Breve historia de entreguerras - Óscar Sainz de la Maza - E-Book

Breve historia de entreguerras E-Book

Óscar Sainz de la Maza

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1919-1939: El turbulento y macabro periodo entre las dos guerras que asolaron el mundo: Organizaciones paramilitares de jóvenes, revolucionarios hallazgos científicos, devastadoras crisis económicas, auge de dictaduras violentas y genocidas, continúas guerras civiles. Descubra las claves históricas de una época que marcó el siglo XX. ¿Quién ordenó a tres ninjas asesinar a la emperatriz de Corea, en 1895? ¿Qué grandes empresarios decidieron financiar al Partido Nazi antes de que ganara las elecciones? ¿Por qué la Tercera Internacional acabó trabajando para frenar la revolución mundial, en vez de alimentarla? La historia de la Europa contemporánea siempre estuvo plagada de preguntas. Breve historia de entreguerras no aspira a resolverlas todas, pero sí a contarle al lector aquellas que considera más importantes. Contárselas hasta el último detalle. Son, al fin y al cabo, la llave para comprender una época que marcó el siglo XX. Breve historia de entreguerras hace pasear al lector por los entresijos de la Tercera Internacional, o fisgonear en los Consejos de la Sociedad de Naciones. Le hará ver de cerca los ímpetus de la juventud en los años treinta, y sentir los clamores de revolucionarios y nacionalistas. Este libro hará que descifre -y viva en primera persona- la historia de un período exótico, lejano y terrible. Bienvenidos al mundo de entreguerras.

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BREVE HISTORIA DE ENTREGUERRAS

BREVE HISTORIA DE ENTREGUERRAS

Óscar Sainz de la Maza

Colección: Breve Historiawww.brevehistoria.com

Título:Breve historia de entreguerrasAutor: © Óscar Sainz de la Maza

Copyright de la presente edición: © 2015 Ediciones Nowtilus, S.L. Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos RodríguezRevisión y adaptación literaria: Teresa Escarpenter

Responsable editorial: Isabel López-Ayllón MartínezConversión a e-book: Paula García ArizcunDiseño y realización de cubierta: Universo Cultura y Ocio

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición impresa: 978-84-9967-695-1ISBN impresión bajo demanda: 978-84-9967-696-8ISBN edición digital: 978-84-9967-697-5Fecha de edición: Abril 2015

Depósito legal: M-8655-2015

Come and die. It´ll be great fun. And there´s great health in the preparation.

[Ven y muere con nosotros. Será divertido, y el entrenamiento es bien saludable.]

Carta de Rupert Brooke a un amigo Enero de 1915

Índice

Introducción: una tarde en el cine

Parte I. El espíritu de los tiempos

Capítulo 1. ¡Giovinezza, Giovinezza!

Ansia existencial: la juventud de clase media, entre dos siglos

La Gran Guerra: una experiencia decisiva

Entusiastas a destiempo: las Fuerzas Especiales en la Gran Guerra

Entreguerras: efervescencia y combustión

En tierra de dragones: los «Estados nuevos» y sus batallones de juventud

La última traición: el fracaso de los totalitarismos con su juventud

Réquiem: los que no llegaron a 1918

Capítulo 2. Oriente Rojo, Oriente Negro

Sofocos poco oportunos: la violencia en el cambio de siglo

Campo de batalla: el mundo

Aurora roja: la violencia prosigue en Oriente

Todas las guerras de la posguerra: el comunismo y el nacionalismo cruzan sus espadas

Capítulo 3. Behemoth: la guerra civil

Capítulo 4. Leviatán: la dictadura

Guante de seda, puño de hierro: ¿qué tipos de dictadura hay?

Una rápida evolución: de los años veinte a los años treinta

La originalidad italiana: cómo llegó Mussolini al poder

La perfección alemana: cómo Hitler llegó al poder

Capítulo 5. Entreacto: en un lejano Oriente

1880-1912: Enterrando al fantasma de una época

Ambición y expansión: Japón, de nuevo en guerra

Los años veinte: inyectando una democracia bajo control

Los años treinte y cuarenta: la redención de las catanas

Parte II. Una extraña partida de ajedrez

Capítulo 6. El tiempo de los cirujanos 1919-1923

San Jorge y el dragón: exorcización al demonio comunista

Protagonistas de una época

De la trinchera a la tribuna: afinando la orquesta política mundial

Taconazo en la Cancillería: cerrando pactos, firmando grantías

Crimen y catisgo: tratados contra naciones perdedoras

Francia, capataz: una historia de intrigas a destiempo en 1923

Capítulo 7. El tiempo de los diplomáticos (1924-1929)

El dinero hace amigos: el Plan Dawes

Se instituye la dependencia: deudas entre naciones aliadas

¿Desarmarse por la paz o rearmarse por la paz?: el gran dilema

La gran boda europea y el entierrodel espíritu de 1919: Locarno

La Sociedad de Naciones: sus problemas, sus soluciones

Un mundo feliz: el último espejismo de los años veinte

Capítulo 8. El tiempo de los asesinos (1929-1939)

La burbuja se pincha: la crisis económica se vuelve política

El dragón se despierta, molesto, y ruge: la imparable expansión japonesa

El desarme, desarmado: vida y muerte de sus últimas conferencias

El taimado lagarto italiano: Mussolini descubre al fin su política exterior

De España, al mundo: ensayo de la guerra total

La gotera nazi: Europa se empapa de Alemania

Capítulo 9. Conclusiones

Bibliografía

Introducción: una tarde en el cine

Agosto de 1939 vio como largas colas de hombres con sombreros y niños vociferantes se agolpaban enfrente de las anchas entradas de los cines estadounidenses. Hacía calor, pero el premio lo merecía. Se estrenaba por aquel entonces el filme El Mago de Oz, que la crítica aplaudió quizás en exceso, y a la que el público no llegó por completo hasta que la televisión le forzó a visionar reposición tras reposición durante los años cincuenta.

Los pósteres, dibujados a mano en aquellos tiempos, gigantes y coloridos, mostraban a la inocente Judy Garland acompañada de unos inverosímiles amigos: un espantapájaros en busca de un cerebro, un hombre de hojalata que desea encontrar un corazón y un león que vaga en busca de coraje.

Los acalorados espectadores bien podían haber ido al cine a olvidar sus preocupaciones; particularmente, cuando la situación en Europa estaba al borde del estallido, y el presidente Roosevelt parecía empeñado en suscitar las iras de los nuevos totalitarismos que amenazaban medio mundo. Pero fue recostarse en la butaca y no pocos comenzarían –muy posiblemente– a captar sutiles paralelismos.

El león era claramente Gran Bretaña. El castañeteo de sus dientes se escuchaba incluso a ese lado del Atlántico. Hasta ese mismo año no había sido capaz de hacer otra cosa que negociar concesiones territoriales con un dictador que entendía las relaciones entre naciones en términos de astucia y fortaleza. El dictador, por cierto, un Hitler por el que nadie habría apostado medio marco hacía tan sólo una década, era el hombre de hojalata. Con un cuerpo formado de planchas acorazadas en movimiento, la cruzada asesina del III Reich buscaba un objetivo último y «humanitario», al menos en la acepción de «humanitario» que manejan los nacionalismos extremos: la de cuidar, expandir, reasentar e integrar a su propio pueblo por encima del cadáver de otros. El hombre de hojalata deseaba convertirse en el corazón del pueblo alemán; cálido y activo, haciendo circular su sangre purificada.

Es difícil que el lector deje de preguntarse por el tercer personaje. El espantapájaros sin cerebro era claramente Francia. Subida en un ridículo trono, a modo de Napoleón IV, París había inaugurado el período de entreguerras creyendo que rescataba su antiguo poder en el continente. Nada más lejos de la realidad. Sus bandazos agresivos no denotaron otra cosa que debilidad, y la ronca voz de la industria alemana pronto superó a los fatuos discursos pronunciados desde el Elíseo. Buscar un corazón podía ser extravagante; haber extraviado el cerebro era, cuando menos, peligroso.

Pero dejemos de adelantar acontecimientos. El lector comprenderá lo que ocurría en 1939, incluso lo temerá, cuando se acerque a esa fecha. Por el momento, debemos situarlo veinte años atrás. En el momento en el que se «apagaron las luces en Europa» y, cuatro años después, los Gobiernos de medio mundo se levantaron exhaustos o directamente destruidos. Comenzaba una nueva era; aquella de la que hablaremos aquí.

Trataremos de explicar cómo llegó la humanidad a la Segunda Guerra Mundial. Particularmente, después de haber sufrido una matanza horrenda como la acaecida entre 1914 y 1918. La responsabilidad –dejemos a otros el debate de culpas– recayó enteramente sobre Europa, y también sobre un lejano islote de imitadores reticentes llamado Japón. Tras 1945, Europa no podría recuperar nunca su ya dudoso prestigio moral. Ella, y sólo ella, con sus inquinas franco-alemanas, su ansia de controlar los mares y sus eternas disputas fronterizas, había sido capaz de ahogar al mundo conocido en una espiral carmesí. Antes de 1914, los europeos pensaban en Roma por sus estatuas. En 1945, la bombardeaban, sembrando el mapa aéreo de volutas de humo que costaban vidas y destrozaban museos.

En la primera parte de este libro, intentaremos comprender los impulsos, las reacciones de la época, veremos qué pautas culturales nacen y se mantienen a lo largo del período, y cuáles no aguantan el paso del tiempo. En la segunda, narraremos simplemente –pero no de manera simple– los happenings de entreguerras. Las maniobras, los procesos y las anécdotas. El lector podrá entender los segundos si entiende los primeros.

Pero basta de divagación. Cerremos los ojos y volvamos al siglo del que todavía nadie se ha logrado despegar. Volvamos al siglo XX.

I

El espíritu de los tiempos

1

¡Giovinezza, Giovinezza!

Yours is the Earth and everything that’s in it And –which is more– you’ll be a Man, my son!

[Tuya es la tierra y todo lo que hay en ella. Y –lo que es más– ¡serás un hombre, hijo mío!]

If Rudyard Kipling

En el verano de 1914, el fervor recorrió las espinas dorsales de muchos jóvenes, sentados en los cafés de las grandes avenidas de París, Berlín, Viena o Londres. Ante sí, veían pasar a aquellos que finalmente iban a tener la oportunidad de convertirse en héroes de una causa. La Guerra marcó a la juventud de Europa porque, a su vuelta, todos ellos estarían cambiados. Todos querrían seguir construyendo el futuro a un ritmo más rápido del que lo habían vivido.

ANSIA EXISTENCIAL: LA JUVENTUD DE CLASE MEDIA, ENTRE DOS SIGLOS

La existencia de unos «valores de la juventud», y su florida alabanza desde las plumas de la intelectualidad, venía ya de lejos: desde la época en que los estallidos románticos (muchos de ellos suicidas) intentaban demoler a cabezazos los muros agrietados del Ancien Régime, a comienzos de lejano siglo XIX. En cuanto a las organizaciones jóvenes, tampoco eran precisamente una novedad. Durante esas mismas décadas, las congregaciones religiosas fundaban por doquier respetables asociaciones de imberbes, y los universitarios también construían sus propios movimientos, de manera totalmente autónoma.

Hubo que esperar algo más, hasta el último cuarto del siglo aproximadamente, para que surgieran las ramas juveniles de las asociaciones obreras. Y no fue gracias precisamente a las cúpulas de dichas asociaciones, que no veían razón alguna para filetear la lucha de clases por edades.

Pero fue quizás en el período 1890-1914 donde la juventud adquirió un potencial en ebullición. La Revolución Industrial, que llenaba las fábricas de niños macilentos y las ciudades de arrabales insalubres, había debilitado los lazos comunitarios y familiares lo suficiente como para que pudiera hablarse, por primera vez, de un grupo verdaderamente autónomo.

Por otra parte, la generación nacida entre 1880 y 1890 alcanzaba la madurez a comienzos del siglo XX y estaba habituada al cambio vertiginoso como ninguna otra: había disfrutado de las mejores posibilidades de formación, entretenimiento y movimiento. Ahora, lo tradicional ya no era tan sagrado, y la juventud comenzó a verse exaltada frente a la madurez. Las barbas empezaron a desaparecer y las relaciones entre géneros y clases, entre la dama y el vagabundo, comenzaron a volverse considerablemente menos rígidas.

El estallido de la Gran Guerra dio a los jóvenes de la clase media europea la oportunidad de demostrar su temple guerrero. En la imagen, Adolf Hitler celebra con la muchedumbre el inicio de las hostilidades.

En el caso de las clases medias, el cuestionamiento de los valores burgueses trajo aparejado una terrible sensación de hastío hacia ellos. Sobreprotegidos y encorsetados en cómodos (y rígidos) moldes, tanto educativos como laborales, los chicos de la clase media sintieron nostalgia de unas aventuras que jamás habían conocido. Esa falta de acción, esa falta de movimiento, les hacía temer que la raza degenerara, como auguraban los sombríos darwinistas sociales. En cierto modo, los jóvenes se habían apuntado al carro del filósofo Nietzsche cuando evocaba a «guerreros y matadores de serpientes» para que liberaran al mundo de los hombres viejos.

Por esta causa, el mozo de comienzos de siglo se apuntó inmediatamente a la aventura. El movimiento Wandervogel alemán y los Scouts británicos de Baden-Powell (fundados por un adulto) rendían culto al ejercicio y la naturaleza, y trataban de lograr una «madurez en puridad», sin la contaminación decadente del mundo adulto que los rodeaba. El ambiente era más bien de superación masculina –un fenómeno sexista que se reforzaría a lo largo del siglo– y la inclusión de las chicas siempre sería problemática. La respuesta del Wandervogel varió según el caso; los Scouts las confinaron a la rama particular de las Girl’s Guides.

En Italia, un país asolado alternativamente por la incompetencia militar y la ineptitud política, las clases medias de la juventud percibían muy claramente el abismo que existía entre su independencia biológica y psicológica, y su dependencia financiera y social, una agitación que también se hacía notar en otras grandes ciudades europeas. Apoyados por un conservadurismo que veía en las lealtades generacionales un arma para combatir la solidaridad de clase de los subversivos, estos jóvenes italianos pedían –a través, por ejemplo, de los diarios La Voce o Il Regno– que la inútil clase dirigente fuera sustituida por una coalición de empresarios industriales. Eso significaba que la escala social quedaría intacta; las disputas se limitaban a qué élite se sentaba en los tronos de la cúspide.

Esa tendencia a la acción y la vitalidad golpeó también el apoyo que los jóvenes de Italia habían mostrado por el socialismo desde 1890. El Congreso de Roma, en 1900, convenció a muchos de que esta ideología se volvía reformista y, en suma, demasiado aburrida. Tampoco les agradaban sus exigencias de igualdad social: en el fondo, el intelectual de clase media había llegado a disfrutar de su papel de intermediario entre proletarios y dirigentes enfrentados. En el propio seno del Partito Socialista Italiano, sin embargo, los jóvenes estaban tomando el control. Los radicales, cercanos a la acción directa y los postulados de Sorel, se hacían en 1912 con el liderazgo en el partido de la mano de un joven socialista: Benito Mussolini.

La pasión belicosa que envolvía a la juventud también fue muy aplaudida por los alocados futuristas italianos quienes, a partir de la lectura de su manifiesto fundacional en 1909, se declararon amigos de las máquinas, la guerra, la patria, el ruido y hasta de los anarquistas. Afirmaron que eran «todos menores de treinta años» (aunque su líder, Marinetti, hubiese nacido en 1876) y exigían un Gobierno formado por jóvenes, «que difícilmente lo haría peor que el actual Gobierno». Se daban diez años para trabajar, período tras el cual los siguientes treintañeros habrían de «tirarlos amablemente a la basura, como manuscritos inservibles».

En este estado de arrojo e imprudencia llegó, con el clamor de los siete clarines del Apocalipsis, la Primera Guerra Mundial.

LA GRAN GUERRA: UNA EXPERIENCIA DECISIVA

En 1915, el poeta italiano D’Annunzio –que años más tarde se convertiría en un pintoresco condotiero de posguerra– afirmó solemnemente: «La juventud sagrada ha sido llamada por el sacerdote de Marte».

Esta alegre sentencia (de muerte, para muchos italianos en los años por venir) podía ser más o menos cierta; pero mucho más acertado habría sido decir lo contrario, ya que fueron precisamente los jóvenes italianos de la clase media los que llamaron al dios de la guerra a voz en cuello.

Alemanes muertos en su trinchera, durante la batalla del Somme (1916). Los jóvenes maduraron políticamente en medio del horror y culparían a sus mayores por lanzarlos a la carnicería, o por no recompensarlos adecuadamente después de esta.

Para los cachorros de la pequeña burguesía europea que habían reivindicado la «juventud vital» frente a los mimbres desgastados y asfixiantes de su educación, la guerra se planteó como la gran oportunidad de reafirmarse como hombres. Rupert Brooke le escribió a su amigo, también en 1915, lo que creía que la guerra haría por ellos: «La liberación de la nimiedad burguesa […] de lo que percibíamos como la saturación, la atmósfera cargada, la petrificación de nuestro mundo…».

Y no sólo se trataba de que rejuvenecieran los combatientes, sino también la nación en su conjunto. En el caso italiano, la guerra despertó numerosas ilusiones de cambio en la vida pública. De hecho, sus anarquistas, sindicalistas y republicanos favorecieron la entrada en guerra pues, al igual que los monárquicos en la Francia de 1792, consideraban que el conflicto conduciría a una provechosa inestabilidad del régimen. El propio Mussolini, que en su día se había opuesto a la invasión de Libia en 1911, perdió su influencia en el Partido Socialista cuando apoyó de manera sorpresiva esta nueva aventura nacionalista.

Estas ansias de cambio ciertamente movilizaron a muchos, pero la mayoría de los que esos años se manifestaron a favor de la entrada del Gobierno en la guerra europea eran jóvenes de clase media, ávidos de acción y de una fulminante operación patriótica que reconquistara los territorios que sus opresores ancestrales, los Habsburgo, aún mantenían bajo la bandera del águila bicéfala. La reputación de sacrificio de la juventud llegaba desde Alemania. En 1914, el parte del Estado Mayor relató una fábula inverosímil; la de regimientos de jóvenes tomando una colina enemiga en Ypres mientras cantaban Deutschland über Alles. Ese mito fue impreso de inmediato en todos los diarios, y en un best-seller que vendió doscientas cincuenta mil copias de 1916 a 1918, éxito que no salvaría a su autor, Walter Flex, de una certera bala aliada.

La guerra cambió muchas cosas. El rol de la familia y la autoridad del adulto se debilitaron; esto se dio con mayor intensidad en el caso de la sociedad rural, mucho más cerrada y tradicional. Tanto la educación como el medio social se detuvieron, y fueron sustituidos por otros aprendizajes y otras camaraderías tan terribles como novedosas.

La guerra, en suma, era una escuela de violencia, pero también una violenta escuela. Al comenzar a morir los oficiales en medio de la tormenta de plomo, no fueron pocos los estudiantes que asumieron su rango y «maduraron en la batalla». Los nacidos entre 1888-1890 no tenían experiencia política previa a la guerra, lo que les haría interpretar la realidad de posguerra basándose en sus vivencias en la trinchera. Quizás el que luego sería jerarca del fascismo italiano, Giuseppe Bottai, lo definió bien, ya en 1935: «Para nosotros, hacernos hombres y hacer la guerra fueron la misma cosa. Guerra y juventud explotaron al unísono. No fue necesaria ninguna fuerza de voluntad, […] uno no puede evitar la pubertad. La guerra fue nuestra pubertad».

Por lo demás, la Primera Guerra Mundial contribuyó a desprestigiar a los políticos que la iniciaron o, en el caso de Italia, a los que no se decidían a apoyarla hasta que se lanzaron de cabeza. Y los sentimientos de clase se diluyeron en medio de la carnicería, aunque la oficialidad siempre destacó por su origen social más elevado. El mito del sufrido combatiente viril también contribuyó a oscurecer un capítulo importante de la contienda: el papel jugado por las mujeres en retaguardia, que tuvieron que incorporarse a los puestos de trabajo que antes correspondían a los hombres.

Al final, de la guerra se diría que se había llevado a los mejores. Y esta juventud de clase media, que se consideraba traicionada, sacrificada e indignada, se rebelaría contra los adultos que les habían empujado al suicidio masivo, quizás sin acordarse a tiempo de su propio entusiasmo inicial.

ENTUSIASTAS A DESTIEMPO: LAS FUERZAS ESPECIALES EN LA GRAN GUERRA

Antes de analizar el resentido clima de posguerra, sin embargo, conviene estudiar el papel que jugaron algunos soldados, máquinas de matar dignas de una época vikinga, por encima del ambiente general de matanza sin sentido.

Durante la Gran Guerra, un nutrido grupo de jóvenes se criaron en la heroicidad y el riesgo, rodeados de una muerte casi segura pero desprovistos por otra parte de las incomodidades cotidianas de unas trincheras que desgastaban el patriotismo. Sus manos encallecidas y sus cabezas enardecidas –y en ocasiones trastornadas– buscaron continuar la batalla incluso cuando los fuegos del conflicto europeo se apagaban en 1918: así, sus ideas políticas tomaban la simple forma de un largo desfile militar y sus métodos se acercaban en muchas ocasiones a la destrucción física pura y dura del enemigo. Lógico, ya que sus brillantes acciones en guerra les habían predispuesto a responder con las armas y a esperar la sonora palmada en la espalda que proporcionaba la victoria militar. La posguerra no tardaría en decepcionarlos. La importancia que sus acciones tendrían al acabar la contienda hace forzoso que tengamos que estudiarlos más en detalle:

El primero de estos grupos de élite por antonomasia fue el de los Freikorps alemanes. No tanto por su papel en la guerra, sino por su incidencia en los convulsos primeros años de la república alemana de Weimar (Freikorps significa ‘cuerpos francos’, mercenarios). Pero esto ocurrió años después de darse a conocer bajo su primer y temido nombre original: Sturmtruppen o tropas de asalto.

En 1916, la guerra no estaba yendo como esperaba el alto mando alemán. Se suponía que un rápido gancho izquierdo noquearía a Francia en seis semanas (el famoso Plan Schliefen), y que el ejército podría entonces reagruparse para reforzar el frente oriental; amenazado por una «apisonadora rusa» que, a pesar de contar con un aplastante número de hombres, tardaría tiempo en movilizarlos: el tiempo justo para ganar la partida en el oeste.

Lo cierto es que las predicciones se cumplieron a la inversa. El oso ruso luchaba más ágil de lo esperado pero desmotivado, y con el tiempo herido de muerte; y en Occidente, la República Francesa paró el golpe. A pocos kilómetros de París, cada bando intentó rodear las posiciones del contrario, y el zigzag de trincheras acabó por llegar al mar, estancándose en una lucha continua y yerma en la que nadie lograba avanzar, pese a los famosos intentos que acabaron en masacre durante 1916. La llegada de refuerzos británicos sólo empeoró la situación del Reich: Alemania no podía mantener indefinidamente una lucha en dos frentes, y aquel que sus mandos habían considerado como el más frágil de los dos se negaba tozudamente a caer.

Fue en ese momento cuando el capitán Rohr resucitó un proyecto de 1914, y se embarcó en la creación de una unidad de élite: tropas menores de veinticinco años, solteros, entrenados en el uso de ametralladoras, granadas, lanzallamas, artillería ligera y todo tipo de vehículos. Un oficial los describía como «malabaristas de la muerte, maestros del explosivo y la llama, depredadores gloriosos». Estos pelotones de elegidos servirían en lo que se ha llegado a conocer como defensa elástica: ataques explosivos que aliviarían la presión enemiga en los peores momentos de su ofensiva.

Para esto, el pelotón de Sturmtruppen era transportado hasta la línea de frente, sin tener que residir en ella. Allí, se lanzaban contra las trincheras, una tras una, sin esperar a ocuparlas, en una maniobra relámpago que causaba pavor en una guerra anticuada, que no descubriría tácticas básicas como el fuego de cobertura hasta 1917. Hecho esto, no tenían otra salida que confiar en que su heroico oficial al mando lograra sacarlos de la ratonera que ellos mismos habían cavado a base de lluvias de granadas y avances continuados. Estos oficiales, de reputación sobrehumana, se convirtieron así en los ídolos de su escuadrón, que en muchas ocasiones decidía nombrar la unidad en su honor.

La guerra convirtió en héroes a estos jóvenes, y les hizo sentirse superiores tanto a los soldados alemanes a los que ayudaban –en el peor momento– como a los franceses a los que se enfrentaban cuando ya nadie podía hacerlo. También el trato que recibían incentivó este sentimiento: se les permitía tratar a los oficiales de du y lucir sus mismas pistolas (algo impensable en la disciplina prusiana). Su terrible mortandad y sacrificio se veían compensados por mejores raciones, permisos y descansos. Eran transportados en camión a sus misiones: no les desgastaban la enfermedad o el resentimiento. Para ellos, los últimos años de la Gran Guerra fueron los primeros de su nueva vida, y muchos lucieron con orgullo la calavera y las dos tibias en los cuellos de sus uniformes, un símbolo necrófilo del que los nazis se apropiarían en cuestión de dos décadas.

Si el orgulloso II Reich logró construir sus propios «superhombres», el otro país de turbulenta unificación decimonónica tampoco iba a ser menos: Italia necesitaba desesperadamente algo que contrarrestara su ya mítica ineptitud militar. Tras la escandalosa derrota de Caporetto, donde 275.000 italianos corrieron enfrente de la ofensiva austro-germana y otros 350.000 abandonaron sus armas, el general Cadorna decidió castigar lo que consideró una «huelga militar», al más puro estilo de la Roma imperial: las tropas fueron diezmadas y 117 de ellos cayeron en los paredones de Caporetto.

No sorprende, por tanto, el empeño en crear cuerpos de choque (en este caso los comandos recibieron el nombre de arditi, ‘valientes’), mucho más fiables en el combate ofensivo. Vestidos con camisa negra y calavera bordada, arrasaban la trinchera enemiga al alba, para después ser evacuados y dejar que la infantería reforzara la posición.

Tropas especiales italianas muestran sus puñales: un arma que volvió a resultar imprescindible en la guerra de trincheras. Los Arditi (unidades de comando) compensaron la tradicional ineptitud italiana para la guerra.

Es difícil encontrar pruebas de que los Arditi fueran seleccionados jóvenes como sí lo fueron los Sturmtruppen; en un principio el cuerpo se abrió a todos los militares interesados que desearan jugarse el pellejo a cambio de gloria y buen comer, y pronto fueron invitados a unirse los más peligrosos elementos de las prisiones italianas. Pero es innegable que gran parte de los comandos serían lo suficientemente jóvenes como para poder tomar parte en esas arriesgadas operaciones, como lo era asimismo el hecho de que los Arditi cantaban a voz en cuello la canción Giovinezza (‘Juventud’, que adoptarían más tarde los también camisas negras del fascismo italiano). En el fondo, el fenómeno de los comandos se hacía eco del valor de lo «nuevo» frente a los malos resultados de lo convencional; del ejército de toda la vida. Los acordes de esta moraleja resonarían aún en la posguerra.

ENTREGUERRAS: EFERVESCENCIA Y COMBUSTIÓN

Cuando los cañones de agosto se apagaron, más bien exhaustos, y Europa se preparó para una tensa paz, la juventud del continente había cambiado. Su cara estaba surcada por líneas de expresión y sus manos habían aprendido a sujetar todo tipo de fusiles. Pero incluso para la siguiente generación de jóvenes (los que no habían luchado), todo era diferente. Se abría una nueva etapa en la que ser joven no era sólo un privilegio, sino una fuente de independencia y de conquista de los derechos pendientes.

El cambio fue patente. Considerado ahora como un manantial de regeneración de la patria, se dedicaron leyes nuevas al joven europeo, como la Ley de Bienestar de la Juventud de la República de Weimar, en 1922, donde se aseguraba que sus beneficiarios emprenderían un proceso nacional de «curación y renacimiento físico, mental y ético». Con lo joven, se rendía al mismo tiempo homenaje a lo bello, y la estética, el deporte (y la eugenesia) se potenciaron por doquier: dieta, ejercicio, vida sexual activa, cirugía o dudosos tratamientos hormonales se presentaron como los nuevos aliados que ayudarían a rejuvenecer. Una canción de los treinta entonaba el «keeping young and beautiful». El susto demográfico de la guerra pintaba un futuro lleno de vejestorios, y muchos pensaron que se debía compensar. Los ayuntamientos progresistas inauguraban instalaciones deportivas, donde por primera vez las mujeres podían lucir su cuerpo al sol para gran disgusto de los conservadores. Resentidos, estos más tarde apoyarían a los fascistas en su tarea de devolver a las hembras a la «triple K» del nazismo: «Kinder, Küche, Kirche» [niños, cocina, Iglesia].

La fiebre por el deporte se desató, sustituyendo el ansia guerrera por la insidiosa competición deportiva. Las Olimpiadas celebraban la cooperación internacional, pero hacía tiempo que se habían convertido en una competición entre naciones. En todo caso, hicieron mucho por resaltar los méritos deportivos del cuerpo femenino… y de las razas que algunos consideraban «inferiores». En la Alemania de 1924-1926, todo el mundo se lanzó a apoyar el espíritu deportivo, tanto que el popular político Stresemann se quejó de la «aristocracia de los bíceps» y su popularidad se resintió por ello. Las derechas veían en esta moda la compensación viril por la falta de servicio militar, y las izquierdas creían, al contrario, que los jóvenes se alejarían del militarismo nacionalista. Parecían no percatarse de que muchos corredores competían luciendo los colores del viejo Reich.

En términos políticos, la juventud bulló inquieta hasta desbordar la cafetera. En primer lugar, la guerra les dio la legitimidad moral para criticar el mundo de aquellos que les habían conducido a la carnicería. Cierta veta pacifista se mantendría a lo largo de veinte años, y se manifestaría particularmente cuando el mundo se asomara al borde de su segunda matanza colectiva, aunque no todos se mostraron tan reticentes a la acción armada, desde luego. Contrarios a la guerra sí se mostraron muchos de los jóvenes socialistas que habían visto como sus mayores en el partido traicionaban el pacifismo revolucionario previo a 1914.

Por primera vez, las asociaciones de juventudes cobraron gran importancia en el seno de los partidos, fueran del signo que fueran. Destacaron las de los socialistas austriacos y los católicos franceses. La izquierda trataba a la juventud organizada como una vanguardia revolucionaria; la derecha veía en ella una sana fraternidad entre clases. León Blum diría, en plenos años treinta, que «todo el mundo se disputa el derecho a hablar en nombre de la juventud […]. Parece que es de su asentimiento […] de lo que depende hoy el éxito decisivo para un partido político».

Lo cierto es que, al tiempo que las organizaciones juveniles proliferaban, lo hacían acompañadas por dos impulsos que las guiarían durante los años por venir. En primer lugar, el deseo de autonomía. En muchos casos, como el Partido Socialista Obrero Español, habían sido los propios jóvenes quienes creasen la rama diferenciada; considerándolos el partido un mero «organismo auxiliar». En segundo lugar, y a esto ayudó lo primero, los movimientos juveniles siempre tendieron al radicalismo. España tuvo que esperar a los años treinta para que esto ocurriera, y para que el fascista Ramiro Ledesma los definiera en 1935 como «el sujeto histórico de las subversiones victoriosas».

El radicalismo fue siempre la constante de aquellas secciones jóvenes. Le ocurrió incluso al partido menos radical de todos, el Partido Radical francés. Los jóvenes socialistas españoles decidieron adherirse a la Internacional Comunista en 1919 y, en abril del año siguiente, estos «cien niños» (como se los llamaba despectivamente) fundarían con gran alegría el Partido Comunista Español en una serie de escisiones. El socialismo reconstruiría sus filas de imberbes pero, ya para 1934, estos verían en el bolchevismo una idea que «les abrió camino, que los alienta» y en marzo de 1936, las juventudes del socialismo y comunismo español se fundirían en las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU).

Podemos encontrar más casos en España. Las juventudes de Esquerra Republicana de Catalunya rechazaron la aceptación de su partido del marco jurídico español, y prefirieron inclinarse hacia el secesionismo, el régimen de partido único, y alguna que otra escisión. Las Juventudes de Acción Popular (JAP) –juventudes de la derecha– formaban a lo fascista y saludaban a su líder Gil Robles con el grito: «¡Jefe! ¡Jefe! ¡Jefe!». Mientras tanto, las juventudes del Partido Radical Socialista Independiente pedían echarse a la calle «unidos a los proletarios» porque «antes que Alemania, preferimos para nuestro país un régimen análogo al de Rusia».

Las secciones juveniles, siempre más radicales, se dedicaron a mantener los principios fundacionales de sus respectivos partidos con bastante más purismo que sus mayores, algo que les confirió gran éxito. Renovación, diario de los jóvenes socialistas, proclamaba en 1931: «Tres enemigos terribles tiene la juventud en los naipes, el alcohol y el tabaco». Una de las pocas opiniones que llegaron a aplaudir sus jóvenes rivales anarquistas.

EN TIERRA DE DRAGONES: LOS «ESTADOS NUEVOS» Y SUS BATALLONES DE JUVENTUD

Si los jóvenes se apuntaron al cambio y a la acción, entonces era obvio que los Estados que lograron subvertir el orden tradicional contarían con ellos como fuerza de choque, e incluso como símbolo de los ideales que intentaban conseguir. La «nación joven», liderada por políticos jóvenes (al menos, en la teoría) aplastaría algo que no podía dejar de definirse como el «viejo orden».

El primero de los ejemplos se produjo también con la primera de las revoluciones, quizá la única que constituyó una revolución en todos los sentidos: el Octubre Rojo. Desde la estepa rusa, el fragor de los tiros arrastró consigo un dato innegable. En 1919, el cincuenta por ciento de los militantes bolcheviques tenía menos de treinta años. Previo a la Revolución soviética, Lenin había escrito: «Pensamos dejarles los cansados vejestorios de treinta y pico años […] a partidos como el Constitucional-Demócrata. Siempre pretenderemos que el Partido sea para la juventud de esa clase a la que pertenece el futuro».

Antes de 1917, año en que estallaron las dos revoluciones rusas, los bolcheviques no habían organizado aún ninguna sección juvenil: en parte porque sus cuadros consistían fundamentalmente en jóvenes salidos de la fábrica o de los estudios, y en parte porque eran un partido minoritario, y no de masas. Con la revolución de febrero, sería el idealista Shevtsov el que reunió a los jóvenes obreros de Petrogrado en la liga Trabajo y Luz, dejando a un lado los fines políticos y concentrándose en la fraternidad, la autonomía social y la madurez intelectual. Si los bolcheviques ingresaron en sus filas, fue para erosionarla (algo que facilitó la propia falta de talento político de su líder), y Trabajo y Luz se autodisolvió tras una votación veraniega. Al mismo tiempo, un bolchevique de veintiún años había montado la Asociación Socialista de Jóvenes Obreros, centrando esta vez el programa en conquistas sociales como abolir el trabajo infantil, aplicar la jornada de seis horas, pactar salarios mínimos o aprobar el sufragio universal desde los dieciocho años. Para finales de año, ya contaba con quince mil miembros. En las demás ciudades importantes rusas, los bolcheviques lograron infiltrar las distintas asociaciones de juventud y conquistar su liderazgo.

Esta conquista de la juventud vendría muy bien al Partido Bolchevique cuando tomara el poder en octubre. Para 1918, se habría constituido como tal la organización joven Komsomol, ligada al partido y cuyo número de afiliados fluctuaría según los tremendos vaivenes de la política soviética durante los años veinte y treinta. Por lo demás, la juventud soviética sería adoctrinada mediante libros de texto previamente reescritos, y se potenciaría fuertemente la cultura del deporte, peleándose sindicatos y Komsomol por el monopolio de este último. La formación se dividió por fases según la edad, y el entrenamiento militar no quedaría a la zaga. En 1936, el líder de los jóvenes Kosarev (fusilado dos años después) anunciaría con orgullo que 1.258.743 jóvenes habían aprobado sus exámenes de francotirador, y 1.345.364 habían superado las pruebas de ataque con gas.

El brillante sociólogo Sigmund Neumann dirigió un colegio para adultos en Berlín hasta que la fuerza del vendaval político le obligó a emigrar en 1933. Neumann veía que tanto en Alemania como en Italia, la toma de poder por parte de los fascistas había sido llevada a cabo por jóvenes; la generación de la guerra. Conviene matizarlo algo. Los «jóvenes» fascistas llegaron al poder a base de pactar con viejos políticos conservadores, que prácticamente les entregaron las llaves del Estado liberal. Por otra parte, hay que distinguir entre el caso italiano y el alemán. En el primero, la generación que luchó en la guerra hizo también la revolución fascista justo después. En el caso alemán, se trató de una generación de luchadores de la Gran Guerra que la habían vivido muy jóvenes; para los años treinta, ya no lo eran tanto, y sus cuadros de militantes definitivamente no habían vivido la guerra más que como niños.

Estridente como pocos fue –qué remedio– el caso italiano. El fascismo de Mussolini puso siempre un énfasis muy particular en que el ansiado cambio para Italia llegaría con el traspaso del poder hacia la juventud y hacia lo nuevo. No en vano sus huestes cantaron el himno Giovinezza durante décadas (lo cantaron las tropas italianas de Franco, como recuerda la abuela del propio autor), y un conocido grito de guerra del fascio espetaba: «Largo ai giovani!» [¡Dejad paso a los jóvenes!].

Si antes de la guerra muchos jóvenes de la clase media italiana buscaban ser los nuevos protagonistas de una sustitución en las cúpulas dirigentes del reino, tras ser fogueados como oficiales en la contienda se encontraron con que la implantación del sufragio universal consagraba a dos partidos de masas –el socialista y el católico– que amenazaban sus sueños de convertirse en una élite de árbitros. Por si fuera poco, la agitación sindical del «Bienio Rojo» amenazaba su posición social, y la crisis económica que ahogaba al país hacía lo propio con sus oportunidades laborales: ir a la universidad no era ya sinónimo de ascenso.

Mussolini tomó buena nota de las demandas de los jóvenes y los ensalzó como ejemplo. Sus ideas indudablemente le impelían a ello, pero, por otra parte, necesitaba encontrar una base electoral (como también necesitaban los comunistas) que no estuviera ya monopolizada por los partidos existentes.

Su programa surtió efecto, y los squadre que castigaron la campiña sindical pronto se llenaron de jóvenes frenéticos. El estilo violento del fascismo ya atraía la atención de la juventud de por sí. Como resultado, en 1921 los estudiantes sumaban hasta el 13,1 % de los miembros del movimiento. En las elecciones de 1924, el 82,3 % de los candidatos fascistas carecían de experiencia política previa y hasta el 35,9 % tenía menos de 35 años.

Los fascistas italianos también intentaron atraer a los jóvenes obreros, ya que sus mayores preferían inclinarse hacia la izquierda. Desgraciadamente, esta empresa se mostró difícil: el papel que el fascismo les reservaba era el de productores obedientes, y no el de acceder a los resortes del poder.

En cuanto a la educación de sus propios jóvenes, el fascismo –ya en el poder– creó en 1926 la Opera Nazionale Balilla: en un principio de acceso voluntario, pero con el tiempo obligatorio para todo chico de seis a dieciocho años y toda chica de ocho a catorce. (El nombre, por cierto, se tomó de un niño que, según dice la leyenda, se decidió en 1815 a reanudar la guerra por su cuenta tirándole una inoportuna piedra a los austriacos). En 1936, se formaron los pre-Balilla para los niños menores de seis años y, sólo en Milán, diez mil fascistas diminutos se registraron en los dos años siguientes. Como en el caso soviético, la juventud era adoctrinada por fases diferenciadas.

Un balilla, miliciano juvenil del fascismo italiano. Los balilla aprendían a manejar una ametralladora a la tierna edad de doce años. El régimen de Mussolini se comprometió a renovar sus filas para estar siempre liderado por jóvenes, pero pronto olvidó su promesa.

Los balilla eran instruidos en las artes políticas y militares, con un estudio de la historia secuestrado siempre por la ideología del Gobierno. El militarismo era rampante: los instructores permitirían a un joven de doce años disparar una ametralladora, y el manual de los balilla sentenciaba: «Los jóvenes fascistas reciben el mosquete con el mismo espíritu con el que los jóvenes de la antigua Roma se ponían la toga de la virilidad».

El caso alemán era quizá diferente: en primer lugar, porque el movimiento joven se fundó antes de la toma de poder, ya en 1926 (Hitler despreciaba los clubs a lo Wandervogel), y porque el concepto que el Partido Nacionalista Obrero Alemán (NSDAP) o Partido Nazi tenía de lo joven era ligeramente diferente al italiano: no era necesariamente la base principal de la revolución, como sí lo era, en cambio, la raza. Para 1933, los jóvenes que habían luchado en la Gran Guerra y luego dirigido el partido durante los años veinte ya no eran tan jóvenes. Por tanto, no era necesario que solamente los jóvenes gobernaran la política.

Aun así, la mayoría de cuadros y activistas nazis pertenecía a la generación que había madurado después de 1918. En todo caso, el entusiasmo por el ímpetu vital de los jóvenes se manifestó en numerosas ocasiones, como por ejemplo en el eslogan Macht Platz, ihr Alten! [¡Dejad sitio, viejos!]. En sus memorias de 1934, Otto Dietrich, jefe de prensa de Hitler, publicó: «El nacional socialismo es la voluntad organizada de la juventud […] como la primavera es sinónimo del despertar de la naturaleza a una nueva vida».

LA ÚLTIMA TRAICIÓN: EL FRACASO DE LOS TOTALITARISMOS CON SU JUVENTUD

Los Estados nuevos se sirvieron de los jóvenes como vanguardia de sus ataques al orden constituyente. Sus programas incluían no sólo promesas, sino una nueva idea del joven europeo. Vigoroso, forjador de la historia. Liquidador del conflicto de clase. Pero esta tórrida relación entre Estado y juventud se vería truncada en más de una ocasión.

En las frías y poco abastecidas universidades de la Unión Soviética, los universitarios comunistas de clase baja (becados y que convivían con estudiantes burgueses) podían influir en gran medida en la dirección de sus propias facultades. Los jóvenes comunistas dieron su apoyo indudable a la causa de una revolución generacional («¡Abajo con la tiranía capitalista de los padres!»). Pero sus organizaciones cometieron un error táctico votando desproporcionadamente a favor de la oposición a Trotsky, en el invierno de 1923-1924.

El Comité Central, entonces, se explicó esta particular decepción: los estudiantes debían de haberse corrompido por su contacto mantenido tanto con los elementos burgueses como con las ciudades en las que regía la semicapitalista nueva política económica. El universitario proletario, que había llegado a confiar en sí mismo, se veía ahora acusado de meshchantsvo (‘pequeño burgués’) y cuestionado desde las mismísimas páginas de su adorado diario Pravda.