Una pasión secreta - Catherine Spencer - E-Book

Una pasión secreta E-Book

Catherine Spencer

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Secretos, mentiras... ¡y pasión! Jake Harrington había amado a Sally apasionadamente hacía algunos años, pero le habían engañado para que se casara con otra. Cuando volvió a ser libre, Jake decidió que tenía que recuperar a Sally. Aunque no era el momento adecuado y sus reputaciones estaban en peligro, no tardaron en dar rienda suelta a la pasión... en secreto. Mantener el secreto provocaba tensiones entre ellos, pero cuando descubrieron todas las mentiras que los habían separado en el pasado, se sintieron aún más unidos. Hasta que Sally le reveló un último secreto... lo único que Jake no podría perdonarle jamás...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 202

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Catherine Spencer

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una pasión secreta, n.º 1424 - septiembre 2017

Título original: Passion in Secret

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-100-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Aunque no hubiera soplado un frío viento del Atlántico, las miradas hostiles que le dirigieron quienes rodeaban la tumba habrían sido suficientes para helar a Sally hasta los huesos. Nadie dijo nada, por supuesto. Los educados habitantes de Bayview Heights, el vecindario más prestigioso de Eastridge Bay, jamás habrían manifestado su desaprobación antes de que el cuerpo de una de las jóvenes más conocidas de la sociedad local fuese enterrada.

Desde luego que no. Se guardarían sus comentarios para más tarde, junto con el té, el jerez y las condolencias en la mansión de los Burton. Pero Sally no estaría allí para oírlos. La omisión de su nombre de la lista de invitados a celebrar una vida segada trágicamente en plena juventud era una acusación en sí misma, pese a que su nombre hubiese quedado oficialmente libre de culpa.

–Del polvo venimos y en polvo nos convertiremos… –el ministro, con su toga flameando al viento, entonó las últimas plegarias de la ceremonia.

La madre de Penélope, Colette, ahogó un sollozo y alargó la mano hacia el ataúd cubierto de flores. Mirando disimuladamente, Sally vio cómo Fletcher Burton le tomaba a su esposa el brazo e intentaba consolarla. Del otro lado de ella, apoyado pesadamente en su bastón, se encontraba Jake con la cabeza inclinada. Tenía el cabello, aunque prematuramente cano, tan espeso como cuando Sally lo había tocado por última vez, hacía ocho años.

Al sentirse observado, él levantó la vista y la pilló mirándolo. Aunque Sally sabía que lo único que conseguiría era que los demás la censurasen todavía más, no pudo apartar la vista. Incluso más, intentó telegrafiarle un mensaje: «¡No fue culpa mía, Jake!», pero se dio cuenta inmediatamente de que, como todos los demás, Jake la consideraba responsable. Viudo a los veintiocho años por culpa de ella, que podía ver acusación en sus ojos azul cielo, en la línea de la boca que una vez la había besado con el calor y la urgencia de los diecinueve años.

El viento hizo que flamease el lazo de la elaborada corona de los Burton, colocada sobre el féretro, como si Penélope intentase abrir el cajón y salir. Si hubiese podido, lo habría hecho, y reído de tanta solemnidad.

–La vida es un tiovivo –había dicho siempre–. Y pienso sacarle todo el jugo posible antes de morirme. ¡Quiero ser un cadáver guapo!

Al recordar sus palabras y la risa frívola que las había acompañado, Sally se preguntó si sus ojos lagrimearían por el terrible frío o si, por fin, comenzaba a remitir el aturdimiento que la dominaba desde el accidente, permitiéndole sentir otra vez.

A su alrededor, la gente comenzó a moverse. El servicio había concluido. Colette Burton se llevó los dedos a los labios y luego al féretro como última despedida. Otros deudos hicieron lo mismo, excepto el viudo y su familia más cercana. Él permaneció inmóvil, el rostro inescrutable, los hombros rectos enfundados en el uniforme de piloto naval. Sus parientes cerraron filas junto a él, como si, haciéndolo, pudiesen protegerlo de la enormidad de su pérdida.

Apartando la mirada, Sally se hizo a un lado para dejar pasar a los padres de Penélope, quienes, desairándola abiertamente, se dirigieron a la limusina que los esperaba. Había asistido al entierro por respeto a quien había sido su amiga y porque sabía que su ausencia daría pasto a mayor cotilleo aún que el que causaría su presencia. Pero el mensaje de los Burton dio la consigna al resto de los asistentes: Sally Winslow, igual que siempre, traía complicaciones y no merecía ni compasión ni cortesía. El mensaje estaba tan claro que Sally se sorprendió al oír pasos crujir por la nieve hacia ella y luego la voz de Jake.

–Esperaba que estuvieses aquí. ¿Cómo estás, Sally? –le preguntó este al llegar a su lado.

–Tan bien como puede esperarse –dijo, con la garganta agarrotada–. ¿Y tú?

–Igual –dijo él, encogiéndose de hombros–. ¿Vienes a casa de los Burton para el funeral?

–No, no me han invitado.

La miró con el rostro serio un momento.

–Ahora lo estás. Como esposo de Penélope, te invito. Fuisteis amigas durante años. Ella habría querido que estuvieses.

Ella no pudo mirarlo a los ojos, no pudo soportar su voz fría e imparcial.

–Yo no estaría tan segura de ello –dijo, dándose la vuelta–. Nuestras vidas habían tomado sendas separadas. Ya no estábamos de acuerdo en muchos temas –«especialmente sobre ti y la santidad de tu matrimonio», podría haber añadido.

–Para mí resultaría muy importante que cambiases de opinión.

–¿Por qué, Jake? –le preguntó ella–. También hace años que tú y yo dejamos de ser amigos íntimos. Considerando las circunstancias presentes, no se me ocurre un motivo por el que quieras acercarte a mí ahora.

–Fuiste la última persona que vio a mi mujer con vida. La última que conversó con ella. Me gustaría hablar contigo.

–¿Por qué? –dijo ella, reprimiendo su pánico–. El informe de la policía deja bien claro lo que sucedió aquella noche.

–Lo he leído, y también he escuchado las declaraciones de mis suegros. Ellos saben que tuvo lugar un accidente, pero tú sabes cómo y por qué.

El pánico volvió a embargarla.

–Ya he dicho todo lo que hay que decir, al menos una docena de veces.

–Dame el gusto, Sally, dímelo una vez más –señaló el bastón que empuñaba con la mano izquierda–. Me dieron de alta del hospital militar de Alemania hace menos de veinticuatro horas. He llegado a casa esta mañana temprano, justo a tiempo para el entierro. Me he enterado de todo de segunda mano. Estoy seguro de que comprenderás por qué me gustaría oírlo de los labios de la única persona que estuvo en realidad allí cuado Penélope murió.

–¿Qué pretendes lograr con ello?

–Quizá recuerdes algo que no parecía importante cuando hiciste tu declaración. Algo que complete los increíbles huecos de los informes que he recibido hasta ahora.

Por lo visto, sospechaba que había algo más que la bonita versión descafeinada de la policía. Sally se lo temía. No temía lo que él pudiese preguntarle, sino que él descubriese la dolorosa verdad detrás de las mentiras que ella había contado para evitarles sufrimientos a él y a los Burton.

–¿Sally? –Margaret, la hermana mayor de Sally se acercó a ellos. Una ligera arruga en su frente indicaba que encontraba totalmente inapropiado que Sally confraternizase con el viudo frente a todos los asistentes al sepelio–. Tenemos que marcharnos. Ahora.

–Sí –dijo Sally, que agradeció por una vez que su hermana se inmiscuyese. Se apartó de Jake–. Le estaba explicando que no puedo asistir a la recepción.

–¡Por supuesto que no puedes! –la expresión de Margaret se suavizó al dirigirse a Jake–: Siento mucho lo de tu pérdida, Jake. Qué terrible vuelta a casa. Pero me temo que nos tenemos que ir. Los niños me esperan.

–¿Sally ha venido contigo aquí?

–Sí. Desde el accidente, no tiene muchos deseos de conducir. La ha afectado mucho más de lo que mucha gente cree.

–¿De veras? –su mirada pasó de Margaret a centrarse nuevamente en Sally, demasiado penetrante para su gusto–. Al menos, tú resultaste ilesa.

–Tuve suerte.

–De veras que sí. Mucho más que mi mujer.

Un frío trémulo la embargó junto con el recuerdo del chirriar de los frenos, el olor a goma quemada cuando los neumáticos dejaron marcadas dos rayas negras en el pavimento. Y, peor aún, el cuerpo roto de Penélope despedido por los aires y yaciendo a la vera del camino, musitando con una sonrisa espectral en los labios:

–Si seré tonta. Me he caído del tiovivo antes de que se detuviese, Sal.

Sally se desprendió del doloroso recuerdo con un esfuerzo.

–Sí, tuve suerte –dijo, al darse cuenta de que Jake la observaba atentamente–. Pero no todas las heridas son visibles. Ver cómo muere una amiga no es algo fácil de superar.

–Normalmente no.

Aunque su comentario parecía cortés, Jake lo hizo con tanto desdén que ella, sin pensar en las consecuencias de sus palabras, explotó.

–¿Crees que miento?

–¿Lo haces?

–¡Dios santo, Jake, aunque estés dolido por lo que ha pasado, me parece que te estás pasando un poco! –aunque Margaret siempre la estaba criticando, no soportaba que alguien más lo hiciese y la defendió como una tigresa–. Mi hermana está deshecha por la muerte de Penélope.

La expresión del rostro masculino cambió, expresando resignación.

–Sí –dijo–. Por supuesto que lo estará. Perdona, Sally, por insinuar lo contrario.

Sally asintió, pero su suspiro de alivio se interrumpió cuando él prosiguió.

–Y yo me ocuparé de que alguien te lleve de vuelta a casa después del funeral.

–Te lo agradezco, Jake, pero no. Ya la he molestado a Margaret. Ni se me pasaría por la cabeza incordiarte a ti también, particularmente en un día como hoy.

–Me estarías haciendo un favor. Y si tienes miedo…

–¿Por qué iba a tenerlo? –intervino Margaret–. Se ha demostrado que la muerte de Penélope fue un accidente.

–Lo sé, y también sé que no todos aceptan el veredicto así como así.

–Entonces, quizá tengas razón. Quizá llevarla a casa de los Burton no sea una idea tan mala –dijo Margaret. Se quedó pensativa un momento para luego darle un ligero empujón en las costillas a su hermana–. Sí, ve con él, Sally. Enfréntate a todos ellos y demuéstrales que no tienes nada de lo que arrepentirte.

Sally se quedó muda ante el cambio de actitud de su hermana. Bastante tenía ya como para ir a la boca del lobo a buscarse más problemas

–¡No! –soltó cuando recuperó el habla–. ¡No tengo que demostrarle nada a nadie!

Pero Margaret ya se había alejado y subía al coche que había aparcado a discreta distancia de los de la familia.

–Parece que la única alternativa que tienes es demostrarlo –murmuró Jake, tomando a Sally del codo antes de que se fuese–. No hagamos esperar al chófer. No sé tú, pero lo que es yo, no estoy en condiciones de andar las cuatro millas de distancia hasta la casa de mis suegros, y menos con este tiempo –elevó la vista al plomizo cielo–. Hemos tenido suerte de que no haya nevado todavía.

 

 

Estaba clarísimo que la adorable Sally Winslow mentía. Por más que llevase años sin verla, Jake la recordaba lo bastante como para saber cuándo intentaba esconder algo. Lo que lo intrigaba era por qué lo hacía.

Su implicación en el accidente había quedado fuera de toda culpa. Entonces, ¿por qué no podía mirarlo a los ojos? ¿Por qué miraba fijamente por la ventanilla de modo que lo único que él podía verle era la nuca? ¿Por qué se sentaba tan lejos de él como podía, como si temiese que el dolor lo hiciese agarrarla del cuello y obligarla a que dijese la verdad?

Atravesaron la verja de la antigua mansión de los Burton, que alzaba su mole de granito oscuro en la penumbra del atardecer. Cuando la limusina se detuvo, Morton, el mayordomo, abrió la doble puerta de entrada. Al ver a Sally subir las escalinatas, una expresión de sorpresa le cruzó rápidamente el rostro.

–Ejem –dijo, alzando el brazo como para impedir que ella entrase.

–La señorita Winslow está aquí invitada por mí –le dijo Jake, sorprendido al sentir la imperiosa necesidad de protegerla. La podían acusar de cualquier otra cosa, pero no de que no pudiese defenderse sola. Sally no necesitaba en absoluto un caballero andante.

Morton tomó el abrigo de Sally con patente disgusto.

–La recepción es en el salón, capitán Harrington –dijo–. ¿Los anuncio?

–No es necesario, sé cómo ir –respondió Jake, dándole su gorra. Se quitó unos copos de nieve de los hombros y le hizo un pequeño gesto con la cabeza a Sally–. ¿Lista para el combate?

–Todo lo que puedo llegar a estarlo.

Jake pensó en ofrecerle el brazo, pero decidió que ella tendría que contentarse con su apoyo moral. Bastante sufrían ya sus suegros como para además echarle sal a la herida.

Provenía del salón el murmullo apagado de las conversaciones. Al entrar, vieron que cada palmo de la superficie de los lustrosos muebles se hallaba ocupado por fotografías de Penélope flanqueadas por enormes ramos de flores perfumadas.

Junto a la ventana que daba a los jardines posteriores, una mesa ofrecía variados sándwiches, canapés calientes y pasteles. Una mujer gruesa que él no reconoció servía té del juego de plata maciza en las finísimas tazas de porcelana. Al otro extremo de la estancia, un escritorio Chippendale servía de improvisado bar con su suegro haciendo los honores. Colette, sentada en el borde de una silla tapizada en seda con una copa de brandy vacía en la mano, recibía el pésame de los asistentes.

Fletcher Burton fue el primero que los vio. A punto de servir una copa de jerez, dejó el botellón de cristal tallado nuevamente en la bandeja de plata y se acercó de prisa por entre la gente.

–¡No sé cómo esta joven ha logrado entrar sin que la viese Morton!

–Yo la he traído, Fletcher.

–¿Para qué, si puede saberse?

–Penélope y ella se conocían desde la infancia. Eran amigas. Sally fue la última persona en ver a tu hija con vida. Yo diría que eso le da tanto derecho a estar aquí como a cualquier otra persona.

–¡Por al amor al cielo, Jake! Ya sabes lo que Colette piensa al respecto. Estamos intentando dejar el pasado atrás.

–Si me lo permites, me parece que estáis más interesados en hacerlo rápido que en hacerlo bien.

–Dadas las circunstancias, no me parece…

–Quedamos en que te ocuparías del funeral porque yo no llegaría a tiempo como para hacerlo –lo interrumpió Jake–. Pero, como esposo de Penélope, tengo derecho a invitar a quien quiera para honrar su memoria.

–No, creo que no, si con ello haces daño a alguien.

–He venido a dar mis condolencias, señor Burton –dijo Sally, que había comenzado a retroceder hacia el vestíbulo–. Como ya lo he hecho, me marcharé.

–Gracias –dijo el pobre Fletcher, que estaba totalmente dominado por su mujer, y lanzó una ansiosa mirada al otro extremo de la estancia, donde Colette reinaba en su dolor–. Mira, no quiero ser ofensivo, pero me temo que ya no eres bienvenida en nuestra casa, Sally. Si mi esposa te viese, ella…

Pero la advertencia llegó demasiado tarde. Colette ya la había visto y lanzó un grito ahogado de indignación que hizo que todos se volviesen hacia ella. Con el pañuelo en ristre, pareció volar a través de la estancia.

–¿Cómo te atreves a aparecer en nuestro hogar, Sally Winslow? ¿No tienes vergüenza?

–Ha venido conmigo –dijo Jake, que ya se estaba cansando de sonar como un disco rayado. Tendría que haberse mantenido firme y haber insistido en que el funeral se pospusiese hasta su llegada. A Penélope no le hubiese hecho ninguna diferencia y si él hubiese hecho la recepción en la casa que habían compartido como matrimonio, se habría evitado aquella escena

–¿Cómo has podido hacerlo, Jake? –lloriqueó Colette, con sus enormes ojos azules arrasados en lágrimas–. ¿Cómo has podido herirme manchando la memoria de Penélope de esta forma? Ya he sufrido bastante. Necesito acabar con esto.

–Todos lo necesitamos –dijo él con ternura, sin poder evitar emocionarse por su pena. Colette Burton era una diva de primer orden, pero no podía negar que adoraba a su hija.

–¿Y pretendes hacerlo trayendo a esa mujer aquí? –dijo ella con un sollozo angustiado–. ¿Qué tipo de yerno eres?

–Un yerno que está intentando rehacer su vida.

–¿Con la ayuda de la asesina de su esposa?

Se hizo un silencio sepulcral en la estancia, porque no había ni una persona en ella, incluyendo a los padres de Jake, que no hubiese oído sus palabras.

–Por favor, señora Burton, perdóneme. No debería haber venido –dijo Sally contrita, tocándole la mano–. Quería decirle una vez más lo mucho que siento que la vida de Penélope acabase de manera tan trágica. Lo siento mucho.

–¿De veras, Sally Winslow? –exclamó Colette retirando la mano como si la de ella fuese una serpiente venenosa–. ¡Qué va! ¡Seguramente estarás feliz de que haya muerto! Siempre envidiaste que fuese más guapa e inteligente que tú. Pero ahora no tienes que vivir más a su sombra, ¿verdad?

–Basta ya, Colette –dijo Fletcher, intentando alejarla sin éxito.

–¡Déjame! No he acabado todavía –dijo ella, que se revolvió como un animal salvaje para enfrentarse nuevamente a Sally–. ¿Tienes idea de lo que significa ver a tu hija muerta en una caja? ¿Sabes lo que es dormirse extenuado, rogando no despertarse nunca más? ¿Lo sabes?

Sally palideció y apretó los labios para que no temblaran. Un frío sudor le humedeció la frente y sus ojos brillaron afiebrados.

–¡Eso es lo que me has hecho, Sally Winslow! –chilló Colette–. ¡No tendré ni un minuto de paz en mi vida de ahora en adelante, y espero que tú tampoco! ¡Ojalá que lo que has hecho te persiga el resto de tu miserable vida!

Nuevamente, Fletcher intentó intervenir, tomándola de los brazos.

–Tranquilízate, Colette, cariño. Estás alterada.

Colette había tomado más de un brandy para darse fuerzas y Jake se dio cuenta de que su suegra podría haber dejado a más de uno fuera de juego con solo echarle el aliento. Pero fue Sally quien, de repente, se apoyó blandamente en él y, antes de que pudiese agarrarla, cayó al suelo.

Colette se soltó de un tirón de su marido.

–¡Espero que se haya muerto! ¡Es lo que se merece! –chilló descontrolada.

–Lamento desilusionarte –le dijo Jake. Se había inclinado y le tomaba a Sally el pulso, que sintió firme–. Solo se ha desmayado –luego, aunque no debería haberlo hecho, no pudo evitar añadir–: Probablemente hace demasiado calor aquí dentro. ¿Dónde puedo ponerla hasta que recobre el conocimiento?

–En la biblioteca –dijo Fletcher, pasándole a Colette, deshecha en sollozos, a una de sus amigas–. Puedes echarla en el sofá.

–Yo la llevaré, Jake –dijo su padre, apareciendo a su lado–. No podrás hacerlo con tu pierna herida.

–Ya me las apañaré –masculló él deseando que sus padres no hubiesen estado presentes en aquella escena. Nunca se habían llevado demasiado bien con los Burton y sabía que estarían molestos con Colette por la forma en que lo había atacado–. Es culpa mía que Sally esté aquí. Lo menos que puedo hacer es acabar lo que he comenzado. Si quieres ayudar, llévate a mamá de aquí. Me parece que está bastante afectada con lo que ha sucedido.

Apretando fuerte los dientes para soportar el dolor que le subía en ramalazos por la pierna, tomó a Sally en sus brazos y atravesó la gente, que se abría a su paso como el Mar Rojo frente a Moisés. Aunque hubiese más de uno que sintiese pena por Sally, nadie se atrevería a manifestarlo, excepto la familia de Jake.

Depositó a Sally en un sofá de cuero de la biblioteca, una estancia decididamente masculina, donde en muchas ocasiones se había refugiado de las mujeres de la casa con Fletcher para tomar una copa. Sabía que su suegro tenía una buena provisión de brandy guardada en la vitrina junto a la chimenea.

Eso era lo que Sally necesitaba: algo fuerte que le diese color a su pálido rostro. Desmayada parecía vulnerable como una niña. Y a él tampoco le iría mal una copa.

La cubrió con una manta de mohair que encontró sobre una silla. Su rostro en reposo le recordó cuando habían empezado salir, cuando todavía estaban en la escuela secundaria. Él había estado locamente enamorado de ella por aquel entonces.

Ella se movió y, al abrir los ojos, lo pilló mirándola.

–¿Qué haces? –le preguntó con desconfianza.

–Mirándote –le dijo. Apoyándose en el respaldo del sofá, se preguntó qué diría ella si le dijese que tenía las pestañas más largas que había visto en su vida y una boca tan adorable que había sentido el impulso de inclinarse a besarla.

«¡Contrólate, Harrington! Hace menos de una semana que has enviudado y tendrías que estar sumido en los recuerdos de tu esposa, incapaz de prestarle atención a otra mujer, aunque esta hubiese sido tu primera novia».

–¿Cómo he llegado aquí? –preguntó ella, apartando la mirada y recorriendo con ella la biblioteca.

–Te traje yo después de que te desmayases.

–¿Me desmayé? –se cubrió los ojos con el dorso de una mano y gimió–. ¿Frente a toda esa gente?

–Fue lo mejor que pudiste hacer –dijo él, renqueando hasta la vitrina y sacando una botella de coñac le Courvoisier y dos copas de brandy–. Colette se quedó muda al no tener a quién atacar –sirvió dos generosas medidas del licor y le ofreció una copa–. Esto te ayudará a recuperarte.

–No sé –dijo ella, dudosa–. No he comido nada hoy.

–Me preguntaba qué te habría hecho desmayarte.

–No he tenido demasiado apetito desde el accidente.

–¿Quieres que hablemos de lo que sucedió aquella noche?

–No sé qué más podría decir que no haya dicho ya –dijo ella. Se incorporó y apartó el cabello del rostro.

Sentándose con cuidado en la silla más cercana, él se bebió la mitad del contenido de su copa y sintió que el calor del brandy le calmaba un poco el dolor.

–Podrías empezar por decirme lo que sucedió de verdad.

Los ojos de ella se velaron escondiendo su expresión.

–¿Qué te hace pensar que hay más que contar?

–Tú y yo estuvimos una vez tan cercanos que aprendimos a leernos el pensamiento bastante bien. Siempre supe cuando intentabas esconderme algo y no me he olvidado de los signos de ello.

Ella hizo girar la bebida en su copa pero Jake notó que no la bebía. ¿Tendría miedo de que el alcohol le soltase la lengua, haciendo que se le escapase algo que no quería decir?

–De eso hace mucho tiempo, Jake. Éramos unos críos. La gente crece y cambia.

–No –dijo él, con voz inexpresiva–. Lo que pasa es que aprendemos a disimular mejor. Pero aunque puede que hayas engañado a todos los demás, hasta a la policía, nunca me has engañado a mí. Aquí hay gato encerrado y tú lo sabes. Te ruego que, por los viejos tiempos, me digas lo que es.

Durante un segundo ella lo miró directo a los ojos y él creyó que ella confesaría, pero luego se abrió la puerta y apareció Fletcher.

–Supongo que necesitarás esto, Jake –le dijo blandiendo el bastón–. Y me preguntaba si Sally no se sentiría lo bastante bien como para que alguno de los chóferes la lleve a su casa, antes de que los coches se llenen con la otra gente.

–¿No podemos esperar cinco minutos? –dijo Jake, sin dejar ver cuánto le había molestado la interrupción.

–No –dijo Sally, apartando la manta para levantarse del sofá–. Si hay algún coche disponible, se lo agradecería, señor Burton. Estoy más que lista para marcharme.

Frustrado, Jake la observó marcharse. A menos que recurriese a la fuerza física, no podía hacer nada para detenerla. Por ahora.

Pero se ocuparía de que hubiese alguna otra oportunidad. Y cuando ello sucediese, se aseguraría de que ella no se le escapase antes de explicarle las circunstancias que lo habían liberado finalmente del infierno en que se había convertido su matrimonio.