Duelo de poder - Amor y magia - Deborah Simmons - E-Book

Duelo de poder - Amor y magia E-Book

Deborah Simmons

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Beschreibung

Duelo de poder Nadie había dudado nunca de la autoridad de Simon de Burgh, hasta que unos forajidos interceptaron su comitiva y descubrió que su cabecilla era una mujer. La cosa se complicó cuando ordenó rendirle vasallaje a esa mujer. Pero Bethia se lo negó, arguyendo que era su padre y no ella quien debía vasallaje al hermano de Simon, Su inquebrantable serenidad consiguió sacar de quicio a Simon, que terminó amenazándola con llevársela a hombros si insistía en desobedecerle. Ella le contestó con una carcajada incrédula… el duelo era inevitable. Amor y magia Stephen de Burgh podía ser guapo como un dios, pero a Brighid Lestrange le parecía demasiado humano. Caprichoso y engreído, aquel caballero libertino no parecía merecedor de su noble linaje. Escoltar a la testaruda Brighid a través de Gales amenazaba con poner a prueba el genio de Stephen. Jamás se había encontrado con una mujer tan conflictiva y, a la vez, tan excitante, cuyos ojos insinuaban un destino que cambiaría su vida para siempre.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 64 - septiembre 2021

 

© 1999 Deborah Sieganthal

Duelo de poder

Título original: Robber Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2000 Deborah Siegenthal

Amor y magia

Título original: My Lord De Burgh

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-935-7

Índice

 

Portada

Créditos

 

Duelo de poder

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

 

Amor y magia

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Epílogo

 

Si te ha gustado este libro…

Uno

 

 

 

 

 

Simon de Burgh estaba buscando pelea. Aunque lo habría negado, tomó deliberadamente la carretera del bosque, como si quisiera desafiar a los bandoleros a atacar su séquito. Estaba aburrido y pelear contra una banda de rufianes suficientemente estúpidos como para intentar asaltarlos sería un buen remedio para su aburrimiento.

Cuando había aceptado aquel encargo de Dunstan, imaginaba que sería una manera de escapar de la rutina de la casa de su padre, pero después de varios días interminables de trayecto, comenzaba a inquietarse. Aunque su destino, el castillo de Baddersly, no quedaba lejos, la perspectiva de gobernar los dominios de su hermano le resultaba muy poco apetecible.

Simon había pasado la mayor parte de su vida compitiendo contra sus seis hermanos, sobre todo contra Dunstan, el mayor, que había servido al rey Eduardo en Gales y había recibido a cambio sus tierras. Aunque la necesidad de demostrar su valía había disminuido durante los últimos dos años a medida que había ido asumiendo mayores responsabilidades, Simon continuaba deseando desafíos, aspirando a la gloria de la que hasta entonces había carecido su vida.

Sabía que no se daría por satisfecho con una simple incursión en los bosques, aunque su montura continuara avanzando bajo aquellos olmos enormes. Los hombres que cabalgaban tras él permanecían en silencio y durante algún tiempo, los únicos sonidos que se oyeron fueron los crujidos del cuero y la cota de malla y los cascos de los caballos. Simon era consciente de que sus hermanos no habrían elegido el camino del bosque. De hecho, casi podía oír al sensato de Geoffrey recordándole que no contaba con un gran séquito, que sólo iban unos cuantos guardias a caballo. ¿De verdad estaba dispuesto a arriesgar sus vidas? Aquella advertencia aguijoneó su conciencia, le agrió el humor y le hizo espolear a su montura.

Sin embargo, ya era demasiado tarde para cambiar de rumbo, porque entre la sombría oscuridad que se extendía ante él, Simon distinguió la silueta de un tronco enorme cruzando el camino. Consciente de que no era algo accidental, sospechó que sus ansias de pelea iban a verse satisfechas. Alzó la mano en silencio para avisar a los hombres que le seguían, y buscó su espada.

—Deteneos y desistid en vuestro propósito inmediatamente —se elevó desafiante una voz por encima del tronco.

En ese momento, Simon habría cambiado a cualquiera de sus caballeros por un buen arquero. Observó con los ojos entrecerrados mientras su interlocutor se alzaba por encima del árbol caído.

Apenas era un muchacho, un pícaro. El chico llevaba una túnica marrón oscura y unas calzas del mismo color, de manera que se fundía completamente con el entorno. No blandía ningún arma, pero mantenía las piernas entreabiertas y los brazos en jarras, en una actitud desafiante que hizo apretar los dientes a Simon. Advirtió que tenía una espada y una especie de cota de malla corta, sin duda alguna, robada a algún caballero caído, pensó Simon, y aquella idea le enfureció.

—Apartaos, truhán, y no pienso repetirlo —replicó Simon.

—Decid vuestro nombre, vuestro linaje y el asunto que os obliga a adentraros en estos bosques —replicó el muchacho.

Un muchacho imprudente a ojos de Simón, porque a menos que hubiera otros hombres mejor armados que aquel muchacho zarrapastroso escondidos en los árboles, difícilmente podía pretender enfrentarse a caballeros mucho más aguerridos que él.

—Soy Simon de Burgh, le debo lealtad a mi padre, duque de Campion, y a mi hermano, barón de Wessex, y mis motivos para estar aquí no son asunto vuestro. De modo que no cometáis el error de desafiarme. Ahora, apartaos si no queréis morir.

—¡Ja! Sois vos el que ha cometido un error al llegar hasta aquí, señor De Burgh, en el caso de que sea ése vuestro verdadero nombre. ¡Deponed las armas! ¡Estáis rodeados!

Simon rió con dureza, resultaba ridículo oír esa orden en boca de un bandolero.

—¿Y puede saberse qué es lo que nos rodea, además de los árboles? —preguntó.

Aunque el joven tuviera una buena cantidad de bandoleros tras él, poco podrían hacer contra un grupo de hombres armados a caballo. Seguramente, hasta un muchacho tan descarado como aquél sería consciente de lo absurdo de su desafío y se apartaría de su camino.

—Efectivamente, mi señor, estáis rodeados de verdor, pero también de arqueros —musitó.

Aquella declaración fue seguida por un murmullo de voces, procedentes de los hombres que formaban la comitiva. Simon alzó la mirada con el ceño fruncido y vio a los hombres que los vigilaban desde las ramas de los árboles, apostados como pájaros y con las flechas preparadas.

¿Arqueros? ¿Cómo era posible que unos simples bandoleros estuvieran tan bien entrenados y organizados? Apretó los dientes. Casi podía oír la reprimenda de su hermano por haber arriesgado a sus hombres de forma innecesaria.

—Deponed las armas —repitió el joven con un descaro que consiguió enfurecer a Simon.

Él no estaba acostumbrado a recibir órdenes de nadie y menos aún de un mocoso como aquél. ¡Al diablo las flechas! No estaba dispuesto a morir sin pelear. Alzó la espada, soltó un rugido imponente y lanzó al caballo hacia delante con intención de cortarle la cabeza a aquel fanfarrón. Ahí estaba, por fin podía disfrutar de la batalla que había estado buscando. Junto a la rabia, Simon sintió la familiar e inigualable oleada de emoción que acompañaba el sonido metálico de las armas.

Oyó el eco de los gritos de los hombres que le seguían y avanzó sediento de sangre, pero su espada formó un inútil arco en el aire, pues el chico se apartó de su camino con un rápido salto. Antes de que pudiera cargar de nuevo contra él, Simon notó un impacto en la espalda. Fue suficientemente fuerte e inesperado como para hacerle caer de espaldas sobre el duro suelo. La espada voló de su mano y el aire abandonó sus pulmones. Pero a pesar de estar aturdido y mareado, rodó en el suelo y, de cuclillas, consiguió deshacerse con un empujón del hombre que había saltado sobre él.

Las flechas volaban sobre su cabeza, pero podía ver al joven que se había enfrentado a él dando órdenes a sus compañeros desde detrás de la relativa seguridad que le proporcionaba el roble caído. La cobardía del chico le enfureció todavía más. Se levantó y se abalanzó sobre él.

—¡Apartaos!

El pánico aguzaba la voz del muchacho. Simon disfrutó de un momento de satisfacción antes de sentir el frío del metal en la garganta. Aquello habría bastado para detener a cualquier otro hombre, pero Simon jamás había podido presumir de tener una cabeza fría. Con un grito de indignación, lanzó la daga hacia un lado, ignorando el dolor que le provocó el filo al deslizarse por su piel en su camino hacia el suelo. Cuando el arma aterrizó lejos del alcance de su oponente, Simon agarró a éste del cuello, dispuesto a estrangularle. El chico se retorcía como un pez fuera del agua, pateaba de forma salvaje y consiguió darle con la rodilla en los genitales.

A pesar de estar doblado de dolor, Simon logró retener al joven y, prometiéndose darle un rodillazo más fuerte que el que había recibido, alargó la mano hacia él.

Un buen pellizco habría bastado para que el muchacho se retorciera de dolor. Pero fue Simon el que soltó un grito ahogado cuando sus dedos no encontraron nada bajo las calzas. Desconcertado, apretó ligeramente, para descubrir los suaves contornos de un cuerpo femenino contra su palma.

—¡Bastardo! —susurró su oponente con calor.

Simon alzó la cabeza sorprendido, pero antes de que hubiera podido mirar detenidamente a la extraña criatura a la que tenía sujeta, notó el duro impacto de una pedrada en la oreja. Parpadeó en medio de su asombro mientras las facciones del muchacho iban transformándose en las de una mujer. Después, el mundo se sumió en la oscuridad.

 

 

Simon recuperó sobresaltado la consciencia al sentir un intenso escozor en la piel. Con un gemido de desagrado, intentó apartarse bruscamente, pero descubrió entonces que tenía las manos atadas a la espalda. Retorciéndose violentamente, gritó furioso.

—¡Estaos quieto, estúpido!

Aquellas palabras, pronunciadas por una voz femenina y teñidas de exasperación, cautivaron inmediatamente su atención. Parpadeó varias veces mientras un rostro iba apareciendo ante sus ojos. Era un rostro joven, de piel dorada por el sol, pómulos marcados, nariz regia y ojos castaños rodeados de tupidas pestañas. Por un instante, Simon se quedó mirándolo fijamente, intentando recordar quién era.

—¡Vos! —exclamó.

Acababa de reconocer al chico que se había convertido en mujer y contra el que había estado peleando. ¡Era un bandolero! ¡Y una mujer, además!

—¿Quién si no? —replicó ella, humedeciéndole de nuevo el lateral de la cabeza—. No pretendía haceros daño, señor caballero —dijo en tono burlón—, pero me ha ofendido su forma de pelear.

Simon estaba tan furioso que no era capaz de articular palabra. ¿Cómo se atrevía a hablarle de esa manera aquella jovencita insolente?

—Si no queréis que os tomen por un hombre, no deberíais vestiros como si lo fuerais —musitó por fin, recorriéndola de la cabeza a los pies con una mirada de desprecio.

—Perdonadme, pero desconocía que el código de honor de los caballeros incluía el agarrar a otros sus partes más íntimas —contestó disgustada.

—Fuisteis vos la que quería castrarme —gritó Simon, olvidando por un instante que no estaba hablando con uno de sus hermanos, sino con una mujer.

Cuando lo recordaba, le anonadaba su insolencia. Ninguna mujer le había hablado jamás de tales cosas, y menos de una forma tan descarada. Se preguntó si sería una meretriz, pero incluso las más endurecidas de las prostitutas llevaban falda. De hecho, él jamás había visto una mujer con atuendo de varón. ¿Quién era aquella criatura?

—Yo sólo pretendía defenderme —contestó ella—. Y si hubierais depuesto vuestras armas, tal como os dije, no habríais resultado herido. Ahora tenéis varios hombres heridos y yo me veo obligada a cuidarlos.

Con ademanes decididos y escasa delicadeza, volvió a humedecerle el cuello con aquella nociva mezcla.

—Debo admitir que a menudo he deseado ver a un hombre rebanándose su propio cuello, pero es la primera vez que soy testigo de algo así.

Simon sintió un absurdo rubor subiendo por sus brazos y mejillas. Aunque él no había hecho nada más que luchar valientemente, la joven le hacía parecer un inepto patán. Intentó deshacerse de sus ataduras, pero le resultó imposible, lo que le enfureció todavía más. Soltó un juramento.

—¿Acaso deseáis morir? —siseó ella—. Si queréis que sanen vuestras heridas, tendréis que permanecer quieto. Y dejad de hacer ruido o tendré que amordazaros.

¿Amordazarle? La furia le dejó sin habla, pero le dirigió una mirada con la que había conseguido reducir a hombres adultos. Ella ni siquiera pestañeó.

—Guardo muy poco respeto a los mercenarios como vos —le advirtió la joven, retándole con una fría mirada que aumentó su rabia todavía más—, y la menor excusa me bastaría para mataros sin pensármelo dos veces.

¿Para matarle? Simon tuvo que reprimir una risa. Aunque no había servido al rey, como Dunstan, había participado en numerosos combates, e incluso había conseguido recuperar el castillo de su hermano cuando había sido ocupado por uno de sus vecinos.

—¡Ningún hombre ha podido derrotarme jamás y, desde luego, no lo hará ahora una mujer vestida de varón! Y sois más estúpida de lo que pensaba si de verdad creéis que podréis conseguirlo.

Su oponente sonrió. Esbozó una sonrisa burlona que le hizo reparar a Simon en su generosa boca. Continuaba con la mirada fija en ella cuando la joven dejó escapar un lento suspiro.

—Ah, pero si en realidad ya os he derrotado —dijo.

Bajó la mirada hacia sus pies atados, giró sobre sus talones y se alejó de él.

Aquella actitud arrogante hizo que a Simon le hirviera la sangre en las venas; verdaderamente, su situación era cada vez más irritante.

—¡Volved aquí! —rugió furioso.

—Quizá lo haga cuando estéis de humor para hablar y dejéis de gritarme —le respondió por encima del hombro.

Mientras se sentaba, atado de pies y manos como un ganso, y la observaba alejarse, Simon comprendió que no había duda alguna sobre su sexo. Por su espalda se deslizaba una fina trenza del color del trigo y sus caderas, enfundadas en unas calzas de varón y una túnica, se mecían ligeramente a pesar de lo largo de sus zancadas.

—¡Joven! —gritó Simon tras ella.

Pero ella no dejó de caminar y Simon sintió una patada en la espalda.

—¡Silencio! —musitó un hombre de voz grave tras él.

Por primera vez en su vida, Simon se sintió completamente impotente. Cuando habían encerrado a Dunstan en una mazmorra, él se había mostrado dispuesto rescatar a su hermano mayor, pero jamás se le había ocurrido pensar que él podría tener el mismo destino. Nadie le había capturado jamás. ¡Y mucho menos una mujer!

Imaginaba cómo se burlarían sus hermanos de él si pudieran verle atado de pies y manos por culpa de una joven. Apretó los dientes al pensar en ello, hasta que comprendió que, más que reírse de él, intentarían ayudarle.

Junto aquel convencimiento llegaron renovadas fuerzas que sirvieron al menos para aliviar de forma momentánea su disgusto. Decidió entonces que no necesitaba a nadie para ocuparse de aquella tarea. Se liberaría él mismo y después… después se vengaría, pensó con violencia. Con firme determinación, aplacó su rabia e inspeccionó los alrededores con la mirada, intentando encontrar alguna vía de escape.

Estaban en un claro rodeado de árboles enormes que proporcionaban un escondite natural. Algunos hombres vestidos con túnicas idénticas a las de la mujer vigilaban los extremos del campamento mientras otros hacían guardia cerca de Simon y los heridos. Por lo menos parecían parecían hombres, se dijo Simon, entrecerrando los ojos para observar con más atención. Una rápida inspección a sus caderas delgadas y a sus fornidos hombros bastó para asegurarse de su sexo. Lo que continuaba siendo un auténtico misterio para él era que estuvieran dispuestos a aceptar órdenes de una mujer.

En realidad, todo aquel asunto era muy extraño. Fijándose en el carcaj que casi todos ellos llevaban con las flechas a la espalda, Simon volvió a preguntarse por qué unos simples bandoleros estaban tan equipados y bien organizados. Seguramente, otros bandoleros les habrían dado muerte a todos ellos, se habrían llevado sus caballos y sus armas y se habrían perdido en el bosque.

Pero aquellos, no. Aquellos no habían matado a nadie. ¿Pretenderían pedir un rescate por él y sus hombres? Era bastante corriente pagar a cambio de un caballero, ¡pero no por todo un séquito! Simon frunció el ceño ante la posibilidad de que su padre se viera obligado a desprenderse de una buena cantidad de dinero por culpa de su imprudencia.

Con aquel pensamiento regresó la rabia e intentó en vano liberarse de sus ataduras. Pasó un buen rato hasta que recuperó de nuevo el control. Respiró hondo e intentó concentrarse, como habría hecho Geoffrey. Simon se había burlado muchas veces de las eruditas maneras de su hermano y de sus precavidos planes, pero en aquel momento, incluso él era consciente de la necesidad de pensar con frialdad.

Miró de nuevo a su alrededor, buscando alguna pista que justificara el comportamiento de esos granujas. No sólo habían evitado la muerte a todos sus hombres, sino que les estaban curando las heridas. Aquello no tenía ningún sentido para Simon, que no era aficionado a los rompecabezas, y menos aún a estudiar a sus enemigos o a sus intenciones con demasiado detenimiento.

Mientras pensaba en ello, vio de nuevo a la chica inclinándose sobre Aldhem, que había recibido un flechazo en el hombro. La trenza del color del trigo se deslizó sobre su hombro, pero ella volvió a echársela hacia atrás mientras, con expresión concentrada, le subía la manga a Aldhem. Ante la atenta mirada de Simon, aplicó el ungüento con sus propios dedos, y la visión de aquella joven acariciando la piel del soldado le hizo sentirse a Simon como si acabaran de darle una patada en el esternón.

Frunció el ceño y miró tras él, pero no vio a nadie cerca. A lo mejor tenía una herida entre las costillas de la que no era consciente, pensó. Tomó aire para comprobarlo, pero el dolor había desaparecido con la misma rapidez con la que se había presentado. No habiendo sido nunca propenso a las heridas, culpó de aquella molestia a su enemiga y fulminó con la mirada a aquella mujer que estaba desafiando las leyes divinas y las terrenales, paseándose por los bosques vestida con una cota de malla como si fuera un caballero. ¡Bah! Él nunca había tenido una gran opinión de las mujeres, ni siquiera cuando iban vestidas con la ropa que les correspondía. Su madre había muerto siendo él niño y aunque había contado durante la infancia con el cariño de la segunda esposa de su padre, también ella había fallecido, dejándole con la percepción de que las mujeres eran criaturas débiles por naturaleza.

Era bien sabido que eran más pequeñas, menos inteligentes y menos capaces que los hombres y, por su puesto, Simon no compartía su interés por las labores domésticas. Aunque reconocía que podían proporcionar cierto placer, Simon rara vez se permitía disfrutar de las mujeres y cuando lo hacía, se servía de sus cuerpos como lo habría hecho de cualquier otro objeto. De hecho, independientemente de lo que su padre pudiera opinar sobre el tema, él siempre había considerado a las mujeres como seres inferiores. Y eso era algo que no cambiaba por el hecho de que decidieran vestir indumentaria de varón.

Sonrió lentamente mientras recuperaba su innata arrogancia. Al fin y al cabo, él era un De Burgh, un caballero, el segundo hijo de su padre, y nadie podría retenerle durante demasiado tiempo. No tardaría en castigar a aquella mujer por su insolencia. La ataría, para ver si le gustaba, ¡o quizá la convirtiera en su esclava! Imaginar a aquella altiva mujer inclinándose ante él le proporcionó una inmensa satisfacción, pero era consciente de que todavía no podía regodearse en su victoria. Apartó la mirada de ella, intentando alejarse de cualquier tipo de distracción e intentó analizar el estado en el que se encontraban tanto sus hombres como los de ella.

Simon, por su parte, llevaba escondido un puñal en la bota del que ni siquiera les había hablado a sus hermanos, y que le había sido útil en más de una ocasión. Si pudiera liberarse de aquel tronco abominable, podría alcanzar el arma con las manos y soltarse. Lo único que necesitaba era esperar a que llegara la noche para poder escapar. Por el aspecto de los hombres que podía ver, ninguno de ellos parecía seriamente herido. Se llevaría con él a todos los que pudiera, aunque la falta de armas podía dificultar el éxito de su misión.

Recorrió el claro con los ojos entrecerrados, pero no consiguió averiguar dónde habían dejado su espada y su cota de malla. Se sentía desnudo sin ellas, otro motivo para despreciar a su enemiga, pero se obligó de nuevo a olvidarla. La experiencia le había enseñado que incluso los hombres mejor preparados se relajaban por las noches y era probable que aquellos bandoleros terminaran la jornada bebiendo cerveza y cayendo en un profundo sueño. Entonces, con armas o sin ellas, podría escapar con sus hombres y regresar de nuevo hacia Baddersly.

Asumiendo, por supuesto, que todavía estuvieran cerca del lugar en el que habían sido atacados. Maldijo suavemente y alzó la mirada hacia el cielo, como si estuviera buscando una señal. Maldijo también las nubes que lo cubrían. Si el cielo se aclaraba aquella noche, las estrellas le permitirían adivinar la dirección en la que deberían avanzar. Y aunque Dunstan no conservara una gran fuerza de combate en el castillo, cuando llegara allí, Simon podría conducir hasta el claro a sus hombres para hacer prisionera a aquella mujer y a su patética banda de seguidores.

Aquel pensamiento le hizo sonreír y, cuando aquella mujer tan ridículamente vestida regresó a su lado, consiguió incluso fingir una conducta más estoica. Él era un buen guerrero, sabía valorar una posición ventajosa. De hecho, Dunstan había comparado en una ocasión sus habilidades con las del rey. Y cuando se trazaba un plan, nadie, y mucho menos una joven descarada, podía detenerle. La observó avanzar hacia él con los ojos entrecerrados.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Eso depende de vos, mercenario —replicó ella, sentándose al borde de un tocón de un árbol. Para asombro de Simon, alzó una pierna hasta su pecho y la rodeó con el brazo. Simon se preguntó si sería una postura habitual en ella o si, sencillamente, pretendía provocarlo. Pero si era así, ¿con qué intención? Con el ceño fruncido, clavó la mirada en el oscuro hueco que formaba su túnica.

—¿Cuánto os pagan? —preguntó.

—¿Quién? —preguntó a su vez Simon, alzando la mirada hacia su rostro.

La mujer soltó una risa ronca.

—No os burléis de mí, De Burgh, si de verdad sois quien decís ser.

Si no lo era, ¿cómo iba a conseguir que pagaran un rescate por él?, se preguntó Simon, pero no iba a pasar su ofensa por alto.

—Nadie impugna impunemente ni mi buen nombre ni mi honor —le advirtió—. Si queréis comprobar la verdad, sólo tenéis que acompañarme a Campion o a Baddersly.

Aquella respuesta la sobresaltó. Simon distinguió el brillo de la sorpresa en sus ojos, antes de que la mujer volviera a ocultarlos bajo sus enormes pestañas.

—¿Y qué pretendéis hacer en Baddersly?

—Vengo a cumplir un encargo de mi hermano, que es señor de estas tierras —contestó Simon.

Aunque le habría gustado, no añadió que su hermano acabaría con todos los bandoleros que había en ellas. Dunstan no tenía paciencia para los bandoleros, pero la idea de que aquélla en particular pudiera morir, le producía cierto desasosiego. De modo que le espetó con impaciencia:

—Si nos liberáis ahora, es posible que se muestre misericordioso.

Su secuestradora se echó a reír. ¡Se echó a reír ante su oferta! Y, aunque, obviamente, no era una oferta sincera, Simon tuvo que reprimirse para no atacar. En cambio, continuó sentado y en silencio, maldiciendo el rubor que cubría sus mejillas y la facilidad de aquella mujer para provocarle. Fue bruscamente consciente de que era él el único que se estaba sonrojando como una niña cuando era ella la que estaba cuestionándolo como caballero. Aquel cambio de papeles no le complacía en absoluto. Gruñó furioso, aunque la chica parecía ajena a su incomodidad.

—¿Y en qué consistía ese encargo tan importante, De Burgh? —preguntó, inclinándose ligeramente como si estuviera deseando oír su respuesta.

—Tengo que supervisar sus posesiones —replicó Simon entre dientes. Él, que estaba acostumbrado a dar órdenes, apenas soportaba la insolencia de su secuestradora y, menos aún, tener que responder a sus preguntas—. Sin embargo, mis obligaciones podrían variar e incluir la eliminación de todos los bandidos que ocupan sus dominios.

—Entonces, estáis aquí para acabar con nosotros —le acusó ella.

Aunque no le habían enviado allí con aquel propósito, no podía negar que en aquel momento era una perspectiva que no le desagradaba.

—No tengo ni idea de quién sois ni de lo que estáis haciendo aquí, pero os aconsejo que abandonéis este bosque porque Dunstan no va a permitir asaltos en sus tierras —dijo con creciente impaciencia.

Ella inclinó la cabeza hacia un lado, como si le estuviera estudiando, y la trenza se deslizó por su hombro, cayendo suavemente hacia su pecho. Simon fijó allí la mirada durante unos instantes. Bajo la túnica, se adivinaba la suave curva de sus senos. De pronto, Simon sintió la extraña necesidad de ocultar aquellas curvas de las miradas de otros.

—¿Y qué me decís de Brice Scirvayne? ¿Podéis asegurarme que no sois los mercenarios que él ha contratado?

Simon la miró de nuevo a los ojos. Estaba a furioso.

—Estoy empezando a cansarme de contestar vuestras preguntas. No sé nada de ese Scirvayne, y os aseguro que ningún De Burgh ha sido nunca mercenario. ¡Nosotros sólo servimos a Campion y a Eduardo!

—Si no sois mercenarios, entonces sois soldados que venís hasta Baddersly para apoyar su causa —replicó ella con amargura.

—¿Qué causa? ¿Quién es Scirvayne? ¿Dónde gobierna? —preguntó Simon con sincera curiosidad.

—¡Scirvayne no gobierna! No es nada más que un ladrón, un conspirador.

Se levantó con los ojos resplandecientes por una furia tan magnífica que Simon sintió una oleada de emoción parecida a la que le causaba el entrar en la batalla.

—Bethia.

Cuando la joven giró la cabeza hacia la voz que sonó tras él, Simon contuvo la respiración, sobresaltado por el rugido de la sangre en las venas. Por un instante, aquella extraña mujer le había parecido un guerrero fuerte, voluntarioso y sediento de sangre. Frunció el ceño, intentando deshacerse de aquella impresión. Una cota de malla corta y un temperamento fuerte no hacían de ella un caballero, ni mucho menos. Su interlocutora sólo era una niña disfrazada.

Cuando Simon volvió a alzar la mirada hacia ella, parecía más tranquila, aunque sus ojos no habían perdido un peligroso resplandor.

—Si vuestra misión es pacificar estas tierras, como voz decís, no resultará difícil comprobarlo —respondió, con una mueca de desprecio—. ¡Dadme su bolsa!

Simon estaba que echaba humo mientras ella agarraba la bolsa de cuero que alguien le lanzó, la abría y buscaba en el interior para sacar la correspondencia de su hermano. No había nada especialmente interesante, Simon era consciente de ello: una carta para el administrador, una proclamación que debería ser leída en la corte y una orden por la que Dunstan le daba derecho a hablar en su nombre.

Simon continuó en silencio mientras ella revisaba los documentos. Le sorprendía que fuera capaz de leerlos. ¿Qué clase de bandolera era aquélla? ¿Y a qué se debía su interés por los mercenarios? Simon sabía que había partes del país en las que los delincuentes campaban a sus anchas, pero, ¿tan poderosa era aquella banda que temía ser destruida por soldados? No, decidió, un grupo tan poderoso no podría ser dirigido por una mujer.

Ella alzó entonces la mirada. Su expresión se había suavizado ligeramente. Simon se preguntó entonces cómo era posible que hubiera confundido con un chico a aquella mujer de pómulos marcados y con las líneas de la barbilla tan delicadas.

—A lo mejor estáis diciendo la verdad, De Burgh —le dijo mientras guardaba la correspondencia—. O, a lo mejor, al igual que Brice, preferís esconder vuestras verdaderas intenciones tras palabras inteligentes y pantallas de humo.

—¡Otra vez él! ¿Pero puede saberse quién es ese desconocido que supuestamente tiene algún poder sobre mí? —gruñó Simon, olvidándose de la momentánea admiración de su belleza para enfrentarse de nuevo a sus sospechas—. ¿Y quién sois vos para retener a un De Burgh como rehén? Explicaos.

Era tal su frustración, que Simon estuvo a punto de levantarse sin esperar a que llegara la noche. Pero ni siquiera él era tan imprudente. Sabía que había arqueros por todo el claro, preparados para disparar en cuanto hiciera un movimiento sospechoso. De modo que se reclinó de nuevo contra el tronco que tenía tras él y rabió en silencio mientras uno de los bandoleros apartaba a la joven de su lado para emprender con ella una discusión acalorada.

Mientras los observaba con los ojos entrecerrados, Simon se preguntó si aquel hombre rechoncho y de poca estatura querría poner fin a su conversación con Bethia. ¿Sería su amante? Simon rechazó aquella idea con un gruñido burlón. Una mujer como aquélla, alta y fuerte como un guerrero y sin el más ligero indicio de servilismo, jamás se pondría a sí misma en una situación de sumisión, aunque en aquel momento estuviera dedicando a aquel hombre toda su atención. ¿O sí? Simon no sabía nada de aquella mujer, y al parecer, sabía incluso menos de lo que pensaba, se dijo al verla desaparecer junto a su interlocutor en el interior del bosque.

Mientras tiraba inútilmente de sus ataduras, creció la desilusión de Simon. Él siempre se había enorgullecido de sus habilidades, se había considerado incluso mejor que sus hermanos. Quizá no hubiera aprendido tanto como Geoffrey, pero sabía mucho más que él sobre las artes de la guerra. Conocía Baddersly y los alrededores suficientemente bien. Durante los dos años anteriores, había estado a cargo de la seguridad del castillo de Dunstan, pero nunca había oído hablar de Brice Scirvayne. Evidentemente, tanto aquella joven como su banda se habían instalado allí después de su última visita, al igual que el infame Scirvayne, quienquiera que fuera.

Simon frunció el ceño. Aquella situación le corroía las entrañas. ¡Qué vergüenza! Se había convertido en prisionero de los misterios y las intrigas de una mujer. Si hubiera sabido que aquél iba a ser su destino, hubiera acabado con su propia vida antes de terminar siendo humillado de aquella manera. Con un juramento, volvió a moverse, intentando liberarse, lo que le valió una patada de quienquiera que fuera el canalla que tenía detrás.

Inflando las aletas de la nariz, Simon tomó aire e intentó ser paciente. No debía hacer nada que llamara la atención del enemigo. Si quería tener oportunidad de batirse en la batalla con aquellos bandoleros, debía permanecer quieto y en silencio, fingiéndose derrotado, por doloroso que le resultara. Les habían atacado a media tarde y no tardaría en hacerse de noche.

Mientras tanto, Simon seguiría el juego que le había enseñado Geoffrey: se dedicaría a observar y a esperar hasta que pudiera reducir a aquella mujer enfundada en ropas de hombre.

Dos

 

 

 

 

 

Bethia sentía la frustración de aquel caballero incluso a través de la hierba y los árboles que los separaban. Era un ejemplar masculino espectacular, el mejor que había visto nunca, con aquel pelo negro y los ojos del color de una cota de malla bien pulida. Alto, fuerte y fiero como un animal acorralado, era un enemigo poderoso y Bethia sentía el cosquilleo del miedo recorriendo su espalda.

Pero lo ahogó sin piedad. No podía permitir que aquel hombre la amedrentara, y tampoco vacilar ante sus demandas, aunque le recordara a una bestia salvaje encadenada y encerrada en una jaula en contra de su voluntad. Parecía algo contra natura. «¡Ya basta, Bethia!», se ordenó. Lo último que necesitaba era compadecerse de Simon de Burgh.

Aun así, le resultaba difícil no sentir cierto respeto por su cautivo. Simon de Burgh no había intentado sobornarla, como habrían hecho Brice y otros de su calaña. Tampoco había intentado servirse de su familia. Aunque sabía poco de los Campion, había oído hablar de aquel duque tan poderoso y sabía que aquel caballero podría haberle amenazado con sus relaciones con el poder. Pero no lo había hecho.

El instinto la animaba a confiar en él, y quizá lo habría hecho si fuera solamente su futuro el que dependiera de aquella decisión, pero tenía que pensar en otros que habían buscado en ella liderazgo y protección. Y en aquel momento, sentía sobre sus hombros el peso de la confianza que habían depositado en ella. Firmin, uno de sus arqueros más impulsivos, ya había reclamado la sangre de los prisioneros, pero Bethia no podía aprobar un asesinato, sobre todo sabiendo que aquellos hombres podrían ser inocentes. Tampoco deseaba enfadar al conde de Campion y arriesgarse a que enviara en su busca a un poderoso ejército.

Bethia había escuchado los argumentos de Firmin y tenía que admitir que éste tenía un punto de vista interesante. Si no quería matar a sus prisioneros y tampoco pedir por ellos un rescate, ¿qué pretendía hacer? Gracias a un asalto reciente, no les faltaban provisiones, pero no tenía ni suficiente comida ni suficientes efectivos como para atender a una docena de hombres, sobre todo cuando los heridos recuperaran sus fuerzas.

Aunque le rondaba por la cabeza la posibilidad de dejarlos abandonados en algún lugar distante, tenía la impresión de que Simon de Burgh no era un hombre dispuesto a olvidar o a perdonar fácilmente que le hubieran hecho prisionero. Sin duda alguna, regresaría dispuesto a acabar con su banda.

Bethia soltó un juramento y desvió la mirada hacia el hombre que estaba sentado en el claro. Aunque en aquel momento estaba quieto, Simon de Burgh exudaba fuerza y poder. Estaban allí, en la fiereza de su expresión, en su rígida pose de guerrero y en el brillo de sus ojos. En aquel momento, parecía sombrío, algo por lo que, obviamente, no podía culparle. Aun así, Bethia sospechaba que era un hombre que rara vez sonreía. En un primer momento, le había parecido frío, pero después había sido testigo de una fiereza que no podía proceder de la falta de pasión. Aquel pensamiento la hizo estremecerse y dio un paso hacia atrás.

Por supuesto, había otra posibilidad que Firmin no había contemplado, y era la de persuadir a Simon de Burgh de que tanto él como sus hombres se unieran a ellos. Bethia había preferido no mencionarla ante el arquero. Firmin sentía un profundo rechazo por cualquier tipo de autoridad y seguramente se burlaría de la posibilidad de que aquel caballero pudiera acudir en su ayuda. Aun así, en tanto que señor de Baddersly, Simon de Burgh debería estar preocupado por la injusticia que se estaba cometiendo en contra de su gente. Sí, debería. Bethia ahogó una risa, porque hacía tiempo había aprendido que la verdad rara vez prevalecía. Tener la razón no servía para nada.

Pero aun así, a diferencia de Firmin, ella no veía motivo alguno para no informar a Simon de Burgh de su situación. Si no sabía nada sobre su banda, se merecía al menos una explicación. E incluso en el caso de que Firmin estuviera en lo cierto y De Burgh fuera un mercenario de Brice, no le haría ningún daño oír su versión del asunto. Y si quedaba en él un gramo de caballerosidad, estaba segura de que se uniría a ellos.

Desgraciadamente, a juzgar por su experiencia, Simon de Burgh, guerrero o no, no era el más caballeroso de los hombres. Bethia recordó la sensación de su mano en aquel lugar de su cuerpo que ningún hombre había tocado hasta entonces. Se estremeció, y miró de nuevo hacia él, para descubrir desconcertada que se había puesto de pie. Llamó inmediatamente a uno de sus guardias, sacó la espada y salió de entre los árboles.

—No os mováis —le ordenó.

A pesar de sus ataduras, De Burgh se mantenía erguido y arrogante ante ella. Era una vista impresionante: más de un metro noventa de guerrero proclamando su fuerza y su orgullo en cada centímetro. La creciente admiración de Bethia hacia él estuvo a punto de hacerle olvidar sus intenciones, pero no podía ignorar el peligro que aquel hombre representaba para todos ellos, incluso estando atado de pies y manos. Y tampoco revelaría el inquietante efecto que tenía sobre ella. Con un seco movimiento, le ordenó que regresara a su asiento, pero en vez de obedecer, Simon fijó en ella la mirada con una expresión pétrea.

—Tengo una necesidad que no puede esperar —dijo con voz ronca.

A la luz de sus últimas reflexiones, Bethia estuvo a punto de retroceder. Seguramente, no estaría sugiriendo que satisficiera su… deseo… Pero justo cuando el corazón comenzaba a latirle violentamente, volvió a hablar el prisionero.

—Supongo que no tendréis una letrina por aquí —preguntó secamente, recorriendo el claro con la mirada.

Bethia apenas disimuló su alivio. No podía mostrar ningún síntoma de debilidad ante aquel hombre, porque estaba segura de que él utilizaría esa ventaja sin vacilar. Con la espada preparada, le devolvió su fría mirada.

—Lo siento, pero, sencillamente, tendréis que hacerlo.

La expresión de desprecio que siguió a aquellas palabras estuvo a punto de derrotarla, pero Bethia consiguió sostenerle la mirada. Al final, De Burgh se limitó a encogerse de hombros.

—¿Querréis hacerme los honores? —preguntó, bajando la mirada hacia las calzas que no podía manejar mientras continuara maniatado.

Su frío control le indicó a Bethia que estaba planeando algo. Le había visto hervir de rabia y frustración y sospechaba que tener que aliviarse públicamente debería resultarle profundamente humillante. Sin embargo, se mostraba tan distante que a Bethia le resultaba difícil creerle. Muy difícil, de hecho.

Dio un paso hacia él, alzó la espada y señaló directamente hacia sus partes bajas, por si acaso pretendía hacerle algún daño.

—Entiendo que sois consciente de que ahora mismo hay una flecha preparada para acabar en vuestra espalda en el caso de que hagáis algún movimiento en falso.

Apenas una sombra en la mirada reveló la intensidad de su enfado y Bethia volvió a sentir una oleada de admiración hacia aquel hombre. Aunque podría someterla en el caso de que fueran otras las condiciones, sabía que no era como Brice y Bethia experimentaba una extraña emoción frente a él; era como si por fin hubiera encontrado a un oponente que mereciera la pena.

Siempre y cuando no fuera él el que ganara.

Con una ligera sonrisa, Bethia alzó la espada como si fuera ella la que fuera a ayudarle a abrir las calzas. La chispa que vio en sus ojos hizo que mereciera la pena el esfuerzo. Aun así, sabía que no le convenía jugar con un hombre como aquél durante mucho tiempo. Sin apartar la mirada de sus ojos, llamó a Firmin.

—Ayuda a este caballero con sus calzas —le dijo.

Pero la carcajada del arquero le indicó que éste no iba a tener compasión alguna por los apuros de su cautivo.

—Deja que se moje como un bebé —se burló Firmin y caminó de nuevo hacia el interior del bosque.

Bethia advirtió el cambio de expresión de Simon inmediatamente.

—Tal insolencia no debería quedar sin castigo —le advirtió, y, por un momento, Bethia se sintió muy cerca de él.

Tenía frente a ella a un hombre que comprendía las dificultades del liderazgo. Pero Bethia era consciente también de que no podía utilizar los métodos de Simon De Burgh. Sabía cómo castigar la deslealtad o la desobediencia de sus hombres, pero también que lo único que los unía a ella era la voluntad. Aunque había intentado imponer un código de conducta, no podía obligarlos a comportarse tan estrictamente como lo harían un caballero o un señor con sus súbditos.

—¿Y bien? ¿Me haréis los honores? —preguntó Simon.

Bethia cambió de postura para disimular su confusión. Aunque no iba a obligar a Firmin a regresar para cumplir con su deber, tampoco pretendía tirar ella de las calzas de Simon de Burgh. Como no podía permitir que el arquero que estaba tras él abandonara su posición, llamó a un joven que llevaba un buen rato observándolos.

—Jeremy, ayuda a este caballero con su vestimenta —le dijo.

—Cobarde —susurró Simon.

Bethia miró hacia él y se sorprendió al ver un brillo en sus ojos. ¿Era enfado o aquel fiero guerrero estaba provocándola? No parecía la clase de hombre que flirteara con una doncella. Probablemente, lo que pretendía era distraerla, pensó Bethia, apretando los labios con fuerza.

—No es cobardía, caballero, sólo prudencia —contestó—. Adelante, Jeremy —le urgió, y el chico se arrodilló precipitadamente delante de Simon.

—¿Prudencia o lascivia? —preguntó el prisionero, arqueando una ceja—. ¿Pretendéis mirar? He oído hablar de personas que buscan el placer contemplando a los otros.

Impactada por aquella vergonzosa invectiva, Bethia estuvo a punto de retirarse. Pero, con la seguridad de que aquel hombre era demasiado peligroso como para dejar sin atender un solo flanco, permaneció donde estaba mientras Jeremy le bajaba las calzas. El joven vaciló un instante y después, manteniendo toda la distancia posible, le levantó la túnica.

Inmediatamente comenzó a salpicar el líquido a los pies de Bethia, que se retiró rápidamente. A pesar de su cólera, continuó apuntando con la espada el rostro de su oponente para demostrarle que no se dejaba engañar. Bethia se enorgullecía de su autodisciplina, un rasgo que había aprendido con su padre muchos años atrás y que recientemente había agudizado, pero aun así, cuando Simon terminó, bajó la mirada en contra de su voluntad hacia sus musculosas piernas y hacia la oscura masa de pelo sobre la que resaltaba su miembro.

—¡Ya basta! —gritó Simon.

Bethia respingó horrorizada al ser descubierta contemplando a un prisionero desnudo. Pero cuando volvió a mirar, descubrió que Simon no le estaba hablando a ella, sino a Jeremy. El joven bajó rápidamente la túnica y alzó con dedos torpes las calzas. Cuando por fin completó la tarea, se marchó corriendo, alegrándose de poder quitarse de en medio. Bethia no podía culparle; aquel hombre tan imponente era capaz de asustar al más valiente.

Cuando Simon de Burgh volvió a sentarse con un gruñido, Bethia inclinó la cabeza y le miró con atención. ¿Estaría enfadado porque su plan había fracasado o era la indignidad de haber tenido que ser atendido por otro lo que le había irritado? Mientras no hubiera sido su indiscreta mirada la que había despertado su furia, no le importaba. Aun así, se vio obligada a ofrecerle una disculpa.

—Siento que no estemos preparados para serviros de mejor manera, pero no solemos recibir visitas —dijo, intentando aplacarle.

—Oh, creo que tenéis todo lo suficiente para servirme —replicó él.

Le dirigió una mirada tan despectiva que le indicó sin ningún género de duda que había sido su presencia la que realmente le había irritado. Pero, como guerrero que era, debería haber sabido que no podía confiar en un cautivo, reflexionó Bethia, que no era capaz de explicarse por qué le dolía de tal manera su enfado.

—¿Estáis satisfecha? ¿O habríais preferido que el joven me desnudara? —preguntó. Sus ojos plateados brillaban de forma peligrosa—. A lo mejor habéis decidido dejar eso para más tarde. ¿Tan desesperada estáis por un hombre que os habéis visto obligada a capturarlo y a apuntarle con vuestra espada para que os monte?

Aquellas palabras impresionaron a Bethia de tal manera que apenas podía respirar. ¿Sería eso lo que pretendía? ¿Estaría provocándola intencionadamente? Si así era, iba a sufrir una gran desilusión, porque Bethia jamás se colocaría en una posición de vulnerabilidad y, por supuesto, no iba a darle la satisfacción de saber lo mucho que le había ofendido. De modo que recobró rápidamente la compostura y replicó burlona:

—Si así fuera, mi señor, no os habría elegido a vos, sino a alguien mejor equipado —mintió con frialdad.

Simon se sonrojó y Bethia disfrutó al saberse victoriosa. Tenía la sensación de que Simon rara vez se había visto derrotado y se dijo a sí misma que la humildad era buena para el alma. Sin embargo, al ver el brillo de sus ojos, Bethia comprendió que aquélla no era la mejor manera de ganarse a su prisionero.

¿Y de verdad importaba? Firmin le habría dicho que estaba perdiendo el tiempo porque a nadie, al margen de los Ansquith, le importaban sus problemas, y menos todavía a un De Burgh. Y que ni sus explicaciones ni sus intentos de persuasión bastarían para hacer que apoyara su causa. Tras dirigir una última mirada a ese rostro de granito, Bethia dio media vuelta.

Hacía mucho tiempo que había aprendido a librar sus propias batallas. Sabía que ningún caballero, tampoco aquél, acudiría nunca a su rescate.

 

 

Simon observó cómo se ponía el sol entre los árboles y calculó la hora. Pronto tendría su oportunidad y entonces, aquella mujer tendría que pagar por sus fechorías. Volvió a sonrojarse al recordar sus ojos sobre él y sofocó una maldición.

Cuando había sentido la necesidad de aliviarse, esperaba que Bethia le desatara o que, al menos, le concediera un poco de intimidad. Aquello le habría permitido escapar antes de lo previsto. Cuando ya había sido evidente que no renunciaría tan fácilmente, se había burlado de ella esperando que se acercara lo suficiente como para poder arrebatarle la espada.

Pronto se había dado cuenta de que no iba a morder el anzuelo y había imaginado que entonces daría media vuelta o se retiraría hasta al bosque. Jamás habría pensado que permanecería allí, fría como el hielo, apuntándole directamente con la espada. Como un astuto guerrero. ¡O como una auténtica prostituta! Simon esbozó una mueca. Era incapaz de llegar a ninguna conclusión satisfactoria sobre Bethia y sobre el extraño efecto que tenía en él.

Sencillamente, no encontraba explicación alguna. Él había crecido junto a seis hermanos, había luchado y había compartido con ellos campamentos, había vivido en el camino y no les había hecho el menor caso a las mujeres que en ocasiones se acercaban al campo de batalla. Diablos, pero si incluso se había bañado públicamente en un arroyo cuando había sido necesario sin mostrar la menor vacilación.

Cuando había visto que Bethia no se movía, al principio le había enfadado que su táctica hubiera fracasado, pero poco a poco, había comenzado a sentirse… extraño. La sensación había crecido de tal manera que pronto se había dado cuenta de que nunca había sido tan intensamente consciente de una mujer y, por primera vez en su vida, su cuerpo se había revelado en contra de su rígida disciplina y del sentido común. Al principio, había sido el darse cuenta de que podía verle desnudo lo que le había afectado. Pero después, la presencia de Bethia a tan pocos metros de distancia mientras él exponía su desnudez le había provocado la más embarazosa e inexplicable de las situaciones.

Sabía que era una vergüenza, pero la verdad era que se había excitado. Y aquello le había enfurecido. Si ya la odiaba antes, en aquel momento la despreciaba por la reacción que había provocado en él sin el menor esfuerzo por su parte, y sin consentimiento alguno por parte de él. Frenético, había urgido a aquel joven estúpido a cubrirle, para que Bethia no pudiera ver su miembro tensándose sin ningún motivo aparente. No quería que supiera que le afectaba de aquella manera.

¿Habría visto algo? Pensaba que no, pero después ella había hecho aquel comentario sobre su sexo… Simon frunció el ceño. Su hermano Stephen decía que todos los De Burgh estaban bien equipados, pero él nunca le había prestado mucha atención. A lo mejor aquella mujer estaba acostumbrada a… No, de pronto, descubrió que no le gustaba el rumbo que estaban tomando sus pensamientos. No le gustaba nada en absoluto.

Como si estuviera siendo dirigido por una fuerza ajena a su voluntad, Simon buscó a Bethia con la mirada. Acostumbrados al sigilo, los bandidos no habían encendido fuego alguno, ni siquiera para cocinar. Lo único que comían era queso, pan, bayas y nueces. Forraje para los pájaros, pensó disgustado. Le sonaron las tripas al pensar en un pedazo de carne de venado, pero sabía que podría considerarse afortunado si se llevaba algo a la boca aquella noche.

Descubrió a Bethia caminando hacia un roble, donde se detuvo a hablar con sus compañeros. Aunque llevaba horas con el oído alerta, esperando conseguir alguna información sobre Bethia y sus hombres, aquellos rufianes conformaban un silencioso grupo. Se movían en el bosque con tal sigilo que apenas se oía el susurro de las hojas. ¡Diablos estúpidos!

Pero incluso mientras bullía de desprecio hacia todos ellos, su atención regresaba hacia el cabecilla. Tomó aire bruscamente cuando la vio sentarse a horcajadas sobre la enorme raíz de uno de aquellos árboles, montándolo como si fuera un caballo… o un hombre. Maldiciendo su incapacidad de control, Simon gruñó furioso.

Desvió la mirada, pero pronto se descubrió buscándola de nuevo, como si le empujara una fuerza invisible. Al igual que los hombres que estaban junto a ella, Bethia partió un pedazo de una hogaza de pan, pero, a diferencia de ellos, no procedió a engullirla de forma precipitada. Tomó un trocito y se lo llevó a la boca con naturalidad, pero con suma elegancia.

Simon se descubrió a sí mismo contemplando su cuello mientras tragaba, observando las manos con las que acariciaba el pan y la habilidad con la que manejaba el puñal para partir el queso. Cuando se llevó una baya a la boca, Simon desvió la mirada, incapaz de soportar aquella visión mientras cierta hambre crecía dentro de él, fiera e implacable.

A lo mejor la herida era más profunda de lo que pensaba, se dijo, e incluso le estaba afectando al humor. Pero por mucho que le desequilibrara, no podía apartar la mirada de Bethia. La vio levantarse con un movimiento ágil que ponía de manifiesto su fuerza, su eficiencia y su capacidad de liderazgo. Mientras continuaba observándola, ella levantó una jarra y echó líquido en un cuenco de madera. ¿Sería agua? ¿Cerveza? ¿Una poción para dormir? Simon se prometió no beber nada que procediera de la mano de aquella mujer, pero cuando Bethia se acercó a él, no pudo disimular su sorpresa.

—¿Leche? ¿Tenéis leche a diario?

Bethia endureció su expresión.

—Digamos que tengo acceso y derecho al ganado, aunque no tenga un corral cerca.

Simon soltó un bufido de frustración, harto de sus crípticos comentarios, pero se inclinó hacia delante mientras ella le tendía la leche. En cuanto se acercara un poco más…

Como si acabara de darse cuenta de su error, Bethia retiró el cuenco y Simon apretó los dientes. Podría haberle dado un cabezazo en la barbilla y haberla convertido en su rehén, pero aquella mujer era demasiado recelosa.

—Jeremy, ¿quieres ayudarme otra vez? —pidió.

El joven que anteriormente le había ayudado con las calzas, volvió y le acercó la leche a los labios. Aunque le habría encantado escupir a Bethia, Simon era consciente de que se acercaba su oportunidad de escapar y no quería perder el tiempo con aquellas muestras de mal genio. Esperaría.

Dos tazones de leche sirvieron para aplacar lo peor de su hambre. El muchacho le dio también un pedazo de pan antes de deslizarse de nuevo entre los árboles. ¿Qué clase de hombres eran aquellos, sigilosos como ardillas? Durante largo rato, Simon se limitó a contemplar las hojas de los árboles, presa de un extraño anhelo. Aquél era un lugar extremadamente silencioso, allí estaba lejos del bullicio constante de Campion, de los desafíos de sus hermanos, de la necesidad permanente de ponerse a prueba.

Cuando por fin bajó la mirada, descubrió a Bethia apoyada contra un roble cercano y mirándole con atención. Simon se arrepintió entonces de su distracción. Un guerrero no apartaba nunca la mirada de su oponente. Frunció el ceño y la fulminó con la mirada.

—¿Esperando otra demostración?

—No tengo proyecto alguno para vuestro cuerpo, por atractivo que pudiera ser —replicó Bethia con frialdad.

Le quitó una manta a un joven que pasaba por delante de ella y se la arrojó a los pies.

—Os aconsejaría que durmierais, pero como seguramente estáis pensando en escaparos, quiero advertiros que el bosque es todo ojos y oídos, y que los arcos están preparados.

Con un gruñido, Simon se puso de rodillas sobre el improvisado lecho y se tumbó de lado, disimulando una sonrisa triunfal. Aquello estaba resultando excesivamente fácil, pensó con desprecio. A pesar de los ojos, los oídos y los arcos, en cuanto el campamento se preparara para la noche, se quitaría las botas y sacaría el puñal.

Tuvo que ahogar una risa al pensar en la pobre joven que pensaba mantenerle cautivo. Muy pronto girarían las tornas, se prometió mientras la observaba moverse en la creciente oscuridad. Al parecer, estaba acostumbrada a dormir a cielo abierto. Al pensar en ello, Simon intentó olvidar su creciente admiración por aquella mujer. Estaba seguro de que no había mujeres capaces de dormir sin queja bajo un árbol.

Y tampoco muchas a las que pareciera resultarles tan fácil hacerlo. Se le hizo un nudo en la garganta cuando vio que se desprendía de su espada. De pronto, notó la boca seca. No pretendería quitarse nada más, ¿verdad? Aunque en más de una ocasión había pensado que podía ser una prostituta, no se parecía en absoluto a las mujeres de esa clase que había conocido. Era demasiado elegante, demasiado confiada, parecía demasiado… pura. Le recordaba a una de esas diosas escandinavas de la guerra.

La gruesa trenza se deslizó por su hombro y Bethia la echó hacia atrás con un movimiento de cabeza justo en el momento en el que Simon sintió que algo le golpeaba el pecho. Miró disimuladamente a su alrededor. ¿Le habría tirado alguien una piedra? Al no ver nada, volvió a prestar atención a la joven, que en aquel momento se estaba tumbando sobre una manta, con la espalda al lado.

En silencio, se concentró en su respiración, intentando mantenerla sosegada a pesar de una repentina e inexplicable oleada de emoción que él atribuyó a su inminente escapada. Evidentemente, no tenía nada que ver con la vista de aquella mujer tumbada a tan pocos metros de él, ni con el recuerdo de cómo le había mirado.

Y, siendo un hombre que no había sido jamás en absoluto vanidoso, a diferencia de su hermano Stephen, Simon juró que, por supuesto, tampoco tenía nada que ver con el hecho de que le hubiera dicho que tenía un cuerpo magnífico.

 

 

Simon esperó hasta que dejó de oírse cualquier sonido humano y comenzó después a levantar los pies hacia atrás para poder agarrar el puñal con la punta de los dedos. No era una tarea fácil, pero siempre había sido un hombre habilidoso y pronto tuvo el afilado puñal deslizándose contra la cuerda que lo sujetaba.

Una vez liberado, resistió las ganas de estirar sus músculos agarrotados y permaneció quieto y en silencio, escuchando los sonidos de los guardias que, según Bethia, se escondían entre los árboles. Pero incluso en el caso de que hubiera más de uno despierto, no podría ver gran cosa. La oscuridad era completa, salvo por el brillo de las estrellas y la luz de una luna que todavía no se había elevado tras el bosque.

Al final, cuando reinó el silencio, Simon comenzó a moverse. Rodando muy despacio, fue acercándose hacia la zona en la que dormía su adversaria; tenía tan estudiada su posición que podría haberla encontrado con los ojos cerrados. Cuando por fin la alcanzó, desenfundó en silencio la espada de Bethia. Inmediatamente, le tapó la boca con una mano mientras con la otra sostenía la espalda contra su cuello.

Bethia no le desilusionó. Se despertó al instante e intentó apartarle, pero le paralizó la presión de su propia arma. Simón sonrió. Su expresión de desconcierto le provocaba la misma emoción que un grito de guerra. Había terminado la batalla y él era el vencedor.

Se levantó con ella en brazos y se adentró sigilosamente en el bosque, donde llegaron hasta ellos los ronquidos de los bandoleros. Bethia no era una mujer delicada, pero él había llevado cargas más pesadas con facilidad y, desde luego, ninguna le había proporcionado tanto placer como aquélla.

En realidad, todo estaba siendo demasiado sencillo, pensó Simon, justo antes de que Bethia le mordiera la palma de la mano. Continuó caminando sin detenerse, ignorando aquella incomodidad como lo habría hecho con la picadura de una abeja. Pero hubo algo en el contacto de la boca de Bethia con su mano que le hizo contener la respiración por motivos que no tenían nada que ver con el dolor. Se descubrió de pronto deseando inclinar la cabeza y mordisquearle el lóbulo de la oreja y la piel dorada del cuello.

Simon gruñó enfadado. ¡Qué vergüenza! No podía permitirse pensamientos de ese tipo cuando cualquiera de los hombres de Bethia podía despertarse, descubrir su desaparición y dar la voz de alarma. Dedicó un fugaz pensamiento a sus propios hombres, pero no podría liberarlos sin despertar a los bandoleros y, en aquel momento, además, tenía las manos suficientemente ocupadas. Agarró a Bethia con fuerza e intentó ignorar la presión de su cuerpo contra sus partes bajas mientras caminaba.

Incluso sin la distracción que aquel cuerpo femenino representaba, caminaba lentamente. Los árboles apenas dejaban pasar el tenue resplandor de la luna y Simon no estaba familiarizado con aquellos bosques. Continuó caminando hacia Baddersly, aunque evitando el camino principal, hasta que sintió que Bethia se relajaba contra él.

A menos que sus tan estimados arqueros los estuvieran siguiendo saltando de rama en rama, Simon no creía que fueran tras ellos y, al final, se detuvo para atarle las manos a Bethia con la cuerda que había llevado. Cuando la joven comprendió cuáles eran sus intenciones, se resistió con todas sus fuerzas e incluso consiguió echar a un lado la espada, pero en cuanto estuvo sobre sus pies, se tambaleó y Simon la tiró al suelo de un empujón.

Aunque Bethia siguió peleando cuando se inclinó sobre ella para atarle los pies, para sorpresa de Simon, no gritaba ni lloraba. Tampoco suplicaba, como habría hecho cualquier otra mujer. Pero como había podido descubrir esa misma tarde, Bethia no se parecía a ninguna otra y Simon no estaba seguro de si aquello le gustaba o no.

—¿Qué? ¿Os gusta veros convertida en prisionera? —le preguntó mientras se enderezaba y se cernía sobre ella.

Sin embargo, el triunfo que esperaba experimentar ante el cambio de tornas tuvo corta vida, porque en cuanto bajó su despectiva mirada hacia Bethia, descubrió cómo se distinguía el perfil de sus senos, aquella vez de manera inequívoca, bajo la túnica. Fijó en ese punto su atención y no pudo evitar preguntarse si se vendaría los senos para disfrazarse de muchacho. De pronto, sintió una oleada de calor al ser consciente de la singularidad de la situación.

Podía hacer con ella lo que quisiera.

Aquel pensamiento le atravesó como una lanza. Bethia los había atacado, había secuestrado a sus hombres y le había humillado. ¿Quién iba a culparle si se vengaba? ¿Acaso no había prometido hacerlo? El corazón comenzó a latirle violentamente en el pecho. La sangre le corría por las venas a toda velocidad al darse cuenta de que podía tomarla en ese mismo instante en medio del bosque.

Simon se volvió bruscamente, sobrecogido por sus propios pensamientos. El código de los caballeros no permitía torturar ni deshonrar a un adversario. Aunque aquellas reglas no se aplicaban a los bandoleros, él no iba a abusar nunca de un prisionero. Ni siquiera de una mujer.

¡Una mujer! Ése era precisamente el problema, que Simon jamás se había enfrentado a un enemigo como aquél. Aun así, eso no explicaba la extraña tentación que le asaltaba. Nunca había estado con una mujer, excepto a cambio de dinero, y siempre se había enorgullecido de una disciplina física y mental superior a la de sus hermanos. Y no iba a perder ese control por culpa de una extraña criatura disfrazada de hombre. Seguramente, la intención de Bethia era hacer un buen uso de sus artimañas de mujer, pensó mientras la veía tumbada a sus pies.

Volvió la cabeza para tomar aire y giró de nuevo hacia Bethia para dirigirle una dura mirada.

—Vamos —le dijo, y agarró el otro cabo de la cuerda—. Ya va siendo hora de que caminéis.

No la ayudó a levantarse, ni esperó a que le siguiera. Comenzó a caminar a marchas forzadas, de modo que la tensión de la cuerda fuera el único recuerdo de la presencia de Bethia.

Continuaron caminando por el bosque. Simon solamente se detenía para escuchar y estudiar el cielo nocturno. Cuando por fin los árboles comenzaron a clarear, paró para mirar a través de las ramas y descubrió una zona de pastos tenuemente iluminada por una luna creciente.

Aunque no quería caminar a cielo abierto, tampoco le gustaba estar haciéndolo en un terreno que Bethia conocía mucho mejor que él.