Balas contra la infancia - Nuria Tesón - E-Book

Balas contra la infancia E-Book

Nuria Tesón

0,0

Beschreibung

Guerras. Lees esta palabra y, lo más probable, es que te vengan a la mente la destrucción que estas causan, los bandos de la contienda o los intereses que en ellas hay. Pero en menos ocasiones pensamos en los que más sufren, en los protagonistas ocultos que crecen en un contexto sin futuro: los niños y las niñas. Balas contra la infancia. Crónicas de niños y niñas que sobreviven en conflictos es la historia de esos supervivientes callados, acompañantes discretos y protagonistas activos: los niños. Esos que experimentan o padecen los conflictos junto a los adultos pero los asimilan y toman parte en ellos de un modo muy diferente. Cinco periodistas sobre el terreno serán los encargados de abordar desde diferentes ángulos cómo los pequeños se desenvuelven en el tablero en el que se deciden los conflictos. Un proyecto periodístico de cinco profesionales que narran las historias de niños y niñas que crecen entre conflictos: cómo luchan, cómo sobreviven y cómo se ven arrastrados a guerras que no deciden pero en las que a veces deben jugar un papel, o de las que sufren las consecuencias. «Lo haremos conjugando países, continentes y hasta épocas. En un viaje que no dejará a nadie indiferente», explica Nuria Tesón, la coordinadora de este nuevo título de la colección Compromiso que Libros.com desarrolla en colaboración con Fundación "La Caixa". Estas líneas tienen dos objetivos claros. El primero, la búsqueda de sensibilización de la sociedad. Y el segundo, visibilizar cómo los conflictos afectan a los menores, de qué modo participan, y cómo sobreviven. Todo esto a través de testimonios de primera mano de periodistas que llevan años trabajando sobre el terreno y que, además, aportarán cinco miradas distintas, alejadas de la victimización de los menores.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 417

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Primera edición digital: abril 2024 Colección Compromiso

Director de colecciones: Antonio Rubio Directora de la colección: Lula Gómez Coordinación: Nuria Tesón Composición de la cubierta: Juanma Samusenko Maquetación: Álvaro López Corrección: Ana Briz Revisión: Adrià Gil Viñuelas

Versión digital realizada por Libros.com

© 2024 Nuria Tesón (coordinadora), Fernando García Arévalo, Hibai Arbide Aza, Lula Gómez y Patricia Simón © 2024 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-19999-45-0

Balas contra la infancia

Crónicas de niños y niñas que sobreviven en conflictos

Prólogo de Raquel Martí Directora ejecutiva UNRWA España

Nuria Tesón (coordinadora), Fernando García Arévalo, Hibai Arbide Aza, Lula Gómez y Patricia Simón

Índice

 

 

 

 

Cubierta

Legal

Portada

Prólogo

Ana Pomares, la niña que se hizo mujer huyendo y adulta hecha un ovillo. Por Fernando García Arévalo

Ana

Orígenes

La guerra

España contra sí misma

Los primeros meses: Málaga-Marbella-Málaga

La situación se complica: Málaga-El colmenar

El colmenar-Almería

La Desbandá, La Huía

Salida del Colmenar

La carreta de la muerte

Vélez-Málaga-Almería

Queipo de Llano

Las cifras

Norman Bethune

Llegada a Almería

Almería-Orán (Argelia)

Orán-Port Vendres (Francia)-Barcelona

Barcelona-Valencia

Masarrochos, Valencia-Almería

Del fin de la guerra hasta nuestros días

Una mujer rebelde que dice no

In memoriam

Otros niños, otra guerra. Israel vs. Palestina

Todo pasa en todas partes: Ucrania, Balcanes, Afganistán, Colombia, Níger. Por Hibai Arbide Aza

Kostyantyn, Bohgan, Anastasia y Olga (Ucrania)

Goharshad, Agha y Aanober (Afganistán)

Gabriela y Marta (Colombia)

Joy (Níger)

Goharshad, Agha y Aanober

Gabriela y Marta

Joy

Gabriela y Marta

Goharshad, Agha y Aanober

Kostyantyn, Bohgan, Anastasia y Olga

Infantes con la mirada de las mil yardas. Por Lula Gómez

Jersón, Ucrania. 1937

Madrid, España, 2023

1 de cada 5 menores sufre la guerra

Jersón, Ucrania, 1937

Popayán, Colombia, 2019

Madrid, 2023

La guerra con forma de hambre

La guerra en yardas y en la epidermis

La caja. Infancias confinadas en la Franja de Gaza. Por Nuria Tesón

Datos y recuerdos

Un saco de canicas

Enfermos de guerra

«Qué Alá te dé hijos; que Alá te los conserve»

Sísifo en la montaña

La muerte sucia

El gato de Schrödinger

Los otros niños y niñas soldado. Por Patricia Simón

Prólogo

Raquel Martí

Cada año miles de niños y niñas se ven atrapados en conflictos armados. Muchos acaban siendo víctimas de ataques indiscriminados contra la población civil, otros son asesinados mediante genocidios calculados. Muchos sufren mutilaciones, los efectos de la violencia sexual, la separación de sus familias, se ven obligados a formar parte de grupos armados y padecen el hambre, las enfermedades y múltiples privaciones durante el tiempo que duran las contiendas.

El impacto producido por los conflictos armados afecta, principalmente, a los niños y a las niñas por su especial vulnerabilidad. Son demasiado pequeños para comprender lo que está ocurriendo y no tienen ninguna forma de defenderse contra la violencia. Se convierten en un objetivo fácil que los ejércitos o los grupos armados no tienen reparos en explotar.

Naciones Unidas ha verificado entre los años 2005 y 2022 un total de 315.000 violaciones graves de los derechos de la infancia en situaciones de conflicto. Entre esas fechas, al menos 120.000 niños y niñas murieron o han quedado mutilados debido a las guerras en todo el mundo, casi una media de 20 niños diarios. Al mismo tiempo se ha verificado más de 16.000 ataques contra escuelas y hospitales, y más de 22.000 casos de denegación de acceso humanitario a menores de edad. Los daños psicológicos son más difíciles de calcular, pero afectan a su desarrollo humano y les dejan secuelas de por vida.

Estas cifras terribles ilustran el horror y los efectos devastadores que las guerras y los conflictos armados producen sobre los niños y las niñas. Sin embargo, más terrible son aún las conclusiones que se pueden extraer de ellas. Cada vez más, el mundo está siendo arrastrado hacia un abismo en el que están ausentes los valores humanos más básicos, donde lamentablemente los derechos humanos y el derecho internacional humanitario han perdido su significado. Un mundo cada vez más dividido entre quienes se lucran con el comercio de las armas y entre los que alzan sus voces para denunciarlo.

Bajo la premisa de que los niños y niñas son sujetos en situación de especial vulnerabilidad y son los que más sufren durante un conflicto armado, se ha elaborado un marco jurídico con arreglo al derecho internacional de los derechos humanos, el derecho internacional humanitario y el derecho penal internacional con el objeto de establecer una especial protección a las niñas y niños frente a la violencia armada.

La Convención de los Derechos de los Niños se refiere a la utilización de los niños en conflictos armados y, en su totalidad, refuerza la protección de los niños en dichos conflictos. Además, existen más de 25 artículos de la Convención de Ginebra y sus protocolos adicionales específicos que establecen el principio de protección especial destinado a los niños y niñas, incluyendo normas sobre la pena de muerte, el acceso a la alimentación y a la atención médica, la educación en zonas en conflicto, la detención, la separación de sus familias y la participación en hostilidades. Los derechos garantizados por la Convención de los Derechos del Niño, prácticamente ratificados en todo el mundo, son también aplicables durante los conflictos armados.

A pesar de ello, los derechos fundamentales de estos niños son descaradamente ignorados, en beneficio de actos inhumanos y de una enorme crueldad. Muchos de ellos acaban profundamente traumatizados, malheridos e incluso discapacitados. Además, la violación es utilizada en muchos casos como táctica de guerra contra niños, niñas y mujeres para torturar, herir, intimida, obtener información o castigar.

Mientras escribo estas líneas uno de los conflictos abiertos en el mundo más sangrante y deshumanizado y que más vidas infantiles se está cobrando es el de Gaza. Gaza lamentablemente se ha convertido en el lugar más peligroso del mundo para la infancia.

Bajo una férrea ofensiva militar por parte del ejército israelí, más de 12.000 niños y niñas han sido asesinados desde el 7 de octubre de 2022. Unas cifras mayores que la suma total de víctimas de menores de todos los conflictos del mundo en cualquiera de los últimos años. Miles han sido heridos, y alrededor de 1.000 han perdido uno o varios miembros, a muchos de ellos se las han amputado sin anestesia y necesitarán atención médica durante toda su vida.

Durante los cuatro meses de ofensiva sobre Gaza, más de un millón de niños y niñas han sufrido el desplazamiento forzoso. 17.000 han sido separados de sus familias y miles de ellos están expuestos a la hambruna. Se podría decir que la totalidad arrastrará secuelas psicológicas que les afectarán el resto de su vida.

Pero más allá de los fríos datos, están las historias con nombres propios que se relatan en este libro «Balas contra la infancia» y que nos harán entender más allá de las cifras, el impacto desgarrador que los conflictos armados producen sobre las vidas de los niños y las niñas.

Nada como los testimonios de Ana, Aenas, Mohamed, Kostyantyn, Bohgan, Goharshad, Agha, Aanober, Gabriela y Marta, …, reflejados por los autores en estas páginas, nos hará comprender mejor cómo nos incumbe a todos garantizar que los niños y las niñas no paguen el precio de las guerras de los adultos.

Raquel MartíDirectora Ejecutiva UNRWA España

Ana Pomares, la niña que se hizo mujer huyendo y adulta hecha un ovillo

Fernando García Arévalo

«¡Vámonos, vámonos, que viene la guerra!».

Mi abuela a mi padre cogiéndolo de la mano al salir huyendo.

Principios de 1937, Jimena de la Frontera, Cádiz.

Ana

—¡No!

Y permanece en silencio, impertérrita y serena, rozando la insolencia, tan segura de lo que acaba de soltar que ni se molesta en disimular el desafío.

—¡No!

Y espera unos segundos, ensimismada dentro de aquella niña que se hizo mujer huyendo y adulta hecha un ovillo, forzada a dejarse engullir por una culebra humana que repta ondulante y caótica calcando el dibujo de la carretera. Aterrados, abandonados a su suerte, despojados de toda protección posible y vulnerables desde tierra, mar y cielo. Con la esperanza puesta en Almería, se arrastran; empeñados en vivir, resisten.

—¡No! No siento odio. ¿Para qué?

La respuesta a la pregunta incita a la reflexión. Una vez más, la sabiduría de las personas con muchos años y experiencias a sus espaldas se impone a otras formas de asimilar conocimientos; perfectamente válidos y necesarios, claro está, pero que no alimentan y calan en el espíritu crítico de la misma forma que lo hace un hecho traumático o satisfactorio vivido de manera empírica. Así las cosas, erramos estrepitosamente si damos por sentado que es en el sentimiento de odio sobre el que Ana cimienta y construye la estructura de su relato. En cambio, sí lo hace desde la necesidad de justicia: único espacio útil y sensato para que la reparación de la memoria de todos aquellos que fueron «derrotados» pueda llevarse a cabo. Justicia: base sólida imprescindible para levantar pilares robustos y nobles que toda sociedad evolucionada y decente ha de saber afianzar en los puntos vitales de su estructura. Ana tiene razón. Odiar, ¿para qué?

Y ¿quién es esa Ana que niega con tanta contundencia y lucidez? Pues, la protagonista de esta historia: Ana de la Santísima Trinidad Pomares Ruiz, nacida el 7 de febrero de 1928 en el número 30 de la calle Maestranza de Málaga. Así lo certifica la fe de bautismo registrada en los archivos de la diócesis de la capital malagueña. Una fecha tan buena o mala como otra cualquiera, un lugar para nacer tan apropiado o nefasto como podría haber sido otro distinto; fatídicos el momento y la ciudad, eso sí, para que justo nueve años después una niña que no entiende nada tenga que salir huyendo junto a toda su familia para vivir lo que vivió y sentir lo que sintió.

—¡No, no olvido ni perdono! Lo tengo tan claro y fresco como el primer día. ¿Cómo olvidar aquello, cómo perdonarlo?

El cálido y familiar aroma condensado que desprende el puchero hirviendo sobre la lumbre nos recuerda que estamos charlando en la típica cocina de hogar andaluz; pero no nos llevemos a engaño: ni el acogedor ambiente de esta casita humilde del barrio de Pescadores de Algeciras ni el toque doméstico y distendido que aporta el delantal que viste Ana sobre su jersey restan un ápice de solidez a la mirada firme con la que esta mujer aliña y sirve un relato que en función de las tragaderas del comensal alimenta conciencias o revuelve tripas. Natural, no a todos les gusta oír —pararse a escuchar ya sería demasiado— lo que esta mujer cuenta.

—Pongo sobre la mesa lo que hay, que no es más que lo que vieron estos ojos; si el plato no gusta, lo siento mucho.

Ana espeta con la seguridad de sus 95 inviernos, con la contundencia y fortaleza inherente a toda autoridad moral que las fosas en la nuca y los disparos en las cunetas —¿importa el orden?— otorgaron a todos los que vivieron aquello y ahora quieren, y deben, contar a su manera.

—¡Muertos, muchos muertos! Niños, mujeres, personas mayores, burros reventaos por los bombazos cargaos con lo poquito que las criaturitas pudieron llevarse… Y los aviones, fiu, fiu, de repente, sin que diera tiempo a na… Y venga pasá rasando, y venga pasá rasando, ametrallando la carretera. ¡Qué espanto, qué espanto! Nooo… Eso jamás se olvida.

Ana da una tregua, respira hondo, y calla... El rictus, acorde con el relato hasta este momento, se relaja ahora para cederle al silencio el protagonismo que merece. Gracias. El pequeño armisticio entre memoria y palabra se agradece y antoja necesario para los dos: la que habla aprovecha para rehacerse y generar saliva; el que escucha, para tragarla.

Atento en todo momento aparece raudo y auxiliador Koki, su perro fiel, su compañero y guardián, su muleta psicológica de los últimos catorce años. Sin dudarlo un instante apoya el hocico sobre las piernas de su amiga con la sensibilidad especial y única que los poderes terrenales o divinos han otorgado a estos animales tan sensorialmente dotados para captar el ánimo de las personas. Se acarician mirándose, en silencio se comunican. Ana y Koki.

—Espera, voy a echar un vistazo a la comida. Aún le falta un buen rato. ¿Por dónde iba?

—Contabas lo que viste y decías que hay ciertas cosas que no se olvidan... Pero, antes de entrar en detalles acerca de la guerra y sobre aquella huida, vamos a retroceder un poco más en el tiempo y empecemos por el principio. ¿Cómo fue tu infancia, qué tipo de familia erais?

Orígenes

—No, antes de la guerra no estábamos mal, la verdad. Yo soy la más pequeña de todos los hermanos. Éramos tres del matrimonio entre mi madre y mi padre, pero él ya tenía otros tres hijos del anterior. En 1920, con solo 34 años, mi padre enviudó, y un año y pico más tarde, en marzo del 21, se casó con mi madre y se fueron a vivir a Málaga. Los dos eran almerienses, pero mi padre desde hacía años vivía en Málaga, trabajando de fogonero en barcos de Trasmediterránea. Como era un buscavidas y conocía muy bien el mar, compró un pequeño barco para probar suerte de pescador y no le fue mal. Y mi madre era una mujer muy fuerte, con carácter, trabajadora y volcada en su familia. Ya te digo, estábamos bien, una familia normal, humildes y honrados.

Ana habla con admiración y orgullo de sus padres: Juan Pomares Sánchez y María Ruiz Mira, ambos oriundos de Almería: él de Cabo de Gata y ella de San José.

—De las tres hermanas que éramos la mayor era Josefina, pero murió de meningitis con solo unos meses. Luego vino Remeditos y, dieciocho meses después, yo. Mi niñez en Málaga fue normal, feliz, en el colegio de monjas de la Milagrosa. Hasta que estalló la guerra. Nos criamos en el barrio de la Malagueta, en un patio de vecinos. A la que más recuerdo es a mi vecina Adela, tengo una foto con ella camino de misa, estrenando un vestido blanco y una boina también blanca que me había comprado mi madre… Estoy muy guapa, pa comerme. Espera, te la voy a enseñar.

Con envidiable agilidad física Ana se levanta; trae la foto enmarcada y la muestra acariciándola, viéndose y reconociéndose en ella con la dulzura cómplice de viejas amigas que vuelven a encontrarse. Efectivamente, está muy guapa, sí, pa comérsela. Vestida de felicidad, de inocencia. Blanca de arriba abajo: boina, abrigo, jersey, falda, calcetines y zapatos; agarrada de la mano de su vecina Adela, que viste con el uniforme de la desgracia y la condena, de metáfora perfecta de la España que la consume; heraldo enlutado de pies a cabeza, presagiando quizá lo que les viene encima. Para aumentar aún más el contraste de la imagen, la expresión de sus caras es totalmente diferente: mientras Ana aparece confiada y tierna, el rostro de su vecina muestra a una mujer con el rictus contrariado y duro, helado, amargo. Normal: la mujer, consciente, vive en el mundo real, al día de lo que está ocurriendo; Ana, ingenua, está en su mundo y solo al día de sus ocurrencias. La imagen, alegórica y trágica, es todo simbolismo: perfecta puesta en escena de un pueblo con futuro y otro sin él.

—Málaga era tranquila y pacífica antes de la guerra… Hasta que cumplí 9 años. Ahí acabó todo, o empezó, según se mire.

El gesto de Ana ahora es otro y delata que duele rememorar y reconocer que a partir de esa edad dejó de ser niña y cambió para siempre.

—Jamás olvidaré que rompieran mi infancia. ¡Nunca!

—¿Y qué pasó para que no puedas olvidar? ¿Qué tienes tan claro y fresco en la memoria?

La guerra

—¡La guerra, la maldita guerra!... Yo no sabía lo que era eso, pero lo aprendí rápido. Y la olvidé. Bueno, no, no la olvidé, qué tontería, pero sí decidí no hablar de ella para intentar pasar página y empezar una vida lo más normal posible. También estaba el miedo… El miedo a las represalias, a los que te señalaban y acusaban de rojo, a los arrestos, a que alguien te oyera hacer determinados comentarios… La venganza es muy mala.

Dos mil quinientos años atrás el historiador y geógrafo Heródoto escribió: «La historia de la humanidad es una sucesión de venganzas». No le faltaba razón al griego; como tampoco hoy le falta a Ana al describir el ambiente de suspicacia extenuante que los «vencidos» tuvieron que arrostrar ante la chulería de los «vencedores». Una España aquella convertida en un espacio de odios, rencores y venganzas, obligada a malvivir bajo el ondear hambriento de la derrota: única bandera verdaderamente real sin escudos ni colores producto de aquella matanza inútil.

España contra sí misma

Matanza inútil que arranca la tarde del 17 de julio de 1936, cuando se produce en Melilla una rebelión militar que rápidamente se extiende por toda la península. Al día siguiente los generales Francisco Franco y Emilio Mola fracasan en su intento de golpe de Estado contra el Gobierno republicano legalmente constituido y estalla la guerra de España del 36. El mundo de aquella niña, el de su familia y de todo aquello que conoce se viene abajo.

—Todos perdimos —se lamenta Ana.

Unos más que otros, evidentemente. Los que con mayor virulencia sufrieron las embestidas de la guerra y las posteriores represalias fueron los de siempre, los humildes crónicos y, en este caso concreto, los que tenían antecedentes republicanos o habían simpatizado con esa ideología; tan humillados y perseguidos luego por la dictadura de Franco como aterrados y embaucados por el nacionalcatolicismo de una Iglesia podrida ética y moralmente.

Estaban los muy ricos y los que pasábamos fatigas, ya está, no había más. Unos muy arriba y otros muy abajo, así era todo.

Escuchando a esta malagueña de nacimiento y algecireña de adopción, no puedo evitar recordar la espléndida novela de Miguel Delibes Los santos inocentes. Acertó plenamente el escritor cuando en 1981 tituló así la historia que mejor refleja y describe la tiranía cotidiana que sobre las gentes más humildes ejercían los que mandaban —gobernar es otra cosa— en la España de posguerra. No se quedó atrás la magnífica adaptación cinematográfica que tres años después realizó el director Mario Camus: inmensa, hiriente, insoportablemente dolorosa por momentos… «Milana bonita, milana bonita…». ¿Quién que haya visto la película no recuerda al inocente Azarías repetir una y otra vez esa frase acariciando al pájaro? ¿Quién no se pone del lado de aquel hombre corto de entendederas? ¿Quién no le ayuda a sujetar la cuerda que ahorca al señorito? Los que antes y ahora se negarían a ayudarle serían los mismos, claro: aquellos y estos que desearon y desean que la España descrita por Delibes se instale para siempre. Hoy, la idiotez paleta que eleva y elogia toda producción yanqui, dando por hecho que de ahí viene todo lo mejor y más novedoso, nos impide ver que el personaje de Azarías, a su manera, es nuestro Joker, el de aquel país lúgubre y putrefacto hasta el tuétano que por desgracia hoy apenas se explica en las escuelas.

Los primeros meses: Málaga-Marbella-Málaga

Los bombardeos a Málaga comienzan nada más empezar la guerra. El 22 de agosto del 36, las bombas de Franco destruyen los depósitos de Campsa que están en el puerto.

—Poco a poco la cosa se complica cada día más. Mi padre tiene que dejar de pescar y empieza a viajar con su barco hasta la cercana Gibraltar para abastecer a Málaga de víveres. Esta empieza a ser bombardeada casi a diario y mi padre recibe la orden —todo está bajo un férreo control republicano— de descargar los víveres en Marbella al ser este un lugar más seguro. Así las cosas y para evitar tantas idas y venidas, mi padre decide trasladarse con nosotros a vivir a la casa de un sobrino en Marbella. Solo estamos allí los últimos meses del 36; poco después del inicio del nuevo año regresamos a Málaga, pues a mi padre en uno de sus viajes se le avería el barco en aguas gibraltareñas y se lo requisan. Ya no tiene sentido permanecer en Marbella; además, la mayoría de nuestras cosas y la casa familiar siguen en Málaga y tememos perderlo todo… Aún recuerdo el día que mi padre llega a casa sin su Joven Francisco, que fue como le puso al barco; su cara es un poema, está hundido… Eso tampoco se olvida, yo soy muy chica, pero me doy cuenta de muchas cosas.

Ana suelta lastre, lo arroja por la borda vomitándolo: no hay mejor purgante para las tripas de la memoria que hacerse escuchar. Desahogada, más tranquila, desaparece de mi vista por un instante; acaba de viajar en el tiempo volviendo junto a su padre, deseando consolarlo ahora con unas palabras que de niña no supo decirle. Sí, la he visto esfumarse, irse, volar, marcharse por los senderos del recuerdo, por esas estrechas sendas que la imaginación desbroza para que transitemos por ellas sin hacernos daño, sin demasiados sentimientos de culpa, tratando de llegar a un acuerdo de buena vecindad con nosotros mismos y el pasado.

La situación se complica: Málaga-El colmenar

Una vez instalados de nuevo en la ciudad, la situación se vuelve insostenible a todos los niveles. Nada es seguro, la vida aún menos, Málaga es ya un lugar realmente peligroso.

—Mi padre, siempre resuelto en la toma de decisiones importantes, se las apañó para sacarnos rápidamente de allí. Nuestro destino fue El Colmenar, un pueblecito de la Axarquía malagueña a unos 30 kilómetros de la capital. Tenía allí un amigo y este buen hombre dejó que nos quedáramos en una casita del campo. Jamás lo olvidaré, con el tiempo te das cuenta de la cantidad de buenas personas que hay en la vida y que no dudan en ayudarte. Esas cosas buenas en momentos difíciles también las da la guerra.

Ana acierta en la reflexión: las personas somos capaces de lo mejor y lo peor, sobre todo en momentos clave, esos en los que la vida nos pone a prueba rasgando la epidermis de cada uno de nosotros para abrirnos y ver qué hay bajo ese estrato que nos encierra. Así lo describe con belleza demoledora el escritor italojudío Primo Levi en el primer volumen de su Trilogía de Auschwitz cuando contextualiza la esencia del ser humano en los campos de concentración nazi poniendo como ejemplo a Lorenzo, compañero de infortunio con el que pasó varios meses prisionero:

Explicar las causas por las que mi vida, entre millares de otras equivalentes, ha podido resistir la prueba, diré que creo que es a Lorenzo a quien debo estar hoy vivo; y no tanto por su ayuda material como por haberme recordado constantemente con su presencia, con su manera tan llana y fácil de ser bueno, que todavía había un mundo justo fuera del nuestro, algo y alguien todavía puro y entero, no corrompido ni salvaje, ajeno al odio y al miedo; algo difícilmente definible, una remota posibilidad de bondad, debido a la cual merecía la pena salvarse(…) Pero Lorenzo era un hombre; su humanidad era pura e incontaminada, se encontraba fuera de este mundo de negación. Gracias a Lorenzo no me olvidé yo mismo de que era un hombre.

Existen pocos testimonios escritos en primera persona que sean tan sumamente descriptivos y desgarradores como lo es esta trilogía del horror. Levi, afortunadamente para nosotros, tuvo la suficiente entereza para dejar reflejado de manera brillante todo el sufrimiento que una sociedad en su conjunto o un individuo de manera autónoma pueden llegar a causar a otra una vez hecho suyo el derecho a disfrutar de la confortable coartada de la guerra. Importantísimo por tanto que testimonios como el de la niña/víctima Ana Pomares y el de todas las víctimas de la historia queden cincelados e introducidos para siempre en la rocosa y arisca permeabilidad de la memoria. Alegra enormemente comprobar que siempre habrá generaciones sensibles y concienciadas dispuestas a tomar el relevo de contar episodios del pasado que no deben ser olvidados. Los hechos son tozudos y la verdad suele ser una, pero las posibilidades a la hora de transmitir se antojan infinitas. Así lo trasmite, a su manera y en un idioma que cala en la chavalería, el joven rapero Basukinho:

Dime quién se acuerda de este Málaga Almería,

solo tenemos la voz del que lo vio día a día,

si no vive quien lo vio

yo le prestaré la mía.

Este rap, homenaje a su abuelo y a todos aquellos que como él tuvieron que pasar por el calvario de la carretera, se convierte en imprescindible trampolín para que los más jóvenes y distraídos puedan tener una primera toma de contacto con realidades que les son totalmente ajenas. Idiomas hay muchos, y subestimar los actuales, por muy poco que nos gusten o por muy pasajeros que puedan llegar a ser, es un error de bulto que no debemos permitirnos.

—Ana, nos quedamos en que llegas con tu familia a El Col-menar…

—Sí, allí estuvimos unos veinte días aproximadamente; recuerdo que fueron las dos primeras semanas de enero del 37 y algunos días más. Era una especie de cortijito, muy humilde, donde además aquel hombre amigo de mi padre había dado cobijo a otra familia. En total éramos allí unos 10 niños y niñas, más los tres matrimonios, contando al dueño de la casa y su mujer. Se estaba bien, en pleno campo y ajenos al peligro, sobre todo los más pequeños. Pero aquello también duró poco. Mi padre bajaba regularmente a Málaga y traía noticias cada vez más malas. Hasta que un día, otra vez, «¡vámonos, vámonos!». Llegué a odiar esa palabra.

El colmenar-Almería

—«¡Hay que irse, hay que irse!». Mi padre llega ese día descompuesto, desencajao. «¡Venga, coge lo que haya que coger!», le dice a mi madre. ¡Venga, nos vamos pa Almería, que ya vienen entrando por las puertas de Málaga!

El tono apremiante y el modo imperativo de la orden por parte del cabeza de familia a su mujer no es un capricho, tiene lógica y fundamento, carece de jerarquía bien o mal entendida y solo se basa en la información de primera mano que ha podido recabar en Málaga. Con el tipo de osadía que solo el miedo puede llegar a despertar en unos padres sensatos y prudentes, deciden salir de allí. «¡Vamos, vamos!», repite decidida María Ruiz, madre de Ana. La mujer también acucia a los suyos dejando a un lado el papel de esposa para convertirse en la comandante en jefe del ejército de los Pomares Ruiz y ponerse al frente de los suyos. ¿Dónde está escrito que ella no podía hacerlo? ¿Dónde dice que el cabeza de familia no podía ser una madre, una mujer? Ni un minuto que perder, están en peligro y, posiblemente, la huida a la desesperada sea lo único que los salve. No es momento de titubeos: ahora o, quizá, nunca. Tampoco lo es de malgastar adverbios, así que lo mejor es confiar en el instinto y confirmar corazonadas. Sí, ese quizá sobra para el matrimonio. En esos momentos decisivos solo hay un orificio vacío en el tambor del revolver: la carretera de Málaga; y sobran balas, muchas, demasiadas como para andar jugando a la ruleta rusa de quedarse o no. María y Juan cortan por lo sano: «¡Nos vamos!».

El tiempo, los testimonios, la documentación encontrada… todo ha demostrado que no tener nada que temer porque no habías hecho nada malo no era razón suficiente para quedarte tranquilamente en casa solo o con tu familia. No, no fue así, por eso la familia Pomares hizo bien en salir huyendo, hizo bien en no quedarse. ¡Qué espanto encontrarse sometido a semejante presión, a tamaña duda! Angustioso cable suspendido en el abismo el que tuvieron que recorrer esos padres obligados a ser funambulistas del destino antes de decidir de qué modo poner en peligro sus vidas y las de sus hijos. No sería justo desde nuestra confortable posición ni siquiera el intento de juzgar si aquella serie de decisiones bajo presión insoportable fueron acertadas o no.

¿Qué hacer, cómo, cuándo? ¿Cómo convertirse en valiente? ¿Cuándo desfigurarse en cobarde? ¿Cómo se llega a eso, cómo se huye de ahí?

La Desbandá, La Huía

—No teníais ni idea de a lo que os ibais a enfrentar, ¿no?

—No, no lo sabíamos. No teníamos ni idea de lo que nos podía pasar si nos quedábamos ni tampoco qué iba a ser de nosotros si salíamos huyendo… Todo esto lo digo porque oía a mis padres hablar entre ellos; yo tenía 9 años recién cumplidos, así que imagínate qué podía saber o entender de todo aquello. Bueno… aquello no lo entendía nadie.

Cierto, no entendían nada y aún no lo sabían, pero estaban a punto de pasar a la historia como los protagonistas de uno de los ataques organizados contra población civil indefensa más sangrientos, crueles y cobardes no ya de esta guerra, sino de otras muchas guerras, de otros muchos mundos. No, no sabían: Ana no sabía, sus padres no sabían… Nadie sabía nada. ¡Qué cuernos iban a saber!

—No, no sabíamos que íbamos a ser parte de La Desbandá ni la que se nos venía encima.

¿Y qué demonios es La Desbandá? O La Huía, como gusta llamarla a los malagueños. La crónica objetiva de los hechos, basándonos en documentos encontrados en archivos civiles y militares de los dos bandos, es que el Ejército franquista, ayudado por la artillería y aviación alemana e italiana —«voluntarios sin voluntad», llama al grueso de las tropas de Mussolini el historiador británico Hugh Thomas en Laguerra civil española, uno de los libros de referencia sobre el conflicto—, acribilló sin compasión por tierra, mar y aire a los miles de civiles —mujeres, ancianos y niños principalmente— que salieron en desbandada y huían aterrados de la ciudad de Málaga por la única vía de escape que aún permanecía bajo control republicano: la carretera nacional 340 en dirección a Almería.

Así fue como ocurrió, punto. Ni siquiera hay que recurrir a los cientos de testimonios directos o indirectos de aquella matanza. Afortunadamente es tanta la documentación de aquella atrocidad que solo el intento de maquillar o justificar semejante baño de sangre, como se intentó y se sigue intentando hacer desde la derecha más rancia y extremista, resulta de una vileza tal que roza el esperpento. Varios factores importantes fueron clave en la rápida caída de Málaga y su posterior éxodo. El primero de ellos, la anarquía y enfrentamiento político entre las diferentes fuerzas de la izquierda; el segundo, y quizá el que más daño hizo en la moral y en lo corporal del Ejército y de la población, la negativa desde Valencia del ministro de la Guerra Francisco Largo Caballero de mandar refuerzos y armas para la defensa de la ciudad. «Ni un fusil ni un cartucho más para Málaga», espetó el ministro a las continuas peticiones de Cayetano Bolívar, delegado de Guerra del sector de Málaga. Así las cosas, la suerte estaba echada para los malagueños y para los miles de personas llegados a la ciudad desde diferentes puntos de la Andalucía occidental en manos ya de las temidas tropas africanas.

Salida del Colmenar

—Aquella mañana mi padre la pasó buscando desesperadamente una forma de salir de allí. El dueño de la casita donde estábamos acogidos tenía un coche, un Ford A de cinco plazas. Hablaron entre ellos, llegaron a un acuerdo para compartir gastos y decidieron que lo mejor que podían hacer era meter a las dos familias en el coche y salir de inmediato. Así fue y no se lo pensaron dos veces, tampoco se lo podían permitir… La otra familia que compartía casa con nosotros decidió quedarse y salió a despedirnos; no sé si aquella fue buena decisión o mala, solo sé que jamás volvimos a saber de ellos —se lamenta Ana, y prosigue—: Fue muy doloroso desistir de bajar a Málaga, allí teníamos el resto de nuestras cosas; pero no era posible, demasiado riesgo, todo se ponía en nuestra contra y lo más sensato era escapar hacia Almería por la ruta más directa posible. Aquello fue tristísimo para mí: no solo abandonábamos nuestra casa de la calle Maestranza, sino también todos mis recuerdos de infancia.

Cierto; y pone, además, el dedo en la llaga. No dejaban atrás solo una casa y una serie de cosas materiales a merced del pillaje de los rebeldes, no: abandonaban, quizá para siempre, un hogar, un proyecto, una idea, una forma de entender y de estar en el mundo… Eso tiene que hacer daño, mucho. La herida que más debe doler tiene que ser aquella que penetra hasta lo más recóndito del alma: ese lugar profundamente íntimo donde resguardamos la inviolable sinceridad de los sentimientos experimentados o por experimentar a la espera de felicidades revolucionarias, de amores irreconocibles o de enigmas fantásticos que por su insólita extrañeza nos dejan atónitos y expuesto a infiernos infinitos, a sacudidas crueles, a golpes mortales…

—Cargamos el coche solo con lo imprescindible y repartiendo muy bien los bultos. Llevábamos también algo de comer y agua. En total éramos siete personas: de chófer el dueño del coche y junto a él mi padre; detrás, la mujer del conductor, mi madre y mi hermana María, de 19 años, que era hija del anterior matrimonio de mi padre y que también estaba con nosotros en El Colmenar; sentadas en el suelo, a los pies de ellas tres, mi hermana Remeditos y yo, agazapadas, hechas un ovillo. No cabíamos, aquello era minúsculo, pero al final encontramos la manera de poder ir más o menos bien. De vez en cuando nos sentábamos sobre mi madre o sobre mi hermana mayor, pero quedábamos muy expuestas y el miedo era más grande que la necesidad de cambiar de postura.

Desde El Colmenar el camino más corto o menos complicado para llegar hasta la nacional 340 era una pista sinuosa, en muy mal estado, y con grupos de personas que habían emprendido la huida desde diferentes pueblos de la Axarquía malagueña. Algo más de 200 kilómetros les separaban de la ansiada Almería. Ana no recuerda bien todos los lugares por los que pasaron hasta enlazar con la carretera, pero se antoja que lo más natural hubiese sido pasar cerca de Riogordo, La Zubia y el embalse de la Viñuela, entre otros muchos de la comarca.

La carreta de la muerte

—Recuerdo haber pasado por Los Gómez, muy cerca de Portugalejo; luego, más adelante, por Trapiche y desde ahí seguido hasta llegar a Vélez-Málaga. Tras varias horas de tortuoso viaje por fin llegamos a Vélez-Málaga y se abrió ante nosotros el mar.

El mar y tres barcos de guerra esperándolos. Eso Ana no lo sabía, no lo esperaba, no lo esperaban… Y mucho menos que esos barcos iban a acribillarles a bombazos: a ella, a su familia y a los miles de civiles que se arrastraban por esa carretera maldita. La flota que componía aquel tridente de terror eran los cruceros pesados Canarias y Baleares y el crucero ligero Almirante Cervera. Los tres en manos del bando sublevado y comandados por el almirante Francisco Bastarreche, el cual no dudó un instante en fusilar a todos los marineros bajo su mando que se negaron a participar en aquel asesinato de personas indefensas. Clama al cielo que semejante espécimen tuviese un busto en una plaza de Cartagena hasta el año 2016. Otro secuaz conspirador contra la República, al mando del crucero Canarias y que tampoco dudó un instante en cumplir las órdenes y participar en la masacre fue el almirante Salvador Moreno, el mismo que poco tiempo después, en 1939 y gracias a su «impecable» —traicionera para la República— hoja de servicio, fue nombrado por Franco ministro de Marina. Curiosamente, una calle de Pontevedra también llevó su nombre hasta que en el año 2002 fue sustituido por el de la escritora gallega Rosalía de Castro. Aún chirrían en los oídos las declaraciones en 2017 del entonces presidente del Gobierno Mariano Rajoy, cuando decía no entender el motivo de la retirada del nombre del almirante por el de la escritora. Ahí queda la «anécdota» de la catadura intelectual y moral del que en aquel tiempo era el máximo exponente de la «derecha moderada» y gobernaba España.

Vélez-Málaga-Almería

—Como te decía antes, mi hermana y yo íbamos sentadas en el suelo del coche: de esa manera estábamos más protegidas de las bombas, pero como éramos niñas… de vez en cuando levantábamos la cabeza y veíamos la carretera… Un espanto, creo que en ese viaje dejé de ser niña y pasé a ser adulta. Lo que vi me cambió por completo la imagen que yo tenía del mundo. ¡Cuántas criaturitas, cuántas!… Niños descalzos o con trapajos en los pies, personas mayores también con zapatos viejos o rotos, viejecitas con bastones sin poder apenas moverse o sentadas en la cunetas totalmente exhaustas… Mi madre me decía «no te asomes, no te asomes»; pero ¡cómo no me iba a asomá!

No es de extrañar que Ana cambiase, que la percepción que hasta entonces tenía del mundo se derrumbase mientras protegía su cabeza entre las rodillas. ¿Cómo no transformarse? Imposible. Hay muchas maneras de destruir a un niño, de acabar con él para siempre; obligarlo a ver desde la inocencia lo que se negaría a mirar como adulto quizá sea la forma más retorcida y cruel que podemos elaborar. Ana pudo esquivar la muerte en aquel viaje, pero jamás ha logrado recuperar la mirada limpia que sepultaron para siempre los autores de aquella perversidad cobarde.

—¡Y los aviones, ay, los aviones! Llegaban de repente, rasando, volando muy bajito; cuando los oías ya estaban encima… La gente corría despavoría. Imagínate cuando pasaban lo que dejaban… Ya en la provincia de Granada, por La Herradura, había zonas con cañadú, caña de azúcar. ¡Uy! No quitaron fatiguitas aquellos cañaverales, pero también en ellos murió mucha gente ametrallada por lo aviones. Al pasar, si te veían resguardarte allí, allí te disparaban. Algunos cadáveres fueron encontrados entre las cañas muchos años después… Todo lo que te cuente es poco.

Cierto, lo que cuenta Ana se ajusta rigurosamente a la verdad. Hay partes de guerra de los implicados, testimonios de protagonistas y toda una ingente cantidad de información que está saliendo a la luz gracias a las investigaciones de familiares, historiadores, profesores y periodistas, aportando en su conjunto tal grado de veracidad que solo una mente retorcida e interesada en silenciar todo aquello puede rechazar. «Ana es uno de los pocos y valiosísimos testimonios sobre ese episodio de la guerra que aún tenemos la gran suerte de poder seguir escuchando». Quien aporta tan contundente dato es el profesor e historiador almeriense Fran Martín, que lleva años investigando sobre la guerra de España en Andalucía y quien en estrecha colaboración con la escritora Sonia Cervantes aporta joyas para la memoria como La guerra en mis ojos, una magnífica y exhaustiva biografía sobre Ana Pomares.

Para los más incrédulos sobre la veracidad de algunos relatos deberían bastar los partes de guerra de los pilotos de la aviación italiana cuando en sus observaciones hacen saber a sus superiores que esas columnas de personas que ven en la carretera y a las que tienen orden de ametrallar y bombardear no son milicianos en retirada, sino civiles indefensos que huyen. En similares términos se expresan algunos marineros de los buques Canarias, Baleares o Almirante Cervera cuando reflejan en los respectivos cuadernos de bitácora que lo que observan desde su posición son larguísimas hileras de personas en dirección a Almería. Así es como se podía constatar en la magnífica exposición sobre La Desbandá que durante los meses de septiembre y octubre de 2022 estuvo abierta al público en la capital malagueña para todo aquel que quiso conocer en profundidad qué ocurrió realmente. Lamentable que todavía hoy haya sectores de la derecha y de la ultraderecha en España que sigan diciendo que aquella escabechina no fue para tanto.

«Lo más real es lo que hacemos en la oscuridad; lo que hacemos en función de las miradas de los demás me parece histriónico», escribe Virginia Wolf en una de sus cartas a su amigo y poeta Stephen Spender. Y es que es ahí donde podemos encontrar una de las claves, una de las piezas que hace que todo encaje de manera mucho más hiriente y dolorosa. Aquella masacre ni siquiera se hizo a escondidas o en la oscuridad, no; pues, de haber sido así, hubiese sido más entendible, más real, más… humana. Sí, humana, porque lo que convirtió aquello en algo terriblemente cruel e irreal fue que se hiciese de manera histriónica y salvaje a plena luz del día, ante todo aquel que quiso verlo o mirarlo, sin ningún tipo de temor o de «cristiana» compasión y advirtiendo a todos de hasta qué punto aquellos hombres deshumanizados podían ser brutales y despiadados.

De cualquier modo y dicho esto, tampoco es tan sorprendente si reparamos en manos de quién se puso el mando supremo de la sublevación en Andalucía.

Queipo de Llano

«Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser hombre. Y, de paso, también a las mujeres. Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que forcejeen y pataleen».

Quien esto decía en una de sus famosas arengas radiofónicas por Radio Sevilla era nada más y nada menos que el general de división Gonzalo Queipo de Llano, al mando de la sublevación en Andalucía. Con semejante discurso hubiese bastado para enterrarlo de por vida en el más abyecto de los olvidos; pero… no, no fue así. Llamativa, por llamarla de alguna manera sin herir susceptibilidades, la oposición que en noviembre de 2022 se ejerció desde diferentes sectores de la población española para que los restos del general no fuesen exhumados, como al final sí se hizo la madrugada del día 23 de ese mismo mes, de la basílica de la Macarena de Sevilla. La Iglesia, como siempre y contraviniendo incluso al derecho canónico, mirando para otro lado, como si no fuese con ella. Tampoco esto sorprende. En hemerotecas, libros y en multitud de archivos de todo tipo, pueden verse imágenes de Franco bajo palio y rodeado por los obispos nombrados por él. Sí, el dictador, el caudillo, como él mismo se hizo llamar, el responsable supremo de la atrocidad que supuso para España la guerra, bajo palio, en ese lugar sagrado reservado solo para imágenes de cristos, vírgenes, santos y custodias.

Volviendo al párrafo anterior del discurso del general, estaría bien preguntarnos: ¿hacían falta más motivos para que en su día la Iglesia hubiese obligado a Franco a expulsar del Ejército y encarcelar a semejante psicópata? ¿Esas arengas no eran ya lo suficientemente hirientes y poco cristianas como para haber impedido su entierro en la basílica de la Macarena? «Con la iglesia hemos dado, Sancho», dice textualmente don Quijote a su escudero en el capítulo noveno de la segunda parte de la novela.

—Ana, Queipo llegó a decir: «Málaga caerá a sangre y sexo». Ese tipo de bravatas por la radio un día sí y otro también, ¿cómo crees tú que calaban en la moral de la población y en la actitud del bando fascista?

—Lo peor no era lo que decía, lo peor es que luego esas cosas las hacían. Tenía tanto poder y autonomía que llegaron a llamarle el virrey de Andalucía; y, claro, la gente estaba aterrada. Recuerdo a las criaturitas que venían huyendo desde la provincia de Cádiz, Sevilla y Granada. Llegaban aterrorizadas, tenían mucho miedo a los moros, a las tropas de legionarios y regulares que entraron por aquí, por Algeciras, con su derecho al pillaje. Las mujeres tenían mucho miedo a las violaciones, claro, normal, estaban animados por su jefe… Al final pasó lo que tenía que pasar, que salimos huyendo en desbandá.

Al hablar del derecho al pillaje Ana se refiere a las famosas razzias. El término hace referencia al «saqueo material y sexual» —sobre todo a mujeres— permitido tras la toma de una población y que aterraban a la población; una especie de patente de corso para arrasar con todo lo que tuviese valor y pudiese ser llevado encima o en la entrepierna.

Las cifras

Ni siquiera se sabe el número aproximado de las personas que pudieron emprender la huida desde la capital malagueña. Las primeras publicaciones de finales de los años ochenta hablaban de que unas 150.000 lograron llegar a Almería procedentes de Málaga, pero investigaciones publicadas recientemente llegan a contabilizar alrededor de 300.000.

Lo cierto es que ninguna fuente o archivo consultado menciona que fuesen 100.000, 300.000 o 500.000 las personas desplazadas. El número no lo sabemos, lo deducimos por otra serie de datos que vamos investigando; pero no hemos encontrado ningún documento que dé cifras.

Así de contundente se mostró Encarnación Barranquero, profesora de Historia de la Universidad de Málaga y una de las mayores especialistas sobre este hecho en el I Congreso Internacional La Desbandá celebrado en Mollina, Málaga, en octubre de 2022. Tampoco se tiene mucha idea de cuántos llegaron a Málaga desde otros puntos de Andalucía Occidental. Se habla de unos 90.000 los llegados desde el Campo de Gibraltar, Sierra de Cádiz y Sevilla. De los que quedaron en el camino por hambre, cansancio o asesinados desde tierra, mar o aire tampoco se sabe gran cosa. Las cifras, igualmente, bailan muchísimo: 5.000, 8.000, 10.000.

Ana tampoco se atreve a decir un número.

—No sabría decirte la cantidad de gente que iba, recuerdo que las hileras eran enormes y se perdían hasta donde llegaba la vista; algunos, como nosotros, viajaban en coches o en camiones, pero muy pocos. Muchos de esos pobres desgraciados llevaban mulos o burros cargados hasta las trancas, algunos con niños o personas muy mayores encima; otros se quedaron en el camino, extenuados, hasta que morían allí mismo, sin tiempo siquiera de poder ser enterrados dignamente. Aquello era un sálvese quien pueda…

Tener la posibilidad de seguir escuchando el testimonio vivo de esta mujer es un regalo, un privilegio que no debemos obviar mientras dure. Tampoco nada despreciable la posibilidad de seguir conociendo aquellos hechos gracias al amplísimo abanico de todo tipo de entrevistas escritas, radiofónicas o de televisión que gracias a las nuevas tecnologías y a ese edén llamado internet están ahí, a un simple clic, sin olvidar que ese paraíso de información puede ser, de hecho así es, un maremágnum desconcertante y peligroso donde la falacia más tosca comparte idéntico espacio con el relato más veraz y trabajado. Jamás las posibilidades de saber han estado tan al alcance; nunca se ha corrido tanto riesgo de convertirnos en meras marionetas en manos de tramposos y farsantes. Solo una sociedad ilustrada y bien formada, que conoce y reconoce los rudimentos de la propaganda, puede sacar conclusiones claras y objetivas de los hechos.

Norman Bethune

De todos esos relatos y testimonios al alcance de cualquiera hay uno de especial interés: el del médico canadiense Norman Bethune. De un valor incalculable para la contribución a esclarecer los hechos son los testimonios escritos y fotográficos que este hombre nos ha legado. No queda ahí su mérito ni el de su ayudante, el también canadiense Hazen Size, que con una ambulancia y un rudimentario sistema de transfusión de sangre consiguieron salvar y evacuar durante tres días con sus respectivas noches a cientos de moribundos hasta Almería. «Lo peor de todo era tener que decidir a quién subes en el vehículo y a quién dejas, seguramente para morir, en la carretera». Así lo describe el médico en su libro Las heridas en uno de los capítulos dedicados a la guerra de España y sobre el éxodo terrible que le tocó vivir. En unas contundentes declaraciones publicadas esos días en The New York Times dice: «La más grande y terrible evacuación de una ciudad de los tiempos actuales». Desgarra leer al completo el crudísimo relato de este especialista en cirugía y transfusiones que llegó a España para luchar contra el fascismo armado con lo mejor que sabía hacer y blindado con la coraza más resistente que existe: la defensa a ultranza de una idea justa. Sobre la magnitud de la matanza y la poca relevancia que tuvo en su día, Bethune deja también para la posteridad una frase tan ácida como memorable cuando sentencia que La Desbandá hubiese necesitado un Guernica.

Llegada a Almería

—Pon fin entramos en la tierra de mis abuelos… Llegamos a la altura del barrio de Pescadería y nos bajamos del vehículo; la otra familia que viajaba con nosotros siguió su marcha. Recuerdo aquella despedida como muy triste. Jamás volvimos a saber de ellos, aunque sí se sabe que fueron miles las personas que se instalaron en Murcia y por toda la costa levantina —aclara Ana—. Almería era un poema… Cada día eran más y más los refugiados: moribundos, heridos, hambrientos, agotados… Nosotros logramos llegar, pero muchos se quedaron por el camino. Recuerdo a los que se ahogaron al intentar cruzar el río Guadalfeo, sobre todo niños, a la altura de Motril. Se sabía que en esa población estaba la retaguardia republicana y que si lográbamos pasar estaríamos más seguros. Muchos de los que no lograron cruzar se volvieron al ser alcanzados por los fascistas. Franco había dicho que los que no tuvieran las manos manchadas de sangre no tenían nada que temer... Y volvieron.

Aquella candidez desesperada costó muchas vidas: se fusilaron a cientos nada más llegar a Málaga simplemente por ser señalados por algún vecino o conocido con ánimo de venganza.

—Como te decía, nos bajamos del coche con lo poco que llevábamos; todo se quedó en Málaga, en Almería partíamos de cero. Nos instalamos en casa de mis abuelos y recuerdo el abrazo de mi abuela al verme por primera vez. Antes era así, desplazarse no era tan fácil y las familias podían estar mucho tiempo sin verse aunque no viviesen muy lejos unos de otros. Te estoy hablando de otra vida, es que aquello era otro mundo…

Y tanto, no era otro mundo, era toda una galaxia. El intento, la sana idea de ponernos en la piel de Ana y de toda esa generación con la añeja y vulgar fórmula de empatía que aplicamos hoy para casi todo no impide que desprenda ese tufillo algo cínico inherente a toda teoría de sofá y mando con extra de queso. Mil vueltas, los Pomares Ruiz y todos los Pomares Ruiz del mundo, precisamente por lo que les tocó vivir y superar, nos dan mil vueltas en las cosas verdaderamente importantes de la vida.

Almería era constantemente atacada: 53 bombardeos durante el tiempo que duró la guerra. En febrero del 37 aún estaban muy presentes los estragos que un mes antes produjeron las 16 bombas arrojadas por la aviación fascista la noche de Reyes: 7 muertos, 3 de ellos niños, fue el saldo de aquella atrocidad. Nada que añadir, el responsable de semejante vileza ya ha dicho todo lo que tenía que decir sobre ella y su bando al convertir esa noche mágica en «la noche de los juguetes rotos».

—Mi padre —prosigue Ana— no estaba nada tranquilo, temía por nuestras vidas y aunque se buscaba la vida de pescador apenas sacaba para subsistir. Mi abuela materna, que era muy resuelta para todo, buscó una cueva en el Cerrillo del Hambre —el nombre lo dice todo— para estar más a salvo de los bombardeos. Muchas familias hicieron lo mismo. Allí estuvimos dos meses, pero no paraban de llegar refugiados a la ciudad y la situación cada día se complicaba más. Un día decidieron que lo mejor era buscar otra alternativa fuera de Almería. El nuevo destino era Orán, en Argelia.

Almería-Orán (Argelia)

Juan Pomares tenía unas primas en Orán; y un amigo, Luis Cazorla, que también quería dejar Almería, poseía un pequeño barco de pesca, una traíña, No lo pensaron mucho, ¿para qué? Embarcaron a sus respectivas familias y pusieron rumbo a la ciudad argelina. En total eran 13 personas en busca de refugio, huyendo de la guerra, rumbo a África. ¿Les suena de algo? Ahora ocurre lo mismo, solo que a la inversa; pero se nos ha olvidado. Lástima.