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«¿Y si te dijera que prefiero un amor equivocado a un sueño perfecto?» La historia de Thomas y Vanessa ha llegado a su fin. Las mentiras y las traiciones pesan demasiado, y no siempre es posible reparar lo que está roto. Cuando sus caminos se separan, Vanessa decide marcharse de Corvallis, pero el viaje no es suficiente para recuperar la serenidad, ya que en su interior sigue albergando un gran resentimiento hacia el hombre que le rompió el corazón. Mientras tanto, Thomas ha decidido enderezar su vida, y para ello está dispuesto a dejar atrás los excesos y enfrentarse de una vez por todas a los demonios que lo atormentan. Cuando Vanessa y Thomas se reencuentran en la universidad, la rabia que ambos sienten hacia el otro se transforma en una guerra de enfrentamientos y provocaciones. Sin embargo, la atracción que los une no ha desaparecido, como un fuego que resiste bajo las cenizas y solo espera una chispa para volver a arder. Y no hace falta mucho para que ese fuego estalle, sobre todo cuando Logan se convierte en una presencia cada vez más constante junto a Vanessa. Después de la tormenta, ¿siempre llega la calma? ¿Un gran amor puede salvarnos o no es suficiente? Thomas y Vanessa están a punto de descubrirlo. LA TRILOGÍA QUE HA CONQUISTADO LAS LISTAS DE VENTAS EN ITALIA NO EXISTE VENENO SIN ANTÍDOTO. NO EXISTE PRINCIPIO SIN FIN. «Recuerda el daño que te hizo, Vanessa. Las palabras que te escupió. Recuerda las lágrimas que derramaste. Las noches en vela. Tú lo odias. Lo odias terriblemente. Y él ya no tiene ningún maldito poder sobre ti».
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Seitenzahl: 750
Veröffentlichungsjahr: 2025
V.1: marzo de 2025
Título original: Better. Ossessione
© Adriano Salani Editore s.u.r.l. Gruppo editoriale Mauri Spagnol, 2023
© de esta traducción, Elena Rodríguez, 2025
© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2025
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.
Diseño de cubierta: Timea Schweiger - Fantastical Ink
Corrección: Gemma Benavent, Raquel Bahamonde
Publicado por Wonderbooks
C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10
08013, Barcelona
www.wonderbooks.es
ISBN: 978-84-18509-65-0
THEMA: YFM
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
«Recuerda el daño que te hizo, Vanessa.
Las palabras que te escupió.
Recuerda las lágrimas que derramaste.
Las noches en vela.
Tú lo odias.
Lo odias terriblemente.
Y él ya no tiene ningún maldito poder sobre ti».
La historia de Thomas y Vanessa ha llegado a su fin. Las mentiras y las traiciones pesan demasiado, y no siempre es posible reparar lo que está roto. Cuando sus caminos se separan, Vanessa decide marcharse de Corvallis, pero el viaje no es suficiente para recuperar la serenidad, ya que en su interior sigue albergando un gran resentimiento hacia el hombre que le rompió el corazón.
Mientras tanto, Thomas ha decidido enderezar su vida, y para ello está dispuesto a dejar atrás los excesos y enfrentarse de una vez por todas a los demonios que lo atormentan.
Cuando Vanessa y Thomas se reencuentran en la universidad, la rabia que ambos sienten hacia el otro se transforma en una guerra de enfrentamientos y provocaciones. Sin embargo, la atracción que los une no ha desaparecido, como un fuego que resiste bajo las cenizas y solo espera una chispa para volver a arder. Y no hace falta mucho para que ese fuego estalle, sobre todo cuando Logan se convierte en una presencia cada vez más constante junto a Vanessa.
Después de la tormenta, ¿siempre llega la calma? ¿Un gran amor puede salvarnos o no es suficiente? Thomas y Vanessa están a punto de descubrirlo.
#wonderlove
Dicen que los ojos son el espejo del alma,
pero no todos poseen una.
De pequeña tenía un sueño recurrente: sentada en un muelle de madera, acompañada únicamente por una bandada de gaviotas que revoloteaban en el cielo, me perdía observando el mar en calma que me rodeaba.
Era inmenso.
Una suave brisa me agitaba el pelo, el cielo estaba cubierto por algunas nubes. El silencio solo se veía interrumpido por el romper de las olas.
Me sentía libre, igual que aquellas gaviotas que jugaban a perseguirse graznando sobre mi cabeza. Y cuando las contemplaba, tenía la impresión de que podía desplegar las alas y volar con ellas. Alcanzaría el pico más alto del mundo, admiraría la vida desde allí arriba. Y estaba segura de que podría ver cualquier cosa. Cada pelea que había tenido, cada lágrima derramada, cada beso robado. Y, tal vez, sería capaz de apreciarlo todavía más. Habría percibido su inmenso valor y habría comprendido que, por defecto, el ser humano solo es consciente de lo preciosa que es la vida cuando está a un paso de perderla.
Siento vibrar el último rugido de la moto hasta en los huesos.
Como si me reclamara. «Respira, Vanessa, respira».
No tiene ningún poder.
De verdad, no lo tiene.
A mi alrededor, el ambiente se ha vuelto eléctrico. Los estudiantes caminan por el campus en todas direcciones. Lo llenan con sus voces, absortos en el ajetreo propio del regreso tras las vacaciones de invierno. Lo que yo siento, sin embargo, es la tensión que emana del motor a mis espaldas. Desvío la atención de la imponente fachada de ladrillo rojo del Memorial Union e intento armarme de valor.
Con la garganta cerrada y el corazón desbocado, aprieto los puños a los costados, cuadro los hombros y me giro en su dirección, decidida a demostrarle a él, pero sobre todo a mí misma, que su presencia no me afecta. Ya no.
Cuando me doy la vuelta, Thomas sigue sentado sobre la moto: sostiene su peso con una pierna mientras coloca el caballete con la otra. Los músculos de los bíceps, cubiertos por la chaqueta de cuero, se le marcan por la tensión. Cuando se libera del casco y sacude la cabeza, el pelo le cae un poco despeinado sobre la frente y noto que lo tiene un poquito más largo que la última vez que lo vi. Me parece todavía más fascinante de lo que ya era. Maldito sea. No se merece ser tan atractivo.
Después de colgar el casco en el manillar, se baja de la moto, se apoya en ella y se saca el paquete de Marlboro del bolsillo trasero de los vaqueros oscuros.
Se lleva un cigarrillo a los labios, inclina la cabeza a un lado y, con la mano tatuada y los dedos llenos de anillos de acero, protege la llama del mechero.
Luego posa la mirada en mí, decidida y cortante, como si supiera que me encontraría ahí, a pocos metros de él.
Siento que se me revuelve el estómago y que el corazón me pesa.
Ha pasado más de un mes desde la última vez que nos vimos y, sin embargo, ahora que estoy aquí de nuevo, es como si solo hubieran pasado unas horas desde que me fui de su habitación en la fraternidad con el corazón hecho añicos. Aquella habitación donde todo empezó y terminó. Donde me sentí acogida y protegida, y luego rechazada y abandonada.
Pero las cosas han cambiado desde entonces. Yo he cambiado. He descubierto que perderlo todo tiene un lado positivo: solo quedas tú, y descubres que puedes ser suficiente para ti. Tocar fondo me ha permitido ser consciente de quién soy y de lo que valgo. Y ahora no permitiré que nadie, y mucho menos Thomas, vuelva a hacerme sentir débil y engatusada.
Meto las manos en los bolsillos del abrigo de lana que tengo abierto y veo que arruga la frente al verme. Luego, con el cigarrillo entre los labios y la nube de humo que se desvanece a su alrededor, desliza sus penetrantes ojos verdes por todo mi cuerpo. Intento ignorar el cosquilleo que se extiende por todas partes y le transmito con la mirada todo lo que me gustaría gritarle: rabia, resentimiento, desprecio.
Pero no puedo evitar preguntarme si durante este último mes ha conseguido reponerse y acabar con toda la mierda de la que abusaba antes de que lo dejáramos.
Solo con pensar que tal vez no lo ha hecho, siento que el corazón se me encoge. A estas alturas, para nosotros dos ya no hay ninguna esperanza. Pero sé que una parte de mí no descansará hasta que tenga la certeza de que él también ha encontrado esa misma paz.
Y aunque me doy cuenta de que mi corazón está a merced de distintas emociones, y una parte de mí me obligue a alimentarme de los sentimientos hostiles que me hacen sentir más fuerte, sé que he regresado a Corvallis para volver a empezar con buen pie. No tengo ninguna intención de permitir que su presencia me afecte. Ni ahora ni nunca. Así que decido ignorarlo, me doy la vuelta y me encamino hacia el edificio donde tengo clase. Pero apenas he dado un paso cuando dos brazos delgados me abrazan por atrás.
—¡Oh, has vuelto! —grita mi mejor amiga—. ¡Y estás viva! —Me abraza todavía más fuerte—. ¡Y de una pieza!
—¡He vuelto! —confirmo, con una sonrisa—. Viva y de una pie…
Tiffany me agarra por los hombros, me da la vuelta y me examina de la cabeza a los pies. A continuación, con los ojos entrecerrados, estalla:
—¿Se puede saber qué has hecho?
Frunzo el ceño mientras ella sigue estudiándome perpleja. Bajo la mirada y observo mi cuerpo, cubierto por una falda vaquera, unas medias negras y un jersey de cuello alto del mismo color. Mis últimas compras en un puesto de Phoenix la noche antes de marcharme, todo conjuntado con mis Converse.
—Nada, solo unas compras. Y puede que haya tomado el sol sin querer. No es un tópico, en Phoenix siempre hace sol —respondo, y vuelvo a mirarla.
—Mmh —murmura, curvando la boca y cruzando los brazos sobre el pecho, poco convencida—. Te veo más delgada que cuando te fuiste, ¿estás comiendo? Le ordené explícitamente a Alex que te vigilara durante estas semanas y se asegurara de que comías. ¿Lo ha hecho?
—No tienes nada de lo que preocuparte, mamá —añado, imitando su tono de voz—. Es que he hecho mucho deporte con Stella, ya te lo conté. —Sonrío para tranquilizarla.
Ella sacude la cabeza y se pasa un mechón de pelo cobrizo y ondulado por detrás del hombro.
—Todavía tengo que asimilar que ahora haces kickboxing. —Se ríe divertida.
—Sí, bueno, para mí también fue una revelación. —Luego, en un momento de euforia, continúo—: ¿Quieres ver algo realmente guay?
Me mira vacilante, pero sé que ahora está intrigada. Reprimo una sonrisa, le hago un gesto para que se acerque y me bajo el cuello de la camiseta hasta el escote.
—Ejem, Nessy, estamos en el jardín rodeadas de cientos de estudiantes. ¿Qué se supone que estás haciendo? —pregunta, con una ceja arqueada.
—¡Mira! —susurro, electrizada.
Baja los ojos hasta mi escote, los abre como platos y exclama:
—¡No!
—¡Sí! —chillo como una tonta, incapaz de mantener a raya mi entusiasmo.
Tiffany me mira. Luego a la rosa tatuada. Y finalmente vuelve a mirarme a mí.
—¿Te has hecho un tatuaje en medio de las tetas? —grita con una sonrisa que es toda dientes.
—¡Ssshh! —Le tapo la boca con la palma de la mano mientras miro a nuestro alrededor.
—¡Perdona, es que estoy en shock! Las agujas te dan pánico. La última vez que un médico te sacó sangre casi te desmayas —comenta.
—Sí, lo sé. En realidad, fue algo improvisado. Hace un par de noches, pasé por casualidad por un puesto de tatuajes y, en ese momento, las ganas de hacerme uno eran más fuertes que el miedo a las agujas.
—No me lo creo… ¡¿Y por qué demonios no me lo contaste enseguida?! ¡Te habría pedido una videollamada para verlo en directo!
—Quería disfrutar del efecto sorpresa —respondo satisfecha.
—Bueno, pues diría que ahora te has pasado oficialmente al lado oscuro. —Me da un puñetazo amistoso en el antebrazo—. Estoy pensando que como se entere tu madre, le da alg… —Se interrumpe justo antes de terminar la frase al ver que doy un respingo. Sabe que, después de todo lo que he averiguado, no quiero ni oír su nombre—. Perdona —se apresura a decir, afligida.
—Tranquila, no pasa nada. —Me encojo de hombros para intentar demostrar indiferencia.
—No has vuelto a hablar con ella, ¿verdad?
—No… —Suspiro, y empiezo a sentir una cierta incomodidad—. Después de que bloqueara su número, intentó llamarme hasta con el teléfono de Victor, pero no respondí.
Tiffany me da un abrazo en señal de afecto.
—No sabes lo mucho que me habría gustado estar allí, contigo.
—Lo sé. —Nos abrazamos de nuevo y permanecemos así unos segundos mientras rememoro todo lo que descubrí cuando volví a ver a mi padre. O, mejor dicho, el hombre que creía que era mi padre. La traición de mi madre, que tantos secretos había guardado. La angustia al sentirme sola, sin nadie en quien pudiera confiar de verdad. El momento en que vi resquebrajarse todas mis certezas… Sacudo la cabeza para ahuyentar los pensamientos caóticos que se han adueñado de mi mente, pero justo en ese momento Thomas pasa por nuestro lado, y lo hace junto a una chica bajita de pelo castaño a la que no había visto nunca y con la que parece tener confianza: ríe y bromea con ella, le pasa el brazo por los hombros y la estrecha contra sí.
Exactamente igual que hacía conmigo.
Ante este espectáculo, me siento como si alguien acabara de arrancarme el corazón del pecho.
«No dejes que te afecte», me repito. Cierro los ojos y trato de ignorar la punzada de dolor que me desgarra, pero es imposible, porque en mi cerebro se arremolinan un millón de hipótesis distintas.
Thomas no es el típico chico al que le van los abrazos. Y, sobre todo, él no tiene amigas. Las únicas «amigas» con las que ha tenido algún tipo de relación son las mismas que luego, puntualmente, se ha llevado a la cama. Él mismo me lo confesó.
Esta no será una excepción…
Noto que los ojos me empiezan a arder por las lágrimas que amenazan con brotar.
¿Es posible que me haya olvidado y reemplazado tan rápido, con tanta facilidad? Madre mía, me entran ganas de vomitar.
Tiffany se percata de mi cambio de humor. Rompe el abrazo y me examina el rostro con atención.
—Eh, ¿todo bien?
Respiro hondo.
«Recuerda el daño que te hizo, Vanessa. Las palabras que te escupió. Recuerda las lágrimas que derramaste. Las noches en vela».
«Lo odias».
«Lo odias con todo tu ser».
«Y él ya no tiene ningún maldito poder sobre ti».
Abro los ojos y, haciendo un esfuerzo por no dejar entrever ni una pizca del dolor que siento, me pinto una sonrisa triunfante en el rostro. Si hay algo que he aprendido en estas últimas semanas es a fingir que sigo entera a pesar de los pedazos de mí que hay esparcidos por el suelo.
—Claro, todo genial —miento.
Cojo a mi mejor amiga del brazo y nos dirigimos a nuestras respectivas aulas.
* * *
Las primeras clases del nuevo trimestre pasan volando y, por suerte, consigo evitar a Thomas todo el tiempo. El hecho de no compartir con él ninguna asignatura me lo ha puesto mucho más fácil.
Tengo una hora libre antes de comer y decido acudir a secretaría para reelaborar el plan de estudios con una idea muy clara en mente.
En este último mes he meditado sobre muchos aspectos de mi vida, incluido mi futuro.
La rabia que siento hacia Thomas no quita que empatice con su pasado. Conocer su historia despertó en mí una nueva conciencia. Tras ver con mis propios ojos la terrible realidad en la que nació y creció, y sus efectos colaterales, me pregunté cuántas mujeres se ven obligadas a vivir bajo la sombra de un marido dictador y violento, y cuántos hijos se pierden al crecer en un entorno como ese.
Investigué un poco y las estadísticas me dejaron de piedra.
Pero lo peor de todo fue descubrir la poca concienciación y protección que hay para las familias que sufren violencia doméstica. La rabia se convirtió enseguida en un deseo de actuar.
No espero cambiar el mundo, pero sé que puedo intervenir y ofrecer esperanza a quienes se la han arrebatado. O, al menos, concederles una mínima plataforma mediática.
—He oído que hay una vacante en la redacción —digo en cuanto accedo a la sede del Daily Barometer, el periódico de la universidad.
El chivatazo me ha llegado a través de Leila, que me ha mandado un mensaje hace alrededor de una hora. Me ha parecido una señal. Armada de valor y determinación, me he plantado en la redacción, impregnada del reconfortante olor a papel y tinta, y he ido como una flecha hasta la única mesa ocupada. Encima hay una placa de plástico negro en la que se lee «Will Tanner. El jefazo».
El joven redactor jefe deja caer una pila de papeles sobre el escritorio, que ya estaba desbordado de documentos, levanta la cabeza, se quita las gafas y se pasa el brazo por la frente antes de sacudir unos cuantos rizos oscuros.
—¿Quién eres? —pregunta, mirándome de reojo.
—Me llamo Vanessa Clark. Estoy en segundo. Hace unas semanas escribí el artículo sobre el abuso de poder de las fuerzas del orden en nombre de Leila Collins.
—Bueno, bueno, por fin nos conocemos en persona. Y sí, el novato de Bishop no ha sabido sobrellevar la tensión y ha tirado la toalla —resopla.
No respondo. No he venido para eso.
Me ajusto la correa del bolso al hombro y decido dar un paso al frente.
—Me gustaría sustituirlo.
—¿A quién no? —pregunta. Luego empieza a hacer girar la patilla de sus gafas entre el pulgar y el índice—. Nuestro periódico no es la típica gaceta de instituto a la que muchos de vosotros estáis acostumbrados. Es uno de los mejores periódicos universitarios del estado de Oregón. —Deja las gafas sobre el escritorio, coge su termo de café y bebe un sorbo—. Si quieres formar parte de la redacción, tienes que estar dispuesta a trabajar duro. No me conformo con facilidad. Exijo el máximo. De todos y cada uno de vosotros.
—Claro, soy consciente de ello. —Levanto la barbilla—. Estoy dispuesta a dar el máximo. Incluso más, si es necesario.
Él entrecierra los ojos para estudiarme con atención.
—El artículo del que te encargaste era bueno, pero podría tratarse de un caso aislado. —Bebe otro sorbo de café sin apartar los ojos de los míos, luego niega con la cabeza y cede—: Quiero darte una oportunidad. La mesa de Bishop es aquella, al fondo. A partir de ahora es tuya. —Me sirve un café y me ofrece el vaso de plástico junto con una tarjeta que todavía lleva el nombre de Paul Bishop—. Cuéntame, ¿sobre qué te gustaría escribir?
—Crónica negra o judicial. Pero acepto cualquier cosa —respondo antes de tomar un sorbo de café, que casi escupo en el vaso. Está frío y, sin duda, tiene demasiado azúcar.
Will ignora mi mueca de asco y se lleva el dedo índice a la boca en un gesto de reflexión.
—Tienes mucha suerte, ¿sabes? Ahora que lo pienso, puede que ya tenga algo para ti. Mañana, después de las clases, encontrarás el material en tu mesa.
—¡Genial! —Sonrío, satisfecha.
Will y yo salimos juntos de la redacción. Ambos nos dirigimos a la cafetería y hablamos un poco más sobre mis intereses.
Él me escucha con atención, y yo, sosteniendo el café entre las manos, soy incapaz de contener el entusiasmo y la felicidad por haber conseguido el puesto.
Le hablo de las ganas que tengo de dar voz a causas sociales ignoradas, pero, en cuanto doblamos la esquina para llegar al comedor, me doy de bruces contra el pecho de alguien.
El café se me derrama encima y me mancha el abrigo nuevo y el jersey.
—¡Maldita sea! —me quejo, y siento que las mejillas me arden de la rabia. Levanto la vista y compruebo que no soy la única que se ha manchado la ropa. La sudadera de la persona que tengo delante también está empapada de café.
Enmudezco en cuanto me doy cuenta de que se trata de Thomas.
Con unos reflejos envidiables, Will se saca a toda prisa un paquete de pañuelos del bolsillo de los pantalones, extrae unos cuantos y empieza a secarme la ropa a la altura del pecho, ante la mirada incandescente de Thomas y mi evidente apuro.
Él no parece darse cuenta de lo inapropiado que es ese gesto hasta unos instantes después. Entonces suelta los pañuelos, como si de repente quemaran, y deja que me limpie yo.
—Perdona —murmura incómodo mientras se ajusta las gafas, que se le han desplazado hasta la punta de la nariz.
—No te preocupes, ningún problema. —Le ofrezco una sonrisa para tranquilizarlo mientras sigo enfrascada con los pañuelos y la mancha de café en el jersey.
—¿A mí no me das ningún pañuelo? —se burla Thomas, que lo mira con una expresión furibunda, con los puños apretados a los costados y la mandíbula tensa. Dejo de limpiarme la ropa por un momento, lo miro con los ojos entrecerrados y aprieto con fuerza el pañuelo de papel en la mano.
—Claro, cómo no —responde Will, que sigue nervioso por el pequeño incidente—. Toma, aquí tienes. —Le ofrece el paquete con una amabilidad que Thomas no merece, dado que ni siquiera se digna a darle las gracias.
Thomas saca los dos últimos que quedaban y exclama:
—¿También quieres palparme a mí… o me limpio yo solo?
Me quedo de piedra.
¿Está de broma?
¿Cómo se atreve?
—Thomas, no te atrevas… —lo amenazo, mirándolo de reojo, pero Will me interrumpe.
—Clark, por favor, perdóname, te aseguro que no pretendía parecer un sobón. No soy ese tipo de persona. —Irritado, pronuncia con énfasis la última frase dirigiéndose al chico tatuado que tiene delante—. Será mejor que me vaya, nos vemos mañana en la redacción. —Se despide con una sonrisa tensa y desaparece por el pasillo.
Thomas, del todo indiferente, se limpia la mancha de café con los pañuelos de Will sin prestarme la menor atención.
Yo, al contrario, lo contemplo furiosa.
—Eres un capullo —le suelto con una rabia que lleva meses cociéndose a fuego lento en mi interior.
—La próxima vez mira por dónde vas —gruñe, y me clava una mirada gélida.
—Pues a ver si tú aprendes a caminar prestando atención —replico en el mismo tono antes de darle un empujón con el hombro y dejarlo atrás.
Cuando al fin entro en la cafetería, decido sentarme en la primera mesa libre que encuentro. En un intento de pasar desapercibida, miro a mi alrededor para ver si Thomas me ha seguido. Pero no lo veo. Que le den.
* * *
—¿No has cambiado de idea? —me pregunta Tiffany mientras saborea su bebida de cítricos. A su lado, Alex mordisquea el último trozo de pollo que le queda en el plato.
—¿Te refieres a lo de buscar a mi padre biológico? —pregunto, enzarzada en limpiar las migas de pan de la mesa una vez he terminado de comer.
Tiffany asiente y noto que la mirada de Alex vuela hasta aterrizar en mí, a la espera de una respuesta.
—No, no he cambiado de idea —digo, convencida—. O sea, no puedo vivir ignorando su existencia. No es una decisión precipitada: lo medité largo y tendido durante las vacaciones en Phoenix, sopesé todas las posibilidades que tenía a mi alcance. Cuando me fui de Montana presa del pánico, mi padre Peter no dejó de llamarme. Y al final, en lugar de ignorarlo, aproveché la situación. Le dije que, si de verdad quería conservar una pizca de nuestra relación, había llegado el momento de que me dijera la verdad. Le pregunté qué sabía de mi padre biológico, pero dijo que no sabía nada. Me explicó que mi madre se negó a mencionar nada del tema, y él, que hace veinte años era joven y estaba muy enamorado, respetó su silencio. Me pareció sincero, y una parte de mí sabe que ya lo he perdonado. Entonces me animó a que hablara del tema con mi madre, que intentara sonsacarle la verdad, y me prometió que él estaría ahí sin importar lo que ocurriera. Por supuesto, no le hice caso.
—¿Estás segura de que no quieres preguntarle a Esther? —inquiere Tiffany—. Sé que ya lo hemos hablado, pero…
—Descartado. Ahora ya no forma parte de mi vida, y así debe seguir siendo. —No quiero tener nada más que ver con ella. Durante los últimos años, he tolerado muchas cosas, pero ahora ya no se trata de que me empujara a buscarme un novio de buena familia o que me echara de casa. Me ocultó la existencia de mi padre y obligó al hombre que me crio a huir lo más lejos posible de mí. Ha manejado nuestras vidas a su antojo, como si fuéramos marionetas en sus manos. No puedo perdonárselo. Ha ido demasiado lejos.
—Bueno, en ese caso…, mi padre tiene un montón de contactos —me recuerda mi amiga—. Entre investigadores privados y policías, encontraré algo. Pero quiero que estés segura de lo que haces. —Estira las manos sobre la mesa hasta que se encuentran con las mías—. Quiero asegurarme de que has considerado seriamente los pros y los contras de toda esta situación. Y que también has valorado la posibilidad de que este hombre, sea quien sea, podría no ser mejor que tu madre. Al fin y al cabo, tienen la misma culpa. Eres consciente de esto, ¿verdad?
Miro por el ventanal que tengo al lado y me fijo en el jardín desnudo. Luego levanto la vista al cielo. Es azul, sereno. El sol de enero me calienta la piel a través del cristal.
—Lo sé —le respondo en tono débil, sin mirarla siquiera—. Pero no busco a mi padre para construir algún tipo de relación. Lo busco porque quiero la verdad. Quiero conocer toda la historia —concluyo, incapaz de apartar la mirada de las pocas nubes blancas como el algodón de azúcar que se persiguen plácidamente.
Cuando vuelvo a bajar la vista, casi me sobresalto al ver a Thomas.
Está en el jardín, sentado en el borde de una mesa de madera, con los pies apoyados en el banco, fumándose un cigarrillo. Un vicio que nunca dejará.
Algunos chicos pasan frente a él, lo saludan y se paran a charlar. Reconozco a Matt y Vince. Se dicen algo y se ríen. Verlo sonreír de ese modo, espontáneo y sereno, me provoca una punzada de dolor. Parece que ha pasado una eternidad desde la última vez que lo vi así.
Cuando los chicos se marchan, él inclina la cabeza sobre el teléfono, con el rostro serio y concentrado mientras teclea. De repente, parece disgustado, o tal vez enfadado. Luego deja el móvil sobre la mesa, junto a su muslo. Echa la ceniza de la colilla entre las piernas y levanta la mirada, justo en mi dirección.
Siento un fuego en el pecho cuando me mira como si quisiera hacerme saber que me tiene en un puño, que, incluso aunque pase el tiempo, tiene y siempre tendrá la sartén por el mango.
Estúpido idiota.
Rechino los dientes y le devuelvo una mirada cargada de hostilidad. Mis ojos permanecen pegados a los suyos como en una competición por ver quién es el primero en apartar la mirada. Pero ninguno de los dos está dispuesto a ceder, y Thomas debe encontrarlo especialmente excitante, porque inclina un poco la cabeza y hace una mueca. «No dejes que te provoque», me ordeno a mí misma, mientras me muerdo el labio y sacudo una pierna bajo la mesa.
Pero cuanto más me mira y me desafía, más siento que me pican las manos por los nervios.
Alex murmura algo, Tiffany le contesta y yo apenas oigo lo que se dicen. Estoy completamente concentrada en Thomas.
Y él en mí.
Como si no pudiera evitarlo. Como si todavía sintiera que tiene el derecho a posar sus ojos en mí. Con esa típica mirada a lo Thomas Collins. Esa mirada que puede leerte por dentro hasta que te falta el aire. Esa mirada insolente y… desvergonzada.
Sabe lo mucho que detesto que me miren de ese modo y, aun así, ahí está, con esa actitud arrogante, fumándose ese maldito cigarrillo con toda la calma del mundo.
Lo odio.
Lo odio a muerte.
«No. Dejes. Que. Te. Provoque», me repito mientras, separados únicamente por el cristal de la ventana, nos estudiamos de pies a cabeza como haría un felino con su presa. Y eso es justo lo que hago cuando me estampo en la cara una expresión amenazadora e, impulsada por un subidón de adrenalina que no puedo controlar y que me acelera el pulso, me levanto de la mesa bajo las miradas confusas de mis amigos.
Camino hacia el jardín, en dirección al chico del que me prometí una y otra vez que me mantendría alejada, a pesar de que la vocecita de mi cabeza me dice que no lo haga, que no le dé esta satisfacción, porque es justo lo que quiere: atraerme hasta su trampa.
Thomas cruza los brazos sobre el pecho y, con aire complacido, disfruta del espectáculo, como si no hubiera esperado otra cosa que tenerme aquí por fin, a pocos pasos de él.
Y me sorprende, pues esta mañana estaba ocupado arrimándose a esa chica y hace tan solo unos minutos parecía querer fulminarme con la mirada.
—Me decepcionas —exclama, y levanta la comisura de la boca cuando llego hasta él—. No ha pasado ni un día y ya vienes corriendo a mí. —Hace una pequeña pausa y centra toda su atención en la punta del cigarrillo—. Supongo que me has echado mucho de menos durante tu… retiro espiritual —concluye con desdén, y luego me echa una bocanada de humo a la cara con insolencia.
Siento que todos los nervios de mi cuerpo se estremecen de pura rabia. Pero no pienso darle esa satisfacción. Si quiere jugar, estoy más que dispuesta a pagarle con la misma moneda.
—¿Es lo que has esperado todo este tiempo? —Cruzo los brazos y mis ojos se reducen a dos rendijas—. ¿Que volviera contigo? ¿Que te echara de menos? —me burlo de él con arrogancia—. Lamento decepcionarte, Thomas, pero para echarte de menos, tendrías que haber significado algo, y, después de nuestra última conversación, pensaba que te había quedado bastante claro lo poco que significabas para mí. Tal vez un dibujito te habría aclarado las cosas. —La alusión a la noche que supuestamente pasé con Logan le llega alto y claro, porque veo que los hombros se le ponen rígidos al instante y en sus ojos arde el fuego.
Tocado y hundido.
Le dedico una sonrisa cruel y, más descarada que nunca, le arranco el cigarrillo que sostiene entre los labios. Lo tiro al suelo y lo aplasto bajo la punta de mis Converse. Me parece vislumbrar algo inédito en su mirada… Como si estuviera intrigado por mi gesto. Fascinado.
Y si yo no estuviera tan enfadada con él, si no lo odiara tanto, la forma en que sus labios se curvan en una mueca de satisfacción me resultaría sexy.
—Solo he venido para dejar las cosas claras —digo en tono seco—. La Universidad Estatal de Oregón acoge a miles de estudiantes. Así que, a partir de ahora, dedica tu miserable atención a alguien a quien de verdad le importe.
Thomas arquea una ceja, incapaz de tomarme en serio. Pero no cedo, cuadro los hombros y lo miro a los ojos sin vacilar. Cuando comprende que hablo muy en serio, su expresión cambia y se vuelve más adusta.
Una vez tengo la certeza de que ha captado el mensaje, decido darme la vuelta, pero él me lo impide. Me agarra por la muñeca y tira de mí hacia él con brusquedad y de una forma posesiva que me pilla totalmente por sorpresa.
Se me corta la respiración al sentir de nuevo sus manos sobre mí. Una sensación cálida que había desterrado resurge y se propaga por todo mi cuerpo con más fuerza que nunca.
En un instante, estamos tan cerca que nuestras narices casi se tocan. Mi corazón traidor empieza a latir sin control y nuestras respiraciones quedan atrapadas en los pocos centímetros que nos separan.
—Suéltame… —murmuro en un susurro apenas audible, sin intentar rebelarme. Clava la mirada en mis labios. Trago saliva y siento que unas gotas de sudor frío se deslizan por mi nuca. Sin querer, yo también estudio los suyos.
Dios, esto no está yendo bien.
Nada de esto va bien. No tendría que haber venido. Debería haberlo ignorado, haber fingido que no existía, justo como he hecho esta mañana.
Noto la presión de sus dedos en la muñeca. Con la otra mano, desciende hasta la parte baja de mi espalda para acercarme todavía más a él.
—Para alguien a quien no le importa… —susurra con voz ronca, cerniéndose sobre mí, mientras nuestros pechos suben y bajan al unísono—… parece que estás bastante tensa.
Parpadeo y finjo una impasibilidad impropia de mí.
—No puedo evitarlo. Es tu cercanía… —Le levanto la barbilla con el dedo índice para obligarlo a que me mire a los ojos—. Me repugna.
Parece molesto, pero no estoy segura. Se le da muy bien ocultar sus emociones, mucho más que a mí. Siempre ha sido así. Se limita a entrecerrar los ojos y me dedica una sonrisa malvada.
—Si necesitas creer eso para seguir adelante, entonces te lo permitiré.
Me zafo de forma brusca de su agarre y, con todo el desprecio que siento, le digo:
—Eres un pobre idiota si crees que, después de todo lo que me has hecho, no siento repulsión hacia ti.
Él suelta un bufido burlón.
—Entonces, dime una cosa… —Recorta de nuevo la distancia que nos separa—. Si me odias, como dices, ¿por qué me llamaste cuando estabas fuera?
Por un instante, me congelo y contengo la respiración mientras las mejillas me arden.
¿Cómo sabe que era yo quien estaba al otro lado de la línea?
Recuerdo que fui corriendo hasta una cabina telefónica en Montana, presa de un ataque de pánico. Recuerdo que marqué su número en un gesto automático, y que él pronunció mi nombre justo antes de que colgara, pero yo no dije nada. Aprieto los dientes y levanto la barbilla mientras intento fingir indiferencia.
—No sé de qué hablas.
Thomas separa los labios y curva una comisura.
—Sí que lo sabes. Dime por qué, Ness.
Por cómo me mira, por cómo me habla, incluso por cómo me toca… tengo la impresión de que su único objetivo es hacerme perder el control, hacerme estallar de rabia. O de frustración.
Y maldita sea, lo está consiguiendo.
Suelto una carcajada amarga, bajo la mirada y sacudo la cabeza.
—Ya veo que no has cambiado nada. Sigues siendo el mismo chico arrogante y engreído de siempre.
—Pues tú, en cambio, pareces distinta. —Me observa con atención y me roza la punta de un mechón de pelo gris, y no le afecta en absoluto el manotazo que le doy para apartarlo.
—Lo soy —confirmo, decidida—. No te imaginas cuánto.
Otra maldita sonrisa aparece en su rostro antes de inclinarse para acercarse a mi oído. Su inconfundible aroma a vetiver y tabaco me envuelve, y un sinfín de recuerdos afloran en mi mente. Los intentos de apartarlo de mí son inútiles, porque él refuerza su agarre y entonces me sujeta por las caderas.
Me roza el lóbulo de la oreja con los labios y susurra con voz pausada:
—Entonces, esto va a ser divertido.
Suena como una amenaza.
Y no entiendo a qué se refiere. ¿Quiere burlarse de mí? ¿Quiere hacerme pagar por lo de Logan? ¿O simplemente ha decidido utilizarme como pasatiempo en un intento de hacerme la vida imposible?
¿Acaso ha olvidado que él fue la causa de nuestra ruptura? Fueron sus excesos, su falta de respeto hacia mí, su traición lo que nos separó.
¿Es mucho pedir que demuestre algo de arrepentimiento y remordimiento por lo que me hizo?
Parpadeo y me humedezco los labios resecos. Las sensaciones que mi cuerpo se permite sentir ante su contacto me ponen furiosa. Pero canalizo la rabia dándole un empujón que hace que se tambalee.
—¿De verdad crees que voy a participar en estos jueguecitos absurdos, Thomas? No he olvidado lo que me hiciste. Y mucho menos lo que me dijiste. Te odio con la misma intensidad que hace un mes, y me arrepiento de cada momento que viví contigo. Así que, si quieres guerra, te juro que la tendrás —lo amenazo, muy consciente de que puede interpretar estas palabras como un desafío tan tentador como peligroso.
Porque aunque parezca una locura enfermiza, una parte de mí quiere que él me ponga a prueba.
Quiere desafiarlo.
Llevarlo al límite.
Hacer que se arrepienta de haberme conocido.
No hay ninguna razón lógica que explique este deseo. Solo la adrenalina y la emoción que crecen dentro de mí y me hacen sentir viva. Y sé perfectamente que los desafíos son su pan de cada día. Así que…
¿En qué situación absurda me estoy metiendo?
¿Y por qué demonios lo estoy haciendo?
Volví a Corvallis con las mejores intenciones: dejar atrás a Thomas, a mi madre, a mi padre; dedicarme a los estudios, al trabajo y a mí misma. Empezar de cero, más fuerte y consciente que antes. Y en lugar de eso, estoy aquí, en la guarida del lobo, ofreciéndome como un manjar.
Tengo que haberme vuelto loca.
—Ve con cuidado. —Me mira con la cabeza inclinada hacia un lado y una sonrisa peligrosa en los labios—. Si juegas con fuego, corres el riesgo de quemarte.
Casi sonrío. Pero la mía es una sonrisa triste, infeliz.
Lo miro a los ojos y me pregunto cómo hemos llegado a este punto.
¿Cómo pasamos de querernos… a odiarnos?
Y, por mucho que duela, en el fondo sé la respuesta: él nunca me quiso. Yo, en cambio, he aprendido a convertir el amor que siento por él en odio. Un sentimiento que me ha permitido sobrevivir al dolor que me ha infligido.
Y no sé qué me empuja a hacer lo que hago, pero, en un gesto compasivo, le acaricio una mejilla y me deleito en ese calor tan familiar que excava un vacío en mi interior que me absorbe. Un vacío que también veo en el reflejo de sus iris apagados.
Pero no dejo que lo note. Sin apartar la mano de su mejilla, lo miro fijamente a los ojos y añado:
—No tengo miedo del fuego, Thomas. Porque ya lo atravesé contigo.
La sonrisa orgullosa que exhibía hasta hace unos instantes desaparece de su rostro.
Me alejo sin darle la oportunidad de replicar, pero siento cómo la piel me arde bajo su mirada. Si de verdad quiere guerra, estoy dispuesta a dársela.
Cuando al fin terminan las clases de la tarde, me dirijo al quiosco de la plaza del campus para conseguir una merecida dosis de cafeína.
—Tendría que haberlo imaginado. —Una voz familiar me sorprende a mis espaldas mientras espero mi pedido.
Con una sonrisa torcida, esos ojos claros que brillan a la luz del atardecer y los mechones rubios revueltos por la ligera brisa, Vince me pasa un brazo por los hombros.
Lo miro de reojo.
—Hola, Vince. Me alegro de volver a verte. ¿Qué es lo que tendrías que haber imaginado?
—La razón por la que, de repente, ese neandertal tatuado vuelve a estar de buen humor.
—¿Te refieres a Thomas? —le pregunto.
—¿A cuántos neandertales tatuados conoces?
Resoplo para mis adentros.
—No creo que sea mérito mío, de hecho.
—Entonces, ¿cómo explicas que haya estado inaguantable durante semanas y que ahora, justo cuando has vuelto, esté más soportable como por arte de magia?
Me encojo de hombros.
—Una coincidencia.
Vince deja unos dólares sobre el mostrador, los suficientes para pagar el café —doble y amargo— y la berlina glaseada que me entregan en una bolsita de papel.
—Supongo que debería darte las gracias —declaro con una sonrisa.
—Ya me lo devolverás con una cena a base de pescado en un restaurante de lujo con vistas al mar.
—Te conformas con muy poco.
Levanta un hombro.
—Me educaron para ser humilde.
Nos reímos. Y debo admitir que me siento aliviada al comprobar que, a pesar de todo, entre nosotros dos no hay ningún recelo. No estoy segura de que pueda considerarlo un amigo, pero su compañía no me desagrada. No siempre, al menos.
—¿Estás ocupada? —pregunta justo antes de sentarse a mi lado, en una mesita situada cerca del quiosco, mientras echo un vistazo al reloj.
—En realidad sí, pero no tengo prisa. ¿Y tú?
—Tengo entrenamiento. Dentro de una hora. —Estira las piernas bajo la mesa y cruza los brazos sobre el pecho—. Entonces… —Suspira—. ¿Por qué no me cuentas qué te ha pasado?
Frunzo el ceño en una expresión confusa.
—Desapareciste de la noche a la mañana. Fui a buscarte a Halsell Hall, pero tu amiga, ¿cómo se llama? ¿Tiffany? Bueno, me vio delante de la residencia y me dijo que estabas fuera de la ciudad —me cuenta.
—Ah. —Bajo la mirada y jugueteo con las mangas de la chaqueta—. Nada del otro mundo, solo necesitaba cambiar de aires… —explico, y siento sus ojos inquisitivos clavados en mí. Cuando vuelvo a levantar la vista, añado—: Ya sabes el motivo.
—Sí. El idiota de mi amigo se ha metido en un buen lío —exclama, sacudiendo la cabeza.
Miro a mi alrededor con la intención de parecer desinteresada.
—Da igual, es agua pasada.
—Te entiendo, a mí tampoco me importaría una mierda el tío al que pillé en la cama con mi peor enemiga. —Lo fulmino con una mirada afilada—. Eh, solo digo la verdad —se defiende, levantando las manos—. Eso es lo que viste, ¿no? A los dos en la misma cama, ¿cierto?
Rechino los dientes y me arrepiento de haber pensado que su compañía no era del todo desagradable. Desde luego que lo es. ¿Adónde quiere llegar? ¿Por qué tiene que ponerme en la tesitura de recordar lo que intento olvidar con todas mis fuerzas?
—¿De verdad tenemos que hablar de esto? —pregunto, cada vez más nerviosa.
—No, claro que no, pero dime la verdad. —Vince se mueve en la silla e inclina el torso hacia mí—. ¿No te pareció extraño?
Inspiro por la nariz; estoy cada vez más molesta.
—¿El qué?
—Todo lo que pasó. La forma en que sucedió. Conozco a Thomas desde hace tiempo y a la pelirroja desde hace mucho más. Créeme, joyita, es una manipuladora compulsiva.
—No lo pongo en duda. Pero lo que vi no se podía malinterpretar, te lo aseguro.
—¿Y qué viste? A ellos dos en la misma cama, pero…
—No, Vince. Los vi desnudos en la misma cama. Hay una gran diferencia —replico con dureza, y siento que la vena del cuello me palpita ante el mero recuerdo.
—Oye, no te voy a mentir, durante una época esos dos se lo pasaron en grande, eso es un hecho que no se puede negar. Pero te garantizo que no lo he visto ligar con nadie desde que empezó a ir en serio contigo. Y, desde luego, no ha sido por falta de oportunidades. ¿De verdad crees que si hubiera querido tirársela lo habría hecho en un momento en el que ni siquiera era él mismo?
«Sí, lo creo», responde la vocecita de mi cabeza. Lo creo porque eso es lo que hace cuando quiere apagar el cerebro. Eso es exactamente lo que hizo conmigo la última noche que pasamos juntos.
Me trago el nudo que siento en la garganta y miro a Vince a los ojos.
—Dejé de hacerme preguntas en el momento en que las respuestas empezaron a perder su significado.
Él me observa, parpadea un par de veces y luego se deja caer de nuevo contra el respaldo de la silla, resignado.
—¿Te hace sentir mejor?
—No me hace sentir peor —declaro con frialdad.
Entonces, ladea la cabeza y me mira con el ceño fruncido. Como si estuviera meditando algo.
—Ya no está como cuando lo dejaste. Se está limpiando —me explica. Y aunque esta revelación me libere de una carga, hablar de Thomas me sigue provocando una inquietud difícil de controlar.
—Vince —pronuncio con decisión, y enderezo la espalda—. Si Thomas ha decidido volver a tomar las riendas de su vida, me alegro por él. Créeme, es lo que siempre quise. Por lo que siempre luché. Pero yo me jugué la salud. Así que, por favor, lo mínimo que puedes hacer ahora es dejar de hablar de él.
Vince permanece inmóvil.
—Muy bien, como quieras. —Golpea la mesa con las palmas de las manos y se despatarra en la silla—. ¿Cómo has pasado las vacaciones? ¿Te has ido de parranda? —me pregunta para cambiar de tema.
Claro que sí, ver cómo se desmoronaba mi vida ha sido una auténtica juerga.
Me muerdo el labio. El nerviosismo vuelve a hacer acto de presencia, pero intento desterrar de mi mente el recuerdo de Montana y finjo una sonrisa.
—¿Tengo pinta de ser alguien a quien le gusta irse de parranda?
—Joyita, puede que no te des cuenta, pero te garantizo que tienes toda la pinta. —Me lanza una mirada y se detiene en mi pelo.
—¿Lo dices por esto? —Confusa, me toco las puntas teñidas—. No digas tonterías. Me lo hice con Tiffany antes de irme. Necesitaba un cambio, hacía siglos de la última vez que hice algo así.
—Mmh —murmura, y desliza una mano dentro de la bolsita en la que está mi berlina. Intento detenerlo con un golpe en el dorso, pero es tarde: ya se la ha llevado a la boca y le hinca el diente con frenesí—. No me desagrada este nuevo estilo a lo Cruella De Vil —se burla de mí, con la boca llena.
Pongo los ojos en blanco y sacudo la cabeza, resignada.
—Si de verdad quieres saberlo, he pasado la Navidad y el Año Nuevo con mi mejor amigo y su novia, en casa de los abuelos de ella, jugando al Scrabble —confieso—. A medianoche, descorchamos el champán y, una hora más tarde, yo ya estaba en la cama. —«Llorando mientras meditaba sobre mi vida», pero evito mencionarlo. Doy un sorbo a mi café y decido volver a la carga—. Dime, ¿eso encaja con tu idea de irse de parranda?
—Mira, mi abuela vive en una residencia. —Muerde el último bocado de berlina y se embadurna de glaseado rosa—. Para tu información, ella se lo pasó mejor que tú.
Estallo en una carcajada.
—Me lo creo. Bueno, ¿y tú saliste de juerga?
Vince asiente.
—Una chica de tercero organizó una fiesta de la hostia en su mansión de dos plantas. Había tanto alcohol que todavía tengo resaca. Y las chicas… Madre mía. —Se pasa las manos por la cara y luego bebe un sorbo de mi café como si fuera suyo—. Era como estar en el paraíso de los coños —concluye.
—¡Vince! —lo regaño, con los ojos abiertos de par en par. ¿Es que me ha confundido con uno de sus amiguitos trogloditas? Le arrebato el vaso de la mano—. Aparta tus manazas de mi café.
—Me has preguntado si salí de juerga… —intenta justificarse.
—Un «sí» habría bastado.
—Oh, perdóname, joyita. —Me sonríe de forma angelical—. Nos divertimos mucho, ¿mejor así?
Un momento.
Ha hablado en plural.
Lo ha hecho, ¿verdad?
Sí. Así es.
Eso significa que, con toda probabilidad, mientras yo estaba en la cama leyendo Notre-Dame de París y sollozando como una idiota, Thomas estaba con él, en esa fiesta de la hostia que Vince ha definido como «el paraíso de los…». No. No pienso repetirlo.
Después de todo, son amigos, ¿por qué no iban a celebrar la Nochevieja juntos? Seguramente lo hicieron. Y es probable que se… divirtieran. Ellos y todas las presentes. Tal vez fue en esa fiesta donde conoció a la chica con la que lo he visto esta mañana.
Pero ¿será posible? ¿Por qué lo pienso siquiera?
Qué más da lo que Thomas hiciera en Fin de Año.
—Unos menos que otros, de todas formas —añade Vince, que me observa burlón.
Me encojo de hombros y recupero la compostura. Y, como he entendido a qué se refiere, repito con decisión:
—Me da igual.
Él levanta las manos en señal de rendición y me sonríe.
—Si tú lo dices.
Sé que no lo he convencido, pero ambos dejamos el tema.
Me acabo el café y, después de escuchar a Vince divagar durante diez minutos sobre unas chicas a las que les echó el ojo en la fiesta, nos despedimos.
Ahora que estoy sola, ya no tengo excusas para posponer el encuentro. Me adentro en el campus y camino hasta la residencia de los chicos. Pulso el botón del ascensor y subo a la cuarta planta. Recorro todo el pasillo, paso por delante de la habitación de Thomas y me obligo a no girar la cabeza en esa dirección. Camino hasta el final. Hasta la puerta D42. Una vez allí, me encojo de hombros, respiro hondo y llamo a la puerta.
La última vez que estuve con Logan, la situación se nos fue de las manos. Los dos llegamos demasiado lejos. Y todavía me cuesta olvidar lo conmocionada que me quedé cuando perdió el control en mi sofá. Antes de aquel momento, sin embargo, se había mostrado amable y considerado conmigo. Vino a recogerme de buenas a primeras, me hizo compañía durante horas y horas mientras vagábamos por la ciudad, se aseguró de llevarme a casa… mientras yo fui una egoísta. Otra vez. Lo usé. Sin tener en cuenta ni por un momento sus sentimientos. Permití que malinterpretara mis intenciones y, para colmo, al día siguiente, delante de Thomas, lo culpé de algo que nunca ocurrió y tuvo que sufrir las terribles consecuencias de mi mentira. Me avergüenzo de ello. No lo merecía. Aunque tarde, siento que le debo una disculpa. Y luego hay otra cuestión que siento que tengo que resolver: a principios de diciembre, cuando me pasé una semana encerrada en mi apartamento totalmente deprimida, me escaqueé de las tutorías. Sé que Logan aprobó los exámenes, pero ha vuelto a solicitarme como tutora para el nuevo trimestre. Esta vez, sin embargo, no voy a aceptar.
Después de lo que me parece una eternidad, oigo unos pasos que se acercan a la puerta y una voz cansada que pregunta:
—¿Quién es?
—Soy yo… Vanessa —vacilo, un poco insegura sobre si querrá volver a verme.
Logan abre una rendija. Lleva un par de pantalones azul marino y un jersey de lana del mismo color sobre una camisa blanca. Tiene el pelo color miel peinado hacia atrás. Sin moverse ni un milímetro, me mira con aire agitado.
—N-no esperaba verte —balbucea, con los pómulos encendidos. No sé si está más confuso, asombrado o… preocupado.
Me coloco el pelo detrás de las orejas e intento disimular la incomodidad que siento.
—Sí, bueno, espero no molestar.
Nos miramos unos instantes mientras espero a que él diga o haga algo, pero permanece en silencio. De hecho, por cómo se mueve y las miraditas nerviosas que lanza por encima del hombro, intuyo que he elegido un mal momento para presentarme en su puerta. Es más, ahora que lo pienso, puede que ahí dentro haya una chica y que los haya interrumpido. Quizá en el momento más bonito.
Qué estúpida.
—Oh, vaya, Logan. —Me llevo una mano a la frente, avergonzada—. Lo siento, tendría que haberte avisado. Si tienes compañía, puedo venir en otro momento. Te juro que no hay prob…
—No —me interrumpe—. No hay nadie, estoy solo. Pero mira… —Se frota la nuca mientras mantiene la puerta entreabierta—: Mi casa ahora mismo es una pocilga. Anoche, mi compañero de piso invitó a unos amigos y lo dejaron todo hecho un asco. Todavía no he podido limpiar y ordenar.
Relajo los hombros.
—Ah, pero, si solo se trata de eso, no te preocupes. Después de las fiestas de la fraternidad, te juro que ya lo he visto todo —digo, e intento restarle importancia. Pero él no se ríe. Ni siquiera un poquito. Está muy tenso y pálido.
—Lo digo en serio, Vanessa. Preferiría que no entraras.
La severidad de sus palabras me desconcierta por un momento. No estoy acostumbrada. Pero no insisto. Supongo que habrá desarrollado cierta desconfianza hacia mí. Bien mirado, su reticencia me parece una reacción más que comprensible.
Retrocedo un paso para darle a entender que no tengo ninguna intención de invadir su espacio personal.
—De acuerdo —respondo, conciliadora—. Podemos quedar… no sé, ¿mañana? Tal vez en el bar, o donde tú prefieras. Hoy no te he visto en clase y me gustaría hablar contigo.
Él asiente.
—Mañana está bien. Estoy libre a la hora de comer.
—Genial, hasta mañana. —Le sonrío y, como respuesta, recibo un amago de sonrisa antes de verlo desaparecer tras la puerta.
La miro unos segundos, escéptica, hasta que llego a la conclusión de que probablemente esté enfadado conmigo por haber acabado con moratones en la cara por culpa de la mentira que le solté a Thomas.
Me alejo de su cuarto y me encamino hacia el ascensor. Justo cuando estoy a punto de pasar por segunda vez por delante de la habitación de Thomas, la puerta se abre y veo salir a una chica.
De inmediato, me sumo en un estado de confusión. Todo empieza a moverse a cámara lenta, como en un sueño. O más bien… como en una pesadilla. Una pesadilla que ya he vivido.
Shana.
Con las palmas de las manos empapadas en sudor y los pulmones contraídos, me obligo a seguir andando. Y en cuanto nuestros rostros se cruzan, la sorpresa en el suyo es evidente. Pero tan solo dura unos instantes. Con una sonrisa malvada, Shana se limpia con los dedos índice y corazón las comisuras de los labios, manchados de ese carmín escarlata que jamás olvidaré, de manera alusiva. Luego se ajusta el vestido negro que le recubre los muslos esbeltos. Aunque siento como si mi cuerpo estuviera en llamas, que me arden los ojos y que se me cierra la garganta, me asombra lo calmada que parezco.
«No cedas, Vanessa. No cedas. Sigue caminando, erguida. Levanta la cabeza. Eres más fuerte que ella. Eres más fuerte que todos ellos. Puedes hacerlo».
Le devuelvo la mirada desafiante que me lanza y contengo la respiración hasta que se abren las puertas del ascensor. Entonces, entro en el habitáculo y, en cuanto las puertas se cierran, me dejo caer contra la pared de metal y me vuelvo tan pequeña como una hormiga.
Después de todo lo que pasó, ellos dos… ¿Otra vez?
Shana no mentía: él siempre vuelve con ella.
Aunque mi primer impulso es echarme a llorar hasta que se me acaben las lágrimas, me obligo a no hacerlo. No les daré semejante poder. Ya me destrozaron una vez; no permitiré que vuelva a ocurrir. Me armo con el rencor que siento y opto por descargar toda la rabia y la frustración del modo que me aconsejó Stella. Paso por mi apartamento en Halsell Hall, me recojo el pelo en una coleta más o menos alta, meto unos leggings negros de cintura alta y un sujetador deportivo en una bolsa y me dirijo al gimnasio del Dixon Recreation Center.
Al llegar, encuentro a unos cuantos estudiantes del equipo de fútbol haciendo pesas y dominadas, y a dos chicas frente al espejo que hacen sentadillas. Me subo a la cinta y empiezo a correr a una velocidad media que aumento progresivamente. Una vez he calentado, me acerco al saco de boxeo que cuelga del aro en el centro de la sala. Empiezo a golpearlo imaginando la cara de ella. Y la de él. Golpeo con fuerza mientras pienso en ellos dos pasándoselo en grande y en mí, rota por el dolor.
«Vete al infierno, Thomas».
Golpeo todavía más fuerte.
«Estuve a tu lado en el peor momento».
Otro golpe.
«Y tú…».
Otro más.
«Me destrozaste».
Empiezo a asestar una serie de golpes secos y rápidos, casi como si quisiera romper el saco. El sudor empieza a descender por mi espalda. Se me agita la respiración. La rabia que me invade me nubla los sentidos. Escucho una voz cerca, pero en mis oídos suena amortiguada. Sigo golpeando hasta que una mano me agarra del hombro y, en un gesto instintivo, el puño que iba dirigido al saco de boxeo choca con la cara de alguien.
—¡Ay! —maldecimos los dos por culpa del dolor.
Cierro los ojos y aprieto los dientes mientras me pliego sobre mí misma. Me presiono el puño cerrado contra el vientre en un intento de adormecer el dolor de los nudillos, pero es inútil. Cuando vuelvo a abrir los ojos, apenas me da tiempo de ver los párpados de Vince que se cierran justo antes de que su cuerpo se desplome en el suelo.
—¡Oh, Dios mío! —grito, aterrorizada—. ¡Vince! —Me arrodillo a su lado y veo un hilillo de sangre que empieza a brotarle de la nariz. —¡Oh, Dios mío, p-perdóname, y-yo… te juro que no quería hacerte daño! ¡Ha sido un reflejo involuntario!
—Está rota, ¿verdad? ¿Mi nariz está condenada para siempre? —aúlla, mientras intenta taponarse la herida con los dedos.
—¡No! No está rota —balbuceo, más nerviosa que él, en un torpe intento de calmarlo.
—Eres pequeña y grácil, ¡explícame cómo has conseguido tumbarme de un golpe! ¿Estás tomando esteroides? —murmura, y justo ahora me doy cuenta de la presencia de algunos chicos del equipo de baloncesto, que se acercan a Vince y apenas pueden contener la risa.
De pie en el umbral, con el hombro apoyado en el marco de la puerta, también está Thomas, que me observa circunspecto. Enseguida me percato de que lleva el uniforme: al parecer, lo han vuelto a admitir en el equipo. Debería alegrarme por él, pero soy incapaz. Porque solo puedo pensar en que, hasta hace unos minutos, estaba encerrado en su habitación con Shana.
Me pregunto cómo lo hace. Cómo es capaz de tocar, besar y desear a otras mujeres cuando yo siento náuseas solo de pensar en que otro hombre me toque.
Con la misma furia que me ha llevado a atacar el saco de boxeo (y la nariz de Vince), le lanzo una mirada sombría y vuelvo a concentrarme en lo que me ha preguntado mi amigo, que sigue tendido en el suelo. ¿Farfullaba algo sobre un posible consumo de esteroides?
—¿Qué? ¡Qué va! Yo, bueno… estaba demasiado concentrada en mis pensamientos. —«Y bastante cabreada», me digo a mí misma antes de agachar la cabeza.
Los chicos lo ayudan a levantarse y lo sientan contra la valla acolchada del cuadrilátero.
—Amigo, ¿te das cuenta de que te has dejado tumbar por una chica de segundo? —señala Matt, divertido, que levanta la comisura de la boca y le asesta una palmada amistosa en el hombro—. ¿Cómo te encuentras? ¿Estás de una pieza? —le pregunta al final.
—Todavía veo putas estrellas zumbando sobre mi cabeza —dice él, que ladea la cabeza y se limpia la sangre con el pañuelo que le tiende Matt.
Este último me mira de reojo: parece que quiera decirme algo, pero vacila. No hemos hablado desde la última vez que estuve en su fraternidad y le pedí que no le comentara a Thomas que había ido para recoger mis cosas. Por supuesto, no me hizo caso.
Las ruedas de su coche y yo tenemos una cuenta pendiente.
—Lo siento mucho, Vince, de verdad. Te llevo a la enfermería. ¿Puedes ponerte de pie? —Intento agarrarle una mano para que se levante, pero, en cuanto extiendo la mía, siento una punzada tan fuerte que no puedo evitar gritar.
—Deberías ponerte hielo si no quieres que empeore —me aconseja Matt, aprensivo.
—Lo haré —respondo, seca—. ¿Habías venido a decirme algo, Vince?
—Solo quería felicitarte por tus ganchos de izquierda antes de que uno de ellos aterrizara en mi cara —me explica, mientras unos chicos le echan un poco de agua de una botellita en la nariz.
Sacudo la cabeza y suelto un suspiro, contrariada.
—Voy a buscarte unas gasas, ¿vale?
—Ah, no te preocupes por mí, joyita, sobreviviré —dice mientras se seca con el brazo las gotas de agua que le caen por el cuello—. Será mejor que te preocupes por tu mano, se está hinchando.
La miro y compruebo que tiene razón. Me duele, me duele un montón, pero me he asustado tanto por Vince que el dolor ha pasado a un segundo plano.
Los dos nos levantamos del suelo y, cuando me aseguro por enésima vez de que no necesita vendas ni medicamentos, decido ir a buscar un poco de hielo a la enfermería. Thomas sigue apoyado en la puerta en toda su grandeza, inmóvil, con los brazos musculosos y tatuados cruzados sobre el pecho. Recorre con la mirada cada centímetro de las formas sinuosas de mi cuerpo, que resaltan los leggings deportivos y el top que me envuelve el pecho y deja al descubierto un trocito de mi barriga.
Una vez llego frente a él, arqueo una ceja, molesta.
—Apártate de en medio.
Él duda un momento y tensa la mandíbula, pero luego se mueve y me deja pasar sin mediar palabra.
Camino por el pasillo, bajo las escaleras en dirección al semisótano y entro en la enfermería, donde encuentro a un miembro del personal universitario que, de espaldas a la puerta, hojea unos documentos.
—Hola, he tenido un pequeño accidente mientras entrenaba en el gimnasio, ¿podría darme un poco de hielo?