Camino hacia el amor - Una mujer peligrosa - Deborah Simmons - E-Book

Camino hacia el amor - Una mujer peligrosa E-Book

Deborah Simmons

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Beschreibung

Camino hacia el amor El pasado de Marion Warenne era una pesadilla borrosa. Sin embargo, su presente se alzaba glorioso frente a ella en la forma del magnífico Dunstan de Burgh. Un fiero caballero decidido a ganar la batalla de voluntades que libraban los dos, y empeñado en afirmar que no creía en el amor… A Dunstan de Burgh, barón de Wessex, lo comparaban con el lobo que merodea por los bosques: feroz, valiente y alerta ante cualquier peligro. ¿Cómo podía ser entonces que una damisela de dulces ojos consiguiese escapar a su vigilancia una y otra vez? Y aún peor, ¿cómo conseguía burlar sus defensas y llegar tan fácilmente hasta su corazón? Una mujer peligrosa Geoffrey de Burgh era un guerrero como sus hermanos, pero también esperaba encontrar el amor. Sin embargo, un edicto del rey y la mala suerte le obligaron a casarse con Elene Fitzhugh, una mujer con fama de salvaje. A pesar de los rumores que decían que había matado a su primer marido, de sus continuas amenazas y de su desconfianza, Geoffrey había creído ver cierta vulnerabilidad en sus ojos de color ámbar, unos hermosos rasgos ocultos tras la densa melena y una curvas muy femeninas bajo sus horribles vestidos.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 62 - mayo 2021

 

© 1995 Deborah Siegenthal

Camino hacia el amor

Título original: Taming the Wolf

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 1998 Deborah Siegenthal

Una mujer peligrosa

Título original: The De Burgh Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-410-9

Índice

 

Créditos

Índice

 

Camino hacia el amor

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

 

Una mujer peligrosa

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Epílogo

 

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Prólogo

 

 

 

 

Inglaterra 1270

 

El sonido de jinetes que se acercaban la dejó helada, aferrando en sus manos las riendas, más frías que el viento otoñal que le agitaba la capa. Pese a estar a casi dos días de distancia del castillo de Baddersly, Marion seguía temiendo la persecución de su tío y sus soldados. Había aprovechado la ausencia de éste y su senescal para huir, con el pretexto de salir en peregrinación, aunque lo cierto era que a Harold Peasely le desagradaría, por mucho que el viaje fuera en nombre del Señor. La perseguiría y cuando diera con ella… Marion se estremeció sólo de pensarlo.

Si lograra llegar al convento… Allí encontraría refugio, porque ni siquiera su tío podría tocarla en ese lugar. Llevaría una vida austera y pura, a salvo tras sus muros, en compañía de otras mujeres que se convertirían en su familia, en lugar de formar una ella misma.

Marion tragó con dificultad al pensar en lo que le iba a costar su retiro forzoso. Hubo un tiempo en que había soñado con casarse y tener hijos, pero su tío no tenía la intención de ceder a otro hombre la custodia que poseía sobre las tierras y demás posesiones de su sobrina. Por eso la había mantenido oculta, sola la mayor parte de las veces, víctima de sus atroces cambios de humor.

Con una penetrante mirada, Marion centró la atención en los viajeros que se les aproximaban, y se relajó ligeramente cuando vio que no vestían los colores de su tío. Sin embargo, al observarlos más de cerca, Marion se percató, con creciente preocupación, de que formaban un grupo de aspecto descuidado y bastante peligroso.

Pese a que la Iglesia promulgaba que no se podía hacer daño a los peregrinos, asesinos y bandidos campaban a sus anchas por los caminos, y el grupo de jóvenes siervos y libertos que había reunido para que la acompañaran no ofrecía demasiada protección. Los hermanos Miller podían blandir porras, sí, pero unos críos como ellos no serían rival frente a una banda de salteadores armados.

Como si le hubieran leído la mente, los hombres espolearon a sus caballos y se lanzaron en ensordecedor tropel hacia ellos, enarbolando sus crueles armas. Marion ahogó un grito de miedo cuando golpearon fuertemente a John Miller, el joven que encabezaba su pequeña comitiva. Su palafrén se tropezó, nervioso. Junto a ella, su doncella, Enid, empezó a gritar como una loca, atrayendo la atención de uno de los atacantes, un gigante barbudo que se plantó a su lado en menos que cantaba un gallo. Antes de que Marion pudiera decir esta boca es mía, el hombre sacó a rastras de la silla a la alterada Enid.

Marion sintió, horrorizada, cómo se le encogía el corazón y, por un momento, se quedó mirando sin saber qué hacer, inmóvil, mientras el hombre manoseaba a su sirvienta. Finalmente, Marion se obligó a ponerse en movimiento y sacó con calma la pequeña daga que llevaba oculta. Se movía como si estuviera dentro de un sueño, y tenía la impresión de que el mundo se movía muy despacio a su alrededor; el entrechocar de las armas y los gritos de sus acompañantes se diluyeron en un zumbido bajo, mientras espoleaba a su montura en dirección al hombre que tenía atrapada a Enid.

Marion sabía que debía apuntar directamente al corazón, y se dispuso a atacar, pero años de sumisión a quienes la superaban en tamaño y fuerza, le sujetaron la mano, dejándola impotente ante aquella pesadilla.

Y después fue demasiado tarde. El bestia aquél la había visto. Soltó una carcajada al ver el diminuto cuchillo y, de un guantazo, la tiró de la silla como si fuera una mosca molesta. Marion cayó en el suelo de espaldas, notando que se quedaba sin aire y que la cabeza empezaba a darle vueltas y más vueltas…

Uno

 

 

 

 

 

Campion. Marion inspiró al divisar los impresionantes muros de piedra que se elevaban hacia el cielo y parecían avanzar con paso regio hacia el horizonte. Sus numerosas torres con su aspecto elegante, altas y resistentes, le provocaron un escalofrío de aprensión a lo largo de la espina dorsal. ¿Qué le aguardaría allí dentro?

Marion dirigió un vistazo lleno de ansiedad hacia los caballeros de pelo oscuro que encabezaban la comitiva. A lo largo de las últimas semanas de viaje, había terminado confiando en los hombres que la habían encontrado en medio del camino. Aunque tampoco podía decirse que hubiera tenido otra opción, que ella supiera.

No recordaba nada más.

La culpa la tenía la herida que se había hecho en la cabeza. Geoffrey, el erudito del grupo, le había dicho que, a veces, un golpe en la cabeza podía dejarte sin memoria, y había tenido que creerle, porque no recordaba nada de su vida y su pasado. Todo lo anterior a la aparición de los hermanos De Burgh en su vida no era más que un vasto y escalofriante vacío.

Aunque estaba viva, y podía andar y hablar, era inquietante carecer de pasado. Oyó el trino de un pájaro al que rápidamente reconoció como un gorrión. Recordaba incluso una receta para preparar los asados, pero cómo y cuándo lo había aprendido escapaba a su comprensión. Su mente estaba en blanco.

La llamaban Marion. No significaba nada para ella, pero lo habían encontrado escrito en lo que todos dieron por su salterio. Decían que era una dama, porque sólo una dama portaría objetos como los que habían descubierto: vestidos refinados, un espejo, libros, monedas y joyas. Y la llevaron consigo porque no sabían quién era y tenían prisa por llegar a casa.

—¡Vamos, señora! —la llamó Geoffrey. Visiblemente contento de llegar a su destino, la apremió para que atravesara el patio y la liza del castillo en dirección a las puertas, abiertas en señal de bienvenida. La ayudó a desmontar. El entusiasmo del hombre la hizo sonreír mientras dejaba que la acompañara al interior. Geoffrey, que además de un caballero era también un hombre estudioso de modales corteses, le había gustado enseguida.

Marion miró a su alrededor y abrió los ojos de par en par al ver el enorme salón del castillo, el mayor que había visto nunca. La luz se colaba por las altas ventanas con forma de arco construidas en los muros del castillo, las sillas y bancos de madera de respaldo alto dispersos por la estancia daban cuenta de la fortuna de los De Burgh.

Era impresionante… y estaba muy sucio. Marion tuvo que esforzarse para no arrugar la nariz al captar el olor a comida pasada, así como el que emanaba de los perros y las esteras de junco que pedían ser cambiadas, que no se iba ni siquiera con las corrientes de aire. Puede que su cabeza no funcionara bien del todo, pero de lo que no había duda era de que a Campion le hacía falta una señora.

Marion se paró en seco mientras una serie de escalofríos le subían por la nuca, acompañados por una sensación familiar. Ella podía hacerlo. Estaba totalmente segura, pero también entusiasmada y deseosa de hacerlo. No sólo podía hacerlo, sino que lo haría bien y sería feliz con ello.

—¡Eh! ¡Simon! ¡Geoffrey!

De pronto, el barullo la obligó a taparse los oídos. La comitiva fue atacada por varios perrazos que ladraban desaforados, seguidos de cerca por varios hombres de gran tamaño y pelo oscuro, que montaban aún más escándalo que los animales. Marion retrocedió un paso para dejar que los gigantes recién llegados saludaran a los igualmente grandes Geoffrey y Simon, con abrazos y gestos en apariencia amigables.

Parecía que todos hablaban al mismo tiempo, gritando y gruñendo, mientras ella los observaba, asombrada del afecto que se ocultaba bajo tan toscas formas. Y de pronto, como si de un acuerdo tácito se tratara, el ruido cesó y todos se volvieron a mirar a la figura que se acercaba.

No era tan alto ni tan ancho de espaldas como sus hijos, pero Marion adivinó al instante que el hombre tenía que ser el padre de todos ellos, el conde de Campion. Tenía el pelo tan oscuro como ellos, excepto por algunas hebras blancas. Su rostro era más delgado y su boca menos generosa, pero el parecido era patente. Un hombre atractivo, pese a su edad.

Marion lo observó detenidamente, apartando la vista tan sólo para espiar la reacción de los demás ante su presencia. El noble patriarca no tenía aspecto de ser un señor cruel, y tampoco parecía un hombre engreído. Se movía con elegancia, con una dignidad que exigía respeto, y Marion sintió que la tensión que se había alojado en su pecho se relajaba un poco ante él.

Aunque el conde hacía gala de un comportamiento mucho más sosegado que el de los demás, no significaba que se alegrara menos de ver a sus hijos. Saltaba a la vista en su sonrisa y en su voz cuando los llamó por su nombre.

—Simon, Geoffrey —dijo, en voz baja y algo ronca de afecto. Y de pronto, ante la mirada atónita de Marion, el elegante conde abrió los brazos y acogió en ellos el enorme cuerpo de Simon, envuelto en su cota de malla.

La nostalgia se precipitó como un torrente sobre Marion. ¿Alguna vez había tenido ella una familia así? Observó, fascinada, cómo el conde hacía lo mismo con Geoffrey. De pronto, la atención del hombre cayó sobre ella. Enarcó las cejas en señal de educada curiosidad y ella asintió con la cabeza para inclinarla a continuación, llena de ansiedad.

—Señor, nos cruzamos con una banda de ladrones que estaban atacando a la comitiva de lady Marion —explicó Geoffrey—. Nos deshicimos de ellos, pero no teníamos tiempo para curarla. Se golpeó la cabeza cuando la arrojaron de su montura al duro suelo, y ahora no recuerda su nombre. Aquellos que la acompañaban y que no resultaron muertos, huyeron despavoridos, de modo que le hemos ofrecido protección hasta que recupere la… salud.

—Milady —dijo el conde, inclinando ligeramente la cabeza a modo de saludo formal—. Será un honor teneros entre nosotros. Hace mucho que no pisaba este castillo una dama. Soy Campion, y éstos son mis hijos —dijo, haciendo un gesto que incluía a todos los integrantes del grupo—. Ya conocéis a Simon y a Geoffrey. Permitidme que os presente a Stephen —continuó el hombre, mientras otro de los De Burgh avanzaba un paso. Le caía sobre la frente un mechón de aquel cabello oscuro con el que ya estaba familiarizada. Había en él algo que lo diferenciaba de Simon y Geoffrey, una actitud despreocupada que no parecía cuadrar con el resto de los Campion.

—Milady —dijo Stephen, mostrándole una hilera de dientes blancos mientras sonreía burlonamente de oreja a oreja. Marion decidió que era demasiado guapo para su propio bien.

—Robin, milady —se presentó otro hombre, de unos veinte años. Tenía el pelo un poco más claro que el resto y su gesto amigable era sincero, como si la estuviera cortejando. Marion respondió saludando con la cabeza, complacida.

—Reynold —más delgado que los demás y con un caminar envarado, como si le doliera la pierna, se acercó Reynold. Aunque aparentaba tener menos años que Robin, parecía furioso y amargado para su edad. No sonrió a Marion.

—Y, por último, Nicholas —dijo el conde, pero nadie dio un paso al frente, y el conde repitió el nombre con un leve deje de exasperación. Marion casi se echó a reír cuando el más pequeño de los hermanos De Burgh llegó dando saltitos hasta ella. Probablemente no tendría más de catorce años, pero ya era una versión más pequeña y suavizada de sus hermanos.

—¿Sí, señor?

—Ven a conocer a nuestra invitada, por favor —respondió su padre, haciendo un gesto con la cabeza hacia Marion.

—¡Hola! —exclamó Nicholas, mirándola de arriba abajo con la ávida curiosidad de los jóvenes. Marion se dio cuenta de que el muchacho ardía en deseos de hacerle todo tipo de preguntas, pero aparentemente su padre también se percató, a juzgar por la manera en que puso fin al interrogatorio con una reprobatoria mirada antes de que empezara.

El conde miró a su alrededor.

—Wilda —llamó. Aunque no alzó la voz, una joven sirvienta apareció al momento a su lado.

—¿Sí, milord? —dijo ella con todo respeto, pero también con una sinceridad que a Marion no le pasó desapercibida. Se dio cuenta de que hasta los sirvientes hacían sus tareas con orgullo en aquel castillo. Le resultaba sorprendente por lo inusual, pero no sabría decir por qué.

—Esta dama va a quedarse un tiempo con nosotros —explicó el conde—. Acompáñala a un habitación con chimenea y llévale algo de comer, por favor. Es tarde y deseará descansar después de tan largo viaje.

—Sí, milord —dijo Wilda, asintiendo afectuosamente.

Marion estaba profundamente conmovida por aquel cálido recibimiento. Aunque era consciente de que la estaban echando del salón con gentileza, no podía irse sin decir algo. De modo que, ignorando las ganas de escabullirse, se dio la vuelta y miró cara a cara al conde.

—Milord, no sé cómo podría agradeceros vuestra hospitalidad. Prometo que no os arrepentiréis —dijo Marion, siguiendo a continuación a Wilda, antes de que el conde se lo pensara mejor y la echara.

Había visto poco del castillo y sus habitantes, pero le gustaba lo que veía. Pese a su tamaño y tosquedad, los hermanos De Burgh eran guapos y atractivos, su padre gentil y amable, y su gente parecía feliz. Con los sentidos tan mermados tenía la impresión de que hasta los muros del castillo le daban la bienvenida.

Campion era ya como un hogar para ella.

 

 

—Venid, he pedido que os preparasen comida y bebida —dijo el conde a los dos de sus hijos que acababan de llegar.

—¡Y para mí también, señor! —dijo Nicholas.

Campion sonrió a su hijo pequeño.

—Para todos nosotros, pues.

Aunque ya se habían recogido las mesas después de la cena, pidió que les llevaran pan, queso, manzanas y cerveza. Una vez servidos y reunidos en torno a la mesa del estrado, el conde hizo un gesto a Simon para que hablara. Escuchó atentamente los detalles del viaje que habían llevado a cabo con el fin de recaudar dinero que les debía un arrendatario desobediente en sus propiedades del sur.

—Y cuando ya volvíamos, deprisa para evitar los vientos del invierno, nos encontramos con que una banda de ladrones asesinos estaba atacando una pequeña comitiva. Acabamos con ellos, pero algunos de nuestros hombres fueron heridos durante la escaramuza —explicó Simon.

—Lo más raro es que esos rufianes no parecían bandidos habituales. Luchaban bien, como si fueran soldados entrenados —terció Geoffrey—. Además, llevaban buenos caballos, mucho mejores de lo que esperarías en hombres de esa calaña.

—Pelearon hasta la muerte, como los bastardos cuando se ven acorralados, eso es todo —le rebatió Simon.

El conde miró nuevamente a Geoffrey, que no dijo nada más, sino que optó por delegar en su hermano, como siempre. No estaba en la naturaleza de Geoffrey discutir, aunque el conde sabía que, probablemente, su perspicaz hijo estuviera en lo cierto. Puede que no fuera tan audaz como Simon, pero se daba perfecta cuenta de las cosas. Él prefería observar, calibrar y decidir el plan de acción en consecuencia. En eso radicaba su fuerza y era el motivo por el que el conde solía enviarlo para que acompañara a su hermano, más resuelto y firme.

—Algunos miembros de la comitiva atacada huyeron al bosque —explicó Simon con una mueca de desprecio—. Parecían muy jóvenes, apenas capaces de trabajar en el campo, mucho menos de escoltar a una mujer, sea cual fuera su rango. El único superviviente fue la mujer. Cuando conseguimos reavivarla, no sabía decirnos quién era, y ni ella ni la comitiva llevaba ningún color identificativo.

Geoffrey tomó nuevamente la palabra.

—Es evidente que es una dama, señor, a juzgar por la calidad de sus ropas y por la manera en que se comporta y habla. He podido hablar con ella a lo largo del viaje y ha recibido una buena educación. Sabe leer y escribir, y tiene algún conocimiento sobre llevar las cuentas.

—¿Y no recuerda cómo se llama? —preguntó el conde.

—No, señor —respondió Geoffrey.

El conde de Campion le sostuvo la mirada un momento, interrogándolo en silencio, pero Geoffrey no se inmutó. No necesitaba poner sus preguntas en palabras; sabía que su hijo creía que la mujer decía la verdad. Miró a Simon a continuación, para conocer su opinión, pero era obvio que éste consideraba que no había nada más que hablar sobre la mujer. No dejaba de manosear, nervioso, la funda de su espada, impaciente por salir.

—¿Y quién la ha bautizado? ¿Tú? —preguntó Stephen, riéndose de su propia broma. El conde le lanzó una mirada y no le pasó desapercibido que se había vuelto a servir vino. Stephen estaba empezando a dar problemas.

—La hemos llamado Marion —contestó Geoffrey, pasando por alto la risotada de desprecio de su hermano—, porque encontramos su nombre grabado en uno de sus libros.

—Vaya. ¿Estás loquito por ella, hermano? —lo pinchó Stephen.

—¡Geoffrey está enamorado! —gritó Nicholas. Un coro de risas burlonas siguió al anuncio y el conde dejó que las risas se disiparan solas. Podía asegurar con una sola mirada al gesto de disgusto de Geoffrey que su hijo no sentía por la joven nada más que compasión.

—¿No? —dijo Stephen—. Entonces sea tal vez nuestro Simon a quien haya alcanzado la flecha de Cupido —más risas a cuenta de su locuacidad. Era un chico listo. Lo que hacía falta era que aprovechara su inteligencia en algo provechoso en vez de malgastarla—. ¡Ya veo que a nuestro buen hermano le gustan las mujeres bajitas y con unas buenas curvas!

De pronto, toda la estancia quedó en silencio cuando Simon se puso en pie.

—¿Quieres pelea? —gruñó, cerniéndose sobre Stephen, que se apoyó indolentemente en la pared.

—Dios bendito, claro que no —respondió éste, fingiendo un bostezo a continuación—. Desde luego qué tranquilos vivimos cuando no estás aquí, piando por cualquier cosa.

—Ya basta —se impuso Campion—. Simon, siéntate. Y Stephen, ten la bondad de guardarte tus comentarios respecto a nuestra invitada.

La inclinación a buscar faltas a todo y a todos que mostraba Stephen estaba empezando a enfadar seriamente al conde. Tal vez no poseyera una abrumadora belleza, pero era una chica atractiva.

Si Stephen pudiera ver más allá de la moda de esos tiempos que preferían las figuras de chico y las damas de lustrosos cabellos rubios, se habría fijado en que los mechones castaños sueltos que enmarcaban su rostro en forma de corazón caerían como una indómita cascada de rizos cuando se lo dejara suelto. Como también se habría percatado de su nívea piel, en vez de poseer la blancura fantasmal de otras mujeres, y que aquellos enormes ojos oscuros podían competir en belleza con los ojos de tonalidades más claras.

Sin embargo, Campion optó por guardarse sus pensamientos para sí, puesto que no tenía deseo alguno de ver cómo sus hijos se peleaban por las atenciones de su invitada. Que no se fijaran en su encanto, pero no permitiría que se comportaran de forma grosera con ella, lo que les dejó bien claro con la mirada que les echó a todos ellos.

Tras un amenazador momento, Simon se sentó, mirando con el ceño fruncido a la oveja negra de su hermano, que esbozó una enorme sonrisa de desfachatez. Campion pensó premonitoriamente que llegaría el día en que Stephen recibiría su merecido por su comportamiento, pero se concentró en el asunto que estaban tratando.

—Seguiremos llamándola Marion —dijo—. Y ahora decidme dónde la encontrasteis. Tal vez se dirigiera a algún pueblo de visita.

—No, señor —dijo Geoffrey—. Llevaban consigo un carro lleno de provisiones para un largo viaje, puede que estuviera de peregrinación —hizo una pausa, como si vacilara en lo que debía decir, pero finalmente optó por continuar—. Yo quería desandar camino con la intención de preguntar por ella, pero Simon… consideró que no era una asunto tan vital como para retrasar la vuelta a casa.

Campion asintió, pero no dijo nada. No había censura en las palabras de Geoffrey, pero el conde sabía que sus dos hijos habían estado en desacuerdo sobre el destino de la dama en cuestión. Simon no tenía mano con las mujeres y para él sin duda era más importante volver a casa que resolver el misterio de una dama que habían encontrado tirada en medio del camino. ¿Y quién le iba a llevar la contraria? Tal vez, una investigación por la zona les habría dado la posibilidad de dejarla en casa sana y salva. Tal vez no. Y entre el impredecible clima y el pésimo estado de los caminos, Campion vaciló antes de juzgar a Simon.

Se frotó el mentón con gesto pensativo.

—No hará ningún daño averiguar quién vive en la zona y mandar a alguien a que haga averiguaciones, pero con el invierno tan cerca, no sé si conseguiremos algo. Le pediremos a nuestra dama que nos dé algo suyo, algo claramente identificable, como una joya, y lo enviaremos a la corte con un mensajero.

El conde suspiró suavemente una vez tomada la decisión, y apoyó las palmas sobre la mesa.

—Sin embargo, hasta que no descubramos quién es, la dama se quedará aquí con nosotros y será tratada como tal —continuó, recorriendo con la mirada a sus hijos.

Se percató, con gran desazón, de que los miembros masculinos y sin pareja no parecían muy contentos con el veredicto. Sólo a Nicholas parecía intrigarle la idea de tener a una mujer de visita, y Campion preveía un buen montón de problemas en la sana curiosidad del pequeño. Simon y Reynold se mostraban taciturnos, Robin y Stephen, más bien divertidos, y Geoffrey, algo dolido. Era obvio que sentía lástima por la pobre chica.

Campion, por su parte, no temía por la dama. Aunque pequeña, parecía fuerte y capaz de soportar mucho sin inmutarse, incluso a una manada de brutos como los De Burgh. Había algo más en la misteriosa Marion de lo que saltaba a simple vista, estaba seguro. Pensó en sus ojos, grandes y tiernos como los de una cierva, y se reclinó en su asiento, mientras seguía frotándose el mentón, pensativo.

Tal vez, se dijo, sonriendo para sus adentros… tal vez fuera capaz de domar incluso a los lobos.

 

 

Qué animales tan magníficos, pensó Marion, admirando su propia obra. Le había llevado todo el invierno, pero por fin había terminado el tapiz que había estado bordando, que en esos instantes iluminaba el gran salón con sus vistosos colores.

Lo había diseñado ella misma. Ocho lobos rampantes —el emblema de los De Burgh— sobre un campo verde y el castillo de Campion al fondo. Como era de esperar, la labor bordada había suscitado todo tipo de chanzas por parte de todos los hermanos, que no habían dejado de burlarse de Nicholas diciéndole que él salía representado como el pequeño de la camada, y de quejarse en voz alta por haber sido convertidos en criaturas de distinto tono de pelaje. El único de los De Burgh que no mostró desaprobación alguna fue el conde, que se mostraba tan educado como siempre, y su hijo mayor, Dunstan, que no vivía en Campion.

A lo largo de la semana que llevaba colgado el tapiz no habían dejado de oírse aullidos burlones que habrían ensordecido a cualquier mujer, pero Marion se mostraba imperturbable. Se tomaba con calma los gruñidos de Simon, el acoso de Stephen, las bromas de Robin, los ácidos comentarios de Reynold y la curiosidad de Nicholas, como si para ella fueran sus verdaderos hermanos.

Marion estaba cosiendo junto al fuego, meditando sobre su buena suerte. La habían acogido y aceptado pese a ser una absoluta desconocida, sin nombre, fortuna ni familia. Ahora se dedicaba a las ocupaciones propias de la señora del castillo para casi todo, y saber que tenía un propósito en la vida la llenaba de gozo. Pero Campion y sus guapos hijos no sólo le habían proporcionado un hogar y una posición, sino también su agreste afecto. Eso era lo que la hacía sonreír tanto cuando se burlaban de ella despiadadamente.

El estrépito de las enormes puertas al abrirse de golpe la sacó de sus agradables pensamientos. Marion alzó la mirada, la aguja aún entre los dedos, y se encontró con otro hombre gigantesco que entraba en el salón a grandes zancadas. Iba vestido como un caballero y acompañado por otros hombres de indumentaria similar, aunque ninguno era tan imponente como el que parecía ser el jefe.

Dios bendito, aquel hombre era enorme, pensó Marion. Parecía aún más grande que los hermanos De Burgh, que ya de por sí superaban en altura a cualquier otro hombre de todo Campion. ¿Quién sería? Entró en el salón como si fuera suyo, irradiando respeto a cada paso.

De pronto, Marion creyó saber quién era. Había algo que le resultaba familiar en su forma de andar, fuerte y elegante, aunque no lo había visto con anterioridad. Estaba observándolo, tratando de ubicar a aquel guerrero formidable, cuando éste se quitó el yelmo y sacudió la mata de cabello oscuro que lo delató al instante.

Dunstan.

Por un momento, Marion se quedó inmóvil en su asiento, contemplándolo con descarado interés. Aunque la familia hablaba a menudo del primogénito de Campion, vivía en su propio hogar y Marion no lo había visto nunca. No pudo apartar la vista de él a medida que su curiosidad daba paso a la admiración. Aunque mediaba gran distancia entre los dos, reconocía perfectamente sus facciones. Porque sólo esa palabra podía asociarse con Dunstan, perfecto.

El mayor de los de Burgh era el hombre más guapo que había visto en su vida. Era grande, más alto aún y ancho de hombros que Simon, y parecía soportar el peso de la cota de malla como si nada. La oscura amenaza que emanaba de su formidable figura le confería aspecto de depredador, pero Marion no se achantó. De hecho, le sorprendió notar cómo se le aceleraba el pulso, por primera vez en lo que su corta memoria alcanzaba, ante las piernas musculosas y los hombros anchos de un hombre.

Pero eso no fue lo único que llamó su atención. El cabello que le caía sobre los hombros era casi tan negro como el azabache; tenía un rostro amplio, de pómulos altos, mandíbula firme y unos labios… no eran ni muy generosos ni muy delgados, sino que tenían el tamaño perfecto. Se quedó boquiabierta.

Dios santo, ya sabía que los De Burgh eran un bello grupo de especímenes, con aquel espeso cabello y esas impresionantes facciones, pero ninguno de ellos la había afectado de esa forma. Eran hombres, sí, y ella los quería, pero Dunstan se erguía por encima de sus hermanos como la nata en un cuenco de barro.

A pesar de su aspecto severo, de un soldado aún más despiadado que Simon, su rostro no reflejaba esa inflexibilidad evidente en el de su hermano menor, y su boca, aunque apretada, se le antojaba cálida y atrayente… ¡Dios bendito! Marion se llevó una mano a la garganta. Nunca antes había sentido como si la tierra cediera bajo sus pies al mirar a un hombre.

Como atraído por su escrutinio, Dunstan dirigió la vista hacia ella y Marion se dio cuenta de que había desatendido sus obligaciones. Se puso en pie de inmediato, sin acordarse de que tenía la labor de costura en el regazo, y se le cayó al suelo.

—¡Arthur! —llamó con voz temblorosa a un sirviente que pasaba por allí—. Trae vino y comida para milord Dunstan.

Se agachó a recoger sus cosas de costura, sonrojada como nunca, y muy consciente de su torpeza, que se tornó verdadera consternación cuando vio delante de sí una rodilla cubierta por una cota de malla. Con algo parecido al asombro, alzó entonces la cabeza para encontrarse de frente con el objeto de su admiración, que le tendía el hilo que se le había caído. Marion se quedó mirando su mano largo y tendido, en silencio, conteniendo el aliento. Se había quitado el guantelete y se quedó mirando embobada su piel como si fuera la primera vez que veía una mano. Aunque a decir verdad, nunca antes había reparado en lo atractivo que podía resultar ese sencillo apéndice corporal.

Para ser tan corpulento, sus dedos no eran ni gruesos ni carnosos, sino largos y relativamente estilizados. Estaban encallecidos y ásperos, como correspondía a un guerrero, pero sostenían la aguja con delicadeza. Marion desvió la atención hacia el vello oscuro que salpicaba el dorso de la mano y notó que se sonrojaba, como si estuviera contemplando alguna parte íntima de su enorme cuerpo, y su corazón alcanzó un ritmo vertiginoso. Desvió la mirada hacia su rostro.

No sonreía exactamente, puesto que las comisuras de su preciosa boca no se habían levantado, pero tampoco tenía el ceño fruncido. Aquella boca le resultaba poderosamente incitante y ver sus labios tan cerca hizo que Marion sintiera un hormigueo por todo el cuerpo, como cuando estabas helada y te sumergías en un baño caliente. Levantó los ojos hacia los suyos.

—¡Son verdes! —murmuró con un tono de placentera sorpresa.

—¿Qué? —dijo él con una voz profunda que se adecuaba perfectamente a su tamaño, y un matiz ronco que acentuó el hormigueo en el cuerpo de Marion.

—Vuestros ojos. No son como los de vuestros hermanos. Yo siempre quise tener ojos verdes, en vez de este vulgar tono marrón —explicó ella. Pero es que los de Dunstan no eran de un verde común y corriente, sino de un verde bosque profundo, envueltos en un halo de misterio… y esperanzas.

Dunstan parecía confuso. Le entregó sin más la aguja con el hilo y se irguió, mirándola con expresión autoritaria.

—¿Quién sois vos?

—Marion —respondió ella a secas, irguiéndose a su vez. Una vez frente a frente, tuvo que echar la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a la cara.

—¿Marion qué? —preguntó él de forma un tanto grosera.

—No tengo otro nombre —respondió ella con voz queda. Y entonces le sonrió. No le costó, porque Dunstan era un hombre realmente guapo, aunque la observara con recelo.

—¿Habéis venido de visita a Campion?

—Estoy aquí en calidad de huésped —corrigió ella, puesto que «visita» implicaba tener que marcharse en algún momento, y ella no tenía intención de hacerlo.

Observó la mirada de soslayo que lanzó al sirviente mientras depositaba la cerveza y la comida sobre la mesa del estrado para los hombres de Dunstan. Marion dio las gracias a Arthur con un gesto de la cabeza, que se retiró rápidamente, y dirigió de nuevo la vista hacia Dunstan, que la miraba con curiosidad.

—¿Cuándo habéis llegado a Campion? —le preguntó.

La sonrisa de Marion se ensanchó aún más. ¿Pensaba que se había deshecho de su padre y sus seis hermanos? ¿Que le había usurpado el puesto a alguien? ¿Que había excedido los límites tácitos existentes respecto al comportamiento propio de un huésped?

—Hace casi seis meses, milord. Me cuesta creer que no nos hayamos visto hasta ahora. ¿Cómo puede ser que no hayáis visitado a vuestro padre durante tanto tiempo?

Marion se percató del brillo de enfado en los ojos del hombre y se dio cuenta de que no tenía mucho sentido del humor.

—Tengo mucho que hacer en mis tierras, milady —respondió él con brusquedad—. Y ahora, si me disculpáis.

Dunstan asintió con gesto desdeñoso y se dio la vuelta para regresar con sus hombres, dejándola allí plantada, aguantándose las ganas de extender la mano y tirarle de la manga. Quería pedirle que volviera, retenerlo a su lado, pero se dio cuenta, para su gran decepción, de que fuera lo que fuera que había sucedido allí, algo debilitador sin duda, lo había sentido sólo ella. Dunstan no parecía albergar el más mínimo interés en ella, más allá de la curiosidad normal.

¿Y por qué habría de ser de otra manera?, se preguntó Marion. Ella no era ninguna belleza de la corte, ni tampoco una dama sofisticada. Por no ser, no era ni siquiera joven. Era más bien baja, poco interesante y ya no estaba en edad casadera. Por primera vez desde que llegara a Campion, Marion no se sentía como en casa.

Retomó su labor de costura y trató de concentrarse en el intrincado diseño en vez de pensar en el color de ojos de Dunstan de Burgh, pero no podía dejar de mirarlo de reojo. Como estaba sentado a la mesa del estrado, rodeado de sus hombres, lo único que podía ver era su mata de cabello oscuro y sus anchos hombros, pero era suficiente… o tal vez demasiado, dependiendo del punto de vista de cada cual, pensó Marion con tristeza.

Llevaba esperando con impaciencia conocer al heredero de Campion desde que estaba allí, pero ahora que lo había hecho, se encontró deseando que se marchara cuanto antes. Era demasiado mayor para albergar sueños infantiles inspirados por la apariencia física de aquel hombre. A veces se preguntaba si habría habido algún hombre en su vida, pero le daba miedo internarse en su pasado, por lo que sólo podía confiar en sus instintos. Y éstos le decían que jamás había habido nadie como Dunstan de Burgh.

Un súbito estruendo anunció la llegada de los hermanos menores de Dunstan, y Marion recuperó la sonrisa. Se abalanzaron sobre su hermano lanzando una retahíla de saludos, aunque algunos no lo parecían tanto: gruñidos por parte de Simon, insultos por la de Stephen, cumplidos de boca de Geoffrey y bromas por parte de Robin. Campion llegó detrás de sus hijos con sus andares más pausados, aunque no tuvo reserva alguna en abrazar al mayor de sus hijos con hosco afecto.

—Me alegro de verte —le oyó decir Marion y a continuación todos ellos empezaron a hablar al mismo tiempo.

Marion los escuchaba absorta, esperando el momento de que hicieran las presentaciones formales, pero no llegaron. Los hombres hablaban en voz baja y acto seguido enfilaron las escaleras. Marion supuso que se dirigirían a los aposentos privados del conde para hablar en privado.

¿De qué tendrían que hablar? A Marion no le gustó nada tanta prisa, y no quiso imaginar a qué se deberían aquellas expresiones tan sombrías. ¿Se cerniría alguna amenaza sobre Campion? Aunque el castillo parecía inexpugnable, la guerra siempre estaba presente, y Marion no quería pensar en la posibilidad de que los De Burgh tuvieran que marchar a la batalla.

Se acercó más al fuego para calmar los repentinos escalofríos y se dio cuenta de que, por primera vez desde que llegara a Campion, se sentía inquieta, erizado de miedo el vello de la nuca. Si era miedo por ella o por su nueva familia, no sabría decir, pero lo cierto es que sintió la repentina necesidad de correr a los aposentos privados del conde y arrojarse a los brazos de alguien… preferiblemente a los de Dunstan.

Dos

 

 

 

 

 

Campion levantó la vista de los papeles que le acababan de entregar, se reclinó en su asiento y suspiró, reflexionando con pesar en lo que contenían. Habían tenido un invierno largo y duro de poca actividad, pero los mensajes que había enviado interesándose por la identidad de Marion habían dado su fruto, y ahora… Ahora deseaba que no fuera así.

El conde lamentó tan simples actos, algo que decidió antes de las nieves del invierno, y ahora era demasiado tarde para desdecirse. Era consciente de que, muchas veces, uno ponía en movimiento toda una serie de acontecimientos que escapaban a su control, y eso era precisamente lo que había ocurrido al solicitar información el otoño anterior sobre una dama que habían encontrado en el camino que no recordaba quién era.

Campion tomó su decisión y, apoyándose en las rodillas, observó, uno por uno, a todos sus hijos. Le enorgullecía verlos a todos a su alrededor en su cámara privada. Hacía mucho que no estaban todos. ¿Había sido en verano, o tal vez en primavera, la última vez que se habían visto todos?

Campion se alegraba de que el mensajero de la corte hubiera pasado primero por Wessex a llevar un mensaje a Dunstan. De otro modo, puede que su hijo no estuviera ahora allí. Le entraron las dudas sobre si habría otro motivo para la visita de Dunstan. No sabía qué pensar. Su hijo mayor se había distanciado bastante y se había vuelto muy hermético desde que recibiera sus tierras.

«Es un hombre adulto que se reserva su opinión», se dijo el conde, con una mezcla de respeto y dolor. Aunque todos sus hijos tenían defectos, en general eran hombres buenos, decentes, bien educados y competentes. Recordó el asunto que los había reunido allí y deseó poder dejar que uno de ellos tomara la decisión más adecuada.

—Parece que tenemos un problema —dijo sin preámbulos—. Recordaréis que, tras la llegada de lady Marion, envié un anillo suyo a la corte con la esperanza de que alguien allí presente lo identificara —Campion hizo una pausa y le agradó ver que todos sus hijos le prestaban absoluta atención—. Según parece lo reconoció un tal Harold Peasely, que afirma que el anillo pertenece a su sobrina, Marion Warenne. La dama en cuestión, dueña de una generosa porción de tierras en el sur, lleva desaparecida desde que salió en peregrinación el pasado otoño. Peasely es su tutor y quiere que su sobrina regrese, de inmediato.

Campion miró a su alrededor, valorando las reacciones de sus hijos. Algunos, como era el caso de Reynold, lo miraban con expresión tensa y lúgubre, mientras que otros se decantaban por la ira y la consternación. Bien. Era evidente que ninguno de sus hijos quería que la chica se fuera. Sólo tenía que encontrar la manera de convencerlos de que sería bueno que se quedara…

—¿Pero cómo es que Marion no lo recuerda? —preguntó Simon de repente—. Cuando la encontramos en el camino no sabía nada y sigue diciendo que no sabe ni cómo se llama.

El conde se frotó la mandíbula, pensativo.

—Creo que nuestra señora no quiere regresar a su antigua vida —respondió lentamente—. La aflige cualquier intento de recordar. Yo diría que es más feliz aquí.

Campion vio que Robin asentía dándole la razón, mientras que los demás suspiraban, gruñían y mascullaban.

—Si no quiere regresar, no la envíes de vuelta —dijo Stephen con un gesto indolente tras el que ocultaba su preocupación.

—Lamentablemente, nos encontramos en una delicada situación —dijo Campion—. Este tal Peasely amenaza con enviar un ejército contra nosotros si no se la devolvemos de inmediato.

Robin lanzó un silbido al tiempo que sacudía la cabeza a un lado y otro.

—Me gustaría ver cómo trata de tomar Campion —gruñó Simon.

—¿Quién demonios es ese hombre? —preguntó Reynold.

—Es un terrateniente menor, hermano de la madre de Marion, pero ejerce sus dominios sobre las extensas tierras de su sobrina, su gran fortuna y su futuro, según el mensajero.

—Yo digo que dejemos que ese bastardo se acerque y al demonio. ¡Así aprenderá a quién es mejor no amenazar! —gritó Simon, golpeándose la palma con el puño para más énfasis.

—No es tan sencillo, hijos —dijo el conde, levantando una mano para detener la marea de voces enfadadas. Miró a Dunstan, pensando que su primogénito contribuiría en la discusión, pero éste se limitó a apoyarse contra la pared con gesto distante y expresión de disgusto en el rostro. Era evidente que no tenía interés en la disposición de la dama y que consideraba una pérdida de energía la preocupación de sus hermanos. Campion dejó escapar un suspiro resignado al ver que no obtendría ayuda por ese lado—. No tenemos ningún derecho legal sobre la muchacha —explicó—. Aunque ella quiera quedarse con nosotros, no podemos retenerla aquí —sus palabras fueron recibidas con un coro de murmullos escandalizados, y tuvo que levantar la mano para que le prestaran atención—. Peasely es el tutor de Marion. No hay nada que podamos hacer para cambiar eso, a menos, claro está, que tengamos intención de ganarnos ese derecho de la única forma legítima.

El conde hizo una pausa durante la cual valoró a todos y cada uno de ellos, con la esperanza de que alguno acudiera en ayuda de Marion. Todos lo miraban expectantes, excepto Dunstan, que resopló por lo bajo mientras se apartaba de la pared con una mueca. Campion no lo tenía en mente a él, porque ni siquiera la conocía. Uno de sus hermanos tendría que tomar la decisión que él desdeñaba tan groseramente.

—¿Cómo? —preguntó Nicholas.

—A través del matrimonio —respondió Campion con calma. Los estudió detenidamente con gesto serio—. ¿Quién de vosotros la tomará por esposa?

Un manto de silencio se apoderó de la estancia.

Campion la recorrió con la mirada, deteniéndose en cada uno de sus hijos, que no se atrevían a sostener sus perspicaces ojos. Simon, el guerrero, dejó clara su negativa frunciendo el ceño; Reynold gruñó, consternado. Stephen, como venía siendo habitual en él, se sirvió otra copa de vino, algo que su padre captó con desagrado.

Robin se miraba la punta de las botas con exagerada concentración, mientras Nicholas jugueteaba con el cuchillo que colgaba de su cinturón, y Geoffrey parecía debatirse, como siempre, entre la compasión y el sentido común.

—¿Ninguno de vosotros se casará con ella? —preguntó Campion, incapaz de disimular el tono decepcionado de su voz, porque él también se había encariñado de la chica. Había albergado esperanzas de que aquel apresurado plan evitara tener que devolverla a su hogar, pero nadie decía nada—. ¿Tan desnaturalizados son todos mis hijos como para negarse a casarse y dar a Campion herederos?

Todos se negaron a responder bajando la mirada, excepto Simon, cuyos acerados ojos grises refulgían.

—¿Cómo es que no está casada? A mí me parece que ya tiene edad.

—No es difícil imaginar que su tío ansía quedarse con sus tierras. De ser así, jamás permitirá que se case. Es lo que el mensajero ha dejado entrever. Es más que probable que nuestra Marion no fuera más que una prisionera en su propio castillo —dijo Campion, con la esperanza de que la culpabilidad empujara a sus hijos a actuar cuando el sentido de la obligación y el afecto habían fracasado.

—La trataba mal —dijo Nicholas, dejando colgar la cabeza con un gesto de dolor que no supo disimular.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Simon con su habitual brusquedad.

Nicholas se encogió de hombros.

—Se me ocurre porque siempre la oigo decir lo maravilloso que le parece esto y lo agradable que es sentirse protegida y tratada como miembro de una familia. Me mira con esa enorme sonrisa suya y me dice lo afortunada que es de que la aceptáramos en Campion.

Los demás intercambiaron furtivas miradas de vergüenza, pero ninguno se prestaba voluntario a casarse con ella. El conde decidió que la culpa era sólo suya. Debería haber vuelto a casarse hacía tiempo para que sus hijos se hubieran acostumbrado a la presencia de mujeres en el castillo. Pero cuando su segunda esposa murió al dar a luz a Nicholas sufrió tanto que decidió que no le entregaría su corazón a nadie más.

Lamentablemente, el resultado de aquella decisión había sido que sus hijos se habían hecho adultos sin la ternura femenina, y su castigo era un montón de solteros que pagaban para satisfacer sus necesidades, y que jamás le darían nietos.

¿Es que no veían el cambio que se había operado en Campion, y también en ellos, desde la llegada de Marion? En unos pocos meses, se había hecho indispensable en el castillo; había mejorado el aspecto del salón, de las habitaciones y de las comidas. Campion pensó en la sonrisa de la chica, cálida y sincera, y sintió una punzada de dolor ante la pérdida que supondría para ellos.

Debería casarse él con ella, pensó de pronto, pero seguidamente suspiró por lo estúpido de la idea. Aunque pasaba ya de la edad casadera, Marion seguía siendo demasiado joven para él, y él demasiado viejo para formar una nueva familia. El invierno no había sido benévolo con él, y le dolían las articulaciones. No les había dicho nada a sus hijos, claro está, pero cada vez le costaba más blandir la espada como hiciera antes. El afecto que sentía por Marion, lo llevaba a desear para ella un hombre robusto que pudiera darle muchos hijos.

Y allí delante tenía siete candidatos saludables que se negaban a tomarla como esposa. Campion no se molestó en disimular su disgusto.

—Muy bien. Si ninguno de vosotros quiere tomarla por esposa, tendrá que volver a casa. ¿Quién está dispuesto a llevarla de vuelta a Baddersly?

De nuevo, silencio. Robin se miró la puntera de las botas con renovado interés, Nicholas seguía jugueteando con su cuchillo y Stephen parecía concentrado en ver el fondo de su copa. Reynold se frotaba la pierna herida, algo que hacía cuando se sentía incómodo, y Simon miraba por la ventana frunciendo el ceño, como si esperara que la respuesta a aquel dilema cayera del cielo.

—¿Y bien? —Esta vez, el tono del conde no dejaba duda alguna de lo enfadado que estaba.

Reynold levantó la vista.

—Geoffrey es su favorito —señaló.

El aludido pareció sorprendido al principio y horrorizado a continuación.

—¡No! Yo no puedo hacerlo. Ordenádselo a Simon.

—Sí. Él está mejor preparado para escoltarla —señaló Stephen, curvando los labios en una sonrisita de suficiencia.

—Ya basta —dijo Campion, poniendo punto final a la pelea. Aun así, los hermanos siguieron mascullando, lanzándose oscuras miradas los unos a los otros, pues ninguno quería cumplir con la tarea. Campion no estaba nada orgulloso de sus hijos. Por todos los santos, ¡estaba delante de una banda de cobardes! Se disponía a castigarlos como a tales, cuando todas las voces callaron. Los hermanos se miraron los unos a los otros, enarcando las cejas con sorpresa. Y, de pronto, seis cabezas se giraron hacia la pared, y elevaron la voz como si fueran una única persona.

—¡Enviad a Dunstan! —dijeron.

—¡Eso! ¡Dunstan la escoltaría mejor que yo! —enfatizó Simon.

Su padre hizo una pausa al oírlo, puesto que, normalmente, Simon preferiría morir a admitir algo así.

—Sí. Él no la conoce y, aunque así fuera, no sentiría nada —añadió Stephen con sorna.

Campion lanzó una mirada hacia Dunstan, que observaba el escándalo que se estaba montando con el ceño fruncido y expresión distante, y no pudo por menos de preguntarse qué estaría pensando. ¿Cuándo se había vuelto su primogénito un hombre distante? Con un suspiro de resignación se centró en el asunto.

—Dunstan es una buena opción como escolta en un viaje —señaló.

—¡Eso! ¡Él se conoce todo el país! —apuntó Nicholas.

Campion pasó por alto el entusiasmo del menor de sus hijos mientras meditaba la posibilidad. Tal vez fuera el hombre más adecuado. Era un buen caballero y sabría manejar cualquier complicación que pudiera presentarse con Peasely. Además, era barón por derecho propio y dominaba el arte de la diplomacia, algo de lo que Simon carecía ostensiblemente. Y no había relación alguna entre él y la chica. Para él no sería difícil entregársela a su tío.

El conde apoyó las palmas de las manos en la mesa una vez tomada su decisión.

—Si Dunstan no se opone, que así sea.

—Sí, padre —respondieron todos a una, y Campion se dio cuenta de que, por una vez, todos sus hijos estaban de acuerdo en algo: sentían el mismo alivio por haberse librado de una tarea desagradable.

El conde suspiró profundamente decepcionado mientras sus hijos se ponían en pie, ansiosos por salir de allí, pero la voz de Dunstan los detuvo.

—Esperad —dijo, con un tono que no dejaba lugar a discusiones. Aunque los hermanos rara vez escuchaban lo que decían los demás, todos se sentían en deuda con su hermano mayor en ese momento, por lo que obedecieron y se quedaron donde estaban—. Id a por la chica y despedíos. Saldremos dentro de una hora.

Campion lo miró sorprendido.

—Pero si acabas de llegar. Querrás descansar antes de ponerte de nuevo en camino, ¿verdad?

El conde sintió un pinchazo en el pecho al pensar en lo rápido que quería marcharse su hijo. Hacía un año que no lo veía. ¿Por qué querría irse tan pronto?

—Si queréis que me ocupe de este asunto, tendré que darme prisa, porque no puedo ausentarme mucho tiempo de Wessex —respondió lacónicamente Dunstan.

No parecía demasiado contento de que le hubieran endilgado la tarea, y aun así lo aceptaba. Campion lo miró detenidamente, tratando de vislumbrar el interior del hombre en que se había convertido su hijo, pero el fondo oscuro de los ojos de Dunstan le devolvió una mirada desapasionada que no revelaba nada. Campion sintió un nuevo pinchazo de tristeza al comprobar que Dunstan prefería estar en su propio castillo, en su nuevo hogar,

El hombre se dirigió a sus hijos menores.

—Pedidle a Wilda que traiga a Marion —dijo, mirando a su alrededor. Si sus hijos se habían mostrado incómodos hasta el momento, en ese momento no podían parar quietos, como si les picara todo el cuerpo. Ninguno quería enfrentarse a Marion. Los muy cobardes. Campion estaba avergonzado, pero la lástima atenuó un poco la vergüenza, porque incluso él estaba un poco nervioso. Después de todo, también él se había encariñado con ella.

¿Cómo, en nombre de lo más sagrado, iba a decirle que tenía que irse?

 

 

Marion se sorprendió de que el conde la mandara llamar. El pánico que no había vuelto a sentir desde que se despertara, desorientada, en medio del camino, se apoderó de ella, y, por un momento, no acertó a moverse. Lentamente pero con firmeza, se dijo que el conde sólo la quería para pedirle que se ocupara de organizar un banquete especial en honor a la visita de Dunstan, o para presentarle formalmente a su hijo mayor, pero la pérdida de la memoria la había enseñado a confiar en su instinto. Y éste le decía que algo no iba bien.

Marion intentó serenarse mientras seguía a Wilda hasta los aposentos privados del conde, pero lo que se encontró allí no hizo sino acrecentar su miedo. Aunque todos los ruidosos hermanos De Burgh estaban allí, la estancia estaba en silencio. Los seis a los que había llegado a querer como si fueran hermanos estaban situados alrededor de su padre, pero ninguno de ellos quería mirarla a la cara. Sólo Dunstan, que seguía apoyado en la pared como una presencia oscura y perturbadora, parecía mirarla, con su bonito rostro en sombra.

—Siéntate, Marion, por favor —dijo el conde.

El hombre buscó su mirada abiertamente, aunque había algo en sus ojos, algo entre la tristeza y el arrepentimiento, que hizo que se le contrajera el pecho. Marion se sentó en el borde de una silla con brazos, asintiendo con la cabeza serenamente, mientras su cerebro trabajaba a toda velocidad, calibrando lo angustiosas que serían las noticias que tenía que darle.

—Marion —comenzó el conde—, sabes que nos has hecho muy felices con tu presencia entre nosotros. Has llenado un vacío, no sólo ocupándote de las tareas del castillo, sino alegrándonos a todos con tus sonrisas. Si pudiéramos, te tendríamos aquí siempre.

Marion se quedó helada, incapaz de moverse mientras se hacía realidad el peor de sus miedos. ¡La estaba echando! ¿Adónde iría? ¿Qué haría ella sola, una mujer sin amigos ni familia que la acogiera, una mujer que ni siquiera recordaba su pasado?

—Sin embargo, parece que no somos los únicos que nos preocupamos por ti. Aunque tal vez no lo recuerdes, tienes un familiar que no se ha olvidado de ti, tu tío.

El conde esperó un momento, tal vez a que ella respondiera, pero ¿qué podía decirle? ¿Tío? ¿Qué tío?

—No sé nada de un tío —dijo ésta finalmente con un hilo de voz, apenas audible por encima del martilleo de su corazón. Se obligó a mover las extremidades para poder colocar las manos, una encima de la otra, sobre el regazo, fingiendo serenidad.

—Sé que ahora te parece extraño, querida —dijo Campion—, pero estoy seguro de que recobrarás la memoria, tal vez antes, una vez te encuentres en casa.

Un pánico renovado y feroz se apoderó de ella, obligándola a entrelazar los dedos con fuerza. Una cosa era ser abandonada a su suerte, sola, y otra muy distinta, enviarla con un extraño perteneciente a un pasado que la aterraba… Marion se esforzó por respirar mientras trataba de seguir las palabras del conde.

—Eres Marion Warenne, heredera de una gran fortuna —estaba diciendo éste. Sonrió ligeramente, como si esperara que aquello fuera a alegrarla, pero no era así. Su nombre no significaba nada para ella, y su riqueza aún menos.

—Pero, milord, me dijisteis que podría quedarme todo el tiempo que quisiera —dijo ella, intentando que no le temblara la voz.

La lástima que se reflejó en el rostro del conde la asustó más que si hubiera mostrado indiferencia.

—Lo sé, querida, y lo lamento de veras. Si no tuvieras a nadie, estaría más que feliz de tenerte aquí indefinidamente. Pero ahora tienes un hogar al que regresar y tu tío está ansioso por que vuelvas.

Marion intentó encontrar, a través de la neblina del horror, las palabras para negar lo que le decía el conde, pero no fue capaz. Lo único que acertó a hacer fue a mirarlo con los ojos de par en par, mientras trataba de mantener la calma. De algún lugar desconocido le llegó la noción de que debía ocultar su miedo, enmascarar sus sentimientos y guardarse sus opiniones. Era evidente que era una lección que había aprendido en algún momento del lodazal que era su pasado.

Como si pudiera percibir su angustia, Campion se inclinó hacia delante.

—No te preocupes, Marion. No dejaremos que te ocurra nada malo —fijó la vista en ella mientras hablaba a Dunstan, que seguía apoyado contra la pared—. Mi hijo mayor, Dunstan, barón de Wessex, te escoltará, y se asegurará de que no haya contratiempos.

Marion sospechaba que el conde estaba dándole la orden a su hijo mientras intentaba tranquilizarla a ella, pero de poco servía. Sabía que en cuanto abandonara la seguridad de aquellos muros, ninguno de los De Burgh, desde el conde hasta el pequeño Nicholas, podría ejercer dominio alguno sobre su vida, y sería absurdo pensar de otro modo.

Sus paladines la habían abandonado.

Marion reunió todos los recursos de que disponía en un último esfuerzo.

—Estoy en clara desventaja, milord, porque no soy capaz de presentar un alegato coherente. Es cierto que mi pasado representa un misterio para mí, pero también sé que había algo desagradable en él. Lo único que consigo recordar es que estaba aterrorizada. Os lo suplico, milord, no me obliguéis a volver.

Dejó la súplica suspendida en el aire mientras Campion se frotaba la barbilla y la estudiaba con actitud reflexiva. Pese a que el pánico amenazaba con consumirla, Marion no delató nada ni hizo movimiento alguno. Sentada en el borde de su asiento, tenía la espalda erguida como una vara y las manos entrelazadas en el regazo.

Finalmente, el conde exhaló un pesaroso suspiro.

—Lo siento, Marion, pero ha llegado a oídos de tu tío que estabas aquí y amenaza con declararnos la guerra si no te devolvemos a Baddersly de inmediato.

¡La guerra! Marion sintió que se le caía el alma a los pies, junto con la última de sus esperanzas, porque no podía culpar al conde por la decisión que había tomado. Por mucha pena que le diera, no tenía deseo de poner en peligro a los hombres que la habían acogido en su hogar y la habían tratado con tanta amabilidad. No quería que se derramara su sangre sólo porque se sentía mejor en el castillo de Campion que en uno que ni siquiera recordaba.

—Aunque no es su intimidación lo que me mueve, me temo que no tenemos ningún derecho legítimo sobre ti, querida —explicó Campion.

Marion escuchaba atentamente y en silencio mientras la oscuridad más tenebrosa caía sobre ella, llevándola hasta un lugar en el que no había estado desde hacía meses.

Cuando habló, lo hizo desde la distancia, lejos de aquella estancia.

—Entiendo —dijo con voz queda. No asintió ni sonrió, se limitó a observar al conde con seriedad—. ¿Cuándo partimos?

Por primera vez desde que lo conocía, el digno conde parecía incómodo.

—En cuanto recojas tus cosas —respondió—. Dunstan está ansioso por partir. Conoce bien los caminos, puesto que sirvió al rey Eduardo durante muchos años antes de recibir el título de barón. Él se cerciorará de que no te ocurra nada malo.

A modo de respuesta, Dunstan salió de entre las sombras, con su enorme e intimidatoria presencia. Era tan grade como el tronco de un roble y en esos momentos parecía tan sensible como uno.

Se colocó delante de la ventana, y Marion pestañeó varias veces seguidas, porque no veía bien. Y en ese instante, lo odió.

—Vamos, lady Warenne —dijo, mirándola despectivamente—. Será mejor que partamos.

Marion se levantó y se encontró rodeada por los demás hermanos De Burgh. Robin y Geoffrey intercambiaron una mirada. Los dos parecían sentirse culpables e incómodos.

—Dunstan cuidará bien de ti —le dijo Geoffrey.

—Sí. Es el mejor —coincidió Robin, tendiendo las manos para estrecharle las suyas—. Que Dios te acompañe.

—Cuídate —añadió Geoffrey.

Marion asintió y a continuación se giró hacia Stephen, que alzó la copa hacia ella.

—Adiós, Stephen —dijo ella, sorprendida al notar el nudo que se le hacía en la garganta. Buscó en su interior ese aturdimiento que le serviría de escudo, sumiéndose en la oscuridad en la que había vivido antes de llegar a Campion.

—Marion —fue la lacónica despedida de Simon, que la miraba con gesto tenso.

Reynold no habló siquiera. Se limitó a hacerle un gesto con la cabeza mientras se frotaba la pierna herida.

—Reynold —dijo ella.

Nicholas dio una paso al frente, la cabeza gacha y una expresión desgraciada.

—Lo siento, Marion —murmuró—. Pero Dunstan cuidará de ti. ¡No permitirá que te ocurra nada!

—Gracias a todos por vuestra amabilidad —dijo ella sin levantar la voz.

Campion le tomó las manos.

—Me despido por ahora, Marion. Espero que podamos vernos de nuevo, pronto.

A pesar de sus esfuerzos, Marion sintió una presión detrás de los ojos cuando se separó de él.

Entonces Dunstan se acercó para escoltarla, ahorrándole la vergüenza de perder el control.

Un rápido vistazo a sus implacables facciones le sirvió de acicate para salir de allí sin mirar atrás.

 

 

Como Marion no se dio la vuelta, no vio cómo se retorcían de incomodidad todos los hermanos. El silencio cayó sobre la estancia. Fue Stephen quien lo rompió finalmente.

—Habría preferido que despotricara y nos insultara en vez de esa demostración de noble aceptación —señaló antes de dar un largo sorbo de su copa, llena nuevamente.

—Sí —dijo el conde, frunciendo el ceño en actitud pensativa—. Habría sido mejor que os hubiera maldecido a todos por haber sido unos cobardes.