Boda en Las Vegas - Jackie Braun - E-Book
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Boda en Las Vegas E-Book

Jackie Braun

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Beschreibung

Tercero de la serie. Después de despertarse en Las Vegas con un hombre atractivo a su lado y una alianza en el dedo, la impulsiva Serena pensó que ¡esta vez había ido demasiado lejos! Salió a hurtadillas de la suite nupcial dispuesta a seguir con su vida de soltera… El político Jonas Benjamin debió de haber quedado cautivado por la belleza y la pasión de Serena, tanto como para pedirle en matrimonio después de una única cita. Eso podría suponer un desastre para su campaña electoral…

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Seitenzahl: 198

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Jackie Braun Fridline. Todos los derechos reservados.

BODA EN LAS VEGAS, N.º 55 - mayo 2011

Título original: Inconveniently Wed!

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-336-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

PARA una mujer como Serena Warren, Las Vegas era el paraíso. Todo allí era extravagante y excesivo… exactamente igual que ella. Era una pena que solo fuera a estar allí durante el fin de semana. Había ido en una misión junto a sus tres amigas: Molly Hunter, Alexandra Lowell y Jayne Cavendish, después de que el prometido de Jayne hubiera resultado ser un mentiroso hijo de… un cretino.

Habían estado de fiesta el viernes por la noche y la mayor parte del sábado e incluso Jayne había logrado divertirse; había ido a un salón de belleza y se había librado de su característica larga melena rizada para hacerse un precioso corte que habría dejado atónito a su ex. Pero a medida que el sábado se agotaba, también lo hizo Jayne.

Aunque las amigas habían planeado un segundo paseo por la zona más animada de la ciudad, ella decidió pasar la noche en el spa del hotel y en la piscina. Y Alex, su compañera de habitación durante esa noche, había optado por quedarse con ella… no sólo por hacerle compañía, sino porque ella también tenía mucho en qué pensar. El propietario del hotel McKendrick, donde se alojaban, le había ofrecido un trabajo. Era una oportunidad increíble, pero si lo aceptaba, no sólo tendría que mudarse a Las Vegas, sino que tendría que quedarse allí sola cuando las demás regresaran a San Diego al día siguiente.

–Disfrutad a tope por nosotras –les había dicho Alex a Molly y Serena después de que ellas se hubieran ofrecido a quedarse con sus amigas en el spa.

–¿Estáis seguras? –preguntó Molly.

–Claro –dijo Jayne–. No hay razón para que os quedéis aquí en lugar de salir a divertiros.

La sonrisa que Jayne les había dirigido fue sincera, aunque no llegó a reflejarse en sus ojos. Últimamente eso nunca sucedía.

–De acuerdo, si insistís… –Serena sonrió–. La ciudad de Las Vegas no sabrá qué le ha pasado una vez que hayamos terminado con ella.

–Dios, ¿qué hemos hecho dejándolas irse solas? –murmuró Alex–. Esta ciudad ya nunca será la misma.

Jayne estaba más circunspecta.

–Intentad no hacer ninguna locura. Sobre todo tú, Serena.

Serena parpadeó con gesto inocente y levantó dos dedos.

–Palabra de Scout. No haré nada que vosotras no haríais.

Su semi promesa ya estaba olvidada una hora más tarde y Molly y ella se quedaron en la terraza de uno de los abarrotados bares del Bellagio contemplando sus famosas fuentes mientras esperaban a que se quedara libre una mesa.

–Me pregunto si me arrestarían por bailar debajo del agua –dijo en voz alta.

Molly estaba acostumbrada a las bromas de su amiga y se limitó a voltear los ojos ante el comentario.

–Mejor no lo descubramos, ¿de acuerdo?

–No estoy diciendo que tenga pensado hacerlo –respondió Serena encogiéndose de hombros–. Sólo me lo preguntaba, eso es todo.

–Ojalá Alex y Jayne hubieran venido con nosotras.

–Sí. ¿Crees que Jayne lo está pasando bien? –pregunta Serena.

–Todo lo bien que puede dadas las circunstancias.

–Si alguna vez puedo ponerle las manos encimas a ese…

–Está mejor sin él –interpuso Molly.

–Eso sobra decirlo, pero odio que ese Rich se haya ido de rositas después de todo el dolor y la humillación que le ha causado.

–Con el tiempo tendrá su merecido –predijo Molly.

–Pues quiero estar ahí cuando eso suceda. O incluso podría acelerar el proceso un poco, ¿verdad?

–Sí, es verdad. Los hombres pueden ser unos auténticos idiotas… aunque tienen sus usos.

–Y hay algunos hombrees que no resultan muy difíciles de mirar –añadió Serena mientras observaba a un rubio impresionante.

Decir que era muy guapo era quedarse corta. Había algo en él, algo más que su aspecto, que hizo que el corazón se le acelerara. Pero antes de poder descubrir qué era, la multitud pareció tragárselo.

Lo primero en lo que se fijó Jonas Benjamin al entrar en el abarrotado bar del Bellagio fue en la pelirroja que estaba de pie junto a la barandilla de la terraza. Era imposible no fijarse en ella… y no sólo por los colores neón de la chaqueta tipo bolero que llevaba.

Estaba de espaldas a él, de modo que no podía verle la cara, pero no había duda de que tenía unas piernas de infarto: esbeltas, torneadas e interminables bajo esos ajustados vaqueros que se ceñían a sus curvas desde el muslo hasta el tobillo. Terminaban en unos tacones de aguja con estampado de leopardo.

Cuando el agua se elevó en el aire detrás de ella, la joven se giró y Jonas pudo verle la cara.

Sus rasgos eran tan impresionantes como se había imaginado: pómulos altos, unos sensuales ojos almendrados, una nariz ligeramente respingona sobre unos carnosos labios bañados con brillo rojo. El deseo que sintió al verla no le extrañó, aunque sí lo hizo la sensación de conocerla ya, de haberla visto antes.

No tenía sentido. No conocía a esa mujer. Nunca antes la había visto y lo más probable era que no volviera a hacerlo ya que esos bares los frecuentaban mayoritariamente turistas. Además de eso, no era su tipo. Demasiado poco convencional y demasiado llamativa. Fijó la mirada en su colorida chaqueta antes de fijarse en el par de pendientes que le llegaban prácticamente hasta los hombros. Las mujeres con las que había salido vestían de un modo muy conservador y cuando se trataba de joyería, se inclinaban por las perlas o el oro. Jamás llevarían unos aros pequeños así que, mucho menos, con unos con colgantes y cuentas iridiscentes. El mínimo movimiento que hiciera la pelirroja provocaba que los pendientes se contonearan y el efecto resultaba fascinante, casi hipnótico.

Jonas se frotó los ojos y desechó la extraña sensación de haber estado esperándola. Había trabajado demasiado y con su campaña para acceder a la alcaldía acercándose al final había pasado mucho tiempo sin disfrutar de compañía femenina. Eran las once de la noche de un sábado y acababa de salir de una reunión con su director de campaña, Jameson Culver. Se habían pasado unas cinco horas discutiendo cómo sacarle partido a los resultados de las últimas encuestas según las cuales Jonas se situaba ligeramente por delante de su oponente.

Era toda una proeza que un principiante político como Jonas hubiera logrado enganchar al veterano estratega para dirigir su campaña. Sin embargo, Jameson era aburrido y carecía de sentido del humor y aunque eso era difícil, podía llegar a ser incluso más arrogante y autoritario que su padre, Corbin Benjamin, que había disfrutado de dos mandatos como gobernador de Nevada en los noventa antes de ser elegido para formar parte del Congreso, donde aún ejercía.

–Necesitarás que en tu currículo político aparezca más que una mera participación en el comité de planificación de la ciudad si esperas poder gobernar el Estado algún día o mudarte a Washington –eso era lo que a Corbin le gustaba recordarle–. Ser alcalde será un buen comienzo.

Un buen comienzo y un buen final.

Jonas sentía que tenía mucho que ofrecer como alcalde de Las Vegas, pero no estaba preparado para la política nacional, a pesar de no haber logrado convencer a su padre de lo contrario.

Se aflojó el nudo de la corbata. ¡Dios! Necesitaba una copa. Por eso había ido. Sabía que podía relajarse en la oscuridad entre los turistas. No muchos lugareños frecuentaban ese lugar a menos que acompañaran a invitados que venían de fuera. Por el rabillo del ojo vio a una pareja levantándose para marcharse. Se dirigió a su mesa y llegó al mismo tiempo que la pelirroja, acompañada por una atractiva morena.

–Vamos a echarlo a cara o cruz –dijo ella.

Por su aspecto, se había esperado que la chica tuviera una voz algo grave, ronca, pero era tan suave como el terciopelo.

–Tengo una idea mejor. ¿Y si la compartimos? –y mientras Jonas intentaba asimilar lo que acababa de proponerles, ya estaba pensando en proponerles otra cosa más–: Y os invitaré a una copa a tu amiga y a ti.

–No sé… –Serena ladeó la cabeza y se quedó pensando. Los pendientes se mecían contra su piel mientras a él se le disparaba el pulso–. No estoy segura de que pueda interesarte nuestra conversación.

–Tengo una hermana –Jonas se encogió de hombros–. Creo que puedo soportar una charla de chicas si eso significa que he encontrado asiento –¿quién sabía cuándo se quedaría libre otra mesa? Aunque… ¿seguro que ésa era la única razón por la que se había ofrecido a compartirla?

La pelirroja se rió y el sonido fue agradable y contundente, tal y como se había imaginado. Para lo que no estaba preparado era para el modo en que sus sensuales rasgos adoptaron de pronto una cualidad tan cautivadoramente pícara. Fue toda una transformación y aunque Jonas desconocía qué la había provocado esa alegría, se vio sonriéndole y queriendo descubrirlo.

–¿Qué es tan divertido?

–Confía en mí, no quieres saberlo –murmuró la morena.

–Vamos –dijo Jonas.

La pelirroja se encogió de hombros.

–De acuerdo, pero no digas que no te he advertido. Mi amiga y yo estábamos hablando sobre el modo más doloroso de castrar a un hombre.

Jonas se estremeció y resistió el impulso de bajar las manos y hacer el gesto de cubrirse.

–Hablas en modo figurado, ¿verdad?

Un par de labios rojos se curvaron a modo de respuesta.

–De acueeeeerdo –dijo él lentamente–. ¿Algún hombre en particular o toda la especie?

La pelirroja se rió.

–No te preocupes, Adonis. Tu mercancía está a salvo –y cuando él empezó a relajarse, añadió –: Por ahora –y volvió a reírse.

–¿Todavía quieres compartir mesa con nosotras? –preguntó la morena. Estaba haciendo todo lo que podía por ocultar una sonrisa.

–¿Por qué no? Me gusta vivir peligrosamente.

–Sí, eso parece –comentó la pelirroja mientras lo recorría con la mirada, desde el nudo de la corbata hasta los zapatos.

–Las apariencias pueden engañar –respondió él y alargó una mano–. Soy Jonas.

–Serena.

Interesante nombre ya que, por lo que había podido ver, esa mujer era un caos andante. Hasta el momento, nada en ella podía considerarse sereno, y eso incluía su forma de estrechar la mano. Una corriente de deseo lo recorrió en el momento en que sus palmas se rozaron y al instante ella abrió los ojos de par en par y tiró de su mano para liberarla. Jonas no estaba seguro de si el hecho de saber que ella también lo había sentido lo hacía sentirse mejor.

Serena señaló a su amiga.

–Ella es… eh…

–Molly –dijo la morena, mostrándose más entretenida que insultada por el repentino lapsus de memoria de su amiga.

–Un placer, Molly.

Estrechó la mano de la joven y en esa ocasión al gesto no le acompañó ninguna descarga eléctrica. Sin embargo, Jonas casi deseó que hubiera sido así. Con su impecable aspecto, esa chica era más su tipo.

Se sentaron justo cuando un camarero llegó para retirar las copas de cóctel de los anteriores ocupantes.

–Bueno, chicas, ¿estáis disfrutando de vuestra estancia en el Bellagio? –les preguntó.

–En realidad estamos alojadas en el McKendrick –respondió Molly.

–¿Cómo has sabido que somos turistas? –preguntó Serena.

–Una intuición.

Por alguna extraña razón se vio tentado a alargar un dedo y tocarle un pendiente, pero se lo pensó mejor y en su lugar lo utilizó para avisar al camarero.

–Supongo que estás aquí por alguna convención –Serena, sin embargo, no mantuvo las manos quietas. Le agarró la corbata y le dio un pequeño tirón antes de deslizar los dedos por su sedosa tela–. ¿Contable?

–Casi.

–¿En serio?

–No –Jonas sonrió a la joven camarera que había ido a tomarles nota–. Yo quiero un bourbon solo, por favor.

–Un martini con vodka. Acompañado… de aceitunas –añadió Serena y Jonas tuvo que contener la risa ante el juego de palabras que había hecho.

–Yo sólo quiero agua con hielo –dijo Molly.

–¿Estás segura? –preguntó él–. Recuerda que invito yo.

–Gracias, pero siento que me va a doler la cabeza –se masajeó la sien.

–Eso es lo que puede hacerte esta ciudad. Tienes que tomártelo con calma.

–¿Y dónde está la diversión en eso? –quería saber Serena–. Te has aflojado la corbata, Adonis, pero apuesto a que nunca te sueltas ni te dejas llevar.

–Ah, ah, ah. Las apariencias, ¿recuerdas? –¡estaba divirtiéndose mucho!

–¿Cuál ha sido la última locura que has hecho?

–¿La última locura?

–Sí –volvió a ladear la cabeza y los pendientes danzaron contra su piel. Él alargó la mano y le dio un toquecito a uno de ellos.

Serena se rió.

–¿Es lo mejor que puedes hacer?

Jonas había pensado que eso era un paso bastante importante. No era un hombre espontáneo, solía darle muchas vueltas a las cosas y sopesaba cuidadosamente los riesgos y beneficios antes de actuar o tomar una decisión. Actuar así era positivo en su profesión. Además de presentarse como candidato a la alcaldía, era abogado especializado en contratos y, como tal, le prestaba mucha atención a la letra pequeña y al efecto que podría tener en la vida de una persona.

–Estoy esperando, Adonis –le dijo ella con sonrisa de engreimiento.

Él posó la mirada en sus labios. Parecían suaves, dulces y eran demasiado tentadores. ¿Una locura? Lo que estaba pensando hacer ahora mismo sí que lo era. Esperaba recuperar la cordura, pero eso no sucedió y en lugar de echarse atrás, se lanzó.

–¿Qué te parece esta locura? –le preguntó mientras la agarraba por la nuca para atraerla hacia él.

El beso fue breve, pero eso no impidió que resultara de lo más excitante. Cada corriente eléctrica que lo había recorrido al estrecharle la mano no lo había preparado para esa oleada de deseo. Después, no estuvo seguro de cuál de los dos se quedó más impactado. Se quedaron mirándose con la boca abierta el uno al otro mientras Molly se miraba las uñas.

–¿Sin habla? –preguntó Jonas mientras esperaba a que Serena se recuperara.

Esperaba que ella le dijera cualquier cosa, incluso que fuera grosera, porque sin duda se había ganado un comentario cortante, o dos, con ese comportamiento tan atrevido. Aunque en su defensa tenía que decir que ella tampoco se había opuesto. Ni lo más mínimo. No podía creer que la hubiera besado… o que quisiera volver a hacerlo. Los labios de la chica habían perdido casi todo su brillo rojo, pero ni un ápice de su atractivo.

Cuando Serena finalmente habló, lo hizo con sinceridad.

–Soy suficientemente mayorcita para admitir cuándo me equivoco. Y, ¡vaya!, sí que me he equivocado contigo –dijo con una sonrisa.

«Equivocarse» no era la palabra adecuada, pensó Serena mientras sus hormonas seguían burbujeando como el champán. No se había esperado esa reacción a pesar de haber encontrado atractivo a ese hombre desde el principio.

Eso ya era sorprendente por sí solo. Con su traje de chaqueta, la camisa blanca impoluta y una corbata estampada estaba a años luz de la clase de hombres que le gustaban, hombres bohemios y que iban contra el sistema. Atribuyó la atracción que sintió por él a su hermoso rostro, y eso que nunca se había considerado tan superficial. «Adonis», así lo había llamado.

Recorrió con la mirada sus anchos hombros; no había duda de que hacía ejercicio. Se lo imaginó sin camiseta y cubierto de sudor mientras hacía pesas y sus músculos se flexionaban y estiraban.

Mmm. El sonido vibró en su garganta y Molly tuvo que darle una patada en la espinilla por debajo de la mesa para que se diera cuenta de que estaba comiéndoselo con la mirada.

–Espero que no os importe, pero yo me voy al hotel –dijo su amiga. Se frotaba la sien cuando se levantó–. Mi dolor de cabeza ha empeorado.

–Oh –Serena hizo todo lo que pudo por ocultar su decepción mientras también se ponía de pie–. Bueno, Jonas, ha sido…

–¿Interesante? –sugirió él.

Serena dejó escapar un suspiro.

–Decir eso es quedarse corto.

Molly los miró a los dos.

–Deberías quedarte, Serena. Quiero decir, si quieres.

–No, me voy –respondió sin demasiado entusiasmo.

Justo en ese momento llegaron sus bebidas. La camarera dejó el bourbon delante de Jonas y miró a las dos mujeres.

–¿Para quién es el martini con aceitunas?

Molly señaló a Serena.

–Siéntate y tómate tu copa.

–Pero… –Serena miró a Jonas. No había duda, quería quedarte. Aun así le preguntó–: ¿Estás segura, Moll?

–Totalmente.

Después de que Molly se hubiera marchado, Serena y Jonas se miraron en silencio mientras bebían sus copas. Con su amiga sentada a su lado, de algún modo las hormonas de Serena habían estado bajo control, pero ahora amenazaban con sublevarse.

–Bueno, ¿de dónde eres? –hablar sobre trivialidades parecía la apuesta más segura.

–De Las Vegas, aquí he nacido y aquí he crecido. ¿Y tú?

Mientras crecía, Serena había vivido por todo el mundo dado el trabajo de marine de su padre. California del Sur había sido la última parada, y a pesar de su frívola naturaleza ella había deseado echar raíces. Jayne y ella tenían eso en común ya que el padre de Jayne también era militar.

–Últimamente digo que San Diego es mi hogar.

–Es una bonita ciudad. Playas geniales y una vida nocturna bastante decente.

–¿Vas allí a menudo?

–No, sólo estuve una vez cuando iba a la universidad.

Su respuesta la decepcionó. Por ridículo que pareciera, Serena esperaba que él fuera un visitante habitual porque tal vez entonces existiría una posibilidad de que volvieran a verse después de esa noche.

–No pensaba que en Las Vegas hubiera mucha gente originaria de aquí.

Jonas sonrió.

–Hay algunos y… por si te lo preguntas… no todos trabajamos en los casinos.

–No me has dicho a qué te dedicas –le recordó ella.

–Soy abogado.

Abogado. Nunca antes se había sentido atraída por un abogado. Los había evitado siguiendo sus principios morales, a menos que fueran de los que también ejercían de manera altruista, de esos que llevaban sandalias, ropa de cáñamo y trabajaban para causas que merecían la pena.

–A juzgar por tu cara, veo que no eres fan de esta profesión –y antes de que ella pudiera responder, añadió–: Y en ese caso no debería mencionar mis aspiraciones políticas.

¿Abogado y político? ¿Cómo es que ella no estaba levantándose ya para salir corriendo? Pero no lo hizo; por el contrario, le dio un trago a su copa y dijo:

–Háblame de esas aspiraciones políticas.

–Soy candidato para la alcaldía de Las Vegas.

–¿En serio? –y al verlo asentir, preguntó–: ¿Por qué? Quiero decir, ¿qué te hizo pensar que querías hacerlo?

–Tengo algo que ofrecer –bebió un trago–. Esta ciudad es más que turismo y casinos. La gente que vive aquí tiene sus preocupaciones.

Mientras Jonas hablaba, Serena lo observaba. Toda esa pasión iba más allá de su habilidad para besar, pero, ¿no había sido él mismo el que la había advertido de que las apariencias engañaban?

–¿Y qué me dices de ti? ¿A qué te dedicas?

–Soy decoradora de tartas.

Contuvo el aliento, esperando que él hiciera algún comentario despectivo. La elección de su profesión había resultado algo decepcionante para sus padres, y lo dejaban claro a cada oportunidad que se les presentaba, pero Jonas sonrió ampliamente y a Serena le gustó cómo se le arrugaron las mejillas al hacerlo.

–¿En serio? Qué trabajo tan dulce –ella hizo una mueca ante ese chiste tan malo y él se encogió de hombros–. No he podido evitarlo. Y bueno, ¿qué es lo que más te gusta de tu profesión?

No tuvo ni que pensarlo.

–El aspecto creativo. Los clientes entran en la tienda y dicen que quieren una tarta para la fiesta de jubilación de su jefe, o para el bautizo de su hijo, o lo que sea. Me dan una lista con las aficiones de esa persona y a veces me sugieren algún tema o colores. A partir de ahí, creo una tarta.

–¿Arte comestible?

Ella asintió.

–Exacto.

Dos horas y un segundo martini con aceitunas después, Serena sabía que debía marcharse, pero no quería que la noche terminara y eso resultó tan desconcertante como aterrador. Sus últimas relaciones, si es que podía clasificarlas como tal, se habían esfumado rápido, por lo general al final de la primera cita, o como mucho de la segunda.

Le gustaban los hombres, pero no estaba dispuesta a confiarle a uno su felicidad a largo plazo. No tenía más que mirar a sus padres para comprender por qué. Susanne y Buck Warren se habían dedicado a hacerse unos desgraciados durante los últimos treinta años y con ello habían hecho que la vida de su única hija fuera también un infierno.

–Te has puesto muy seria –comentó Jonas.

–Sólo estoy sorprendida por lo rápido que ha pasado el tiempo.

–Lo sé –se rió–. He entrado aquí con la intención de tomarme una copa rápida antes de irme a casa, estaba agotado.

–¿Un día largo?

–Interminable.

–Pero aquí estás.

–Aquí estoy –sonrió–. Y no estoy en absoluto cansado.

–Eso es por la chispeante conversación –bromeó ella.

Aparte de temas más sustanciosos como las razones por las que él había decidido meterse en política, su conversación se había cimentado en el ridículo. Habían canturreado la canción de los Picapiedra, habían debatido sobre quién era el más gracioso de El Gordo y el Flaco, si Laurel o Hardy,  y habían hablado de si era mejor un ombligo «metido» o un ombligo «para fuera».

–Me ha gustado mucho charlar contigo.

–Esto no es propio de mí –él jugueteaba con el borde de su servilleta de cóctel–. No suelo entablar conversación con extrañas en un bar, y mucho menos besarlas –alzó la mirada–. Es una locura, pero siento como si te conociera muy bien y ni siquiera sé cómo te apellidas.

–Warren.

–Yo, Benjamin.

–Bueno, Jonas Benjamin, para que quede claro, yo no suelo dejar que un extraño me bese en un bar.

–En ese caso me alegra que hayas hecho una excepción.

Las arruguitas de sus mejillas reaparecieron cuando sonrió y ella sintió un cosquilleo en el estómago.

–Lo mismo digo.

Pasó un largo momento hasta que él dijo:

–Técnicamente, ya no somos unos extraños, así que si fuera a besarte otra vez… –dejó el pensamiento en el aire, pero ahora tenía la mirada centrada en su boca.

Serena lo estaba deseando, el beso anterior no había sido suficiente para satisfacer su curiosidad.

Y justo cuando comenzó a inclinarse hacia él, una mano dejó una pequeña carpeta negra sobre la mesa. Jonas y ella se apartaron bruscamente. La camarera había salido de la nada.

–Les cobro cuando quieran –dijo la mujer.

–Vaya, me parece que es una indirecta para que nos vayamos –murmuró Serena a la vez que se daba cuenta de que el bar estaba casi vacío.

–Ya es casi la hora de cerrar. Tal vez deberías volver al hotel –dijo Jonas. Sacó la cartera y dejó unos cuantos billetes sobre la mesa. Después se levantó y le retiró la silla, un caballeroso gesto que ella rara vez había vivido. Pero lo cierto era que toda la noche había sido como un recorrido por un territorio desconocido.

Una vez estuvieron fuera, en lugar de dirigirse en dirección al McKendrick, Jonas se detuvo, se metió las manos en los bolsillos y se balanceó sobre los talones. Parecía nervioso… y esperanzado cuando dijo:

–¿Sabes? Estoy hambriento.

A ella le palpitó el corazón con fuerza.

–Ahora que lo mencionas, yo también.

–Tal vez podríamos ir a comer algo antes de dar la noche por terminada. Conozco un restaurante retro cerca de aquí que hace las mejores hamburguesas del lugar.

–Me encantan las hamburguesas –lo agarró del brazo y en esa ocasión sí que estuvo preparada para las chispas que saltaron ante el contacto… Y las disfrutó.

–Parece una locura, ¿verdad?

Serena no tuvo que preguntarle a qué se refería.

–Increíble.

Eran tan distintos; él clásico y ella extravagante, pero aun así conectaban el uno con el otro, tanto que unas horas después, cuando salieron del restaurante y echaron a andar, sus brazos y piernas iban moviéndose al unísono.

Se detuvieron delante de las fuentes iluminadas del Bellagio, ahí donde había comenzado todo, y por alguna razón Serena supo que su vida no volvería a ser igual. Mientras contemplaban el agua, Jonas se giró. La había besado varias veces desde que se habían marchado del Bellagio, y cada beso había sido más largo y excitante que el anterior. Sin embargo, la habían dejado queriendo más. No podía saciarse de él, y no sólo físicamente. Lo que sentía iba más allá de eso.

Ahora, en lugar de besarla, la tomó en sus brazos y bailó con ella bajo la luz de la luna mientras entonaba una canción. Ese Fred Astaire la encandiló.

–Esta noche ha sido mágica –dijo él como si pudiera leerle la mente.

–Ojalá no terminara nunca.

–¿Es que tiene que terminar?

La respuesta de Jonas la sorprendió y se apartó para poder verle la cara.

–¿No?

–No lo sé. Tú… nosotros… no tiene sentido.

–No mucho, no. Pero hace poco alguien me recordó que las apariencias engañan.

Serena se rió, pero él seguía serio.

–Cuando te he visto he tenido la extraña sensación de que te conocía… de que había estado…

–Buscándote –terminó ella con el corazón acelerado–. ¿Qué va a pasar ahora?

–Por lo general, yo diría buenas noches, me tomaría unos días para pensar en ello y vería las cosas desde lejos.

–Vuelvo a San Diego dentro de doce horas –se apartó de sus brazos y a pesar del calor de la noche sintió frío inmediatamente–. ¿Se te ocurre alguna otra idea?

Él volvió a ponerse serio.

–Sí, pero es… –sacudió la cabeza– es una locura. Una sonrisa se dibujó en los labios de Serena.

–Siempre estoy abierta a las locuras.

Jonas no sonrió. Tragó saliva.

–Esto me hace quedar como un loco.

–Bueno, no me dejes con la intriga.

Respiró hondo.

–Podrías quedarte.

Serena apenas pudo oír esas palabras por encima de los latidos de su corazón.

–¿Quedarme? ¿En Las Vegas? –repitió para asegurarse de que no se lo estaba imaginando. Cuando Jonas asintió, le preguntó–: ¿Cuánto tiempo?

Ahora él sí que sonrió y su expresión fue como la de un jugador dejando su fortuna a expensas de un dado.

–¿Qué te parece para siempre?