Buscando a Floofy - Donald Rump - E-Book

Buscando a Floofy E-Book

Donald Rump

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Beschreibung

Cuando un hombre se enamora perdidamente de un pedo asesino, le resulta difícil aceptar su misteriosa partida. ¿Fue algo que dijo? ¿Algo que hizo? ¿Era su pene demasiado pequeño? Nada tiene sentido. "Te encontraré, mi querida Floofy. ¡Aunque sea lo último que haga!" Para lectores maduros (y no tanto). Aproximadamente 4400 palabras.

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Buscando a Floofy

Donald Rump

Traducido por Sebastián Lalaurette

Libros de Donald Rump

A Punto de Reventar

Buscando a Floofy

Cuatro Cuentos Apestosos (Volumen 1, 2)

El Crítico Enculado

El Matrimonio Apesta

Embotellando Pedos

Escapada de Fin de Semana

Hasta que el Gran Pedo Nos Separe

La Pregunta de 500 Dólares

© 2015 Donald Rump. Todos los derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida por cualquier medio (electrónico, mecánico o cualquier otro) sin el expreso consentimiento escrito del autor.

Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y situaciones son o bien producto de la imaginación del autor o usados ficcionalmente. Cualquier semejanza con acontecimientos, lugares o personas reales, vivas o muertas, es completamente casual.

Composición, formato y diseño del E-book por Donald Rump.

Ilustración de Portada © Larisa Koshkina. Dibujos de pedos por Mel Casipit y utilizada de acuerdo con la licencia de dominio público consignada en la siguiente página:

http://www.publicdomainpictures.net/view-image.php?image=31461&picture=bright-background-with-heart

Primera Edición (v1.0)

Publicado el 10 de mayo de 2015

Última actualización el 11 de mayo de 2015

ISBN-13: 9781311159588

Index

Página del Título

Libros de Donald Rump

Derechos de Autor

Dedicación

Buscando a Floofy

Sobre el Autor

Más de Mis Libros Locos

¡Gracias!

Para Floofy, Para siempre.

Buscando a Floofy

Aún recuerdo la primera vez que te vi. Yo había caído en desgracia, igual que ahora. Me sacaste del pozo de mi desesperación. Me hiciste reír y llorar. Nunca me había gustado tanto el Killian's Red como cuando me rompiste esa botella tibia en la cabeza. Oh dulces, dulces recuerdos, llévenme otra vez a la canción de ayer...

Mi vida estaba vacía hasta que llegaste tú. Yo bebía buscando la muerte lenta, ya que mi formación católica me impedía terminar con todo más rápidamente. La ruptura con mi novia de doce años me sacudió, y se sintió como un divorcio y un funeral combinados. Por primera vez en mucho tiempo, me sentía vulnerable y solo. ¿Cómo podría volver a confiar en alguien?

Pasé diez años largos y miserables obteniendo un doctorado. "Te sentirás orgulloso y te dará un nuevo sentido de que tienes valor y un propósito", me dijo mi madre. Aunque me ayudó a conseguir un trabajo mejor pago, también me trajo una montaña de deudas. "Un día mirarás hacia atrás y me agradecerás por empujarte tanto", siguió parloteando mi madre. "Una buena educación te satisface en el más honorable de los niveles."

¿Quién era yo para discutir? Ella era mi madre después de todo, y quería las mejores cosas para mí en la vida. Pero lo único que satisfizo fueron sus elevadas expectativas para conmigo. Por dentro, yo no era más que el mismo chico solitario y confundido que había sido siempre, y aún no sabía qué quería hacer con mi vida.

"¡Mi hijo es doctor!", gritaban mis padres a quienquiera que los escuchara. Pero en realidad yo era un experto en Administración de Césped, lo que me llenaba muy poco.

–Césped, ¿eh? ¿Qué es eso? –dijo un tonto borracho de rostro colorado, pelo mal cortado y una etiqueta dorada que decía "Squiggy". Dejó la botella y eructó.– ¿Por casualidad te refieres a algo de sexo femenino?

–No, para nada. –Me arrepentí de haber abierto la boca. La gente siempre confunde mi profesión con sus propias ideas endemoniadas. Literalmente, yo cultivaba pasto, lo que me mantenía empleado en las canchas de golf locales y ocasionalmente me ganaba un viaje al FedEx Field, donde podía mirar los juegos gratis. Pero era sólo uno en la serie de detalles aburridos que yo llamaba vida. Una noche en el bar proveía más detalles que todo el año que había pasado en mi solitaria esclavitud.

–Así que cultivas pasto, ¿eh? –Squiggy me acercó un banquito.

–Eso es sólo una parte de lo que hago. Mayormente, sólo lo administro –respondí.

–Oh, entonces eres un dealer, ¿eh? Ya veo adónde quieres llegar. ¿Cultivas de la buena?

–Claro, supongo.

–¿De la buena buena? –dijo con un guiño.

–No sé bien a qué te refieres. –Tomé un sorbo de mi cerveza tibia.

–Ya sabes, de la clase divertida, ¡de la que fumas! Siempre estoy en busca de un poco de buen pasto. –Le palmeó el culo a una chica que pasaba.

–¡Hey! –dijo la camarera rubia, volviéndose.

–Disculpe la conducta lasciva de mi amigo. Acaba de salir de prisión y no ha visto a una mujer de verdad en años –dijo él, señalándome.– Estuvo en solitario tanto tiempo que desarrolló una fasciculación muscular, lo que lo hace palmear a la gente de vez en cuando. No es realmente dañino, y no quiso ofender.

–¡Asqueroso! –exclamó ella, me miró y se alejó.

–¿Cuánto cobras por paquete? –dijo el tonto borracho, volviéndose hacia mí, acunando su botella de Corrs Light.

–Creo que te has hecho una idea equivocada de mí. No soy un dealer de drogas, estoy en el negocio del paisajismo –dije.

–¡Sólo dame un precio! –Golpeó la mesa con el puño, y casi derrama mi cerveza.– ¿La vendes por onza? ¿Por bushel? ¿Por acre? –Se inclinó hacia adelante.– Y si quieres un poco de acción con eso, te puedo enganchar. Un poco de pasto te hace llegar lejos –rió, frotando la botella de cerveza.

–Me temo que lo que hago es mucho menos emocionante de lo que parece. ¿Recuerdas esos días cuando eras adolescente y cortabas el pasto bajo el sol caliente del verano?

–Sí, ¿y?

–Eso es esencialmente lo que hago. Estudio el suelo y me ocupo de los paisajes. Y cuando tengo tiempo analizo los nuevos fertilizantes y semillas en el mercado y frecuentemente emparcho césped artificial para estadios de la NFL, tanto cerrados como al aire libre.

–Uau, ¿trabajas para la NFL? ¡Apuesto a que vendes un montón de hierba ahí!

–No, me pagan para reparar el césped y disponer de él.

–¿Y qué haces con todo el pasto que sobra?

–La mayoría de las veces se tira en un basural o se reutiliza como fertilizante. –Tomé otro sorbo de mi cerveza y eructé.

–¿En serio? ¿No te quedas con nada para ti?

–Ni una sola brizna de pasto.

–¿Puedes creerle a este tipo? –dijo Squiggy, acosando a la camarera que volvía.– ¡Está en el negocio de tirar hierba perfectamente buena!

–¿Qué demonios te pasa? –La rubia me dio un puñetazo en la mandíbula, tirándome del banco.

Caí al piso, y la cabeza me rebotó en las baldosas sucias. –Pasto, no hierba. No es lo mismo. –Me froté la testa. Para ser una veinteañera petisa, tenía dinamita en los puños.

–Patético –se burló Squiggy–. Te acaba de patear el culo una chica. –Le palmeó el culo otra vez.

–¡Bueno, ya basta! –dijo ella, y tiró la bandeja como si fuera un frisbee.

–A mí no me mires. ¡Fue aquel bastardo de ojos de ardilla que está en el piso! –dijo él y volvió a eructar.

–Entonces que te sirva de lección. Cinturón negro en segundo grado en taekwondo. –Asumió la posición.– Ésta se llama Chiko Chagi, también conocida como Patada de Hacha. –Lanzó la pierna hacia arriba, casi tocándose la nariz con la rodilla, y después la empujó hacia abajo, alcanzándome entre las piernas con el talón.

–¡¡¡Ahh!!! –grité, retorciéndome de dolor.

–¿Cómo la llamaste? –preguntó Squiggy.

–La Patada de Hacha. –Ella la demostró nuevamente, pateándome los pobres testículos palpitantes al otro lado de la galaxia.– Y no olvide su cerveza, señor. –Me partió por la cabeza la botella medio llena de Killian's Red.

–Un gusto conocerte, amigo. Ahora tengo que hacer un emparche por mi cuenta. –Rodeó con el brazo a la camarera y se volvió.

Nadie entendía lo que me había tocado en la vida, y yo menos que nadie. Cultivaba cosas hechas para caminar sobre ellas y hacerlas pedazos. Al cultivar el perfecto felpudo viviente, yo mismo me había convertido en uno. Esto sólo me llevó a beber y a sentirme vacío por dentro. No es extraño que quisiera acabar con todo.

Pero entonces llegaste tú.

Sí, tú. ¡Tú, maravilla!

Cuando estaba tendido y lamiendo porquería del piso del bar, tú apareciste. Yo no estaba preparado. ¿Cómo podría estarlo cualquiera de nosotros? La primera persona que sintió tu olor vomitó rápidamente y se apretó la nariz, pero para mí olió a perfume. Predeciblemente, me echaron la culpa.

–Sucio perro. –El borracho lunático se limpió la comisura y le ofreció el jirón que usaba como pañuelo a la camarera Kung Fu sobre la que había vomitado.– Sé que fuiste tú, pequeño bastardo machacador de hierba. ¡Es momento de encontrarte con tu creador! –Se hizo sonar los nudillos y se cernió sobre mí, dispuesto a desgarrarme los miembros.

Pero tú no ibas a permitir eso. Nada malo me esperaba esa noche, de eso se aseguró tu aroma pungente.

Squiggy cayó sobre una rodilla, inseguro de qué había penetrado en sus pulmones. –¡No puedo respirar! –dijo con voz ahogada.– ¡Rápido, denme otra cerveza! –Pero cuando le llevaron una, ya era demasiado tarde. Su corazón se había detenido, y a partir de este punto supe que no había manera de deshacerse de ti.

Cuando vi tu sonrisa escondida en medio del humo encrespado del bar, supe que ésta no sería una relación convencional, sino algo mucho más especial. Fue un momento salvaje, y yo estaba preparaado para dejar atrás la triste hierba. –Gracias por salvarme. –Yací en el suelo con ojos soñadores.

Y me salvaste, una y otra vez. Abatiste a todos los que querían hacerme daño, y me diste un muy necesitado beso en los labios curtidos. –Floofy. –Tu nombre vino a mí como un suspiro en el viento.– Creo que te amo.

Me puse de pie y me sacudí, con una confianza intrépida y nueva fluyendo por mis venas.

La camarera rubia tembló cuando me paré sobre el cadáver. –¡Tú hiciste esto! –dijo apuntándome.

–Nosotros hicimos esto. –Cerré los ojos y aspiré el aroma rabioso. Aunque no podía verla, sabía que Floofy estaba parada junto a mí. –¿Vamos? –Le ofrecí un brazo y la escolté fuera. Paré un taxi y abandoné la escena justo cuando llegaba la policía. Aunque yo no había hecho nada malo, me sentí bien al escapar finalmente de ese triste rincón de mi vida.

Ahora la oscuridad estaba detrás de mí. Sólo los mejores días venían por delante, o al menos eso parecía...

* * *

El amor es ciego, o eso dicen. Pero en mi caso, nada podía ser más cierto. Aunque la sentía profundamente, Floofy era invisible. Su aroma almizclado era la mejor indicación de que ella estaba cerca. A veces me rozaba, haciéndome cosquillas en la nuca. ¡Qué belleza era al contemplarla! Un soplo de aire fresco que era muy necesitado.

Me llevó a lugares que no sabía que existían, más allá de los hongos del pensamiento y la decadencia del ayer. Fue la más íntima de mis experiencias: sexo espiritual fluyendo de una esquina de mi mente a la otra. Tú fuiste el fantasma dentro de mi máquina vacía, sentida pero no vista, la sombra que da significado a la luz. Había tanto que yo quería mostrarte, y te lomostré.

¿Recuerdas todos esos mágicos momentos en la sala de cine, querida? ¿Y esa vez que pensaste que yo estaba mirando demasiado a Jennifer Lawrence en American Hustle y me saltaste a la garganta, haciéndome vomitar en el espectador sentado a mi lado? ¿O esa loca ardilla en The Nut Job que yo dije que se parecía a ti? Aún no sé cómo llegué al hospital o cómo esa caja de Raisinets terminó incrustada en mi trasero. ¿Y toda esa gente que salió corriendo del auditorio por ti? Le añadió excitación a una película aburrida y me hizo gritar a la par de ellos. Dondequiera que ibas, dejabas una larga sombra, y aquellos que no podían salir contigo no merecían tu bendita compañía.

¿Recuerdas todas esas conversaciones profundas que tuvimos en el restaurante? Los empleados de Mortons probablemente creyeron que yo estaba loco, parloteando todo el tiempo, aparentemente al aire. Pero no podían verte como realmente eras. Estoy loco por ti, querida. ¡Absolutamente chiflado! Eso es todo lo que importa, no el mundo fallido alrededor de nosotros.

¿Y aquella azafata en Río Grande? Me sorprendió que no fuera más comprensiva. Es un restaurante mexicano, después de todo. De toda la gente en el mundo, ella debería haber entendido a qué apuntaba yo cuando pedí una mesa para dos y le sugerí que apartara la silla para mi elusia compañera. Ese es su trabajo: ser lo más servicial posible. ¿Te volviste loca realmente por todos los otros olores que salían de la cocina o por los incontables clientes constipados? ¡Es difícil concebir tal cosa! ¿Cómo podría alguien no notarte, querida? Eres absolutamente llamativa, y a veces aplastante.

Ese fue el primer día que sentí un aire de vulnerabilidad. Si ellos no podían detectarte, ¿podría yo seguir la corriente?

–No tengas esos pensamientos malvados –me dije, tratando de hacer a un lado mis miedos. Pero la duda siguió flotando, y dentro de mi corazón sabía que tendría que enfrentarlo algún día. ¿Cuántas veces más sería capaz de llevarte al zoológico antes de que te perdieras en la multitud que miraba a los monos tirándose excremento unos a otros? ¿Podría suceder lo mismo en la pista de hielo o en el bowling? ¿Y si salíamos en un crucero y te perdías en el mar? Si hubieras visto Titanic lo entenderías. Espero que mi pedo siga adelante, como en la canción...

Cada vedz que salía estaba arriesgándome, y eso me pesaba más con cada día que pasaba. –¿Cómo puedo aferrarme a ti, querida? –te pregunté una noche.– No puedo soportar la idea de perderte. Te amo, Floofy. De verdad.

Al no llegar ninguna respuesta, me sentí la partícula más pequeña del universo, como una brizna de pasto de Kentucky tratando de hallar suelo fértil para meterse debajo. Te necesitaba, especialmente ahora. Anhelaba tu calidez y tu confort.

Pero ¿realmente esperaba una respuesta? Nunca fue fácil obtener una respuesta directa de ti. Tal vez fue la primera señal de las grietas en nuestra relación. Tú estabas aquí, pero sólo por un rato más.

Y una mañana desperté y te habías ido. ¡Ido de verdad! No pude encontrar una traza de ti en la casa o las calles linderas. Te habías desvanecido. Desaparecido. Con suerte no sería para siempre.

Esa noche lloré y lloré hasta que salió el sol a la mañana siguiente. Pero ni un océano de lágrimas podría traerte de nuevo junto a mí. Te habías escurrido en lo desconocido. Te había perdido. De alguna manera. Yo era una nave vacía abandonada al furor del mar. Había perdido mi sentido de dirección, mi orgullo y mi esperanza, y dudaba de volver a verte alguna vez. –Oh, ¿¡por qué, Floofy, por qué!? –Grandes ríos se derramaban desde mis ojos.

Una vez que dejé de llorar, hice una promesa, la de que te encontraría otra vez, sin importar el costo. –Estaremos juntos una vez más, mi querida Floofy. ¡Tú eres mi único amor!

Y así me decidí a encontrar lo que había perdido y a implorarle que volviera. Nunca me cruzó por la mente que te hubieras ido por propia voluntad o que no quisieras verme. Había otra explicación para esto. ¡Tenía que haberla!

–No tiene sentido –dije en voz alta, haciendo que todos en la biblioteca se volvieran y me miraran.– Estábamos enamorados, les digo. ¡Enamorados! ¿No lo entienden?

–¿Entender qué? –dijo un viejo sentado a una mesa cercana.

–¡Sugerir que yo tuve algo que ver con su desaparición es ridículo! Hasta ese malhadado día, éramos inseparables. Ella nunca habría pensado en dejarme. ¡Nunca!

–Lo que tú digas, amigo. –Volvió a meter la nariz en su libro.

–Hay una sola explicación para esto, ¿verdad? –Agarré su libro y lo arrojé a un lado.– Floofy no se iría por propia voluntad... a menos que la forzaran.

–¿Quién es Floofy? –se acobardó el viejo.

–¿No oye lo que le estoy diciendo? Me la quitaron. La arrancaron de mis brazos tiernos y amantes. ¡La secuestraron! Puedo oír sus gritos con sólo pensarlo. ¡Quienquiera que haya hecho esto, que tenga cuidado! Lucharé con el mismo diablo para recuperarla. ¡Recuerden mis palabras!

–¡Muy bien! Ahora ¿podría bajarse de mi falda? No siento las piernas –gruñó el viejo.

Como un perro, yo necesitaba sentir su aroma. Volví a todos nuestros lugares favoritos, a cada motel barato y cine de un dólar, pero no la encontré por ninguna parte. No quedaba ni una traza de su almizcle celestial. ¿De verdad se había ido? Tal vez yo había satisfecho muy pobremente sus necesidades. ¿Era mi pene demasiado pequeño? ¿Fallaba en la técnica? ¿Tenía las bolas un poco más pequeñas que mis colegas de tamaño de zapallos? Y si no volvía a verla, ¿tenía sentido seguir?

Continué adelante, determinado a no dejar que nada retrasara mi búsqueda, mucho menos yo mismo. ¡Floofy estaba en peligro! Lo sabía. ¿Había olvidado tal cosa? El mal anida en los corazones de los hombres desesperados y solitarios. ¿Qué horrores innombrables aguaradban a Floofy si no la encontraba pronto? Docenas de pervertidos enfermos y dementes hollan la tierra, mucho más viles que los doctores con títulos inútiles en reparación de jardines glorificada. Tenía que ser fuerte por ella si tenía alguna esperanza de volver a oler su dulce perfume.

Seguí y seguí. Ya no me asustaba quedar como un tonto ante completos extraños en la calle. –Disculpe. ¿Ha visto a mi querida Floofy? –le pregunté a una mujer de cabello rizado y marrón y anteojos de montura ancha en la terminal del subte.

–No lo sé. ¿Cómo luce? –respondió ella.

–No estoy seguro.

–¿Qué quiere decir con que no está seguro?

–Bueno, la verdad es que sólo la he olido. Huele más o menos como esto. –Me desabroché la mochila y saqué una caja de cartón gris que olía a huevos podridos.– Y a un poco de esto. –Le puse un pedazo de papel higiénico usado bajo la nariz.– Y a esto. –Descorché una petaca de agua de alcantarilla y la dejé expresarse.– ¿Qué dice entonces? ¿Cree conocerla?

La mujer miró hacia adelante, pero no dijo nada.

–Vamos, no sea tímida. Puedo encajar una mala noticia de ser el caso. Cualquier noticia es mejor que ninguna noticia.

Nada aún.

–Mmh... esa agua de alcantarilla parece refrescarle la memoria. ¿Está segura de que no sabe nada? –dije, palmeándole la espalda.– –Uh... ¿hola? –Le agité una mano frente a la cara.

Sin una palabra, ella se inclinó hacia adelante, sin poder soportar el hedor.

–¿Qué le hizo? –dijo una mujer deteniéndose de repente.

–Nada. Yo...

–¡Asesino! –gritó otra persona.– ¡Que alguien llame a la policía!

Con un peso en el corazón, me escurrí de allí lo más rápido que pude. Dondequiera que iba me seguían los problemas, pero sin duda era mucho mejor que mirar crecer el pasto. Todo estaría bien una vez que llegara al fondo de esto. Seguro que no podía ponerse peor.

Aunque cada tanto me era difícil explicar mi situación, no me detuve hasta haber buscado en cada letrina, gallinero y estructura independiente de todo el DC metropolitano. Aun así, Floofy continuaba eludiéndome. –Quizás no está aquí, sino en otra ciudad –murmuré a la cajera y le di un billete arrugado de cinco dólares.

–¿Disculpe? –dijo la cajera.

–¡Eso es! Con suerte no la obligaron a convertirse en una esclava sexual y trabajar en filmes snuff. –Bajé de un trago mi frappuccino hirviente.

–¿Cómo dice?

–Está bien, cariño. Quédate con el cambio. ¡Tengo que tomar un avión! –Me apresuré a salir.

–¡Pero le faltan sesenta y siete centavos! –dijo la cajera, persiguiéndome.

Y así empezó mi aventura, de Washington a Van Nuys, de Los Ángeles a San Francisco, de allí a Santa Bárbara, Seattle y de vuelta a Boston, New York y Philadelphia. Pero no estaba más cerca de encontrar a Floofy. En cada nueva ciudad me esperaba la misma respuesta. Nadie sabía nada, y no podían creer que perdiera el tiempo rastreándote.

Pero a mí no me importaba qué pensara nadie. Las consecuencias económicas de esta alegre cacería a través de los Estados Unidos eran el precio que debía pagar y significaban poco. Había hecho una fortuna vendiendo tierra y pasto para canchas de golf por todo el mundo. ¿Qué diferencia suponía si despilfarraba algunos meses de ganancias? Igual lo recuperaría todo. Siempre lo hacía.

Extendí mi búsqueda a lugares fuera de los Estados Unidos, como París, Londres, Praga, Bucarest, Amsterdam y hasta el Vaticano. –Si la mafia rusa le ha echado las manos encima, puede estar en cualquier parte de Europa del Este o a lo largo del ferrocarril siberiano –jadeé. Hasta verifiqué con algunos de mis clientes internacionales, prometiéndoles cualquier tipo de pasto que quisieran (legal o ilegal) y mis servicios de por vida si me proveían información que llevara a encontrar a mi amor secuestrado.

Pero seguía con las manos vacías.

Capitaneé un barco desde Newfoundland, me metí en un submarino y bajé hasta el Titanic, una salida romántica que le había prometido a Floofy mucho tiempo atrás pero que ahora emprendía solo. Por alguna razón había esperado que estuviera allí, junto con el malogrado crucero oceánico y la orquesta de cien piezas de Celine Dion, pero no había más que algas y caracolas y yo no esperaba abrir un sushi bar en el futuro cercano.

Visité el Ártico y luego la Antártida. Hasta los pingüinos se burlaron de mí. –No, aquí no hay ninguna Floofy.

Escalé el monte Everest, nadé por el Canal de Inglaterra, corrí desnudo por la sabana africana, atravesé el Canal de Panamá y miré dentro de los volcanes activos de Mauna Loa y Reykjavik, pero aún estaba lejos de encontrarla. Al fin me quebré. –¡Te fallé! –grité.– ¡Por favor, dame una señal, cualquier cosa, para que sepa que aún estás viva!

El largo vuelo desde la India era cansador, pero no me perturbó. Allí, un hombre me había dicho que tenía información para mí si lograba encantar a su pitón mascota. Cuando me di cuenta de que estaba hablando figurativamente en alusión a algo en sus pantalones, compré una pitón de verdad a un vendedor que estaba a unas cuadras y se la metí por los pantalones. Sería la última vez que alguien se aprovechara de mí, y pronto abordé un avión y me dirigí a casa para unas muy necesitadas vacaciones.

En este punto mi mente empezó a desenredarse. Lo más probable era que no lograra encontrar a Floofy. Había pasado demasiado tiempo. Si algo le había ocurrido, ya se había acabado. Había poco que yo pudiera hacer excepto sentarme y rezar.

Cuando finalmente volví en mí, me encontré aún sentado en el avión, apretado entre dos mujeres con sobrepeso de Arkansas, cuya grasa se derramaba sobre mí como si me estuviera devorando La Cosa. Aun invadido por dos torres gemelas de carne apestosa e hinchada, nunca me había sentido tan solo como entonces. No podía oír su incesante parloteo, sólo el sonido del avión atravesando el cielo y mis pensamientos frecuentes y erráticos. La gente se reía, tomaba tragos y miraba la película, pero yo no registraba nada de eso. El creciente vacío en mi corazón me distanciaba del mundo real. Sólo Floofy podría hacerme volver.

Al mirar por la ventanilla, vi algo familiar. Escondida en un penacho de nubes, apenas pude distinguir su rostro angelical. Sus cachetes eran grandes y mullidos como las nubes, y sus dedos, largos y esbeltos. -¿Floofy? ¿Eres tú? –Me froté los ojos y volví a mirar. Ella era rosada como el sol poniente y tenía una sonrisa cálida que se extendía hasta el horizonte. –¡Por favor, no te vayas! –Extendí la mano, pero ella no podía oírme. Aunque estaba junto a mí, seguía estando a un mundo de distancia.

Me levanté del asiento y caminé por el pasillo. Las nubes que la arropaban ahora se perdían en la distancia. No podía dejarla ir, no la dejaría ir. Hacer tal cosa sería deshacer la materia que me formaba. Aquí estábamos, mirándonos a los ojos sin esperanza alguna de reunirnos mientras nos alejábamos lentamente.

Sorprendentemente, no me faltaba convicción. Me esperaban mejores cosas, lo sabía. Dios no pondría en mi vida algo que no pudiera superar. En vez de pelear para volver a tener a un ser amado en mi vida, quizás era momento de dejarla ir y reflexionar pensando en los buenos tiempos con el corazón abierto, en vez de aguijonear las heridas que le habían abierto. La vida sigue. Es inevitable. En algún momento, Floofy también siguió adelante. No tenía otra alternativa que aceptar el destino o arrojarme a un abismo oscuro del que ya no podría salir.

–¡Adiós! –dije, inclinándome contra la puerta y agitando la mano.

Si alguna vez hubo una emergencia, era ésta. Cuando la puerta de emergencia se abrió y fui succionado a los cielos espaciosos, supe que mi viaje había llegado a su fin.

Pero ¿y Floofy?

En este momento, yo estaba solo. ¿Había sido sólo un espejismo la visión en las nubes? ¿O era un ominoso canto de cisne para mi partida de este mundo?

–Adiós, Floofy –lloré.– Lo intenté, de verdad. Por favor créeme, y recuerda que siempre te amaré. Tú eres el ser especial en mi vida que se fue. Si hice algo que te hirió, por favor perdóname. Sólo quería estar contigo, en este momento más que en ningún otro. Sólo puedo esperar verte algún día, en esta vida o en la próxima.

Mientras me manchaba los pantalones por lo que iba a venir, la olí una vez más. –Floofy, ¿eres tú? –exclamé. Miré alrededor y, aunque no pude verla, pude sentir su presencia abrazándome. Forzada por la pérdida de mis funciones corporales, la búsqueda de Floofy finalmente había acabado. Hasta en mi hora más oscura, ella había estado conmigo a cada paso del camino.

–Te amo, Floofy. Ahora que venga el futuro, sea lo que sea. –La abracé y cerré suavemente los ojos.

FIN.

Sobre el Autor

Cuando no está escribiendo sobre viejos pedorros, Donald Rump escribe sobre pedos de verdad: cuanto más apestosos, mejor. También es un defensor del programa Ni Un Pedo Atrás y del matrimonio igualitario para todas las entidades gaseosas, grandes y pequeñas. Al parecer, también da consejos sobre citas.

El Sr. Rump vive en Maryland del Sur con Floofy, su pedo mascota.

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