Buscando el amor - Julianna Morris - E-Book

Buscando el amor E-Book

Julianna Morris

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Beschreibung

Hannah Ligget pensaba que debía ser unas de las pocas mujeres que quedaban solteras en Alaska. Así que cuando Ross McCoy le pidió por sorpresa que se casase con él, no desaprovechó la ocasión. Aunque se tratara tan solo de un matrimonio de conveniencia... y con un viejo amigo que necesitaba una madre para su hijo. El problema era que Hannah ya no podía ver a Ross McCoy como a un simple amigo. Porque el hombre con el que estaba conviviendo era un ejemplar devastador de masculinidad y encanto. Así que no le quedó más remedio que realizar un segundo juramento: ¡no seguir siendo la única mujer virgen de toda Alaska!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Martha Ann Ford

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Buscando el amor, n.º 1175- junio 2021

Título original: Hannah Gets a Husband

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-582-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DONG, dong, dong.

La campana de la pequeña torre de la iglesia resonó tres veces, anunciando el final de la boda.

Hannah Liggett apoyó los codos sobre la caja registradora y suspiró. Ya era oficial: se acababa de convertir en la única mujer soltera de Quicksilver, Alaska.

Soltera, de solterona.

Alice Diez Peniques se había casado con Joe Dobkins, ambos nonagenarios. Hannah no sabía a qué se debía el sobrenombre de Alice, pero sospechaba que estaría relacionado con el prostíbulo en el que Diez Peniques había trabajado años atrás.

—Me pregunto si la novia se habrá puesto de blanco —murmuró Hannah sin mucho entusiasmo. No era envidia, pero no podía evitar preguntarse si alguna vez se enamoraría y se casaría ella. Cierto que siempre había estado demasiado ocupada cuidando de sus hermanos como para buscar un marido, pero no por eso había dejado de pensar al respecto.

—No estés triste —le dijo Toby Myers, uno de los clientes más ancianos y fieles del restaurante—. Yo me casaré contigo.

Hannah alzó la cabeza y se acercó a su mesa con la cafetera. Toby sonrió mientras ella le llenaba la taza. El médico le había prohibido tomar cafeína, de modo que Hannah le estaba sirviendo descafeinado y, hasta el momento, el anciano no se había dado cuenta.

La campana de la puerta sonó y Hannah se giró, sorprendida. No esperaba la llegada de los invitados tan pronto. Teniendo en cuenta que la novia y el novio tenían noventa y dos y noventa y cinco años respectivamente, lo lógico era que se movieran con lentitud.

—Hola, Hannah. ¿Te acuerdas de mí? —le preguntó un hombre mientras cambiaba de brazo al niño que sostenía.

Hannah dio un paso al frente para que el sol del crepúsculo no la cegase. Se quedó asombrada.

Era Ross McCoy, pero no el adolescente larguirucho que se había marchado de Quicksilver hacía casi diecisiete años. El nuevo Ross medía un metro ochenta y ocho, tenía unos hombros anchos y un cuerpo potente y refinado que rebosaba atractivo. Le habían salido unas pequeñas arrugas junto a sus azules ojos y un par de canas en su negro cabello.

Desconcertada por la intensa y femenina reacción de su cuerpo, Hannah miró al niño que llevaba en brazos. Tenían el mismo color de pelo y de ojos, la misma barbilla y el mismo modo de mirar, directo, sin rodeos. Se parecían tanto que no cabía duda de que eran padre e hijo.

—¿Tanto he cambiado? —murmuró él.

—¿Ross? —susurró Hannah.

—Sí —Ross esbozó una cálida sonrisa—. ¿Qué tal, cielito? ¿Dónde está ese abrazo que solías darme siempre?

El apelativo cariñoso y la sonrisa de Ross hicieron que se le saltaran las lágrimas. Este dejó a su hijo sobre una silla, cubrió la distancia que los separaba y secó una de las lágrimas que resbalaban por las mejillas de Hannah.

—¿Qué te pasa? —le preguntó él—. No llores.

—No es nada. Es que me alegro de verte.

—Y yo de verte a ti, cielito.

Le dio un abrazo cariñoso y Hannah suspiró. Puede que algunas cosas hubieran cambiado, pero al menos seguía siendo un cielito para Ross.

Era típico de él aparecer cuando estaba un poco confundida por aquella boda. A pesar de haberse pasado la vida luchando por sacar adelante a sus seis hermanos pequeños, seguía soñando con ser madre algún día. Claro que para eso necesitaba un marido, y los hombres no parecían encontrarla especialmente deseable.

Resultaba deprimente. Por lo general, Hannah procuraba no pensar al respecto, pero el follón que se había organizado con la boda de Diez Peniques había sido un recordatorio constante en los últimos tiempos.

—Me salgo a dar una vuelta —dijo Toby.

—¿No te quedas a la fiesta? —le preguntó ella—. El banquete va a ser estupendo.

—No… tengo que irme. Tengo que organizar la cacerolada de Joe y Diez Peniques —explicó Toby. Luego salió del restaurante, dejando tras de sí un silencio abrumador.

—¿Cacerolada? —Ross enarcó las cejas.

Hannah encogió los hombros. No solía importarle su apariencia, pero ese día le habría gustado llevar algo distinto a la camisa y los vaqueros habituales.

—Supongo que no lo recuerdas —murmuró ella—. Es una vieja costumbre. Los hombres dan una «serenata» a los novios en su noche de boda para distraerlos e impedir que… se pongan amorosos.

—Lo recuerdo, pero Joe y Diez Peniques son bastante mayores para esas cosas.

—Ahí está la gracia. Además, sé que a Diez Peniques le hará mucha ilusión —comentó Hannah.

—Vaya, no la tenía por una romántica.

«Todas las mujeres son románticas, idiota», pensó Hannah, algo irritada. Aunque la culpa no era de Ross. Toda Quicksilver le había gastado bromas porque iba a convertirse en la única soltera de la ciudad, dando por sentado que era una mujer demasiado práctica y sensata como para ofenderse por aquellos comentarios chistosos.

Hannah fue a limpiar la mesa de Toby antes de que llegaran los invitados; más que nada, por tener algo con que ocuparse. Quería preguntarle a Ross sobre el niño con el que se había presentado, pero imaginaba que ya se lo explicaría él a su debido momento.

Justo entonces, el pequeño se levantó de la silla y corrió a abrazarse a la pierna de Ross.

—Aúpa, papi.

—Está bien, Jamie.

Ross se agachó para levantar a su hijo en brazos. Había luchado tanto por conseguir su custodia que a veces le daba miedo soltarlo.

Jamie se metió un pulgar en la boca y miró a Hannah. Tampoco Ross apartaba la vista de ella. Había cambiado… mucho. La jovencilla rubia que había dejado con quince años se había convertido en una mujer de expresivos ojos verdes y curvas peligrosas.

Ross sintió un fogonazo en las ingles. Tenía que tranquilizarse. No había regresado a Quicksilver a echar una cana al aire. Había regresado porque Hannah era una buena amiga y necesitaba su ayuda. A decir verdad, era la única mujer en la que confiaba.

Ross sonrió al recordar el modo en que se habían hecho amigos, los líos en los que se habían metido los dos juntos de pequeños, las horas que se habían pasado escribiendo cientos y cientos de veces no volveré a hacer muñecos de nieve en la silla del profesor.

—¿De qué te ríes? —le preguntó ella.

—De nuestro hombre de nieve. ¿Cuántas veces nos castigaron a escribir aquella frasecita?

—Mil veces cada uno. Todavía tengo agujetas en las manos, y todo por culpa tuya—dijo Hannah, sonriente.

—No es verdad: fuiste tú la que sugirió que tiñéramos de verde la nieve, y eso fue lo que más desagradó a la señorita Haggerty.

—De acuerdo —Hannah rio y las mejillas se le sonrosaron. A Ross le pareció encantador: debía de ser la única mujer del planeta que aún se ruborizaba.

Después de un matrimonio desastroso, se había jurado no dejarse atrapar de nuevo; pero Jamie lo había cambiado todo. Necesitaba una esposa para reforzar su situación legal en caso de que su ex mujer tratara de recuperar la custodia del niño, y este necesitaba una madre. Hannah era la solución a ambos problemas.

Lo había pensado con detenimiento. A Hannah se le daban de maravilla los niños. Y era una mujer fuerte y leal: con solo catorce años, se había ocupado de su familia después de que su madre falleciera durante un parto. Sabía que Hannah aceptaría si conseguía hacerla comprender lo importante que era. Ellos siempre se habían ayudado.

—Hola —Hannah se acercó al niño—. Yo me llamo Hannah. ¿Y tú?

—Jamie. Tengo cuatro años —el niño levantó cinco dedos.

Hannah le bajó el pulgar y luego fue tocándole los dedos restantes:

—Cuatro son estos: uno, dos, tres, cuatro. ¿Lo ves?

El niño se miró la mano un segundo con solemnidad. De hecho, parecía demasiado solemne y serio para ser tan pequeño. Y todo por culpa de su frívola madre. Jamie se merecía a Hannah y Ross lucharía por conseguirla.

—Vale —convino Jamie—. ¿Me das helado?

—Por favor —le indicó Ross al niño.

—Por favor —repitió Jamie—. Papá también quiere —añadió.

—Ahora mismo —dijo Hannah—. Sé que a tu padre le gusta el de fresa; ¿cuál es tu favorito?

—Vainilla —Jamie se echó hacia adelante y estiró los brazos. Con la naturalidad y confianza de los muchos años de práctica, Hannah se lo colocó sobre el regazo.

—Tengo que hablar contigo, Hannah —le anunció Ross mientras la seguía a una mesa esquinada—. Es importante.

Por alguna razón, el corazón le dio un vuelco. Entre ellos no había habido secretos de pequeños. ¿Por qué iba a afectarla, entonces, que Ross se hubiese convertido en un hombre tan atractivo?

Además, no podía olvidar que Jamie tendría una madre y, por tanto, era probable que Ross estuviese casado. Sería una estupidez pensar que un viejo amigo se sentía atraído hacia ella.

—¿Hannah?

—Eh… sí, sí. Pero os traigo el helado antes. ¿Te parece bien, Jamie? Una tarrina enorme.

—De vainilla —los ojos del niño se iluminaron.

—Y de fresa para tu papá. En seguida volvemos, Ross.

Ross se sentó y miró a Hannah desaparecer por la cocina del restaurante con su hijo.

—He oído que Deke está trabajando en un bote pesquero —dijo él, elevando la voz—. Es el más joven, ¿verdad?

—Sí —contestó ella—. Empezó hace un par de meses, para ahorrar para la universidad. Deke es como tú. Está deseando salir de aquí.

Sí, era verdad que había estado ansioso por marcharse de esa pequeña y polvorienta ciudad, olvidada del mundo moderno, donde la gente se divertía cazando, pescando y viendo crecer moho en los árboles.

Por otra parte, a Hannah no parecía importarle vivir en Quicksilver. Lo había escuchado pacientemente años atrás cuando él le había comunicado su intención de huir; pero, para ella, su familia era lo más importante. Y debía reconocer que si él hubiese formado parte de su familia, igual compartiría tal convicción. No eran perfectos, pero eran personas agradables.

—Aquí estamos —dijo Hannah segundos después. Sujetaba a Jamie con un brazo y llevaba una bandeja con la otra mano.

—Gracias —Ross se puso al niño sobre su regazo y le colocó una servilleta bajo la barbilla. Aún no terminaba de sentirse cómodo. Jamie solo llevaba con él unas semanas y todavía se estaban adaptando el uno al otro.

Justo entonces, el bullicio de los invitados quebró la quietud del restaurante.

—Empieza el banquete —dijo Hannah, sonriente.

—Cuando tu padre me dijo que Diez Peniques se casaba, no podía creérmelo.

—¿Cuándo has hablado con él? —preguntó Hannah, extrañada.

—Hace unos días.

Hannah se puso tensa. No le gustaba que Ross hubiese hablado con su padre. Además, si quería hablar con ella, ¿por qué no la había llamado directamente?

—¡Por fin soy «señora de»! —exclamó Diez Peniques tras entrar en el restaurante. El resto iba vestido con ropa corriente, pero Diez Peniques se había puesto una boa morada alrededor del cuello y un modelo muy elegante de quién sabía qué año.

—Enhorabuena, «señora» Dobkins —la felicitó Hannah, al tiempo que le daba un abrazo—. Estás guapísima —añadió con sinceridad. Puede que tuviera algunas arrugas y cierta fama casquivana del pasado, pero nada de eso importaba aquel día.

—¡Qué bonito has puesto el restaurante! —dijo Diez Peniques—. Con tantas flores y lazos y todo. Gracias, cariño.

—Lo he hecho encantada —aseguró Hannah—. Y ahora siéntate y disfruta.

No era un local muy grande, de manera que, con más de la mitad de la ciudad dentro, el ruido era elevadísimo. Entre los asistentes a la fiesta estaba el padre de Hannah, la cual, en cuanto tuvo la oportunidad, se lo llevó a un lado para hablar con él.

—¿Qué pasa con Ross McCoy? No me habías dicho que habías hablado con él.

—Ya… bueno, ya sabes que llama de vez en cuando —contestó el padre evasivamente.

—Sí, pero, ¿qué hace aquí?

—Eso tendrás que preguntárselo a él. Oye, ese bizcocho de chocolate tiene una pinta estupenda. Será mejor que me acerque antes de que se lo terminen.

—Zorro astuto —murmuró Hannah.

—Lo que tú digas, mi vida. Por cierto, ¿te dije que Ross se ha divorciado?

Dicho lo cual, Edgar Liggett se escabulló entre los invitados. Hannah no acertó a reaccionar. ¿A santo de qué le decía que Ross estaba divorciado? Conociendo a su padre, podía tratarse de un simple comentario o de una sugerencia para que lo sedujese. Hannah se quedó helada: la idea tenía su parte atractiva, pero no podía afirmarse que fuese una experta en artes de seducción y no quería poner en peligro su amistad con Ross. A pesar de los años que habían pasado, seguía considerándolo su mejor amigo. Apenas se habían visto, pero, al menos, Ross le había escrito un par de cartas.

Hannah se giró hacia él. Estaba sentado en una esquina, tomando helado con su hijo y charlando con los invitados como si nunca se hubiera ido de Quicksilver. Por fin, Hannah decidió acercarse a él, con el pretexto de llevarle un vaso de leche a Jamie.

—Gracias —Ross sonrió—. ¿Tienes un momento?

—Por supuesto. Querías decirme algo, ¿no?

—Sí —Ross se terminó el helado—. Tengo entendido que no estás casada.

—Gracias por restregármelo —murmuró ella.

—No lo he dicho en ese sentido —Ross pareció sorprendido.

—Ya, ya.

Hannah se levantó y se dirigió a la cocina. Ross no podía entender cómo se sentía. Para los hombres era distinto, ellos podían tener hijos aun siendo mayores y canosos. No tenían que preocuparse por relojes biológicos, lo cual explicaba que no se obsesionaran tanto con enamorarse.

—Hannah —la llamó Ross, siguiéndola al interior de la cocina.

—¿Sí?

—No pretendía ofenderte.

Hannah suspiró. Estaba siendo demasiado susceptible.

—Olvídalo —dijo ella—. Es que me han gastado muchas bromas con eso de que ahora soy la última soltera.

—Yo nunca haría algo así —le aseguró Ross—. Solo lo he dicho porque…

—Cariño, ¿no le puedes echar un poco más de alcohol al ponche? —le preguntó Diez Peniques tras entrar en la cocina.

Justo lo que necesitaba: un puñado de ancianos emborrachándose.

—Está bien, voy al licorero —accedió de todos modos.

Hannah salió de la cocina y miró hacia Jamie. Sonrió. Ross había dejado al niño con tres mujeres, encantadas de cuidar del pequeño.

—Escapémonos un rato —le propuso Ross, sujetándola por un brazo.

—Estoy ocupada —replicó Hannah. Sinceramente, no tenía sentido: Ross había esperado más de diecisiete años en ir a verla y, de pronto, se comportaba como si no pudiera desperdiciar un solo segundo.

—Te estoy hablando en serio, ¿podemos hablar en privado?

—Tengo que ocuparme del banquete —explicó ella—. ¿Por qué no te arremangas y me echas una mano? Hay tiempo de sobra. Podemos hablar después.

—Es que…

—Cariño, ¿traes la ginebra? —insistió Diez Peniques.

—En seguida.

Hannah suspiró, sacó la botella del licorero y se la entregó a Diez Peniques, la cual la vació por completo.

—Así está mejor —dijo la novia tras dar un sorbo de ponche. Luego le entregó una copa a su flamante esposo, el cual dio su aprobación.

—Muy rico —afirmó Joe—. Echa un trago, Hannah. Te saldrá pelo en el pecho.

—¡Calla, Joe! Hannah no necesita que le salga pelo en el pecho —lo reconvino Diez Peniques—. ¿Verdad que no, Ross? Llevas un rato mirándoselo y no parece que te desagrade tal como lo tiene, ¿no?

—Bueno… —Ross tosió y sintió que le ardían hasta las raíces del pelo—. Su pecho está bien.

Edgar Liggett le lanzó una mirada asesina. Ross suspiró. Declararse a Hannah le estaba costando mucho más de lo que había pensado. Y lo peor de todo era que, después de lo que acababa de decir, esta pensaría que se había convertido en un obseso sexual, lo que no era cierto. Era un hombre normal al que le gustaba mirar el cuerpo de una mujer, nada más. Hannah se había desarrollado de un modo muy… vistoso y él se deleitaba mirándola.

—¿Hannah? —la llamó otro invitado—. ¿Tienes más café?

—Y azúcar —añadió otra voz.

Ross apretó los dientes. Parecía que todo el mundo podía reclamar la atención y el tiempo de Hannah. ¿Era justo pedirle que se casara con él?, ¿o debía alegrarse ante la posibilidad de poder olvidarse de Quicksilver de por vida?

—Siéntate —le pidió cuando Hannah pasó delante de él por séptima vez.

—Ahora mismito —contestó ella con una sonrisa distraída en los labios.

—Hannah Liggett —bramó Ross, desesperado—. ¡Quiero pedirte que te cases conmigo! —añadió sin pensárselo dos veces. Se arrepintió de sus palabras nada más decirlas, pero ya no podía dar marcha atrás.

De repente, el restaurante se quedó en silencio.

—¿Qué? —preguntó Hannah, totalmente pálida.

—Yo… te he pedido que te cases conmigo —Ross se aflojó el cuello de la camisa.

—Eso me ha parecido.

Luego se giró y fue directa hacia la puerta del restaurante, con los ojos vidriosos.

—Cuida de Jamie un segundo —le pidió Ross al padre de Hannah, para salir tras ella acto seguido.

Si algo odiaba era ver a Hannah llorar. Siempre había sido valiente y había sabido sonreír a pesar de los reveses que le había dado la vida. Solo la había visto llorar en otra ocasión y todavía recordaba lo mal que se había sentido.

El instinto lo condujo hacia una pequeña arboleda a la que siempre había ido Hannah cuando quería estar sola.

—Perdona, no pretendía ofenderte —se disculpó Ross.

—¿Cómo has podido decirme algo así delante de todo el mundo?, ¿es que te gusta ponerme en ridículo?

—Pero es verdad, quiero casarme contigo.

Le entraron ganas de pegarle. No se enteraba de nada. No podía ser más evidente que Ross no albergaba el menor sentimiento romántico hacia ella. Seguro que todos se estaban tronchando de risa.

—Jamie necesita una madre —continuó Ross con calma—. Y tú eres la única mujer a la que me atrevo a confiar su cuidado.

Hannah apretó los dientes. Ross quería casarse con ella para tener una cocinera y una niñera. Se había quejado de ser la única mujer soltera de Quicksilver, pero aquella no era forma de arreglar la cuestión. Ross no tenía el menor interés en ella como mujer.

—Deberías esperar a enamorarte —replicó finalmente—. Será lo mejor para Jamie.

—Ya estuve enamorado de mi ex esposa y fue un desastre. Pero esto sería genial, dos amigos que se casan. ¿No ves que es perfecto? Nosotros siempre nos hemos apoyado en los momentos difíciles. Y la amistad es una base mucho más solida para el matrimonio que un sentimiento lujurioso y pasajero.