Breve historia de Occidente - José Ramón Ayllón Vega - E-Book

Breve historia de Occidente E-Book

José Ramón Ayllón Vega

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Beschreibung

La historia incomparable de la civilización occidental merece ser reescrita tantas veces como podamos, para tratar de explicar cómo y por qué caminos han llegado Europa y América a ser lo que son. Si en un futuro muy lejano, perdida la memoria de Occidente, un arqueólogo encontrara este libro, descubriría que Europa trenzó durante más de veinte siglos con los mimbres de la razón griega, el derecho romano y el cristianismo una civilización cuya creatividad inagotable inventó los monasterios y las universidades; suprimió la esclavitud antigua; compuso el gregoriano y la música de cámara; diseñó los grandes estilos artísticos; se desdobló en América; alumbró la ciencia y protagonizó poco después una espectacular revolución tecnológica e industrial, al tiempo que cortaba la cabeza al Antiguo Régimen y agonizaba comida por el cáncer de las ideologías.

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JOSÉ R. AYLLÓN

BREVE HISTORIA DE OCCIDENTE

De la Grecia clásica al siglo xxi

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2023 byJosé R. Ayllón

© 2023 by EDICIONES RIALP, S. A.

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6533-7

ISBN (edición digital): 978-84-321-6534-4

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6535-1

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A la joven lectora

que quiso saber

qué libro se podría escribir

para cambiar el mundo.

Como un río de leones su maravillosa fuerza. La poderosa metáfora que García Lorca dedica a su amigo torero nos parece perfecta para Occidente, mosaico de pueblos en ebullición desde que Homero puso a navegar a Ulises por el Mediterráneo. Una cultura compartida y unas instituciones comunes harán de Europa —con su extensión americana y australiana— un mundo con rasgos propios, diferente de los mundos chino y japonés, árabe y musulmán, indio y africano. Esa cultura y esas instituciones serán fruto de un esfuerzo sostenido por gentes que, lejos de acomodarse en sus rutinas, como un río de leones cultivaron la razón y la tierra, la economía y la política, las artes y las letras.

ÍNDICE

I. LA RAZÓN GRIEGA

1. Razón ética y política

2. La razón científica y filosófica

3. La razón estética y literaria

Bibliografía

II. EL ORDEN ROMANO

4. Un Derecho para todos

5. Lo natural como criterio jurídico

6. El hundimiento

III. EL DIOS CRISTIANO

7. Jesucristo

8. Dios y los dioses

9. La perspectiva cristiana

IV. LA EDAD QUE NO FUE MEDIA

10. El mundo feudal

11. Obispos y catedrales

12. Monasterios y universidades

V. ESPAÑA EN AMÉRICA

13. Isabel y Cristóbal Colón

14. Las dimensiones de la epopeya

15. La primera globalización

VI. LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA E INDUSTRIAL

16. La explicación científica del Cosmos

17. En torno a Darwin

18. La Revolución Industrial

VII. LA LIBERTAD EN LA GUILLOTINA

19. El siglo de la crítica

20. La Revolución francesa

21. Napoleón en su sitio

VIII. EL MUNDO DE LAS IDEOLOGÍAS

EPÍLOGO OBLIGADO

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Índice

Comenzar a leer

I.LA RAZÓN GRIEGA

«Quedé desfallecido de escudriñar la verdad».

Sócrates

Occidente nace cuando la Grecia clásica descubre que la razón humana es un instrumento prodigioso y multiuso. Aquellos helenos fueron los primeros en optimizar su empleo con media docena de magníficas aplicaciones: la razón ética y política, la razón científica y filosófica, la razón estética y literaria.

¿Cómo se reparten la realidad las diferentes aplicaciones de la razón? Si la filosofía se pregunta por el sentido de la vida, la ciencia busca el descubrimiento y la expresión numérica de las leyes que rigen la naturaleza. La ética es el necesario y difícil arte de obrar bien. Estética es la reflexión sobre la belleza. La literatura puede resumirse como el arte de contar historias. Por política entendemos, desde el siglo de Pericles, el arte de hacer posible una sociedad justa.

Todo ese caudal de conocimiento dignifica al ser humano, multiplica su libertad, responde a sus aspiraciones intemporales. El romano Cicerón fue el primero en llamarlo cultura, queriendo significar el cultivo y crecimiento armónico de las mejores facetas humanas. Los griegos iniciaron ese cultivo cuando exprimieron las posibilidades de la razón entre los siglos viii y iv a. C., entre Homero y Aristóteles.

1. Razón ética y política

«Toda acción humana busca siempre algún bien: el médico busca la salud, el soldado busca la victoria, el marino la buena navegación, el comerciante la riqueza…».

Aristóteles, Ética a Nicómaco

Es muy posible que la ética sea la gran creación de la inteligencia humana, pues nos salva de la selva y nos permite inventar un mundo habitable. En castellano, los términos moral y ética son sinónimos porque su etimología es equivalente: tanto el griego éthos como el latino mos-moris significan acción humana, conducta, costumbre habitual.

Antes que los filósofos, Homero nos cuenta que el regreso de Troya fue muy complicado para Ulises: diez años a merced de los dioses y los mares, y siempre con la muerte en los talones. Cada vez que su nave arribaba en tierra extraña, una misma inquietud: «¿De qué clase de hombres es la tierra a la que he llegado? ¿Son soberbios, salvajes y carentes de justicia, o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad hacia los dioses?».

Desde los orígenes, la conducta humana se enfrenta a la doble posibilidad de ser, precisamente, humana o inhumana. Porque la libertad lleva consigo el riesgo de escoger tanto una conducta digna y lógica como otra indigna y patológica. Llamamos ética a la elección de la conducta digna, al esfuerzo por obrar bien, a la ciencia y al arte de conseguirlo.

Estamos obligados a elegir, pero no tenemos la seguridad de acertar. Por eso hemos inventado la música de cámara y la cámara de gas. Por eso necesitamos una brújula que nos oriente en el confuso y agitado mar de la vida. Por eso el Homo sapiens debe ser también Homo ethicus: para elegir bien y no acabar mal; para respetar la realidad y respetarse a sí mismo; para respetar a los demás y diseñar un mundo habitable.

Se dice que la distancia entre el denominado primer mundo y los demás no la determinan las materias primas. Más bien, deriva de la diversa concepción del ser humano. En concreto, del hecho de ignorar o conocer qué tipo de conducta es capaz de construir una sociedad donde sean posibles la justicia, la libertad, la paz y el progreso. Si no se da con esas claves, la superlativa complejidad de la vida social no logra salir del caos, de la ley de la selva. Homero es el primero en descubrir esas claves. Su gran creación se llama Ulises, héroe que despliega ante nuestros asombrados ojos una lección tan breve como inestimable: los problemas son inevitables, pero se superan cuando hay virtud. Conviene repetirlo: el secreto de Ulises —y de toda la civilización occidental— es la virtud: un tipo de conducta trenzada con cuatro fibras fundamentales: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.

Tres siglos después de Homero, los sofistas contrastarán las leyes y costumbres helénicas con las extranjeras. Esa comparación pondrá de manifiesto que lo tenido por verdadero e indiscutible puede carecer de valor en otras culturas. Surge así la crítica del conocimiento y de la religión, de las formas de gobierno y de las instituciones, dentro de una amplia discusión sobre el carácter relativo de la verdad y del bien.

Frente al escepticismo de los sofistas, su contemporáneo Sócrates afirmará la posibilidad de conocimientos sólidos. Si la vida humana no es convulsión irracional, si vivir es superar el mero impulso biológico, esto es gracias a verdades morales, teóricas y prácticas al mismo tiempo.

No hago otra cosa que ir por todos lados y persuadir a jóvenes y viejos de que lo primero no es el cuidado del cuerpo ni el acumular riquezas, sino el cuidado y mejoramiento del alma por la virtud.

Platón, el gran continuador de la herencia intelectual socrática, dibujará las líneas maestras de conducta en el mito del carro alado. En esa inolvidable alegoría del alma humana, la nobleza y el esfuerzo están simbolizadas en el caballo blanco; el corcel negro representa la pasión irracional; y el auriga es la razón que controla y acompasa las dos fuerzas antagónicas.

El impulso pasional (caballo negro) necesita la moderación inteligente (templanza), y es el auriga quien debe atemperar su fogosidad. El gusto por el bien (caballo blanco), se debe reforzar con la fortaleza de ánimo. La parte racional (el auriga) ha de poseer inteligencia práctica (prudencia). Hay una cuarta virtud, la más importante, que surge al integrar las tres anteriores y expresa la armonía perfecta del alma: la justicia.

Toda la ética clásica es una propuesta sobre virtudes, y todas las virtudes se pueden reducir a las cuatro platónicas, denominadas más tarde cardinales porque sobre ellas gira la vida moral. Sócrates las había recogido de la tradición homérica. Platón las discutió en sus diálogos. Y Aristóteles las analizó a fondo en una obra cumbre y definitiva: Ética a Nicómaco.

La vitalidad de esas formas de resistencia y excelencia permitió la supervivencia de Occidente a través de los siglos. Hoy, cuando los nuevos bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras, sino que llevan gobernándonos desde hace tiempo, nuestra esperanza es la misma: que la gran tradición ética pueda sostener comunidades sanas en medio de las nuevas edades oscuras.

El ser humano solo puede vivir y desarrollarse conviviendo con sus semejantes. Pero su naturaleza es social y egoísta al mismo tiempo. Por su “insociable sociabilidad”, además de las leyes necesita la política: gestión pacífica de los conflictos, de las alianzas y de las relaciones de fuerza. Por eso los helenos supeditan la razón ética a la razón política. Lo que hoy entendemos por política nació en la polis griega cuando todos los hombres libres tuvieron la oportunidad de intervenir activamente en la vida común.

Grecia nos enseñó el inestimable arte de vivir juntos en una misma ciudad y en un mismo Estado, con gentes que uno no ha elegido, que en muchos casos pueden ser nuestros rivales. ¿Cómo lo lograron? A base de compromisos, de acuerdos para zanjar los desacuerdos, de enfrentamientos regulados por leyes, de lucha por el poder y, sobre todo, con la aceptación de una autoridad común.

En la República, Platón explica que la polis ideal debe construirse a imagen del hombre. Ello significa que a cada una de las tres partes del alma corresponderá una clase de ciudadanos: obreros y agricultores, soldados y gobernantes. Al margen de los elementos utópicos de esta famosa obra, hay que reconocer que su idea orgánica de la sociedad, integrada por clases con sus respectivas funciones propias, inspirará la organización estamental de la Europa medieval y moderna.

En la filosofía aristotélica, las ciencias prácticas estudian al hombre como individuo (Ética) y al hombre como ciudadano (Política), y la ética se subordina a la política siguiendo la tradición platónica y helénica, que situaba la polis por encima de la familia y del individuo. El ciudadano se realiza plenamente cuando su vida es útil para sus conciudadanos, para la prosperidad de la sociedad en la que vive. A su vez, la polis alcanza su plenitud cuando educa a todos sus ciudadanos por medio de leyes, usos y costumbres.

¿Cuál es la mejor forma de gobierno? Aristóteles afirma, con realismo, que esa cuestión depende de cada polis. La monarquía será la mejor siempre que exista en la ciudad un hombre excepcional; pero también lo será la aristocracia si se cuenta con un grupo de hombres excelentes. Como estas condiciones no son frecuentes, lo mejor suele ser un régimen mixto: democrático en las instituciones inferiores, aristocrático en la minoría rectora, monárquico en el poder supremo.

Lo que parece claro es que, sin un poder legítimo no hay política, sino violencia del más fuerte. Por eso queremos un poder que garantice la convivencia pacífica, y para eso le obedecemos libremente. En realidad, hacemos política para ser libres, para proteger nuestras libertades fundamentales. Grecia también nos enseña que la política no es una actividad secundaria y despreciable. Por el contrario, ocuparse de la vida común, de los destinos de una comunidad humana, es una tarea esencial de la que nadie debe desentenderse. Y no participar en la política, cada uno en la medida de sus posibilidades, puede ser una irresponsabilidad.

Es imposible la participación directa de una mayoría de ciudadanos, pero es perfectamente posible la participación indirecta y efectiva que se consigue colaborando en instituciones económicas, artísticas, culturales, deportivas, benéficas, asistenciales… De esa forma se favorece lo que debe ser toda sociedad: un ámbito pacífico de colaboración común; un conjunto de personas que, lejos de ser títeres del Estado, son capaces de organizarse con inteligencia y libertad. Justamente así nació la democracia.

2. La razón científica y filosófica

El primer nivel o escalón del conocimiento humano es sensible y espontáneo: vemos, oímos, olemos, palpamos, saboreamos. En ese nivel afirmamos la presencia del mundo que nos rodea. El segundo nivel del conocimiento ya no es constatar, sino explicar las cosas y sucesos que tenemos delante, preguntar por su sentido y su razón de ser. Desde antiguo, el ser humano ha buscado esa explicación en la magia, la mitología, la tradición, la autoridad, la religión… Los griegos serán los primeros en preguntar a la razón. La explicación racional apela a las causas de las cosas. Aristóteles dirá que solo conocemos realmente cuando identificamos las causas principales: eficiente y final, material y formal.

Cuando los griegos se preguntan por las causas alumbran al mismo tiempo la filosofía y las ciencias. Ambas formas de abordar el conocimiento de la realidad son respuestas racionales, que derriban los pedestales de la imaginación mítica, las dudosas revelaciones religiosas, la autoridad y los sentimientos.

El conocimiento por causas se convierte en científico cuando consigue explicar —para todo tiempo y lugar— la repetición de un mismo fenómeno: ya sean las mareas o el movimiento del Sol, la alternancia del día y la noche, una enfermedad, la germinación de las semillas, la respiración de los seres vivos…

La ciencia —conjunto sistemático de conocimientos por causas— pertenece a la esencia de Occidente, es uno de sus rasgos más marcados y diferenciadores, sin equivalente en otras civilizaciones. No solo ha nacido en Europa en su forma moderna, sino que sus raíces son un elemento revolucionario de la Grecia clásica.

Egipcios y babilonios, aztecas, mayas y chinos, poseían por la misma época un vasto muestrario de conocimientos astronómicos y matemáticos, lo que les permitió construir calendarios muy precisos. También sumaron conocimientos de biología, botánica, zoología y medicina. Pero se trataba de una inconexa acumulación de conocimientos particulares, aplicados a la solución de problemas prácticos de diverso tipo en la agricultura, la ganadería y la salud humana.

Eran conocimientos verdaderos, pero no científicos. Porque la ciencia, tal y como la entendemos hoy, es el descubrimiento de leyes y principios universales, que permiten al conocimiento ir mucho más allá de lo particular y constatable. Esas leyes, junto al método demostrativo para establecerlas, separan el saber precientífico del científico. Se trata —ya lo hemos dicho— de una novedad histórica revolucionaria con enormes consecuencias, que comienza en la Grecia clásica y marca toda la historia de la civilización occidental, como veremos en el capítulo VII.

Para los griegos, un saber auténtico es el que se funda sobre principios evidentes y universales, de los que se deducen, con razonamientos correctos, conclusiones verdaderas. Se trata del método axiomático porque parte de principios que llamamos axiomas o postulados. Gracias a esa metodología, la ciencia aparece dotada de universalidad, necesidad y certeza.

Método significa camino. Es el conjunto de estrategias intelectuales que necesitan las ciencias y la filosofía para abrirse paso en la complejidad de lo real. Lo inauguraron los presocráticos y lo formuló Aristóteles. Sus pasos principales son el análisis y la síntesis, la inducción y la deducción, la definición, la división y la clasificación.

Ciencia y filosofía son, como dijo Aristóteles, conocimientos ciertos por causas: Poseemos la ciencia de un objeto cuando creemos conocer la causa en virtud de la cual el objeto es. Pero las causas de las cosas siempre son múltiples.

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material

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formal

Letras en un texto o agente redactado por un escritor → causa

eficiente

Texto escrito para ser publicado, vendido y leído → causa

final

Las causas material y formal son intrínsecas al objeto que estudiamos: las descubrimos en él. Por el contrario, las causas eficiente y final son extrínsecas, pues se dan en el agente, en quien planea y lleva a cabo la acción. Todos los seres del Universo presentan una materia y una forma determinadas, asequibles al estudio científico. En cambio, el carácter extrínseco de las causas finales y eficientes puede situar su estudio fuera del ámbito de la ciencia: ¿Quién ha diseñado el Universo? ¿Por qué?

Newton alude a ese tipo de interrogantes cuando se pregunta si el ojo ha podido ser diseñado sin grandes conocimientos de óptica; y cómo es posible que la naturaleza no haga nada sin sentido; y cuál es la causa del orden y la belleza que vemos en el mundo; y por qué los cuerpos de los animales están configurados con tanto arte y coordinación entre sus partes. Tales preguntas no son científicas, pero son legítimas, casi obligadas, y justifican plenamente otro tipo de indagación: la filosófica.

La indagación científica intentó, desde el principio, entender el mundo material. Pero en ese mundo hay aspectos que no son materiales, que no se pueden expresar matemáticamente, y tan reales como la libertad, los derechos humanos, los deberes, la inteligencia, el amor, el sentido de la vida… Ello explica que, también desde los orígenes, ciencia y filosofía han sido tareas desempeñadas en muchos casos por las mismas personas: bastaría con pensar en Tales y Pitágoras, en Aristóteles y Alberto Magno, en Descartes y Leibniz, en Newton y Pascal…

El significado etimológico de filosofía es amor a la sabiduría. La sabiduría es un conocimiento que, más allá de los números y las demostraciones científicas, apunta al arte de vivir. Filosofamos porque queremos una vida más equilibrada, más lúcida, más libre, más… humana. Por eso la filosofía es útil a cualquier edad. Nunca es demasiado tarde ni demasiado pronto para filosofar, decía Epicuro, pues nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para ser feliz.

Desde Sócrates y Platón entendemos la filosofía como sabiduría, como una reflexión sobre la conducta humana orientada a resolver algunos problemas fundamentales:

—Cómo llevar las riendas de la propia vida superando nuestra constitutiva animalidad.

—Cómo integrar los intereses individuales en un proyecto común que haga posible la convivencia social.

—Cómo alcanzar la felicidad. Una felicidad que estoicos y epicúreos concebirán más tarde como tranquilidad de espíritu, y que dará origen a la célebre expresión tomarse las cosas con filosofía.

En una de sus Epístolas a Lucilio, Séneca escribe:

La filosofía configura y modela el espíritu, ordena la vida, rige las acciones, muestra lo que se debe hacer y lo que se debe omitir, se sienta en el timón y a través de los peligros dirige el rumbo de los que vacilan.

Si la dimensión práctica de la ciencia es la técnica, la dimensión práctica de la filosofía es la configuración de la conducta individual y social. Para eso no se requiere que todos seamos expertos en filosofía, pero debemos reconocer que el grado de libertad social que poseemos o de justicia que nos ampara, el acuerdo común sobre los valores que todos respetamos, o el régimen político en el que vivimos, son cuestiones que solo han podido ser resueltas tras siglos de reflexión filosófica. Ese papel configurador hace de la filosofía algo imprescindible, y fue lo que movió a Platón a cultivarla y proponerla con convencimiento:

Solo su luz puede mostrar dónde está la justicia en la vida pública y en la privada, y estoy convencido de que no acabarán las desgracias humanas hasta que filósofos de verdad ocupen los cargos públicos, o hasta que —por una especial gracia divina— los políticos se conviertan en auténticos filósofos.

3. La razón estética y literaria

De la belleza dijo Stendhal que es una promesa de felicidad. Quizá por eso el ser humano siente que está hecho para ella. No solo para el alimento, el trabajo, el descanso, el conocimiento o el lenguaje. También y muy principalmente para la belleza. Esa debe ser la razón de que nunca nos cansemos de admirar la primavera y el otoño, ni de contemplar la Vista de Delft o la Piedad de Miguel Ángel, ni de escuchar La flauta mágica o a Paul MacCartney cantando Hey, Jude. Su llamada no es una urgencia fisiológica, no tiene valor biológico de superviviencia, pero nos resulta inequívoca y constante, estrechamente relacionada con la aspiración humana a la plenitud.

Sentir, pensar y plasmar la belleza —eso es la experiencia estética— tiene un alto valor antropológico, pues nos enseña y nos hace mejores. Platón decía que el alma humana, a través del amor a la belleza, se eleva desde sus carencias e imperfecciones hasta la plenitud de la verdad y del bien: por eso la belleza y el amor serán los objetos primeros del filosofar.

Sócrates no dudaba en llamar hermosa a la conducta buena. Así, de la unión de hermoso y bueno (kalon y agathon) surge en Grecia kalokagathía, el sustantivo que identifica lo bello y lo bueno para definir el ideal de conducta, la excelencia humana. Si el placer sigue a los deseos básicos de comida, bebida, cobijo, comodidad o amor, la bondad de una conducta no cumple ninguna de esas funciones, pero se nos impone racionalmente: no tenemos más remedio que aceptar que la vida humana resulta más digna cuando cualquiera de nosotros hace lo que es debido y trata a los demás como personas, no como instrumentos manipulables.

El término estética lo empleó por primera vez Baumgarten, en el siglo xviii, con el significado de teoría de la sensibilidad, conforme a su etimología griega (aisthesis, sensación). Sin haber llevado ese nombre, la estética existe desde la antigüedad como una reflexión sobre el arte y la belleza, mezclada con la reflexión filosófica y moral, la historia del arte y la crítica literaria. Su estudio se aborda desde diferentes ángulos justamente porque la belleza presenta varias caras. De hecho, se predica de forma análoga de lo natural (un paisaje), de lo artificial (un palacio), del cuerpo humano (una actriz) y de ciertas acciones humanas (son hermosos el perdón, la compasión y otros gestos parecidos).

La llamada de la belleza no parece responder a ninguna necesidad concreta. Los hombres primitivos hicieron cuencos de arcilla cocida para aplacar con más facilidad su hambre y su sed, y también para conservar y trasladar mejor la comida y la bebida. Lo que no sabemos es por qué adornaron sus vasijas con una cenefa de figuras geométricas. Esa decoración no sirve para nada, no cumple ninguna finalidad biológica, y por eso mismo revela que los hombres no solo buscan satisfacer sus necesidades, sino lograr también que las cosas sean o parezcan hermosas. Una necesidad, como hemos dicho, que no parece tener nada de fisiológica, y sí de espiritual.

Un ámbito privilegiado de creación literaria y manifestación estética es el teatro. Existe porque el ser humano es un infatigable forjador de historias, que aprende y disfruta imitando lo que oye y lo que ve. Desde los albores de la humanidad, por transmisión oral, los mayores educaban y entretenían a los más jóvenes con historias menudas o grandiosas, que alumbraban el camino y enseñaban lo que se debe hacer o evitar.

Se trata del género literario más atípico, pues no cabe en un libro y necesita un escenario: se escribe para ser representado, es decir, visto y oído. Además, no imita la realidad por medio de un texto, sino real y físicamente por medio de actores de carne y hueso. Su intenso realismo, que proviene de su imitación (mímesis en griego y latín) hace que el espectador viva y sienta dentro de la escena, envuelto en una historia que le puede llevar desde la evasión a la catarsis. Con frecuencia, quien va al teatro a ver al hombre acaba viéndose a sí mismo. De esta manera, el teatro se convierte en un acto de responsabilidad social, como lo concibieron los griegos.

El teatro griego, sobre todo la tragedia, es una de las más altas contribuciones culturales de los helenos. Si nos preguntamos por su sabiduría, hemos de reconocer, con asombro, que pone al alcance del gran público la profundidad del pensamiento griego. Si nos preguntamos por su belleza, hemos de responder que está asociada a la tensión en la que viven unos protagonistas enfrentados a situaciones límite. Además, y en gran medida, la grandeza y el valor de la tragedia griega radican precisamente en la facilidad con la que universaliza sus asuntos.

Si en la exhibición circense o deportiva admiramos las posibilidades extraordinarias del cuerpo humano, su evolución en los límites de la velocidad y de la fuerza, con agilidad y coordinación inverosímiles, en la tragedia griega admiramos las posibilidades de la libertad humana en situaciones donde lo que está en juego es la propia vida. Así, la oposición entre el rey Creonte y Antígona refleja esa otra oposición, tan frecuente, entre leyes humanas y leyes divinas, entre la ley y lo que hoy llamaríamos objeción de conciencia. Cuando Creonte pregunta a Antígona por qué ha desobedecido la orden de no sepultar y rendir honras fúnebres a su hermano, escucha esta respuesta:

No fue Zeus quien dio esa orden (…). Y no creo que tus decretos tengan tanta fuerza que obliguen a transgredir las leyes no escritas e inmutables de los dioses, siendo tú mortal. Esas leyes no son de hoy o de ayer, pues siempre han tenido vigencia y nadie sabe cuándo aparecieron. Además, por temor a lo que piense un simple hombre no iba yo a sufrir el castigo divino por su incumplimiento.

Aristóteles afirma en su Poética que la tragedia es la imitación (mímesis) de una acción humana completa, digna, noble y grandiosa. Debe inspirar en el público terror ante las desgracias ineludibles del Destino y compasión por el sufrimiento de nuestros semejantes. Esos sentimientos logran la verdadera finalidad de la tragedia: la catarsis o purificación del espectador.

Tal purificación puede entenderse como descarga de tensión interior, semejante a la que muchos consiguen haciendo deporte o animando a su equipo en un estadio, y también riendo o llorando ante la gran pantalla. Pero la catarsis produce otro efecto mucho más importante: pone en su sitio los sentimientos fundamentales. Para entender este efecto es preciso reconocer que las emociones y las pasiones están con frecuencia “revueltas”, de modo que los sentimientos que deberían expresar la armonía de la persona con su entorno resultan en realidad un factor de desorden. Así, por una peligrosa inadecuación entre los sentimientos y la realidad, lo bueno puede parecer malo, lo malo bueno, y podemos conmovernos por una trivialidad mientras permanecemos indiferentes ante algo realmente grave: ¡El fin del mundo y yo con estos pelos!

Los griegos sabían que la educación, además de amueblar la cabeza con conceptos y fortalecer la voluntad con virtudes, ha de llegar hasta los sentimientos para configurarlos correctamente. Si el conocimiento requería lecciones y discursos, la sensibilidad necesitaba la tragedia: una historia densa, capaz de inducir las emociones que realmente corresponden a lo que representa. La tragedia presenta lo vil y lo heroico como vil y como heroico, y lo hace de tal manera que provoca las reacciones emotivas correspondientes: lo vil resulta despreciable y lo heroico resulta atractivo, sin ambigüedad ni confusión.

Hoy, el cine de calidad puede conseguir esos mismos efectos, pues también es un medio privilegiado para representar historias profundamente humanas, que nos permiten experimentar la catarsis gracias, por ejemplo:

A la categoría de los universitarios que protagonizan

Carros de fuego.

A la conciencia de

Un hombre para la eternidad

y

Sophie Scholl.

Al sentido del dolor y de la muerte en

Katyn

y

Tierras de penumbra.

A la figura paterna de

Matar un ruiseñor.

Al amor de

Cyrano,

la fortaleza de

Gandhi

y la pasión de

Amadeus.

A los 110 minutos de

Amor bajo el espino blanco.

A las leyes y la justicia de

Vencedores o vencidos.

A la zozobra constante de

¡Corre, Lola, corre!

A la amistad en

¡Viven!

y en

La fortuna de vivir.

Al magnífico final de

Los gritos del silencio.

A Chaplin y la vendedora de claveles en

Luces de la ciudad.

Bibliografía

Platón,Apología de Sócrates, Critón, Carta VII

Se ha dicho que Europa nació en la cárcel donde Sócrates bebió la cicuta por respeto a las leyes y a su conciencia. Y que la historia de la filosofía es un conjunto a notas a pie de página en las obras de Platón. En la edición de Austral, la Apología de Sócrates va seguida por Critón y la Carta VII,tres de las obras más breves y asequibles de Platón. Su lectura nos brinda los retratos cabales del incomparable maestro y de su gran discípulo.

Sófocles, Antígona

Estrenada en 442 a. C., es una obra de teatro tres veces grande: por su incomparable calidad literaria, la hondura de sus temas y el destino trágico de sus protagonistas. El choque de Creonte con su sobrina Antígona y su hijo Hemón plantea y desarrolla magistralmente la legitimidad de la autoridad política, la obligatoriedad de las leyes, la objeción de conciencia, la rigidez imprudente, la flexibilidad razonable…

Philippe Nemo, ¿Qué es Occidente?

Ensayo breve, ameno y enriquecedor, que se lee con permanente interés. Philippe Nemo, filósofo e historiador francés, especialista en historia de las ideas políticas, entiende Occidente como una larga construcción histórica con cinco aportaciones esenciales: La polis griega, el derecho romano, la revolución religiosa de la Biblia, las iniciativas papales entre los siglos xi y xiii, y las revoluciones liberales.

II.EL ORDEN ROMANO

A la herencia netamente intelectual de Grecia se suma un segundo elemento configurador de Occidente: la unidad política y jurídica de Roma. Esa unificación se logró gracias a una lengua común, una educación homogénea, una paz asegurada por las legiones, un eficaz sistema de comunicaciones (las calzadas), y un portentoso Derecho.

Para regir la urbe y las provincias Roma contó siempre con una élite de senadores. Para impartir justicia tuvo pretores y sabios jurisconsultos. Ambas instituciones necesitaban sedes adecuadas y un modo de vida —ordenado y estable— que solo proporciona la ciudad. La inmensa labor civilizadora de Roma pasó por sembrar de ciudades Europa.

Cada ciudad era el centro político y religioso de un territorio rural, con un gobierno de terratenientes. Solía tener el terrateniente un domicilio urbano y una hacienda rural trabajada por esclavos y colonos. Este modelo desarrolló la vida urbana e incrementó la prosperidad, aunque llevaba en su seno el régimen de la decadencia, pues también era un enorme sistema de injusta explotación.

Extendido por tres Continentes alrededor del Mediterráneo, el Imperio romano fue una patria común, algo que no lograron ni Grecia ni Alejandro. Bajo los césares ya no había ciudadanos de Córdoba o de Nápoles, de Marsella o de Alejandría, sino ciudadanos romanos. Todos beneficiados por las mismas leyes, claras y firmes.

4. Un Derecho para todos

Aquilatado en la seriedad moral del estoicismo y del cristianismo, el Derecho es la creación cultural romana por excelencia, más definitivo que el más sólido de sus monumentos. Aunque hoy nos sorprenda, constaba de pocas leyes, las imprescindibles para encauzar una enorme diversidad de usos y costumbres. Antes de aplicarlas, los jueces pedían la opinión de los jurisconsultos, selectísimo cuerpo integrado por varones sabios y prudentes.

La magnitud de la República y del Imperio hizo casi verdadera la expresión hiperbólica urbi et orbi, pues cuando Roma legislaba lo hacía para la urbe y el mundo. Pero las conquistas habían convertido la ciudad del Lacio en un inmenso Estado multiétnico, donde su derecho particular resultaba extraño e incomprensible a los extranjeros, que perdían indefectiblemente cualquier litigio con los romanos. Para ellos se creará la figura del pretor peregrinus