Beguinas. Memoria herida - María Cristina Inogés Sanz - E-Book

Beguinas. Memoria herida E-Book

María Cristina Inogés Sanz

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Las beguinas fueron mi´sticas absolutamente originales, capaces de desarrollar un pensamiento teolo´gico ine´dito, cuyo centro es el alma que busca a Dios a trave´s de un incesante dia´logo amoroso, dirigido simplemente a sen~alar el proceso que siguen todos aquellos que emprenden un camino espiritual, «porque Dios Amor no exige nada para darlo todo, y que lo mejor para el alma es aniquilarse en Dios». No eran bien vistas por dos motivos: en primer lugar, se las consideraba un peligro, porque intelectualmente eran superiores a gran parte de la poblacio´n y del propio clero; y tambie´n porque se dedicaban al cuidado de la gente ma´s desfavorecida sin pedir nada a cambio; eran humildes y sencillas. Esto despertaba un sentimiento de miedo y rechazo en la sociedad medieval del momento, que estaba marcada por el cambio radical de la Iglesia, que habi´a evolucionado desde la defensa de la ayuda al pro´jimo hasta la Iglesia perseguidora de infieles y herejes, que se sustentaba en el poder de la Inquisicio´n -y de la poca cultura de la gente-.

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A Carmen Saldaña y Pili Villacampa,

mis amigas.

A las mujeres que crearon Manos Unidas.

A las seguidoras que continúan con su gran labor.

A los seguidores que se han incorporado en los últimos años.

Gracias, porque hacéis posible que el espíritu beguino

PRÓLOGO

En su defensa apasionada de la mujer, nuestra autora nos abre una ventana insospechada, sorprendente, y nos ofrece la posibilidad de mirar la historia con esta memoria herida de las beguinas.

La oportunidad de prologar este libro de María Cristina Inogés Sanz ha sido una verdadera «invitación de boda». El mundo de las beguinas –y los begardos– ha ejercicio siempre una fascinación especial en nosotras como mujeres, aun sin haber tenido todavía la oportunidad de visitar un beaterio y hacer al mismo tiempo una especie de «peregrinación espiritual» a estos lugares donde vivieron y respiraron el Espíritu, mujeres de excepcional cultura teológica y humanística.

Este vacío ha sido parcialmente llenado por este libro –no suple la visita al lugar– en el que la autora hace un estudio preciso y profundo de la vida y espiritualidad de las beguinas, que con sus escritos, muchas veces llenos de poesía y «amor cortés», pero no solo de ello, dieron al siglo en que vivieron un testimonio claro y verdadero de su influencia cultural y mística, que también se proyecta en siglos siguientes, dejando abierto un camino de reflexión sobre la presencia de las beguinas en el siglo XX y en el actual.

Con su habitual maestría al narrar, Cristina Inogés Sanz nos va introduciendo en un relato fascinante que se remonta al siglo XII, en Flandes, cuando unas mujeres cristianas decidieron agruparse para vivir juntas su deseo de entrega a Dios y a los más necesitados. Lo hicieron fuera de las estructuras de la Iglesia, a la que acusaban de no reconocer los derechos de las mujeres.

La autora nos descubre un beaterio, y en él las casas donde vivían aquellas mujeres, a la vez que la actividad que desarrollaban. El muro que rodeaba el beaterio no era una señal de encierro, sino un signo revolucionario, ¿de qué manera? Porque impedía que su forma de vida fuera institucionalizada. Optaron por vivir de tal forma que no era una existencia pacífica la suya, sino un tanto turbulenta, simple y sencilla, pero con una fuerte carga vital, porque decidieron seguir los planes de Dios transgrediendo las leyes de los hombres eclesiásticos.

Cristina, deseosa de seguir la investigación y llevada por su afán de conocer y dar a conocer muchos más datos, afirma que las beguinas siguen existiendo, también en el siglo XX, aunque ya no vivan en beaterios. Un recorrido fascinante que atrapa e invita a seguir, situándonos como punto de partida en la sociedad de la Baja Edad Media, época muy movida y colorista, y que nos lleva a la Iglesia y a los monasterios, llenos de vida, con diversas actividades: orar, estudiar, trabajar; la disciplina monástica da lugar a una vasta cultura donde las luces y las sombras también se mezclan.

En los siglos XII y XIII se dieron algunas injerencias civiles en el gobierno de la Iglesia, y esta se reafirmó en un clericalismo que desplegó todo un espacio de poder que no era aceptado de manera unánime. La jerarquía eclesiástica se convirtió en garante de qué formas de conocimiento eran ortodoxas y cuáles heterodoxas.

La autora, de hecho, ve un vínculo claro «afectivo» y «efectivo» entre estas pioneras medievales y las mujeres de hoy. Y por lo tanto escribe: «El oscuro siglo XX y, por lo que parece, el no más claro siglo XXI son escenarios muy similares a los que sirvieron de fondo a las beguinas que iniciaron el movimiento en la Baja Edad Media». Es decir, que la mujer del mundo contemporáneo, por brutal que parezca esta afirmación, sigue sufriendo las mismas injusticias, la misma violencia física y psicológica y las mismas obligaciones de silencio en muchos países. Las beguinas, personas valientes, capaces de atreverse donde otras no podían o querían, ayudaron a otras mujeres a incrementar su formación y creatividad con gran libertad, en una sociedad absolutamente patriarcal, machista –aunque el término no se conocía en la época– y clerical.

Las beguinas fueron místicas absolutamente originales, capaces de desarrollar un pensamiento teológico inédito, cuyo centro es el alma que busca a Dios a través de un incesante diálogo amoroso, dirigido simplemente a señalar el proceso que conlleva a todos aquellos que emprenden un camino espiritual, «porque Dios Amor no exige nada para darlo todo, y que lo mejor para el alma es aniquilarse en Dios».

Algunas de ellas presentan la figura de Dios y de Cristo en clave abiertamente femenina, como Juana de la Cruz –Juana Vázquez Gutiérrez–, quien muy probablemente había leído los escritos de san Anselmo (1033-1109), el iniciador de la devoción a «Jesús, nuestra madre», retomada más tarde de manera especial por Juliana de Norwich y antes por Margarita d’Oingt y Matilde de Helfta 1.

Pero mientras los hombres podían permitirse la libertad de pensar en todos los campos del conocimiento, las mujeres que lo hacían eran perseguidas, incluso quemadas como brujas. La historia de Margarita Porete es emblemática y sintomática de cuánto y cómo eran incómodas las beguinas para la Iglesia de la época, que no escatimó acusaciones de todo tipo –absolutamente infundadas– contra estas mujeres cuyo único pecado era amar demasiado a Dios y al prójimo. Esto, al final, significó ser beguina: dedicar la vida al servicio al prójimo y al amor.

Las beguinas también estuvieron presentes fuera de las fronteras del norte de Europa, concretamente en la España de los siglos XV y XVI –incluso antes–, entre Zaragoza, Toledo, Ávila y Madrid. Se presentan como una avanzada del humanismo y tuvieron que sufrir las consecuencias de la Inquisición española, que, en muchos casos, las identificó con «los alumbrados».

Y, en este sentido, la cuestión es si la gran santa de Ávila, Teresa, conoció algunos de los escritos de las beguinas. De hecho, existen similitudes entre la obra de Beatriz de Nazaret Siete modos de amor y el Castillo interior que sugieren que Teresa de Ávila bebió del gran pozo de la mística y espiritualidad de las beguinas. Pero Cristina Inogés Sanz no lo duda tanto como para afirmar que «mucha de la fuerza de las beguinas quedó plasmada en sus escritos, en su mística, en su espiritualidad, en su convencimiento de que lo que hacían era lo que había que hacer, e incluso en la forma de relación íntima con Dios».

Después de Teresa, otras mujeres han encarnado el espíritu de las beguinas a lo largo de los siglos, y parece realmente extraño pensar en las mujeres de los siglos XX y XXI en esta perspectiva tan particular; sin embargo, los contextos históricos, «guerras, enfrentamientos, armas nucleares, campos de exterminio, totalitarismos de todo signo y revoluciones que, tras mucho dolor, no cambiaron el mundo», nos las señalan como mujeres capaces de descubrir y redescubrir a Dios en su vida y luego testimoniarlo a la humanidad a través de gestos de entrega incondicionada, amor absoluto para todo el género humano. La autora, deseosa de seguir la investigación y llevada por su afán de conocer y dar a conocer muchos más datos, afirma que las beguinas siguen existiendo, también en el siglo XX, aunque ya no vivan en beaterios: Etty Hillesum, Dorothy Day, Simone Weil... Son mujeres entregadas al Amor.

Cristina nos hace avanzar por el camino de la mística –de las expresiones teológicas– de las beguinas a la hora de expresar sus vivencias, y que son un reto para nuestra realidad cultural actual. La autora explica muy bien que místicos y místicas descubrieron y supieron transmitir que no hay verdadera mística sin amor, un amor que lleva a la entrega al prójimo. Analiza también los factores medievales y la presencia de la mujer en la Edad Media. Y las mujeres religiosas en esta época abarcan un enorme espectro; algunas sufrían inconvenientes económicos para ingresar en los monasterios y decidieron vivir esa religiosidad fuera de toda dimensión institucional.

No eran bien vistas por dos motivos fundamentalmente: en primer lugar, eran vistas como un peligro, porque intelectualmente eran superiores a gran parte de la población y del propio clero; y, por otra, se dedicaban al cuidado de la gente más desfavorecida sin pedir nada a cambio; eran humildes y sencillas. Esto despertaba un sentimiento de miedo y rechazo en la sociedad medieval del momento, que estaba marcada por el cambio radical de la Iglesia, que había evolucionado desde la defensa de la ayuda al prójimo hasta la Iglesia perseguidora de infieles y herejes, que se sustentaba en el poder de la Inquisición –y de la poca cultura de la gente–.

A pesar de la gran persecución, los beaterios nunca fueron eliminados del todo. Aquellos que han logrado sobrevivir desde la Edad Media hasta la actualidad se cuentan por decenas. Actualmente permanecen algunos beaterios, como por ejemplo en Bélgica, donde vivieron algunas beguinas hasta bien entrado el siglo XX. La mayoría de esos beaterios han sido declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

La autora nos va presentando a las beguinas. Comienza por las menos conocidas, entre las cuales cita a beata María d’Oignies, la primera. Odilia de Lieja, la madre de John. Ida de Nivelles, la compasiva. Juetta de Huy, la que no pensó serlo... y así otras tantas. En otro momento agrupa a las más conocidas e incómodas para la Iglesia: Hadewijch de Amberes, Beatriz de Nazaret, Juliana de Norwich... Otras muchas cosas interesantes y novedosas se pueden leer en el texto, pero no las vamos a anticipar ni a quitar el gusto de descubrirlas directamente.

Agradecemos a Cristina Inogés Sanz esta maravillosa aportación al tema de la mujer hoy, trayendo la memoria histórica que, como maestra, nos sigue dando valiosas enseñanzas. También la confianza en solicitarnos este prólogo, que hemos realizado con verdadero gusto.

MARÍA LUISA BERZOSA, FI

consultora de la Secretaría General del Sínodo de los obispos

CATERINA CIRIELLO, FI

profesora de Teología e Historia de la Espiritualidad

Pontificia Università Urbaniana (Roma)

Roma, 29 de junio 2021,

fiesta de San Pedro y San Pablo

Al noble amor me he dado por completo,

pierda o gane todo es suyo en cualquier caso.

¿Qué me ha sucedido que ya no estoy en mí?

Sorbió la sustancia de mi mente.

Mas su naturaleza me asegura

que las penas del amor son un tesoro.

HADEWIJCH DE AMBERES, beguina

siglo XIII

La lengua materna, la primera que aprendemos a hablar,

consigue plantar cara a la imposibilidad lógica

de hablar de un ausente tan ausente

como es un otro que no encuentra sitio

entre las cosas dichas o decibles.

LUISA MURARO, filósofa

fundadora de la Librería de Mujeres (Milán)

y de la comunidad filosófica de mujeres «Diotima»

La mujer es un hombre incompleto.

ARISTÓTELES (384-322 a. C.)

En lo que se refiere a la naturaleza del individuo,

la mujer es defectuosa y mal nacida.

SANTO TOMÁS DE AQUINO (siglo XIII),

doctor de la Iglesia

He aquí que, en nuestros días,

en Baviera y en Brabante,

el arte ha nacido entre las mujeres.

Señor, Dios mío,

¿qué arte es ese mediante el cual una vieja

comprende mejor que un hombre sabio?

LAMBERTO DE RATISBONA,

franciscano (siglo XIII)

... le está prohibido al sexo femenino [...] (1 Tim 2,12) enseñar en público, sea de palabra o por escrito [...] Todas las enseñanzas de las mujeres, en especial la enseñanza formal de palabra o por escrito, debe ser tenida bajo sospecha a menos que haya sido cuidadosamente examinada, y mucho más plenamente que la de los hombres. La razón es clara: la ley común –y no cualquier ley común, sino la que viene de lo alto– se lo prohíbe. ¿Y por qué? Porque ellas son fácilmente seducidas, y seductoras decididas: y porque no está probado que sean testimonio de la gracia divina.

JEAN, CARDENAL GERSON (siglo XIV)

La historia suele olvidar a los vencidos [...] por ello es necesario ir más allá, mantener otras hipótesis, sospechar y leer los documentos entre líneas, trasladarse por completo a los acontecimientos evocados [...] Pero, por la naturaleza misma de las cosas, los documentos proceden de los vencedores.

SIMONE WEIL

filósofa

Las mujeres no son un elemento accesorio ni siquiera en las religiones, sino que, al contrario, constituyen el corazón latente y desvelan la identidad. La dignidad que las religiones confieren a la persona en cuerpo femenino, el papel que atribuyen a las mujeres en los ritos, en la gestión de lo sagrado, su visibilidad institucional y los derechos humanos reconocidos para ellas, son las pruebas de fuego que demuestran la validez del mensaje de salvación y de verdad de la que las religiones se sienten portadoras.

ADRIANA VALERIO

historiadora y teóloga

OCTUBRE DE 1997

Hace ya algunos años viajé con una amiga a Brugge, que traducimos como «Brujas» cuando realmente significa «Puentes». Crucé uno que me llevó a un lugar que parecía sacado de un cuento; el puente, no muy grande, atravesaba uno de los innumerables canales que fluyen por la ciudad y terminaba en un portón que permitía cerrar un muro de considerable altura. El recinto amurallado contenía la que se convertiría en una de las pasiones de mi vida.

Al cruzar el portón accedí a un gran jardín magníficamente cuidado donde los árboles, ya en pleno otoño, habían perdido muchas de sus hojas, y a cuyos pies unas sencillas flores amarillas parecían chispas doradas dispuestas para llamar la atención; la forma circular del jardín le venía dada por la disposición de unas casitas a modo de urbanización mucho más bonita y familiar que las actuales. Dichas casitas, todas iguales, lejos de dar la sensación de uniformidad, respondían más bien a un espíritu de igualdad que se captaba de inmediato. Estaba en el Béguinage de Brugge, el Begijnhof –dicho en flamenco–, el beaterio, en definitiva, el lugar donde vivían las beguinas de esa ciudad en la Baja Edad Media, en uno de los varios que hubo en la zona 1.

Había una casita que sí sobresalía –muy poco– del resto y que era la que ocupaba la Grande Dame, que era una beguina elegida entre ellas mismas para supervisar, sobre todo, la seguridad del beaterio y de sus habitantes y el buen funcionamiento en todos los sentidos. También contaba el beaterio con una capilla y una enfermería como espacios comunes, aunque no estaban obligadas a compartirlos y, de hecho, casi no los compartían, salvo la enfermería en caso de necesidad.

Las casitas del beaterio tenían una idéntica disposición interior y la misma decoración por una mera cuestión práctica y económica. Una cocina con chimenea y equipada con una mesa y dos o tres sillas –algunas beguinas recibían allí a los alumnos que tenían–; un armario estrecho y alto que, en la parte superior, servía para almacenar la frugal comida que guardaban y que se cerraba con una puerta con celosía; en la parte inferior guardaban la escasa vajilla que utilizaban; y entre ambas partes había una tabla que se deslizaba ayudada por un pequeño tirador y que era donde normalmente comían. Una estrecha puerta daba paso al pequeño dormitorio, sumamente austero, donde se encontraba una puerta que podía abrirse de forma independiente la mitad superior de la inferior y que daba a un jardín, no muy grande, que tenía un pozo 2. Era una vivienda austera, aunque, si la comparamos con las habituales de la época, donde la misma casa era compartida por varias familias o personas sin conexión alguna y con los animales, las casas de las beguinas eran algo extraordinario.

Su vestimenta también era austera. Vestían con una túnica de color grisáceo o pardo –dependía del lino o de la lana– sujeta a la cintura con un simple cordón –de cuero o de cuerda– y una pequeña cofia en la cabeza, ya que era habitual en todas las mujeres medievales llevar la cabeza cubierta.

Más tarde, cuando me dediqué a profundizar en la vida y obra de las beguinas, comprobé hasta qué punto, sin levantar la voz, sin grandes gestos que provocaran reacciones adversas, fueron capaces de situarse en el lugar que querían y del modo que querían, porque creían en lo que hacían. No dejaba de ser una forma de vida un tanto corporativa –muchas de ellas en un mismo lugar, aunque independientes, al amparo de su Grande Dame, y desarrollando diversas actividades– que no alteraba para nada la vida cotidiana de las ciudades donde se establecieron y sí proporcionaron grandes beneficios.

Un elemento como el muro que rodeaba el beaterio –y que no dejaba de recordar el muro que protegía los monasterios y su clausura– se convirtió con ellas en el elemento revolucionario que impedía la institucionalización de su forma de vida por parte de la Iglesia; no servía para encerrarlas, sino que era la defensa de su forma de vida, de su forma de vivir y entender la fe y de su compromiso evangélico, como respuesta a la clausura como única forma de vida religiosa para las mujeres.

La información que se proporcionaba en el beaterio de Brujas era muy interesante. Se explicaba la forma de vida de las beguinas; las actividades que realizaban estas valientes mujeres; los motivos de vivir allí reunidas y preservando a la vez su independencia; qué supuso su presencia en la Baja Edad Media, e información de la comunidad benedictina que actualmente ocupa el beaterio.

Así descubrí a las beguinas en el mes de octubre de 1997. Las fascinantes mujeres medievales a las que tanto debemos en muchos ámbitos y que, de no ser por otras mujeres con un espíritu muy beguino, casi habríamos perdido. Nuestras protagonistas optaron por una forma de vida que, lejos de permitirles vivir en la sencillez y paz que buscaban, las condujo a una existencia turbulenta, porque obedecer a Dios –a quien sentían muy cercano– las llevó a ser transgresoras con las leyes de los hombres y, más si cabe, con las leyes de los hombres eclesiásticos, lo que les hizo descubrir que sobrepasar ciertos límites era y es muy peligroso.

Calificadas de herejes, se las persiguió como a tales y se las considera todavía hoy, sin caer en la cuenta de que la palabra «hereje»

etimológicamente define a una persona con criterio propio que se aparta de la opinión y las normas aborregadas de la mayoría, e históricamente han demostrado dos aspectos de su forma de ser: que son personas extraordinariamente honestas y que querían reformar la sociedad y la Iglesia de su tiempo. Hoy son modelos de conducta para tiempos y sociedades adormecidas y sin capacidad para pensar 3.

Sin embargo, con el tiempo y para mi sorpresa, entendí que las beguinas siguen existiendo y que, sobre todo, las ha habido en el siglo XX. Es verdad que en este siglo ya no vivían en beaterios, ni siquiera algunas juntas en casitas, ni todas eran cristianas, como en la Baja Edad Media, pero la fuerza de su pensamiento, la fuerza de su presencia en la sociedad, su compromiso social y la mística nupcial de alguna de ellas –con un lenguaje no tan diferente al de las medievales– me confirmó que, mientras haya mujeres dispuestas a ser fieles a sí mismas y a la forma de vivir su compromiso bautismal –si son creyentes– o su compromiso con el hombre –si no se declaran creyentes–, las beguinas seguirán en el mundo, aunque no se las identifique ya de esa manera.

Porque no podemos olvidar que la razón última de ser de las beguinas de todas las épocas toma sentido en la Escritura, y en ella leemos: «El más grande entre vosotros sea vuestro servidor» (Lc 22,26).

PARTEPRIMERA

Hay un aspecto de las místicas medievales que me parece de un interés filosófico de primer orden. Al no considerarse concernidas por la teología tan elaborada de las escuelas, se nutrían en muchas ocasiones de la experiencia cotidiana, de las pláticas, por así decir, de lavadero.

Por eso encontramos en ellas una fenomenología de eros –no de un agape meramente angélico–, pero también del cuidado. Son María, sí, pero con toda la sabiduría sobre lo pequeño, aunque imprescindible, que hemos de suponer en Marta.

Puede que santa Hildegarda sea uno de los ejemplos más claros de este segundo aspecto: el de una fenomenología de lo cotidiano frente a la pura metafísica de los conceptos.

JULIO GARCÍA CAPARRÓS

filósofo y poeta

LAEDADMEDIA.APROXIMACIÓN

Acotar cronológicamente la Edad Media u otro período histórico no es algo que se pueda hacer con exactitud milimétrica. En el caso que nos ocupa, la referencia para su aparición coincide con la caída del Imperio romano (476 d. C.) y se alarga hasta el descubrimiento de América (1492), que da paso a la Edad Moderna, y así lo dice la historia civil. Sin embargo, por lo que se refiere a la historia de la Iglesia, los estudiosos nos dicen que la Edad Moderna comienza hacia el siglo XII 1, es decir, mucho antes, y que la presencia e influencia de la Iglesia en ese período fue muy importante.

Esa presencia religiosa no se adoptó o permitió por capricho, afán de protagonismo o de dominación –reconociendo que hubo excesos, como en todo–, sino que había una razón muy importante en aquel momento para que lo religioso tuviera un protagonismo central que se supo ver y se reaccionó en consecuencia. La Edad Media es un concepto cultural europeo concebido en un momento en el que Europa, viéndose muy inferior en muchos aspectos, recurrió e insistió en la pureza de sus prácticas religiosas como defensa frente a la civilización islámica, que estaba muy asentada en el sur 2 y por la que se veía amenazada. La mayor amenaza era la difuminación y desaparición de la cultura cristiana, es decir, de la esencia de esa identidad europea que estaba formándose. Pues bien, «las mujeres, que fueron tan necesarias como los varones en la construcción y asentamiento de Europa, no aparecen en los libros de historia, ni hay, por lo general, voces masculinas que reclamen su presencia» 3.

Debemos entender también que desde que se inicia la Edad Media hasta su final, que se da con el descubrimiento de América y la llegada de la Reforma, estamos hablando de una Europa cristiana y católica toda ella –si bien persistían algunos elementos paganos y algunas disidencias que querían purificar a la Iglesia–. Esta realidad nunca más se ha vuelto a repetir y nunca más se repetirá.

La sociedad

La Baja Edad Media, período en el que nos situaremos con las beguinas, está muy lejos de ser un tiempo oscuro e improductivo. Al contrario, fue una época bulliciosa, movida, colorista, llena de inventos y llena de vida, coincidiendo con guerras, cruzadas y epidemias.

Desde finales del siglo XI y principios del XII, la sociedad había emprendido una transformación rápida desde el desarrollo económico. En ese momento todavía no había grandes innovaciones tecnológicas –llegarían muy poco más tarde– que favorecieran ese desarrollo; sin embargo, sí hubo un cúmulo de circunstancias que crearon el ambiente necesario para que ese desarrollo se produjera: el Mediterráneo, bajo control occidental, el declive político de Grecia y del mundo musulmán, la acumulación de capital en los lugares más comerciales de la naciente Europa... La expansión fue irresistible e irrefrenable. Se mejoraron los caminos y los canales, que ayudaron al tráfico de mercancías, hubo nuevos métodos –realmente, métodos de los romanos, que habían caído en desuso– para hacer más rentable la agricultura, los mercados y la aparición de los créditos... todo esto favoreció el crecimiento económico.

Las ciudades empezaron a tomar carácter y los gremios tuvieron mucho que ver en ello; la industria del tejido despegó con fuerza, y tras ella todas sus derivadas: manufactura de telas, teñido de las mismas, confección... La burguesía medieval –llamada así porque vivían en los burgos de las ciudades– no estaba sujeta a la jurisdicción feudal, que afectaba a los campesinos, y así resultaba mucho más libre. Económicamente era la que más vida daba a la ciudad, aunque los negocios de los artesanos también ayudaban lo suyo.

La familia no era precisamente un ejemplo de núcleo de afectos. Los matrimonios de nobles, burgueses y pobres resultaban de transacciones comerciales –más fructíferas en unos casos que en otros–, donde el valor lo daba la mujer. Esta realidad diseñaba una estructura familiar afectiva tan pobre que hasta la maternidad era un azar propio del papel de esposa o de la simple condición de mujer, donde el apego y sentimiento materno-filial no destacaba –los niños tenían una alta tasa de mortalidad y era mejor no encariñarse mucho con el hijo 4–, y donde los nobles y ricos buscaban herederos, varones a poder ser, y los pobres, hijos varones a los que poner a trabajar apenas fuera posible.

Los inventos de la Baja Edad Media –no olvidemos que estamos en una sociedad tan teocéntrica y tan compleja sociológica y religiosamente como creativa– no se quedaron allí, y todavía hoy utilizamos muchos de ellos 5, porque fue un período muy activo; se conocen las primeras lentes convexas, que permiten observar objetos a gran distancia; se empieza a medir el tiempo con los primeros relojes mecánicos; los viajes se aceleran –pese a lo complicado que era viajar– al ritmo de las peregrinaciones –Roma, Jerusalén, Santiago de Compostela y, en menor medida, aunque también con una fuerza notable, Vézelay, donde se creía que estaba enterrada María Magdalena– y de las cruzadas, que permitían también el viaje de las ideas; se construyen catedrales con arbotantes y magníficas vidrieras que permitían al hombre mirar hacia lo alto y, de alguna manera, visualizar el cosmos. Las catedrales tuvieron una importancia capital en el asentamiento de la cultura cristiana, porque, en una sociedad donde pocos sabían leer, entrar en una catedral era, casi, entrar en la trascendencia.

Las nuevas catedrales proporcionaban a los creyentes un reflejo de otro mundo. Habían oído hablar en himnos y sermones de la Jerusalén celestial, con sus puertas de perlas, sus joyas inapreciables, sus calles de oro puro y vidrio transparente [...] Ahora, esa visión descendió del cielo a la tierra. El fiel que se entregase a la contemplación de toda esa hermosura sentiría que casi había llegado a comprender los misterios de un reino más allá del alcance de la materia 6.

Todo se mueve, todo avanza, y una cultura –la cristiana– se asienta y va, poco a poco, dibujándose en la pintura de las primeras tablas al óleo; dando forma a la literatura –más destinada a los círculos intelectuales que al gran público– de la mano de monjes y monjas de los monasterios, pero también deja paso a una literatura donde se glosan las virtudes de los caballeros y las reacciones de algunas sorprendentes damas, y en la que aparece algo impensable hasta entonces: el amor cortés, que no siempre va a tener un final feliz –Tristán e Isolda, con la escena de los dos durmiendo en el bosque separados por la espada clavada en el suelo, es todo un referente– y va a tener más repercusión de la que a simple vista pueda parecer. También los romances por medio de trovadores –en las lenguas que van apareciendo– acercan historias a quienes no sabían leer en los espacios abiertos de las ciudades, en los cruces de caminos y en los mercados 7.

Los monasterios, la Iglesia y los obispos

En el año 1050, el monopolio benedictino era incuestionable; hacia 1300 ya estaban en escena casi la totalidad de posibles variantes religiosas: los cartujos y muchas Órdenes de ermitaños; los templarios y otras órdenes militares; las diferentes ramas de canónigos regulares; los cistercienses; organizaciones para la ayuda y auxilio a presos... Todas estas Órdenes y organizaciones eran distintas entre sí, tenían sus constituciones o reglas, y cada una de ellas había nacido bajo la protección de un papa. Para hacernos una idea de su importancia, entre Inglaterra y Gales hubo más de ochocientas comunidades religiosas de todo tipo 8, y en concreto, en Londres, diecinueve; en la diócesis de Cambrai; en el norte de Francia, más de ochenta; en París, veintidós 9.

Pocas veces se puede observar a lo largo de la historia una época en la que la mayor conquista de logros esté al servicio de una única meta: la expansión de la sociedad, de una sociedad fuertemente jerarquizada donde los monasterios y la Iglesia jugaron un papel esencial.

Los monasterios contribuyeron en gran medida al desarrollo global de la sociedad medieval. Aunque por costumbre relacionamos la imagen de los monasterios con las bibliotecas, en realidad fueron mucho más que eso, ya que se encargaron de recuperar las tierras agrícolas que habían quedado abandonadas tras la caída del Imperio romano, se dedicaron a la enseñanza y, en general, prestaban grandes servicios a la población.

Los monjes y también las monjas –aunque a la historia han pasado solo los nombres de pocas de ellas– sabían que la ociosidad es la madre de todos los vicios, así que el horario estaba dividido de tal manera que había tiempo para todo –oración, trabajo, estudio, escritura– menos para perderlo. Esto se tradujo en la prosperidad de dichos lugares en muchos ámbitos, entre los que destaca la agricultura. El historiador Le Goff dice al respecto que no todo fue fruto de la profunda sabiduría monástica, sino que monjes y monjas, a través de los manuscritos que leían y copiaban, adquirieron conocimientos agrícolas ya olvidados, pero que les sirvieron como base para recuperarlos y superarlos 10.

Hablar de monasterios e Iglesia no es lo mismo en esa época. La gran y excelente disciplina monástica les permitió tener acceso a una vasta cultura, sin abandonar una vida sencilla regida por la regla que cada Orden hubiera adoptado. La evangelización estaba en su horizonte, aunque de manera diferente a la de la Iglesia secular; desde los monasterios se evangelizaba con la cultura –manifestada en todas sus posibles variantes–, la agricultura y, sobre todo, con la vida sencilla que llevaban.

En una sociedad que ha caído de nuevo en una ignorancia general, solo ella [la Iglesia y los monasterios] posee aún estas dos disciplinas indispensables a toda cultura: la lectura y la escritura, y los príncipes y los reyes deben reclutar forzosamente entre el clero a sus cancilleres, a sus secretarios, a sus notarios, en una palabra, a todo el docto personal del que les es imposible prescindir 11.

Esta práctica era la habitual, ya que reyes y nobles creían que leer y escribir era un trabajo, y ellos, por su posición, no estaban obligados a saber hacerlo, aunque fue decayendo poco a poco y, todavía en la Edad Media, se incorporaron nobles a las labores antes citadas. No obstante, la presencia de la Iglesia como garante de la cultura se mantuvo.

¿Por qué la Iglesia como garante de la cultura? Porque prácticamente la cultura es monopolio de la Iglesia secular y, sobre todo, de los monasterios. Monopolio que nunca mantuvo para su uso exclusivo, sino que compartió, y por ello toda la sociedad medieval se benefició. Gracias a la labor de los copistas, hombres y mujeres, la difusión de textos de todo tipo llegó a muchos de los rincones de la naciente Europa que ahora conocemos. Decía Casiodoro 12:

¡Tarea bienaventurada! ¡Trabajo digno de elogio! Predicar con la fatiga de las manos, abrir con los dedos las lenguas mudas, llevar silenciosamente la vida eterna a los hombres, combatir con la pluma las sugestiones peligrosas del mal espíritu. Sin salir de su celda, a una larga distancia, desde el lugar en que está sentado, el copista visita las provincias lejanas; se lee su libro en la casa de Dios; las multitudes le escuchan y aprenden a amar la virtud. ¡Oh, espectáculo glorioso! La caña partida vuela sobre el pergamino, dejando la huella de las palabras celestes, como para reparar la injuria de aquella otra caña que hirió la cabeza del Señor 13.

No solo los monjes y monjas desde sus monasterios fueron los garantes de la cultura. Las ciudades sedes de los obispos también destacaron como centros culturales, y el obispo era el máximo responsable; si se involucraba con verdadera entrega, las escuelas catedralicias se convertían en auténticos centros de intelectualidad. Pero nunca llegaron a ser como los monasterios. Sin la más mínima duda, la labor de los copistas permitió, sobre todo en los siglos XI y XII, el desembarco de la cultura clásica que produjo «el revolucionario cambio de pensamiento por el cual la filosofía medieval asimiló los principios éticos y sociológicos de Aristóteles y los integró en la estructura del pensamiento cristiano» 14.

Sin embargo, no todo fue maravilloso, y los problemas convivían con los logros. Europa se veía en la necesidad de reafirmarse cultural y religiosamente como sujeto, y así, el papado y toda la Iglesia trabajaron a favor de la uniformidad de la doctrina, de la ley y de la enseñanza tal y como consideraron que requería el momento. La Iglesia ideal de los siglos XII y XIII era una sociedad de clero disciplinado –más en algunos aspectos que en otros– y muy organizado que dirigía los pensamientos y actividades de un laicado obediente y receptivo a causa de su falta de preparación en temas religiosos. En este laicado obediente, receptivo, y añadiría que sumiso, entraban por igual reyes, nobles, comerciantes y campesinos. La falta de solidaridad entre los laicos, fruto de una sociedad fuertemente jerarquizada en sus diferentes estratos sociales, hizo que nadie viera mal ni se sintiera perjudicado por la superioridad intelectual del clero, sobre todo del clero proveniente de familias pudientes, que se permitía tener una buena formación, y que nosotros conocemos como alto clero.

Ese alto clero distaba mucho de querer parecerse al clero bajo, sin casi preparación y que a duras penas subsistía de la celebración de misas y poco más. Sin embargo, ambos –el alto clero y el bajo clero– compartían un interés común respecto a la protección de las «libertades» –que así de denominaban– del clero. Estas libertades consistían en la exención del clero de la justicia de los tribunales seculares; la exención de pagar impuestos por los bienes clericales; la exclusión de toda interferencia secular en los nombramientos eclesiásticos –aunque esto no siempre se consiguió–. Aunque siempre hubo alguna tensión dentro de esta pretendida unidad del clero, hay que reconocer que era la fuerza de mayor peso en la sociedad medieval. De ahí la impronta que ha dejado en la historia.

La jerarquía clerical reivindicó su papel como único canal para la autoridad sobrenatural. Para ello contaron con un considerable número de sacerdotes y religiosos diseminados por Europa desde el siglo XII y, de forma muy estable, desde el XIII; se dieron algunas injerencias civiles en el gobierno de la Iglesia, y esta, como respuesta, se reafirmó con un clericalismo que fue adquiriendo un grado de poder que no todo el mundo aceptó y que, a la larga, le trajo más problemas –que todavía hoy padecemos– que beneficios; no toda Europa bebía del cristianismo –más bien de la religión– que proponía la jerarquía eclesiástica, que se convirtió en garante de qué formas de conocimiento y expresión guardaban la ortodoxia y cuáles eran heterodoxas.

En prácticamente la totalidad de los territorios, el obispado era la institución más antigua del lugar; más que los monasterios, por muchos años que llevaran instalados; más que cualquier dinastía o señorío. Los obispos eran los señores territoriales más importantes de Europa, que, además, estaban en su mayoría emparentados con la realeza o la nobleza del lugar. Llegar a obispo tenía mucho que ver con la cuna en la que hubiese sido criado un niño desde su nacimiento. Una vez elegido obispo, era muy complicado que se destituyera a alguien, incluso para el propio papa, y esto propiciaba que se sintieran muy seguros de su puesto y que no se dejaran manejar fácilmente.

La distancia física con Roma podía ser mucha, y las comunicaciones, lentas, por eso, y porque la ley eclesiástica los amparaba, actuaban como señores de su territorio y a favor de la institución a la que representaban, y a sí mismos en algunas ocasiones. Reconducidos a una vida más pastoral y ayudados por el papa, algunos se resistieron a cambiar, ya que veían al papa como el obispo de Roma, pero obispo al fin.

Lejos quedaban figuras de obispos como Willibrord (658-739) –primer obispo de Utrech y miembro de la misión anglosajona– y Bonifacio 15 (680-755), fundador de los obispados de Salzburgo, Ratisbona, Freising y Nassau, en Alemania. Estos obispos reflejaron el espíritu misionero que debían tener los pastores a los que se les entregaban las diócesis. Sin embargo, en la Baja Edad Media, el perfil general de los obispos era completamente diferente.

Llegados a ese punto, con un clericalismo cada vez más creciente, una parte numerosa de esa sociedad teocrática se fue convirtiendo en un hervidero de movimientos que pretendían la incorporación de los laicos –hombres y mujeres– a lo que hoy llamaríamos tareas de evangelización y la posibilidad de acceso a los textos sagrados –que solo leía el clero–, traducidos a las lenguas que las gentes que no sabían leer pudieran escuchar y entender, porque desconocían el latín culto. Estos movimientos encontraron en el medio urbano el terreno abonado que necesitaban para expandir sus ideas, ya que sus habitantes recibían las novedades y las transmitían mucho mejor que los que vivían en zonas rurales, tradicionalmente más aislados. Todos los grupos fueron calificados de heréticos cuando realmente no todos lo fueron.

En el siglo XVI, cuando la Reforma de Lutero consiga cuajar lo que durante cuatro siglos se coció a fuego lento en el viejo sistema de ensayo y error, no apelará a una generación de cristianos incrédulos, indiferentes o sensibleros, sino que apelará a una generación que sabía tomarse el cristianismo muy en serio. Dejando de lado las oportunidades políticas que algunos vieron en ese momento y circunstancia, la seriedad de esos cristianos le sirvió de mucho a la Reforma. Y debería ser ejemplo para nosotros hoy.

La mística

Hay quien piensa que la mística son los fenómenos paramísticos que llaman la atención: levitaciones, arrobamientos, pérdidas de consciencia, experiencias extracorpóreas, éxtasis... Eso, por extraño que parezca, sería lo fácil de la mística. Es cierto que algunos místicos vivieron esas experiencias; sin embargo, no todos los místicos han pasado por ellas. Las experiencias paramísticas no son lo esencial de la mística.

Tengamos presentes las palabras de Juan Martín Velasco sobre la mística:

«Mística» es una palabra sometida a usos tan variados, utilizada en contextos vitales tan diferentes, que todos cuantos intentan aproximarse a su significado con un mínimo de rigor se sienten en la necesidad de llamar de entrada la atención sobre su polisemia y hasta su ambigüedad 16.

Y en otro texto dice:

Con la palabra «mística» nos referimos, en términos todavía muy generales o imprecisos, a experiencias interiores, inmediatas, fruitivas, que tienen lugar en un nivel de conciencia que supera la que rige en la conciencia ordinaria y objetiva, de la unión –cualquiera que sea la forma en que se la viva– del fondo del sujeto con el todo, el universo, el absoluto, lo divino, Dios o el espíritu 17.

Y ahora nos acercamos a la mística desde el punto que creo más cercano a las beguinas y, por supuesto, desde la peculiaridad de la mística cristiana, en la cual es Dios quien toma la iniciativa de unirse al ser humano, frente a otras.

Es verdad que las expresiones teológicas de las beguinas, a la hora de intentar decir sus vivencias, plantean todo un reto para nuestra realidad cultural y teológica actual; sin embargo, por ello no podemos dejar de admirar su aportación y su forma de vida y, por otra parte, ¿quién no desearía tener una experiencia de ese tipo y acercarse algo al Misterio?

Toda espiritualidad responde a los interrogantes de un tiempo, y nunca les responde de otra manera que en los mismos términos de tales interrogantes. Y la mejor forma de expresarlo, acaso la única, sea la poesía, una verdad no demostrada, sino solo sugerida por ese más que expande el misterio de la belleza sobre las razones 18.

La mística es el encuentro con Cristo resucitado y el cambio de vida que esto produce –porque es un Dios muy cercano–, ya que «el ser humano toma conciencia de la presencia de Dios en su interior y adquiere la certeza de ser un santuario en el que reside el soplo del aliento divino» 19. No podemos olvidar que el testigo es el que transmite la experiencia del Resucitado. La mística no es una experiencia puntual y concreta que pasa una vez; el testigo, realmente, no se detiene ante esa puntual experiencia de Dios, sino que sigue en búsqueda del profundo conocimiento de ese Dios que se presenta y es percibido como Amor. A partir de esa experiencia, el místico es capaz de mirar la realidad con categorías creyentes. Como bautizados, todos somos místicos en potencia, e incluso algunos no bautizados han sido místicos, porque el Misterio no encuentra barreras; para eso solo es necesario vivir profunda y abiertamente sin poner barreras a ese Misterio que se derrama.

Pues bien, mujeres y hombres medievales tomaron la palabra para manifestar la experiencia de Dios que habían tenido –por iniciativa de ese Dios– a través de versos y poemas. Entre los varones destacan Eckhart 20, Taulero 21, Suso 22 y Ruysbroek 23; entre las mujeres destacan Beatriz de Nazaret, Hadewijch de Amberes, Matilde Magdeburgo, Juliana de Norwich, Margarita Porete, Matilde de Hackeborn, Gertrudis la Grande –estas dos últimas de la abadía de Helfta–, entre un conjunto mucho más amplio.

La mística medieval arranca de la teología mística del Pseudo-Dionisio 24. Dios es el Amado y el Amante, el Deseo y el Deseado que vive en el ser humano y desde su interior actúa –por pura iniciativa suya–. Y el cuerpo se convierte en el símbolo que emplea el lenguaje para decir y contar la experiencia de Dios.

Los místicos tienen que ver naturalmente con el sufrimiento, con el deseo y con el sexo [...] Todo descansa aquí sobre la convención de los sexos: hay una mística que es femenina y hay una teología que es masculina; más adelante, en la propia mística, un conflicto de tendencias: aquí, la mística esponsal o nupcial; allí, la mística especulativa o intelectual 25.

La mística medieval será prudente, pues, después de todo, está aludiendo a una forma de presencia intangible; los místicos se verán en la necesidad de defender lo inaccesible, algo que para ellos es habitual y, en algunos casos, incluso diario 26.

La mística dinámica –descendente por parte de Dios y ascendente por parte de la persona– 27 de Bernardo de Claraval les llega a las beguinas a través del comentario al Cantar de los Cantares, cumbre de la vida espiritual manifestada en la divinización de la persona, la cual, en la embriaguez del éxtasis –dice Bernardo–, siente que el alma se une sin reservas al Esposo divino. La mística medieval deja meridianamente claro que esta experiencia es personal e intransferible y no se cuenta para que otros vivan exactamente lo mismo, sino para que cada persona lo pueda vivir a su manera –se trataba de dejar muy claro que era la vivencia desde el propio yo–. Con esta idea ya se va haciendo evidente la subjetividad que provoca siempre en la experiencia de Dios.

No se puede pasar por alto la influencia de La nube del no saber, un texto anónimo del siglo XIV que recoge tendencias místicas de siglos anteriores, y recomienda centrarse en lo que eres y en lo que Dios es para entrar en una gran unidad: «Y piensa por tanto de Dios en su obra como lo haces sobre Dios; que él es como él es y tú eres como tú eres» 28. El autor de este texto anónimo dice: «Un intento desnudo dirigido hacia Dios, no revestido de ninguna idea particular sobre Dios en sí mismo [...] sino solo que él es como es, Amor», lo que las beguinas reflejaron en esta cita: «Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor. Y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él» 29.

Místicos y místicas descubrieron y supieron transmitir que no hay verdadera mística sin amor; un amor que lleva –sin fuerza, aunque sí insistentemente– al desprendimiento de uno mismo, a la donación al prójimo, y que huye de todo aquello que sea una autoafirmación férrea ante los demás. Sin duda alguna, los místicos medievales –varones y mujeres– inauguraron una época especial donde la gran renuncia fue la renuncia al ego.

Sorprende gratamente al historiador que las escritoras místicas de la Edad Media pertenecen a todos los estamentos sociales, a todos los «estados» de vida. Se encuentran entre las monjas de clausura de las antiguas Órdenes monásticas o reformadas (Isabel de Schönau, Hildegarda de Bingen, Matilde de Magdeburgo, Matilde de Hackeborn, Gertrudis de Helfta); hay reclusas, emparedadas o ermitañas (Juliana de Norwich); laicas como beguinas (Hadewijch de Amberes, María d’Oignies, Beatriz de Nazaret, Matilde de Magdeburgo, Margarita Porete); terciarias de las Órdenes mendicantes, dominicos y franciscanos (Catalina de Siena, Ángela de Foligno), casadas, madres de familia y viudas (Brígida de Suecia, Margarita Kempe, Francisca Romana, Catalina de Génova) 30.

La mística renano-flamenca no fue solamente importante en la Baja Edad Media, sino que, posteriormente, marcó a místicos de la talla de Teresa de Jesús o Juan de la Cruz y a escritoras de la talla de la desconocida carmelita Ana de la Trinidad 31.

El amor cortés

El «amor cortés», que se desata con pasión en la literatura medieval, será incorporado, gracias a las beguinas, a la expresión mística del amor por y a Dios, y a la experiencia de ese amor.

El amor cortés es la concepción del amor de un hombre por una mujer que nace en el siglo XII en el sur de Francia, con los trovadores occitanos, que serán copiados –como todas las modas– por trovadores de otras zonas, y así rápidamente se extenderá hacia el norte de Francia y Alemania.

En francés antiguo, amor cortés es el amor honesto y leal que se opone al amor rudo, zafio y, sobre todo, interesado, que realmente no es amor. Es el modelo ideal de amor y, en cierto sentido, un modelo de vida donde conviven un profundo sentido del honor, la importancia de la palabra dada, la nobleza de sentimientos, una forma de vida generosa hacia los demás y un comportamiento –incluido el lenguaje– muy educado y, por encima de todo, la primacía del amor en sí mismo.

El amor cortés no es libertinaje, ni amor libre, ni pasión desatada alimentada en los instintos. Al contrario, el amor cortés es casi un camino ascético para el caballero, que, para merecer a la dama de la que está enamorado –recordemos que en la Edad Media el lenguaje era muy concreto en este aspecto literario–, prácticamente tiene que estar sometido a ella –esto no tiene nada que ver con una concepción visceral del feminismo actual–. En esta situación, el caballero pasa de la desesperación al entusiasmo, del sufrimiento al placer, de la angustia a la euforia, cuando lo ansiado se llega a cumplir. El amor se considera como una cuestión mística y una especie de virtud en que la dama es prácticamente inalcanzable.

Entre las influencias de las que bebe el amor cortés se encuentra la literatura artúrica, donde destaca de forma evidente la leyenda de Tristán e Isolda, y en concreto la escena –antes citada– de los amantes durmiendo en el bosque y separados por la espada clavada en el suelo como símbolo del amor inalcanzable, irrealizable, imposible.

Los autores más destacados, dentro de la literatura del amor cortés, son Guillermo IX de Aquitania, Jaufré Rudel, Bertrand de Born, y entre ellos destaca Chrétien de Troyes, entre otros.

El caso de Jaufré Rudel, sin ser tan conocido como el de Chrétien de Troyes, es de suma importancia, porque añade al valor del amor cortés, como elemento tomado por las beguinas para expresar su mística, otro elemento que será esencial: l’amour de loin, el «amor lejano». Un amor lejano, prácticamente imposible de alcanzar, al que las beguinas darán la vuelta e invitarán a vivirlo plenamente. Porque ese amor que no puede consumarse no dejará de ser una forma de amor plenamente entregado y vivido hasta el éxtasis.

El mundo del amor cortés es un mundo de aventuras en el que el caballero debe vencer obstáculos más o menos verosímiles, pero siempre teniendo presente que a quien primero sirve es a su dama y, en segundo lugar, a Dios o a su rey. Es una literatura escrita en lengua vulgar –las lenguas que entendían las gentes, que no comprendían el latín– que hizo del amor su tema principal y que los trovadores contaban en las plazas de las ciudades y pueblos y en los cruces de los caminos.

La mujer

Para apreciar la situación de una época, de una civilización o de un país, basta en muchas ocasiones con observar cómo es el trato que da a las mujeres 32.