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El objetivo de este libro es analizar el mundo de unas mujeres que no aceptaron enclaustrarse y que decidieron vivir solas o en comunidad con otras mujeres, manteniendo su libertad de movimientos y autonomía, pero sujetas a los superiores de las terceras órdenes religiosas en las que profesaron. Algunas fueron criticadas por su forma de vivir, pero la mayoría consiguieron el reconocimiento social en vida. Fueron utilizadas o se dejaron utilizar por confesores o clérigos para sus fines particulares o para prestigiar la orden religiosa a la que pertenecían, aunque, en ocasiones, mostraron su voluntad de autonomía obligando a sus confesores a aceptar su modo de vida y sus experiencias espirituales. Fueron mujeres que trabajaron para sustentarse o que administraron sus rentas, solidarias con los más necesitados, empeñadas en una vida de recogimiento, de ascetismo y de contemplación espiritual. Con frecuencia, mujeres acosadas por padres, por maridos y por eclesiásticos. Mujeres cautas e inteligentes, que sabían los peligros a los que podían exponerse y que hicieron creíbles sus experiencias espirituales a la sociedad.
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Seitenzahl: 582
Veröffentlichungsjahr: 2019
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BEATAS
MUJERES ESPIRITUALES VALENCIANASEN LA EDAD MODERNA
HISTÒRIA / 185
DIRECTORES
Mónica Bolufer Peruga (Universitat de València)
Francisco Gimeno Blay (Universitat de València)
Pedro Ruiz Torres (Universitat de València)
CONSEJO EDITORIAL
Pedro Barceló (Universität Postdam)
Peter Burke (University of Cambridge)
Guglielmo Cavallo (Università della Sapienza, Roma)
Roger Chartier (EHESS)
Rosa Congost (Universitat de Girona)
Mercedes García Arenal (CSIC)
Sabina Loriga (EHESS)
Antonella Romano (CNRS)
Adeline Rucquoi (EHESS)
Jean-Claude Schmitt (EHESS)
Françoise Thébaud (Université d’Avignon)
BEATAS
MUJERES ESPIRITUALES VALENCIANASEN LA EDAD MODERNA
Francisco Pons Fuster
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, de ninguna forma ni por ningún medio, sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso de la editorial. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
© Del texto, Francisco Pons Fuster, 2019
© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2019
© De la fotografía de la cubierta: Paco Alcántara, 2019
Publicacions de la Universitat de València
http://puv.uv.es
Coordinación editorial: Juan Pérez Moreno
Ilustración de la cubierta: Retrato de la religiosa española Margarita Agulló,
Francisco Ribalta (ca. 1605)
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Corrección: Iván García Esteve
Maquetación: María Aránzazu Pérez
ISBN: 978-84-9134-476-6
ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
I. BEATA. UN MODELO DE MUJER
II. BEATAS, BEATERIOSYCONVENTOS
III. ORIGEN SOCIAL DE LAS BEATAS
IV. VIOLENCIA Y ACOSO SEXUAL
V. CONFESORES Y GUÍAS ESPIRITUALES
VI. VIRGINIDAD Y MATRIMONIO ESPIRITUAL
VII. EL SOBERBIO ADVERSARIO
VIII. EL TRABAJO ASISTENCIAL
IX. EL DOMINIO DEL CUERPO
X. EL ALIMENTO DEL ESPÍRITU
XI. LA CONTEMPLACIÓN ESPIRITUAL
XII. BEATAS ESCRITORAS
XIII. BEATAS Y BEATAS
XIV. BIÓGRAFOS Y CENSORES
XV. LA REALIDAD POLÍTICA Y SOCIAL EN LA VIDA DE LAS BEATAS
XVI. MILAGROS Y PROFECÍAS
BIBLIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS
Después de muchos años dedicados a la investigación de las beatas, hemos contraído numerosas deudas con todos aquellos que nos han apoyado y que nos han permitido poder publicar nuestros trabajos. Es justo, pues, que se lo reconozcamos.
La idea de trabajar sobre la espiritualidad valenciana en la Edad Moderna partió de Antonio Mestre Sanchis como proyecto de tesis doctoral. En todo el tiempo que duró la investigación, no dudó en revisar todos y cada uno de los capítulos de la tesis doctoral que le iba remitiendo. Él fue el primero en animarnos a dedicar uno de ellos a las beatas valencianas. Posteriormente, hizo lo indecible para que la tesis se publicara. Hoy en día, la relación con él traspasa el ámbito académico.
Emilio Callado Estela ha querido contar conmigo siempre en todos los proyectos de investigación que ha dirigido y en las obras que ha coordinado. Muchos de mis trabajos no hubieran podido publicarse sin su ayuda desinteresada. Incluso ahora, cuando ya me dedico a la investigación histórica sin necesidad de aspirar a méritos académicos, sino simplemente por puro placer intelectual, sigue contando conmigo en sus proyectos y le agradezco su confianza.
Inmaculada Fernández Arrillaga quiso que colaborara en el grupo que lidera sobre las Mujeres en la Historia en la Universidad de Alicante y que ya ha dado como fruto algunas tesis doctorales y numerosos cursos de conferencias y publicaciones. También quisiera citar a Teófanes Egido, Javier Burrieza, Enrique García Hernán, Mónica Bolufer, Ricardo García Cárcel, Rosa María Alabrús, etc. Todos ellos buenos amigos.
A Pablo Pérez García y Juan Francisco Pardo Molero, de la Universitat de València, les agradezco su colaboración de hace muchos años y que ahora hayan querido leerse el manuscrito de mi libro, aportando sus juicios, siempre inteligentes.
La estrecha amistad con Víctor Latorres Zacarés, forjada en muchos años dedicados juntos a la docencia, me ha obligado a recurrir a él para limar problemas de lenguaje, expresiones y todo tipo de marcas ortográficas. Se lo ha tomado con pasión y ha emborronado el manuscrito de sugerencias de todo tipo. Gracias por ese trabajo siempre ingrato.
Queremos agradecer también las sugerencias que se nos han hecho llegar para mejorar determinados apartados y ampliar la bibliografía. Esperamos haber sabido hacerles caso y que ello haya redundado de manera positiva en el libro que ahora se presenta.
Muchas de las ideas que figuran en este libro han sido desarrolladas con anterioridad en los artículos que hemos escrito sobre las beatas en general o sobre alguna de ellas en particular y pueden leerse con mayor detalle en las obras donde fueron publicados. De todos esos trabajos damos cuenta en la bibliografía que figura al final del libro y en las notas a pie de página.
Escribir un libro es una tarea siempre compleja y que necesita disponer de tranquilidad y de la ayuda de las personas más cercanas. Esto ha sido posible por los ánimos y el cariño de mi mujer, Montserrat Hueso. Nadie mejor que ella es merecedora de que le dedique este libro.
INTRODUCCIÓN
Las mujeres encontraron a lo largo de la historia en la religiosidad y en su expresión más personal e íntima la espiritualidad, un refugio en el que podían desarrollar sus vivencias. Aprovecharon los espacios «intersticiales» y siempre «liminares» que se les dejaba como vías de «significación sexuada en femenino».1 No porque las mujeres tuvieron una predisposición especial para la piedad y la devoción, sino porque se las alejaba de cualquier otro espacio reservado en exclusividad a los hombres, y porque se les prohibía la voz y la palabra en los ámbitos públicos. Por tanto, no debe «sorprender que buscaran alternativas a una subjetividad que insistía en declararse ciega a la diferencia sexual». Y, en este sentido, la religiosidad y la espiritualidad, aunque fuera asumiendo las definiciones de la cultura dominante, fueron para ellas un refugio donde ejercer un control sobre su propio cuerpo e impregnar el lenguaje espiritual de carácter femenino.
La religión, en sus diferentes manifestaciones, ha sido un campo de investigación preferente para la historia de las mujeres. Si bien todavía resulta sorprendente para algunos la escasez de estudios que existen sobre este tema en España respecto a las publicaciones que se han llevado a cabo fuera.2 Pero esta afirmación, datada en los años noventa del siglo XX, necesita matizarse, pues desde entonces hasta ahora se han publicado un número abundante de trabajos centrados en el tema de la religión y de las mujeres.
En general, ha habido una predilección, dadas las numerosas biografías y autobiografías que se conservan, por el estudio de las mujeres que vivieron enclaustradas en los conventos, las monjas,3 y han proliferado menos aquellos centrados en las vidas de otras mujeres espirituales, las beatas. Incluso el conocimiento que tenemos de este mundo peculiar y enigmático ha estado basado fundamentalmente en la investigación de los fondos inquisitoriales, por lo que han predominado asociaciones que identificaban a las beatas como alumbradas,4 como embaucadoras,5 como heterodoxas o como endemoniadas.6 A pesar de ello, lo que de estos estudios ha quedado patente, por encima de los calificativos, de los juicios negativos de inquisidores e incluso de historiadores también convertidos en nuevos inquisidores, es el hecho de que las beatas fueron un fenómeno singular en la España moderna que merece, por tanto, estudiarse.7
En los siglos XII y XIII, en determinadas zonas de Flandes, del norte de Francia y del sur de Alemania surgió un movimiento asociativo de mujeres a las que conocemos con el nombre de beguinas. Llevaban «una vida cuasi-religiosa», pero se caracterizaron por su labor asistencial a los pobres y a los enfermos. Hacían «voto de castidad durante su vida dentro de la asociación, pero conservaban sus derechos a la propiedad privada y trabajaban para mantenerse».8
Beguinas y beatas son nombres distintos pero que identifican el mismo fenómeno espiritual, pues en ambos el hecho singular es que se trataba de mujeres que, solas o en comunidad, de modo libre y autónomo y sin estar voluntariamente sujetas a clausura, optaron por la vida espiritual y por la asistencia a los demás.9 Sin embargo, es curioso resaltar que la historiografía ha visto en general a las beguinas, a pesar de lo poco que se conoce sobre ellas, como un movimiento de identidad femenina, resaltando sus aspectos positivos, mientras que se ha cernido sobre las beatas, salvados los ejemplos singulares que están en la memoria de todos, como los de Catalina de Siena, Brígida de Suecia, Gertrudis de Helfta, etc., una imagen socialmente negativa, que se ha mantenido en el tiempo y que ha perdurado hasta la época actual.
La proliferación de beguinas y de beatas se produjo en dos épocas singulares de la historia que tuvieron en común la necesidad de reforma de la Iglesia. Un primer momento tuvo lugar en el siglo XIII con la aparición de las órdenes mendicantes. Pero estas se mostraron incapaces de albergar a tantas mujeres y muchas de ellas no hubieran podido entrar en los monasterios por falta de dote. Por tanto, se arbitraron fórmulas alternativas, como las terceras órdenes, como un intento evidente de controlar constitucionalmente el anhelo de los laicos, sobre todo de las mujeres, por vivir su vida religiosa y espiritual. No obstante, la época de entusiasmo dio paso en el siglo XIV a la de los recelos. Y aunque las mujeres estaban sujetas a las autoridades de su orden o a confesores, la Iglesia las consideró como un peligro que podía dar pie a todo tipo de herejías y no dudó en perseguirlas, asociándolas a los begardos o a otros movimientos considerados herejes. En muchos casos se las obligó a enclaustrarse.
Del mismo modo que en el siglo XIII, a finales del siglo XV y en la primera mitad del siglo XVI, los procesos de reforma en el seno de la Iglesia provocaron la división y dieron lugar a la reforma protestante. También se produjeron otros movimientos de reforma que, manteniéndose en la estricta ortodoxia de la Iglesia, aprovecharon el momento histórico, las menores restricciones, para propugnar un nuevo modelo de vida religiosa y espiritual que diera cabida a las ansias de perfección popular.10 En este sentido, la reforma de los descalzos en los franciscanos y en los carmelitas, la aparición de los jesuitas y las predicaciones de Juan de Ávila y de sus discípulos, de personajes singulares como Juan de Ribera, fray Luis de Granada y otros propiciaron una nueva oleada de piedad popular que encontró una gran acogida entre las mujeres. Las beatas, como sus anteriores homónimas las beguinas, vieron abiertas las puertas para manifestar sus ansias de perfección. Mujeres casadas, viudas o doncellas, en pueblos y en las ciudades de toda España, solas o en comunidad con otras mujeres, se mostraron fervorosamente dispuestas a seguir los consejos de sus confesores y guías espirituales.11 Pero, de nuevo, surgieron los recelos. La proliferación de beatas, junto con los problemas surgidos con los alumbrados de Toledo, con los grupos protestantes de Sevilla y Valladolid, etc., hizo que determinados sectores eclesiásticos y la Inquisición como adalid de ellos contemplara a las beatas como un peligro para el mundo eclesiástico, para el orden social establecido, lo que dio lugar a que se las persiguiera o que se las obligara al enclaustramiento. Sin embargo, aunque muchos beaterios y beatas acabaran transformándose en fundaciones conventuales, pervivió un número importante de beatas que, acogidas o no a las terceras órdenes religiosas, rechazaron el enclaustramiento y prefirieron mantener su libertad y autonomía, sustentándose de su trabajo, dedicándose a la asistencia social de pobres y de enfermos, aspirando a una mayor perfección, tratando de dominar su cuerpo con el rigor ascético y anhelando los espirituales deleites.
La presión de la Monarquía y de las autoridades eclesiásticas forzó a que muchas beatas y beaterios se transformaran en fundaciones conventuales. Ángela Atienza analizó con detalle este proceso que se realizó sobre todo en el último tercio del siglo XVI y en el siglo XVII y que fue un movimiento generalizado en toda España. Pero al mismo tiempo que demostraba esta transformación también constataba «que muchos beaterios y otras agrupaciones de mujeres que hacían vida religiosa en común sin guardar clausura nunca se plantearon esa posibilidad, sino que la rechazaron y se resistieron con fuerza a cada intento por introducirlas en un claustro e imponerles una vida de reclusión y encierro obligado».12 Y, aunque la presencia de mujeres que eligieron vivir de modo libre y autónomo pueda discutirse si fue generalizable o no, el hecho cierto es que pervivió este modelo de beata.
Resulta difícil cuantificar el número de beatas que no decidieron enclaustrarse, pero posiblemente eran muchas más de lo que pensamos. Las había en todos los pueblos, sobre todo en aquellos donde existían conventos de frailes, y en las ciudades donde se acumulaban las fundaciones conventuales masculinas de las principales órdenes religiosas. Había beatas franciscanas, dominicas, carmelitas, mercedarias, etc. Pero también hubo mujeres que no quisieron adherirse a las órdenes religiosas y que, vistiendo o sin vestir hábito o distinción exterior alguna, eran consideradas como beatas.
El objetivo de este libro es analizar el mundo de las beatas, pero de aquellas que nunca aceptaron enclaustrarse, que decidieron vivir solas o en comunidad con otras mujeres, manteniendo su libertad de movimientos y autonomía de vida, aunque sujetas a los superiores de las terceras órdenes religiosas en las que profesaron.13 Sus nombres figuran en las biografías que de ellas se escribieron o en las crónicas de las órdenes religiosas. Fueron mujeres religiosas que no tuvieron problemas graves con la Inquisición, por tanto, que no fueron encausadas por embaucadoras, por alumbradas, por endemoniadas o por heterodoxas. Algunas fueron criticadas por su forma de vivir, pero la mayoría consiguió el reconocimiento social en vida. Fueron utilizadas o se dejaron utilizar por confesores o clérigos para sus fines particulares o para prestigiar la orden religiosa a la que pertenecían, aunque, en ocasiones, ellas mostraron su voluntad de autonomía obligando a sus confesores a aceptar su modo de vida y sus experiencias espirituales. Fueron, sobre todo, mujeres que trabajaron para sustentarse o que administraron las rentas de que disponían, solidarias con los más necesitados, empeñadas en una vida de recogimiento, de ascetismo y también de contemplación espiritual. Con frecuencia, mujeres acosadas por padres, por maridos y por eclesiásticos. También fueron mujeres cautas e inteligentes, que sabían los peligros a los que podían exponerse, los límites que no podían traspasar y que hicieron creíbles sus experiencias espirituales a la sociedad, sobre todo a los varones eclesiásticos que no dudaron en considerarlas en muchos casos como sus madres y sus maestras espirituales y como ejemplos de santidad para otras mujeres.
Este libro es el resultado de numerosos años de estudio dedicados al mundo de las beatas. Es una respuesta, desde luego imperfecta, a un deseo por dar a conocer este mundo todavía poco conocido, si lo comparamos con los numerosos trabajos existentes sobre las monjas. En este sentido, María Helena Sánchez Ortega, que analizó con detalle la vida singular de la beata María Quintana, afirmaba hace ya un tiempo:
A pesar de los estudios recientes sobre los beaterios y las circunstancias de las beatas en España su vida cotidiana y su intimidad [se] nos sigue escapando en gran parte. Las razones para este desconocimiento son obvias. La beata que ha prestado sus votos en privado y que sigue el camino de la perfección de la mano exclusiva de su confesor pertenece a la multitud anónima y sus huellas son escasas.14
Las beatas no fueron mujeres reclusas en sus casas, sino que tuvieron proyección pública, pues en algunos casos sus experiencias espirituales en forma de arrobos y de otras mercedes espirituales los experimentaban en las calles o en las iglesias. Sin embargo, muchas de ellas circunscribieron al ámbito privado su modelo de espiritualidad y las experiencias ascéticas y los deleites místicos. Y, aunque su espiritualidad cabe considerarla ortodoxa, tuvo siempre un carácter transgresor, pues no eran más que mujeres que de modo libre e individual narraban a sus confesores o guías espirituales sus experiencias. Por eso tiene razón Cristina Segura cuando escribe:
Las mujeres que no se conforman con el cumplimiento externo de una vida religiosa donde su actuación queda reducida al sometimiento a unos ritos y pretenden una comunicación sentida e individualizada con el hecho sagrado son aquellas que ofrecen una espiritualidad creadora y con buenas dosis de transgresión. Esta transgresión puede no referirse a cuestiones doctrinales sino simplemente al deseo de estas mujeres de poder vivir libremente su religiosidad y expresar su pensamiento. El pensamiento, la palabra, no se corresponden con el modelo de actuación que es propio del género femenino. Estas mujeres están transgrediendo lo establecido por la sociedad patriarcal para ellas. Esta es una de las causas que hacen que la religiosidad femenina sea un tema importante que nos ofrece un ámbito en el cual puede rastrearse el pensamiento femenino libre y no sometido a la sociedad dominante. En las transgresiones a la doctrina oficial de la jerarquía eclesiástica es donde pueden encontrarse las informaciones mejores para lograr un acercamiento a la mentalidad femenina.15
Acercarnos a las beatas, intentar comprender este mundo de mujeres, escuchar su voz y sus palabras, aunque estuvieran siempre mediadas por los hombres, por sus confesores o biógrafos, han sido otras de nuestras pretensiones. Para ello hemos rehuido exponer las vidas particulares de cada una de las mujeres estudiadas. Además, en muchos casos, esta era ya una tarea que habíamos hecho con antelación, por tanto, lo que ahora se pretendía era insertar sus experiencias vitales en capítulos generales. Vaciar hasta donde fuera posible los relatos edulcorados de sus biografías, todo aquello atribuible a los adornos de los autores, para bucear en sus vidas, en su niñez, en sus anhelos tempranos de dedicarse a la vida espiritual, en las razones que las condujeron a prometer su virginidad, su ser esposas solo de Cristo, sus matrimonios, los acosos y malos tratos que sufrieron, las ayudas que recibieron, etc. También describir sus vidas de esfuerzos y de trabajos, el socorro que prestaron a los pobres y necesitados, sus combates con el enemigo infernal, su rigor ascético, sus meditaciones y visiones espirituales y, desde luego, su capacidad de transmitir por medio de la palabra las experiencias vividas. La oralidad como forma generalizada de transmisión de su pensamiento. En muchos casos, ignorancia para poder escribir; en la mayoría, cautela femenina. Dictar para que otros escriban, una forma sencilla de precisar su pensamiento y de rehuir los peligros con los que podían encontrarse. Y, finalmente, comprender que las beatas no eran seres aislados del tiempo que les tocó vivir. Acercarse, pues, a lo que como mujeres pensaban sobre lo que acontecía en su derredor y a cómo enjuiciaban determinados sucesos del tiempo histórico que les tocó vivir: guerras, problemas de la Monarquía, pugnas populares, etc.
Libres y autónomas, referidos a las beatas, son conceptos que deben limitarse exclusivamente a diferenciar a aquellas mujeres que decidieron voluntariamente no someterse al enclaustramiento conventual. Ello no quiere decir que no estuvieran tuteladas o subordinadas. No se trató de un mundo «sin mediaciones masculinas ni intromisiones eclesiásticas».16 Es evidente que confesores y guías espirituales fueron fundamentales en sus vidas y en muchas ocasiones ellas mantuvieron una absoluta lealtad hacia ellos. Con todo, las beatas defendieron su independencia, pues, aunque siguieran los consejos de aquellos, nadie les impedía que en la privacidad de sus casas llevaran a cabo su trabajo o mortificaran su cuerpo con el rigor que estimaran conveniente. Tampoco nadie les impedía que tuvieran visiones espirituales que, en muchos casos, los confesores aceptaban o escribían. Y, valiéndose de la libertad que disfrutaban, nadie les impedía tampoco ir a una iglesia u otra ni que visitaran o se relacionaran con quien quisieran ni que llevaran a cabo determinadas actuaciones en público o en privado. Incluso supieron aprovecharse de su libertad para cambiar de confesores cuando lo estimaban conveniente, para cambiar incluso su vida espiritual según sus intereses particulares, para conseguir una mayor proyección social. Jugaron a veces con los eclesiásticos para conseguir sus fines y, en algún caso, no dudaron incluso en reprenderles cuando no les gustaban los consejos que les daban.
A pesar de que las vidas de las beatas estuvieron mediadas por los hombres, por los eclesiásticos que giraban en su derredor, por sus estimados confesores; estos, curiosamente, las aceptaron como mujeres ejemplares. Las presentaron como modelos de mujeres espirituales, llegaron a denominarlas madres y maestras suyas y, lo que es más importante para nosotros, decidieron escribir sus biografías, lo que nos ha permitido conocerlas.
Podría argumentarse que la muestra de beatas escogidas para este libro es poco significativa y está hasta cierto punto contaminada por el poco espacio geográfico que abarca, pues la mayoría de ellas fueron beatas valencianas. Es posible que así sea. Pero tras la lectura de numerosas biografías, comenzando por las de Catalina de Siena, Brígida de Suecia, de las que figuran en historias generales, en libros y en artículos de investigación, creemos que los ejemplos aportados son perfectamente válidos y pueden servir como análisis general y como estudio comparativo. En general, el modelo de biografía fue siempre el mismo y, con mayor o menor énfasis en unos detalles o en otros, se repitió en toda la Edad Moderna.17 Incluso la época en que se escribieron no los modificó, pues da igual que se publicaran en el siglo XIV o en el XVI e incluso en el siglo XVIII.18
Cuando tantos ejemplos de mujeres, beatas o no, calificadas de alumbradas, endemoniadas, embaucadoras, heterodoxas, etc., se conocen por haberse publicado sus procesos inquisitoriales, quizás convenga preguntarse si en Valencia no se dieron casos similares a los que se han referido de Andalucía, Extremadura, Castilla y de otros lugares. La respuesta no es fácil, pero hace ya tiempo que intentamos clarificarla al analizar con detalle el tema de los alumbrados en Valencia.19 Por tanto, Valencia no permaneció ajena al ojo inquisidor. También aquí hubo grupos espirituales a los que la Inquisición calificó de alumbrados de modo genérico. Incluso, como podrá verse en las páginas que siguen, en alguno de ellos cobraron un gran protagonismo las mujeres. Más aún, se vieron afectadas incluso algunas beatas, como Margarita Agulló y Francisca Llopis, entre otras, aunque posteriormente ello no fuera óbice para que, pasado el tiempo de las persecuciones contra ellas, consiguieran reconocimiento social y fueran aceptadas como ejemplo de mujeres espirituales.
En cambio, entre los grupos de alumbrados valencianos del siglo XVII y de principios del siglo XVIII se citan los nombres de numerosas mujeres, como Gertrudis Tosca, Josefa Climent, Ángela Ferrer, Isabel N., Paula Arsilla, Margarita Tudela, Margarita Lizondo, Cecilia Navarro, Juana Asensi, etc., que fueron procesadas o se les tomó declaración en la Inquisición. Lo poco que de ellas se sabe muestra que fueron objetivos de clérigos disolutos, abarraganados y solicitadores que, amparados en una supuesta vida de perfección espiritual, lo que hicieron en realidad fue dar rienda suelta a sus pasiones naturales. En algunos casos, los eclesiásticos trastornaron las vidas de estas mujeres, amparados en la supuesta autoridad moral y eclesial que detentaban.20 Estas mujeres citadas no serán ahora protagonistas de nuestro trabajo, pero conviene tener en cuenta que sus casos existieron. Tampoco las beatas que ahora estudiaremos quedaron exentas en algunos casos de la vigilancia de las autoridades eclesiásticas y de la Inquisición.
1 María-Milagros Rivera: «Parentesco y espiritualidad femenina en Europa. Una aportación a la historia de la subjetividad», Santes, monges i fetilleres. Espiritualitat femenina medieval. Revista d’Història Medieval, 2, Valencia, 1991, pp. 30-31.
2 James S. Amelang: «Los usos de la autobiografía: monjas y beatas en la Cataluña Moderna», en Historia y género: las mujeres en la Europa Moderna y Contemporánea, Valencia, 1990, p. 191.
3 «No supone descubrir nada nuevo a los historiadores de la mujer el recordar que, entre las mujeres, las más y mejor estudiadas sean las monjas. Nada extraño tiene: son las mejor documentadas, y sus conventos los que de mejores fuentes disponen. Por otra parte, dada la realidad del sentimiento familiar de las órdenes religiosas, son las que han encontrado más hagiógrafos». Vid., Téofanes Egido López: «La madre Teresa de Jesús, mujer y espiritual en tiempo de Contrarreforma», en Javier Burrieza Sánchez (ed.): El alma de las mujeres. Ámbitos de espiritualidad femenina en la modernidad (siglosXVI-XVIII), Universidad de Valladolid, 2015, p. 27. Aunque las biografías sobre monjas proliferan en la actualidad, para una visión de conjunto véase Ángela Atienza: Tiempos de conventos: una historia social de las fundaciones en la España moderna, Marcial Pons, 2008; José Luis Sánchez Lora: Mujeres, conventos y formas de la religiosidad Barroca, FUE, 1988. En lo referido a las monjas de la América colonial, la bibliografía es extensa; para una visión amplia véase Beatriz Ferrús Antón: Heredar la palabra. Vida, escritura y cuerpo en América Latina, tesis doctoral, Universitat de València, 2005; Andrea Durán Cingleri: La mujer bajo el hábito. Estudio histórico antropológico en torno a la corporalidad en las monjas de la Hispanoamérica colonial, tesis doctoral, León (México), 2015.
4 Álvaro Huerga: Historia de los Alumbrados. I.- Los alumbrados de Extremadura (1570-1582), Madrid, 1978. Ibíd.: Historia de los Alumbrados. II.- Los alumbrados de la Alta Andalucía (1575-1590), Madrid, 1978. Ibíd.: Historia de los Alumbrados. IV.- Los alumbrados de Sevilla (1605-1630), Madrid, 1978.
5 Jesús Imirizaldu: Monjas y beatas embaucadoras, Editora Nacional, 1978.
6 Adelina Sarrión: Beatas y endemoniadas. Mujeres heterodoxas ante la Inquisición siglosXVIaXIX, Madrid, 2003.
7 La existencia de beatas o de mujeres espirituales en la Edad Moderna no es un fenómeno exclusivo de España, sino que se hace extensivo al resto de los países europeos y a la América colonial. Hay una abundante bibliografía sobre ello. Por citar solo dos obras, véase Antonio Rubial: Profetisas y solitarios. Espacios y mensajes de una religión dirigida por ermitaños y beatas laicos en las ciudades de Nueva España, México, 2006, y Susan M. Dinan y Debra Meyers (eds.): Mujeres y religión en el Viejo y el Nuevo Mundo, en la Edad Moderna, Madrid, 2002.
8 Margaret Wade Labarge: La mujer en la Edad Media, Madrid, 1988, pp. 150 y ss.
9 La «analogía beguinas-beatas es señalada por algunas fuentes hispanas, tanto medievales como modernas, sin que prosperase la primera denominación en Castilla, no así en la Corona de Aragón, debido a las connotaciones heréticas que se le habían ido adhiriendo». Véase Ángela Muñoz: Beatas y santas neocastellanas. Ambivalencia de la religión, correctoras del poder (ss.XIV-XVII), Comunidad de Madrid-Dirección General de la Mujer, 1994, pp. 7-8. Para el caso de los beguinos y beguinas de la Corona de Aragón sigue siendo de gran interés la obra de José Pou y Martí: Visionarios, Beguinos y Fraticelos catalanes (siglosXIII-XV), «Estudio Preliminar» de Albert Hauf i Valls, Instituto de Cultura «Juan Gil Albert», Alicante, 1996, pp. 18 y ss. y 130 y ss. También Pedro Santonja: «Mujeres religiosas. Beatas y beguinas en la Edad Media. Textos satíricos y misóginos», Anales de la Universidad de Alicante: Historia Medieval, 14, 2003-2006, pp. 209-228.
10 Véase André Vauchez: Les laïcs au Mogen Age. Practiques et expériences religieuses, Cerf Histoire, 1987, pp. 85 y ss. También Antonio Rubial: «El proceso de fortalecimiento del laico en la vida religiosa llevó, por un lado, a la reforma protestante y, por el otro, a una participación más supeditada a la Iglesia en el mundo católico». Antonio Rubial García: Profetisas y solitarios, ob. cit., p. 12. Pero la Reforma, entendida como un proceso histórico sin adjetivación diferenciada de protestante o católica, cabe entenderla como «el fruto maduro de un largo proceso de movilización de experiencias religiosas que, apoyándose en la primacía de la conciencia, la introspección y el diálogo directo con Dios venían situándose en los límites de la ortodoxia». Véase M.ª José de la Pascua: «Teresa de Jesús, cultura del yo e historia de mujeres», en E. Callado Estela (ed.): Viviendo sin vivir en mí. Estudios en torno a Teresa de Jesús en el V centenario de su nacimiento, Sílex, Madrid, 2016, p. 53.
11 Véase Isabelle Poutrin: Le voile et la plume, Casa de Velázquez, Madrid, 1995, pp. 27-50. También Allyson M. Poska y Elizabeth A. Lehfeldt: «Las mujeres y la Iglesia en la España de la Edad Moderna», en S. Dinan y D. Meyers (eds.): Mujeres y religión en el Viejo y el Nuevo Mundo en la Edad Moderna, ob. cit., pp. 54 y ss.
12 Ángela Atienza López: «De beaterios a conventos. Nuevas perspectivas sobre el mundo de las beatas en la España moderna», Historia Social, 57, 2007, p. 161.
13 También Antonio Rubial estudia a beatas que «vivían fuera de la comunidad, en su casa particular». Véase Antonio Rubial: Profetisas y solitarios, ob. cit., p. 31. En cambio, Ángela Muñoz, respecto a los beaterios, los define «como un lecho receptor de propuestas de vida religiosa alternativas al claustro y como una empresa de creación de espacios estrictamente femeninos. Un proyecto acometido por mujeres que disponían de sí mismas con autonomía y buscaban perpetuar ese autocontrol en marcos vivenciales cerrados a los hombres y con laxos vínculos de dependencia clerical». Véase Ángela Muñoz: Beatas y santas neocastellanas, ob. cit., p. 35.
14 M.ª Helena Sánchez Ortega: Confesión y trayectoria femenina. Vida de la venerable Quintana, Madrid, 1996, p. 129.
15 Cristina Segura Graiño: «La religiosidad de las mujeres en el medioevo castellano», Santes, monges i fetilleres. Espiritualitat femenina medieval. Revista Història Medieval, 2, Valencia, 1991, pp. 55 y 56.
16 Ángela Atienza López: «De beaterios a conventos. Nuevas perspectivas sobre el mundo de las beatas en la España moderna», art. cit., p. 145.
17 Ello no impide reconocer que «cada escritura tiene su tiempo, cada relato se impregna de un espacio, cada texto se gesta en relación con unas condiciones sociohistóricas». Véase Beatriz Ferrús Antón: Heredar la palabra, ob. cit., p. 44.
18 En el caso de las monjas ocurre algo similar: «Por eso todos los relatos de vida presentan una serie de topos comunes: nacimiento en el seno de una familia virtuosa, temprana vocación, ingreso en el convento contra la oposición familiar, frecuentes gracias místicas, envidias conventuales, tentaciones diabólicas…». Véase Beatriz Ferrús Antón: «Mayor Gloria de Dios es que lo sea una mujer… Sor María Jesús de Ágreda y Sor Francisca Josefa de la Concepción del Castillo (Sobre la escritura conventual en los siglos XVI y XVII)», Revista de Literatura, 2008, enero-junio, vol. LXX, núm. 139, p. 35.
19 Véase Francisco Pons Fuster: Místicos, beatas y alumbrados, Valencia, 1991.
20 Un análisis más detallado del tema de la solicitación puede verse en la obra recientemente publicada de Albert Toldrà Vilardell: Per la reixeta. Sol·licitació sexual en confessió davant la Inquisició de València (1651-1819), PUV-Universitat de València, 2017. También en Stephen Haliczer: Sexualidad en el confesionario. Un sacramento profanado, Madrid, 1998.
I. BEATA. UN MODELO DE MUJER
La imagen que socialmente se tiene hoy de beata es la de una mujer que frecuenta la Iglesia y que mantiene una estrecha relación con eclesiásticos, sean clérigos o frailes. Incluso, si se avanza un poco más en su caracterización, se vislumbra una mujer enlutada o que viste un determinado hábito, dada al chismorreo y casi siempre destacada en los oficios religiosos. En este estereotipo no cabe en un principio imaginar a una mujer joven y agraciada, pues cuadra más el de una mujer mayor, soltera o viuda, ajada por la vida y a la que esta poco o nada puede aportarle y que como alternativa se refugia en la Iglesia y en las múltiples celebraciones y ceremonias de cada día: novenas, rosarios, misas, etc. Pero este estereotipo o tipología de beata, transmitido, como veremos, en gran medida por el anticlericalismo del siglo XIX y su carga misógina, no se ajusta del todo a la realidad histórica, pues muchas beatas fueron mujeres jóvenes que desde temprana edad optaron por vivir una vida diferente y decidieron permanecer vírgenes, pues no contemplaban para ellas otro matrimonio que el espiritual, consagrando así su virginidad a Jesucristo.
El estereotipo pervive hoy, pues todavía existen beatas,1 y se ha mantenido casi inalterable a lo largo de los siglos. Tampoco se ha modificado en exceso su valoración social, pues en general persiste una percepción negativa de las beatas. No obstante, sí que han cambiado, aunque tampoco demasiado, las razones argüidas para justificar su descrédito. Por otra parte, el hecho de que también existieran beatos, aunque se aluda históricamente poco a ellos, ha permitido cargar las tintas del descrédito social con una evidente motivación de género, pues las beatas lo han sufrido por ser mujeres y por intentar como tales subsistir en una realidad social y religiosa básicamente constituida por los hombres, sean estos eclesiásticos, inquisidores, ilustrados, anticlericales, etc.
La historia de las mujeres ha estudiado de modo exhaustivo el papel de la mujer en la religión en cuestiones tan importantes como la escritura, el lenguaje de la corporalidad, las políticas de santidad, etc. No obstante, ahora, para comprender mejor la imagen social negativa que ha pervivido sobre las beatas, aunque sea tangencialmente, aludiremos a algunos trabajos que han centrado el debate en torno a dos conceptos: la feminización de la religión y la secularización, dependiendo del mayor o menor influjo que ejerza sobre los historiadores su formación o dependencia de la historia social o de la historia cultural.2 De forma sintética, los investigadores pensaban que con la modernidad, a partir del siglo XVIII, se habría iniciado un proceso de secularización generalizado que en España tuvo sus rasgos peculiares. Sin embargo, los estudios referidos al siglo XIX, centrados en la historia social y con metodología preferentemente cuantitativa, mostraban que «el cristianismo decimonónico adquirió un carácter más femenino que en siglos anteriores», cuya causa cabía atribuir a fenómenos como «el aumento de la práctica religiosa entre las mujeres», mayor número de mujeres «en el seno de la estructura eclesiástica» y presencia de ciertos rasgos de una piedad más femenina, así como «la vinculación discursiva de la mujer con la religión». Todo ello hizo que se aludiera a un proceso de feminización de la religión, si nos atenemos al mayor cumplimiento de las mujeres con los actos litúrgicos básicos, como el cumplimiento pascual o la asistencia a misa.
La tesis de la feminización de la religión fue cuestionada al ponerse en duda la afirmación de la mayor religiosidad de las mujeres, dejarse de lado a los hombres y considerar otros factores no estrictamente religiosos como la ambición de las mujeres por hacer una carrera profesional, huir de una vida matrimonial poco grata y, sobre todo, el hecho de que la mujeres tuvieran una mayor presencia en los actos religiosos, lo que no era estrictamente una novedad, pues podía remontarse incluso a la Edad Media y había tenido continuidad en los siglos posteriores. Por otra parte, otras investigaciones evidenciaban que desde el siglo XVII las mujeres habían sido mayoritarias en todas las confesiones religiosas estadounidenses y que lo que se produjo en el siglo XIX fue simplemente un incremento de esta presencia mayoritaria de las mujeres en detrimento de los hombres.3 Desde este punto de vista, si la tesis de la feminización religiosa surgió «como respuesta a la teoría clásica de la secularización» por el simple hecho de que «la religión había resistido a la modernidad» gracias a las mujeres, ahora se invirtió el planteamiento, pues la tesis de la feminización religiosa «confirmaba la teoría de la secularización» y «la religión había quedado reducida durante la modernidad en la esfera privada y femenina, considerada de menor importancia al compararla con la esfera pública, secular y masculina».
En el caso específico de España, a pesar «de los fuertes embates sufridos por la iglesia católica durante la revolución liberal», esta mantuvo su posición de privilegio durante gran parte del siglo XIX, pues continuó siendo la religión oficial y contó con escasa competencia de otras confesiones religiosas. Sí que es verdad, en cambio, que la religión y la Iglesia católica española tuvieron en este siglo en el liberalismo progresista y republicano a sus mayores enemigos por el peso del anticlericalismo en estas opciones políticas. Y, precisamente, las mujeres en general y más particularmente las beatas fueron objetivo singular de los ataques anticlericales a finales del siglo XIX y principios del siglo XX al considerarse la facilidad con que eran subyugadas por el clero debido a su «carácter débil y crédulo», a su falta de educación y a ser propensas a la superstición y el fanatismo.4 De este modo, el anticlericalismo de los republicanos y de otros sectores de la izquierda ofrecía, sin pretenderlo o conscientemente, una imagen «dicotómica» con connotaciones de género, pues en su defensa del laicismo vinculándolo «al progreso, al triunfo de la razón, de la secularización y la modernidad, ideas de raíz ilustrada que sistemáticamente se atribuían al hombre en el pensamiento liberal», lo oponían a la tradición, la Iglesia y el clericalismo, valores que se asociaban más a las mujeres.5
La mayoría de los artículos de la prensa anticlerical les pedían a las mujeres que se liberaran del yugo clerical y que educaran a sus hijos «en los ideales de la modernidad». Incluso en el hogar, lugar reservado específicamente a la mujer, «según el principio de la división de esferas típico de la sociedad burguesa», la única voz que influía no era la del marido sino la del confesor, pues este ejercía un control moral sobre aquel, «a través de la esposa en cuestiones relacionadas con la intimidad sexual de la pareja y la educación de los hijos».6
No todas las mujeres sufrían por igual la crítica anticlerical, pues solo aquellas que por sus estrechos contactos con el clero adquirían la condición de beatas eran sobre las que específicamente cargaba de modo sistemático y negativo «el discurso republicano».7 Estas, presentadas como «devotas caracterizadas por sus desmedidas inclinaciones religiosas», personificaban «los aspectos negativos y estériles de una religión excesiva, hipócrita y artificial, fijada en las apariencias, en los formalismos y en las devociones exageradas». Incluso se les atribuían perfiles de crueldad y de comportarse «despiadadamente con sus allegados», fundamentándose su beatería en la sublimación de «desdichas vitales» como matrimonios desgraciados. En otras caracterizaciones se las presentaba como mujeres sexualmente insatisfechas y reprimidas, pero capaces de superar su tara al tener la posibilidad de «conocer el amor-pasión por un hombre».
A finales del siglo XIX, la crítica anticlerical republicana adquirirá una nueva dimensión, al ser consideradas las beatas como amenaza para las identidades políticas y de género construidas por los republicanos. Según María Pilar Salomón, el hecho de que existiera un debate en la esfera pública sobre los derechos de las mujeres, que estas tuvieran mayores posibilidades educativas o profesionales, o que llegaran aquí los ecos sobre las actividades del feminismo internacional o los logros profesionales de algunas mujeres en el extranjero, influyó «en algunos argumentos que se manejaban por entonces para criticar a las beatas, en la medida que interpretaban sus actividades fuera de casa como una forma de cuestionar el modelo de domesticidad y como una amenaza para las identidades políticas y de género construidas por los republicanos».8
De misoginia y antifeminismo cabe hablar, según la autora antes citada, a la hora de aludir a las feroces críticas de que eran objeto las beatas, representadas como mujeres «simples», «bobas», «malas madres», que engañaban a sus maridos para huir con algún eclesiástico. Incluso se las caracterizaba de modo específico como mujeres altas y delgadas, chismosas y soplonzuelas, roñosas, de comunión diaria, madres desnaturalizadas que abandonaban a sus hijos… También eran objeto de imágenes referidas a su sexualidad dependiendo de si eran viejas o jóvenes; seres, en definitiva, objetivo «sexual pasivo del cura», o caracterizadas por ser fogosas y libidinosas. Por tanto, se cuestionaba su «autonomía espiritual e intelectual» como mujeres. Y, en cuanto al antifeminismo, si bien pueden existir recelos a la hora de plantear esta cuestión, ya que las beatas «no fueron un símbolo de la lucha feminista», puede aludirse no obstante a ello, al atribuirles las críticas contra las beatas comportamientos «que rompían con la imagen de mujer débil, sumisa, pasiva y piadosa en extremo, para representar la de una mujer más activa, incluso desde el punto de vista sexual, con dotes organizativas y típicamente masculinas y situada al lado del enemigo clerical».9
De un modo u otro, las críticas anticlericales de finales del siglo XIX y principios del siglo XX contra las beatas reforzaban el estereotipo social que de ellas existía y lo trasplantaban. No obstante, entre tantos calificativos negativos que contra las beatas se lanzaban conviene retener aquellos que aludían a la amenaza que estas mujeres planteaban para el orden social por las actividades que llevaban a cabo fuera de sus casas, por su estrecha relación y frecuente trato con los hombres, aunque fueran eclesiásticos, y porque, con su forma de vida, estaban cuestionando el modelo de domesticidad femenina propio de la época. No debe olvidarse tampoco la autonomía espiritual e intelectual de que hicieron gala, a pesar de la dependencia y aparente sometimiento que mantenían con los hombres eclesiásticos, ya fueran confesores, maestros o guías espirituales de ellas.10
A finales del siglo XVII y a lo largo del siglo XVIII las ideas de la Ilustración inician la modernidad; si bien, en el caso de España, la Ilustración tuvo características peculiares, pues no significó una alteración del modelo de organización social vigente,11 ni tampoco posibilitó cambio alguno en el modelo religioso.12 Es evidente que algunos ilustrados se plantearon la necesidad de una reforma de la Iglesia, de acabar con una forma de religiosidad exterior y formalista donde tenía cabida todo tipo de devociones, algunas de ellas respaldadas en muchos casos por las autoridades, y propias de una sociedad donde imperaba todo tipo de supersticiones. Pero los ilustrados españoles, muchos de ellos católicos practicantes, no fueron anticlericales, aunque aludieran al excesivo poder del clero y culparan a los religiosos del fomento de la superstición.13 Por tanto, no modificaron los planteamientos religiosos ni alteraron en este sentido la relación que las mujeres mantenían con la Iglesia. Incluso se percibe una continuidad en los planteamientos que venían desde tiempo atrás, sin importar demasiado si estas mujeres eran monjas o simplemente beatas.
En una sociedad totalmente sacralizada, donde el mundo eclesiástico estaba dominado por los hombres desde las más altas jerarquías hasta el más humilde beneficiado de alguna parroquia o un simple lego conventual, las mujeres ocupaban un espacio reducido. Así, utilizando las cifras aportadas por Domínguez Ortiz referidas al año 1747 y eliminando de ellas las referidas a colegios y hospitales, se constata que de un total de 165.663 personas que componían la estructura eclesiástica española solo un 20,14 % eran mujeres.14 Es decir, monjas reducidas mayoritariamente al silencio al ser forzoso su enclaustramiento. Pero si se acepta como veraz el fenómeno de la feminización religiosa específico del siglo XIX, que comporta una mayor presencia en la Iglesia de las mujeres que de los hombres en los actos religiosos, en el siglo XVIII, el porcentaje anterior referido a las mujeres debería incrementarse bastante y en él cabría incluir a las beatas, pertenecieran estas a Terceras Órdenes o simplemente fueran mujeres que mantenían un vínculo estrecho con la Iglesia. Por otra parte, la imposibilidad de cuantificar el número de beatas no impide tener en cuenta otro hecho: el número excesivo de mujeres que habitaban en los conventos se convertía en una barrera para que otras mujeres pudieran entrar en ellos. No obstante, también conviene dejar claro que muchas beatas en ningún caso se plantearon enclaustrarse y prefirieron vivir más libremente, a pesar de las dificultades con las que a veces se encontraron por haber optado por esta forma de vida.
En el siglo XVIII se produjo un claro movimiento en defensa de las mujeres y de la igualdad de los sexos en el que participaron desde religiosos como Benito Feijoo, escritores como Cadalso, Moratín, Jovellanos, López de Ayala y mujeres escritoras como Josefa Amar o Inés Joyes…15 No obstante, en el ámbito religioso se dieron pocos cambios y se siguió proyectando el mismo modelo de mujer de los siglos anteriores, incidiéndose, por una parte, en las vidas de santidad o de excepcionalidad de algunas mujeres, o arremetiendo contra ellas y culpándolas de los males que aquejaban a la humanidad desde el original pecado de Eva.
En cuanto a las vidas de santidad de las mujeres, los biógrafos que escribieron en el siglo XVIII mantuvieron el mismo estereotipo de mujer de los siglos anteriores, fueran estas mujeres monjas o beatas. Las razones que impulsaron a los hombres a escribir las vidas de estas mujeres fueron diversas: propiciar procesos de santidad, cumplimiento de promesas, encargos con el fin de prestigiar a una determinada fundadora o a la orden religiosa a la que perteneciera, favorecer una nueva institución religiosa con la excusa de que sus miembros fueron los que avalaron la santidad de vida de alguna mujer. Así, la vida de la beata Gerónima Dolz fue escrita por el jesuita Blas Cazorla en 1744 en cumplimiento de un voto; la de la beata Luisa de Carlet en 1749, por José Ortí y Mayor por encargo del Oratorio de san Felipe Neri; la de la monja Gertrudis Anglesola en 1743 por José Ortí y Mayor, por encargo del monasterio de la Zaidía de Valencia; la de Josefa de Santa Inés (beata de Benigánim) en 1715 por Tomás Tosca, para auspiciar su proceso de santidad, y la de Beatriz Ana Ruiz en 1744 por fray Tomás Pérez, para prestigio de la orden mercedaria en la que ella estaba integrada como beata. Todas fueron escritas en el siglo XVIII, cuando supuestamente las ideas de la Ilustración habían ya permeabilizado a determinados sectores de la sociedad española y cabría pensar que los modelos de mujeres espirituales heredados de las centurias anteriores podrían dar paso a otros modelos de mujer. Tampoco resulta descabellado pensar que con la publicación de estas biografías de mujeres espirituales se pretendiera suministrar a la sociedad de la época un modelo de mujer determinado. Una mujer devota, sumisa, siempre sujeta a confesores, alejada de celebraciones festivas, de bailes, del teatro, del carnaval, etc.
Los biógrafos de las mujeres fueron siempre hombres y para construir sus vidas se valieron de los escritos de otros hombres, fueran confesores o guías espirituales que fueron anotando o recopilando noticias sobre ellas. En aquellas es fácil descubrir a mujeres que fueron capaces de mantener su independencia personal, su autonomía en la forma de comportarse, su libertad de movimientos, su capacidad para hacer creíbles sus experiencias espirituales, su juego particular con los intereses de los hombres, su voluntad de ser protagonistas de sus propias vidas sin aceptar las injerencias de los otros, etc. Ideas similares a las que anteriormente hemos visto se destacaban de las beatas a finales del siglo XIX y principios del siglo XX y, donde también ahora, en el siglo XVIII, se las miraba con recelo por la supuesta amenaza que planteaban para el orden social y religioso establecido. A pesar de todo conviene no perder de vista que el supuesto protagonismo de estas mujeres, aunque era importante para la época y evidenciaba la visibilidad social que algunas consiguieron, quedó circunscrito en muchos casos al ámbito de lo privado y, por tanto, no consiguieron alterar el espacio público del poder religioso que prosiguió detentado por los hombres.
La eclosión de mujeres espirituales, de beatas, se produjo en España en los siglos XVI y XVII. Una de las razones que la impulsaron fueron los procesos de reforma que se llevaron a cabo en el siglo XVI en determinadas órdenes religiosas, sobre todo en el seno de los franciscanos. También influyó la aparición de nuevas órdenes religiosas como, por ejemplo, los jesuitas o los carmelitas descalzos. Y no menor importancia ejerció el magisterio de personajes singulares: Luis de Granada, Juan de Ribera, Pedro de Alcántara, Teresa de Jesús y Juan de Ávila y sus discípulos, etc. Finalmente, también la difusión de la reforma luterana mostró su capacidad de cautivar a las mujeres en determinados círculos andaluces y castellanos.
El protagonismo de las mujeres en el mundo religioso supuso un evidente peligro sobre el orden establecido, y determinados sectores del mundo eclesiástico buscaron con ahínco la forma de cercenarlo, utilizando para ello su descrédito basado casi en exclusividad en un argumento simple: eran mujeres, mujeres ignorantes y sin letras, mujercillas y, por tanto, seres incapaces por su propia condición femenina de arrogarse cualquier protagonismo en materia espiritual; es más, la Iglesia las condenaba al anonimato y al silencio al prohibirles el uso de la palabra en materia doctrinal. Todas las cautelas que se adoptaron fueron vanas, incluida la rigurosa intervención del Santo Oficio, para tratar de callarlas.
La nomenclatura masculina que las define es bien expresiva antropológicamente: «mujercillas», «manadas», «brujas santas», «hembras sacerdotisas», «boberías de mujeres», «señoras de falsas devociones», «gente de muy poco talento de virtud», «éstas tales», «una de éstas», etc. inician la lista de palabras y modos de referencia en la que los términos despectivos alternan con diminutivos irónicos y con el sarcasmo del contrapunto para desvalorizar a las mujeres. «Ciertas mujercillas» que «buscan cosas más altas» de su «estado y saber» no se dan cuenta de que arrobos y visiones no son para ellas; los éxtasis no van con «personas de flaca complexión como lo son las mujeres». «Para mis oídos» confiesa un fraile conocido «fue cosa muy escandalosa ver que una gente simple y de tan poco uso en las cosas de virtud tuviesen señales tan poderosas de santidad». Sorprende a los doctos «la señora beata y… la mujercilla que se olvida de la rueca, para presumir de leer en san Pablo»; «que las mujeres tomen su rueca y su rosario y no curen de más devociones», etc.16
Las prevenciones sobre las beatas, sobre las mujeres que pretendían con su forma de vida religiosa y espiritual adquirir protagonismo en la Iglesia y en la sociedad, existieron siempre. Incluso ni las mujeres reconocidas oficialmente por la Iglesia, como santa Catalina de Siena, se libraron de ellas. En España, las denuncias contra estas mujeres fueron frecuentes en los siglos XVI y XVII. A los ejemplos más conocidos de Isabel de la Cruz entre los alumbrados castellanos de 1525 o de María de Santo Domingo (beata de Piedrahita),17 por citar solo dos, casos de las mujeres que fueron protagonistas en los grupos protestantes de Sevilla y Valladolid,18 habría que añadir el numerosísimo grupo de mujeres, de beatas, que hubo en Extremadura cuando comenzaron la pesquisas del dominico fray Alonso de la Fuente en 1570 y que tuvieron continuidad en Andalucía (Úbeda y Baeza sobre todo) entre 1575-1590 y en Sevilla entre 1605-1630.19 También en el siglo XVII los trabajos de Adelina Sarrión sobre el tribunal de la Inquisición de Cuenca muestran la presencia de numerosas beatas.20 En Extremadura, algunos testimonios aluden a miles de mujeres beatas, cifra verosímil pues, según otras fuentes, solo en la ciudad de Baeza se afirma que había dos mil beatas, «una plaga de beatas».21
Las beatas, las mujeres espirituales, de hacer caso a las fuentes y a las interpretaciones de algún investigador, fueron una auténtica plaga a lo largo de la historia, una «de las constantes más endémicas de la espiritualidad cristiana». Un mal endémico no se sabe bien si por el hecho de ser beatas o simplemente por ser mujeres espirituales singulares en un mundo dominado por los eclesiásticos. Con todo, mal endémico, porque en unos casos «se trataba de neurosis agudas», ya que al producirse «en sujetos de aguda sensibilidad religiosa, los síntomas daban pie a juicios disparatados, y a remedios más disparatados aún», y en otros casos «se trataba de simple vanidad femenina, que explotaba un ambiente social propicio a lo maravilloso y estupendo». En el fondo, eran mujeres «ociosas», «santas superfluas», siempre en la órbita de algún clérigo, «vestidas de sayal», que «si no escalaban verticalmente el cielo, ganaban callejeando el pan de cada día».22
Cualquier mal endémico, y las beatas eran una plaga, había que arrancarlo de raíz o someterlo. Uno de los medios utilizados fue desacreditarlo, y en este sentido una posibilidad era la de equiparar el nombre de beata al de alumbrada. De este modo, si alumbrada era equivalente a persona incursa en la herejía del alumbradismo, las beatas fácilmente se convertían también en herejes.
Las beatas se convirtieron en un problema a finales del siglo XVI para la propia Inquisición por dos razones fundamentales: porque eran mujeres «y andan en hábito de beatas y viven como tales» y porque lo hacían «sin estar en comunidad y clausura, y que algunas de ellas dan obediencia a algunas personas». Por tanto, eran mujeres que escapaban al control de la jerarquía eclesiástica por la forma peculiar con que vivían su religiosidad. Alteraban con su forma de vida el orden religioso. De momento, la propia Inquisición, escamada por el fenómeno, pidió en 1575 consejo a todos los tribunales de distrito sobre el modo de acometer el tema de su proliferación.
Y porque se entiende que de permitirse lo susodicho se ha seguido y siguen algunos inconvenientes y adelante podrían resultar otros mayores, si no se remediasen con tiempo, consultado con el Reverendísimo Señor Inquisidor General, ha parecido que vosotros, señores, nos aviséis qué inconvenientes resultan de permitir que las dichas mujeres anden en el dicho hábito de beatas sin estar encerradas y de que vivan en casas de por sí y apartadas de la comunidad y dar la dicha obediencia como lo hacen, y si sería bien prohibir esta manera de vivir, y qué orden os parece se podría tener para ello, para que, visto vuestro parecer, se provea del remedio que más convenga.23
El 17 de diciembre de 1575, los inquisidores de Sevilla respondieron a la circular del Consejo de la Inquisición. Para ellos se podían diferenciar tres géneros de beatas. Las que pertenecían a alguna Tercera Orden llevaban hábito recibido de sus prelados y hacían profesión y promesa de obediencia. Otras vestían hábito sin haberlo recibido de nadie, por lo tanto por voluntad propia, sin estar sometidas a nadie por voto de obediencia. Finalmente, las que vistiendo hábito o un simple vestido honesto prometían obediencia a sus confesores o a otras personas eclesiásticas. Los tres tipos de beatas referidos vivían en sus casas sin pertenecer a ninguna comunidad y sin estar sujetas a clausura.24
Al menos formalmente, las beatas no planteaban más problemas que el de ser mujeres que dedicaban parte de su vida a la religiosidad y que vivían con una gran libertad y autonomía. Incluso, como refieren los inquisidores, muchas estaban sujetas a los prelados de la Tercera Orden a la que pertenecieran o a sus confesores. Por tanto, eran ellos los encargados de guiarlas espiritualmente y los que les facilitaban, dada su virtuosa forma de vivir, el acceso a la comunión frecuente. Pero, por encima de todo, los inquisidores detectaban un grave problema: las beatas eran mujeres que vivían solas en sus casas sin estar sometidas a clausura, y esto es lo que las hacía singulares, pues con su forma de vida escapaban al control de la jerarquía eclesiástica. Eran mujeres libres, que de modo libre optaban por vivir como beatas, y ello provocaba miedo en los hombres, en los eclesiásticos, pues alteraban con su comportamiento el orden social y religioso; por tanto, era necesario someterlas a clausura.
Los inquisidores sevillanos no se detuvieron solo en perfilar los tres géneros o tipos de beatas, sino que quisieron también dar su opinión sobre su modo de vida y lo que habría que hacer con ellas.
De las primeras reconocían que la mayoría «viven honesta y religiosamente», aunque destacaban el hecho de «vivir fuera de clausura y comunidad». Y añadían, apelando a su experiencia, que las beatas
de ordinario andan vagando por los pueblos donde moran, con más soltura que las otras mujeres de su cualidad, y por traer aquel hábito se atreven a entrar y salir donde les parece; y algunas veces con escándalo y no buen ejemplo, dejan el servicio de sus padres y cuidado de sus casas; y muchas de ellas se atreven a comulgar cada día, y algunas veces no con aquella reverencia que conviene. Y como todo esto [lo] hacen con título y nombre de santidad y religión, nadie se atreve a impedírselo.25
Como remedio a esta forma de vivir, los inquisidores recordaban el motu proprio de Pío V de 1566, que ordenaba que los obispos y prelados, «con mucho cuidado», procuraran que las beatas terceras y otras mujeres beatas se recogieran a vivir en comunidad y clausura haciendo voto y profesión solemne, es decir, que vivieran como monjas. Y que se evitara dar el hábito de beata a cualquier mujer que no quisiera adoptar esta forma de vida. Lo mismo cabría hacer con las beatas que por su propia iniciativa se vestían con hábito de beata. Pero era el tercer género de beatas el que más preocupación generaba:
El tercer género de estas beatas, que prometen la obediencia a personas particulares, parece que no se deben en manera alguna permitir, porque se entiende que es invención de los Alumbrados de este tiempo, que con esto substraen a las hijas del servicio y obediencia de sus padres, y a las mujeres de sus maridos, y se las traen perdidas tras de sí y no las permiten hacer cosa alguna sin su licencia, ni las dejan confesar con otros; y tienen y hacen de ordinario muchas cosas, al parecer supersticiosas. Y por ser este modo de vivir nuevo, no usado antes de ahora en la Iglesia, no carece de sospecha de que es invención del demonio y de hombres vanos que, con sombra de santidad y religión, quieren ser servidos y obedecidos de mujeres simples, y aun de que por aquí tendrán entrada para otras deshonestidades y torpezas, como en algunos se ha visto por experiencia. Y así parece que convendrá prohibir que de aquí adelante no se hiciesen ni recibiesen semejantes votos de obediencia y, de los hechos, las absolviesen.26
El protagonismo de las mujeres en el ámbito religioso, perceptible en su proximidad a los eclesiásticos, sus reiteradas confesiones, sus anhelos por trasgredir los impedimentos que se les imponían para la comunión frecuente, sus devociones particulares, sus ansias por conseguir una mayor perfección espiritual, es un rasgo característico de los siglos XVI y XVII. Y, como afirma Sánchez Lora, ese protagonismo fue contemplado siempre con recelo y cautela por las autoridades eclesiásticas porque escapaba a su control. Pero no solo era un problema religioso, sino que también lo era social, «porque, ¿qué mayor transgresión del orden fundado en la supremacía indiscutible de la masculinidad y docilidad femenina que una mujer sin dueño, que no acepta ninguna de sus funciones tradicionales (esposamadre, prostituta-religiosa) y se encumbra a la categoría de maestra de espíritu, de sacerdote incluso?».27
No vamos a incidir, porque no hay datos cuantitativos fiables para ello, en si en los siglos XVI y XVII nos encontramos ante un proceso de feminización de la religión. Es posible que así fuera dada las referencias al excesivo número de beatas que existían y a lo que entrevemos sucedía con el resto de las mujeres. En todo caso, el hecho incontrovertible es que las beatas plantearon en estos siglos un problema de orden social y religioso por su modo de vivir la religiosidad. Y, aunque estaban sujetas a clérigos y muchas de ellas por su voto simple y por su profesión a los religiosos de la Tercera Orden a la que pertenecieran, su modelo de vida libre y su autonomía de movimientos generaba muchos problemas a los que como única alternativa se propuso encerrarlas, enclaustrarlas y cercenarles las libertades de las que gozaban. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos que se hicieron, y a los que después aludiremos, las beatas consiguieron subsistir y su forma de vida perduró y todavía perdura hoy en día.
Habría que hacer hincapié también en otro hecho. Las descalificaciones que contra las beatas se hicieron desde el anticlericalismo de finales del siglo XIX y principios del siglo XX son similares a las que contra ellas se lanzaban en los siglos XVI y XVII, aunque, lógicamente, no cabe hablar de anticlericalismo referido a la Edad Moderna. No obstante, es importante reseñar que en una época y en otra el uso de los descalificativos contra las beatas mantuvo la misma tendencia misógina. Por tanto, apelativos como mujeres simples, mujercillas, «pobres beatas», mujeres que abandonan a sus padres, que negaban la obediencia a sus maridos, sujetas a confesores, «flacas de salud», con «síntomas de desequilibrio neurótico agudo», sensuales, mujeres ociosas, santas superfluas, etc., se repiten en una época o en otra, si bien las razones que las impulsan cambian, aunque lo que no cambió en modo alguno fue el hecho de que se trataba de mujeres, de beatas.
Finalmente habría que apelar todavía a otro dato. A pesar de los procesos contra protestantes, alumbrados y otras herejías a las que queramos aludir o a otros tipos de comportamientos en los que pudiera intervenir la Inquisición y que se produjeron en los siglos XVI y XVII, el número de mujeres encausadas y condenadas por el Santo Oficio fue insignificante, si lo comparamos con el número de hombres que fueron procesados por estos motivos. Pero