiera oído, pero un segundo después se giró hacia ella. La miró un instante y sacudió la cabeza ligeramente.

—¿Estoy infringiendo alguna ley, agente? —le preguntó, volviendo la vista al frente.

—En realidad, no —le contestó Alana, intentando imprimir algo de humor a sus palabras—. Pero a esta hora, nuestros basureros de cuatro patas reclaman este territorio. Si se encuentra con uno, le aconsejo que le dé la comida que lleve, sobre todo si es una pizza o un perrito caliente de la tienda de ultramarinos que está más abajo.

Alana miró hacia las luces de la ciudad y asintió con la cabeza. El hombre la miró con una cara de estupefacción.

«¿Lo dice en serio?», parecía decirle.

—Mire, es más de la una de la madrugada y es evidente que no ha venido a pescar, ni tampoco a tirar algo al río para pedir un deseo. Si por casualidad tiene un plan peor, es mi deber aconsejarle que se lo piense mejor.

El individuo le dedicó otra de esas miradas de incredulidad.

—Oh, sí, señor. Lo digo en serio —añadió Alana, aunque su tono de voz continuara siendo amigable—. Y mire esa corriente. Toda esa espuma sucia que se acumula contra la orilla, la basura que hay entre la hierba... No sé qué más habrá en el agua. ¿De verdad quiere vérselas con una mujer furiosa que ha olvidado ponerse la vacuna del tétano, con el pelo hecho una masa apestosa?

—No tengo ningún plan. Solo me estaba tomando un respiro, pensando. ¿Los políticos han encontrado una forma de ponerle restricciones a eso también?

—Dicen por ahí que van a sacar una ley al respecto en una ciudad —dijo Alana, sintiendo un gran alivio. El hombre era capaz de formular una frase coherente—. No le he visto por aquí.

—Es que no soy de aquí. Bueno, antes sí. Ya no.

—¿Entonces está de paso para ver a alguien?

—Digamos que sí.

Alana podía imaginarse a Bunny, escribiendo todo el diálogo.

—¿Algo podría hacerle cambiar de opinión?

Él guardó silencio y Alana lo intentó de otra manera.

—Mi intuición femenina, tan poco respetada por la sociedad, me dice que es militar. Por favor, dígame que no es un desertor.

—Agente, estoy retirado y no soy una preocupación para nadie.

En otras circunstancias, eso hubiera bastado, pero ese tono de absoluto cansancio llamaba la atención de Alana más que nada.

—Gracias, señor. Soy la agente Alana Anders, de la policía de Oak Grove. ¿Y usted es...?

El hombre tardó un rato en contestar.

—Mack.

—Bueno, tendrá que darme algún dato más.

—Graves.

Alana tuvo que apretar las rodillas para no dar un paso atrás. El corazón se le había vuelto loco de repente, sobre todo porque ya empezaba a reconocer algo que le resultaba familiar.

—¿Mackenzie, el de Fred?

—Mack sin más. Mackenzie es el nombre de soltera de mi madre y ya me costó muchísimo pasar por el colegio con él, por no hablar del ridículo que hice en el campamento.

Le lanzó una mirada de advertencia.

—Pero, sí, Fred es mi padre. He venido a ver si quiere saber algo de mí. Sospecho que, si conoce a Fred, debe de saber que no es precisamente afectuoso y cálido.

Alana se tragó las emociones que le afloraban de repente. Fred sí había sido así con ella, pero no lo había sido con todo el mundo.

—Llevas mucho tiempo fuera —le dijo Alana, tuteándole sin más.

Hubiera querido retrasar un poco la mala noticia... Pero no era posible.

—Estábamos intentando localizarte. Siento tener que decírtelo así, pero tu padre falleció el mes pasado.

Después de mirarla fijamente durante unos segundos, el hombre asintió con la cabeza dos veces y bajó la mirada.

El hijo pródigo había vuelto a casa. La exmujer de Fred, Dina, le había dejado muchos años antes, y se había llevado a su hijo de ocho años con ella. Nunca había sido capaz de soportar la vida en un pueblo pequeño, ni tampoco el férreo control de Fred sobre el dinero. Decían que el chico había vuelto en una ocasión cuando era adolescente, durante unas vacaciones de verano, pero se había marchado poco después, y nunca más había vuelto a aparecer por allí. Los cotilleos eran de lo más variopintos. Algunos pensaban que Fred le pegaba, y otros le consideraban un usurero de primera. Por aquella época, Alana acababa de empezar en la escuela elemental y lo único que quería era montar a caballo y volar. Tiempo después, no obstante, aquellos viejos rumores empezaron a parecerle otra cosa. Fred era un tipo austero y estricto, pero seguramente había tenido que lidiar con un chico que no le respetaba ni le recordaba.

—Siento mucho tu pérdida —le dijo ella. La voz se le había quebrado un poco y solo podía esperar que él no lo hubiera notado.

No tenía por qué saber que la muerte de Fred también había sido dura para ella.

—Aunque veo el parecido con tu padre, te agradecería que me enseñaras tu documento de identidad. Y después debes acompañarme a la comisaría. Tienes que firmar unos papeles para poder recoger sus pertenencias.

—¿Fue incinerado?

—Sí, pero...

Alana titubeó un momento. No quería contárselo todo todavía. Señaló hacia el otro lado de la calle, hacia el cementerio.

—Terminamos poniendo la urna allí, bajo el gran roble que está en la esquina noroeste, entre sus padres, tus abuelos. Me refería a las llaves del rancho, la casa, la camioneta, el granero, ese tipo de cosas. Esa es la otra razón por la que hemos estado intentando localizarte.

—Entiendo.

Después de darle esa respuesta tan enigmática, Mack sacó su billetera y tomó el permiso de conducir.

Alana utilizó su bolígrafo linterna de LED para leer lo que estaba escrito. Era un permiso de Virginia. La dirección era la de un apartamento que él seguramente ya no consideraba su casa. Había nacido a mediados de febrero, treinta y ocho años antes. La foto era la del hombre que tenía delante, pero con unos cuantos kilos más. La vida todavía no había dejado marcas en su rostro por aquel entonces. Alana se guardó el bolígrafo, y también la identificación.

—Muy bien. Me quedaré con esto para hacerle una fotocopia en la comisaría. Recoge tus cosas y vamos. Después te llevaré al rancho.

—No tienes que hacerlo. Creo que recuerdo bien el camino.

Parecía estar en muy buena forma, pero había un buen trecho hasta el rancho de Fred, y a esas horas de la noche...

—Fred era algo más que un vecino. Era un amigo —le dijo ella, a modo de explicación—. Era como familia para mí. Es lo menos que puedo hacer.

Mack Graves puso su petate en el asiento posterior del coche y subió por el lado del acompañante. Alana se sentó al volante.

—¿En qué cuerpo del Ejército estabas?

—Marines.

—¿Iraq o Afganistán?

—Ambos.

—Me alegro de que hayas vuelto, y de una pieza.

Mack miró por la ventanilla, pero Alana no se sintió ofendida. Acababa de comunicarle una terrible noticia.

—No trato de darte conversación.

—Me alegra oírlo.

Alana arqueó las cejas al oír aquella cortante respuesta.

—Ah, eres uno de esos machotes fuertes y silenciosos. Bueno, entonces será mejor que te prepares para conocer a Bunny. Es nuestra secretaria del turno de noche. Yo soy muy tímida, comparada con ella. De hecho, me hice policía para obligarme a ser más extrovertida.

Alana sintió que la miraba de reojo, pero mantuvo la vista al frente. Lo que le había dicho distaba un poco de la realidad, pero le daba igual.

Él se había hecho una idea de ella desde el primer momento y resultaba un tanto irritante saber que la noticia de la muerte de Fred no le había ablandado ni un poco.

—¿Tu familia no se preocupa cuando sales por ahí de noche para jugar a Comando?

Alana esbozó una media sonrisa. Ahí estaba. El desprecio que había notado al mirarle por primera vez había vuelto a aparecer. Pero no se iba a dejar intimidar. Si era eso lo que pensaba, la había juzgado mal, muy mal.

—A mí no me parece que ser policía sea un juego —le dijo, manteniendo el tono amigable—. Pedirles la identificación a los merodeadores que andan por el parque es parte del trabajo. Y en lo que respecta a la familia, se trata de mi tío Duke, algo más de ciento diez kilos, uno noventa. Es el jefe de policía. Antes era state trooper, y antes de eso era marine. Si no pensara que estoy cualificada para hacer mi trabajo, no estaría aquí sentada hablando contigo ahora mismo.

Mack dejó escapar un gruñido y apoyó la cabeza contra el asiento. Alana sonrió para sí.

Lo que no le había dicho, no obstante, era que a Duke nunca le había hecho mucha gracia la idea de que se hiciera policía. Su tío había hecho todo lo posible por casarla con alguien y sacarla del cuerpo desde su primer día de trabajo, pero había fracasado en su empeño. Lo único que, le mantenía más o menos tranquilo era saber que, si no le permitía ser parte de la policía local, se iría a otro sitio a ejercer la profesión.

—No te preocupes, gyrene —dijo, usando la expresión favorita de los marines.

El tío Duke le había contado la historia, que se remontaba a la Segunda Guerra Mundial. A los soldados estadounidenses les llamaban GIs, pero los marines se consideraban aún más duros. Querían que los llamaran por su nombre y el término gyrene había surgido de la fusión de GI y marine.

—No vas a tener problemas con él, ni conmigo. Esa actitud que tienes es de lo más normal.

Paró junto a la comisaría, que estaba al otro lado del cementerio, a casi un kilómetro del parque. Le dijo a Mack que dejara su petate en el coche y le acompañó dentro.

—¡Ally, maldita sea! —exclamó Bunny en cuanto les vio entrar—. Apagaste la radio, ¿no? Y no me respondiste. Estaba a punto de llamar a Ed aunque me habías dicho que no lo hiciera.

La rubia de tirabuzones perfectos y voz de niña se puso en pie de un salto. La camisa azul y los vaqueros le estaban un poco pequeños. Lo de mostrarse indignada era un buen intento, pero Alana sabía que la divorciada ya había fichado a Mack y no iba a perder la oportunidad de exhibirse de cuerpo entero, por si acaso no le gustaban las «amazonas morenas», como solía llamarla.

—Buns, la puerta estaba abierta —le dijo a la chica, seis años mayor que ella.

—Ally —Bunny le lanzó una mirada de falsa timidez y le dedicó una sonrisa a Mack.

—Todo está bien —dijo Alana—. Este es Mack Graves, el hijo de Fred.

—¡Oh! Ah —los ojos marrones de Bunny se llenaron de simpatía—. Siento mucho tu pérdida.

—Nuestra secretaria, Barbara Jayne Dodd —le dijo a Mack—. Vamos a hacer el papeleo —añadió, dirigiéndose a Bunny—. Y después le llevaré al rancho. Puedes llamar a Ed ahora. Dile que espero estar de vuelta en una media hora. Pero llama solo a Ed —añadió—. Que el señor Graves tenga por lo menos una noche de paz antes de que se les haga la boca agua a la prensa y a los perros de presa de la industria del cotilleo.

—Sí, señora.

Alana se llevó a Mack a su escritorio, situado en un rincón de la sala. La luz fluorescente no le sentaba bien a nadie, pero al ver ese rostro consumido por el agotamiento, se preguntó si estaba deshidratado. ¿Estaría hambriento?

—¿Quieres un refresco? ¿Agua? ¿Un café? ¿Cuándo comiste por última vez?

—Estoy bien.

—La nevera de tu casa funciona, pero está vacía. El supermercado no abre hasta las seis. Podemos parar en la tienda de veinticuatro horas, pero hay pocas cosas y son muy caras. También podemos parar un momento en mi casa, que está al lado de Last Call. Te puedo dar algo para que aguantes un par de días, si quieres.

—Entiendo que es ahí donde vive tu tío, el jefe, ¿no?

Ella asintió. Mack sacudió la cabeza.

—Ni se me ocurriría interrumpir su descanso.

—Sabia decisión —contestó ella con una sonrisa—. Pero eso significa que solo tienes dos cosas para elegir, o un refresco de cola con mucho azúcar, o un café con leche. Tú elijes.

—Café.

—Buena elección. Es mi máquina y hace muy buen café. No usa ninguna de esas mezclas, ni leche en polvo ni edulcorantes artificiales. Siéntate.

Dio media vuelta y fue a preparar el café, consciente de su mirada en todo momento... Le puso la taza delante y sacó una barrita energética de un cajón del escritorio. Se la dio también.

—Toma. Esto te vendrá bien.

—¿Siempre eres tan mandona?

—Tendrás que esforzarte un poco más para hacerme saltar, gyrene —le dijo Alana con toda la dulzura del mundo—. La verdad es que no soy un encanto como Bunny, pero los niños y los perritos de la calle se me pegan como el velcro. ¿Qué te parece?

Mack Graves levantó la vista y la miró por debajo de esas largas pestañas oscuras. Bajo la luz brillante de la sala, Alana pudo ver por fin de qué color eran sus ojos. Estaban a medio camino entre el verde y el gris. Jamás había visto a nadie que tuviera los ojos de ese color.

Agarró el abultado sobre que guardaba en el último cajón del escritorio rápidamente.

—Vamos a ver —dijo, poniéndolo sobre la mesa—. Tengo llaves, copias del certificado de defunción, y el testamento. Como te dije, eres el único beneficiario. Por si no lo sabes, tengo que recordarte que en Texas hay una cláusula de supervivencia de noventa días antes de la legitimación del patrimonio, así que espero que tengas pensado quedarte.

—En realidad, no.

La respuesta no la sorprendía en absoluto. Fred le había hablado mucho de su hijo, lo bastante como para saber a qué atenerse con Mack Graves. Pero le había hecho una promesa a su amigo. Sacó un documento en el que declaraba que aceptaba hacerse cargo del patrimonio heredado y le señaló el sitio donde debía firmar.

Puso el bolígrafo sobre la mesa.

—Espero que te lo pienses bien. Oak Grove es una ciudad pequeña, un pueblo como otro cualquiera de entre todos esos pueblos que se mueren en mitad de ninguna parte, pero Last Call es un sitio maravilloso. Y, por otra parte, si quieres vender, estoy segura de que habrá unos cuantos que estén dispuestos a hacerte una oferta muy pronto. La propiedad está junto al camino asfaltado que va del rancho al mercado. Fred hacía buenas vallas, y los pastos son de los mejores del condado. Nuestras fincas comparten un arroyo, pero lo más importante es que el lugar está sobre un acuífero y hay tres pozos profundos que mantienen los estanques llenos aunque cambie el tiempo. A Fred no se le daba muy bien la decoración, pero es una casa dura, resistente. El granero es muy grande. Cabe toda la maquinaria y el pienso. Detrás están los establos. Ahora solo hay dos caballos, el de Fred, Rooster, que está muy viejo y es más bien una mascota, y el caballo de Eberardo, que se llama Blanco.

—¿Vendes casas durante el día?

Alana se encogió de hombros.

—Sí. Estoy muy apegada al sitio, como si fuera mi propia casa.

Alana recordó algo. Miró el reloj. Eran casi las dos de la mañana. Hizo una mueca y agarró el teléfono.

—Eberardo Chávez es el mozo que vive en la finca. Su caravana está aparcada junto a los cobertizos y el granero. Voy a llamarle para decirle que no se preocupe si me ve llegar a esta hora y enciendo las luces. Además, seguro que Two Dog anuncia nuestra llegada en cuanto se abra la puerta de entrada.

—¿Y quién es ese?

—Es el perro de Eberardo. Es el segundo que tiene desde que trabaja en Last Call. Es un buen hombre y trabaja duro, pero no es un poeta precisamente.

Un momento después, oyó la voz adormilada del mozo.

—Sí, señorita Ally. ¿Todo bien? —le preguntó en español.

—Lo siento, Eberardo. Siento despertarte. Todo está en orden. Solo quería que supieras que puede que Two Dog empiece a ladrar dentro de poco y a lo mejor ves luces en la casa. Voy a dejar entrar al hijo del señor Fred, Mack.

—Ah, ha venido por fin. El señor Fred se alegraría mucho.

—Sí, yo también lo creo —dijo Alana, en español chapurreado—. Hablamos mañana. Vuelve a la cama, Eberardo.

—Sí, a soñar cosas bonitas. Estábamos esperando este momento, ¿verdad? Gracias, señorita Ally.

Alana se despidió y colgó. Mack agarró el bolígrafo y firmó el documento. Cuando terminó, empujó el papel hacia ella y bebió un sorbo de café.

—¿Algo más?

—Deberías admitir que el café está muy bueno —dijo, mirándole con un gesto a la vez desafiante y divertido.

—¿Por qué voy a perder el tiempo diciéndote algo que ya sabes?

Era el hijo de Fred, de eso no había duda. Era testarudo, seguro de sí mismo y miraba con esos ojos penetrantes que le dejaban claro a una mujer que el sexo siempre estaba presente. Alana metió el documento en el cajón superior de su escritorio y le entregó el paquete.

—Puedes llevarte el café y la barrita proteica. La taza es un regalo.

Unos minutos más tarde, ya de vuelta en el coche patrulla, Mack tomó asiento. Mientras se abrochaba el cinturón de seguridad, intentaba evitar la mirada de Alana.

—¿Estás bien?

—Sí, ¿por qué?

—Te mueves como alguien con diez o quince años más que tú.

—Cuando haces mucho autostop, pasa eso.