Mamá en busca del polvo perdido - Jessica Gómez - E-Book
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Mamá en busca del polvo perdido E-Book

Jessica Gómez

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Beschreibung

Hay gente muy motivada con ganas de hacer grandes gestas, como subir un ocho mil o sacarse una carrera universitaria pasados los cuarenta. Paz no. Paz tiene tres hijos, un marido estándar, un jefe gilipollas y lo más parecido a tener tiempo para ella es conseguir ir sola a comprar al Carrefour. Pero sí que tiene una misión: se ha propuesto echar un polvo, no, UN POLVAZO, con el padre de sus hijos. Con preliminares y todo. Solo tiene que conseguir un momento, de más de dos minutos si no es mucho pedir, en el que los dos tengan ganas, duchados si puede ser, que no estén muy cansados, preferiblemente depilados, que no estén casualmente enfadados y, por supuesto, que los niños se duerman pronto. No puede ser tan difícil, ¿verdad? ¿VERDAD? ¿QUE CUÁNDO EMPEZÓ TODO? Podría decir que la hecatombe se desató un día que sucedió algo especial, una singularidad cósmica: los niños se durmieron pronto. Y Didier y yo teníamos ganas de mambo, así que nos pusimos al lío, aunque, ¡oh, destino!, los niños estaban ocupando todas las superficies blandas de la casa. Sin embargo, estábamos fogosos, de modo que nos fuimos al suelo. Y descubrí una verdad horripilante: que el amor es joven, pero mis rodillas se ve que no. ¡¡¡UN DERRAME!!! Un puto derrame se me hizo en la rodilla izquierda, que se me puso MORADA como una berenjena vasca. ¡¡Si solo tengo treinta y nueve años!! ¡¿En qué momento de mi vida me he convertido en una SEÑORA a quien le sale UN DERRAME POR ECHAR UN POLVO?! Esto no se acaba aquí. Llamadme loca, pero TENGO UNA MISIÓN: Voy a echar un SEÑOR POLVAZO con el padre de mis hijos.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Índice

Portada

Dedicatoria

«Antes de empezar, solo un pequeño apunte:

LUNES, 13 de enero.

MARTES, 14 de enero.

MIÉRCOLES, 15 de enero

JUEVES, 16 de enero

VIERNES,17 de enero

SÁBADO, 18 de enero

DOMINGO, 19 de enero

LUNES, 20 de enero

MARTES,21 de enero

MIÉRCOLES, 22 de enero

JUEVES, 23 de enero

VIERNES, 24 de enero

SÁBADO, 25 de enero

DOMINGO, 26 de enero

LUNES, 27 de enero

MARTES, 28 de enero

MIÉRCOLES, 29 de enero

JUEVES,30 de enero

VIERNES, 31 de enero

SÁBADO,11 de febrero

DOMINGO, 12 de febrero

LUNES, 13 de febrero

MARTES, 14 de febrero

MIÉRCOLES, 15 de febrero

JUEVES, 16 de febrero

VIERNES,17 de febrero

SÁBADO, 18 de febrero

DOMINGO, 9 de febrero

LUNES, 10 de febrero

MARTES, 11 de febrero

MIÉRCOLES, 12 de febrero

JUEVES, 13 de febrero

VIERNES,14 de febrero

SÁBADO, 15 de febrero

UN MES Y CUATRO DÍAS DESPUÉS

Créditos

Dedicatoria

Para mi marido César, mi madre Carmen y mis hijos

Hugo, Aine y Leo, que me aguantan tanto como a Paz los suyos.

Aunque cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Para todas las Mari Paz del mundo.

Aunque seguro que no hay ninguna.

Y con particular cariño para todas las personas que salen en el libro. Aunque todas son inventadas.

SI NO TIENES HIJOS y te planteas tenerlos en el futuro, has de saber que todo lo que se cuenta en este libro es pura ficción. Así que no te preocupes por nada y procrea, procrea sin miedo que dicen por ahí que hay que tener niños que paguen las pensiones o no sé qué.

Tú, amiga -o amigo- sin hijos, puedes dejar de leer esta introducción aquí. Espero que disfrutes del libro y nos vemos en los bares.

* * *

SI TIENES HIJOS, seguro que no necesitas que te diga esto, pero aun así voy a responder a una pregunta que -todavía- nadie ha formulado: ¿Es este libro biográfico? Total y absolutamente. De la primera a la última letra, incluyendo comas, puntos, guiones, paréntesis, comillas y esas cosas que parecen flechitas que nunca recuerdo cómo se llaman. Todo lo que aquí se cuenta es verdad y ha sucedido, a mí o a alguien, en algún momento de la historia. Puede que te haya pasado a ti. Y no, no te voy a pagar derechos. Bastante hago con guardarte el anonimato.

Pero recuerda, si hablas de este libro con alguien que no tiene hijos, dile que todo es mentira. No queremos estropearle la sorpresa, ¿VERDAD?

¿Que cuándo empezó todo? No sabría decir el momento.

Así, haciendo un repaso rápido por mi memoria, yendo hacia atrás en la peli de mi vida, la primera pausa la haría en ese momento en que, sentada en la mesa de la cocina hace un par de años, entré en shock al ver el positivo en el test de embarazo de mi tercer hijo. O, rebobinando otro poco, pararía en ese otro momento hace casi siete años en que me quedé paralizada y sin habla durante más de media hora al ver el positivo en el test de embarazo de mi hija mediana. Esa vez estaba sentada en el sofá.

Si me voy un poco más atrás, puedo parar el vídeo en el momento en el que nació mi hijo mayor, hace diez años, y me veo ahí: agotada y sonriente con un pequeño bebé en brazos. Y solo un poco antes la felicidad de un test de embarazo positivo, y un pelín antes el momento en que Didier y yo decidimos que queríamos ser padres.

Aunque, ya puestos, podría seguir retrocediendo hasta el día que nos fuimos a vivir juntos, al día que nos conocimos, a la primera vez que me vino la regla o al preciso instante dentro del útero de mi madre en que mi doble X decidió dotarme de ovarios funcionales.

Pero no busquemos culpables.

¿Que cuándo empezó todo? Supongo que, en virtud de ser práctica —ya me lo decía mi madre, esa mujer capaz de echarse laca en el cardado durante media hora: «Hija, tienes que ser práctica»—, podría decir que la hecatombe se desató hace once días. Y la cosa sucedió como sigue.

Estábamos a 2 de enero. Era un jueves aciago. Bueno, en honor a la verdad era un jueves normalito, pero siempre he querido empezar una historia diciendo que era un día aciago porque queda muy profesional. Como decía, era jueves, día 2, y yo aún tenía rodando por la mesa del salón restos de la cena de Nochevieja, consistentes sobre todo en pepitas de uva que no dejaban de aparecer pegadas a todas partes y trozos de turrón rechupeteados por alguien —nadie sabía por quién—; de esto que te da pena tirarlo pero te da asco comerlo y tu estrategia es dejarlos ahí hasta que «accidentalmente» se los coma el perro o, en su caso, críen vida propia y los puedas tirar sin remordimientos.

Como fuera, era día 2 y yo estaba agotada porque el fin de las fiestas tiene ese efecto en mí. Como el inicio de las fiestas, las fiestas en sí mismas y la vida en general, que es agotadora. Pero ese día sucedió algo especial, una de esas singularidades cósmicas; un caso raro como, qué sé yo, un error de Hacienda a tu favor o una monja borracha: los niños se durmieron pronto. Y Didier y yo teníamos ganas de mambo, así que, rescatando ese poquito de energía que aún palpitaba bajo capas y capas de sueño, nos pusimos al lío. Pero, claro, si es fácil no tiene gracia.

Los niños se habían dormido pronto, sí, pero en los lugares equivocados. Los dos mayores estaban espatarrados en nuestra cama; el bebé dormía hecho un ovillo en el sofá y, por supuesto, moverlo no era una opción en ese momento, porque, en estas situaciones, las probabilidades de que el niño se despierte y se desvele en el proceso son directamente proporcionales a las ganas que tú tengas de follar.

Las superficies blandas disponibles en toda la casa se reducían a dos: la cama de la niña, que soporta máximo sesenta kilos, y la litera del niño que, aparte de que está llena de muñequitos del Minecraft que me miran fijamente y me cortan el rollo, pues no está pensada para dos adultos haciendo flexiones —afortunadamente para mi hijo, porque le ahorrará algún que otro trauma—.

Pero no pasaba nada, porque el amor es joven y nosotros estábamos fogosos: así que nos fuimos al suelo. Y descubrí una verdad horripilante: que el amor es joven, pero mis rodillas se ve que no.

¡¡¡UN DERRAME!!!

Un puto derrame se me hizo en la rodilla izquierda que se me puso MORADA como una berenjena vasca y la tuve así diez días. ¡¡DIEZ DÍAS!! ¡¡Pero que tengo treinta y nueve años!! ¡¿En qué momento, por favor, en qué momento de mi vida me he convertido en una SEÑORA a quien le sale UN DERRAME EN LA RODILLA POR ECHAR UN POLVO?!

Le cuento mi vida a Shakespeare y me escribe tres tragedias. Un derrame, joder. ¡Joder!

Y este ha sido el punto equis, la zona cero, la hora hache: me niego —espera: una vez más, con más fuerza—, ME NIEGO a aceptar que mi vida sexual se ha convertido en esto. ¿Qué coño estamos haciendo mal? A ratos parece que nos mendigamos, a ratos que nos evitamos y cuando, ¡oh, gloria!, nos encontramos, ¿voy y me reviento una rodilla? ¿En serio?

No, si la culpa es mía porque, claro, una parte de mí —la parte estúpida, probablemente— se quedó embarazada a los veintinueve años y pensaba que iba a tener un bebé y que luego ese bebé crecería, algún día se iría de casa y yo podría retomar mi vida en el mismo punto que la había dejado antes de convertirme en madre. Y va y resulta que no, que mientras el niño tiene la desfachatez de crecer, yo tengo la inconsciencia de ir haciéndome mayor, y aún no me he enterado.

Pues esto se acaba aquí. No voy a seguir dejando pasar el tiempo, como esperando que de pronto un día todo vuelva a ser como antes, como si aún creyera que cuando Didier y yo volvamos a tener tiempo para nosotros seguiremos teniendo treinta años. Estoy motivada. Estoy decidida. Esto cambia a partir de ya. Llámame loca, pero TENGO UNA MISIÓN: voy a echar un polvo, pero un polvo en condiciones, un SEÑOR POLVAZO, con el padre de mis hijos.

Hubo una época en la que yo tenía tiempo —y me sobraba— para ir, por lo menos por lo menos, una vez al mes a hacerme la cera en todo el cuerpo. Luego nació Gabriel y, salvados sus primeros meses de vida, recuperé la costumbre, aunque en lugar de una vez al mes, pues bueno… Cada tres meses o así me pasaba por allí a que me dejaran lisa y limpita. Y poco antes de que naciera Maya recuerdo perfectamente que estaba espatarrada en la camilla con las ingles dispuestas a entrar en faena, y Eva me dijo, desde esa posición de autoridad que solo un palito untado en cera caliente puede otorgar:

—Maja, menuda pelambrera tienes aquí. No sé si voy a tener cera bastante para quitarte todo esto.

A lo cual respondí en forma de promesa:

—Ya, es que me he organizado fatal… Pero ahora con la segunda, como ya tengo práctica del primero, seguro que todo será más fácil. Así que me voy a organizar bien y voy a volver a venir una vez al mes por lo menos.

Y esa fue la última vez que me hice la cera.

¿Por qué? Pues porque nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para creer que lo sabes todo y, en consecuencia, escupir gilipolleces que luego te tendrás que volver a tragar.

Así que, desde que nació Maya, depilación de vez en cuando a cuchilla y, también de vez en cuando, unas pincitas en las cejas. El bigotillo nunca más, porque lo de las cremas —una cosa tan de mi madre— no termina de encajar conmigo y, sobre todo, porque hay algo dentro de mí que se resiste a ver mi propia imagen en el espejo afeitándome el bigote con una maquinilla igual que mi padre. De hecho, desde que nació Teo —y de eso hace más de un año—, tampoco he vuelto a depilarme las cejas. Aunque no me preocupa, porque por lo que veo en Instagram me parece que depilarse las cejas ya no está de moda.

Pero el SEÑOR POLVAZO que voy a echar con Didier, en mi mente, implica muchas cosas; como un montón de tequieros y guarradas a la oreja, bastante de mirarse a los ojos y sonreír como si fuera la primera vez que nos vemos en un largo tiempo y muchos, muchos minutos de caricias, de estas de «disfrutar cada centímetro de nuestra piel». Y las caricias a contrapelo no son eróticas, así que vamos a empezar preparando el terreno: me voy a hacer la cera. Y puede que después me vuelva loca e incluso me ponga cremitas perfumadas o alguna cosa de esas. Dero y yo llevamos sin tocarnos desde el incidente de la rodilla, pero no podremos resistirnos a una piel suave que huela a… No sé, ¿a qué huelen esas cremas?

Como muestra de mi renovada energía y de mi ánimo de volver a dominar mi vida y hacer que las cosas cambien, hoy me levanté al primer toque de despertador. Oí a Dero levantarse en la habitación de al lado —porque anoche Gabi nos pidió muy por favor y muy fuerte que si podía dormir conmigo y su hermanito, así que se intercambiaron el sitio—. Me fui a la cocina a ponerme con los desayunos de los niños y, justo cuando le iba a preguntar a Dero si quería el café frío o caliente, oí la ducha. Me asomé por la puerta del baño:

—¡Iba a ducharme yo!

—¿Y yo qué sabía?

—… —Apreté los labios.

—¿Qué?

Pensé: Podías haber preguntado. Dije:

—Nada.

Esto suponía un ligero contratiempo, porque no puedo ir a hacerme la cera sin ducharme antes, pero seguro que encontraba un rato.

Puede que después de comer, antes de llevar a Maya a la clase de pintura… Tendré que comer rápido.

Volví a la cocina y rematé los desayunos de los niños: tostadas con mantequilla y unas rebanaditas de plátano. Cuando abrí el armario de las mierdas azucaradas para coger unas pocas lágrimas de chocolate negro —que les pirran con el plátano—, una de las bisagras se desencajó y la puerta me aplastó el pulgar.

¿Por qué, oh, Hado Adverso? ¿Por qué cada vez que quiero mejorar mi vida me castigas?

Me asomé otra vez a la puerta del baño, chupándome el dedo.

—Dero, se ha roto una bisagra del armario de las mierdas. ¿Lo podrás arreglar?

—Claro.

—Pero ¿pronto?

—Que sí, que sí. Esta semana lo hago.

—Ya…

En fin. Los desayunos son uno de los motivos por los que ahora mismo les caigo mal a mis hijos, desde que hace dos semanas les dije que el azúcar se iba a acabar en esta casa, pero me consuela pensar que tal vez, cuando crezcan, sea uno de los motivos por los que me quieran más. Les preparé también dos bocadillos de queso que guardé en las mochilas, puse los desayunos en la mesa, acompañados de dos vasitos de leche, y fui a por ellos.

Mientras Dero llevaba en brazos a Maya hasta la mesa, yo desperté a Gabi con mucho —muchísimo— cuidado de no despertar a Teo, porque que el bebé se despierte antes de tiempo puede alterar toda la estructura de la realidad contenida en mi casa por las mañanas. Mi prepubescente de diez años tenía mimito, lo llevé en brazos a él también hasta la mesa y le di un beso en la cabeza a mi hija, que en ese momento miraba sus rodajas de plátano con cara de asco:

—Buenos días, Maya.

Y Maya me dio los buenos días con esa combinación que solo le he visto hacer a ella: poner cara triste y hablar con voz enfadada:

—No quiero llamarme Maya.

Ya empezamos. Mil páginas de internet, doce candidaturas, dos meses de dudas y una discusión con su padre para elegirle nombre, para que ella se lo cambie todas las semanas.

—Ah, ¿no? ¿Y cómo te quieres llamar?

Entonces se le iluminó la cara —porque obviamente había elegido el nombre más increíble del mundo— y dijo feliz y sonriente:

—Quiero llamarme Isla.

—¿Isla?

—Sí.

—Pues muy bien, Isla —le dije, dándole una palmadita en el hombro—. Es un nombre precioso. Cómete el plátano rápido que se nos hace tarde.

Dero, ya vestido, apareció por el pasillo con la ropa de los niños.

—Es al revés.

—¿Qué es al revés?

—Que hoy es martes, la que tiene gimnasia es Maya.— Le cogí la ropa de los brazos y lo miré con un poco de condescendiente amabilidad—. Vete a desayunar, anda, que ya se la cojo yo.

Cambié rápido los leggings de Maya por su chándal, y el chándal de Gabi por… Bueno, por el otro chándal de Gabi; el que se pone los días de no-gimnasia. Le grité a Gabi que le diera de comer a Gatalina y fui a vestirme rápido mientras Dero salía de casa con Ronin, que bajaba las escaleras como si hubiera nacido con el único propósito de hacer pis. Tengo la teoría de que los perros tienen un código secreto y que el primero en mearse en el único arbolito de mi calle se lo queda el resto del día.

A las ocho y media en punto mi marido y mis dos hijos mayores salían por la puerta de casa. En la cocina, Gatalina me miraba suplicante junto a un comedero vacío. Aproveché la leche que los niños habían dejado para hacerme el café —por el que en ese momento sentía más deseo del que jamás podré sentir por hombre alguno—, y me lo tomé de un par de sorbos mientras echaba de comer a la gata y al perro. Fui a ordenar rápido el sofá: quité los pijamas del respaldo, coloqué los cojines y, ¡oh!, sorpresa: unas braguitas de Frozen por ahí escondidas.

Estoy hasta las narices de recoger ropa sucia cada día en el sofá. Voy a empezar a tirarla, ya verás cómo espabilan cuando se queden sin ropa interior.

Eché un ojo a Teo para asegurarme de que seguía durmiendo plácidamente. La experiencia me decía que eso podía cambiar en cualquier momento, así que fui volando a peinarme y a lavarme los dientes. Habría jurado que antes de irme a dormir había dejado mi cepillo de dientes eléctrico cargando, pero en su lugar estaba el de Didier, así que tuve que cepillarme los dientes con un cepillo eléctrico apagado. A mi periodoncista esto no iba a gustarle nada.

* * *

A las nueve y cuarto llegué con Teo a la puerta de la guardería, a cuatro calles de mi casa. Es el peor momento del día, con diferencia. Si existe una forma de hacer entender a mi bebé de un año y medio que no voy a abandonarlo para siempre y que, si pudiera, me lo llevaría conmigo al trabajo, yo no la conozco. Y si existe una forma de hacer que ninguno de los dos esté llorando a moco tendido a las nueve y veinte, tampoco sé cuál es.

—Pero, mujer, tú no llores —me dijo, con toda su buenísima voluntad, la cachonda de la cuidadora—. Si luego él está supercontento y de ti ni se acuerda.

No me consuela que me digas que mi bebé adorado se olvida de su madre en cuanto me pierde de vista, ¿sabes? Además, sé que me mientes. No me mientas, joder.

—Carla, llevamos así un mes. Yo creo que algo no estamos haciendo bien…

Teo empezó a balbucear «tita, tita»entre un sollozo y otro, así que lo cargué sobre una cadera y me saqué la teta izquierda para calmarlo un poco. Carla me miró con ternura, y me dijo sonriendo:

—Marisol cree que este es el problema.

Marisol que se preocupe de gestionar papeles y hacer cuentas, y que me deje a mí la educación de mi hijo, por favor.

—Ya —contesté—. Bueno, no sé, ya veremos.

Me di cinco minutos más para amamantar y achuchar a mi bollo y, con el corazón descosido, dejé a Teo en brazos de Carla, esa arpía malvada que cuida a mi hijo pequeño y hasta osa darle de comer mientras yo no estoy.

Cogí el autobús por los pelos, y aproveché el trayecto para poner en marcha mi plan. Saqué el móvil y busqué en la agenda. No tenía el número —debí perderlo en algún cambio de teléfono—, pero ahí estaba Google para solucionarme la papeleta. Llamé.

—Crème Vanille, buenos días.

—Hola… ¿Eva?

—No, Eva no llega hasta las diez. ¿Le quieres dejar algún recado?

—No, no, no hace falta. Quería ver si podría pedir cita para esta tarde.

—¿Para qué sería?

—Quería… —Noté en el cuello la mirada de la señora sentada a mi lado, esa sensación certera de que alguien sin nada mejor que hacer está pendiente de tu conversación. Intenté bajar un poco la voz—. Quería hacerme la cera.

—¿Qué zona?

Miré de reojo a la señora. Sí, claramente tenía la antena puesta. Bajé la voz otro poco.

—Todo.

—¿Todo qué?

Joder, qué pesada.

—Pues todo.

—¿Labio, cejas, axilas, piernas e ingles?

No, coño, tanto no.

—Tanto no.

—¿Entonces?

La señora me seguía mirando. Aquello era ridículo.

—Piernas e ingles.

—¿Completas o brasileñas?

—¿Qué?

—¿Completas o brasileñas?

Ya te había oído la primera vez, boba, es que no tengo clara la diferencia.

—No lo tengo claro. ¿Lo puedo decidir después?

—Sin problema. A las cinco hay sitio.

A las cinco no me da tiempo.

—A las cinco no me da tiempo a llegar. ¿Podría ser un poco más tarde?

—Más tarde ya está todo cogido. Solo me queda a las cinco, y si no para el jueves.

—Ok. A las cinco entonces.

Bueno, Dero puede llevar a Maya a pintura y también a Gabi y a Teo. No hay problema.

—¿Tienes ficha de clienta?

No sé si es que yo empezaba a caerle plasta o que la tipa estaba masticando chicle, pero no me gustaba nada el tonito que estaba cobrando la voz al otro lado del teléfono.

—Pues no lo sé…

—¿Cuándo fue la última vez que viniste?

—Pues tampoco lo sé…

Y oí una exhalación al otro lado de la línea.

Perdona, tía petarda: ¿ACABAS DE SUSPIRAR?

—Bueno, pero hará menos de un año, ¿no?

—No, no. Más de un año seguro.

—Uy, cariño, entonces ya no tienes. Todas las fichas de más de un año las borramos.

Me han borrado. Una tiene hijos y la borran de la vida. Sacadme la sangre, donad mi cuerpo a la ciencia, quedaos con mi móvil, qué importa ya…

—Pero no te preocupes —siguió la voz del chicle— que te hacemos otra sobre la marcha.

—¡Ah, ok! ¡Gracias! —respondí animada—. Hasta esta tarde.

Colgué y miré a la señora de al lado que, automáticamente, giró la cabeza para mirar por la ventanilla con disimulo. Puede que tenga una mente algo retorcida, pero preguntándome a qué vendría la intriga de la mujer por mi cruzada depilatoria no pude evitar pensar si no sería simple y sana curiosidad, teniendo en cuenta que sus cejas no estaban hechas de pelo, sino que estaban asimétricamente dibujadas por una delgada línea de lo que parecía perfilador de labios marrón. Preferí ignorarlo y darme a mi pequeño placer de todas las mañanas —que es el único ratito que consigo tener para ello en todo el día—: sacar mi libro del bolso y leer sin más distracción que una voz ocasional anunciando la próxima parada. Estoy leyendo a Pratchett. Madre mía, qué placer.

* * *

No sé cómo lo hace, pero el autobús siempre consigue transmitir al universo el estado temporal con el que yo llego a la parada. Si yo llegaba temprano —aquellos tiempos en que conseguía ir temprano—, parecía que las calles se abrían a su paso para que él avanzara raudo y yo pudiera llegar a mi destino con tiempo para, incluso, tomarme un café rápido antes de entrar a trabajar. Sin embargo, otros días, como hoy, es como si el conductor quisiera hacer patente para que lo vea todo el mundo que yo voy con el tiempo pegado al culo, y para ello el autobús llegó tarde a mi parada. Y yo llegué cinco larguísimos minutos tarde al trabajo.

Me fui a mi mesa, encendí el ordenador y abrí el Illustrator pensando que nadie, salvo Javi y María —cuyas mesas lindan con la mía al frente y a la izquierda—, se habría dado cuenta. Pero antes siquiera de haberme puesto las gafas, la nariz del jefe asomó por encima del panel que separa mi mesa del pasillo imaginario que, a su vez, nos separa a los de diseño con la zona de muestras e impresión.

—¿Acabas de llegar, Paz?

No.

—Sí.

—¿Podemos hablar un momento?

No quiero.

—Claro.

Vicente es uno de esos jefes que quieren ser modernos y comprensivos, y para conseguirlo lo que hace es echarte la bronca sin gritar —cosa que agradezco mucho— y sin usar insultos —cosa que agradezco aún más—, pero la bronca, llevar, te la llevas igual. Y, además, te jode el doble porque, como te lo dice sonriendo y de buen rollo, pues al final sales hecha mierda porque si al menos te gritara, podrías irte pensando que es un gilipollas y así equilibrarías la situación, pero como es muy guay y muy amable, pues eso: que sales hecha mierda. Que su despacho de jefe moderno no tenga paredes porque quiere «ser uno más entre sus empleados» no ayuda a mejorar la cosa, porque estar estarás en su mesa, pero oír, lo oye todo el mundo.

—A ver, Paz, yo entiendo que necesitas un tiempo para readaptarte al trabajo, pero es que hace ya un mes que volviste de la excedencia y estás llegando tarde casi todos los días —dijo mientras me hacía un gesto con la mano para que me sentara, aunque él se quedó de pie apoyado en el pico de la mesa, lo que hizo que yo tuviera que levantar mucho la cabeza para poder mirarlo. Esta técnica es de primero de mafioso—. Si encima de que estás con jornada reducida me llegas tarde a diario, ¿el trabajo cuándo me lo resuelves?

—Ya, Vicente, perdona. Es que dependo del autobús…

—Pues tendrás que coger el autobús antes.

—Vicente, si pudiera hacer eso, ya lo habría hecho. Es que no me da tiempo a coger el anterior, si no Didier y yo no nos arreglamos con los niños.

—¿Y pretendes repercutir en el trabajo tu falta de organización en casa?

Ahí estaba. Ojalá me hubiera dicho eso gritándome para poder llamarlo gilipollas, aunque solo fuera en mi mente. Pero no: me lo dijo con su voz de colega que intenta hacerme ver una cosa obvia, como cuando yo le pregunto a Gabi: «¿Y estás esperando a ver si tus platos se recogen solos?».

Qué hijo de puta, Vicente.

—Lo siento, Vicente.

—Mira, Paz, soluciónalo como quieras, pero soluciónalo. Entiende que no es justo para el resto de tus compañeros.

—Vale, Vicente.

Me levanté para irme y, cuando tenía el culo a media asta, añadió:

—¡Ah! Y aún tienes que hacer las dos formaciones que te faltan.

Me pregunto si mi cara de conejito ante un camión en la autopista fue muy evidente para él porque siguió:

—Las que hicieron los demás mientras estabas de excedencia. Ponte al día. Y tienes de tope hasta que termine el mes o no nos entra para las subvenciones. Luego le digo a Lucía que te mande las claves de acceso.

—Va… Vale.

Se hizo un silencio un poco incómodo, como si Vicente quisiese echarme de su mesa de una puta vez, pero no quisiera ser grosero —porque es un jefe moderno— y yo no supiera si ya tenía permiso para que mi culo recorriera la otra mitad del camino hasta la verticalidad. Al final, Vicente tosió, y yo me fui, creo que aún ligeramente encorvada.

* * *

Recogí a Teo en la escuelita a las dos y media, nos fuimos a casa y, en cuanto abrí el portal, oí gritos que sospeché serían de Gabi y Maya, discutiendo a saber por qué. Tal vez uno le hubiera dado un mordisco demasiado grande al pastel imaginario del otro.

Cuando llegué al tercero, antes de abrir la puerta, oí también a Didier, coherente como solo él sabe serlo, gritándoles a los niños que no quería seguir oyendo gritos. Mi bebé y yo nos miramos y creo que los dos dudamos si abrir la puerta número dos o quedarnos con el apartamento en Torrevieja. Pero, venga, a esta casa se viene a jugar: abrimos la puerta y adentro.

Dero había hecho para comer unos elaboradísimos y complejos macarrones con tomate. Insistí en añadir un par de latas de atún para que al menos los niños comieran algo de proteína, para su disgusto.

—Venga, Maya, si hasta ayer te gustaba el atún…

—¡Que no me llamo Maya! ¡Que me llamo Isla!

—Pues más a mi favor. A las islas les gustan los atunes. —Miré a Dero pensando ya en mi plan para esta tarde, e intenté sacar una sonrisa en «código pareja»: con una evidente intención traviesa para nosotros, pero sutil como para que la pillaran los niños—. Esta tarde tengo que ir a un sitio a las cinco.

—Ni de coña.

Pues no me ha funcionado el «código pareja».

—¿Cómo que ni de coña?

—Paz, que yo esta tarde trabajo.

—¡¿Pero cómo que trabajas?! ¿Esta semana no estabas solo por las mañanas?

—No, le cambié el turno a Aitor, te lo dije el viernes.

—Creía que era solo ayer…

—No, amore. Voy toda la semana a horario partido.

—¡Mierda!

Unas risitas tras unos platos de pasta con el atún intacto confirmaron que mamá había dicho «mierda» muy fuerte. Teo, por su parte, lanzó tres macarrones por el aire que fueron a estrellarse contra la nevera, en prueba de disconformidad. O de conformidad, yo qué sé.

—¿Era importante? —preguntó Dero—. ¿Llamo a mi madre?

—¡NO! O sea —rectifiqué, bajando decibelios—, no, no, tranquilo. No es urgente, lo puedo cambiar.

A las cuatro en punto de la tarde Dero se fue y yo llamé al Crème Vanille —que yo nunca entenderé por qué Eva le puso un nombre tan rebuscado, si ella es de mi barrio de toda la vida y no ha pisado Francia desde que tenía ocho años y la llevaron a Disneylandia. Con lo bonito que habría sido que le pusiera al sitio el nombre de su padre: Emiliano. Que vale que tiene mala rima, pero a Emiliano lo conoce todo el mundo. Lo habría petado—.

—Crème Vanille, buenas tardes.

Qué suerte la mía, la del chicle otra vez.

—Hola, soy Paz Noriega, tengo cita a las cinco… —suspiré, resignada—. ¿Podríamos cambiarla para el jueves?

Estoy segura de que oí su cara de indignación por anular una cita con tan poco tiempo. Tengo la habilidad de oír las caras. Y también la de ponerme la pierna por detrás de la cabeza, pero a esa —increíblemente— le saco menos partido.

—Muy bien, señora Noriega. Le pongo el jueves a las cinco.

Hubo un tiempo en que el «señora Noriega» habría desatado la furia en mí. A mis poquísimos treinta y nueve años ya estoy, tristemente, acostumbrada. Malditos.

—De acuerdo, gracias.

Muy a mi pesar no me quedó otro remedio que implicar a mi madre en mi plan. Abrí la agenda del móvil y toqué su nombre.

—Hola, mamá.

—¡Hombre, buenos ojos te oigan!

Me prometí a mí misma que, por muy madre que yo llegue a ser y por muchos nietos y bisnietos que llegue a tener, jamás diré una frase como esa. Aunque una voz dentro de mí me susurró: «Este será otro yonunca que te acabarás tragando».

—Mami, necesito pedirte un favor. ¿Podrías quedarte con los niños este jueves por la tarde? Tengo que ir a un sitio.

—¿Adónde?

Sabía que no podría evitar darle detalles: era una batalla perdida antes de empezar, un duelo de espadas al que yo acudía armada con un calcetín, así que ni lo intenté.

—Voy a hacerme la cera.

—¡Hombre, qué bien! ¡Ya era hora de que te arreglaras un poco!

—Sí, ya…

—Es que, hija, no te cuidas nada —y continuó un murmullo constante de amoroso reproche materno que se fue volviendo un poco inaudible mientras yo intentaba cerrar la conversación.

—Ya, mami, ya, oye, escucha, que no me puedo liar, que tengo que llevar a Maya a pintura y estoy sola con los tres.

—Vete limpia, ¿eh? ¿Tienes ropa interior limpia? —seguía el murmullo.

—Mamá, sí, mami, que tengo que colgar. ¿Te parece bien si te los llevo después de comer?

—Vale, sí. ¿Y a la peluquería cuándo vas?

—Te veo el jueves, mami, ¿vale? Muchas gracias.

Respiré hondo al colgar. Tocada, pero no hundida.

Maya apareció por mi izquierda, con sus largos — largos largos— rizos al viento y un papelito doblado en la mano.

—Traigo carta del cole.

—Ah, muchas gracias, Isla.

Abrí el papelito:

Me cago en la puta. Pues empezamos bien.

La buena noticia es que, tras un exhaustivo examen, pudimos confirmar la no presencia de piojos en las cabezas de nuestros dos hijos mayores.

La noticia regular es que, al final, hube de comprobar yo ambas cabezas, porque Didier no distingue una liendre de una pelusa. Probablemente tampoco distinguiría una liendre de un huevo de pato —y que conste que digo esto en favor de las pelusas—. Y la noticia mala es que ayer por la tarde no pude comprar un antipiojos, así que por la noche tocará otra sesión de comprobación de pelos, incluidos los de los adultos y, claro, los del bebé.

Lo que probablemente nos tendrá bien entretenidos a los cinco hasta tarde, apretaditos en un baño que apestará a amoníaco —por mucho que la pegatina diga que esa mierda antipiojos huele a melocotón—. ¡Yuju!

* * *

A las cinco y media de la tarde estaba en el parque con Maya y Teo, esperando a que Gabi saliera de clase de cocina, y me entró un wasap de la Vane.

Oye, puta gorda

Qué

Que cuando nos vemos, que te tengo que contar :D

PffNo sé, titi,estoy hasta arriba

No me habías dicho que esta semana tenías las tardes?

Sí, tenía, pero a Dero le han cambiado el turno

JoderY si vienes con los críos?

A que escuchen tus guarradas???No, gracias

Y dejarlos con tu madre?

Es que ya se los voy a llevar mañanaQue tengo que hacer una cosa :P

Ah, muy bonito, no tienes tiempo pa mí y tienes tiempo pa una cosa

Posí

Tía, en serio, que te tengo que ver, que te tengo que contar algo muy fuerte!!!

A ver si para la semana que viene me arreglo, vale?

Okkkk

La Vane y sus movidas del Tinder y del Wapa. A ver a qué gilipollas superincreíble ha conocido esta vez.

Estamos en racha: libramos piojos, y eso siempre es una gran noticia, porque solo hay una cosa en el mundo que me produzca más tedio que limpiar los armarios de la cocina, y esa cosa es despiojar los rizos de Maya, que empieza a decir que le estoy haciendo daño antes de que la toque y sigue quejándose de dolor de cabeza «por mi culpa» una semana después. Si algo acaba por joder para siempre nuestra relación madre-hija, no será lo mal que yo pueda llegar a gestionar su adolescencia ni un posible consumo de drogas —por parte de cualquiera de ambas—: serán los piojos.

Pero no tenemos piojos, así que todo bien. Mi hija y yo nos seguiremos queriendo.

* * *

Tuve el tiempo justo y necesario para comportarme como una madre negligente y darme una ducha mientras el bebé dormía una minisiesta y Dero sacaba al perro en cuanto terminamos de comer. Conseguí estar en casa de mi madre con los tres niños a las cuatro y veinte.

—¡Hola! —Nos recibió mi madre feliz—. Ay, ¡qué guapos estos niños! —Tres, dos, uno…—. ¿Vas a ir así vestida?

Si es que no se puede aguantar, la pobre.

—Claro. ¿Cómo quieres que vaya?

—Mujer, pues un poco arreglada.

—Mamá, que voy a depilarme…

—¿Te has puesto ropa interior bien?

—Nop. —Me miró con cara de susto—. No llevo bragas.

—¡Mari Paz!

—Que sí, mamá, jolines. Todo en orden. Me voy corriendo que voy justa, ¿vale?

Le di un beso gordo y me di la vuelta mientras ella iba cerrando la puerta.

—¡Ah! ¡Mamá! ¡No les des azúc…!

PLAS. Puerta cerrada.

Bueno, son solo un par de horas. Me voy que no llego.

* * *

—Maja, menuda pelambrera tienes aquí.

—Eva, si no tuviera pelos, no tendría que venir a que tú me los quites.

Sentir el pegote caliente y pegajoso de repente sobre la ingle es una de esas razones indirectamente responsables de que no me entusiasme ir a depilarme. Aparte del tirón, claro. Es lo más parecido a la revisión de ginecología: intentas llevarlo con dignidad y poner cara de que no te importa estar ahí, pero preferirías estar en cualquier otro sitio un poco más amable, como sacándole punta a los cuernos de Satanás.

—¿Y qué quieres? ¿Quitarlo todo?

—Sí.

—Pero ¿todo todo?

Joder, ya empezamos.

—Yo qué sé, Eva, no sé. Todo.

—¿No te dejo ni un solo pelo en toda la zona?

—A ver, sí, algo sí, no sé. Un bigotillo o algo por el estilo, que se vea que es de una mujer adulta, vaya.

—¡Ay, maja! Tranquila, que se nota de sobra que eres adulta y que de aquí han salido tres criaturas. ¿Tú has visto cómo tienes esto?

PERO VAMOS A VER, HIJA DE PUTA. Eso no me lo dices en la calle y con las bragas puestas.

—¿Cómo lo tengo?

—¡Puff! —Tirón, lagrimita rodando por la mejilla—. ¿Has pensado en blanquearte los labios?

Ahora mismo en lo único que pienso es en darte una patada, Eva, y salir de aquí corriendo con el culo al aire.

—¿Blanquearme los labios? Pues no, no… No lo había pensado.

—Luego te doy una tarjeta de una clínica que ha abierto aquí cerca. —Pegote de cera, plasplasplás—. Está super de moda ahora, queda precioso.

—Ya, vale… Bueno, tú déjame un bigotillo o algo, ¿vale?

—¿Luego vas a querer que te haga un tratamiento con crema?

—¡Ay, sí, porfa! —Cremitas guais bienolorosas, irresistibles como hormonas de jabalí.

—¿Tienes mucha prisa?

—Tengo que recoger a los niños en casa de mi madre a las seis y media para llevar al mayor a robótica.

—Uf, nena… Pues no nos va a dar tiempo… Es que vaya cómo tienes esto. —Plasplás, tirón, lagrimón.

—Eva.

—Dime.

Vete a la mierda.

—Nada.

* * *

Lo conseguí: pelada y lista para la acción. A ver, más o menos, porque tuve que salir corriendo y con las prisas se me quedó algún grumillo de cera por ahí pegado —de esos que se van enganchando a las bragas y te van dando tironcitos y ves las putas estrellas— y ojalá me hubiera puesto un chándal, porque el roce del vaquero con mis muslos y de mis muslos entre sí era tan irritante y doloroso como… Bueno, pues como un potorro recién depilado.