Daisuke - Natsume Soseki - E-Book

Daisuke E-Book

Natsume Sōseki

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Beschreibung

Daisuke es un joven algo atolondrado que, a pesar de tener estudios, riqueza y una buena familia, descubre a los treinta años que la vida no merece la pena y, por tanto, se hunde en la desidia. Dado que le es imposible alcanzar ningún tipo de paz mental, incapaz de solucionar el conflicto que se crea en su interior entre la tradición de su país y las nuevas costumbres occidentales, Daisuke opta por entregarse a la pereza. Para él tal actitud constituye la única rebelión posible y, además, una manera más o menos fiable de mantener la lucidez. No obstante, esa refinada indolencia suya se verá trastocada cuando, sin esperarlo, se enamora locamente de la mujer de su mejor amigo. Por primera vez, Daisuke tendrá que elegir su propio destino. Traducida a numerosos idiomas desde su publicación en 1909, "Daisuke" es la segunda de las novelas de la trilogía iniciada con Sanshiro, y una de las obras más aclamadas y apasionantes del japonés Natsume Soseki.

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Daisuke

Natsume Sōseki

Traducción del japonés a cargo

de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés   

Capítulo I

Cuando el sonido de los apresurados pasos le llegó desde el otro lado de la puerta, sobre la cabeza de Daisuke colgaban un par de grandes geta.[1] Al alejarse los pasos, las geta se escabulleron lentamente y terminaron por desaparecer. Daisuke se despertó.

Se giró hacia la cabecera del futón y vio una flor de camelia en el suelo. Estaba seguro de haber escuchado como caía durante la noche; el golpe resonó en sus oídos con un ruido seco, como si una pelota de goma rebotara en el techo. Aunque en ese momento pensó que se debía al silencio de la noche, por si acaso había querido asegurarse de que no le pasaba nada y se había puesto la mano derecha sobre el corazón. Había sentido su pulso con toda claridad golpeando contra el borde de las costillas, y entonces se había vuelto a dormir.

Observó la flor durante un rato con mirada ausente. Era casi tan grande como la cabeza de un bebé. Después, como si lo hubiera estado planeando, se puso de nuevo la mano en el corazón y comenzó a estudiar su latido. Últimamente, tenía el hábito de escuchar las pulsaciones de su corazón mientras estaba tumbado en la cama. Como de costumbre, el latido era pausado y firme. Con la mano todavía en el pecho, trató de imaginarse la cálida y roja sangre fluyendo tranquilamente al ritmo de su corazón. Eso era la vida, pensó. En ese preciso instante tenía a su alcance el flujo mismo de la corriente vital. Al tacto parecía como el tictac de un reloj. Pero también era algo más: una especie de alarma que le emplazaba a una cita ineludible con la muerte. Si fuera posible vivir sin escuchar esa campanita, si tan solo su corazón no descontara tiempo con cada latido, entonces, qué despreocupado y tranquilo viviría, cuán profundamente saborearía la vida. Pero… en ese momento Daisuke se estremeció involuntariamente; era un hombre tan apegado a la vida que apenas soportaba imaginar como su corazón latía rítmicamente a la caza de la sangre. En ocasiones, mientras estaba tumbado, se colocaba la mano justo debajo del pecho izquierdo y se preguntaba qué sucedería si alguien le diera un buen golpe justo ahí con un martillo. Aunque en general gozaba de buena salud, a veces tomaba conciencia del hecho indiscutible de que estar vivo era un milagro, y que ello se debía casi exclusivamente a su buena fortuna.

Levantó la mano del pecho y cogió el periódico que había tirado junto a la almohada. Lo hizo con las manos metidas debajo del edredón y después lo desplegó. A la izquierda de la página había una fotografía de un hombre que parecía estar apuñalando a una mujer. Rápidamente apartó la vista y pasó a otra página donde, con grandes caracteres, se informaba sobre cierta disputa que se había producido en el seno de la universidad. Daisuke leyó el artículo de cabo a rabo. Pronto el periódico se le cayó de sus lánguidas manos para aterrizar sobre la cama. Sacó un cigarrillo, se deslizó unos quince centímetros fuera de la cama y cogió la flor de camelia caída sobre el tatami.[2]Le dio la vuelta y se la acercó a la nariz. Boca, bigote y nariz quedaron ocultos tras la flor. El denso humo del cigarrillo se enredaba entre los pétalos y los estambres. Puso la flor sobre la sábana blanca y se levantó para ir al baño.

Se lavó despacio los dientes. Como era su costumbre, se deleitaba en la regularidad del gesto y se alegraba al comprobar lo sana y en buen estado que tenía la dentadura. Se desvistió y se restregó bien el pecho y la espalda. Su piel tenía un lustre fino y profundo. Siempre que movía los hombros o alzaba los brazos, rezumaba una fina capa de aceite, como si le hubieran dado un masaje con bálsamo y después lo hubieran secado con sumo cuidado. Eso también le producía una gran satisfacción. Después, separaba su negra cabellera, perfectamente manejable sin necesidad de afeites, en dos mitades. Al igual que el pelo, tenía un buen bigote que le daba un aire de frescura y juventud, y definía con elegancia el área situada debajo de la boca. Se golpeó dos o tres veces las mejillas con ambas manos y se miró en el espejo. Sus gestos eran los mismos que los de una mujer maquillándose; estaba tan orgulloso de su cuerpo que, en caso de necesidad, no habría dudado en maquillarse él mismo. No había nada que le disgustara más que esas marchitas y apergaminadas caras de los hombres santos budistas, así que cada vez que se miraba en el espejo, se sentía profundamente agradecido de, al menos, no tener un rostro como el de ellos. No solía molestarse cuando la gente se refería a él como un dandy. Hasta ese extremo había logrado alejarse de las maneras del viejo Japón.

Aproximadamente treinta minutos después se sentó a la mesa. Mientras untaba mantequilla en sus tostadas y se servía el té, Kadono, el shoshei,[3] le trajo los periódicos del día y los extendió cuidadosamente junto al cojín.

—¡Vaya una historia el asunto ese! ¿No le parece, sensei?[4]

Siempre que se dirigía a él, lo hacía con el respetuoso y formal apelativo desensei. Al principio, Daisuke protestaba con una sonrisa irónica, pero Kadono respondía siempre: «¡Oh, sí, sí. Pero,sensei…», así que al final no le quedó más remedio que aceptar las cosas tal como venían. Se había convertido en una costumbre, y Daisuke dejó de sentir escrúpulos de pasar comosensei, incluso ante alguien como Kadono. En realidad, en el momento en que decidió acoger a unshosheien su casa, se dio cuenta de que el muchacho en cuestión no sería capaz de encontrar una fórmula muy diferente para dirigirse a él.

—Supongo que te refieres a ese lío de la universidad… —dijo Daisuke mientras masticaba su tostada con toda parsimonia.

—¿No le parece a usted de lo más interesante, sensei?

—¿Te refieres al intento de librarse del rector?

—Sí, eso es. No le va a quedar más remedio que dimitir.

Kadono parecía exultante.

—¿Y qué ganas tú en caso de que dimita?

—¡Vamos, venga ya, sensei! No debería usted bromear con eso. Una persona no se interesa por las cosas solo por el hecho de que vaya a ganar o a perder algo con ellas.

Daisuke siguió comiendo.

—¿Quieren que se marche únicamente porque le odian o es que hay algún beneficio en que se vaya? —preguntó mientras se servía de la tetera.

—No sé. A mí no me pregunte… ¿Y usted, sensei, lo sabe?

—No, yo tampoco. Pero no tiene sentido que la gente de hoy en día se tome tantas molestias si no va a sacar nada en claro con el asunto. ¡La gente no hace más que poner excusas!

—¿En serio…? —La cara de Kadono se tiñó de preocupación.

Con su abrupto comentario Daisuke puso fin a la charla. Kadono no pudo aclarar nada más al respecto. A partir de un cierto punto, y sin importar de qué se estuviera hablando, Kadono soltaba irremediablemente esa coletilla de «¿En serio…?». Era imposible saber si había entendido o no de lo que se estaba hablando. Fue esa inseguridad del joven, unida a la poca necesidad que tenía de estimularle intelectualmente, lo que atrajo a Daisuke y le llevó a aceptarle como shoshei. No iba a la escuela ni estudiaba y se pasaba todo el día haraganeando. ¿Por qué no se dedicaba a estudiar un idioma, por ejemplo?, le preguntaba Daisuke. Kadono, invariablemente, se limitaba a decir «¿De verdad?» o «¿En serio?». Nunca respondía que al menos lo intentaría. Era tan vago, que era incapaz de dar una respuesta más concreta y definitiva. Daisuke, por su parte, tenía cosas más importantes de qué preocuparse; no había nacido para educarle, así que, a partir de un momento determinado, decidió olvidar el asunto. Por suerte, Kadono era fuerte y tenía un físico perfecto para hacer recados y para ayudar en las tareas de la casa. Lástima que su intelecto no estuviera a la altura. Daisuke apreciaba mucho ese aspecto. No solo a Daisuke le resultaba ventajoso tenerle cerca. También para la anciana cocinera las cosas eran mucho más fáciles desde la llegada del chico. Cocinera y shoshei se las arreglaban sumamente bien juntos, y hablaban mucho en ausencia del maestro.

—Me pregunto qué demonios pensará hacer sensei, señora.

—Cuando has llegado tan lejos como él, puedes hacer cualquier cosa. No hay de qué preocuparse.

—No me preocupo. Solo me parece que debería hacer algo.

—Probablemente piensa en buscar esposa y tomarse un tiempo hasta lograr una posición.

—No es mala idea. Me encantaría pasarme los días leyendo libros y yendo a conciertos, como él.

—¿Tú?

—Bueno, me da igual la lectura, pero me gustaría divertirme como él.

—Ya sabes que todas esas cosas se decidieron en tu vida anterior, así que no puedes hacer nada al respecto.

—En efecto.

Así se desarrollaban sus largas charlas.

Dos semanas antes de que Kadono entrara al servicio de Daisuke como shoshei, tuvo lugar la siguiente conversación entre el maestro y el joven holgazán:

—¿Acudes en la actualidad a algún tipo de escuela?

—Fui durante un tiempo, pero ahora ya no.

—¿A cuál, si se puede saber?

—Bueno, en realidad fui a toda clase de sitios. Pero tan pronto como llegaba, me cansaba.

—Quieres decir que te hartabas fácilmente…

—Supongo que sí.

—Así que no tienes planes en lo que se refiere a tus estudios…

—No, en realidad no. Además, las cosas no andan muy bien por casa últimamente.

—La cocinera me ha dicho que conoce a tu madre.

—Sí, vivía cerca de aquí.

—Entonces, ¿tu madre no ha…?

—Eso es. Por el momento no consigue trabajar en nada. Como mucho pequeños trabajillos para hacer en casa. Pero la economía anda mal desde hace tiempo y no parece que la situación vaya a mejorar.

—¿No parece que vaya a mejorar? ¿Pero es que acaso no vivís en la misma casa?

—Sí. Vivimos juntos, pero me da pereza preguntarle qué hace. Al parecer es demasiado complicado, siempre se está quejando.

—¿Y qué me dices de tu hermano mayor?

—Trabaja en la oficina de Correos.

—¿No hay nadie más en la familia?

—También tengo un hermano pequeño. Trabaja en un banco, como quien dice… Está un escalón por encima del chico de los recados.

—Entonces, tú eres el único que se pasa el día holgazaneando, ¿no?

—Sí, supongo que es así.

—¿Y qué haces cuando estás en casa?

—Bueno, la mayor parte del tiempo me lo paso durmiendo. Si es que no salgo por ahí a dar una vuelta.

—¿No te da vergüenza no hacer nada mientras todos los demás se esfuerzan por ganarse un jornal?

—No, en realidad no.

—En tu familia debéis llevaros extremadamente bien.

—Por extraño que parezca, nunca nos peleamos.

—Me imagino que tu madre y tu hermano mayor querrán que te independices lo antes posible.

—Puede que tenga razón en lo que dice.

—Pareces una persona con un temperamento extremadamente despreocupado. ¿Realmente eres así?

—No veo por qué debería mentir.

—O sea, que eres de ese tipo de persona que se desentiende de todo.

—Sí, supongo que tiene razón en lo que dice.

—¿Cuántos años tiene tu hermano mayor?

—Hum… andará por los veintiséis.

—Entonces, probablemente estará buscando esposa. ¿Piensas quedarte así, incluso después de que contraiga matrimonio?

—Debo esperar y ver. Cuando llegue el momento, estoy seguro de que algo pasará.

—¿No tienes más familiares?

—Tengo una tía. Regenta un almacén en Yokohama.

—¿Tu tía?

—Bueno, supongo que no es ella quien realmente lleva el negocio, sino mi tío.

—¿Y no les puedes pedir que te den trabajo? En un almacén seguro que siempre necesitarán gente.

—Soy demasiado perezoso. Si se lo pido, probablemente me dirán que no.

—No ayuda mucho que tengas esa opinión de ti mismo. El asunto es que tu madre le ha pedido a la cocinera que me preguntara si podía encontrarte algo en esta casa.

—Sí, algo de eso escuché.

—¿Y qué opinas al respecto?

—Estoy planeando dejar de ser tan vago…

—¿Quieres decir que te gustaría venir a trabajar aquí?

—Sí, eso estaría bien.

—Pero no lo voy a permitir si te dedicas todo el día a no hacer nada, y a deambular de un lado para otro.

—No tiene que preocuparse por eso. Al menos soy fuerte. Me dedicaré a llenar la bañera y a cosas de ese estilo.

—Tenemos agua corriente. No es necesario que vayas por ahí cargando con los cubos.

—Entonces, quizás pueda dedicarme a la limpieza.

Fueron esas las condiciones bajo las que finalmente entró Kadono como shoshei en casa de Daisuke.

Daisuke terminó su desayuno y se encendió un cigarrillo. Kadono, que había permanecido todo el tiempo con la espalda apoyada contra el armario y con los brazos sujetándose las piernas, decidió que ya había pasado suficiente tiempo para que pudiera lanzarse con otra pregunta:

—Sensei, ¿cómo está hoy su corazón?

Conocía el hábito de Daisuke de tomarse el pulso y en su tono había un matiz jocoso.

—Hasta el momento, todo bien.

—Si lo dice así, da la sensación de que mañana podría estar en peligro. Por la forma en que se preocupa de su cuerpo, sensei, un día acabará por ponerse realmente enfermo.

—Ya estoy enfermo.

Kadono se limitó a poner cara de sorpresa y se fijó en la complexión robusta de Daisuke, así como en la abundante carne que tenía alrededor de los hombros, visible incluso a través de la ropa. Después de esas conversaciones Daisuke, invariablemente, tendía a sentir lástima por el joven. Lo escuchaba y lo único que podía concluir respecto a él era que su cráneo debía de tener dentro los sesos de una vaca; de hecho, solo podía seguir a medias el discurrir normal de una conversación. En el momento en que se desviaba un poco del tema principal, el pobre se perdía irremediablemente y, por supuesto, nunca era capaz de poner un solo pie en el primer peldaño de esa escalera en la que los fundamentos de la lógica reposan verticalmente. En cuanto a su sensibilidad, el caso era aún peor. Daba la impresión de que su sistema nervioso era tan consistente como un haz de paja para forraje del ganado. Al analizar la existencia de Kadono, Daisuke se preguntaba con qué fin se empeñaba en seguir respirando y manteniéndose vivo. Kadono, por su parte, se pasaba las horas muertas sin dar muestras de la más mínima cuita. No solo mostraba una total despreocupación ante las cosas mundanas. Tácitamente entendía que su indolencia le emparentaba de alguna forma con Daisuke, y por eso en su comportamiento había incluso un atisbo de orgullo. Es más, pensaba que con su obstinado y fornido cuerpo lograría tocar la fibra sensible de la excitable naturaleza de su maestro.

Daisuke, por su parte, se enfrentaba a sus propios nervios como el precio a pagar por su excepcional habilidad especulativa y su extremada sensibilidad. Su angustia era el reflejo de los logros de una educación superior; la imposición de un castigo no escrito con el que debían lidiar aquellos de naturaleza aristocrática, los escogidos del cielo. Aunque precisamente por haberse sometido a todos esos sacrificios había sido capaz de convertirse en quien era. En ocasiones, reconocía el sentido de la vida en esos sacrificios. Algo que Kadono no alcanzaba siquiera a comprender.

—Kadono, ¿había correo?

—¿Correo? ¡Ah, sí! Una tarjeta postal y una carta. Las dejé encima de su mesa. ¿Quiere que se las traiga?

—Supongo que tendré que ir yo mismo a por ellas.

Al ofrecerle una respuesta tan ambigua, Kadono se vio obligado a levantarse y traérselas. En la tarjeta postal había un mensaje sumamente simple garabateado con tinta brillante: «He llegado hoy a las dos a Tokio. Arreglado el asunto del alojamiento. Me gustaría verte mañana por la mañana». A un lado, escrito con la misma prisa y descuido, estaba el nombre del hostal en el barrio de Ura-Jimbocho y el del remitente, Hiraoka Tsunejirō.

—Así que ya ha llegado. Tendría que haber venido ayer directamente —murmuró Daisuke para sí mientras cogía el otro sobre. Identificó la letra de su padre. En primer lugar, este le anunciaba que había regresado hacía dos o tres días, y que no tenía prisa pero sí muchas cosas de las que hablar con él. Le pedía que fuera a verle tan pronto como recibiera la carta, y después se perdía en detalles tan insulsos como lo temprano que era para que los cerezos florecieran en Kioto, lo lleno que iba el tren expreso y lo incómodo que era, etcétera, etcétera. Dobló ambas cartas y las comparó con una expresión peculiar en la cara. Después llamó a Kadono.

—Kadono, ¿podrías llamar por teléfono? A mi casa.

—Sí. A su casa. ¿Qué debo decir?

—Di que tengo un compromiso para hoy. Debo ver a alguien, así que no podré ir. Lo haré mañana o pasado mañana.

—De acuerdo. ¿Y a quién se lo digo?

—Mi padre ha vuelto de viaje y dice que quiere hablar conmigo. No tienes por qué hablar con él directamente. Díselo a quien responda al teléfono.

—Así lo haré.

Kadono salió a toda prisa. Daisuke dejó la habitación y pasó por el cuarto de estar para entrar después en su estudio. Se dio cuenta de que lo habían limpiado con esmero. La flor de camelia ya no estaba allí. Se dirigió a la estantería situada a la derecha del jarrón y cogió un pesado álbum de fotos de la parte más alta. Aún de pie, abrió el broche dorado y empezó a pasar las páginas hasta llegar más o menos a la mitad donde, de pronto, su mano se detuvo en el retrato de una mujer de unos veinte años. Daisuke miró su cara con atención.

[1]. Sandalias tradicionales de madera. (Todas las notas son de los traductores.)

[2]. Estera gruesa de paja de juncos tejidos. Se utiliza para cubrir el suelo y suele tener una medida estándar de 1,80 x 90 cm. El tamaño de las habitaciones se suele considerar en función del número de tatamis.

[3]. Shoshei. Pupilo. Estudiantes que se alojaban generalmente en casa de una familia y a cambio de comida y alojamiento realizaban algunas tareas domésticas.

[4]. Sensei. Maestro. En este caso, aunque Daisuke no es profesor, lo utiliza por cortesía.

Capítulo II

Daisuke pensaba en empezar a cambiarse para ir a buscar a Hiraoka a su hostal, cuando este, oportunamente, apareció en su puerta. Unricksa[1]paró justo delante de la puerta de entrada y su amigo se apeó sin la más mínima compostura. Reconoció a la primera aquella voz que gritaba: «¡Aquí es, aquí es!», ordenando al mozo que se detuviera para permitirle bajar. No había cambiado apenas en los tres años que estuvieron separados. Tan pronto como vio a la cocinera en la puerta, le dijo que había olvidado su monedero en el hostal y que se veía obligado a pedirle dinero suelto para pagar el transporte. Ese también era el Hiraoka de los días de la universidad. Daisuke corrió hacia la entrada y arrastró a su viejo amigo dentro de la casa.

—¿Cómo van las cosas? Entra y descansa.

—¡Vaya! Veo que tienes sillas y todo[2]—dijo al tiempo que lanzaba todo el peso de su cuerpo sobre una de ellas. A juzgar por la forma que tuvo de abalanzarse sobre el asiento, no debía de albergar nada de valor escondido en su amplio cuerpo. Inclinó su cabeza rapada sobre el respaldo y miró en derredor.

—No está mal la casa. Mejor de lo que esperaba —sentenció.

Daisuke no respondió y abrió su pitillera.

—Bueno, ¿cómo te han ido las cosas? —preguntó.

—¿Cómo? Pues ya sabes. Te iré contando todo poco a poco.

—Antes solías escribir bastante y estaba al tanto de tu vida, pero llevaba tiempo sin recibir noticias tuyas.

—Tendría que haber escrito a todo el mundo, lo sé. —Se quitó inopinadamente las gafas y sacó un pañuelo arrugado del bolsillo de su pechera. Empezó a limpiarlas sin dejar de parpadear ni un instante. Era miope desde sus días de estudiante. Daisuke le observaba con atención.

—¿Y tú qué tal? ¿Cómo te ha ido durante todo este tiempo? —preguntó mientras sujetaba con ambas manos las delgadas patillas de las gafas y se las colocaba sobre las orejas.

—No hay nada de particular.

—Así me gusta, como debe ser. En mi caso ha habido demasiadas novedades. —Hiraoka frunció el ceño y miró al jardín. De pronto, en tono alterado dijo—: ¡Mira, un cerezo! Acaba de empezar a florecer, ¿no? Vaya clima más raro que tenéis aquí.

La conversación perdió por momentos su atmósfera de intimidad y Daisuke se limitó a contestar sin mostrar el más mínimo interés:

—Allí debe de hacer más calor.

Con inesperado vigor, Hiraoka respondió:

—Sí, mucho —dijo, como si se asustase al tomar conciencia de su ímpetu.

Daisuke le miró de nuevo a la cara. Hiraoka encendió un cigarrillo. La cocinera apareció con el té y puso una bandeja sobre la mesa. Se disculpó por haber tardado tanto mientras esperaba a que se calentase el agua de la tetera. La mujer hablaba y ambos miraban la bandeja de madera roja de sándalo. Cuando se dio cuenta de que la ignoraban por completo, la mujer sonrió tímidamente y salió de la habitación.

—¿Quién es?

—Una mujer que he contratado. Al fin y al cabo tengo que comer.

—Parece amable.

Daisuke sonrió con un mohín de desprecio en los labios.

—Nunca había servido antes en una casa como esta, así que no hay remedio.

—¿Por qué no te trajiste a alguien de casa? Entre tanto sirviente, alguno bueno habrá.

—Sí, pero son todos demasiado jóvenes —contestó Daisuke en tono serio.

En ese momento, Hiraoka se rio con ganas por primera vez.

—¿Cómo que demasiado? Cuanto más jóvenes, mejor.

—De todas formas no es buena idea tener aquí a alguien de casa.

—¿Hay alguien más aparte de la cocinera?

—Un shoshei.

Kadono ya había regresado y estaba hablando con la mujer en la cocina.

—¿Eso es todo?

—Sí. ¿Por qué?

—¿Todavía no te has casado?

En la cara de Daisuke se insinuó un cierto rubor, pero pronto recuperó sus maneras de siempre.

—Sabes perfectamente que te habría informado en caso de que hubiera contraído matrimonio. ¿Y tú, qué me dices…? —preguntó de golpe.

Daisuke y Hiraoka se conocían desde que ambos asistían a la escuela intermedia. Durante un tiempo fueron casi como hermanos, especialmente el año que siguió a sus respectivas graduaciones. En aquella época, su mayor orgullo era la confianza inquebrantable que tenían el uno en el otro. Siempre que era necesario se daban ánimos y se apoyaban mutuamente. En más de una ocasión, las palabras se habían transformado en actos concretos; siempre habían creído firmemente que las palabras que intercambiaban, lejos de constituir un mero consuelo, conllevaban la posibilidad de algún tipo de sacrificio. Tan pronto como uno de los dos se sacrificaba, automáticamente el orgullo de su amistad se tornaba en angustia, pero nunca fueron conscientes de esa verdad elemental.

Un año después de la graduación, Hiraoka se casó y el banco en el que trabajaba le trasladó a una sucursal en Kansai.[3] El día de su partida Daisuke fue hasta la estación de Shimbashi a despedir a la pareja. Tomó la mano de Hiraoka y le urgió para que volviese cuanto antes.

—No me queda más remedio, tendrás que ser paciente durante un tiempo —le contestó Hiraoka sin la más mínima consideración.

Tras sus gafas brillaba un envidiable orgullo. Al darse cuenta de ello, a Daisuke de pronto le resultó odioso. Volvió a casa y se encerró en su estudio durante el resto del día. Aquella misma tarde se había comprometido con su cuñada a llevarla a un concierto, pero canceló la cita, causándole un gran disgusto.

Hiraoka le escribía regularmente. En una de sus primeras cartas, le anunciaba su llegada sano y salvo a su nuevo destino; en otra, le decía que ya había encontrado casa. Cuando todos sus asuntos prácticos estuvieron resueltos, empezó a hablarle de asuntos de trabajo y de las esperanzas que tenía puestas en el futuro. Daisuke respondía meticulosamente a cada una de las cartas de Hiraoka y, por alguna razón, cada vez que lo hacía experimentaba una cierta incomodidad. A veces, no podía soportar esa sensación y las dejaba a medias. Solo cuando Hiraoka mostraba cierta gratitud por todo lo que Daisuke había hecho por él en el pasado, su pluma fluía sin dificultad y le contestaba de un modo relativamente extenso.

Con el tiempo, aquellos intercambios se fueron haciendo cada vez menos frecuentes hasta limitarse a una carta al mes, y a veces cada dos o tres meses. Al final, dejó de escribir y Daisuke comenzó a preocuparse. Para sacudirse la tensión producida por su silencio, a veces humedecía el borde de un sobre e introducía unas líneas en su interior, pero al cabo de seis meses de no recibir respuesta alguna, en su mente y en su corazón se operó un cambio y dejó de preocuparse del todo. De hecho, después de independizarse pasó un año entero antes de que se tomase la molestia de enviarle su nueva dirección y solo lo hizo por que era la época de las tarjetas de Año Nuevo y tocaba hacerlo.[4]

Pero, por alguna razón, Daisuke fue incapaz de olvidarse por completo de Hiraoka. Se acordaba de él de pascuas a ramos y trataba de imaginarse cómo le irían las cosas. Sin embargo, nunca llegó al extremo de sentir la urgencia de preguntar por él a sus conocidos. Dejó pasar el tiempo hasta justo dos semanas antes, cuando había recibido una nueva carta suya. Le anunciaba su intención de dejar la sucursal del banco y regresar lo antes posible a Tokio. No pretendía que Daisuke sacara la conclusión de que su marcha se debía a ningún tipo de ascenso en el trabajo. Tenía otros planes entre manos. Había decidido cambiar de trabajo y tras llegar a Tokio le harían falta los buenos oficios de su amigo. No estaba claro si la petición era sincera o si respondía simplemente a una cuestión de formas, pero lo que resultaba evidente era que su fortuna había cambiado. Al darse cuenta, Daisuke se asustó un poco.

Estaba impaciente por escuchar todos los detalles de sus nuevos planes tan pronto como le viera. Por desgracia, la conversación, una vez descarrilada, se resistía a volver a su cauce. Si Daisuke sacaba el tema cuando juzgaba oportuno, Hiraoka lo eludía aduciendo que ya se lo contaría a su debido tiempo. La conversación no iba a ninguna parte. Al final, Daisuke le sugirió:

—¿Por qué no vamos a comer a algún sitio?

Pero Hiraoka seguía en sus trece y se limitaba a responder con evasivas:

—Ya saldremos cualquier día de estos, cuando estemos más tranquilos.

Daisuke fue incapaz de arrastrarle hasta uno de esos restaurantes occidentales que tanto abundaban por su barrio.

Antes de que se dieran cuenta, habían bebido tanto que estaban un poco achispados. Estuvieron de acuerdo en que, al menos, en lo que se refería a la comida y a la bebida seguían siendo los mismos, y así lograron romper el hielo de una vez por todas. Animado por el influjo de la bebida, Daisuke se decidió a contarle los detalles de una celebración de Pascua a la que había asistido en la iglesia de San Nicolás, tan solo dos o tres días antes. La ceremonia había empezado a medianoche, cuando todo el mundo estaba dormido. Después de atravesar un largo pasillo, los fieles entraban al santuario, donde les esperaban miles de velas encendidas. Por la nave contigua desfilaba una procesión de monjes con sus hábitos, y sus sombras negras se agigantaban al proyectarse contra las paredes desnudas del templo. Hiraoka lo escuchaba con las mejillas sujetas entre las palmas de las manos y con los párpados enrojecidos detrás de las gafas. Aquella noche, después de la ceremonia, Daisuke caminó solo a través de la avenida Onari y siguió las vías del tranvía hasta que se encontró en medio de los bosques de Ueno. Después, se acercó hasta donde crecían los cerezos en flor, tenuemente iluminados por las luces de la calle.

—Es muy agradable ver los cerezos en flor en plena noche, cuando no hay nadie cerca —dijo.

Hiraoka apuró su vaso sin decir palabra. Después respondió con un cierto tono de lástima:

—Deber de ser agradable, sí, aunque yo nunca he podido disfrutar de un espectáculo semejante. Afortunado tú, que puedes hacerlo. Pero lo cierto es que, en cuanto te metes de lleno en la vorágine de la vida, te das cuenta de que las cosas dejan de ser tan fáciles como parecen.

Parecía decirlo con un aire de superioridad, como si mirase a su amigo por encima del hombro y pensara que le faltaba experiencia en las cosas de la vida. Para Daisuke no fue tanto el contenido de su respuesta, sino su tono lo que le descolocó. En lo que a él concernía, lo acontecido aquella noche de Pascua le pareció mucho más importante que cualquier experiencia práctica y mundana que Hiraoka pudiera haber tenido a lo largo de su vida. Por eso le respondió:

—No creo que haya nada más inútil que esas experiencias mundanas tuyas. Lo único que consiguen es hacer que sufras.

Hiraoka abrió ostensiblemente los ojos. Los tenía nublados por el alcohol.

—Parece que tu forma de pensar ha cambiado notablemente… ¿No eras tú quien decía que el sufrimiento, al final, se convertía en un bien, que era una especie de medicina amarga?

—Aquello no eran más que las teorías de un joven estúpido. Daba crédito a esos lugares comunes y los soltaba sin más. No recuerdo cuánto tiempo hace que dije eso.

—Pero, en cualquier caso, quieras o no, pronto tendrás que salir al mundo, ¿no es cierto? Y no podrás hacerlo si piensas de semejante manera.

—Ya hace tiempo que estoy en el mundo, como tú dices, y me parece que desde que nos separamos el mío se ha ensanchado mucho más que el tuyo. Solo que se trata de un tipo distinto de mundo…

—¡Venga ya, hombre, deja de fanfarronear! Antes o después tendrás que rendirte.

—Por supuesto. En cuanto vea a la muerte cara a cara cederé, no antes. Pero ¿por qué tengo que hacer el esfuerzo de saborear esas experiencias inferiores si no las necesito en absoluto? Es como si viviera en la India y tuviera que comprarme un abrigo solo por si llega el invierno.

Por un instante en el ceño de Hiraoka se dibujó un gesto de desagrado. Miraba de frente, con sus ojos enrojecidos, y daba lentas caladas a su cigarrillo. Daisuke pensó que quizás no debería haber llevado las cosas tan lejos y volvió al tema con un tono más mesurado.

—Conozco a un tipo que es profesor de música, aunque, curiosamente, no tiene la más mínima noción en la materia. El tipo en cuestión, como no se arregla con el dinero que gana por dar clases en una sola escuela, no tiene más remedio que repartir sus servicios por tres o cuatro academias. El hecho de que yo sienta lástima por él no le ayuda en absoluto a su causa. Todo lo que hace es prepararse las lecciones, escribírselas a toda prisa y recitarlas mecánicamente a sus alumnos. No tiene tiempo para nada más. Cuando llega el domingo, se lo toma como día de descanso y se lo pasa entero durmiendo. Por tanto, si hay un concierto en alguna parte o viene un músico famoso del extranjero a tocar, no puede ir. En otras palabras, se morirá sin haber puesto jamás un pie en un auditorio. Para mí no hay inexperiencia más desdichada que la suya. La experiencia que está relacionada con tu sustento debe ser sincera, pero está condenada irremediablemente a ser inferior. Si nunca tienes una experiencia maravillosa al margen del sustento que necesitas para vivir, entonces no tiene ningún sentido pertenecer a la raza humana. Probablemente pensarás que soy un crío, pero en ese mundo tan lujoso en el que crees que vivo, estoy muy por encima de ti.

Hiraoka dio unos golpecitos a su cigarro para sacudir la ceniza y dijo con voz grave:

—Estaría muy bien que pudieses quedarte en ese mundo para siempre. —Sus palabras parecían arrastrar una maldición contra las riquezas de todo tipo.

A estas alturas, los dos estaban totalmente borrachos. Consecuencia de aquella extraña discusión mantenida bajo los efluvios del alcohol, no llegaron a nada en concreto respecto a lo que tenían entre manos, es decir, a la situación de Hiraoka.

—Caminemos un poco —sugirió Daisuke. Hiraoka no parecía tan ocupado como decía, pues, tras balbucear un rato, finalmente se fue de paseo con su amigo.

Daisuke trató de dirigir sus pasos hacia la parte más tranquila de la calle, donde podrían hablar con facilidad y donde la conversación sin duda surgiría de forma espontánea.

De acuerdo con lo que le contó Hiraoka, durante su estancia en Kansai trató de esforzarse cuanto pudo en su trabajo. Realizó profundas investigaciones sobre la situación económica de la región, e incluso llegó a valorar la posibilidad, si le concedían permiso, de realizar un estudio teórico sobre cómo se hacían los negocios en la zona. Pero el cargo que ocupaba no era el más adecuado para sus fines y no le quedó más remedio que renunciar a su plan y esperar a que se presentase una oportunidad mejor en el futuro. Al principio, se atrevió a presentar unas cuantas sugerencias al director de la sucursal, quien invariablemente las recibió con una fría indiferencia. En cuanto aventuraba alguna teoría más compleja de lo habitual, el gerente se ponía de mal humor. ¿Cómo iba a entender alguien como Hiraoka ese tipo de cuestiones? Esa parecía ser la actitud del director. Pero era él quien no sabía nada. Según Hiraoka, su superior no estaba dispuesto a tratar con él, no por nada, sino porque tenía miedo de quedar por debajo de él si abordaban según qué cuestiones. Ese era el verdadero motivo de su disgusto. En más de una ocasión estuvieron a punto de salir discutiendo.

Al pasar el tiempo, sin embargo, el enfado de Hiraoka se aplacó y se fue armonizando con la atmósfera que le rodeaba. Hizo verdaderos esfuerzos por acomodarse y gracias a ello el gerente cambió poco a poco de actitud hacia él. Había veces, incluso, en las que tomaba la iniciativa y le pedía opinión a Hiraoka. Como ya no era un licenciado ingenuo, recién salido de la universidad, se cuidaba muy mucho de enredarse con asuntos complejos que habrían resultado incomprensibles e incómodos para él.

—Con eso no quiero decir que lo halagase o manipulase de alguna forma —enfatizó Hiraoka.

—No, por supuesto que no —respondió Daisuke, solemne.

El gerente empezó a preocuparse por el futuro de Hiraoka. Llegó incluso a prometerle, medio en broma, que como ya le había llegado el momento de reincorporarse a la oficina central, se lo llevaría con él. En esa época ya había adquirido una experiencia considerable y se había granjeado la confianza de sus compañeros. Sus círculos sociales eran más amplios y ya no disponía de tiempo para aventurar hipótesis. Se daba cuenta de que las teorías solo tenían sentido si se aplicaban en un sentido práctico. En caso contrario, podían llegar incluso a constituir un impedimento para el trabajo.

Del mismo modo que el director confiaba en él para todo, Hiraoka a su vez confiaba en un subordinado llamado Seki, con quien trataba sobre los temas más dispares. Pero ocurrió que el tal Seki se enredó con unageisha, una cosa llevó a otra y acabó malversando fondos del banco. Cuando se descubrió el pastel, no le quedó más alternativa que dimitir, pero debido a las circunstancias pareció que el propio gerente se iba a ver también salpicado por el escándalo. Así que fue Hiraoka quien asumió toda la responsabilidad y tuvo que presentar su dimisión.

Y eso era lo esencial de la historia de Hiraoka. Daisuke supuso que en realidad había sido el gerente quien lo había animado a presentar su renuncia, deducción que se vio reforzada por el último comentario de su amigo:

—Cuanto más alto llegas en una empresa, más dura es la caída. Si lo piensas, es una lástima que alguien como Seki se la juegue por una suma tan miserable…

—¿Así que al final resultó que el gerente fue quien salió mejor parado? —preguntó Daisuke.

—Supongo que se puede ver así —ofreció Hiraoka a modo de evasiva.

—¿Qué pasó con el dinero que robó aquel tipo?

—Bueno, no era una gran cantidad y por eso me hice cargo yo mismo.

—Me sorprende que lo hicieras. Por lo que veo, tú sí que saliste bien parado.

En el rostro de Hiraoka se dibujó un gesto de amargura. Le lanzó una mirada asesina a Daisuke.

—Incluso si hubiera sido así, ya ha pasado todo. Aunque he de confesarte que no me queda ni un céntimo. Lo estoy pasando fatal para solucionar de una vez por todas este asunto. Pedí prestado el dinero y ahora no tengo ni para vivir.

—¡En serio!

La respuesta de Daisuke fue calmada. Era un hombre que no perdía la compostura en ninguna circunstancia. En su voz, sonó una nota casi inapreciable de ternura.

—Se lo pedí prestado al gerente, más que nada para tapar el agujero.

—Me pregunto por qué razón no se lo pediste directamente al tal Seki.

Hiraoka no respondió y Daisuke no quiso insistir. Siguieron caminando en silencio.

Daisuke intuía que no se lo contaba todo, pero sabía perfectamente que no tenía ningún derecho a dar un paso más en su persecución de la verdad. Es más, era todo un urbanita, y no permitiría que su curiosidad por aquel asunto tan nimio lo atrapara. Daisuke, que vivía en el Japón del sigloxx, que apenas había cumplido los treinta, había llegado ya a la provincia delnil admirari, del no sorprenderse ni emocionarse por nada. Su pensamiento era tan poco ingenuo, que no se iba a dejar deslumbrar ante uno de esos frecuentes encuentros que uno suele tener con el lado más oscuro del ser humano. Sus sentimientos estaban ya desgastados y no encontraba ningún placer en olfatear en los trillados secretos que Hiraoka pudiera albergar. Visto de otro modo: se sentía tan de vuelta de todo que incluso el estímulo más placentero no podía ya satisfacerle.

Así es como había evolucionado Daisuke hacia su mundo privado y particular, que casi no guardaba semejanza alguna con el de Hiraoka. (Es un fenómeno lamentable que detrás de cada evolución, pasada y presente, reaparezca la degeneración.) Pero Hiraoka no sabía nada de la evolución de su amigo. Parecía contemplarlo como si siguiera siendo el mismo muchacho ingenuo de tres años antes. Si tenía que desnudar su alma ante ese pequeño maestro y confiarle todas sus debilidades, tendría el mismo efecto que una enorme boñiga de caballo de labranza frente a los asustados ojos de la doncella de la casa. Mejor no correr tantos riesgos y no importunar a Daisuke. Así era como Daisuke interpretaba los pensamientos de Hiraoka. Le parecía estúpido que su amigo recién llegado se dedicase a caminar de un lado a otro sin soltar palabra. Desde el momento en que Hiraoka empezó a considerarlo como un niño malcriado, o incluso algo peor, a Daisuke le sucedió lo mismo con él. Pero cuando retomaron la conversación dos o tres manzanas más allá, no dejaron ver ningún resentimiento que los delatara.

—¿Qué piensas hacer a partir de ahora?

—Pues… No lo sé.

—Quizás, con toda tu experiencia, puedas montar un negocio por tu cuenta.

—Eso depende de las circunstancias. En realidad, quería hablar contigo al respecto. ¿Tú qué piensas, crees que podrías conseguirme un puesto en la empresa de tu hermano?

—Se lo preguntaré. Tengo que ir a casa dentro de dos o tres días. Pero me pregunto…

—Si no tiene nada, estoy pensando en la prensa.

—Eso no estaría mal.

Caminaron hacia la parada del tranvía. Hiraoka observó cómo se acercaba el convoy en la distancia e, inesperadamente, dijo que lo tomaría. Daisuke asintió sin tratar de retenerle y tampoco hizo ademán de querer acompañarle. Caminaron hasta el poste rojo que indicaba la parada. Al llegar, Daisuke le preguntó:

—¿Qué tal está Michiyo-san?

—Como siempre, gracias. Te manda saludos. Iba a traerla hoy, pero no le apetecía salir de la habitación. Se quejaba del dolor de cabeza que le causó el viaje en tren y por eso la he dejado en el hostal.

El tranvía se detuvo frente a ellos. Hiraoka se apresuró a subir pero Daisuke lo detuvo. No era el suyo.

—Fue una lástima lo del bebé.

—Sí, una verdadera desgracia. Gracias por tu carta. Sería mejor que no hubiera nacido si tenía que morir tan pronto.

—Y… ¿a partir de ahora?

—No. Todavía no haremos nada. Probablemente no sea el momento más oportuno. Su salud no es muy buena.

—Si os mudáis tanto de un sitio a otro, probablemente lo mejor sea que no tengáis niños.

—Es cierto. Quizás si fuéramos solteros como tú, resultaría incluso más sencillo para los dos.

—¿Entonces, por qué no te quedaste soltero?

—No me tomes el pelo. En cualquier caso, mi mujer sigue igual de preocupada que antes por si te has casado o no.

En ese momento llegó el tranvía.

[1]. Coche tirado por un hombre.

[2]. En las casas japonesas tradicionales, no hay sillas y la gente se sienta directamente en el suelo o sobre un cojín.

[3]. Kansai, también llamada Kinki. Región en la que se localizan las ciudades de Osaka, Kioto y Kobe, además de otras de menor tamaño. Está al sur de Tokio, en la isla principal de Japón, o Honshū.

[4]. El 1 de enero, por influencia de Occidente, es una de las fiestas más importantes del calendario japonés, y es costumbre enviar tarjetas de felicitación que se entregan el mismo día 1.

Capítulo III

El padre de Daisuke, Nagai Toku, era lo suficientemente mayor como para haber contemplado con sus propios ojos el campo de batalla en la época de la Restauración,[1] y a pesar de ello seguía gozando de una salud envidiable. Después de dejar el servicio civil, entró en el mundo de los negocios y se dedicó a esto y lo otro. Empezó a acumular dinero de un forma tan natural, que catorce o quince años después se había convertido en un hombre rico sin haberse dado casi cuenta.

Daisuke tenía un hermano mayor llamado Seigo. Nada más terminar sus estudios, entró en una compañía en la que su padre tenía intereses y con el tiempo adquirió en ella una posición relevante. Tenía una mujer, Umeko, y dos hijos. El mayor era un chico, Seitarō, de quince años de edad. La chica, Nui, era tres años menor. Además de Seigo, Daisuke tenía también una hermana mayor, pero estaba casada con un diplomático y vivía en el extranjero. Entre Seigo y su hermana nació un hermano más, al igual que entre ella y Daisuke, pero ambos murieron jóvenes. La madre también había fallecido.

Así era la familia de Daisuke. Fuera de la casa familiar vivían la hermana, instalada en Occidente con su marido, y él, que acababa de independizarse. En la casa quedaban, por tanto, un total de cinco personas, incluyendo a los niños. Una vez al mes, Daisuke acudía sin falta a recibir su asignación. Se mantenía con el dinero que su padre y su hermano le daban. Aparte de esa cita ineludible, se acercaba por allí cada vez que se aburría. En esas ocasiones bromeaba con los niños, jugaba una partida de go[2] con el shoshei o charlaba de teatro con su cuñada.

Daisuke apreciaba mucho a su cuñada. Tenía un carácter en el que el manierismo de la eraTempō[3]y la modernidad de laMeiji[4]se entremezclaban despiadadamente. En una ocasión, se tomó la molestia de encargarle a la hermana de Daisuke, que vivía en Francia, un brocado muy poco corriente, un retal de tela bastante cara cuyo nombre, además, era impronunciable. Mandó a cuatro o cinco personas que la cortasen y la transformasen en unobi.[5]Más adelante, descubrieron que la pieza de tela había sido en realidad importada desde el mismo Japón, así que todo el mundo se rio a carcajadas de su simpleza. Fue el propio Daisuke quien desveló el misterio después de unas cuantas comprobaciones en las cajas de Mitsukoshi[6]en las que la tela venía empaquetada. A Umeko le gustaba la música occidental y se dejaba convencer fácilmente para acompañar a Daisuke a los conciertos a los que este asistía. Al mismo tiempo, mostraba un interés tremendo por los adivinadores, de hecho idolatraba a Sekiryushi[7]y bebía los vientos por cierto maestro clarividente de Ojima. En dos o tres ocasiones, Daisuke tuvo que acompañarla en ricksa a visitar a alguno de aquellos videntes.

En aquella época, Seitarō, su sobrino, estaba completamente entusiasmado por el béisbol y a veces Daisuke le lanzaba algunas bolas. Era un chico con una ambición de lo más particular: todos los años, nada más comenzar el verano, cuando los puestos que vendían batatas calientes se transformaban en heladerías, le gustaba ser el primero en ir a comprarse un helado, mucho antes incluso de que los primeros calores hicieran que empezara a sudar. Cuando no había, se contentaba con unos de esos simples granizados de sabores y, a pesar de su decepción inicial, volvía a casa triunfante. En otro momento, le dio por decir que quería ser la primera persona en entrar en el nuevo estadio de sumo que se estaba construyendo en Tokio tan pronto como lo terminasen, y se pasaba los días preguntando a Daisuke si conocía a algún luchador, o si era experto en lucha.

Nui, su sobrina, arreglaba todas sus disputas con un «te lo advierto, ten cuidado con lo que haces». También tenía por costumbre cambiarse la cinta del pelo varias veces al día. Hacía poco tiempo que había empezado a recibir clases de violín y tan pronto como volvía a casa cada tarde, se ponía a practicar lo aprendido emitiendo unos ruidos de lo más estridentes. Nunca tocaba si alguien la miraba. Se encerraba en su cuarto y se ponía a sacar chirridos del instrumento, así durante horas. Sus padres pensaban que tenía un gran talento. Daisuke era el único que se atrevía a comprobar de vez en cuando las evoluciones de la niña y ella, cuando lo veía, le espetaba: «Ten cuidado con lo que haces».

El hermano de Daisuke se ausentaba muy a menudo. Si estaba ocupado en algo, la única comida que tomaba en casa era el desayuno. Sus hijos no tenían la más mínima idea de a qué dedicaba el resto del día y Daisuke tampoco sabía mucho más. Prefería no hacerlo. Mientras no fuera estrictamente necesario, no investigaría sobre las actividades de su hermano.

Los chicos adoraban a Daisuke, y su cuñada, como es lógico, también le apreciaba. En cuanto a su hermano Seigo, no se sabía muy bien cuáles eran sus sentimientos. En las raras ocasiones en que se encontraban, se dedicaban a compartir sus experiencias banales. Hablaban con toda naturalidad, como suelen hacer los hombres con los asuntos relacionados con los negocios.

El mayor dolor de cabeza de Daisuke era su padre. A pesar de su edad, tenía una amante joven. Daisuke no tenía ninguna objeción al respecto y, de hecho, se mostraba muy de acuerdo con el asunto. Era de la opinión de que los que se dedicaban a criticarlo, lo hacían únicamente porque carecían de los medios necesarios para costearse una amante propia. Su padre era un hombre de férrea disciplina. Cuando Daisuke era un niño, ese rasgo de su carácter le molestaba profundamente, pero ahora que se había convertido en una persona adulta, ya no había ninguna razón por la que debiera incomodarse. Lo que más le afectaba era que su padre confundía la época de su juventud con la de Daisuke y no veía gran diferencia entre ambas. Insistía en que su hijo se comportase con cordura, lo mismo que hizo él cuando tuvo que salir al mundo. En caso contrario, su vida no sería sino una falsedad. Como Daisuke nunca le preguntaba qué era lo que él entendía por falsedad, no discutían al respecto. De niño tenía un carácter muy temperamental y perdía los estribos con frecuencia. A los dieciocho o diecinueve años se peleó con su progenitor en un par de ocasiones. Pero pasó el tiempo y tan pronto como terminó la universidad, su temperamento se templó. Desde entonces nunca más logró enfadarlo. El padre atribuía su docilidad recién estrenada a la disciplina que le había impuesto a lo largo de su juventud, y eso le enorgullecía secretamente.

En realidad, la así llamada disciplina solo había funcionado para suavizar los sentimientos más conflictivos que unían a padre e hijo. Al menos eso era lo que Daisuke pensaba. Su padre, en cambio, interpretaba todo lo contrario. No importaba lo que sucediera entre ellos, al final se demostraba que estaban hechos de la misma pasta; los sentimientos de un hijo hacia su padre eran otorgados por el cielo y no podían ser alterados de ninguna manera, fuera cual fuera el trato que el padre dispensara. Podían producirse algunos excesos, cierto, pero eran en nombre de la disciplina y sus resultados, en ningún caso, afectarían a los lazos paternofiliales. Así lo creía, al menos, el padre de Daisuke, un hombre profundamente influido por las enseñanzas de Confucio. Convencido de que por el simple hecho de haberle dado la vida tenía garantizado a perpetuidad el amor de su hijo, a pesar de algunas incomodidades y dolores que este pudiera ocasionarle, su padre era de los que siempre acababan siguiendo su camino. El resultado es que su hijo mostraba una gélida indiferencia hacia él. Era verdad que su actitud cambió considerablemente desde que acabó la universidad. Incluso se mostraba sorprendentemente flexible en algunos aspectos. Sin embargo, no era más que una parte del plan que había diseñado cuando Daisuke vino al mundo, y no se podía interpretar como una respuesta positiva a los cambios internos que el padre pudiera percibir en él. Lo único cierto era que, en aquellos momentos, con su hijo ya crecido, ignoraba por completo los resultados nocivos que su plan educativo había producido en Daisuke.

Estaba muy orgulloso de haber combatido en la guerra. A la mínima de cambio, no dejaba pasar la oportunidad de mostrar su desprecio por los amigos de Daisuke. No tenía ningún tipo de consideración; les criticaba por carecer de valor, por no haber luchado nunca en una guerra. Hablaba como si el valor fuese el atributo más preciado del hombre. A Daisuke se le ponía mal sabor de boca cada vez que escuchaba a su padre hablar como lo hacía del valor marcial. Puede que el coraje fuera un requisito imprescindible para sobrevivir en los bárbaros días de su juventud, cuando la vida parecía no tener ningún valor, pero en su civilizada época, Daisuke veía que todo aquello sonaba a trasnochado, igual que los moños y los arcos de los antiguos guerreros. De hecho, le parecía más acertado valorar positivamente muchas de las cualidades que se tenían por incompatibles con el coraje. Después de la última charla que tuvo con su padre, Daisuke se fue a hablar con su cuñada y se tiró un buen rato mofándose de cuanto este le había dicho. Para su padre, al parecer, no había cosa más digna en el mundo que una estatua de piedra.

Huelga decirlo, pero Daisuke era un cobarde, y bien poco que se avergonzaba de serlo. A veces, incluso, se refería a sí mismo como tal. Una vez, cuando era niño, fue él solo al cementerio de Aoyama en mitad de la noche instigado por su padre. Resistió una hora en aquel inquietante lugar y después volvió a casa pálido como una sábana. La experiencia lo dejó apesadumbrado. A la mañana siguiente su padre se rio de él, y fue a partir de entonces cuando empezó a considerarle un hombre odioso. Su padre le contó que los chicos de su época tenían por costumbre subir solos en mitad de la noche al Tsurugigamine,[8] a unos cuatros kilómetros del castillo, como parte de su entrenamiento. Allí arriba esperaban en un pequeño templo hasta poder saludar al amanecer.

—En aquellos tiempos, nacíamos con unas ideas bien distintas a las de los jóvenes de hoy en día —sentenció.

Su padre pronunciaba esas afirmaciones tan desafiantes siempre que le venía en gana, y a ojos de Daisuke siempre pintaba un panorama desolador. A Daisuke no le gustaban nada los terremotos. Algunas veces, mientras estaba sentado tranquilamente en su estudio, podía sentir como se aproximaba uno en la distancia. Tenía la impresión de que todo, el cojín sobre el que se sentaba, incluso el suelo de madera deltokonoma[9]se estremecía. Su extremada sensibilidad le parecía una respuesta natural frente a las personas como su padre, seres primitivos con un sistema nervioso subdesarrollado, o bien idiotas cuyo único objetivo en la vida consistía en engañarse a sí mismos.