Botchan - Natsume Soseki - E-Book

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Natsume Sōseki

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Beschreibung

Perspicaz y penetrante, tierna y diferente, Botchan es una de las más hilarantes y entretenidas novelas japonesas de todos los tiempos. Botchan es un indiscutible clásico de la moderna literatura japonesa y, desde hace más de cien años, una de las novelas más celebradas por los lectores de aquel país. Considerada el Huckleberry Finn, y comparada también con El guardián entre el centeno, narra las aventuras de Botchan, un joven tokiota descreído y cínico, alter ego de Soseki, al que mandan como profesor a una escuela rural situada en la remota isla de Shikoku. En su nuevo destino pronto se topará con una serie de insólitos personajes, como el jefe de estudios "Camisarroja" o el "Calabaza", un triste profesor de ciencias de aspecto enfermizo y ánimo sombrío. Pero sobre todo se verá obligado a hacer frente a una auténtica caterva de fieros alumnos asilvestrados, que se consagrarán a hacerle la vida imposible.

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Índice

Botchan
Introducción
Nota del traductor
1
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11
Notas
Créditos
Natsume Sōseki

Botchan

Natsume Sōseki

Traducción del japonés a cargo

de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés

Introducción

Desdichas de un niño mimado

por Andrés Ibáñez

La cultura china se presenta siempre como el ondear del agua, mientras que la cultura japonesa se identifica más con la sequedad de la arena. Lo sinuoso, lo brillante, lo melodioso, lo identificamos con lo chino, mientras que lo japonés es limpio, austero, cuadrado, silencioso. Los jardines chinos tienen agua y carpas ondeantes; los japoneses, arena blanca y piedras espirituales. Algo similar sucede en ambas lenguas: en el chino no existe la «erre» y todo son acuáticas «eles», mientras que en japonés no existe la «ele» y todo son «erres» arenosas.

Natsume Sōseki (1867-1916) es el gran clásico moderno de la literatura japonesa. Representa la crema de la renovación cultural de la era Meiji, un período en el que Japón se abrió a la influencia occidental y en que la literatura nipona, sumida en la rutina y la repetición de modelos tradicionales y gastados, cobró nueva vida e inició el período creativo moderno que llega hasta hoy en día.

La época Meiji (1868-1912) representa un período de intensa transformación cultural y social. Los especialistas consideran que la historia de Japón sólo conoció un movimiento de cambios de similar importancia: el que tuvo lugar en los siglos VI y VII, cuando el país se transformó de acuerdo con el modelo chino. Los habitantes de las cuatro mil islas tomaron entonces de su gigantesco vecino milenario la escritura, la religión y las formas de cultivar la tierra. En esta segunda gran renovación del siglo XIX entraron en Japón la técnica y la ciencia modernas, pero también la novela psicológica realista.

La actitud de Sōseki hacia occidente y hacia lo occidental está llena de sorprendentes y fascinantes matices. Sōseki estudia inglés y literatura inglesa en la Universidad Imperial de Tokio, donde muestra gran interés por autores como Herbert Spencer y John Stuart Mill, escribe un opúsculo sobre Walt Whitman que constituye la presentación de este autor en Japón («Sobre la poesía de Walt Whitman, un autor representante del igualitarismo»), y en 1900 viaja a Inglaterra, donde vivirá tres años becado por el gobierno para ampliar sus estudios de literatura inglesa. A pesar de todo, su actitud hacia Inglaterra y hacia occidente en general aparece siempre marcada por la desconfianza y el rechazo. A pesar de que su estilo novelístico es obviamente de raíz occidental, en Bungakuron (Teoría literaria, 1907) afirma que fue de los clásicos chinos de los que aprendió «aunque de forma algo vaga y oscura», lo que era la literatura, y que al terminar la universidad le embargaba la sensación de haber sido, de alguna manera, «engañado» por la literatura inglesa.

Sōseki no es feliz durante su estancia en Inglaterra. Los choques culturales son continuos: en cierta ocasión, invita a alguien a contemplar cómo cae la nieve (sin duda una costumbre elegante y delicada en Japón) y sólo logra que se rían de él. Curiosamente, lo que Sōseki aprende en Inglaterra es que debe distanciarse de los modelos occidentales y seguir sólo su propio criterio. Occidente le enseña a ser un individualista y a no seguir las reglas: que es, sin duda, la lección más importante que se le puede enseñar a nadie.

Regresa a Japón en 1903, donde sustituye a Lafcadio Hearn como profesor de crítica literaria en la Universidad de Tokio, y dos años más tarde aparece su primera novela, Soy un gato. En 1906 publica otros dos libros, Botchan y Kusamakura (La almohada de hierba). Así se cierra el que suele ser considerado su primer período.

Los tres libros son muy diferentes entre sí. Kusamakura es, según explica Carlos Rubio en su magnífico prólogo a su edición de Kokoro, «más un poema en prosa que una obra de ficción», y en ella revela Sōseki sus opiniones sobre la vida y la literatura. En cuanto a Soy un gato, de la que existe una traducción al español, se trata de una novela muy extensa cuyo protagonista es un gato que realiza una sátira de la civilización de los seres humanos y, más concretamente, de los cambios sociales que estaban teniendo lugar bajo el gobierno del emperador Meiji. Porque Sōseki parece convencido de que la adopción de las nuevas costumbres occidentales no va a hacer que los japoneses sean más felices. Soy un gato es una novela muy divertida, muy verbosa, llena de detalles y de minuciosas descripciones. Botchan, por comparación, es casi telegráfica, no sólo mucho más breve, sino escrita en un estilo mucho más compacto.

En uno de los episodios de Soy un gato, encontramos una discusión literaria donde uno de los personajes afirma: «El mundo poético ha cambiado mucho en estos diez años. Hoy se lee la poesía moderna recostándose cómodamente o mientras se espera el tranvía en las estaciones». Recordemos que Sōseki fue también un importante poeta, y que durante toda su vida cultivó el haiku y la poesía china. Se trata, de nuevo, de la dolorosa ambivalencia que sintió siempre hacia lo moderno y lo occidental. Pensemos que el personaje que habla en defensa de la poesía «moderna», la que se lee esperando el tranvía, se declara participante de un grupo literario al que pertenece el propio Sōseki: «A nosotros no nos preocupan las críticas», afirma. «El otro día, un amigo mío llamado Sōseki publicó un trabajo breve titulado Una noche. Cualquiera que lea esa obra, se quedará sin entender la mitad. Pues yo me vi con él y le pregunté expresamente el sentido de algunos pasajes. Me respondió que él no quería saber nada. Y me quedé tan a oscuras como antes.»

De este modo, mirándose a sí mismo a través de los ojos de un gato, Sōseki se critica a sí mismo y se ríe de su propia poética modernista.

He leído otra obra de Sōseki, la célebre Kokoro, magníficamente traducida y editada por Carlos Rubio. Se trata de una obra de la última época del autor, también muy diferente en tono, en ritmo y en estilo del Botchan en el que mi lector se dispone a sumergirse. Kokoro es una obra excepcionalmente limpia y elegante, escrita en esa prosa transparente y pensativa que parece ser el ideal del estilo clásico y que solemos relacionar siempre con el estilo poético de Japón. La novela expresa las contradicciones del individualismo, que son las propias contradicciones culturales y personales de Sōseki: «La gente de hoy», afirma el protagonista, «nacida bajo el signo de la libertad, la independencia y la autoestima, debe, en justa compensación, saborear siempre la soledad.» Hemos de tener en cuenta que, por mucho que el emperador se hubiera empeñado en abrir el país a occidente y a las nuevas ideas, la mentalidad japonesa oficial seguía defendiendo por encima de todo la obediencia a la autoridad y la supresión de las tendencias individuales en aras del bien común de la patria. Es la mentalidad que daría origen al militarismo férreo que conduciría a la Segunda Guerra Mundial. El individualismo de Sōseki era visto, en este contexto, como una actitud sospechosa, o quizá peligrosa. En 1914, Sōseki pronuncia una conferencia titulada «Mi individualismo» donde afirma que cada persona tiene derecho a seguir sus propias inclinaciones siempre que cumpla con sus deberes de ciudadano. El sensei (término respetuoso para dirigirse a una persona mayor) de Kokoro es un hombre cultivado que vive de espaldas a la sociedad. Su «modernidad» es indudable. También su desesperanzada soledad.

Botchan, que hoy presentamos en una nueva traducción, es una obra muy diferente. Se trata de una de las obras más conocidas del autor y es, al parecer, un favorito entre los lectores más jóvenes. Botchan es, ante todo, una novela cómica.

Alguien que sabía mucho de humor, el escritor inglés Wodehouse, decía que de todas las características de la literatura, el humor es el que peor se traduce y el que peor pasa de una época a otra, y que por eso un autor ha de procurar que sus efectos humorísticos funcionen de algún modo incluso si el humor se pierde. Ni el propio Shakespeare, afirma Wodehouse, supo ver esto con claridad. Sōseki, desde luego, sí supo verlo. Soy un gato nos pone una sonrisa en los labios, pero Botchan nos hace reír a carcajadas. No cabe duda de que algunos, o quizá muchos, de los efectos cómicos del libro los perderemos por desconocimiento cultural, pero a pesar de todo el libro resulta absolutamente hilarante.

Botchan está escrito en un estilo inusualmente compacto. Es como uno de esos maki japoneses donde se comprime una loncha de atún crudo, un poco de wasabi, un trozo de tortilla y un pequeño ladrillo de arroz, todo ello envuelto en una rigurosa funda de alga negra y espolvoreado de doradas huevas de pez volador. Los párrafos iniciales de la novelita están tan llenos de información que apenas tienen aire. Las páginas parecen como empapadas en un espeso y especiado líquido de palabras. Frente a la verbosidad de Soy un gato, Sōseki parece estar aquí investigando en un estilo de la máxima densidad.

El inicio de la novela no es por ello menos desternillante. «Botchan» significa en japonés algo así como «niño mimado», y es el «niño mimado» del título el que nos cuenta su vida en primera persona. Su defecto principal está en su carácter impulsivo, totalmente irreflexivo. Ya lo comprobamos en la primera página: un compañero de clase se burla de su cortaplumas y el protagonista, sin pensarlo dos veces, se pone a cortarse su propio dedo para demostrar lo afilada que está la hoja. Afortunadamente, no logra cortar el hueso.

Este es el gran hallazgo de Sōseki en la novelita que nos ocupa: la voz en primera persona de Botchan. Obsesivo, acomplejado, ácido, descreído, irreflexivo, vengativo, irremisiblemente ingenuo, este Botchan es casi tan fascinante como el Holden Caulfield de El guardián entre el centeno. No es un adolescente, sino un joven profesor, pero resulta tan torpe en su relación con el mundo y parece comprender tan mal el mundo de los adultos que, al igual que Holden, aparece suspendido en un limbo equidistante entre la infancia y la edad adulta. Y todos se ríen de él: tanto los alumnos, que le ven como un adulto, como los profesores, que le ven como un jovencito insolente.

¡Qué importantes son estas voces en primera persona! Frente al narrador en tercera persona, que suele ser impersonal o sabio, la primera persona puede permitirse ese ejercicio tan liberador que consiste en ser estúpido o mediocre, malvado o tendencioso. En eso consiste la «modernidad» del primer «yo» de Sōseki, que es el ampuloso «yo» de un gato, y también la modernidad de este segundo «yo», que es el de un niño mimado, el de un «señorito» malcriado. En estos yoes mediocres, desagradables o parciales, como en el de Pan de Knut Hansum, por ejemplo, se inicia la literatura moderna, o una forma de entender la literatura moderna: como fragmentación, como alienación, como deformidad.

Botchan no se entera de nada, se ríe de todo, está en guerra con todo. Todo le molesta y le ofende, pero al mismo tiempo cualquiera, niño o grande, puede embaucarle. Es como un niño que no comprende el valor real de las cosas ni puede valorar las implicaciones de lo que dice ni de lo que le dicen. Uno de los rasgos desternillantes del personaje es su absoluta falta de astucia. Lo hace todo sin pensar, juzga sin pensar, habla sin pensar, actúa sin pensar. Y luego sufre las consecuencias.

Por todas estas razones, el tono del libro puede resultar chocante. No estamos acostumbrados a encontrar una voz así en un relato escrito por un japonés. Sōseki escribe casi con ferocidad, afilando sus palabras como garras. ¡Siglos, milenios de elegancia, de contención y de buenas maneras para llegar a esto! Escribe con furia, con desdén, sin pudor, sin poesía.

Obligado a vivir en un entorno tradicional (una pequeña ciudad de provincia donde es enviado como profesor de instituto), Botchan se ríe amargamente de todas las tradiciones japonesas. Se ríe de los habitantes de la ciudad, que le parecen una pandilla de paletos. Se ríe de los arreglos de ikebana que hacen en el pueblo. Se ríe de las diversiones tradicionales, de la escritura de haikus, de los entretenimientos espirituales y elevados, siempre defendidos por los personajes más hipócritas y sinvergüenzas, como ese Camisarroja que no permite a nadie ni que entre en un restaurante a comer tempura aduciendo que hay que dar ejemplo (¿qué tiene de malo comer tempura?) y luego se pasa las noches en casa de una geisha.

Cuando el día de su llegada el director del colegio le explica cuál es el exaltado objetivo de su misión pedagógica, Botchan le responde al instante que él no es la persona indicada y que renuncia. El director suelta una carcajada y dice que eso es el «ideal», es decir, la versión oficial, pero que en realidad todos hacen lo que pueden. Así se ríe Sōseki de la retórica oficial y de esa obsesión japonesa por el trabajador perfecto, el empleado ideal, el alumno inmaculado.

En el microcosmos de la escuela donde trabaja Botchan, todas las relaciones de poder están viciadas, y toda la ligazón social aparece corrompida. Todo el mundo miente, todos son hipócritas, todos se venden unos a otros. Los alumnos mienten, los profesores mienten, ¡hasta los propios periódicos mienten! Un profesor, por ejemplo, le indica a Botchan que se aloje en cierta pensión. Pero el dueño de la pensión lo único que quiere es venderle las antigüedades con las que comercia. Cuando descubre que Botchan nunca le va a comprar nada por mucho que le insinúe que él, Botchan, tiene «un alma refinada», le echa de allí sin contemplaciones.

Hay dos grupos de personajes: uno, el personaje colectivo de los alumnos, que son una masa indistinta de brutos indeseables y miserables. El otro, el corpus de profesores del instituto, a los que Botchan al instante pone motes, y a los que durante el resto de la novela sólo se referirá ya por ese mote: Camisarroja, el Puercoespín, el Calabaza. Al principio, todos le parecen un montón de mamarrachos que sólo pretenden abusar de él. Luego, poco a poco, comienza a comprender cuáles son sus verdaderos enemigos y cuáles sus amigos.

Este es un mundo compuesto por malas personas que se dedican a amargarse la vida unos a otros. Al pobre Calabaza le obligan a renunciar a su puesto y le envían de profesor a un destino lejano. Durante su fiesta de despedida, los otros profesores se dedican a gritar, a cantar y a realizar todo tipo de extravagancias sin hacer el menor caso del pobre Calabaza, que aguanta allí sin marcharse porque cree que es su deber, dado que la fiesta, al menos en teoría, es en su honor.

Nos resulta fácil reírnos a carcajadas de las desdichas de Botchan sobre todo porque no es un personaje simpático, aunque su ingenuidad y su infelicidad acaban por hacerle entrañable. Los alumnos le espían continuamente y luego se ríen de él, escribiendo en el encerado lo último que ha hecho ese día. Botchan se desespera. Se va a unos baños, y como está solo, se pone a nadar en la piscina. Al día siguiente, regresa a los baños y ve que han puesto un cartel de «prohibido nadar en los baños». De modo que alguien le ha visto, ha dado el aviso y los dueños de los baños han decidido poner el cartel. Pero su sorpresa es mayúscula cuando al llegar a clase se encuentra escrito en el encerado: «prohibido nadar en los baños» Pero ¿cómo han podido enterarse de eso los alumnos? Nada es privado en esta pequeña comunidad rural donde la vida de los demás es continua materia de escrutinio y escarnio. Es posible que los alumnos sean, como el propio Botchan repite una y otra vez, un puñado de «paletos», pero estos paletos pueden con él y le toman el pelo a gusto.

El colmo de sus desdichas tiene lugar cuando Botchan y otro profesor intervienen en una reyerta entre estudiantes de dos pueblos para poner orden y al día siguiente en el periódico local se les acusa públicamente de haber iniciado la pelea (a Botchan le llaman «cierto imberbe presuntuoso recientemente llegado de Tokio») y se exige, en los términos más insultantes y ofensivos, la expulsión inmediata de ambos profesores. Como en tantos otros episodios de la novela, la realidad parece de pronto iluminada por los colores de la pesadilla, y el mundo dominado por una injusticia irrisoria y ciega contra la que parece inútil rebelarse.

Uno se pregunta si las cosas sucederían realmente así en el Japón de hace cien años, pero la pregunta, seguramente, no es correcta. La pregunta debería ser si la vida humana es realmente así, tan ridícula, tan absurda, tan miserable, tan irrisoria. Porque eso es, precisamente, lo que logra Sōseki en Botchan: a través del relato humorístico de las desventuras de un joven profesor en una escuela rural, traza un mapa del mundo. Y si nos hace reír tanto es, sin duda, porque también está hablando de nosotros.

ANDRÉS IBÁÑEZ

Nota del traductor

Aunque la condición natural del traductor (por mucho que se discuta desde presupuestos teóricos) es la invisibilidad fingida y forzada, el editor de este libro ha creído conveniente que diga algunas palabras sobre Botchan desde mi punto de vista. Y como comparto con él la opinión de que se trata de un libro cuanto menos peculiar para el lector occidental, he aceptado esta corporeidad breve y excepcional que espero sirva al lector para algo.

Si estuviera hablando de vinos, diría que Botchan es un libro áspero al paladar, con tonos alegres de cítricos y aromas finales de castañas y té verde. En otras palabras, su lectura produce a veces sensación de cierto descuido estilístico, aunque es divertida y tiene sabor local (japonés, naturalmente). Esto ha llevado a algunos críticos a lo largo de la historia a tratar el libro como una obra menor de Natsume Sōseki, una especie de farsa humorística, lógica continuación de su primera novela Wagahai neko de aru. Sin embargo, algo tendrá cuando se ha convertido en un best seller histórico de la novela japonesa, con especial éxito entre el público joven. Por esta razón, se la ha comparado en ocasiones con The catcher in the rye, aunque esta comparación puede desconcertar a un lector demasiado aplicado. Botchan es Botchan, y sus claves descansan más en ella misma, en su autor y en su época que en reflejos en otras culturas.

Botchan apareció como novela en entregas en la revista Hototoguisu (El Cuclillo) en 1906. Natsume Sōseki acababa de publicar en esa misma revista y también por entregas Wagahai neko de aru (Soy un gato), relato en el que el protagonista es un gato que va cambiando de amos, obra de fino humor que fue un éxito inmediato. El hecho de que Botchan sea una novela por entregas determina su estructura, y el lector notará la regularidad de sus capítulos, así como su notable autonomía. Es de notar que en sus dos primeras novelas los protagonistas —el gato y Botchan— sean claramente antihéroes, perdedores que en sus peripecias ponen de manifiesto el mundo imperfecto que los rodea, que no pueden cambiar, y del que son en el fondo víctimas. Este esquema heredero de la novela picaresca española llega en parte a Sōseki a través de la literatura inglesa. No en vano pasó dos infaustos años para él (1900-1902) en Londres estudiando inglés y literatura inglesa.

Quizá por ese contacto con Inglaterra y su literatura, algunos críticos han querido ver a Sōseki como un autor occidentalizado, frente a Kawabata o Tanizaki, por ejemplo. Nada más lejos de la realidad. Sōseki fue un amante de la poesía japonesa de tradición china, y antes que novelista fue escritor de haikus (a pesar de lo que dice en Botchan). Fue un cultivador del Zen, y su lema de vida, «Sokuten Kyoshi» («Sigue a los cielos, abandona el yo») adquiere su sentido pleno en la tradición budista y confucionista japonesa. En un periodo en el que Japón comienza a abrirse y a emular (de forma inicialmente forzada, no hay que olvidarlo) los principios y las formas de vida occidentales, Sōseki sigue este cambio pero a la vez ve en él una corrupción de las esencias personales. No nos estamos refiriendo a aspectos históricos o de costumbres; lo que resiente Sōseki y refleja en todas sus obras es la pérdida de la autenticidad personal. La desaparición del makoto kokoro o corazón sincero. Lo que critica es una suerte de fingimiento intelectual que seguramente va aparejado a querer ser lo que en el fondo no se es. Este es seguramente uno de los problemas medulares de la cultura japonesa desde la era Meiji hasta nuestros días. Ha fascinado y obsesionado a sus estudiosos y fascina, obsesiona y entretiene a los propios japoneses.

Pero tampoco debemos caer en la tentación de ver Botchan como una reacción histórica puramente coyuntural. Botchan no sólo se rebela contra un mundo externo, sino también contra un mundo interno. Y esto es una tradición japonesa que viene de muy antiguo. Simplificando y siguiendo a gran parte de la exégesis botchiana, podemos definir a Botchan como alguien simple, inocente, en ocasiones estúpido, falto de sofisticación, enemigo de la pretenciosidad, ajeno a la pedantería, sincero, y crítico con los rasgos externos de la inteligencia. En ocasiones se ha considerado que Botchan es un alter ego de Sōseki, quizá seguramente porque el mismo Sōseki pasó un año enseñando en el instituto de Masuyama, en Shikoku, la ciudad que no es nombrada a lo largo de la obra, pero en la que transcurre la historia. Parece, sin embargo, que la vida de Sōseki en Matsuyama (donde conoció a su mujer) fue apacible y feliz, muy diferente a lo que refleja Botchan. Preguntado alguna vez por qué había aceptado un destino tan remoto (corrían rumores de que lo había hecho por un desengaño amoroso), respondió que lo hizo por afán de renuncia. Por abandono del yo, podríamos interpretar. Y eso sí que es botchiano. Aunque esta rebelión contra el yo forma parte de la cultura japonesa desde antiguo.

En la tradición filosófica, religiosa y estética japonesa encontramos esta tendencia por doquier. El budismo zen, mediante los koan, la meditación sentada, la repetición de fórmulas, el humor, y en último extremo la violencia física (conviene recordar la escena final de Botchan con los golpes y los huevos propinados a Camisarroja y al Bufón) aspira a vaciar la mente, a abandonar el yo. Si prestamos atención a los principios estéticos japoneses (esa clase de duende y ángel que Lorca aplicó aquí con una curiosa similitud a los métodos nipones), vemos que el iki o sui se define por ser el arte de vivir con elegancia pero con sobriedad y renuncia; por el abandono de la trascendencia; por ser cultura sin solemnidad; por abrazar el momento y la impulsividad; por la exclusión de la trascendencia; por la aceptación de la duda y la imperfección; por la no separación de placer y dolor. El iki define la elegancia personal; es algo así como el dandismo japonés, con principios más codificados en la cerámica, el dibujo, la arquitectura y el arte en general. En este sentido, Botchan es un dandy japonés. Es alguien no elegante, pero de vida elegante, simplemente porque en todo momento intenta ser él. Si lo logra o no es otra cosa, pero no hay otro principio que regule su horizonte y ese es su valor y su ejemplo. Bajo esta luz, no es extraño que, a pesar de unas características que a nosotros, occidentales, nos lo convierten en una especie de Forrest Gump, para un joven japonés Botchan siga siendo un modelo personal de algo mejor, un igual incorruptible, un compañero siempre sincero que nunca lo traicionará. Un dandy de la vida moderna e industrial. Alguien que al final pierde y huye, pero sin alterar ni un ápice su integridad.

Las traducciones están hechas de palabras, pero también de silencios. A cada palabra, a cada expresión, le acompañan otras que podían haberse dicho y no se han dicho, y que a pesar de no existir aprovechan espacios en blanco para saltar y decirnos lo que podía haber sido y no fue. Son los fantasmas de la traducción, que asolan a los traductores y los convierten en seres rodeados de extrañas formas de vida. Son los reflejos de sus dudas, sus incertidumbres y sus inseguridades, y después de publicarse el libro los fantasmas siguen allí, esperando la noche o el momento para mostrarse. Después de este libro, yo estoy lleno de ellos. A pesar de ello, he contado con la ayuda impagable, reconfortante y necesaria de Hidehito Higashitani y Julio Baquero Cruz. El primero, ejemplo de bilingüismo y biculturalidad, profesor, traductor del español y amante de la cultura y literatura españolas, me ha guiado por los coloquialismos, tokionismos, botchanismos, y demás sabores del texto original que, irremediablemente, se han perdido en su mayoría debido a mis limitaciones. El segundo ha sido mi guía estilística y de inteligencia y sentido común a lo largo de un proceso que conoce bien. He seguido sus pasos como he podido, la mayor parte del tiempo con la lengua fuera. También quiero agradecer al editor, Enrique Redel, su confianza (se podría llamar inconsciencia), sus sugerencias y su constante apoyo.

J. P. E.

Madrid, 10 de febrero de 2008

1

Desde niño, he tenido una impulsividad innata que me viene de familia y que no ha hecho más que crearme problemas. Una vez, en la escuela primaria, salté desde la ventana de un primer piso y no pude andar durante una semana. Alguien se preguntará por qué hice semejante tontería. Pero la verdad es que no hubo ninguna razón especial. Simplemente estaba un día asomado a una de las ventanas del nuevo edificio de la escuela, cuando uno de mis compañeros de clase comenzó a meterse conmigo diciéndome que, por mucho que me hiciera el gallito, en realidad no era más que un cobarde y que no sería capaz de saltar. El bedel tuvo que llevarme esa misma noche a cuestas a mi casa. Cuando mi padre me vio, se enfadó muchísimo y me dijo que no podía comprender cómo alguien se podía quedar sin caminar simplemente por haber saltado desde la ventana de un primer piso. Le respondí que la siguiente vez que saltara no me volvería a ocurrir.

Otro día estaba yo jugando con el reflejo que el sol producía en la hoja de una bonita navaja importada que uno de mis parientes me había regalado, cuando uno de mis amigos exclamó:

—Brillar, brillará mucho. Pero seguro que no corta nada.

—¿Que no? —le respondí yo—. Mi navaja puede cortar cualquier cosa.

—¿A que no puede cortar uno de tus dedos? —me desafió.

—¿Que no? —le repetí yo—. Mira. —Y entonces empujé la hoja en diagonal sobre mi pulgar derecho. Afortunadamente, la navaja era pequeña y mi hueso estaba sano y fuerte, por lo que todavía conservo el pulgar, aunque tendré una cicatriz mientras viva.

En la parte más oriental de nuestro jardín, a unos veinte pasos, se extendía una pendiente poco pronunciada en la que había un pequeño huerto con un castaño justo en el centro. Las castañas me volvían loco. Cuando llegaba la época en que comenzaban a estar maduras, en cuanto empezaba a amanecer yo salía corriendo por la puerta de atrás para coger algunas y llevármelas a la escuela, donde me las comía. El otro lado del jardín, por el Oeste, lindaba con la casa de un prestamista llamado Yamashiro, que tenía un hijo de trece años llamado Kantaro. Kantaro era un gallina, pero eso no le impedía saltar la valla de madera y bambú y entrar en nuestro jardín para robarnos las castañas. Una noche me escondí en la penumbra, junto a la puerta, y conseguí pillarlo. Al ver que no había escapatoria, se abalanzó sobre mí con todas sus fuerzas. Kantaro tenía dos años más que yo y, aunque era un gallina, lo cierto es que tenía mucha fuerza. Intentó darme un golpe con su enorme cabeza, plana como el fondo de una cacerola, y a fuerza de cabezazos lo único que consiguió fue incrustarla en la manga de mi kimono. Yo no podía usar el brazo para sacarla de allí, así que empecé a moverlo arriba y abajo, mientras Kantaro continuaba dando cabezazos sin poder ver nada. Al final, cuando notó que se iba a asfixiar, me dio un mordisco en el bíceps. Cegado por el dolor, lo empujé contra la valla, lo levanté y lo arrojé al otro lado. La parcela del prestamista Yamashiro estaba casi dos metros más abajo que la nuestra. En su caída, Kantaro rompió un tramo de la valla y se golpeó la cabeza contra el suelo mientras lanzaba un gemido. También me arrancó la manga del kimono, con lo que por fin pude liberar el brazo. Esa noche mi madre tuvo que ir a casa de los Yamashiro a disculparse y, ya que estaba allí, aprovechó para recuperar la manga.

Pero eso no fue todo; recuerdo también cuando junto con Kaneko, el hijo del carpintero, y Kaku, el hijo del pescadero, destrocé el huerto de zanahorias de Mosaku. Mosaku había dejado paja amontonada en la parte del huerto en la que había plantado las zanahorias, para protegerlas del frío. Y a nosotros nos dio por organizar un torneo de sumo encima de la paja. Nos pasamos la mitad del día peleando y, cuando terminamos, resultó que las zanahorias se habían echado a perder.

También recuerdo aquella vez que atasqué la tubería de riego del arrozal de los Furukawa, una proeza que me valió un buen castigo. Los Furukawa habían instalado en el huerto un grueso caño de bambú del que salía el agua necesaria para regar el arroz. Yo no sabía para qué servía el caño, así que un día lo atasqué con piedras y hojas hasta que dejó de salir agua. Aquella noche, mientras estábamos cenando, se presentó el señor Furukawa en persona, hecho una furia. Entró gritando, con la cara inyectada en sangre. Recuerdo que mis padres tuvieron que darle dinero para que me perdonara.

Mi padre no me quería. Y mi madre siempre prefirió a mi hermano mayor. Mi hermano era un muchacho muy pálido, y le gustaba actuar en obras de teatro, especialmente haciendo papeles femeninos de kabuki[1]. Mi padre solía repetirme que nunca llegaría a nada. Mi madre, por su parte, parecía muy preocupada por mi futuro. La verdad es que siempre he sido un caso perdido. Pero cuando pienso en cómo me han ido las cosas después, no resulta extraño que se preocuparan tanto. Quizá lo mejor que se pueda decir de mí por el momento es que no he estado en la cárcel.

Cuando mi madre cayó enferma, dos o tres días antes de morir, me golpeé con el horno mientras daba unas volteretas en la cocina y me abrasé el costado. Fue muy doloroso. Mi madre se enfadó muchísimo, y me dijo que no quería volver a verme, así que tuve que marcharme unos días a casa de un pariente. Poco después nos llegó la noticia de que mi madre había muerto. La verdad es que nunca pensé que se iba a morir tan deprisa. Si hubiera sabido que estaba tan enferma seguramente me habría portado mejor. Cuando regresé a casa, mi hermano mayor me dijo que era la desgracia de la familia, y que si mi madre se había muerto de un modo tan fulminante, había sido por mi culpa. Aquello me sentó tan mal que le propiné una bofetada, algo que lo único que hizo fue empeorar las cosas.

Tras la muerte de mi madre, volví a casa con mi padre y mi hermano. Mi padre era un vago, pero eso no le impedía repetirme como un disco rayado cada vez que me veía que yo era un desastre de hombre. No sé a qué se refería. A mí, mi padre siempre me pareció un tipo extraño. Mi hermano aspiraba a ser un hombre de negocios y se pasaba el tiempo estudiando inglés. Pero era afeminado y retorcido, y nunca acabamos de llevarnos bien. Cada diez días más o menos teníamos una pelea. Un día, jugando al shogui[2], me comió una pieza haciendo trampas, y luego se dedicó a restregármelo para fastidiarme. Yo me enfadé tanto que cogí otra de las piezas y se la tiré a la cara. Le di entre los ojos, y le hice sangre. Entonces él fue a chivarse a nuestro padre, que me dijo que me iba a desheredar.

Yo estaba convencido de que lo haría, pero entonces Kiyo[3], la mujer que nos había cuidado los últimos diez años, intercedió por mí y le suplicó bañada lágrimas que no me desheredara, y al final acabó persuadiéndolo. Pasado el tiempo, no recuerdo haber tenido nunca miedo de mi padre. Pero sí recuerdo que Kiyo me inspiraba mucha lástima. Según las historias que me habían contado, Kiyo pertenecía a una antigua y respetable familia que lo perdió todo al caer el antiguo régimen feudal[4]. Como consecuencia de ello, se había visto obligada a trabajar como criada. No sé qué relación había entre nosotros dos, pero por alguna razón, ella me quería mucho. Era sorprendente. Mi propia madre se había cansado de mí tres días antes de morir… mi padre no paraba de encontrarme defectos… y todos nuestros vecinos pensaban que yo era un botarate y no querían ni verme… Kiyo, en cambio, sólo veía cosas buenas en mí. Por mi parte, yo había acabado resignándome al hecho de que no despertaba ninguna simpatía en los demás, y por eso aceptaba que me trataran con la mayor indiferencia. Esto hacía que desconfiara de las personas que me trataban bien, y eso incluía a Kiyo.

En ocasiones, cuando estábamos solos en la cocina, me decía:

—Tienes un carácter bueno y recto.