Brines. La vida secreta de los versos - Luis Antonio de Villena - E-Book

Brines. La vida secreta de los versos E-Book

Luis Antonio de Villena

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Beschreibung

Francisco Brines es sin duda uno de los grandes poetas contemporáneos y su influencia sobre las siguientes generaciones poéticas españolas ha sido notable. Tan notable como silenciosa, pues quiso mantenerse, en lo posible, fuera de todo foco mediático. Dueño de una obra muy personal y exigente pero relativamente breve, hombre cordial, extraordinario y generoso lector de poesía, Francisco Brines contó siempre, a lo largo de su dilatada y  discreta vida con una gran cantidad de amigos poetas. Luis Antonio de Villena, poeta y escritor, que figura entre lo más destacado de la llamada generación «novísima», fue desde los primeros años setenta uno de los mejores, de los más cercanos amigos del poeta valenciano y puede afirmarse, sin exageración alguna, que nadie todavía vivo le ha conocido mejor que él. Brines. La vida secreta de los versos no es exactamente una biografía canónica, sino una vívida crónica, plena de nocturnidad y literatura, de las vivencias compartidas de dos poetas en el Madrid de los años setenta y ochenta. No es tampoco un libro escandaloso, sino tan sincero como libre, que cumple, con exactitud y algo de melancolía, lo que promete: ser la historia de una amistad. A.L. Libro único sobre la literaria intimidad de Brines. Poeta carnal, metafísico y con una vida tan libre como su poesía. Un gran poeta, un gran vividor. Brines: íntimo, literario, secreto. Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951). Licenciado en Filología Románica. Realizó estudios de lenguas clásicas y orientales, pero se dedicó nada más concluir la Universidad, a la literatura y al periodismo gráfico y después al radiofónico. Además ha dirigido cursos de humanidades en universidades de verano y ha sido profesor invitado y conferenciante en distintas universidades nacionales y extranjeras. Publicó, aún con 19 años, su primer libro de poemas, Sublime Solarium. Su obra creativa –en verso o prosa– ha sido traducida, individualmente o en antologías, a muchas lenguas, entre ellas, alemán, japonés, italiano, francés, inglés, portugués o húngaro. Ha recibido el Premio Nacional de la Crítica (1981) –poesía– el Premio Azorín de novela (1995), el Premio Internacional Ciudad de Melilla de poesía (1997), el Premio Sonrisa Vertical de narrativa erótica (1999) y el Premio Internacional de poesía Generación del 27 (2004). En octubre de 2007 recibió el II Premio Internacional de Poesía Viaje del Parnaso. Desde noviembre de 2004 es Doctor Honoris Causa por la Universidad de Lille (Francia). Ha escrito y escribe artículos de opinión y crítica literaria en varios periódicos españoles desde 1973. Ha colaborado en numerosos programas televisivos y sobre todo radiofónicos. Actualmente colabora en El Mundo y en Radio Nacional de España. Ha hecho distintas traducciones, antologías de poesía joven, y ediciones críticas. A pesar de sus múltiples actividades, y de su gusto por la narrativa y el ensayo, cuando le preguntan, no duda en calificarse como, básicamente, poeta. Recientemente ha publicado el poemario Lujurias y apocalipsis (2022) y su poesía reunida en La belleza impura (2022). Además, Villena es noble. Javier Marías –actual monarca del Reino de Redonda– le otorgó en 1999 el título de Duke of Malmundo.

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Luis Antonio de Villena

Brines

la vida secreta de los versos

(Historia de una amistad)

Palabras preliminares deDavid Pujante

© Luis Antonio de Villena

© Palabras preliminares: David Pujante

© 2023. Editorial Renacimiento

www.editorialrenacimiento.com

polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)

tel.: (+34) 955998232 •[email protected]

Diseño de cubierta: Equipo RenacimientoFotografía de cubierta cedida por Sergio Arlandis

isbn ebook: 978-84-19791-06-1

PALABRAS PRELIMINARES

Nos encontramos ante un libro singular, yo diría que único en nuestra historia literaria. Es un libro en el que uno de los más importantes poetas de la generación conocida como Novísimos (dejo al margen toda posible crítica al término) nos ofrece las memorias, los testimonios, los recuerdos e impresiones de su largo trato amistoso con otro poeta igualmente importante, este de la Generación del 50: Francisco Brines. Como es propio de este tipo de textos autorreferenciales –que en el presente caso no es autobiografía ni memorias personales (algo que ya nos ha ofrecido Villena en tres volúmenes titulados El fin de los palacios de invierno, Dorados días de sol y noche y Las caídas de Alejandría) sino unos recuerdos de camaradería vital y amistad literaria durante muchos años de las vidas de ambos poetas–, lo que predomina no es la introversión o la reflexión personal, sino la extroversión: el mundo compartido con Brines, los acontecimientos, personajes y paisajes de una vida en común. Sin que falte la opinión del amigo sobre una amplia paleta de colores del sentir y del proceder de ese Francisco Brines que tan bien conoció y al que acompañó en su vivir durante tantos días –noches principalmente, me corregirá Villena.

No es habitual en España encontrarse con un libro de testimonios que no elude lo más secreto, lo más oscuro del vivir humano, común sin embargo a nuestra condición. Otros países tienen mayor tradición de desnudamiento personal que nosotros. Pienso en las Confesiones de Rousseau, en los grandes diarios de André Gide o Julien Green. Sin embargo en España, los testimonios sobre grandes personalidades han pecado siempre de excesivamente oficialistas. Se ha hecho de todo prócer de la patria (ya lo dice su definición: hombre ilustre que es respetado por sus cualidades) una estatua de mármol. Villena en este libro se atreve a dar la imagen más humana de Paco Brines (así lo llamábamos los amigos). Con sus perezas, descuidos, negligencias e incluso lo que se podría llamar la vida escandalosa, si se mira desde el lado burgués bien pensante.

No debería extrañar a nadie que Villena se atreva a dar esta imagen, que nadie ha dado, de Francisco Brines. A lo largo de su trayectoria como escritor, Villena no nos ha ocultado los lados más psicoanalíticos de su personalidad (lo que en otros casos suele quedar reducido al cuarto y al diván de la confesión moderna). Lo hace tanto en su poesía (recordemos Las herejías privadas), como en su prosa (ya en la temprana Ante el espejo) y especialmente en sus tres volúmenes de memorias o en su libro desgarrado Mamá. En esta constante de desnudamiento, no debemos olvidar que su libro Hymnica fue un atrevido poemario en el que explicitaba con total naturalidad, e incluso quizás ingenuidad pagana, las relaciones homosexuales en una España en la que todavía vivía Franco. Algo a lo que no se habían atrevido grandes poetas gais previos como Vicente Aleixandre, Pablo García Baena, Jaime Gil de Biedma o el propio Francisco Brines (todos del círculo amistoso del poeta). Ha sido constante esa necesidad de verdad, carnal y espiritual de Villena, de hacerla pública, en lucha contra un ocultamiento y un maquillaje de lo más humano, defectos o tachas incluso, que sin embargo hacen de carne y hueso a quienes se ha querido convertir en duro mármol para exhibición callejera.

Hay que decir que Francisco Brines temía tanta sinceridad en su amigo; la temía a causa de su carácter recatado, sello jamás perdido de su educación jesuítica. Brines era totalmente desinhibido entre amigos y hasta muy atrevido en las noches que tan bien describe Villena; pero a su vez se mostraba tremendamente discreto en su vivir diario, sin renunciar por ello a nada íntimo. Muchas veces me preguntó temeroso (en nuestros también largos años de amistad), cuando salía un nuevo libro de Villena en el que podría decirse algo de su intimidad y él todavía no había leído: «¿dice algo de mí Luis Antonio?». Lo recuerdo especialmente cuando salió el libro Los días de la noche. Quizás los temores de Brines y la actitud de Villena respecto a ellos se puedan resumir en estas iluminadoras palabras del libro actual:

Un año –2017– estuvimos mucho rato, en un rincón aparte del hotel, hablando de muchas cosas nuestras. De su libro, prácticamente terminado, de mi poesía, de la que siempre me decía que se sentía muy cercano, y del hecho (aludido antes alguna otra vez) de que yo estuviera escribiendo unas memorias, género que el excesivo pudor de Paco, siempre temía. Nunca me dijo que hubiera leído unas memorias, de quien fuesen. Me dijo: ¿Y hablarás de mí? Contesté: Paco, tú eres un amigo, un gran amigo, no podría no hablar de ti… Me miró como levemente preocupado. Yo sabía muy bien el porqué. Entonces sentí la obligación de aclararle: Paco, yo te menciono­ y hablo de ti (bien) cada vez que sale una circunstancia que te atañe o nos atañe, porque estabas allí, pero puedes estar muy tranquilo, esas intimidades que yo sé, descuídate, nunca se mencionan. […] Le dije más: para tu tranquilidad te puedo prometer –y lo estoy haciendo– que todo lo íntimo que sé de ti, mientras vivas, nunca lo voy a escribir y menos a publicar, nunca. (Y lo he cumplido). Sonrió cálido, al oírme, y me tomó una mano, apretándola ligeramente. Luego, sin dejar de sonreír, agregó: Eso quiere decir que cuando yo me muera, ¿sí lo contarás? Contesté la verdad: Es muy posible que sí, Paco. Pero es que, tras tu muerte, tú ya no serás el amigo íntimo y querido, serás un personaje público y muchas cosas de tu vida pueden explicar tus poemas y tu persona, que los ha fabricado. Nunca supe si le convencí o no, supongo que no. Pero me quedo con su silencio aquiescente, pues volvió a sonreír, volvió a estrecharme la mano, y sólo como cerrando el tema agregó (en presente): Me han dicho que siempre hablas bien de mí. Claro, Paco. Y le devolví aquel cálido apretón de las manos. En vida, la gestión de la intimidad era suya plenamente, o así debería ser. Muerto ya, no era sólo un gran amigo, sino un personaje de nuestra historia y cultura.

¿Qué sentido tiene para el lector de Brines este libro de Villena? La respuesta la podemos encontrar en la clara correlación que hay en su caso entre poesía y vida. Esta fue precisamente la tesis de un libro que escribí sobre Brines en los primeros años del 2000, y que el propio poeta leyó y al que dio su aquiescencia, pues fui a Elca a ofrecerle el manuscrito, lo leyó durante toda una larga noche (¡siempre fue un gran noctámbulo!) y al día siguiente me comentó que nadie había acertado tan plenamente en el análisis de todos sus poemas como lo hacía yo en aquel libro, que titulé Belleza mojada. La escritura poética de Francisco Brines. Allí hablo de la creación poética de Brines como búsqueda y construcción de una identidad a través de la escritura. De tal manera que la escritura que Brines hace tiene decisivas repercusiones en el hombre poeta que la configura, cambia al hombre poeta que la escribe, se hace en ella. La hace y se hace en una constante reflexión lírica. De tal manera, la identidad del hombre Brines se fue construyendo, cambiando, a lo largo de la consumación de su obra total de poeta. Este peculiar tipo de creador (al que sin duda pertenece Brines) resulta necesario distinguirlo de otros puramente esteticistas, o de todos aquellos para los que el texto es un pretexto, testimonial o panfletario (recordemos la poesía social, triunfadora en la época en que nace al público la generación de Brines); en suma y simplemente, todos aquellos poetas ajenos a la intención de la obra total como necesaria construcción reflexiva de sí mismos.

Brines era consciente de esta relación entre vida y poesía, y el propio Villena nos recuerda unas palabras prologales de Poemas a D. K. donde nos dice: «cuán semejantes nos parecen ambos procesos: el del poema y el de la vida.» Pero ahora hemos de añadir un elemento igualmente fundamental: el conflicto. La poesía de poetas como Brines nace de un conflicto. Cuando los poetas de la progenie de Francisco Brines escriben sus poemas, lo hacen por un problema humano manifiesto. La escritura necesaria surge siempre del conflicto con el entorno, del conflicto con uno mismo, en la confluencia y choque de ambos. Y como dice Steiner, la literatura se mueve en la extraterritorialidad, en la inquietud por lo distinto, por lo otro, por todo lo no integrado, fuera o dentro de nosotros mismos.

En este libro de Villena se nos muestra al Brines que vive, al margen, una sexualidad que no es posible integrar socialmente en la España franquista. Su conflicto es social, como le diría Gregorio Marañón cuando fue a verlo a su consulta por instigación materna (la anécdota la desvela Villena). Por tanto, él vive su inclinación erótica con una profunda inquietud y cautela. Sigue al pie de la letra el consejo de Marañón, durante toda su vida, incluso cuando ya no es necesario tanto recato. Aunque paralelamente vive con absoluta libertad su deseo de Belleza, su necesidad de carne. Recuerdo con qué entusiasmo me recitaba a veces aquel verso de Ausiàs March «la carn vol carn». Lo que Villena llama la lujuria de Brines, tomado de su propio decir. Pero no siempre vivió esa pulsión con total serenidad. Si vivió el poderoso impulso de la carne con un paganismo absoluto, la sombra de la enseñanza moral, católica, jesuítica, siguió manchando el gozo durante mucho, tiempo y ello se observa en la oscura melancolía de mucha de su poesía previa a El otoño de las rosas. La belleza del mundo estuvo mojada por la lluvia del pecado, por la mala conciencia durante bastantes años.

Brines vivía y volvía a la celda de los ejercicios espirituales de la poesía para dar rienda suelta a su sentir elegiaco. Muchos han hablado de la elegía en Brines sin dar con el punto exacto de su razón o sin querer decirlo, que a la postre viene a ser lo mismo. Villena, con su anecdotario sobre el poeta, no solo da una serie de anécdotas sobre Brines, esas anécdotas, unidas como puntos de un juego de entretenimiento, acaban dando una cabal imagen de un Brines desconocido, y, por la imbricación de vida y poesía en su caso, una necesaria explicación de aspectos difíciles de entender en su poesía sin estos datos. Sin duda la lectura de la obra de Brines se enriquece con este libro, y se entienden mejor ciertos rasgos de su vario estilo o de los tipos de escritura que va desarrollando, como el epigramismo ocasional de Aún no y la gozosa plenitud metafórica de los poemas eróticos de El otoño de las rosas.

Para mí, la escritura de un poeta que une vida y poesía (y plenamente en el caso de Brines) es el conjunto de huellas estéticas dejadas en el proceso de construcción de sí mismo. Los temas, los modos de escritura, los estilos están en directa relación con el proceso que va de la aceptación de las propias neurosis y debilidades, continúa con el despertar de la naturaleza escindida y lleva a la final aceptación de la misma, en el sentido junguiano de la individuación. Los jirones de carne y de ropajes que el hombre se deja en el paso por un mundo de rosas y espinas, son esos vestigios que podemos estudiar los críticos y teóricos de la literatura en el conjunto de huellas estéticas que constituyen los poemas. Unos rasgos literarios que no son pura materialidad, como pretendían los formalistas, sino pedazos de vida enredados en el zarzal de la palabra poética.

El recorrido de Francisco Brines (vida y obra) es claro. El hombre Brines que primero conocemos por su escritura (una escritura algo tardía, de lo anterior nada nos ofrece y era más ejercicio poético, como también nos desvela Villena en este libro), el joven maduro de Las brasas, ya parece haberse liberado de una serie de trabas morales y religiosas que había asimilado en su infancia y temprana juventud; pero su realidad psíquica es otra. A partir del conflicto que obliga a Brines a escribir, se inicia el desarrollo tenso del proceso. Así la evolución de su escritura consiste en un camino complejo de asunción ética (alternativa a la vieja moral), de creación de una metafísica conformadora de una armónica visión del mundo y, finalmente, la consecución también de la armonía entre el hombre Brines y el poeta: los dos yoes en pugna. La obra de Brines no sólo ofrece el testimonio de una liberación moral, de una sólida consolidación ética y de una visión del ser en una igualmente sólida construcción estética de carácter personal, sino que marca un ­camino de salida a la angustia moral en la que se encuentra toda una generación de españoles. En este sentido Brines es paradigma de esa poesía ética que caracteriza a su generación, la Generación del 50, frente a la poesía social. Una generación eminentemente ética, pero más inclinada al subjetivismo que la anterior.

Los valores que el hombre Brines había rechazado, habían reprimido sin superarlos, es decir, la moral de su educación infantil y juvenil, se contraponen a sus aspiraciones conscientes. La lucha entre ambas tendencias se manifiesta en los libros Las brasas, Materia narrativa inexacta y Palabras a la oscuridad especialmente. En esos libros se define la escritura como un ejercicio de borrado del goce. Es la escritura el lugar de la manifestación de lo sombrío. El propio Brines se muestra asombrado ante su imposibilidad de ofrecer en ella su imagen de hombre entregado a la vida. Pero el discurso poético va modificándose con el paso de los años e incluso va adquiriendo un distinto estilo. Pensemos en la sequedad manifiesta en Aún no y en Insistencias en Luzbel y el cambio hacia la imaginería de los místicos musulmanes en ciertos poemas de El otoño de las rosas.

La única forma posible de reconciliar los opuestos, nos dice Liliane Frey-Rohn, analista junguiana y una de las colaboradoras más cercanas de Carl Gustav Jung, consiste en trascenderlos. Esa trascendencia y paso a un nivel superior se da en El otoño de las rosas con total plenitud. Es el libro más sensorial, donde Brines nos descubre plenamente su opción vital, y desde el inicio nos dice, «puesto que nunca podrás dejar de ser el que eres, secreto y jubiloso, ama». Un programa de vida que por primera vez se desvela en la escritura. Una escritura ahora llena de metáforas sensoriales donde el cuerpo del amado se muestra, como en la tradición semítica, mediterránea, andalusí, el huerto del gozo. Dos poemas podrían servir de paradigma: «Huerto en Marrakesh» y «Erótica secreta de los iguales». Pero el mejor ejemplo para constatar esta evolución es sin duda «El más hermoso territorio». Con la mayor intensidad, en este poema largo, demorado, descubre Brines sin pudor, sin hostilidad, al hombre del gozo. Cuenta en él su más secreta delicia: ese soñado recorrido por el cuerpo del deseo; cuanto piensa y siente en el momento de recorrer el cuerpo desnudo, adolescente, que aún quisiera poseer, que tantas veces ha poseído. Nos encontramos ante uno de los recorridos más encendidamente eróticos de la poesía española moderna, donde la metáfora impide la pornografía, ofreciendo altísima lección de lírica. Pensaba Brines que la complejidad metafórica impedía el entendimiento al no avisado. Cuando se dio cuenta de que no era así (me lo comentó en más de una ocasión), decidió no volverlo a leer en público.

Como nos dice con total claridad Villena, este Paco del gozo (en la escritura) duró poco, porque los años y las dolencias, e igualmente los premios que le fueron viniendo y la oficialidad que lo fue revistiendo, sin que él hubiera perdido nunca el pudor y la educación jesuítica de su juventud, lo llevaron a una vida más restringida y a la vuelta a una escritura más reflexiva, ahora en los finales de su escritura. La última costa era eso, su nombre lo indicaba. Después, solo quedaba la muerte; y Brines dudó durante mucho tiempo de cuál podría ser el título del libro que a lo largo de varias décadas estuvo escribiendo con cuentagotas y nunca pudo cerrar como él hubiera querido, aunque lo diera finalmente por concluido con el acertado título de Donde muere la muerte. Efectivamente la presencia de la muerte como sombra que nos persigue acaba con el morir. Recuerdo que cuando leyó mi libro sobre él y allí se decía que La última costa había que leerla como cerrazón y balance del arco de su escritura toda, me preguntó si yo creía realmente que su escritura estaba culminada, y al contestarle que sí, que lo que viniera después serían matices a todo lo dicho, en ningún momento se sorprendió ni intentó rebatir la idea.

Creo que el libro ante el que estamos ahora corrobora todo lo que acabo de decir con el conocimiento de cercanía tan íntima que demuestra poseer Luis Antonio de Villena, tanto de la persona como de la obra de Francisco Brines. Sin duda ilumina aspectos que para muchos estaban borrosos, no diré en la vida, que al fin y al cabo solo interesa a los amigos, sino en la obra, que esa sí interesa a los lectores de Brines, presentes y sobre todo futuros. Para Villena hacer este libro, con el entusiasmo que siempre me ha mostrado al hablar de él, representa sin duda ofrecer un Brines vivo. Devolver al escritor una biografía, y a todos sus lectores, junto a la poesía de un gran poeta, un ser de carne y hueso que, porque lo fue, porque vivió intensamente, la escribió.

David Pujante

Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada

Valladolid, 27 de enero de 2022

«Como por estos sitios

tan sano aire no hay, pero no vengo

a curarme de nada» (…)

Claudio Rodríguez

«La vida de un hombre no explica plenamente su obra, pero en la obra de ese hombre siempre está, evidente o silenciosa, su vida toda».

Aníbal Turena

INICIO CON CAUTELA

Quizá debiera decir, en un comienzo no sé si contundente, que he sido no sólo muy amigo y admirador de Francisco Brines, sino su íntimo –en noches, casi siempre noches– consecutivas, en Madrid muchas, durante treinta años. Eso es un tiempo considerable, cuando la intimidad fluye recíproca y da para mucho. Y dio.

Más de una vez, y no siempre como algo trascendente sino natural, fluido, tal vez un tanto de pasada, cordial y cercano, Paco me dijo: «Yo soy muy lujurioso». Acaso algo después: «He sido muy lujurioso». Por eso la presencia del sexo en estas páginas debe tenerse como algo del todo natural en el protagonista. Sin grito. Poesía, sexo y belleza mueven el corazón del poeta, y desde luego el de Brines. Eso ha sido la vida de Paco y posiblemente –de otros modos no tan lejanos– la mía. A la vez (y en eso no debo compararme) Brines fue un hombre tremendamente discreto, sin renunciar a nada íntimo, y de una vida muy sencilla en lo material, austera y casi humilde, pese a tratarse de alguien, por causa de la fortuna de sus padres –gente de origen rural, pero con tierras y naranjos, al menos–, muy rico. Claramente Paco no sabe disfrutar del lujo, no le gusta. Pero poseía un lujo esencial que alguna vez –lo veremos– llegó a conturbarlo, por relación con sus amigos, y es que Brines nunca trabajó y jamás tuvo problemas económicos, lo que, pese a su obvia sencillez, permitió una vida de scholé, de ocio fértil, estupenda en principio para un creador. Pero a Paco jamás le gustó hablar de eso, hasta que, tras la muerte de su madre, resultó una evidencia. Como si al no nombrarlo, el llamemos privilegio, no existiera. Todo era natural. Quizás extremadamente discreto.

Dentro de la casi humildad con que vivía (aunque sin carencia ninguna) Paco fue un severo controlador de sus gastos, aunque pudiera haber sido algo dispendioso. Lo diré claramente: Brines –el defecto se le mitigó algo con el paso del tiempo– resultaba en algunos momentos tacaño –en lenguaje muy coloquial–, algo que alguno relacionaría, por extendido mal tópico, con el hecho de ser valenciano. Eso no importa. Pero recuerdo que casi la única vez, en tantos años, en que sentí que Paco no estaba en el nivel de nuestra amistad, la única vez que falló, tuvo que ver con esa escasa dadivosidad discreta, compensada, podría decirse, por la riqueza que tenía con cautela o por su poco aprecio del dinero que no le hacía falta. Es bien sabido que Paco Brines fue dos cursos, lector de español en Oxford. Era joven, fueron los años 1962 y 63. Paco trató sobre todo con hispanistas –siempre recordaba a Peter Russell– y por eso apenas necesitó saber inglés. En cualquier caso, esa lengua le fue ajena a nuestro poeta siempre. Muchos, largos años después –hacia 1978– estábamos una noche con un amigo o conocido común que enseñaba en la nombrada ciudad, a la que regresaba días después. Y Paco tuvo un gesto (en cierto modo íntimo) nada habitual. Le dijo al profesor si podía preguntar en tal Banco, no recuerdo cuál, si aún existía la cuenta del señor Francisco Brines. Nos comentó que era la cuenta donde recibía su sueldo universitario. Y entonces vino, por la necesidad de explicar, el gesto raro y que no se repetiría. Paco quería saber si tenía allí el dinero, si las cuentas no caducaban, porque durante aquellos dos cursos jamás utilizó el dinero que la Universidad le transfería. En teoría, todo debía estar allí. Y se justificó discretamente: Mi padre me enviaba dinero, y por eso no tuve necesidad del sueldo. Nada más. ¿Seguiría allí? Algo después supe que el profesor y entonces amigo más mío que de Brines (Vicente Molina) había preguntado, pero no le habían dado información ninguna, reservada en exclusiva para el interesado. Paco nunca volvió a Inglaterra, nunca, y seguro que jamás preguntó, por lo que aquella pregunta de quien no necesitó su sueldo, sigue en el aire, no sé si ya irresoluble… ¿Existe aún aquel intocado dinero?

Con los años y ya resueltamente en su vejez, retirado en Elca, Paco Brines cimentó una imagen ideal: Un gran poeta, sencillo, abierto, cordial, franco, amigo de sus amigos, homosexual, sí –pero podía no decirse–, y una suerte de persona perfecta dentro del, muy a menudo, revuelto mundo de las letras, con tantas trampas y deslealtades y gente de baja condición. Paco resulta y resuelve una imagen ejemplar, además nunca competitiva. ¿Intento decir que tal imagen no es del todo verdad? En absoluto, es plenamente real si atendemos al gran poeta de cara a todos. Paco es así. Pero esa es su imagen real pública, la imagen que Paco quiso ir dejando de sí mismo, verdadera sin duda, pero llena de otros matices callados que muy pocos pueden conocer, pues el Brines total se daba sólo a sus muy amigos, a quienes también habíamos compartido su vida privada y no sólo admirábamos al gran poeta siempre atento y cálido. Creo que ahora mismo sólo Abelardo Linares (poeta y editor, un tiempo muy amigo de Paco, pese a no ser gay) y yo mismo, conocemos la real intimidad brinesca. Algo prematuramente o por edad, dos de sus mejores amigos –desde 1952 o muy poco después– murieron ya, y ambos fueron también amigos míos: El crítico cubano, profesor en Nueva York, José Olivio Jiménez, y el poeta y teórico de la literatura Carlos Bousoño. Cuando yo conocí a Paco –muy primeros 70– Bousoño era su amigo inseparable, y José Olivio además –a quien me presentó el propio Paco– siempre que venía a Madrid, que era no pocas veces, pues tenía un apartamento junto a la plaza de Castilla. Ellos conocían todos los matices que voy a decir, y José Olivio muy especialmente, me ayudó a penetrar aspectos de Paco que yo no terminaba de cerrar. Paco fue absoluta y verdaderamente discreto, pero ello no era óbice, no podía serlo, para que su vida íntima fuera más fogosa y mucho menos convencional. Y siempre con el tema del amor como una suave incógnita. Del amor y del sexo…

Entiéndase pues que cuanto pueda decir aquí no nubla ni nada semejante –no se puede– la imagen serena y sencilla del poeta, pero complementa (y mucho) la plenitud del hombre y su muy personal poesía. Queda claro que esa mayor o plena intimidad con Paco se daba más plenamente –casi únicamente– con cercanos amigos que fueran gays o perfecta y probadamente cercanos a ello. Desde una vida muy otra, algo similar ocurría con Vicente Aleixandre, de quien Paco y yo también estuvimos cerca. Ambos lo quisimos.

He podido percibir (ultimando este libro, al contarlo o dejar algún capítulo a personas que conocieron mucho pero más convencionalmente a Paco) que el libro final no les iba a gustar. Incluso, ya lo tuve que oír hace mucho respecto al recién nombrado ­Aleixandre, al decir por primera vez que fue homosexual, que estaba yo «traicionando» a Paco. Que mostraba sus defectos. Que no había cariño. Todo es falso: Quise muchísimo a Paco y me supe correspondido, pero la imagen íntegra de Brines –que él mismo en gran medida celó– rompe el estereotipo un tanto idílico, no falso, pero sí muy parcial, de sus últimos años. Al punto que al concederle y recibir (ya muy mal) el premio Cervantes, ni una voz recordó su homosexualidad, que está en su poesía y que fue axial en el vivir de Paco. Entiendo que no es fácil mudar la imagen tranquila del alto poeta, por otra imagen de ese mismo alto poeta, pero plena de transgresiones a la pacata «corrección política». Se sigue prefiriendo la fría estatua de mármol blanco, al hombre espléndido de carne y hueso –como todo, con luces y sombras– que se encumbraba en su obra que también es y refleja su vida si los poemas se leen con cuidado. Ver al Brines pleno no gusta a quienes prefieren al Paco discreto y convencional. Ambos se ensamblan, pero hay que querer hacerlo, y no todos lo harán. Defectos de nuestra cultura al acercarse a la intimidad. Céleste Albaret (la sirvienta de Proust, escrupulosa y fiel) no podía creer y negaba todas las verídicas intimidades de su señor. ¿Invalida el pudor la obra, por ejemplo, de George D. Painter, entre otros? A lo mejor en España sí.

ACTO PRIMERO

APaco lo conocí a fines de 1971, al poco de haberse publicado Aún no. Pero entonces no hubo amistad, sólo saludos y breves conversaciones por mor de la literatura. Es muy fácil que fuera en la librería Visor, que ambos frecuentábamos. Yo no sabía nada de Francisco Brines en ese momento y lo primero que más que saber intuí, vino cuando despacio hojeé Aún no, recién aparecido. Yo había publicado, hacía pocos meses, mi primer libro de poemas Sublime Solarium, que sé que di a Paco, aunque sería ya en 1972. No me contestó entonces, pero sabría algo después que lo había leído. Al hojear Aún no, mi reacción distó de ser entusiasta. Yo era en el momento un «veneciano» muy convencido, esteta y cultista, y aquella poesía me parecía sencilla, sin adornos, sin cultura, digamos en exceso elemental, según mis parámetros de aquel momento. Pronto sabría que a Brines los «novísimos» (en toda su amplitud) le interesaban poco, por no decir muy poco. Pese a que tenía buena relación –diría que no exactamente amistad– con dos poetas valencianos de esa línea: Jaime Siles y, sobre todo, en ese tiempo y algo antes, Guillermo Carnero. De hecho, en Aún no, en la sección titulada «Composiciones de lugar» (notable poesía de epigramas, camino que el autor siguió poco) hay un poema titulado «Elección responsable», dedicado «A un joven poeta», que al inicio parodia un poco, y en son amigable, «Dibujo de la muerte» y que sin decirlo alude al proyecto matrimonial de Carnero: «Elijamos mujer, / ¿la princesa electora María Amelia, / destruyendo faisanes / desde la plataforma circular / del pabellón de caza rococó / de Malienburg? (…) de ser posible, muerta». Más allá del tono, que partiendo de Carnero va más lejos (el poeta, ya con su nombre, tiene otro poema dedicado en el libro), explicita, de modo indirecto, la lejanía de Brines con el orbe «novísimo». Lo percibí enseguida. Y así, aunque yo estaba poniéndome al día con la poesía española de postguerra, y debía leer libros que acaso no me entusiasmaran, temo que hubiera dejado sobre el expositor de la librería Aún no si casi en el último momento, un título y un poema –sentí la resonancia gay, indudablemente– no hubieran acaparado mi atención: «Entre las olas canas el oro adolescente». Y algo después, en la evocación del verano griego, «mira, ciego lector, / su cuerpo entre las aguas…» Compré el libro y me fue gustando más. Sí, por el oro de un cuerpo joven y el oro de la vieja Grecia. Cuando, años después, le conté a Paco cómo fue mi primer acercamiento a él, le gustó, le divirtió y me hizo contarlo a algunas personas, varias veces. Le halagaba y algo le divertía. Pero con Brines en persona todo era aún superficial. Encuentros cordiales y fortuitos, conversaciones breves de poesía, y sonrisas de cordialidad. Poco más, aunque fuera en crecida.

Fue mi relativamente corta pero muy intensa amistad con Gustavo Pérez de Ayala, nieto del novelista asturiano, y persona culta, gay y noctámbulo, quien, de modo natural, me hizo ver el lado de Brines que no conocía en nuestros dos años, al menos, de encuentros básicamente librescos. Yo sabía que Brines era homosexual, en el mundo literario se conocía, pero él era o parecía muy discreto, y yo –en 1973– tampoco vivía a pecho descubierto. Cuando empecé a salir cada noche con Gustavo –la costumbre nocherniega duró bastantes años en mí– el mundo gay de Madrid era pequeño, y de algún modo libre, aunque vigilado. Hablo ya de febrero de 1974. En esos vagabundeos nocturnos, que recuerdo como un sol negro no melancólico, y especialmente en los drugstores de Velázquez y de Fuencarral (ambos desaparecidos hace no poco) o en un bar muy cerrado y claro, como el llamado Larra por estar en esa calle, nos encontramos muchas veces a Paco. Nunca en discotecas, pues como sabría bien después, Brines apenas pisó ninguna discoteca por desagradarle el ruido, y eso que era menos estruendoso que en los últimos años. Los encuentros con el poeta tampoco eran muy largos, pero afloraba una mirada distinta: Brines era sin duda un consumado paseante de la noche (lo era) buscando diversión y chicos, como nosotros. Y posiblemente, pero de eso curiosamente me percaté más tarde, debía de ser un hombre ocioso, pues podía quedarse hasta muy tarde. También lo éramos Gustavo y yo. Por lo demás, de aquellos apuntes conversacionales –muy directos y claros, estábamos en la misma nave– se deducía que a Paco le gustaban los chicos jóvenes. Alguna vez comentamos de algunos que veíamos. No es que Brines hiciera ostentación de ello, es que, en ese mundo, de algún modo tan íntimo, todo eso sonaba plenamente natural. Nadie buscaría al pregonero. En el medio intelectual algo frívolo del pub Oliver, también vi alguna vez a Brines con Bousoño, muy amigos según apunté. Carlos no podía trasnochar ­siempre, pues era profesor en universidades yanquis en Madrid, pero en aquellas noches de Oliver siempre se veía al muy bisexual Bousoño contento, ingenioso y feliz. Lo traté antes que a Paco, me resultaba encantador y lógico y tuve dedicado su reciente libro de poemas (y uno de los mejores suyos) Las monedas contra la losa. Bousoño parecía más prontamente abierto que Paco, y era un conversador juicioso y excelente.

En ese primaveral 1974 –iniciador de tantas cosas para quien escribe– apareció, con largo estudio prologal de Carlos, la primera recopilación de la obra poética de Brines, bajo el título que siempre ha conservado luego de Ensayo de una despedida. Aunque Paco no era nada atento a las modas –lo que le honra– en ese título algo se deja ver, al aplicar teoría a la creación, el gusto telqueliano y metapoético: «ensayo» es «intento» pero también «estudio», «reflexión sobre un tema». José Luis Cano, amigo reciente y alma de la, entonces, muy vital revista Ínsula, hizo que Plaza & Janés me enviara un ejemplar de ese tomo y me pidió una crítica, no breve, del mismo. Yo estaba interesado en Brines porque ya sabía quién era (de noche) y porque mis gustos poéticos, recién concluido El viaje a Bizancio y comenzando Hymnica, habían evolucionado bastante desde el «venecianismo», lo que me tornaba más próximo al quehacer del propio Brines. Leí –y en parte releí– toda su obra hasta el momento y si hubo un libro que yo podía decir preferido, ese fue Palabras a la oscuridad de 1966. (El mismo año que Moralidades de Jaime Gil de Biedma). Leí con cuidado y escribí mi artículo buscando precisión. La admiración era clara. Cuando lo tuve –creo que por octubre– no quise dárselo a Cano sin que lo leyera el mismo Brines. Pocas veces he buscado la aquiescencia personal de quienes eran sujetos de mi escrito y ello por mi natural ser, no por arrogancia ninguna, así es que, si entonces busqué la afirmación de Paco, no fue tanto por su venia, de la que me sentía relativamente seguro, cuanto por buscar un mayor acercamiento con él. Allá por junio, en uno de los encuentros fortuitos de la noche, le había dicho a Paco, así como de pasada, que me gustaría hablar una tarde más calmo con él. Me dio entonces su teléfono (el bolígrafo lo aportó Gustavo) y me dijo que lo llamara a principios de octubre. Como faltaban unos meses, me aclaró: Paso siempre el verano fuera de Madrid, en Valencia, sobre todo, y a principios de octubre, más o menos, regreso. Era verdad y con el tiempo podría precisarlo más. El poeta se iba de Madrid –conduciendo su coche– sobre el 15 de julio o algo antes. Iba siempre a los toros en la Feria de Julio en Valencia, y algo después llegaba a Oliva (su pueblo natal) y pasaba unos días en la casa familiar que llamaba «de la playa», haciendo vida veraniega. A principios de agosto llegaban las vacaciones propiamente dichas, que por entonces y durante no pocos años transcurrían en Ibiza, en la casa junto al mar («Las Mayoas») que un tío suyo rico que vivía en México le prestaba un mes cada verano a Carlos Bousoño, quien siempre la compartía con amigos y entre ellos, obviamente, Paco. Tras el, más o menos, mes ibicenco –Paco en esos tiempos no viajó el extranjero, no parecía necesitarlo– retornaba a Valencia y a otra casa familiar de verano, arriba de Oliva, en el término de Elca. Aquella era la casa que prefería (entre palmeras y naranjos) y donde trascurría, en septiembre, su mes más íntimo, solitario y fecundo del año, cuando más leía y escribía, aunque no faltara –Paco de algún modo lo necesitaba– el sexo campestre. Hacer el amor en el campo, bajo la luna. Ese sexo en el campo, en el suelo y bajo la luna, me lo evocaría más de una vez luego.

Según él mismo decía, cuando el otoño comenzaba a acortar los días y el sol iniciaba su amarilleo, sabía que debía volver a la ciudad, a su apartamento amplio y no muy cuidado de Madrid, cerca de la Dehesa de la Villa, un noveno piso. Esa es la casa «triste» (tal vez por morada de un solitario) que aparece en muchos de sus poemas. Quedó convenido pues que yo le llamaría a su retorno, y así lo hice –tras un verano mío feliz, de muchos viajes– teniendo algo que mostrarle, mi comentario a Ensayo de una despedida. El artículo, que después publicó Ínsula, se titula (con un verso del poeta) «De luz, de tiempo, de palabras, de hombres. La poesía de Francisco Brines». Hubo la llamada, cordial, y una cita, una inmediata tarde, para hablar y que Paco leyera el artículo. Sé que recorrimos varios lugares y que terminamos en un pub –al que creo que nunca volví– cerca de la plaza de San Juan de la Cruz, por una calle lateral, acaso Espronceda. Nos sentamos en una mesa cerca de una ventana. No había mucha gente y eso lo volvía cómodo y hasta íntimo, si se quiere… Retengo que a Paco le gustó bastante el artículo, que leyó despacio. Por supuesto me hizo algunas sugerencias, pero muy menores. Y puso el subtítulo necesario que yo había olvidado. Es lo único esencial que añadí. Por lo demás fue mucho su agradecimiento y sólo noté que –aunque se trataba de un verso suyo– hubiera preferido otro título más práctico, pero lo dijo muy de pasada. Lo noté contento y puedo decir que aquella tarde ya oscura, fue la primera vez en que noté claramente (me dedicó el ejemplar de la obra reunida) que Paco era ya un amigo. Por ello, tras los comentarios a su poesía, vino el hablar de chicos –a ambos nos gustaban– y un comentario, no lo había olvidado, a su lectura de Sublime Solarium, mi primer libro, que le habría dado o enviado unos dos años atrás…

Ya sabía yo entonces que, como a muchos de su generación, –sea limitación o no, no es al caso–, la poesía «novísima» a Paco le ­gustaba poco. Traté entonces de hacerle más fácil el comentario (yo me sentía muy lejos de aquel libro) diciéndole: Sé que no es el tipo de poesía que prefieres… Brines sonrió con afecto: No, no llego a entender muy bien esos poemas y el afán culturalista exhibido, pero sé que tu libro, siendo tan joven como eras, está de verdad muy bien escrito. Pero sí, hay muchos lujos y barroquismos –seguía sonriendo– que no me llegan. Pero hubo un poema que me gustó mucho, quizás el más sencillo. Me habló de él. Sí, se titula «Raso en la autopista». Y me sorprendió: Recuerdo los dos versos finales: «Y mientras, las carreteras desenvuelven / las alfombras azules de la madrugada». Esos versos están muy bien. ¿Qué más podía decirme Paco, como con humildad y discreción, de una poesía que esencialmente le gustaba apenas, y no sólo en mí? Se lo agradecí de verdad. Esa tarde / noche me enteré de dos cosas más, de índole varia: A Brines no le gustaban los poemas en prosa, él mismo lo tenía (ahora sí) por una cierta limitación; y pocas veces bebía alcohol, sólo de vez en cuando –como aquella tarde– un vodka con naranja. El motivo es que, algunos años atrás, había tenido una hepatitis y se cuidaba. Tampoco creo que nunca le hubiese atraído con exceso el alcohol. Por supuesto me invitó a lo que bebimos (era el planteo normal de la situación), así es que aún no atisbé que Paco era poco dado a las invitaciones. Al despedirnos, quedamos en hablar uno de esos próximos días para salir por la noche. Paco agregó: Si quieres podemos ir primero al cine… ¡Claro! ¡Por supuesto! Y gracias por tus palabras, subrayó Paco. De veras. Sentí que ahora ya éramos amigos. Yo tenía 22 años, muy cerca de los 23. Paco había cumplido el anterior enero –la fecha la supe después– 42. Él mismo (teniendo yo más de esa edad) me recordaría nuestras edades cuando empezamos a vernos asiduamente…

Si no recuerdo mal, sería en noviembre de 1974 la primera vez que Paco y yo salimos juntos de noche –casi siempre sería de noche– sin ningún otro pretexto que ser amigos y estar juntos. Quedamos para ir al cine, como se había dicho, y aunque no recuerdo la película en cuestión, sí sé que fue en el cine Amaya, en la calle Martínez Campos. He vivido más de cuarenta años al lado, pero entonces aún vivía en la antigua casa de mis padres, junto a la plaza de Castilla. Cuando llegué al cine, Paco no estaba todavía, y yo saqué las dos entradas. Era un gesto normal, pero también un detalle y una leve consideración equivocada. Yo quería invitar a Paco esa primera vez, y además –un tanto al fondo de mi conciencia– creía aún que Brines era una persona relativamente humilde, porque siempre ha sido hombre de apariencia muy sencilla, incluso corriente en muchos momentos, poco cuidadoso de su apariencia y nada amante de ostentar. Viviendo de una manera casi humilde y no hablando sino ya con confianza y muy de pasada de su situación familiar, uno –sólo muy al comienzo– podía considerar que el poeta era un hombre de pocos posibles. ¡Enorme error! Paco, aunque casi diría que no le gustaba serlo, que lo disimulaba incluso a voluntad, era rico, bastante rico. Su familia venía de origen campesino –como la de Lorca, curiosamente– pero tenía bienes y tierras de naranjos en Valencia. Aunque por muy poco tiempo, yo aún no lo sabía. Brines llegó algo tarde (en general solía usar puntualidad) y vimos la película. Sólo al salir, comentando, Paco hizo ademán de pagarme su entrada. Le dije que no. No era necesario. Entonces me propuso ir a comer algo a un drugstore y luego dar una vuelta. Lo dijo sonriendo, camino de su coche –yo nunca he sabido conducir–, como corroborando que ambos sabíamos de qué hablaba. Paco siempre tuvo un buen coche (creo que le he conocido tres), aunque ­siguiendo su estilo, nunca ninguno muy llamativo. A la cena breve en el drugstore de Fuencarral, me invitó él. Pero me di cuenta pronto –siempre dentro de una total cordialidad, incluso afecto– que no era una mera correspondencia a mi previa invitación sino, si pudiera decirse así, un dejar las cosas como era debido. Como estas noches, siempre buscando después chicos (aunque no recuerdo cómo terminó aquella primera) y siempre hablando, más y mejor cada vez, de poesía y de amigos, empezaron a ser cada vez más frecuentes, llegué a una conclusión sin excesiva tardanza: A Paco no le gustaba normalmente invitar ni ser invitado, prefería –no era nada mi estilo– que cada quien pagara lo suyo. Yo acepté ese procedimiento de inicio, pero terminé al cabo de unos meses por decirle a Paco si no le parecía mejor que dividiéramos el total. Argumenté lo muy obvio: Acaso un día uno pagaba algo más, por otro día que podía ocurrir lo contrario. Brines lo aceptó sin problemas, pero me sorprendí un poco del cuidado que ponía en sus gastos. Máxime después de que en algunas noches de Oliver (ya con otros amigos) empecé a ir situando a mi amigo, sin que él participara. Y sí –y vale para más adelante, asimismo–, Paco era descuidado en el vestir, austero y como desprendido de lo exterior, tal un monje laico. Alguna vez (y no sólo yo) los amigos observábamos sus gafas sucias del manoseo, y con cuidado, le decíamos que debía ver mal. Sonreía algo infantil, las limpiaba, y decía: ¡Casi no me doy cuenta! A veces –peor– eran las uñas las que llevaba sucias, por pura dejadez, por puro no tener vanidad, y había que decírselo. Siempre lo agradecía, como pequeño fugazmente pillado en falta. No eran defectos de Paco, era su manera de ser, su modo, en que poco importaban las apariencias. Se le decía, suavemente, con bien, y con el mismo bien lo recibía.

Generalmente los sábados (porque al otro día no tenía que madrugar) Carlos Bousoño salía hasta tarde, y Paco y él –según costumbre que ya conocía– iban antes al cine. Luego, la larga noche de aquel Oliver estupendo, lleno de literatos, pintores, mundo gay en el piso de abajo y muchos tipos curiosos. Yo terminé, más adelante, uniéndome alguna vez a esa noche de los dos amigos, cine incluido, en la que estaba también una novia y alumna o exalumna de Carlos, puertorriqueña de Nueva York, con la que se casaría años después, pero que en ese momento llevaba su compañía con discreción (según me rogó a mí mismo) para que no lo supiera Aleixandre, el máximo referente de Bousoño en muchas cosas. En Oliver podía estar Caballero Bonald, Claudio Rodríguez, a quien Paco quería y admiraba, pero cuya propensión etílica no llevaba bien, Fernando Delgado con su amigo el pintor Toribio –vivían entonces en otro edificio frente de la casa de Paco– y periodistas varios o gente de paso, aparte de asiduos del lugar como el pintor Viola o la disparatada y a menudo turbulenta Sandra Negrín, bohemia amiga de pintores que se decía sobrina del último presidente de gobierno republicano, el canario Juan Negrín. En ese ambiente plural, bebedor y divertido, con charlas, tertulias y cotilleos, pasaba un tramo largo de la noche… Para muchos la noche no terminaba en Oliver. Los más literatos y bebedores –como Ángel González, cuando volvía a España– seguían caminando hasta el cercano Bocaccio y allá la noche seguía larga en más tragos y conversaciones, con más escritores o actores y actrices como la enormemente noctámbula María Asquerino. Otros (a veces también seguíamos la ruta al bar / discoteca) íbamos hacia lugares gays o lugares abiertos hasta tarde –sin olvidar una época no corta la propia calle– donde el juvenil amor venal resultaba evidente. Carlos Bousoño alguna vez de ­cercanía, Paco y yo muchas veces, también el entrañable José Olivio, cuando venía desde Nueva York. Retengo y ya apunté que a Paco Brines nunca fue posible meterlo en una discoteca, no le gustaban ni el ruido ni el más o menos relativo tumulto y si una vez (sólo una que yo recuerde) logramos que entrara en O’Clock, tan de moda, tardó apenas diez minutos en marcharse. Las discotecas jamás fueron su reino. Le gustaban más –como a Jaime Gil– los bares que se alargaban hacia la amanecida, no importaba si alguna vez algo sórdidos. Sí, los sábados eran los días de Bousoño, pero a partir de enero de 1975, prácticamente todos los días de la semana eran los días de Paco y míos, que comenzamos a salir juntos puede decirse que a diario, por supuesto de noche.