Cómete el mundo y dime a qué sabe - Jessica Gómez - E-Book
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Cómete el mundo y dime a qué sabe E-Book

Jessica Gómez

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Beschreibung

¿Has visto a la absurda esa que se pinta los morros para ir a comprar chorizos? ¿Y qué me dices de la que calza unos tacones imposibles para ir a trabajar al bar de la esquina? ¿Y la niña del tercero? ¿Todo el día mirándose al espejo, como si fuera una diva? ¿Y la de las tetas enormes, que anda por ahí sin sujetador? Ya, ya… Qué me vas a contar. Qué ridículo todo, ¿eh? Pues no. Porque ¿y si te dijera que todas esas cosas tan «absurdas», tan «típicamente femeninas», tienen mucho que contar? En este edificio inventado viven veinte mujeres reales y tengo para ti veinte historias que no conoces, pero que te sonarán tan familiares que puede que hasta te asustes un poco. Quién sabe: tal vez alguna de estas historias sea la tuya, porque yo me las sé todas. ¿Y que por qué me las sé todas? Cariño, porque yo también soy un cliché andante… Yo soy la portera. A veces, lo que necesitamos es que nos recuerden que somos más que eso. Que somos más que una foto bonita y que, desde luego, somos mucho más que las responsables de hacer que todo esté bien. Y que tenemos derecho a gritar y a cabrearnos y a pedir que se nos cuide.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Cómete el mundo y dime a qué sabe

© 2022 Jessica Gómez Álvarez

© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

De las ilustraciones interiores: © 2022 Ainé Mompó Gómez

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Imágenes de cubierta: Shutterstock

 

ISBN: 978-84-18976-35-3

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

El pintalabios de Marisa

El sujetador de Sara

Las velas de Olivia

Los pendientes de Laura

Los zapatos de Menchu

El cepillo de dientes de Jessica

El costurero de Tina

La ropa interior de Vicky

La cuerda de Amparo

La cesta de Nati

La ropita de bebé de Lidia

Las cervezas de Paula

El monedero de Teresa

La taza de té de Claudia

El pintaúñas de Eva

La sábana de Lina

Los pinceles de Ángela

El espejo de Miriam

La pancarta de Paz

La canción de Carmen

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

A mi madre, Carmen

 

 

 

 

 

Cuando empecé a trabajar aquí me daba un poco de vergüenza contárselo a la gente, ¿sabes? Supongo que es una de esas cosas de la juventud: no es que seas más tonta, ni tampoco es una cuestión de que estés equivocada ni nada por el estilo. Es más bien, digo yo, que con los años aprendes a librarte de la mierda que te impide ser feliz, y una de esas cosas suele ser la vergüenza. Es una lástima que la perdamos con los años; ojalá pudiera volver a vivir todo lo que ya viví, pero sin el peso de la vergüenza. ¡Ay…, mira que fui boba!

Diría que otra de esas porquerías —de las que no te dejan ser feliz— es la ignorancia, pero la verdad es que la ignorancia es un regalo. Entiéndeme, no es por ser una bruta en sí, sino por tener la oportunidad de dejar de serlo; por poder mirarlo todo con los ojos limpios y nuevos y maravillarte con todo lo que puedes aprender, con todo lo que el mundo te puede enseñar. Con lo que yo he aprendido aquí gracias a ellas, tengo la sensación de que, ahora que me voy, podría comerme el mundo. Ya te diré a qué sabe.

Pero estoy corriendo demasiado, volvamos al principio:

Cuando empecé a trabajar aquí me daba vergüenza contarlo. ¡Portera! ¡Imagínate! La de chistes que podían hacerse. Porque pasa una cosa muy curiosa con esto: la gente piensa en un portero y se le viene a la cabeza algo así como un mayordomo comunitario, un hombre servicial que se ocupa del cuidado del edificio; una portera es una cotilla, una mujer que se pasa el día fregona en mano metiendo la nariz en las vidas privadas de todo el vecindario. Esa era la visión que la gente tenía de las que nos dedicamos a esto. No te voy a engañar: creo que todavía pasa. Pero tú no tengas vergüenza, hazme caso. Nunca. Ni por esto ni por nada.

Tienes por delante un trabajo que es un poco como todos, con sus cosas buenas y sus cosas malas. Eso sí, puede ser muy bonito, y yo no soy de dar consejos por muy portera que sea, pero te voy a decir una cosa: uno de los trucos para ser buena en este trabajo, y en la vida también, es prestar atención a los detalles. Lo importante, lo urgente, lo vital está en los detalles. Porque detrás de cada uno de ellos siempre hay una gran historia que contar y, si abres los ojos y los oídos, los detalles te contarán todas las historias que necesitas saber. Aunque para eso, querida, vas a tener que librarte de tus prejuicios. Esa es la parte difícil.

Pero tú no te preocupes, que te voy a hacer un favor: te voy a decir a qué cosas debes prestar más atención.

El pintalabios de Marisa

 

 

 

 

 

 

 

¿Alguna vez has oído hablar de esas mujeres «absurdas» que se maquillan y se ponen de punta en blanco para ir a la frutería a por tomates? Pues aquí tenemos una. Se llama Marisa, vive en el tercero A.

Fue la primera vecina a la que vi el día que empecé a trabajar aquí. Me acuerdo de que estaba yo sentada en la portería y pasó ella, con la cabeza bien alta, los tacones y una suave sonrisa dibujada en unos labios pintadísimos de rojo.

—¡Buenos días! —saludé.

—¡Hola, hola! —respondió ella, muy amable—. Ay, eres la nueva, ¿no?

—Sí, señora. Es mi primer día.

—Muy bien, hija, pues bienvenida. —Sonrió—. Yo soy Marisa, del tercero A. Si necesitas algo, ven cuando te haga falta.

—Ah, ¡pues muchas gracias! —Aquella mujer era mucho más maja que el presidente de la comunidad que me había contratado. Por darle un poco más de palique, pregunté—: ¿Va usted de paseo?

—¡No, no! —me dijo—. Voy aquí al lao, a comprar un poco de compango para el cocido.

Y yo asentí con la cabeza y sonreí, y la despedí con un gesto de la mano, y me quedé pensando: «Hay que ver qué pijerío, emperifollarse de esa manera pa ir a comprar chorizos…».

 

 

 

Marisa era una de esas mujeres de las que ya no quedan. Vaya, de las que ya no quedan ahora, que por entonces había muchas.

Tú la mirabas y parecía normal, pero nada en su imagen, nada en toda ella, estaba ahí por casualidad; era el resultado de una colección de rituales que había ido perfeccionando con los años y a cuya cita no faltaba ni un solo día: la piel de la cara y de las manos le olía cada mañana a la Nivea que se había puesto la noche anterior, antes de dormir; sus rizos cobrizos —aunque en realidad ella tenía el pelo lacio y castaño— estaban siempre deshechos, probablemente porque la peluquería la pisaba muy de vez en cuando; un delantal de cuadros cuidadosamente anudado a su cintura desdibujada —y digo cuidadosamente, porque cualquiera se hace un nudo deprisa y de cualquier manera, pero ella no; ella se lo hacía con la misma delicadeza con que un repostero de lujo engalana una tarta de bodas— y unas zapatillas que siempre parecían recién estrenadas, aunque probablemente las estiraba varios años, y que usaba para flotar sobre esa cerámica limpia, tan limpia, tan insultantemente limpia que era el suelo de su casa. La foto la remataban, sin excepción, sus tres toques de particular y glamuroso brillibrilli: el anillo de casada, una cadenita de oro de la que colgaba un Cristo crucificado y unos diminutos pendientes de perlas.

Tenía la sonrisa fácil, la voz alegre y los ojos buenos. Una paciencia ilimitada y un amor por su familia imposible de medir. Tuvo dos hijos siendo muy joven (bueno, «joven» de ahora), tanto que, a su treintena mediada, ellos ya eran crecidos adolescentes.

Se pasó media vida cuidando niños; los suyos propios, los de alguna vecina y varios de la familia. Una de las últimas que crio casi como si fuera suya fue a la Sarita, la pequeña de su tía Mari Carmen, que tenía un montón de criaturas y, con eso de que ahora trabajaba fuera de casa, no tenía tiempo para atender a la menor, que no solo había llegado por accidente un montón de años después que sus hermanos mayores, sino que lo había hecho con una guindilla metida en el culo y no paraba quieta. Cómo le aguantaba la paciencia a esa mujer no se explica, salvo que, como decía antes, pues fuera ilimitada.

Su tía Mari Carmen, por cierto, era en parte la culpable de que a ella la llamen Marisa. Así, con una sola ese: Marisa. Porque, en verdad, se llama Mari Carmen, como su tía. Así que le quedó un «Marisa» como diminutivo para distinguirla de la tía y saber de cuál de las dos se hablaba. Marisa, Marisina. Lo cual tampoco tenía demasiado sentido, porque a su tía todo el mundo la llamaba Menchu. Pero, bueno, efectivo sí que fue, porque nunca las confundieron.

Se le pasaban las horas trajinando en casa. Aunque ya conocía (¡y hasta usaba, a pesar de lo poco que le gustaba a su madre!) la fregona, todavía se ponía de rodillas para sacar bien, con un cepillo de cerdas duras (y a veces rascando con las uñas donde el cepillo no llegaba), lo más difícil: esa puta porquería de los rincones y de las juntas de las baldosas. Tenía razón su madre cuando decía que con la fregona no quedaba igual. Su cocina siempre olía a comida rica. Incluso cuando todavía no había empezado a cocinar, estaba perfumada de los alimentos frescos que se repartían entre la nevera, el frutero y el cajón de las hortalizas. Su vida social se reducía, nueve de cada diez días, a la gente del portal; especialmente a las vecinas con quienes compartía patio de luces (la red social de moda por entonces), con las que hablaba mientras tendía la ropa en la ventana porque, como tú comprenderás, con dos criaturas y un marido que todos los días traía de la obra tanta hambre como ropa para lavar, pues no era cuestión de ponerse a parlotear y no estar haciendo algo mientras tanto.

Muchos de sus días se sumaban al siguiente sin salir a la calle porque, si no había que hacer compra, ¿para qué iba a salir? ¿No hemos quedado ya en que con la vida social del patio de luces era suficiente? Dentro de casa se estaba bien. Además, su madre no tenía buena opinión de las mujeres que iban por ahí a tomar café con amigas, como si no tuvieran un marido que atender. Y Marisa era muy buena hija y por nada del mundo quería disgustar a su madre.

Pero no era perfecta y, de vez en cuando, se permitía un pequeño acto de rebeldía. Probablemente el único. Y era de color rojo pasión.

La compra, muy a menudo, la hacía en el Spar, una de esas tiendas de ultramarinos en las que lo mismo comprabas bragas que chorizos porque eran la única opción en mucha distancia a la redonda. De hecho, llevaba ya muchos años siendo la tienda de ultramarinos de Maruja cuando llegó la multinacional y le puso la pegatina de Spar, pero por dentro seguía siendo igual: gris y mal iluminada, como el supermercado de la familia Addams. Y Maruja, entre otras cosas, seguía vendiendo bragas y chorizos.

Cuando Marisa tenía que ir al Spar, se quitaba el delantal de cuadros, se ponía sus zapatos negros de tacón bajo y, frente al espejo del baño, ese en el que su marido había puesto una luz potente para afeitarse, sacaba de su neceser su única barra de labios y se pintaba los morros de rojo. Rojo pasión. Un rojo tan intenso que podría haber pintado los labios del demonio y seguiría pareciendo rojísimo. Y sonreía. Y no veía los dientes que había detrás, que estaban amarillos, torcidos y cariados porque, ya se sabe, con dos criaturas y un sueldo, el presupuesto del dentista nunca alcanzaba para ella. Pero ¿quién iba a mirar sus dientes torcidos, sus rizos deshechos, sus uñas rotas de fregar de rodillas llevando los morros pintados de aquel rojo pasión? Se pintaba los labios (y solo los labios) con la misma pulcritud con que se anudaba el delantal y ya no sonreía como Marisa: sonreía como Gloria Trevi, como Elizabeth Taylor, como Cleopatra pisándole sus marciales testículos al puñetero Marco Antonio.

Y a veces Sarita, la pequeña de su tía, que andaba por allí, era testigo del momento y lo veía del revés. Lo veía como si, en realidad, en lugar de ponerse algo se lo hubiera sacado. Como si se hubiera quitado la careta permanente de la mujer que todos querían que Marisa fuera y que Marisa, por supuesto, era siempre. Aquella que veía entonces, aquella frente al espejo, era su prima Marisa. La de verdad. La que sería todo el tiempo si la dejaran ser lo que ella quería. Y Sarita, fascinada, le preguntaba si podía acompañarla a la compra y Marisa, claro, en su ilimitada paciencia, agarraba su monedero, bien guardado en el sobaco, su enorme cesto de mimbre y se llevaba a la niña a comprar. Y en el Spar Sarita la miraba, estudiando aquella actitud que Marisa tenía cuando se pintaba los labios y que parecía decir: «Esta es la diva que le estoy ocultando al mundo. Esta soy yo, y disimulo porque quiero».

Después volvía a casa, se borraba el pintalabios y se volvía a poner su disfraz. Las zapatillas. El delantal. Entregada esposa, madre e hija. La madre de Marisa la regañaba por pintarse los morros como las guarras y su marido se reía de ella por pintarse para ir a comprar, pero aquel, y solo aquel, era su acto de rebeldía, el mayor de todos: de vez en cuando, le enseñaba al mundo quién era ella en realidad.

Sarita aprendió algo muy importante de aquellas escapadas a la tienda. Aunque hoy, treinta años después, aún no sabe cuánto es cuarto y mitad. Y a veces se descubre pensando que ya no quedan mujeres como Marisa. Es imposible. Porque, bueno…, ya nadie friega de rodillas, ¿verdad?

 

 

Cuando yo llegué a este edificio, Marisa llevaba ya muchos años separada y sus hijos ya ni vivían aquí, aunque ellos y la Sarita vienen a verla muy a menudo. Hace tiempo, eso sí, que Marisa se trajo a su madre, que ya está muy mayor, a vivir con ella. Así la puede cuidar bien, aunque la madre todavía la riñe cuando se pinta para ir a comprar. Que parece una buscona, le dice.

En el segundo cajón de la mesa de la portería, atrás, a la derecha, tengo siempre una bolsita de bombones de licor. A mí me dan muchísimo asco, no soporto ni siquiera su olor, pero son los favoritos de Marisa. Si algún día la ves salir y no lleva los labios pintados, párala y ofrécele un bombón. Porque si Marisa no se pinta los labios es que la vida le está pudiendo. A lo mejor se siente enferma y no tiene quien la cuide; a lo mejor su madre tiene uno de esos días en que se le va la cabeza y Marisa cree que la pierde. Quién sabe. Tampoco importa. Lo que sí sé es que, si Marisa no se pinta los labios, entonces necesita una caricia. Así que tú párala y dale un bombón. Pregúntale cómo está. Y el resto ya te lo contará ella.

El sujetador de Sara

 

 

 

 

 

 

 

No sé si hago bien contándote esto, pero hay una mujer, joven, ¿eh?, yo creo que tendrá ahora como unos treinta y tres años, que en cuanto la veas la vas a reconocer: tiene unas tetas enormes y es muy muy evidente, agresivamente evidente, que nunca lleva sujetador. Es Sara, la del segundo C. Procura no quedarte como una idiota mirándole las tetas como me pasó a mí. Que yo ya sé que es difícil porque son muy grandes y bailan de un lado a otro, pero intenta no quedarte idiotizada viendo botar ese par de pezones, anda, que no te van a morder. Solo son tetas y tú también tienes. Probablemente, también dos.

 

 

A Sara nunca le había ido demasiado bien en el colegio.

No es que no sacara buenas notas, no, era todo lo contrario. Sara era brillante, y ese era su problema. Tenía una inteligencia que procesaba el mundo a una velocidad y con un nivel de detalle difícil de comprender para los demás, que solían considerarla impertinente, soberbia, presumida. Sin hacer el más mínimo esfuerzo, jamás bajaba de un sobresaliente. Probablemente no habría podido suspender ni aunque se lo hubiera propuesto. Y por eso se burlaban de ella.

Era una empollona. Una pelota. Una enchufada.

Tampoco fue nunca una niña guapa; ni mínimamente bonita. Tenía unas orejas grotescamente separadas de su cráneo y de un tamaño imposible de ignorar. Tenía una nariz que fácilmente triplicaba en volumen a las de sus compañeras. Cuando era muy pequeña estaba demasiado delgada y cuando era menos pequeña estaba demasiado gorda. Tenía las cejas gruesas y pobladas, los ojos saltones, los paletos prominentes, la frente enorme y una melena innecesariamente larga llena de rizos indomables que su madre se empeñaba en recoger en un moño tan tenso que le tiraba de la cara hacia atrás y hacía que sus facciones parecieran más grandes aún.

Una Dumbo. Una frentona. Una Rosarillo.

Para redondear, vivía en una familia adinerada (que no acomodada): sus padres tenían varios negocios en los que trabajaban como bestias y que funcionaban muy bien, así que en casa de Sara había mucho dinero, aunque muy poca compañía para una niña. La asistenta, Julia, era quien pasaba más tiempo con ella. La cuestión es que, desde fuera, lo que la gente veía era que esa familia tenía mucho dinero, y lo demás era irrelevante.

Maldita ricachona. Niña mimada. Mocosa consentida.

Nunca le había ido bien, pero al cumplir diez años la cosa se puso peor. Ese verano pegó un estirón y se convirtió en la primera niña (de su clase de veintiséis) en tener la regla. Lo que se tradujo en que, a todo lo demás, Sara tuvo que sumar tener, en su cuerpo de niña de cuarenta kilos que volvía a verse muy delgada, unas tetas que se plantaron en una talla 90C en lo que duró el verano. Su madre corrió a comprarle unos buenos sujetadores que le sostuvieran (y le disimularan) aquel par de monstruosidades. Sara los detestaba. La sensación de opresión, los aros clavándose en la piel, algunos incluso haciéndole heridas en su carne todavía tierna. Aunque, tal vez, lo peor era sentirse culpable y avergonzada por tener pechos ya: el peso de querer esconder aquel par de bultos de piel, tan terriblemente grotescos. Aprendió a odiar sus pechos tanto como odiaba esos horribles y dolorosos sujetadores.

Sus compañeros la seguían insultando, pero ahora además le miraban las tetas mientras lo hacían. Fuera del colegio los hombres también la miraban. Y no la insultaban, pero Sara habría preferido que lo hicieran a tener que descubrir las salvajadas que un viejode sesenta años era capaz de gurgutar al oído de una niña en mitad de un supermercado.

Fueron muy duros para Sara los tres años de colegio que transcurrieron entre aquel verano y su último curso. Pero, después, todo cambió.

Se trasladó al instituto y lo que para otros es un paso difícil para ella fue una liberación. Podía construirse una nueva identidad. Lejos de quien había sido hasta entonces, pudo empezar a ser quien era. Fue su año. Hizo amigos, fue rebelde, aprendió a desobedecer. Su autoestima subía cada día: primero, porque nada intentaba pararla; después, porque nada habría podido hacerlo. Pasito a paso, Sara se fue queriendo a sí misma cada vez un poco más.

Muchas veces se había preguntado por qué en el pasado. Por qué en una clase con veintiséis personas nadie quería estar con ella. Cuál era su gran error, qué era lo que hacía tan mal que la convertía en un ser humano que no merecía estar con nadie. Y, para cuando terminó su primer curso de instituto, tenía, al fin, la respuesta: Nada. Nada de todo lo que le había pasado hasta entonces había sido culpa suya, ella no tenía nada de malo. Y empezó el que Sara creía que sería el mejor verano de su vida, el primero en que se permitiría ser libre, tan grande, luminosa e imparable como se sentía.

Fue a una de las tiendas de ropa más de moda de la capital, se compró un top estilo retro precioso, en tonos marrones y naranjas, de tirantes finos cruzados a la espalda. El primer sábado de ese verano, por la mañana, se miró al espejo, desnuda. No solo se miró, se gustó. Se dijo: «Soy grande. Soy genial. Vamos a brillar». Se vistió el torso con su top nuevo, y solo el top. Por primera vez en los últimos cuatro años, saldría a la calle sin sujetador. Se miró al espejo una vez más. Respiró profundo. «Vamos allá».

Atravesar su portal podría haberle dado miedo, pero no: era libre, libre al fin. Dejó que el sol le diera en la cara. Notó el movimiento de sus pechos bajo la tela y los sintió amigos por primera vez. Parte de ella. No tenían nada malo; ella no tenía nada malo. Sonrió. Estaba pletórica. Estaba plena. Era Sara. Por fin.

Echó a andar. A diez metros del portal, entró por la puerta del bar de sus padres. Su hermano mayor estaba tras la barra, despachando gente. Entró con paso seguro y una sonrisa en la que era imposible no fijarse. Una conocida la saludó desde una mesa. Sara se acercó a hablar un poco con ella. Cuatro frases de cortesía que fueron y volvieron sin mayor misterio. Cuando Sara se dio la vuelta, su hermano estaba justo detrás. La cogió suavemente por el brazo y la llevó aparte.

En un susurro cargado de gravedad y reproche, le dijo:

—Sube a casa ya. Estás haciendo el ridículo.

Sara no entendía.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

Su hermano la miró con el entrecejo fruncido y los dientes apretados. Serio como nunca lo había visto.

—No vuelvas a salir de casa sin sujetador, ¿entendido?

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque parece mal. ¿No ves cómo te están mirando ese montón de babosos?

—Pero…

—¡A casa! ¡YA!

Y así, en un parpadeo, Sara se hizo pequeñita otra vez. Su aventura del primer día de verano quedó reducida a un paseo de diez metros, entre el bar y su portal. Para volver a casa, cruzó los brazos por encima de su cuerpo para esconder las tetas. No quería que nadie la mirase. Peor aún: no quería que nadie la viera.

Cuando, en su habitación, se quitó el top y se miró desnuda en el espejo, volvió a odiar sus pechos. Quizá se había venido demasiado arriba. Quizá sí que ella estuviera mal.