9,99 €
La cuestión no es si alguna vez te has preguntado qué coño estás haciendo con tu vida. La cuestión es: ¿con qué frecuencia te lo preguntas? Hubo un tiempo en que todo parecía más sencillo. La vida giraba en torno a tardes viendo dibujos animados, mientras decidíamos si el bocadillo sería de chocolate o de quesitos. Pero un día nos disfrazamos de adultos y llegaron los alquileres imposibles, las hipotecas de pesadilla, los jefes insoportables, las vacaciones de postureo, las suegras, las madres, los hijos, la pareja… y los calcetines que no casan o las misteriosas manchas en la ropa que parecen tener vida propia. Si tu vida es un drama constante, las croquetas están para recordarnos que sobrevivir merece siempre la pena... Y, además, son pura terapia. «Un rayo de luz en la vida cotidiana. Un libro sensato, desenfadado, divertido. Para reflexionar, reírse y ser más feliz». ELIA BARCELÓ, escritora. «El éxito es conseguir saber quién eres y sentirte bien con ello. No tener que demostrar nada a nadie. Volver a esa fila donde el abusón del patio hacía de las suyas mientras el resto le bailaba el agua y ser la primera en dar un paso al frente y decir que no quieres estar ahí, que contigo no cuenten. Decir en voz bien alta y sin vergüenza que el Ulises es una mierda, que El padrinoestá sobrevalorada o que ¡el emperador está desnudo! ¿Es que no lo veis? El éxito es vivir en paz, no tener que preocuparte por si podrás llenar la nevera a fin de mes, querer mucho, reír a gritos, que te quieran. Tener todo lo que necesitas y no querer nada más». @jessicagomez_al
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 220
Veröffentlichungsjahr: 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
www. harpercollinsiberica.com
Cambio dramas por croquetas. Terapia para facilitarte la vida, porque nadie lo va a hacer por ti
© 2025, Jessica Gómez
© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor, editor y colaboradores de esta publicación, queda expresa mente prohibido cualquier uso no autorizado de esta publicación para entrenar tecnologías de inteligencia artificial (IA).
HarperCollins Ibérica S. A. puede ejercer sus derechos bajo el Artículo 4 (3) de la Directiva (UE) 2019/790 sobre los derechos de autor en el mercado único digital y prohíbe expresamente el uso de esta publicación para actividades de minería de textos y datos.
Arte de cubierta: Laura Breitfeld
ISBN: 9788410643970
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
¿Qué coño estoy haciendo con mi vida?
Prefacio
1. Así funciona el hartazgo
2. El talento se presume
3. Pide lo que quieres
4. Lo importante no se piensa
5. Pregúntate siempre el porqué
6. Hay que frenar el cuchillo
7. Haz examen de conciencia
8. La suerte nunca es el premio
9. Limpieza general: el concepto
10. Que cuidarte no te cueste la salud
11. Mi vida amorosa es una mierda
12. Mi vida amorosa es una mierda
13. Mi vida amorosa es una mierda
14. Meter tijera es peligroso
15. Los jetas necesitan un depredador natural
16. A veces la segunda mejor opción es la mejor opción
17. Escucha a tus miedos
18. No se arregla lo que no está roto
19. El libre albedrío no existe
20. Quita tareas de la lista
21. Espera a que se te pase el susto
22. ¡Suelta los pedales, coño!
23. No te van a devolver el año
24. Hay gente que me gusta muy poco
25. No se reparten consejos
26. Elige bien tus peleas
27. Apaga el mundo de vez en cuando
28. ¿Qué es para ti el éxito?
29. ¿Qué pesa más? ¿Un kilo de años o un kilo de idiotas?
30. Todos los gurús se equivocan
Hasta el próximo café
Epílogo
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Para mis perros, Ronin y Fujur, que han madrugado conmigo cada día para escribir este libro.
Y para mi gata, Kimiko, sin cuya inestimable ayuda habría tardado la mitad.
Los filósofos griegos miraron al cielo y observaron unas estrellas que se comportaban de modo extraño; habían descubierto los planetas. Mil años después de esos griegos y mil años antes que Galileo, Hipatia dedujo —algunos dicen que sintiendo la arena entre los pies— que la Tierra giraba alrededor del Sol. Da Vinci un día estaba tirando pajitas a un río y sentó las bases de la dinámica de fluidos que hoy permite que los aviones vuelen. De alguna manera.
A mí me encantaría poder hacer reflexiones vitales, de esas que cambian el devenir de la humanidad, mirando el cielo, la arena o el correr cristalino de las aguas de un río mientras lanzo pajitas alegremente cual muchachuela. De verdad que me encantaría. Pero no. A lo mejor es que no tengo tiempo ni para cielo ni para arena ni para río, o a lo mejor es que mi don es mi maldición: a mí las epifanías me vienen en momentos absurdos. Por eso nunca me tomarán en serio. Dónde va a parar, hombre: mucho más rigurosa la arena entre los pies que la pila de platos sucios. Pero es lo que me ha tocado.
Yo mis revelaciones vitales las tengo conduciendo, pelando patatas o fregando los platos, en el mejor de los casos. La última, ya lo adelanto, nada que ver con mirar las estrellas. No. Mi última revelación vital me sobrevino podándole el seto a mi perra. Que, por si es demasiado sutil, aclaro que podar el seto es un eufemismo de depilar el coño, pero dice mi editora que me paso de bruta y que haga el favor de no poner que le estaba depilando el coño a la perra, que da susto. Además, tampoco es cien por cien exacto, porque realmente no se lo estaba depilando por completo, se lo estaba recortando, arreglando. Podando el seto, pues.
Olga, mi editora, no me creyó cuando se lo dije. Pero sí, puedo jurarlo. Y seguro que te estás preguntando lo mismo que se pregunta todo el mundo a quien se lo he contado: «¿Pero por qué le arreglas el jardín a la perra?». Pues es que Fujur —pronunciado Fúyur, que así se llama la susodicha— tiene el pelo superlargo y ahora no sé si es que le ha crecido mucho o si se agacha más al hacer pis, pero se moja los pelitos. Y, como no queremos pelitos goteando pis por casa, pues hemos resuelto cortándoselos.
Yo una vez escribí en alguna parte que hay que disfrutar de lo que se está haciendo en cada momento. Y luego me veo ahí, tijeritas en mano, y solo puedo pensar que hay veces que es pa darme en la boca con una zapatilla.
Si has leído alguno de mis otros libros, tal vez esta historia te suene: antes de tener a mi hijo mayor, yo iba a hacerme la cera una vez al mes. Cuando él nació mi capacidad organizativa, ya de por sí tirando a escasa, se fue a la mierda, e ir a hacerme la cera pasó a ser una cosa que hacía de vez en cuando. Un mes antes de nacer mi hija mediana fui a depilarme y le dije a la chica de la estética:
—Me he organizado fatal, pero ahora con la segunda, como ya tengo práctica, seguro que me organizo mejor —no te rías todavía, joder, espera a que acabe el párrafo— y voy a volver a venir a hacerme la cera una vez al mes.
Y esa fue la última vez que fui a hacerme la cera. Mi mediana, puntualizo, tiene doce años.
Yo no voy a que me depile una profesional desde hace doce años y un paquete de cuchillas de tres puede durarme tranquilamente año y medio, pero para este menester perruno se ve que sí tengo tiempo. Y mi amiga la Consu intentando darme ánimos:
—Nena, no te mortifiques, que la vida ya sabes que es cuestión de prioridades.
¡Pues por eso precisamente, Consuelo! ¿En qué momento mi sistema de prioridades se ha convertido en esto? ¡¿QUÉ COÑO ESTOY HACIENDO CON MI VIDA?!
Y ahí fue donde tomé la decisión: DEESTO. De esto voy a hablar en mi próximo libro. De quién coño es esa tía que me mira desde el espejo, joder. Que no me reconozco. Que vale que yo cuando era pequeña y me intentaba imaginar mi vida adulta ya era consciente de que lo del chalé con piscina y los millones en la cuenta era una realidad poco probable, pero, joder, de ahí a no tener tiempo para mí y encontrarme de repente haciendo estas cosas —con carácter urgente, además—, ostras, pues va un tramo grande.
Con lo fácil que era todo, ¿cómo me las he apañado para complicarme tanto la vida? ¿Cómo he llegado hasta aquí? Y, lo que es más, ¿cómo coño salgo?
Mira, no pretendo yo con este libro, diario, compendio o llámalo equis provocar en el país una desbandada de gente dejando sus empleos o abandonando a sus parejas, aunque hago un inciso para aclarar que si tu churri ha tenido barba los últimos diez años y de pronto aparece afeitado sin previo aviso, no seré yo quien te juzgue si lo abandonas en un descampao. Lo que quiero decir es que no es mi intención generar un manual de grandes cambios, como mandar ya a tomar por culo a tu jefe —o sí, no sé, es pronto para asegurarlo—. Pero es que he estado recapacitando sobre esto y he llegado a una conclusión que, en realidad, hace años que tengo clara: la vida está hecha de cosas pequeñas. A ver, de cosas grandes también; la carrera, la mansión, el barco. Pero en general la construimos más con las cosas pequeñas; una siesta, una peli, unas croquetas. Y cuando nos apetece mandarlo todo a la mierda, pero a la mierda de verdad, el detonante casi siempre son también cosas pequeñas. Así que mi teoría es que si conseguimos redirigir algunas cosas pequeñas el conjunto entero —a saber: nuestra vida toda— irá mejor. O nos lo parecerá, al menos, hasta la próxima perreta.
Tal vez no sea el más ambicioso de los propósitos ni la mejor de las soluciones, pero, oye, como leí una vez en un cartel de mi gimnasio: no se trata de alcanzar la perfección, se trata de progresar. Que es cierto que al gimnasio hace ocho meses que no voy porque nunca me va bien, pero, mira, ahí queda la frase.
Progresemos.
Salgamos de aquí.
Y agárrate el sombrero, que viene viento.
Verás, lo que te voy a contar en este capítulo es muy muy particular. Y, de hecho, me ha tenido bloqueada durante mucho tiempo, porque yo pensaba ponerlo al final del libro, en plan supercolofón. Y me ha tenido bloqueada porque he tardado en comprender que esto no es el colofón: esto es el principio del que parte todo lo demás.
Es una teoría que desarrollé yo solita, un día, de repente. ¿Qué día? Pues uno en que me apetecía muy fuerte lanzarle a alguien una sartén. A ver, vacía, ¿eh? Que tampoco soy un monstruo. Pero una sartén. Grande.
Pues como te decía, ese día de pronto tuve la certeza de que estaba enfocando mal el origen de todos mis males: el hartazgo. No nos han enseñado bien cómo funciona. Y te juro que la teoría que desarrollé ese día —en eso ocupé mi energía como alternativa a lanzar la sartén— es de las que cambian la vida. Yo no sé si no tendré que ir a patentar el tarro.
Pongámonos en situación. Ya sabes: «Un suponer».
Es lunes por la mañana y alguien… No sé, por decir algo: tu pareja. Es lunes por la mañana y tu pareja, que ha salido de casa antes que tú, ha dejado unos calcetines sucios en el sofá. Y cuando os veis por la tarde le comentas que a ver, cariño, yo te quiero mucho, pero acompañar el desayuno con tu ropa interior sucia hace que te quiera un poquín menos, así que, por favor, acuérdate de echar tus calcetines a lavar. Y «claro, mi amor».
Todo bien.
Es martes por la mañana. Llegas a la cocina arrastrando tus lagañas, echas la mano al asa de la cafetera y… ¡Ops! Vacía. Qué raro, dices tú, que aquí mi churri se haya terminado el café y no haya hecho más. Así que abres el armario para coger el paquete de café y hacer otra cafetera y… ¡Ops! No hay café. ¡¡¡¿Pero cómo que no hay café?!!! Yo no sé tú, pero para mí quedarme sin café por la mañana es razón, por sí sola, más que suficiente para lo de la sartén. Pero pongamos que tú no, que tú eres mejor persona que yo y aguantas sin tu primer café, porque ahí tu corazón de melón se lo ha terminado. Y por la tarde, pues se lo comentas. Que de todas las adicciones posibles la tuya es el café, y que, por favor, respete tus adicciones si no quiere ver cómo te transformas en… Bueno, mejor que no sepa en qué te transformas cuando no tienes café. Que no se pierda la magia.
Y seguimos.
Es miércoles por la mañana. Fuera está lloviendo a cántaros y el mismo ser de luz que ayer te dejó sin café, hoy se ha llevado tu paraguas. Porque el ser de luz no tiene paraguas propio. Porque, ¿para qué coño va a querer comprarse un paraguas si ya tiene el tuyo? Y por la tarde, esperándole en casita para explicarle que, por favor, no se lleve tu paraguas, que no tienes más y no puedes ir a trabajar calada hasta las bragas, aparece por la puerta SIN tu paraguas. «¿Y el paraguas?», dices tú, con esa vocecita cándida y esperanzada de quien conoce ya una respuesta horrible, esa vocecita que usaría un niño para preguntar «¿y el ratoncito Pérez tampoco?». Y ves cómo alrededor de tu ser de luz se van apagando todas las bombillas mientras responde:
—Hostia, lo olvidé en el bus.
Ya no te molestas en explicarle una mierda. Y solo estamos a miércoles.
El jueves por la mañana te levantas y ya te da por saco tener que hacerte el café. Que sí, que hay café. Solo faltaba, compraste tres kilos hace dos días. Pero, aunque habría sido un detalle por su parte hacerte el café, habida cuenta de que te dejó sin él el martes, pues se acabó la cafetera y no ha hecho más. Pues vale. Pues fantástico. Ya te haces tú el café y vas un poco encabronada a trabajar, que eso siempre da energía. Te animas un poco cuando, por la tarde, ahí tu alma gemela te dice que siente haberte dejado sin café y promete que el viernes, antes de ir a casa, pasará por el súper a hacer la compra y te pillará una tableta asquerosamente grande de tu chocolate favorito para compensar.
¡Ánimo, que ya está ahí el finde!
Y llegamos al viernes por la mañana. Te tomas el café del fondo de la jarra. El que tiene borra. El que tienes que masticar cuando llegas al final de la taza. Te vas al sofá y te sientas sobre dos calcetines sucios que obviamente no son tuyos. Te pasas el día deseando mandar a la mierda a alguien. No tiene por qué ser a tu churri, aunque preferirías que sí. Llegas a casa por la tarde. Hecha polvo, con el pelo mojado porque ha vuelto a llover y tú todavía no tienes paraguas, te sientas en el sofá a ver la tele un rato mientras ARDES porque llegue el melón con la compra y poder comerte tu chocolate. Pero llega a casa y no trae compra. Que se le ha olvidado, dice. Lo que sí trae es un paraguas, porque como tiene los chinos al lao del curro, pues ha comprado uno. Uno. Sois dos, pero ha comprado un paraguas. Uno solo. Probablemente, el más feo de todo el bazar. Y tú, en tu terrible cabreo porque ese chocolate que esperabas era la poción mágica que iba a arreglar tu mierda de semana —y tal vez salvar los muebles de tu vida amorosa—, te vistes, dispuesta a ir tú misma a por tu chocolate, te diriges a la puerta, coges el paraguas y…
—Ese no te lo lleves, que es el mío.
¿Pillamos ya el sentido al tema de la sartén?
Aquí es cuando la situación llega al límite. Se estalla. Se protesta. Se grita. Surge el enfado. ¿Por qué? Dirás tú: es la gota que colma el vaso.
CRASO ERROR, AMIGA MÍA.
Aquí llega el meollo. A ver, vamos a hacer un pequeño ejercicio de imaginación, ¿de acuerdo?
Imagínate tu vaso vacío. Ahora imagina la primera gota. Y ahora ve imaginando cómo se va llenando, gotita a gotita. Puedes imaginarlo a cámara rápida, si quieres, que tampoco es plan de estar aquí toda la tarde. Imagínalo llenándose y frena cuando esté lleno hasta el borde. ¿Lo tienes, verdad? Tu vasito, lleno hasta arriba. Le añades una gota, y todavía no se desborda. Y otra, y otra, y sigue sin desbordarse, porque, mientras el agüita siga entrando así, gotita a gotita, la tensión superficial es capaz de mantener el agua unida incluso cuando ya esté un tramo por encima del borde de tu vasito de paciencia. Pero en algún momento, esto es inevitable, llegará la gota fatal que romperá esa tensión y el agua caerá, arrollando por los lados, dejando un ridículo charquito en la mesa. ¿Ves el charquito? ¿Y ves el vaso? Bien, ahora dime —y piensa la respuesta, que esto es importante—: ¿cómo está ese vaso? Exacto. SIGUE ESTANDO LLENO, JODER. No se vacía mágicamente dejando el vasito ahí, intacto y listo para ser llenado nuevamente. SIGUE-LLENO.
¿Cuánto se ha caído? ¿Quince mililitros? Mi hijo pequeño toma dosis de ibuprofeno más grandes, coño. Esto es un absurdo. Esto no funciona así. Nos lo han enseñado mal.
Ahora sí, te explico mi teoría, que estoy convencida de que dentro de siglo y medio el mundo habrá aceptado como verdad.
Es probable que ya hayas oído este famoso acertijo, aunque puede que no. Como sea, aquí te lo expongo en su forma más extendida:
Imagina una probeta que tiene dentro una bacteria. Esa bacteria, al cabo de un minuto, se multiplica por dos. Es decir que, al cabo de un minuto tienes dos bacterias. Cada una de ellas se volverá a multiplicar por dos cuando pase otro minuto. O, en otras palabras, el contenido de la probeta se multiplica por dos cada minuto. Ahora responde: si la probeta está llena en el minuto sesenta, ¿en qué minuto la probeta está por la mitad?
Te doy un par de líneas en blanco para que te lo pienses.
Línea en blanco número uno.
Línea en blanco número dos.
Línea en blanco extra por si acaso.
Bien, he aquí la respuesta: si la probeta está llena en el minuto sesenta, está por la mitad en el minuto cincuenta y nueve. No, no me he equivocado y si tú habías pensado que estaba por la mitad en el minuto treinta no te preocupes, que es lo que piensa la mayoría. Y por eso nos hallamos aquí. Este acertijo, por cierto, se suele utilizar para hablar del problema de la sobrepoblación mundial.
Verás, nuestro hartazgo funciona como esa probeta aunque yo, en pos de visualizarlo mejor, he decidido cambiar la probeta por un tarro, uno de esos bonitos que venden en Ikea, el típico para guardar dentro esas galletas que viste en una receta de Instagram que nunca vas a hacer. Las bacterias puedes sustituirlas por otra cosa: cucarachas, piedras… A mí me gusta imaginar gominolas. Lo que quieras, pero que sea algo pequeño, porque si usas melocotones a las tres de la tarde ya no tendrás tarro. Y el contenido de nuestro tarro del hartazgo se duplica, no con cada nuevo minuto, sino con cada nueva cagada.
En mi tarro hay una gominola. Calcetines sucios en el sofá, gominola por dos. Se acaba el café, gominolas por dos. Se lleva tu paraguas, gominolas por dos. Te lo pierde, por dos. No hay café otra vez, por dos. Calcetines, por dos. No hay compra, no hay chocolate, no te deja su paraguas. Por dos, por dos, por dos.
Exacto, es así como funciona: cada nueva cagada —suya, tuya, de la vida— potencia y multiplica todas las anteriores. Cada cagada previa pesa más, ocupa más espacio. No es un «gota a gota hasta que el vaso se desborda», es un «por dos y por dos hasta que el tarro explota». Porque el hartazgo, amiga mía, y esto es lo importante, no es acumulativo: ESEXPONENCIAL.
Y de ahí todos nuestros problemas, porque tú estás visualizando el famoso vasito y cuando ves que va por la mitad crees que te queda todavía mucho por rellenar, pero no, maja, no. Si estás por la mitad estás, te recuerdo, en el minuto cincuenta y nueve. A la próxima esto se va a la mierda. Y cuando el tarro explota no es un vasito perdiendo una minidosis de ibuprofeno, no: ese tarro de hartazgo acumulado cuando explota salpica, y ensucia —espero que lo hayas imaginado con gominolas y no con cucarachas—, y lo llena todo de cristales que a lo mejor se le clavan a alguien y, lo que es más importante, no se queda ahí, como el vasito pusilánime, llenito igual hasta arriba, siempre a punto de desbordarse. Cuando el tarro explota, ya no hay nada que hacer. Tal vez, solo tal vez, tú u otra persona queráis recomponer los pedazos, y pegarlos con cuidado y ver si ese tarro aguanta otra sobrepoblación de gominolas, pero yo que tú me andaría con cuidado porque un tarro repegado no suele aguantar bien la presión, y lo mismo se desmorona a la cuarta multiplicación.
Y yo te lo he puesto aquí reducido a una semana tirando a mala, pero es extrapolable a la vida toda. ¿Te acuerdas de cuando te dije antes que mi idea es mejorar la visión de conjunto reconduciendo las cosas pequeñas? Pues esta es la idea, nena: pongamos todo lo que podamos por nuestra parte para evitar que el tarro explote. Vamos a controlar esa población de gominolas.
En algún momento alguien decidió y, lo que es aún peor, convenció a los demás, que la modestia consiste en no hablar bien de uno mismo y que, además, eso era una cosa buena.
Yo he reflexionado mucho sobre esto desde una vez que hice unas lentejas absolutamente espectaculares, dignas de una abuela experimentada, y dije:
—Está mal que yo lo diga, pero están buenísimas.
Y me respondió mi hija:
—¿Y por qué va a estar mal que lo digas, si es verdad?
Ay, criaturillas, siempre enseñándonos cosas nuevas.
Mira, te voy a contar la historia de un vecino mío al que, con ánimo de mantener la paz en mi barrio y la integridad en mi bolsillo, vamos a llamar Paco.
Paco es gilipollas. Lo es tanto que estoy segura, aunque no lo recuerdo, de que ya lo he usado como ejemplo de idiota en más libros. Pues como incluso un reloj estropeado acierta dos veces al día, algunas veces Paco consigue hacer algo medio bien. Por ejemplo, cuando la Asociación de Vecinos quiso financiar la decoración navideña con una rifa, Paco se ofreció para ocuparse de las papeletas. Hizo un diseño feísimo con un programa terriblemente básico que, a la postre, fue la pesadilla del pobre impresor. Que si Paco fuera una persona normal te daría un poco igual porque, oye, cada uno hace lo que puede. Pero Paco no es normal, no. Paco es especial y, por si a alguien se le olvida lo especial que es, ya se ocupa él de recordarlo cada poquísimo tiempo. Hizo las papeletas más feas que se han hecho jamás para un sorteo, se lio pidiendo los números, encargó de menos y luego no alcanzaban, no guardó la factura y acabamos gastando el doble.
Que estoy yo pensando que, con todo lo que acabo de contar, lo de llamarlo Paco casi que es una tontería, pero esto es una performance, así que voy a seguir con ello hasta el final.
Pues, ¿quieres saber qué hizo Paco con su histórica cagada de las papeletas? Dar por saco un año entero. Llegamos al sorteo del año siguiente y todavía estaba Paco explicando que el año anterior había sido un éxito gracias a él —repito: gracias a él— porque se había ocupado de todo —no era cierto— y había hecho un diseño estupendo —que el impresor tuvo que corregir— y unas gestiones impecables con todo el asunto de las papeletas. La cara de los vecinos era un poema, y no de los buenos.
¿Necesita Paco un poco de modestia? No. Paco necesita mejorar su percepción de la realidad. Y esa es la diferencia. Si Paco hubiera hecho un buen trabajo, yo no estaría escribiendo este capítulo. Bueno, sí lo escribiría, pero no lo usaría a él de mal ejemplo.
Verás, la modestia, como la humildad, consiste en conocer las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo a este conocimiento. Y esto no lo digo solo yo, lo dice el diccionario, también. Que dirás tú: «Bueno, pues entonces a Paco sí que es modestia lo que le falta». A ver, técnicamente sí, pero tú ya me entiendes.
La cuestión es que yo creo que si a ti hacer algo se te da muy bien, no presumirlo va contra nuestra naturaleza. Y lo puedo demostrar.
Vamos a hacer un ejercicio de memoria: recuerda tu infancia. Eres peque, estás en el salón de tu casa pintando unos caballos que parecen perros, unos perros que parecen gatos y unos gatos que parecen burros. Pero, de pronto, dibujas un ratón y, ostras, ¡parece un ratón! Sus orejas redondas, sus patitas minúsculas, su cola larga y puntiaguda, sus dientotes de roedor. ¡Has hecho un ratón! ¡Gran trabajo! ¿Y qué haces con ese dibujo precioso que acabas de conseguir? Exacto: vas corriendo a enseñárselo a toda la casa. Tu madre, tu padre, tu abuelo, tus hermanos, el amigo de tu hermano que está de visita, la vecina que está en la puerta que ha venido a pedir algo. Quieres enseñarle a todo el mundo tu preciosísimo ratón. ¿Y por qué? ¿Estás presumiendo? No: estás compartiendo tu alegría, tu emoción, porque has hecho un gran trabajo y estás hasta arriba de autoestima y orgullo. Y eso es bueno.
No ha habido peque jamás en la historia que termine de hacer un precioso dibujo y diga:
—Ay, qué bonito me ha quedado, pero no se lo voy a enseñar a nadie, que hay que ser humilde.
Eso no pasa, y si no pasa, es que no está en nuestra naturaleza. Fin de la cita.
No es presumir, es compartir nuestra alegría y satisfacción por el talento, por el trabajo bien hecho, por el avance e incluso, si me apuras, por el golpe de suerte. Pero no, parece que nos condenamos a compartir solo las penurias. Así están luego las salas de espera de los centros de salud, convertidas en concursos de a ver quién está peor de lo suyo; que si una la espalda, la otra la espalda y las piernas, y el tercero en discordia se murió antes de ayer.
