Better 2. Perdición - Carrie Leighton - E-Book

Better 2. Perdición E-Book

Carrie Leighton

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Beschreibung

«Quien ama, tarde o temprano sufre». Para Vanessa y Thomas, amarse nunca ha sido fácil. Su relación está condenada a un equilibrio inestable entre el éxtasis y la perdición. No basta con contemplar un cielo lleno de estrellas o una casita en un árbol donde refugiarse; el sentimiento que los une está hecho de noches ardientes y unos celos feroces, destellos de romanticismo y faltas de comprensión que parecen irresolubles. Tras haber estado a punto de perderse, por fin las cosas entre ellos parecen funcionar mejor. Por primera vez, Thomas se muestra vulnerable ante Vanessa y le habla de los fantasmas que lo acechan. En su pasado, se produjo una trágica pérdida que lo convirtió en el chico iracundo y melancólico que es hoy, un alma rota que rechaza cualquier vínculo humano. Pero ni siquiera esta nueva cercanía parece bastar, porque el sufrimiento que lo atenaza es demasiado profundo. Mientras Thomas se sume en una espiral de autodestrucción, Vanessa vuelve a pasar tiempo con Logan, el amable —¿tal vez demasiado amable?— compañero de la universidad que está enamorado de ella. Logan parece ser el único que entiende a Vanessa y que está dispuesto a darle el apoyo que necesita. ¿Servirá eso para que Thomas reaccione? ¿Puede haber un final feliz para dos corazones en colisión?   LA TRILOGÍA QUE HA CONQUISTADO LAS LISTAS DE VENTAS EN ITALIA NO EXISTE LUZ SIN SOMBRA. NO EXISTE AMOR SIN DOLOR. «Él es la cura a todos mis males, pero, al mismo tiempo, es el mal que aniquila todas las curas. Júbilo y perdición. Rosas y espinas. ¿Cómo se domina semejante conflicto? ¿Cómo se supera?».

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Seitenzahl: 723

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Better. Perdición

Carrie Leighton

Serie Better 2
Traducción de Elena Rodríguez

Contenido

Página de créditos
Sinopsis
Prólogo
PRIMERA PARTE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
SEGUNDA PARTE
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Lista de reproducción
Agradecimientos
Sobre la autora

Página de créditos

Better. Perdición

V.1: septiembre de 2024

Título original: Better. Dannazione

© Adriano Salani Editore s.u.r.l. Gruppo editoriale Mauri Spagnol, 2023

© de esta traducción, Elena Rodríguez, 2024

© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2024

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.

Diseño de cubierta: Marcello Dolcini

Corrección: Gemma Benavent, Raquel Bahamonde

Publicado por Wonderbooks

C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10

08013, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-18509-63-6

THEMA: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Esta obra se ha traducido con la contribución del ‘Centro per il libro e la lettura del Ministero della Cultura italiano’.

Better. Perdición

No existe luz sin sombra. No existe amor sin dolor.

«Él es la cura a todos mis males,

pero, al mismo tiempo,

es el mal que aniquila todas las curas.

Júbilo y perdición. Rosas y espinas.

¿Cómo se domina semejante conflicto?

¿Cómo se supera?».

«Quien ama, tarde o temprano sufre».

Para Vanessa y Thomas, amarse nunca ha sido fácil. Su relación está condenada a un equilibrio inestable entre el éxtasis y la perdición. No basta con contemplar un cielo lleno de estrellas o una casita en un árbol donde refugiarse; el sentimiento que los une está hecho de noches ardientes y unos celos feroces, destellos de romanticismo y faltas de comprensión que parecen irresolubles. Tras haber estado a punto de perderse, por fin las cosas entre ellos parecen funcionar mejor. Por primera vez, Thomas se muestra vulnerable ante Vanessa y le habla de los fantasmas que lo acechan. En su pasado, se produjo una trágica pérdida que lo convirtió en el chico iracundo y melancólico que es hoy, un alma rota que rechaza cualquier vínculo humano. Pero ni siquiera esta nueva cercanía parece bastar, porque el sufrimiento que lo atenaza es demasiado profundo. Mientras Thomas se sume en una espiral de autodestrucción, Vanessa vuelve a pasar tiempo con Logan, el amable —¿tal vez demasiado amable?— compañero de la universidad que está enamorado de ella. Logan parece ser el único que entiende a Vanessa y que está dispuesto a darle el apoyo que necesita. ¿Servirá eso para que Thomas reaccione? ¿Puede haber un final feliz para dos corazones en colisión?

#wonderlove

A quien tras mil caídas conserva el valor

para volver a intentarlo.

A quien en su propia fragilidad ha encontrado

la fuerza para reaccionar.

A quien ha luchado por amor, aunque no bastara.

A quien libra una guerra constante

con sus demonios.

Y a quien ha acabado destrozado por culpa de esos demonios y ha perdido para siempre una parte de sí mismo.

Recordad: hay un rayo de sol dispuesto a brillar para cada uno de vosotros.

Tan solo debéis alzar la mirada al cielo

y dejar que os ilumine.

Prólogo

Recuerdo el día en que cumplí siete años.

Habíamos organizado una fiesta en casa con mis compañeros de clase. Mientras los demás niños jugaban en el jardín, yo me aparté de todo el mundo. Alex había intentado hacerme reír embadurnándome la nariz con tierra, pero no lo había logrado. El sol se ponía poco a poco y mamá nos invitó a entrar para soplar las velas. Entonces empecé a protestar. Los invitados querían una porción de pastel y en el salón todo estaba listo para el momento culminante de la fiesta. 

Pero yo quería a mi padre. 

Me daba igual que mi madre sí estuviera allí. Mis abuelos. Todos mis compañeros de clase y algunos amigos del barrio.

Yo quería que él estuviera allí. 

Me había prometido que vendría.

Y siempre cumplía sus promesas.

Recuerdo que le pregunté a mamá dónde estaba.

Me dijo que un imprevisto de última hora lo había retrasado en el trabajo, pero que ya estaba en camino. 

Y, como por arte de magia, justo en ese momento, oí que la cerradura de la puerta se abría y mi padre apareció en el umbral. 

Con los ojos iluminados por la alegría y una sonrisa llena de dientes, corrí hacia él y salté a sus brazos. Los tirabuzones claros que me caían por la espalda se movían de un lado a otro y su barba perfectamente cuidada me rozaba la mejilla mientras me daba un montón de besos y me hacía reír a carcajadas.

Era feliz. 

Papá colgó el abrigo en el perchero de la entrada. Saludó a mamá con un beso en la mejilla y al resto de los invitados con una cálida sonrisa mientras yo jugueteaba con sus rizos oscuros. Me gustaban muchísimo. Luego me dejó en el suelo y me llevó frente a la mesa. Entonces, le hizo un gesto a mi madre para que sacara el pastel, que era de pistacho, y llegó el momento de soplar las velas. 

Hinché las mejillas y soplé fuerte. Con los ojos cerrados, pedí un deseo: que nada cambiara y todo permaneciera igual.

* * *

Al día siguiente, pasé toda la tarde fuera de casa con mamá, que me distrajo llevándome al parque, con un atracón de caramelos y con un paseo por el campo. Era un día azul y templado de abril. 

Cuando regresamos a casa, papá ya nos esperaba allí. Me tomó en brazos y me dijo que tenía una sorpresa. Grité de alegría y empecé a acribillarlo con una pregunta tras otra. Él se reía, se reía muchísimo. Mi incapacidad para mantener a raya la curiosidad lo divertía. Mamá nos miraba como si estuviera un poco cansada de tanto alboroto, como siempre. Papá empezó a subir las escaleras; la sorpresa nos esperaba en mi cuarto. Se detuvo frente a la puerta cerrada y me dejó en el suelo. Él temblaba y tenía los ojos llorosos. 

Entonces, le enjugué una lágrima y lo tranquilicé, como él hacía siempre conmigo cuando yo estaba triste. Me dio un beso en la frente y me pidió que contara hasta tres.

«Uno…».

«Dos…».

«Tres…».

Abrió la puerta y me quedé maravillada. 

Era un sueño. 

Entré y di una vuelta sobre mí misma. Pensé que aquella no podía ser mi habitación.

Mi dormitorio siempre había estado desnudo, sin cortinas, la camita tenía un armazón de hierro forjado y el armario no era de segunda, sino de tercera mano. Las paredes estaban desconchadas debido a las humedades y unas cestas para la ropa sucia hacían las veces de organizadores para mis juguetes. En cambio, la habitación que tenía frente a mí parecía recién salida de una revista de decoración: paredes de color glicinia, zócalos blancos como el gigantesco armario y una cama con dosel llena de peluches. Y en la pared que había frente a la puerta, un estante enorme para los libros.

Me sentía como una princesa en su castillo, tan feliz que empecé a llorar. 

Gracias a un ascenso reciente en el trabajo, papá había reformado mi habitación y ahora era una obra de arte. 

Se puso de rodillas para colocarse a mi altura y me preguntó si la sorpresa me había gustado. Asentí y lo abracé con todas mis fuerzas. Aquella noche, después de cenar y de jugar con algunos juguetes que me habían regalado el día anterior, corrí hasta la ventana —mi sitio preferido— y aparté a un lado la cortina nueva para observar el cielo estrellado y perderme en él. 

Me encantaba asomarme a aquella ventana. Lo hacía cada noche, cuando papá volvía a casa del trabajo, y también por la mañana, cuando se iba. Veía su coche aparcado en la entrada. Y él sabía que me encontraría allí, esperándolo. Cada vez, levantaba la cabeza y me sonreía. 

Se había convertido en nuestro ritual. 

Un ritual que debería haber durado para siempre. 

Sin embargo, ocho años después, lo vi marcharse por última vez junto con dos maletas pesadas. Alzó la vista para buscar mis ojos, pero ya no sonreía. 

Fue el día en que decidió dejarnos. 

Dejar a mamá. 

Dejar nuestra casa. 

Dejarme a mí. 

Se fue. 

Para siempre.

Primera parte

Capítulo 1

Sigo aquí, con lágrimas en los ojos y hojas secas pegadas a las suelas de los zapatos. Miro fijamente el lugar vacío frente a mí donde hace tan solo unos minutos estaba Thomas.

Se ha ido. 

Incapaz de procesar lo que acaba de suceder, me arrastro hasta el porche de casa, me quito la mochila del hombro, la dejo en el primer escalón y me siento. Cierro los ojos un instante, pero incluso así solo lo veo a él. Su mirada rebosante de decepción, resentimiento y culpa. Mi culpa. Culpa por no haberlo escuchado. Por no haber confiado en sus palabras. Por haber sido tan ingenua y siempre demasiado buena. 

El viento húmedo me alborota el pelo, unos mechones negros y rebeldes me cubren la cara. Me los recojo para hacerme una coleta, pero entonces me doy cuenta de que ya no tengo la goma elástica en la muñeca. Genial, seguro que la he perdido en alguna parte.

Dios mío, qué estúpida soy. 

¿Cómo es posible que haya acabado en esta situación? ¿Cómo he podido permitir que ocurriera? 

Me masajeo las sienes y siento que una migraña está a punto de brotar mientras trato de recomponer cada fragmento de las últimas horas. Todo parece confuso y sin sentido. Recuerdo el momento en que le he confesado a Logan que sentía algo por Thomas, haberme ido indignada hacia la puerta después de las palabras mezquinas que ha dicho sobre él, pero también recuerdo que me ha convencido para que no me marchara. No quería quedarse solo, ha dicho. Y me he dejado persuadir por ese tono de voz suplicante. Nos hemos puesto a ver la tele y luego… el vacío más absoluto.

Un relámpago ilumina la oscuridad del cielo y lo rasga por la mitad. El trueno que estalla a continuación hace vibrar la barandilla de madera del porche. Alzo el rostro para contemplar la lluvia, que cae con fuerza. 

¿Adónde habrá ido? 

La posible respuesta a esa pregunta me aterroriza. Una pequeña parte de mí teme saberlo. 

Otro trueno más potente me sobresalta, como si incluso el cielo quisiera confirmar mi suposición tácita y desgarradora. Con la mente llena de imágenes repugnantes y el alma revuelta, cojo el móvil y llamo a Thomas, pero el contestador salta al segundo tono. 

Miro fijamente la pantalla con incredulidad. 

¿Ha rechazado la llamada? 

Lo intento otra vez, pero, de nuevo, la grabación del contestador me recuerda lo mucho que odio hablar por teléfono. Suspiro y, frustrada, cierro los ojos y luego empiezo a torturarme las uñas. Calma, Vanessa. Calma. Él no es Travis. No acabará en la cama con otra mientras derramas lágrimas amargas. 

No lo hará.

… ¿Verdad? 

Vuelvo a coger el teléfono, pero esta vez intento contactar con la única persona que podría darme las respuestas que busco. O, al menos, eso espero. 

—¿Nessy?

Tiffany no tarda en responder, y lo hace con la voz teñida de preocupación. No puedo culparla, yo también me alarmaría si recibiera una llamada suya en mitad de la noche. De fondo, sin embargo, oigo un estruendo formado por música y voces confusas. Como imaginaba, está en una fiesta. 

—Hola, Tiff, ¿tienes un minuto?

—Claro, ¿estás bien? ¿Qué pasa? 

Por un momento, estoy tentada de contárselo todo, pero enseguida cambio de idea y me limito a preguntarle lo mínimo indispensable. Mañana ya tendré tiempo de explicárselo todo.

—En realidad, nada preocupante, solo quería saber… —Sorbo por la nariz e intento recomponerme—. Bueno, parece que estás en una fiesta, ¿no?

—Sí, Carol ha organizado una fiesta temática de cine. Iba a ser una noche tranquila, pero esto no ha tardado en convertirse en la jungla —se queja mientras se aleja del ruido—. Pero ¿por qué me lo preguntas? 

—Pues, es que… quería saber si por casualidad Thomas está por ahí. 

—¿Por aquí? —dice, confusa—. ¿Por qué debería estar aquí, sin que tú lo supieras? —Hace una pausa reflexiva—. Un momento, no me lo digas, ¿está haciendo el idiota otra vez? —suelta—. Tengo razón, ¿a que sí? Madre mía, si lo veo, ¡te juro que me lo cargo! Voy a agarrarlo por ese matojo de pelo a lo John Travolta y voy a hacer que se arrepienta de…

—Soy yo —la interrumpo, vacilante—. Esta vez, la idiota soy yo. 

—¿Qué acabas de decir?

—He hecho una cosa estúpida, muy muy estúpida —confieso—. Se ha enfadado y me ha traído a casa sin dirigirme la palabra. No lo localizo desde entonces. —Me cubro los ojos con una mano y, angustiada, inclino la cabeza—. Cuando se ha ido estaba fuera de sí, no responde a mis llamadas, y ya sabes cómo es…, ya sabes lo que pasa cuando se enfada. No piensa y acaba haciendo alguna tontería. Tengo miedo de que pueda… —Las palabras mueren en mi boca ante la mera idea de Thomas en la cama con otra. Respiro hondo y me obligo a eliminar esa horrible posibilidad de mi cabeza. 

—Vale, entendido —responde Tiffany, que intuye mis temores—. Oye, cuando he llegado, Thomas no estaba en la fiesta. Ha venido después, poco antes de las once y media, se ha quedado un par de horas y luego se ha ido. Es cierto que parecía nervioso, pero después no he vuelto a verlo. 

Debería sentirme aliviada de saber que no está en la fiesta de Carol, pero estoy más inquieta que nunca. Si no está allí, ¿dónde se ha metido? De entrada, descarto la hipótesis de que se haya ido a casa: estaba demasiado enfadado como para encerrarse entre las cuatro paredes de su habitación. 

—¿Sabes de algún otro sitio al que podría haber ido? Es lunes, así que supongo que no habrá muchas más fiestas por la zona, ¿no?

—Quizá esté en la fraternidad. He oído que Finn ha organizado algo por su cumpleaños.

Esto va de mal en peor. Si Finn ha dado una fiesta, seguro que Thomas habrá ido, y no solo él. Un pensamiento terrible se abre paso en mi cabeza. 

—Tiff, por casualidad… ¿sabes si Shana está allí? —pregunto, muerta de la vergüenza, mientras me muerdo el interior de la mejilla. 

—¿Shana? No, nunca la he visto por aquí, ya sabes que no salimos con la misma gente. 

Y justo en ese momento mi corazón deja de latir. Ella no está allí. Él no está allí. Dios mío, por favor, haz que esto no sea más que una horrible coincidencia. 

—¿Sigues ahí? —me pregunta tras un prolongado silencio. 

—Sí —respondo, e inspiro profundamente. 

—Eh, tú tranquila, ya verás como todo se arregla. —Intenta consolarme, pero es inútil, y ella también lo sabe. Me despido y cuelgo mientras el torbellino de pensamientos me arrolla hasta volverme loca. 

¿Se habrá ido con ella?

¿Estarán juntos ahora?

De ser así, no debería sorprenderme. Shana ha querido dejármelo claro hace tan solo unas horas: él siempre vuelve con ella. Y lo peor de todo es que esta vez he sido yo quien lo ha empujado a irse con ella. 

Con los dientes clavados en los labios, los dedos temblorosos y los ojos llenos de lágrimas, vuelvo a llamarlo. No quiero creer que eso pueda estar pasando, pero no responde. 

* * *

Poco después, la luz del porche se enciende, la puerta de entrada se abre y mi madre asoma la cabeza detrás de mí. 

—Vanessa, ¿qué haces aquí fuera? Son las dos y media de la mañana, estás empapada, entra en casa. —Tiene la voz pastosa por el sueño. 

—No, estoy bien aquí —respondo, seca, sin ni siquiera darme la vuelta. No tengo la mínima intención de fingir que las cosas entre nosotras van bien, porque no es así. Todavía me siento mal por la pelea que hemos tenido y por las absurdas amenazas que se ha sacado de la manga para que Thomas deje de formar parte de mi vida. Estoy segura de que estaría dando saltos de alegría si supiera lo que pasa ahora mismo entre nosotros. 

—Hace frío y acabarás cogiendo una pulmonía —insiste. Se sienta a mi lado y se abriga con su bata polar. La ignoro y llamo a Thomas por enésima vez. Los tonos de la llamada se suceden hasta que salta el contestador y una nueva oleada de pesar se apodera de mí. 

—Escucha, Vanessa —empieza a decir mi madre—. Sé que últimamente las cosas entre nosotras están un poco tirantes. Esta mañana no me has dado la oportunidad de que te contara cómo va todo con Victor, y me sabe muy mal que te hayas enterado de su traslado por él y no por mí. Tan solo quiero que entiendas que… 

Se me escapa una risita desdichada. Me giro para mirarla y la interrumpo: 

—¿«Tirantes», dices? A ver, solo has dejado que un hombre se meta en nuestra casa de forma permanente sin dignarte a tenerme mínimamente en cuenta. Un hombre al que conoces ¿desde hace cuánto? ¿Unos meses? Y luego, pensándolo bien, me has puesto entre la espada y la pared, y me has amenazado con quitármelo todo solo porque no apruebas al chico con el que salgo. —«O con el que salía», digo para mis adentros. 

—¿Tenemos que volver a hablar del tema? —replica, y los rasgos de su rostro se endurecen. 

—¿Serviría de algo? Es evidente que no, porque ya has decidido que Thomas no es lo bastante bueno para mí y nadie puede hacerte cambiar de opinión, ¿verdad? 

—Imagino que no iba tan desencaminada con ese chico si me encuentro a mi hija llorando, en mitad de la noche, y se niega a entrar en casa —replica con un tono de voz cargado de desprecio y hablándome como si todavía fuera una niña. 

Resoplo de forma exagerada.

—Crees que lo sabes todo, ¿verdad? —le pregunto, y cierro los ojos con fuerza—. No es así. ¡No sabes nada de mí y no sabes nada de él!

—¿Que no sé nada de ti? No me hagas reír. Eres mi hija, nadie te conoce mejor que yo. ¿Crees que Victor no me ha puesto al corriente de la visita de anoche? —estalla, y me asesta una mirada que destila reproche. Luego cierra los ojos, se pellizca el puente de la nariz con los dedos, respira hondo, como si quisiera mantener la calma, y continúa—: A pesar de mis advertencias y consejos, estoy intentando ser comprensiva contigo, pero no funciona así. No puedes hacer lo que te dé la gana. Esta es mi casa, y las reglas que yo impongo deben respetarse, o si no…

—O si no, ¿qué? —la desafío, harta de todo esto—. ¿Vas a prohibirme que utilice el teléfono? ¿Vas a prohibirme que vea la tele? ¡Soy una persona adulta y me gustaría que empezaras a tratarme como tal!

—¿Adulta? —se burla—. Créeme, ¡estás demostrando ser cualquier cosa menos una persona adulta! 

—¿Solo porque no me doblego a tu voluntad?

—¡No, porque todavía no eres capaz de distinguir lo que está bien de lo que está mal! 

—¿Y tú sí eres capaz? ¡Has decidido meter en nuestra casa a un hombre al que solo he visto una vez y con el que ahora me veo obligada a compartir techo! Estás dando un paso enorme por alguien a quien apenas conoces. ¿Eso te convierte en una persona más adulta o sabia que yo?

—Si no confiara al cien por cien en Victor, no le habría dejado entrar en nuestra casa. Es una buena persona.

—¿Así que tú puedes decir eso de él, pero yo no puedo decirlo de Thomas? ¿Mi opinión es del todo irrelevante?

—No es irrelevante, pero yo soy la figura parental, así que yo tengo la última palabra. —Alza la barbilla con actitud arrogante, convencida de su discurso. 

Sacudo la cabeza y siento arder la rabia en mis mejillas. 

—Como siempre, soy yo quien debe renunciar a lo que quiere para obedecer la voluntad de otra persona, ¿verdad? 

Su silencio vale más que cualquier respuesta. 

—Si yo te importara al menos un poco, jamás me pondrías en esta tesitura… Dios mío —digo, con un suspiro exasperado—, soy tu hija, deberías apoyarme, defenderme, alegrarte por mí y desearme lo mejor. ¿Por qué te cuesta tanto? 

Mi madre se lleva las manos al pecho con una expresión de dolor en el rostro. 

—Quiero lo mejor para ti, pero estás demasiado implicada como para comprender que él no es bueno para ti. Lo siento, pero no cambiaré de opinión sobre ese chico, ¡y mucho menos sobre lo que espero de ti! —El tono autoritario con el que pronuncia estas palabras es la gota que colma el vaso. 

Inspiro por la nariz y rechino los dientes. 

—Si tienes la intención de hacer que te odie, que sepas que lo estás consiguiendo. Pero no es una novedad, porque parece que se te da genial hacer que la gente te odie. Mira a papá: estaba tan harto de ti, de tu opresión constante, de tu necesidad incontrolada de dirigir la vida de los demás, la tuya y la suya, que en cuanto tuvo la oportunidad de marcharse, ¡huyó como alma que lleva el diablo! Ha rehecho su vida. Una vida en la que tú no estás presente. ¿Y sabes qué? ¡Es feliz! ¡Lejos de ti todo el mundo es feliz! ¡Eso debería bastar para que comprendieras que arruinas todo lo que tocas! —Con una crueldad impropia de mí, las palabras salen de mi boca antes de que pueda controlarlas. Y con la misma imprevisibilidad, en una fracción de segundo, recibo una bofetada tan fuerte que siento cómo la mejilla me arde en llamas. Abro la boca con asombro y mi madre hace lo mismo; parece sorprendida por lo que acaba de hacer. 

—¿De dónde viene toda esa malicia? —pregunta, con voz temblorosa y ojos furiosos—. No creía que fuera posible, pero, cuanto más creces, más te pareces a él… —Me estudia con desdén durante lo que parecen unos segundos interminables. Luego aparta la mirada, se ajusta la bata polar a la altura del pecho y, tras enjugarse una lágrima con el dorso de la mano, exclama—: ¿Quieres ser adulta? Muy bien. A ver cuánto tiempo aguantas. Mañana te quiero fuera de esta casa, así por fin podrás ser feliz. Trabajas, tienes ingresos, puedes apañártelas sola. 

Con una mano en la mejilla, que sigue ardiendo, la observo levantarse, marcharse y cerrar la puerta tras de sí.

No puede haberlo dicho en serio… 

Sé que me he pasado. Sé que he hablado sin pensar. Sé que mi madre vivió el final de su matrimonio como un fracaso. La vi encerrarse en casa por la humillación que suponía que la hubieran engañado, mientras mi padre se dedicaba a su nueva familia, a quienes prestaba la misma atención que nos había brindado a nosotras y de la que después nos privó. Sé perfectamente que el culpable en toda esta historia es él. Y que, con toda probabilidad, si ella es tan cínica y yo tan insegura, también sea culpa suya. Lo sé porque he sufrido tanto como ella, y sigo sufriendo. Pero su constante pretensión de imponerse en mi vida me ha hecho perder el control. Por su parte, es injusto que me acorrale. Estaba tan enfadada que una parte de mí quería hacerle daño. Y, por primera vez, pienso que tal vez Thomas y yo no seamos tan diferentes, después de todo. 

Cuando la luz del porche se apaga, mis ojos vuelven a inundarse de lágrimas, el labio inferior me tiembla y siento una punzada en el estómago.

Cierro los ojos y me doy cuenta de que en menos de una hora he conseguido que Thomas me deje y que mi madre me eche de casa. Cuando asimilo todo lo que he perdido en una sola noche…, el mundo se me cae encima. 

Agotada e incapaz de hacer nada más, llego hasta el pequeño sofá que hay junto a la entrada y me acurruco en posición fetal. Con la mejilla apoyada en el cojín, intento contener los sollozos que me sacuden el cuerpo, pero fracaso miserablemente.

Todo es culpa mía. 

Siempre es culpa mía… 

Capítulo 2

No sé cuánto tiempo ha pasado cuando, de repente, siento que alguien me sacude un hombro con suavidad. La lluvia ha parado y ha dejado el inconfundible olor a petricor en el aire. El viento se ha transformado en una brisa cortante, pero el cielo sigue oscuro. Despacio, abro los ojos, que me arden por las lágrimas que he derramado, y una imagen borrosa se materializa ante mí. Frunzo el ceño y, en la oscuridad de la noche, iluminada tan solo por el resplandor de una farola, dos ojos de mirada profunda me contemplan con preocupación mientras una mano cubierta de tatuajes se apoya en mi cadera, que ahora está cubierta por una pesada chaqueta de cuero negro. 

—¿Thomas? —murmuro confusa, y trato de incorporarme—. ¿Qué haces aquí?

—Estás temblando —afirma, con el ceño fruncido. Se pone de rodillas y me frota los brazos con las manos para darme calor—. ¿Qué haces aquí fuera?

—Me he quedado dormida —respondo, todavía un poco aturdida. Vuelvo a mirarlo y trato de identificar su estado de ánimo ahora mismo. Ya no parece enfadado, tan solo cansado e inquieto. 

—¿Aquí fuera? —replica, contrariado, mientras me cubre los hombros con la chaqueta. Ahora que está tan cerca, una vaharada de cerveza y cigarrillos me invade las fosas nasales. 

¿Ha ido a beber? Mala señal. 

—Necesitaba que me diera un poco el aire —miento. No me apetece hablar con él de lo que ha pasado. Solo quiero saber dónde ha estado y qué ha hecho. Estoy a punto de preguntárselo, pero me detengo al ver que arruga la frente cuando posa la mirada en mi mejilla derecha. De repente, tensa la mandíbula y pasa los nudillos por mi rostro, lo que me provoca una ligera punzada de dolor. No tardo en comprender que la marca de la bofetada debe de seguir ahí, bien impresa. Imagino que no ha pasado mucho tiempo desde la discusión con mi madre. Miro la hora en el teléfono, que había dejado a mi lado, y descubro que son las tres pasadas. 

—¿Quién ha sido? —pregunta con dureza. 

—Mi madre. —Levanta las cejas, sorprendido. Pero antes de que pueda preguntarme nada más, me adelanto—. ¿Dónde has estado? Te he llamado un montón de veces y no has respondido… —digo, incapaz de ocultar el miedo en mi voz. 

Inclina la cabeza, se pasa el pulgar por la ceja izquierda, y luego vuelve a levantarla. 

—Tenía que ocuparme de un asunto. 

Trago saliva con dificultad y me arrebujo más en su chaqueta para protegerme del frío cortante. 

—¿Qué asunto?

—Créeme, no quieres saberlo.

El corazón me martillea en el pecho con tanta fuerza que siento la vibración hasta en la garganta mientras el terror se expande en mi interior. Lo ha hecho. Ha estado con otra. Estoy segura. Lo sé por cómo no me mira, por los rasgos tensos y esa expresión afligida de alguien que ha cometido un error y ahora es incapaz de confesarlo. 

—Pues sí que quiero saberlo. Después de la experiencia con Travis, nada me da miedo —añado con aspereza antes de quitarme su chaqueta de encima. 

—¿Qué? —pregunta, desconcertado. 

—Venga, Thomas, dilo.

—¿Decir qué?

—Oye, te has ido de aquí hecho una furia, no he sabido nada más de ti, y ahora vuelves con la ropa apestando a alcohol y te niegas a contarme lo que has hecho durante estas horas. Y vale, no me debes nada, ninguna justificación ni explicación, porque nosotros dos no estamos juntos, pero ya he pasado por esto, sé cómo funcionan estas cosas, y si tú… —Siento que el estómago se me cierra en un puño—. Si has vuelto con ella, me gustaría saberlo.

El silencio impregna el espacio que nos rodea durante varios segundos en los que la confusión de su rostro no se disipa. Luego, entrecierra los ojos. 

—Espera un momento, ¿qué película te estás montando?

Bajo la mirada y no respondo. No puedo. 

Entonces, me levanta suavemente la barbilla con dos dedos y me obliga a mirarlo antes de continuar: 

—¿Crees que he estado con otra?

—¿Llevo razón?

—Joder, no.

—Entonces…, ¿no estabas en casa de Finn? —Niega con la cabeza—. ¿Y no estabas con otra? —susurro. 

Me parece ver un atisbo de duda durante un instante en el que siento que me quedo sin aire, pero luego niega de nuevo. Lo miro a los ojos con extrema atención, pero lo único que veo en ellos es la verdad. 

—Creía que lo dejé claro cuando dije que no lo haría. 

—Con las palabras se dicen muchas cosas, Thomas. 

—Nunca te haría algo así. 

—Entonces, ¿por qué no has respondido al teléfono? ¿Por qué no quieres decirme dónde has estado o qué has hecho todo este rato?

—Porque deberías mantenerte al margen de ciertas cosas, por tu propio bien. 

Tendría que estar acostumbrada a su voluntad constante de apartarme y dejarme al margen. Aun así, cada vez que sucede, mi corazón se quiebra en mil pedazos. Como si pudiera leerme la mente, Thomas me acuna el rostro con las manos, me acaricia las mejillas con los pulgares y me pasa los otros dedos por el pelo para acercarme a él. Cierro los ojos en cuanto siento el escozor de las lágrimas. Como si no hubiera llorado ya lo bastante. 

—Es cierto que antes, cuando me he ido, estaba hecho una furia. Pero quiero que te quede algo muy claro: no importa lo enfadado que esté o lo mucho que me hagas cabrear, siempre serás mi prioridad. —Me mira con intensidad y apoya su frente en la mía mientras yo trato de contener la emoción que me embarga. Nuestras bocas se rozan y los latidos de mi corazón se aceleran cada vez más, hasta que Thomas presiona sus labios contra los míos y me besa con una mezcla de dulzura y determinación.

Y si en el pasado me costaba entender y aceptar su intención de mantenerme al margen de ciertas situaciones, ahora empiezo a tener más claro el motivo que lo lleva a actuar así: quiere protegerme. 

Coloco mis manos sobre las suyas, entrelazo nuestros dedos y los alejo de mi cara para llevarlos a mis muslos. Me observa con el rostro inclinado mientras intenta descifrar mis movimientos.

—Puedo esperar…

—¿Esperar? —repite con suavidad. 

—Hasta que llegue el momento en que me dejes entrar aquí dentro —digo, y apoyo una mano en su pecho, a la altura del corazón. 

—Ness…

—No —lo callo y presiono el índice en sus labios porque no quiero oírlo. Ahora es él quien debe escucharme—. Puedo esperar, Thomas. No importa si tengo que hacerlo un día o toda una vida. Esperaré… Y cuando estés listo, cuando al fin me dejes entrar, te prometo que lo haré en silencio, con delicadeza. Me limitaré a observar todo lo que no me dejes tocar y aprenderé a aceptar todo lo que no comprenda. —Bajo la cabeza un instante y luego vuelvo a alzarla; veo el desconcierto impreso en su rostro—. No espero que lo hagas ahora. Solo quiero que sepas que cuando estés listo, yo lo estaré junto a ti. Quiero que sepas que no debes tener miedo de incluirme en tu mundo, porque tú no me rompes, sino que me arreglas continuamente.  

No dice nada. Se limita a mirarme con esos ojos magnéticos que siempre me intimidan, y tengo la impresión de que quiere decirme algo, pero se contiene. 

Después, de repente, me atrae hacia él y me abraza con fuerza. Apoyo la cabeza en su pecho, justo en el punto donde los latidos resuenan entre las costillas con una fuerza inaudita. Me acerco todavía más a él y dejo que su calor me envuelva, porque nadie puede imaginarse lo mucho que necesito esto ahora mismo. 

—Lamento lo de hoy —digo en voz baja. 

—No le des vueltas.

Pero es imposible no hacerlo; las palabras con las que Logan se ha referido a Thomas me atormentan y se arremolinan de forma confusa en mi cabeza. 

«Es un neurótico. Una nulidad. Un cobarde. Eres una víctima que ha caído en su trampa». 

Me separo de su cuerpo y busco su mirada con los ojos. 

—No, me he equivocado. No debería haber ido a su apartamento, ni quedarme con él hasta perder la noción del tiempo. He sido una inconsciente. Pero te juro que no ha pasado nada entre nosotros, créeme. Debería haberte escuchado y, en cambio, no he hecho más que preocuparte y hacerte enfadar… 

—Basta, Ness, olvídalo. Lo importante es que estás bien. —Me coloca el pelo detrás de las orejas en un gesto lento mientras sus pupilas me escrutan con un velo de aprensión—. ¿Por qué no me cuentas qué haces aquí fuera? 

Me pongo rígida y el estómago se me retuerce. No puedo contarle que mi madre me ha echado de casa por él. Se sentiría culpable y acabaría rechazándome. 

—Desembucha, ¿qué pasa? —añade con brusquedad. 

Enderezo la espalda con un profundo suspiro. 

—He discutido con mi madre por Victor, su pareja. Vendrá a vivir aquí, y yo no estoy de acuerdo con esa decisión, pero a ella le da igual. Le he dicho cosas feas, bastante feas, y ella… bueno, me ha dado a entender que ya no soy bienvenida en esta casa. 

Esa no es toda la verdad. 

Pero sigue siendo cierto.

Thomas aparta un poco la cara. 

—Es broma, ¿no?

Niego con la cabeza. 

—No, pero, de todas formas, ya no importa. 

Aprieta los labios en una línea tensa. 

—¿Cómo no va a importar? 

Me encojo de hombros; no sé muy bien qué decir. Claro que importa. Importa, pero hablar de ello ahora no cambiará las cosas. Porque no pienso renunciar a Thomas, igual que mi madre no piensa cuestionar sus convicciones. Así que me llevo las rodillas al pecho, apoyo la barbilla en ellas y me sumerjo en un doloroso silencio. Cuando comprende que no va a conseguir ninguna explicación adicional al respecto, Thomas se pasa una mano por el cabello con frustración, se pone en pie, se saca el paquete de Marlboro del bolsillo de los vaqueros y se lleva un cigarrillo a la boca. Lo enciende, inspira hondo y se sienta a mi lado, con las piernas ligeramente abiertas y sin apartar la mirada de mí. 

—¿Qué vas a hacer ahora?

Me encojo de hombros. 

—Nada. 

—¿Cómo que nada?

Alzo la vista hasta él y lo fulmino con la mirada. 

—No tengo ningún otro sitio al que ir. Si tuviera un padre presente en mi vida, y ese padre viviera en Corvallis, tendría una alternativa, supongo. Pero no está aquí. Está ocupado haciendo de padre de su hijo, quién sabe dónde, y en su vida no hay espacio para mí. El dinero que gano en el Marsy apenas alcanza para pagar una habitación cutre en las afueras de la ciudad, por no mencionar el hecho de que no sé cómo voy a hacer frente a los gastos de la universidad a partir de ahora. Así que, sí. No voy a hacer nada. Me quedaré aquí sin hacer nada. —Vuelvo a apoyar el mentón en las rodillas, agotada por toda esta situación. 

Thomas deja que me desahogue y, cuando se acaba el cigarrillo en un silencio absoluto, se levanta, me tiende la mano y exclama: 

—Vamos, te llevo a un sitio. 

Lo observo desconcertada. 

—¿Ahora? 

Asiente. 

—Ahora, la noche es larga y no tiene sentido quedarse aquí. 

Vacilante, observo la mano que me ha tendido y, por un momento, tengo una especie de déjà vu. Mi mente retrocede a la noche de hace casi dos meses, cuando me pidió que fuera con él a la fraternidad. Apenas hacía una semana que lo conocía, pero tardé menos de cinco segundos en aceptar. A día de hoy, no ha cambiado nada porque, a pesar de todo, seguiría yendo con él adonde quisiera llevarme. 

—De acuerdo. —Le sonrío débilmente—. ¿Adónde me llevas? 

Me mira con los labios fruncidos en una sonrisa torcida y ese aire arrogante suyo que lo hace irresistible. 

—Ya lo verás. 

Después, me toma de la mano, recoge mi mochila del suelo y me acompaña hasta la moto. 

* * *

Llegamos al campus tras recorrer a toda velocidad las calles húmedas y oscuras de Corvallis, con los brazos alrededor de su cintura. Thomas apaga el motor, baja el caballete y, con un pie apoyado en el suelo, mira a su alrededor, como si buscara a alguien. 

¿A quién cree que va a encontrar en el campus a estas horas de la noche, aparte de al guardia de seguridad? 

Separo los brazos de su cuerpo. Nos quitamos el casco y me pide que le pase el teléfono que tiene en el bolsillo de la chaqueta de cuero que me ha prestado. Se lo doy y veo que envía un mensaje. 

Nos bajamos de la moto y Thomas se desliza el teléfono en el bolsillo trasero de los vaqueros. Antes de que pueda preguntarle qué hacemos aquí, se sube la manga de la sudadera hasta dejar la muñeca al descubierto. Se quita el pañuelo negro y me lo da. 

—Póntelo.

Lo miro atónita. 

—Perdona, pero ¿qué se supone que debería hacer con eso? 

—Véndate los ojos —responde, decidido, con una sonrisita. 

Arqueo una ceja. 

—¿Qué demonios tienes en mente, Collins? 

Me sonríe divertido y, entonces, un silbido llama nuestra atención y nos giramos. Un chico alto, rubio, con un cuerpo delgado y atlético sale de los apartamentos de los chicos.

—Tienen que darme una cosa antes de que te lo muestre —me explica Thomas, antes de acercarse a él. 

A primera vista, creo que no lo conozco, pero, cuando lo pienso mejor, me parece que lo he visto un par de veces en la cafetería con él. Se saludan chocando los hombros y veo que se ríen. En un momento dado, su amigo me mira y me dedica la clásica sonrisa de quien piensa «bien pillada, tío». Me cruzo de brazos mientras veo que el chico le entrega una llave a Thomas. Hablan un poco más y se despiden. Cuando llega hasta mí, soy incapaz de mantener a raya la curiosidad. 

—¿Quién era? —pregunto, cautelosa, mientras desenrollo el pañuelo. 

—Un jugador del equipo de hockey sobre hielo. 

—¿Y por qué te ha dado esa llave?

Thomas suspira de forma dramática mientras recoge los dos cascos, se los desliza por el antebrazo derecho y saca la llave de la moto. 

—Estás haciendo demasiadas preguntas, Ness. Demasiadas preguntas. Ponte el pañuelo en los ojos y confía en mí. 

Resoplo sin disimular, incapaz de reprimir una sonrisita burlona. 

—Oye, ahora no querrás llevarme a una sala de juegos rarita, ¿verdad? Porque, en ese caso, deberías saber que no me va el sadomasoquismo y no tengo ninguna intención de dejar que me pegues con una fusta —digo mientras me vendo los ojos. 

Suelta una carcajada tan espontánea que me vibra el pecho y olvido toda la mierda que ha pasado esta noche. Me rodea con los brazos y acerca la boca a mi oreja. Su cálido aliento me hace cosquillas en la piel. 

—Joder, eso significa que tendré que conformarme con el fingering. —Noto que se ríe contra mi cuello y luego me da un mordisquito. 

Me estremezco ante ese contacto, pero luego frunzo el ceño. 

—El hecho de que no tenga ni idea de lo que es eso del «fingering» me convierte en una pardilla, ¿verdad? 

—Ya sabes lo que es. Lo sabes muy bien. —Se ríe con sarcasmo. 

—Oh… —Enmudezco por la vergüenza y siento las mejillas al rojo vivo. 

—Pero no te preocupes, por ahora no quiero hacer nada de eso. 

—Entonces ¿qué quieres hacer, Thomas? —pregunto con tono cantarín y juguetón.

Me toma la barbilla con los dedos y me gira la cabeza. Contengo la respiración cuando siento sus labios sobre los míos y su voz cálida y ronca me susurra: 

—Solo quiero verte feliz. 

Con el corazón atrapado en un torbellino de emociones, me coloca las manos en los hombros y me lleva hacia delante, dispuesto a guiarme.

* * *

—Espera, ve con cuidado —dice—. Ahora vamos a girar a la derecha. No, he dicho derecha, no izquierda. Presta atención o te chocarás con la pared. 

—Eh, me estás guiando tú, eres tú quien debe prestar atención para que no me choque con la pared —replico mientras trato de sobrevivir a sus limitadas dotes de orientación. 

—No escuchas mis indicaciones. 

—No sabes dar indicaciones —respondo convencida—. Te recuerdo que hace un momento he chocado con la puerta de cristal por tu culpa porque te has «olvidado» de avisarme de que estaba ahí, justo delante de mí. 

—Te he dicho que estaba ahí, eres tú la que tiene los reflejos de un perezoso. 

—Me lo has dicho cuando la tenía a un palmo de las narices. Y no resoples —lo riño, a modo de broma, y le doy un codazo ligero en la barriga—. Te oigo. 

Percibo un ligero soplido en el cuello, lo que significa que está sonriendo. 

—Muy bien, ahora levanta el pie derecho, hay un escalón. 

Sigo sus instrucciones y recorremos algunos metros más, hasta que me detiene. 

—¿Hemos llegado? —pregunto con un entusiasmo que ya no puedo mantener bajo control. 

No responde. Retira una mano de mi hombro y, justo entonces, oigo el ruido de una puerta que se abre. Una ráfaga helada me atraviesa el cuerpo. 

¿Por qué de repente hace tanto frío? 

Thomas me anima a continuar, hasta que me toma de las manos y las coloca sobre lo que parece una barandilla. 

—Vale, creo que ya está, ¿preparada? 

La velada nota de dulzura con la que me lo pregunta me derrite por dentro. Es una novedad. 

—Sorpréndeme —lo animo. 

Se detiene unos instantes y, al fin, me quita el pañuelo: ante mí veo una inmensa pista de patinaje sobre hielo completamente desierta e iluminada tan solo por el reflejo de un foco. Me quedo pasmada. Es precioso y, sin darme cuenta, me invaden recuerdos de mi infancia, destellos de momentos perfectos que compartí con el único hombre que creía que jamás me abandonaría. El sonido de la risa de mi padre resuena en mi cabeza. Sus manos grandes y callosas que agarraban las mías, dispuestas a sostenerme para que no me cayera. Sus palabras de ánimo: «Vamos, pequeña, ahora voy a soltarte y tú vas sola. Puedes hacerlo. Sé que puedes». Sus dedos que se separaban de los míos, su sonrisa de orgullo que me animaba… Siento que los ojos se me humedecen mientras contemplo asombrada la pista que tengo frente a mí. 

—¿Te has acordado? —Me tiembla la voz, llena de emoción. La noche que Thomas se quedó a dormir en mi casa, le hablé de cuando mi padre me llevaba a patinar y de lo mucho que echaba de menos hacerlo. 

Thomas se sitúa a mi lado, me aparta el pelo de la cara, me lo coloca con delicadeza detrás de la oreja y, con el pulgar, me seca una lágrima que ni siquiera sabía que había derramado. 

—No puedo ofrecerte una solución a tu problema, pero puedo concederte un poco de alivio que te ayude a desconectar de la realidad un rato, y he pensado que esto… —Desvía la mirada a la pista de patinaje que hay frente a nosotros—… podría ser el lugar adecuado. 

Me vuelvo hacia él y lo abrazo con fuerza. Con toda la fuerza que puedo para demostrarle lo agradecida que me siento ahora mismo. Por un momento, Thomas parece sorprendido, como si no se lo esperara, pero luego me devuelve el gesto, me rodea con sus brazos y yo me refugio en ellos.

—¿Te apetece ir? —pregunta, con la voz amortiguada por mi pelo, mientras me acaricia la nuca. 

Me aparto y lo observo, insegura. 

—¿Puedo? 

Mira a su alrededor y se encoge de hombros. 

—¿Quién podría impedírtelo?

—El guardia, por ejemplo. Ni siquiera deberíamos estar aquí —le señalo en voz baja, como si alguien pudiera oírnos en cualquier momento. 

—A esta hora, el guardia ya estará durmiendo. Estamos solos. Así que, si quieres patinar, puedes hacerlo. 

Me muerdo el labio y balanceo los pies mientras observo la pista de hielo, indecisa sobre qué hacer. 

—Quiero patinar. 

Parece satisfecho. 

—Venga, a por tus patines —dice, y señala el almacén que hay detrás de él—. Pero antes prométeme que no vas a hacer ningún Ritter-como-coño-se-llame, no quiero cargar con ese peso en la conciencia —me toma el pelo al recordar el «pequeño» incidente del que le hablé. 

—Rittberger —lo corrijo, y estallo en una carcajada. Luego, con carita de ángel, añado—: Me portaré bien, te lo prometo. 

Estoy a punto de dejarlo atrás, pero, antes de que pueda moverme, Thomas me agarra por las caderas y me atrae de nuevo hacia él. 

—Te encuentras bien, ¿verdad? Quiero decir, aparte de tu madre, tú… ¿tú estás bien? —me pregunta. De repente, suena serio y angustiado. Siento sus brazos alrededor del torso y el calor de su cuerpo me calienta al instante. 

—Creo que sí —respondo, aunque más por instinto que por convicción—. O sea, todavía estoy muy nerviosa, y me duele un montón la cabeza, pero… diría que estoy bien. 

Noto su mirada enigmática clavada en mí, como si mi respuesta no lo convenciera del todo. 

—Eh… —Le acaricio el rostro con toda la delicadeza que puedo, dispuesta a preguntarle qué pasa por esa cabecita suya, pero él no me lo permite. 

Se acerca y, en un instante, su boca encuentra la mía. Cálida, suave, delicada. Entreabro los labios con naturalidad, como si mi cuerpo no esperara otra cosa, mientras él me abraza por las caderas. El deseo hace que me estremezca por completo. Porque este es el efecto que tiene en mí cada vez que me toca, me mira o me besa: me hace estremecer. Me tiemblan las piernas, las manos, incluso el corazón. 

Cuando nos separamos, me pierdo en esos iris tan profundos, verdes y brillantes como esmeraldas, capaces de hacerme sentir protegida, inmune a cualquier peligro. Y, a pesar de que soy consciente de que el mayor peligro lo tengo justo delante de los ojos, lo único que puedo hacer es mirarlo como si nada en este mundo importara aparte de él. De repente, las pretensiones de mi madre ya no importan, ni el hecho de no tener un techo bajo el que vivir. Ni siquiera me asusta tener que buscarme la vida por mi cuenta, si Thomas está conmigo. No necesito nada más. 

—Gracias por esto, por haberme traído aquí. 

Él niega con la cabeza y frunce el ceño casi de forma imperceptible, como si no tuviera ningún motivo por el que estarle agradecida. Como si el hecho de que me haya traído aquí fuera algo normal, algo que habría hecho cualquiera, pero no es así. 

No todos me habrían traído a patinar en plena noche. 

Pero Thomas sí, él lo ha hecho. 

Y entonces me arrolla un pensamiento que me deja aturdida, una verdad que he tratado de ignorar durante demasiado tiempo, pero que ahora ya no puedo seguir reprimiendo. El hecho es que, una vez lo reconozca, no habrá vuelta atrás. No podré fingir que no es así. 

Será el final. 

Mi final. 

Pero negarlo ya no tiene ningún sentido. 

Él me sonríe, ajeno a la peligrosidad de mis pensamientos. Luego se retira y me hace un gesto para que vaya al almacén. 

Me encamino mientras un alboroto descomunal se libra en mi cabeza y el corazón está a punto de estallarme. 

Madre mía… 

Estoy enamorada de Thomas Collins. 

* * *

El frío se adentra en mi garganta. Las cuchillas de los patines se deslizan por el hielo y arañan la superficie. Con una ligera carrerilla, me elevo para hacer una pirueta, extiendo los brazos en alto y respiro hondo el aire gélido, que me azota el rostro. Giro sobre mí misma tan rápido que es como si un torbellino fuera a engullirme. Es la tercera pirueta que consigo hacer sin caer de forma patosa al suelo. Las cuatro primeras han sido intentos fallidos bastante vergonzosos. Cada vez que tomaba impulso, acababa con el culo en el hielo, y Thomas, por supuesto, no ha tardado ni un segundo en burlarse de mí. Sentado en las gradas vacías, dispuestas en un gran óvalo alrededor de la pista de patinaje, no ha dejado de reírse y sacar fotos de todas mis caídas. Menudo idiota. 

Tras completar algunas vueltas más, empiezo a acusar el cansancio de la noche en blanco y, por el ligero enrojecimiento de sus ojos, estoy segura de que él también está agotado. Sin embargo, no dice nada, está ahí, en silencio, observándome mientras patino, a la espera de que sea yo quien decida poner punto final a esta larga noche. Me acerco a él, apoyo las manos en la barandilla y lo miro a los ojos. 

—Eh, ¿qué te parece si nos vamos?

—¿No quieres patinar más? —responde mientras se pone en pie. 

—No, estoy cansada. Además, pronto amanecerá y el campus empezará a llenarse de gente. 

—Vale, pues nos vamos. 

Me quito los patines y me dirijo al almacén para devolverlos. Me aseguro de colocarlos en el mismo sitio donde estaban; no quiero levantar sospechas. Cuando regreso con Thomas, nos encaminamos hacia los pasillos desiertos de la Universidad Estatal de Oregón. 

Esbozo una tímida sonrisa; no puedo evitar pensar en lo bien que me he sentido durante esta última hora. Volver a patinar después de tantos años ha sido mágico. Y ha sido mágico gracias a él. Sé que esta sensación de tranquilidad absoluta que siento ahora mismo es tan solo una fase pasajera, que cuando la euforia haya pasado volveré a verme atrapada en un torbellino de sufrimiento. Pero durante un breve y maravilloso instante, Thomas ha conseguido que el dolor que me desgarra por dentro sea más soportable. 

Caminamos en silencio todo el trayecto, cada uno perdido en sus propios pensamientos. Cuando nos acercamos a la entrada, siento que el estómago se me encoge hasta que apenas puedo respirar. Porque es el preciso instante en el que caigo en la cuenta de que no tengo ningún sitio al que ir, y no puedo volver a casa. 

—¿Qué te pasa? —La voz de Thomas, profunda y ronca, rasga el aire que nos rodea. 

—Nada. 

Se detiene, baja la mirada en busca de la mía y nuestros ojos se encuentran. 

—Venga, Ness. No me trago tus chorradas, deberías saberlo a estas alturas. 

—Es que no entiendo cómo ha podido pasar esto. 

Frunce el ceño. 

—¿El qué?

—Todo esto… Mi madre me ha echado de casa, mi padre ha dejado de preocuparse por mí. Así que, resumiendo, estoy sola y no tengo ni idea de cómo ha ocurrido. 

Los ojos se me humedecen. Dios mío, no hago más que llorar. Es muy frustrante.

Thomas me abraza con fuerza y descansa la barbilla sobre mi cabeza. 

—No estás sola. 

—Sí que lo estoy. 

Cierro los puños y aprieto la tela de su sudadera mientras la garganta se me cierra en un sollozo, y hago todo lo posible por contener las lágrimas. 

—Siento que ya no tengo a nadie —confieso en un débil susurro. 

Thomas me acuna el rostro y, con los ojos clavados en los míos, me susurra cuatro simples palabras que cuentan más que cualquier otra cosa: 

—Me tienes a mí.

Capítulo 3

«Me tienes a mí».

Estas son las palabras que me han acompañado durante el resto de la noche, o, mejor dicho, durante las pocas horas que nos separaban del amanecer, que me han hecho sentir mariposas en el estómago y dormirme con una sonrisa en los labios. Lo tengo a él, y no sé si él lo cree de verdad o si tan solo lo ha dicho para tranquilizarme, pero oír esas palabras de su boca era todo lo que yo necesitaba.

Animada por esa confesión, le he pedido a Thomas que me deje pasar la noche con él, y le he asegurado que me buscaré la vida en cuanto nos despertemos por la mañana. Su respuesta ha sido seca e inmediata:

—No te habría llevado a tu casa ni aunque me lo hubieras pedido de rodillas.

Entonces nos hemos dirigido a su apartamento, me he dado una ducha, me he puesto una de sus camisetas holgadas y nos hemos metido en la cama. Abrazados en la postura que ahora parece nuestro encaje perfecto. Con sus brazos rodeándome la cintura, mi espalda apretada contra su pecho y su pierna montada sobre la mía. Me he sentido tan bien… Sin embargo, la vocecita de mi cabeza me ha advertido de que no me acostumbre a esto, porque la pena que siente por mí llegará a su fin y Thomas volverá a ser el chico hosco e intratable. Por eso me he intentado apartar un poco, pero no me lo ha permitido. Ha tirado de mí para llevarme de nuevo contra su cuerpo y hemos dejado que el silencio nos acune hasta que hemos cerrado los ojos y nos hemos dormido, mientras los primeros resplandores del alba empezaban a alumbrar la oscuridad.

* * *

Cuando despierto, estoy sola en la cama. Fragmentos de algunos recuerdos se enmarañan en mi mente, que sigue ofuscada: Logan suplicándome, la caja con la pizza intacta en su interior, Thomas aporreando la puerta… Por un momento, tengo la sensación de que todo ha sido un sueño, pero el cansancio y los ojos hinchados me confirman que todo ha sucedido de verdad.

Tengo la impresión de haber dormido durante una eternidad. Y, en efecto, cuando miro la hora en el teléfono, descubro que son casi las cuatro de la tarde. También veo que tengo un mensaje de Alex. Me pregunta dónde me he metido y por qué no he ido a clase.

Le respondo:

Yo: He discutido con mi madre. Es una larga historia, ya te contaré. Por cierto, necesitaré que me prestes los apuntes.

Dejo el teléfono y, durante unos segundos, me pierdo observando el techo. En la habitación contigua oigo que Thomas habla en voz baja con su compañero de piso, Larry. Bueno, más que hablar, me atrevería a decir que están discutiendo. Lo más probable es que crean que sigo dormida y que no los oigo. Pues se equivocan.

—¿Ahora va a convertirse en una costumbre? —pregunta Larry—. ¿Me encontraré con sus cosas tiradas por casa día tras día? Estábamos de acuerdo: nada de chicas aquí dentro. Ya tienes la fraternidad para esas cosas.

—Lo que yo haga no te incumbe, así que no me toques los huevos —lo acalla Thomas, tajante.

—Claro que me incumbe. El apartamento no es solo tuyo, también es mío. Tengo el mismo derecho que tú a expresar mi opinión, y te recuerdo que es una intrusa. No puede estar aquí dentro.

—No va a convertirse en una costumbre. Pero ahora escúchame bien: si te atreves a decirle algo, mirarla mal o hacerla sentir incómoda, te juro que te arranco la lengua y haré que te la tragues mientras te pateo el culo. También es una situación de mierda para ella, ¿no crees?

Están discutiendo por mí.

Larry no quiere que esté aquí. Probablemente, me ve como una desconocida dispuesta a invadir su espacio, aunque no tengo la menor intención de hacerlo. Y lo cierto es que no va del todo desencaminado: soy una intrusa. Si se descubriera que me están acogiendo, él y Thomas se meterían en un buen lío.

Suspiro profundamente y me paso una mano por la cara mientras ignoro la discusión, que se vuelve más espinosa con cada segundo que pasa.

Pero soy incapaz de permanecer impasible durante más tiempo, así que me levanto, me recojo el pelo en una cola, me quito la camiseta de Thomas, me visto con la ropa que llevaba ayer y salgo de la habitación. Cuando abro la puerta, veo la poderosa figura de Thomas que se eleva sobre Larry. Ambos se giran en mi dirección sumidos en un silencio ensordecedor, y eso hace que me sienta todavía más incómoda. Thomas suelta poco a poco la camiseta de Larry, que se recompone y pasa las manos sobre la tela en un intento de alisarla.

—Buenos días —susurro, avergonzada. Señalo la cafetera—. Si no os importa, me hago un café y luego os dejo tranquilos —digo mientras paso junto a ellos con la cabeza gacha.

—Puedes quedarte todo el tiempo que quieras y hacer lo que quieras —responde Thomas en un tono calmado pero firme que hace que me gire para mirarlo. Veo que le dirige una mirada amenazadora a Larry, que, con los ojos ocultos por sus rizos desgreñados, traga saliva.

Yo también trago. Les ofrezco una sonrisa tirante y me dirijo hacia el mueble de la cocina. Saco una cápsula del recipiente azul de hojalata y la introduzco en la cafetera. Después, apoyo las palmas de las manos en la encimera, golpeteo la superficie con las uñas y, dando la espalda a los chicos, espero a que el aroma del café inunde la casa.

—Has cogido el descafeinado —me señala Larry.

Me giro hacia él con el ceño fruncido.

—El recipiente azul es para el descafeinado. Y el descafeinado es mío —puntualiza, con voz ligeramente chillona.

—Oh, lo siento, no tenía ni idea. —El sonido de la cafetera me avisa de que ya está listo. Rápidamente, tomo la taza y se la ofrezco—. ¿Café? —Frunzo los labios mientras espero ablandarlo un poco.

Thomas observa la escena junto a Larry, quien, al notar la expresión severa que le lanza, niega con la cabeza, resignado.

—No, da igual, bébetelo tú. Pero tenlo en mente para las próximas veces.

Asiento y, con la tacita de café humeante entre las manos, observo con pesar cómo se pone la chaqueta, recoge algunos cómics de la mesa y se marcha.

En cuanto la puerta se cierra a mi espalda, me doy la vuelta, dejo la tacita sobre la encimera y me masajeo la frente mientras libero un suspiro afligido. No me gusta caerle mal a la gente. Y, sobre todo, no me gusta causar molestias.

Thomas lleva las manos a mis caderas, me gira en su dirección e inclina la cabeza para mirarme directamente a los ojos.

—No es nada personal. Simplemente, no le gustan los cambios.

Sé que no resultaré muy convincente, pero, aun así, esbozo una sonrisa.

—Sí, bueno, lo comprendo. En cualquier caso, hoy mismo me pondré a buscar un sitio donde vivir, una habitación o cualquier cosa con cuatro paredes, un techo y que no me obligue a atracar un banco. —Él suelta una carcajada—. Pero antes tengo que ir a casa a cambiarme.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo?

—Tengo allí el uniforme del trabajo, y todas mis cosas, de hecho.

—¿Quieres ir ahora?

—Mi madre trabaja hasta las seis, quiero aprovechar que está fuera para coger al menos lo imprescindible.

Thomas va a por su bolsa de deporte y se la echa al hombro.

—Tengo entrenamiento dentro de dos horas. Te llevo.

Le sonrío con ternura, feliz porque quiera pasar más tiempo conmigo, y acepto su propuesta.

Salimos del apartamento y llegamos hasta el ascensor. Me gustaría tomarlo de la mano, pero, a pesar de la noche que hemos pasado juntos y del cuidado con el que me ha tratado, siempre tengo miedo de dar un paso en falso, así que desisto. Cuando las puertas se abren, un grupo de chicos sale del ascensor y, justo cuando entramos en el habitáculo, veo que Logan está apoyado en la pared, con una mano presionada contra las costillas, la cara pálida y llena de moratones…, tantos que me duele solo con mirarlo.

Casi se me corta la respiración.

Dios mío.