En busca de un imposible - Deborah Simmons - E-Book
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En busca de un imposible E-Book

Deborah Simmons

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Beschreibung

El estado de ánimo de Christopher Marchant era tan sombrío como las oscuras nubes que se acumulaban junto a su mansión. Cuando una bella mujer quedó atrapada en mitad de una tormenta, Christopher actuó como lo haría cualquier caballero. Una vez rescatada, la dama debía partir. Pero si Hero Ingram se iba con las manos vacías, su tío la castigaría. Entonces Christopher se dejó envolver por su valerosa rebeldía, no exenta de vulnerabilidad, y como caballero que era decidió protegerla y acompañarla en su aventura. A cambio, ella despertaría su lado más apasionado…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Deborah Siegenthal. Todos los derechos reservados. EN BUSCA DE UN IMPOSIBLE, Nº 475 - marzo 2011 Título original: The Gentleman’s Quest Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9840-9 Editor responsable: Luis Pugni

ePub X Publidisa

El nombre de Deborah Simmons es por sí mismo suficiente carta de presentación, pero permitidnos que os recomendemos especialmente esta novela. La historia recrea un ambiente inusitado, lleno de misterios bibliográficos, coleccionistas de libros obsesivos e incluso peligrosos; un mundo en el que nuestra protagonista se mueve como pez en el agua, pero sin poner en ello el corazón. Hasta que conoce a un joven y atractivo caballero, que no tiene nada que ver con los viejos maniáticos y egoístas. Un hombre audaz y con sentido del honor, y entonces su corazón comienza a latir... disfrutad de la lectura.

Los editores

Uno

Hero miró por la ventanilla del carruaje pero no vio ni rastro de Oakfield Manor en la creciente oscuridad. El mal estado de las carreteras había ocasionado demoras y llevaba demasiado tiempo confinada en el vehículo. Su compañera de viaje, sentada frente a ella, miraba hacia delante impertérrita; el pequeño y mal ventilado espacio que ocupaban y los baches que hacían rebotar a Hero no parecían perturbarla.

No pudo evitar preguntarse si la señora Renshaw viajaba con ella en calidad de dama de compañía o como espía cuyo cometido era asegurarse de que llevaba a buen término los asuntos de Raven.

Sintió una corriente de resentimiento que aplacó por pura costumbre. Sabía lo que se esperaba de ella. Sin duda, Christopher Marchant resultaría ser un viejo verde arrugado, calvo y maloliente. Y ella tendría que recostarse a su lado y exhibir su escotado corpiño. Sirviéndose de zalamerías solía escapar con el premio y su persona intacta, si bien no podía decir lo mismo de su amor propio. Pero hacía tiempo que había aprendido que lujos como el orgullo eran para la gente adinerada y no para personas como ella.

Si cabía alguna duda sobre si el mundo era un sitio sombrío bastaba con echarle a un vistazo a los páramos azotados por el viento, los árboles pelados y las oscuras nubes que se amontonaban en el exterior. Si no fuera porque sabía que era imposible, habría pensado que Raven era el responsable del mal tiempo, aparte de todo lo demás. La idea le crispó los nervios.

Otro bache la lanzó contra la piel gastada y agrietada de la tapicería y se dio cuenta de que habían tomado un sendero de grava en tan malas condiciones como la carretera. Se preguntaba si estarían por fin acercándose a su destino cuando salió despedida de nuevo, esta vez con más fuerza. Trató en vano de encontrar algo a lo que agarrarse. De pronto, Renshaw aterrizó en su regazo y Hero se percató de que algo no marchaba bien.

La imperturbable mujer soltó un gruñido de sorpresa mientras su peso dejaba a Hero sin aliento. Cuando ésta consiguió salir de debajo de la pesada carga se dio cuenta de que el carruaje se había detenido y estaba inclinado hacia un lado. Maldijo a Raven y a su vetusto carruaje, pues sospechaba que acababan de perder una rueda en mitad de la nada.

Se acercó trabajosamente hacia la puerta y saltó del coche aterrizando en un montículo de hierba. El exterior no le ofreció mayor consuelo que el de liberarla del aire viciado del carruaje. Luchando contra el viento para cubrirse la cabeza con la capucha de su capa, Hero echó un vistazo en derredor y se le cayó el alma a los pies. Habían abandonado la carretera principal, nubes negras se amontonaban en el cielo y el estruendo de un trueno en la distancia presagiaba tormenta.

Hero movió la cabeza y se dirigió cautelosamente a la parte trasera del vehículo, donde el cochero y el lacayo mascullaban algo entre dientes. Hasta ella podía ver que la rueda estaba rota. Ambos hombres la miraban con expresión bobalicona y Hero se temió lo peor.

—Si no sabéis cómo arreglarla, tendréis que acudir en busca de ayuda —dijo Hero en voz alta.

Los hombres la miraron, reticentes. El pueblo más cercano había quedado atrás hacía un buen rato.

—No había mucho ajetreo en la carretera, señorita —apuntó el cochero rascándose la cabeza.

—Más que aquí seguro que sí —respondió Hero echándole un vistazo al sendero lleno de matorrales. ¿Habrían tomado el camino adecuado? ¿Debería enviar a los hombres a buscar ayuda? Si ambos se encaminaban en direcciones opuestas, las posibilidades de ser rescatadas se duplicarían. Pero eso significaría quedarse sola con Renshaw, dos mujeres en un vehículo averiado en tierra desconocida, en las proximidades de los temibles páramos y con una tormenta cerniéndose sobre ellas.

La idea la hizo vacilar.

¿Pero qué podía suponer una amenaza en aquel estéril paraje? Cualquier persona con sentido común se encontraría bajo cubierto, a salvo de la tempestad. Hero llevaba una pistola en el bolso de mano; además, Renshaw no se caracterizaba precisamente por sus encantos femeninos. Con un orondo perímetro y más alta que muchos hombres, iba armada de un bastón destinado únicamente a su protección.

No obstante, Hero era una mujer precavida, por lo que finalmente decidió enviar al lacayo de avanzadilla y ordenó al cochero que se quedara de vigilante mientras ella volvía a introducirse en el carruaje a esperar. El viento gemía desesperadamente y Hero se preguntó si el vehículo se vendría abajo aplastando a sus ocupantes.

Aunque Renshaw no hizo ademán de seguirla, Hero volvió a salir una vez más. Mientras bajaba, se preguntó hasta dónde se extendería la influencia de Raven. Le costaba creer que llegara hasta tan lejos y aun así, esa situación parecía diseñada por él ¿La estaría poniendo a prueba? Se preguntó por enésima vez si conseguiría algún día escapar de la pesadilla gótica en la que vivía la mayor parte del tiempo.

En ese momento Hero oyó algo a pesar del estruendo de la tormenta en la lejanía. El carruaje se mecía ligeramente y el cochero parecía dormitar en el pescante, pero los caballos irguieron las orejas. Se giró para mirar en dirección al río, que se fundía con la creciente oscuridad, pero no vio nada. Entonces le pareció que el ruido venía de frente y volvió a darse la vuelta. Sin duda, el viento le estaba jugando una mala pasada, pues ahora todo parecía tranquilo a sus espaldas, mientras que podía oír un caballo acercándose desde la otra dirección. Pasando por delante del carruaje y los inquietos caballos, escudriñó en la penumbra. Para alguien acostumbrado a historias de fantasmas y sucesos extraños, Hero sintió una agitación poco corriente.

Entonces lo vio.

Conteniendo la respiración, se preguntó si su aletargada imaginación habría conjurado la imagen, pues parecía sacada de una de las novelas góticas de Raven. Una figura oscura a lomos de un caballo negro, con la capa henchida a causa del viento, se dirigía hacia ella como si fuera la tormenta misma.

Hero se quedó paralizada y podría haber sido atropellada si el caballo no se hubiera detenido ante ella. La figura descendió al suelo y sólo entonces pensó que aquel hombre era real y no un producto de su fantasía, pues se acercó y se interesó por ella.

Hero se quedó tan atónita que no acertó a responder. Era alto, de hombros anchos, y su pelo oscuro azotaba el rostro más atractivo que había visto nunca. Parecía el héroe salvador con el que sueña cualquier jovencita.

Pero Hero ya no era una niña, y sabía que nadie podría ayudarla a menos que le ofreciera cobijo de la tormenta que se avecinaba. Antes de que pudiera asimilar lo que estaba ocurriendo, el hombre la tomó del brazo. Montó con agilidad en el caballo, y tras inclinarse hacia ella, la izó y la sentó junto a él. Hero contuvo el aliento y sintió que el mundo le daba vueltas. Antes de que pudiera pronunciar palabra, él la rodeó con su fuerte brazo y espoleó al caballo para que se pusiera en movimiento.

Hero abrió la boca para protestar, pues el extraño había usurpado completamente su autoridad. Su cercanía la incomodaba y la calidez de su cuerpo tenía un efecto inquietante en sus sentidos. Entonces él le dedicó una sonrisa y Hero volvió a quedarse, una vez más, sin palabras.

Al contemplar boquiabierta el rostro que estaba apenas a unos centímetros del suyo, cayó en la cuenta de que nunca había estado tan cerca de otra persona. Era una sensación turbadora, a pesar de lo cual tuvo que resistir las ganas de acariciar el mechón de pelo que caía sobre su frente y que era del mismo color oscuro que sus ojos. Éstos la contemplaron unos instantes antes de mirar hacia el cielo, donde empezaban a formarse gruesas gotas de lluvia.

A pesar de sus esfuerzos por ponerla bajo cubierto, la tormenta se había cernido sobre ellos. Pero aquello no era nada comparado con el tumulto que sintió dentro de su ser cuando él la estrechó contra su pecho.

Con el corazón palpitante, mareada y desorientada, Hero tuvo la extraña sensación de que no podría negarle nada a aquel hombre. Y aquello la asustó más que cualquier pesadilla gótica.

Una vez al cuidado de la señora Osgood, el ama de llaves, una mujer jovial de mejillas sonrosadas, Hero se sintió más entonada. La situación que acababa de vivir la había sobreexcitado, induciéndola a creer que su rescatador era un ser superior con un efecto inexplicable sobre su persona. Aunque Hero no era de las que se alteraban con facilidad, la única otra posibilidad era demasiado terrible para considerarla.

Tras charlar con la señora Osgood se dio cuenta, aliviada, de que había llegado a su destino. No le faltaba más que conocer al señor Marchant para dar por terminada su misión.

No quiso saber quién la había rescatado, pero su cuerpo se estremeció al conjurar su recuerdo. Trató de no pensar en la sensación de su sólido cuerpo, de las ropas mojadas rozando las suyas mientras la ayudaba a bajar del caballo y la introducía en la casa.

Se trataba de una construcción gótica, con almenas, cuya sombría fachada le recordó tanto a Raven que Hero no pudo por menos de preguntarse de nuevo si el hombre estaría maquinando algo. Pero descartó sus sospechas. Augustus Raven tenía acceso a una increíble variedad de recursos, pero no podía controlar los elementos. Y el estilo del edificio no debería sorprenderla, dada la predilección que Raven sentía por ese tipo de fachadas. Muchos de sus compañeros anticuarios compartían su fascinación por las cosas antiguas, frías y mohosas, probablemente porque ellos mismos eran viejos, fríos y mohosos.

Aunque no podía calificarse a Oakfield de mohosa, presentaba un aspecto desesperadamente necesitado de reformas. No obstante, el calor de la chimenea era agradable, y Hero agradeció tener su propia habitación, cercana a la de Renshaw. Tras bañarse y ponerse ropa seca, se cepilló el pelo cerca del hogar y el recuerdo del increíble encuentro con el atractivo desconocido comenzó a desvanecerse. Cuando Hero se encontró con Renshaw en el piso de abajo, estaba plenamente concentrada en la tarea que tenía por delante.

Su concentración se vio favorecida por el entorno que la rodeaba, pues el ama de llaves la condujo a una biblioteca de aspecto lastimoso. Haciendo caso omiso de la desolación de la oscura sala, Hero se fijó en que la mayoría de los estantes estaban vacíos y había cajas de embalaje desparramadas por el suelo.

¿Estaría el señor Marchant pensando en vender todos sus libros?

En caso afirmativo, a lo mejor a Raven le interesaba comprarlos. Podrían ocultar tesoros que su propietario no hubiera jamás descubierto y valorado.

Hero se acercó a una de las cajas abiertas y miró su contenido. Volúmenes en latín y griego se hallaban apilados sin orden ni concierto. Estaba inclinándose para leer los títulos cuando oyó unos pasos.

Esbozando una sonrisa forzada, Hero se giró para saludar pero se quedó boquiabierta al ver al hombre que se había detenido en el umbral. Sin la capa y los guantes estaba aún más guapo de lo que recordaba, y Hero parpadeó, desfallecida. ¿Sería aquel hombre su anfitrión?

—¿Dó-dónde está el señor Marchant? —tartamudeó.

—Yo soy Christopher Marchant, y estoy a vuestro servicio —respondió él, haciendo una ligera reverencia. Le dedicó una sonrisa cautivadora que hizo que Hero casi perdiera el equilibrio.

Sabía que no todos los anticuarios tenían por qué ser viejos avaros. No obstante, casi nunca tenía que vérselas con individuos elegantes y generosos como el duque de Devonshire. Y, ciertamente, nunca había conocido a un hombre como aquél.

Hero se dio cuenta demasiado tarde de que lo estaba mirando alelada y se apresuró a recuperar la compostura. La invadió el pánico. ¿Cómo iba a proceder cuando su corazón palpitaba con tanta fuerza y parecía haber perdido el sentido? Pero no le quedaba más remedio.

—Gracias —dijo inclinando la cabeza—. Me llamo Hero Ingram, y ésta es mi acompañante, la señora Renshaw. Os traigo una carta de mi tío, el señor Augustus Raven. Tengo entendido que mantuvo correspondencia con vuestro padre hace tiempo.

Hero se acercó para entregarle la misiva, dándole la oportunidad de contemplar su corpiño. Pero, al contrario que sus anfitriones habituales, Christopher Marhant no era ni viejo, ni arrugado, ni lujurioso.

Y Hero dudó que un hombre como aquél se sintiera impresionado por sus pequeños pechos, a pesar de lo escotado del vestido.

—Os pido perdón por irrumpir en vuestra vida de esta manera —dijo ella, recitando la disculpa que se sabía de memoria.

Los viejos solitarios con los que trataba a menudo se sentían tan halagados por su atención que no ponían objeciones a hacer negocios con ella en lugar de con su tío, si es que aquello podía denominarse «hacer negocios».

La mayoría consideraría la transacción como un arreglo entre amigos o conocidos, un acuerdo entre coleccionistas.

Sin embargo, el señor Marchant era… diferente y Hero se preguntó si su súbita aparición en la remota residencia le causaría recelo.

—Tomad asiento, por favor —indicó con un gesto. Sus modales, francos y encantadores, la confundieron, pues estaba acostumbrada a tratar con hombres como Raven, que eran herméticos y ocultaban sus pensamientos detrás de sus amargados rostros.

—Me temo que la casa está todavía muy desordenada —rezongó el señor Marchant con una sonrisa vacilante.

Hero pensó que iba a decir algo más, pero él se limitó a mirar en torno a sí como si acabara de darse cuenta del caos que reinaba en la sala.

No pareció percatarse de que Renshaw estaba sentada en un rincón oscuro, de lo cual Hero se alegró, pues no iba a poder aplicar sus tácticas habituales. Tras discurrir desesperadamente, decidió ser directa.

—¿Estáis considerando vender parte de vuestra colección?

El señor Marchant la miró inexpresivamente, antes de echar un vistazo alrededor.

—Ah, ¿os referís a los libros? No; mi hermana y yo acabamos de mudarnos y todavía no lo tenemos todo organizado.

—Si deseáis ahorraros molestias, conozco a alguien que podría hacerse cargo de todo esto —explicó Hero señalando las cajas.

El señor Marchant asintió sin interés, lo cual la sorprendió. Allí, en Oakfield, parecía distraído. Hero advirtió que tenía ojeras. ¿Estaría enfermo? Parecía un hombre fuerte, un poco mayor que ella, pero quizá una noche de parranda lo había dejado para el arrastre. ¿Acaso no era eso lo que hacían los hombres jóvenes y guapos, jugar, beber y seducir a las féminas? Se trataba nada más que de una conjetura, pues Hero no solía tratar con esa clase de hombres.

—Si ésa es la razón por la que habéis venido, me temo que no puedo daros esperanzas en ese sentido —dijo el señor Marchant—. Eran de mi padre.

La tristeza ensombreció momentáneamente su rostro y Hero maldijo la avaricia de Raven. ¿Cuántas veces se había abatido sobre un afligido familiar con el fin de desbaratar y vender los preciosos volúmenes que el finado había pasado toda una vida coleccionando?

—Lo lamento —dijo Hero con sinceridad. Pero cuando sus miradas se encontraron Hero tuvo la sensación de que aquel hombre era capaz de ver en su interior, y apartó la mirada. Se preguntó si sería consciente del efecto que tenía sobre ella y se irguió, decidida a no revelar nada acerca de sí misma—. Comprendo vuestros sentimientos —prosiguió apresurándose a quebrar la conexión que se había establecido entre ellos. Si lo que ligaba a Christopher Marchant a la colección de su padre era un vínculo meramente sentimental, seguramente no le daría importancia a los libros en concreto, lo cual facilitaría su tarea.

—No pretendo que renunciéis a una colección tan apreciada, pero puede que no os importe prescindir de uno de los volúmenes…

Al oír sus palabras, el rostro franco del señor Marchant adoptó una expresión enigmática y Hero pensó que quizá no estaba tan desinformado como parecía. ¿Sería consciente de lo que poseía y de su valor potencial? Cualquier coleccionista sabría que un libro que se consideraba desaparecido desde hacía tanto tiempo podría dar pie a una guerra de pujas.

Hero no dejó traslucir sus pensamientos, pero el cambio producido en el señor Marchant la incomodó. ¿Se habría dado cuenta de sus embaucadoras intenciones? Su bienvenida había parecido sincera, pero su nueva actitud la hizo recelar.

A veces hasta los viejos y marchitos anticuarios eran inmunes a sus encantos. Algunas miserables criaturas se aferraban al más insignificante de sus libros aunque ello supusiera perder el sustento. Pero Hero no tenía intención de presentarse ante Raven con las manos vacías, por lo que escogió cuidadosamente sus palabras.

—Puede que conozcáis el interés que despierta uno de vuestros libros, uno escrito por Ambrose Mallory…

Para sorpresa de Hero, el atractivo rostro del señor Marchant se ensombreció de ira y ella se apresuró a evitar un arrebato que pudiera echar a perder sus posibilidades.

—Me temo que una vez que se corre la voz, no hay manera de detenerla —explicó a modo de disculpa.

El comentario no apaciguó sus ánimos, más bien lo dejó boquiabierto.

—¿Me estáis diciendo que todavía quedan druidas dispuestos a seguir haciendo el mal?

¿Druidas? Hero compuso una expresión de calma al darse cuenta de que su anfitrión no parecía estar en sus cabales.

Esta posibilidad la atemorizaba pero no le sorprendía que Raven, sabedor del estado mental del señor Marchant, la hubiera enviado allí. Era el tipo de broma retorcida que divertía a Raven y que podía procurarle, además, una ganga.

Hero vaciló a la hora de responder y finalmente se decidió por esbozar una sonrisa de complicidad.

—Druidas no, señor, sino algo mucho más peligroso —e, inclinándose hacia delante, añadió—: Bibliomaníacos.

Pero al señor Marchant aquello no le pareció divertido. Poniéndose bruscamente en pie, se giró hacia la puerta y, durante unos segundos, Hero pensó que la iba a echar con cajas destempladas. Sintió miedo. ¿O era, quizá, excitación? Pero el señor Marchant pareció recuperar el control de sí mismo y se dirigió a grandes zancadas hacia una de las ventanas.

La lluvia azotaba los cristales con la misma fuerza con la que latía su corazón. Estaba sentada en el borde de la silla, preparada para salir huyendo si fuera menester. Pero al mismo tiempo tenía que sofocar el impulso de acercarse a él y ofrecerle el consuelo que parecía necesitar.

Cuando finalmente habló, no se giró hacia ella; se quedó mirando la tormenta a través de la ventana.

—El libro al que os referís desapareció. Ardió en el incendio que destrozó mi jardín y mis establos. Me temo que no puedo ayudaros.

Con esas palabras pretendía cerrar el asunto, pero Hero las ignoró. Su mente trabajaba incesantemente. ¿Estaría diciendo la verdad? Los libros perecían a veces en inundaciones o incendios, pero no era la primera vez que alguien le contaba un cuento chino con el fin de desviar la atención de un objeto valioso, o de obtener una cantidad más elevada de otro postor. Quizá el señor Marchant sabía que algunos bibliomaníacos eran capaces de llegar a cualquier extremo con tal de adquirir determinado libro y de pagar cantidades exorbitantes por los ejemplares más raros y codiciados.

Se decía que Snuffy Davie había pagado dos peniques por un volumen que finalmente vendió por ciento setenta libras esterlinas al Regente en persona. Las personas con posibles, como el duque de Devonshire, llenaban salas, e incluso mansiones, con sus adquisiciones. Se trataba definitivamente de una obsesión, una manía que Hero no acertaba a comprender.

Aunque el señor Marchant se había mostrado indiferente en un principio, podía ser que también estuviera afligido. ¿Estaba jugando con ella de la misma manera en que ella había tratado de hacerlo con él? Lo observó con atención.

—Si eso es así, se trata de una triste pérdida para el mundo del coleccionismo, al igual que para vos.

—No soy de la misma opinión. Mi hermana estuvo a punto de perder la vida por culpa de ese maldito libro.

Tras pronunciar esas palabras, sus miradas se encontraron y Hero tragó saliva con dificultad. Volvía a sentirse como un pez fuera del agua. La aflicción y la cólera de aquel hombre estaban a punto de conmoverla, algo que no podía consentir.

Desviando la mirada, trató de recuperar el control de la situación.

—Lo lamento —murmuró Hero—. Pero creo que tengo información que podría ser de vuestro interés.

Él se giró para volver a mirar la lluvia y se pasó la mano por el oscuro cabello. Hero no pudo evitar que su mirada se deslizara por el espeso mechón, necesitado de un buen corte. Llevaba la indumentaria de un caballero y, aunque los tejidos no parecían ser lujosos, tenía uno de esos cuerpos que se veían favorecidos por cualquier prenda. Y Hero lo encontraba, con sus sencillos pantalones de montar y su chaqueta, mucho más atractivo que los dandis de Londres, con sus chalecos bordados en oro, o los amigos de Raven, con sus anticuadas pelucas y pantalones de seda.

Como él permanecía en silencio, Hero decidió insistir.

—Si ese ejemplar fue pasto de las llamas, cualquier otra copia existente se convertiría en un volumen extremadamente valioso. Y mi tío tiene razones para creer en la existencia de otro ejemplar, quizá en esta misma casa…

El señor Marchant la cortó en seco.

—Espero de todo corazón que no sea así —dijo lanzándole otra mirada analítica—. ¿Sabéis acaso lo que estáis buscando? El libro que mencionáis explica cómo adivinar el futuro mediante la agonía de gente inocente. Mi hermana estuvo a punto de ser una de esas víctimas.

Hero contuvo el aliento. ¿De verdad iba de eso el libro, o estaba desquiciado el señor Marchant? Hero maldijo a Raven por proporcionarle tan poca información. Los druidas y las predicciones, reales o no, tenían poco que ver con la tarea que le habían encomendado.

—Estoy segura de que mi tío no está interesado en el texto en sí —le aseguró a su anfitrión—. Es la rareza del libro lo que lo convierte en una pieza de colección.

Sin esperar a la respuesta del señor Marchant, Hero sacó del bolso el trozo de papel que Raven le había entregado y se lo tendió.

—Mi tío encontró esto en uno de los libros que adquirió. Todos los ejemplares de Mallory se daban por perdidos hasta hace poco, por lo que su interés está justificado.

Hero aguardó un largo rato con la mano tendida, pero el señor Marchant no cambió de postura.

—Puede que no me haya explicado con claridad —explicó—. No tengo ningún interés en esa obra si no es para destruirla.

Lo que acababa de decir era una locura.

—Me cuesta creer que vos, que sois hijo de un hombre de letras, aprobéis la supresión de la palabra escrita —repuso Hero esperando avergonzarle.

Pero él no se defendió. Desesperada, Hero estuvo a punto de balbucear una protesta, pero se dominó. Respiró hondo y lo miró desapasionadamente.

—Os aseguro que Augustus Raven no tiene intención alguna de mostrarle a nadie ese libro. No desea más que admirarlo en su biblioteca. Su colección es amplia y variada, y son las ediciones únicas las que más aprecia. Sus páginas le interesan más bien poco, siempre que no hayan sido dañadas.

El señor Marchant se limitó a negar con la cabeza y a Hero se le cayó el alma a los pies.

—No conocéis la suma que Raven estaría dispuesto a pagar.

Ni siquiera eso le hizo cambiar de postura, algo que a Hero le pareció incomprensible. ¿Habría tenido la mala fortuna de dar con el único hombre en Inglaterra con conciencia? Se consideraba una buena conocedora del espíritu humano, pero Christopher Marchant le resultaba un enigma. ¿Sería un lunático? ¿Un necio? ¿La más rara de las criaturas, un hombre sin precio? ¿O sería simplemente que había recibido una oferta mejor?

Hero lo observó detenidamente, buscando un gesto que lo delatara, algún indicio que le indicara cómo debía reaccionar. Pero no halló significados ocultos, ni oscuros secretos que pudiera utilizar en su contra, ni debilidades de las que pudiera sacar provecho, ni la promesa de una posible negociación. Se preguntó si aquel hombre no le habría ofuscado el juicio.

Finalmente, él le dio la espalda a la ventana y la miró.

—No puedo permitir que os marchéis en medio de esta tormenta. Podéis permanecer aquí esta noche.

Al oír sus palabras, Hero no supo si sentir alivio o no. Su instinto le pedía abandonar la misión en ese mismo instante, mientras le resultara posible, y huyera de ese hombre que tenía un efecto tan devastador sobre ella. Pero la voluntad de Raven era más fuerte que la suya, y él la había enviado a aquel lugar por un motivo.

Hero asintió, pensando que volvería a intentarlo durante la cena, o durante el desayuno a más tardar. Y, si todo le fallaba, siempre podía inspeccionar el lugar por su cuenta.

Kit se quitó de un tirón el pañuelo del cuello, lo arrojó a un lado y se desplomó en una silla mientras contemplaba la oscuridad con el ánimo sombrío. Se dio cuenta de que pasaba demasiado tiempo observando la penumbra y se forzó a apartarse de la ventana.

Su mirada cruzó la alcoba y se posó sobre la licorera que descansaba sobre la cómoda. No tenía nada de malo beberse una o dos copas para conciliar el sueño, se dijo.

Pero sabía que su hermana Sydony no estaría de acuerdo. No aprobaría su conducta, los tragos nocturnos ni el ensimismamiento que, según ella, no eran propios de él. Pero desde el incendio no se sentía él mismo.

Era él el que la había llevado a aquel lugar, tras insistir en que la propiedad que había heredado de una tía abuela les traería suerte. Se había deleitado en su nuevo papel de terrateniente, haciendo caso omiso de las dudas y recelos de su hermana. Comenzó a cuestionar la cordura de Sydony cuando ésta empezó a hablar de druidas y luces misteriosas.

Había estado a punto de perderla. De no haber sido por su viejo amigo Barto, que no había ignorado las sospechas de Sydony, Kit se habría despertado en una zanja, sintiéndose un necio y un inútil, con su hermana muerta y su jardín usurpado por unos asesinos enmascarados.

Kit movió la cabeza al recordar su estupidez. Él había sido el más jovial de los dos hermanos. No es que Syd fuera una persona lúgubre, pero siempre se había comportado con más seriedad, quizá porque ella había asumido el control del hogar a la muerte de su madre, acaecida muchos años atrás, mientras Kit vivía alegre y despreocupado. Hasta el incendio.

Desde entonces se sentía incapaz de reponerse, de afrontar la reconstrucción con su entusiasmo habitual. Se sentía como si le hubieran dado una paliza y, enfadado y dolorido, se lo cuestionara todo, especialmente a sí mismo.

Poniéndose en pie, Kit se acercó a la cómoda y se sirvió una copa de vino. Sólo esa noche, se dijo a sí mismo. A causa de ella. Dio un largo trago y frunció el ceño mientras meditaba en los vuelcos del destino que le habían llevado a aquella inesperada invitada.

Pocos eran los visitantes de Oakfield, por no decir inexistentes. Así pues, cuando la señora Osgood le comunicó que un lacayo había llegado a pie procedente de un carruaje averiado, se sorprendió. Montó su caballo apresuradamente y atravesó la tormenta para encontrarse con una bellísima criatura, que desafiaba valerosamente al viento mientras apretaba la capucha de su capa contra su ondeante cabello. Como si estuviera esperándolo a él.

Estaba tan deseoso de compañía que se imaginó que… Diablos, Kit no sabía siquiera lo que había pensado al verla, probablemente que aquella mujer era la respuesta a todas sus aflicciones. Y, al comprobar lo bien que se ajustaban sus cuerpos el uno al otro, vio confirmadas sus esperanzas.

Kit movió la cabeza. Sus conquistas del pasado se habían quedado en su antiguo vecindario, y la población femenina del lugar se cuidaba de frecuentar Oakfield y sus propietarios, siguiendo una ancestral costumbre. No se le podía reprochar, pues, que su imaginación echara a volar al encontrarse a una joven tan bien hablada, inteligente y decidida.

Pero entonces descubrió lo que se traía entre manos esa tal señorita Ingram. Hero. Kit pronunció en voz alta su nombre, que le dejó un gusto agridulce en la boca. Si hubiera acudido por cualquier otra razón la habría acogido con gusto en su casa, quizá incluso en su vida. En lugar de ello, se encontraba evitando deliberadamente su compañía.

No había sido fácil para un hombre tan solitario desaprovechar tal oportunidad, teniendo en cuenta que se trataba de una mujer fuera de lo corriente. Sabía que éste era un juicio modesto, pensó Kit frunciendo los labios con amargura.

Insólita y fascinante. La señorita Ingram constituía un enigma digno de ser estudiado más de cerca. Pero, lo que era aún más importante, había conseguido agitar algo en su interior como nada lo había hecho.

Sus pensamientos volvieron a la primera imagen que tuvo de ella, de pie como una baliza en la penumbra, como si fuera capaz de mantener a raya a la oscuridad. Se bebió el resto de la copa de un trago y se estremeció. Las apariencias podían ser engañosas, bien lo sabía, pues la señorita Ingram parecía haber traído consigo las tinieblas.

Un golpecito en la puerta le hizo alzar la cabeza y, durante un instante de locura, se preguntó si su bella sirena habría acudido a su alcoba a suplicarle. Conteniendo el aliento se incorporó y se pasó una mano por el pelo. Pero, cuando abrió la puerta, vio que se trataba de la nueva ama de llaves.

—Os pido perdón, señor, pero el cochero está abajo y desea veros. Le he dicho que os habéis retirado pero insiste en que es importante —dijo la señora Osgood con un gesto de desaprobación. Era obvio que no le parecía de recibo que un empleado molestara al amo a esas horas.

Pero Kit asintió sin vacilar, pues Hob era el hombre de confianza de Barto y sus labores de cochero eran las menos importantes de todas las que desempeñaba. Tras depositar apresuradamente la copa vacía en una mesa cercana, Kit cerró la puerta y siguió al ama de llaves al piso de abajo. Que Hob lo hiciera llamar tan repentinamente no presagiaba nada bueno.

¿De qué se trataría?, se preguntó Kit. Los que causaron el incendio habían perecido en él, presumiblemente, y el laberinto y el libro que los habían conducido hasta allí habían desaparecido. Y, sin embargo, Barto insistió en que Hob permaneciera en Oakfield y Kit accedió, aunque sólo fuera por apaciguar a su viejo amigo.

Mientras recorría la casa a oscuras tuvo un presentimiento. ¿Estaría su hogar condenado al desastre, maldito? Kit nunca había creído en tonterías de ese estilo, pero tampoco había creído en sectas asesinas. Su talante era sombrío cuando entró en la cocina en penumbra, donde aguardaba Hob. Kit avanzó tras hacerle un gesto a la señora Osgood, que desapareció en dirección a las dependencias de los sirvientes.

—Puede que no sea nada, señor —dijo Hob, tentativo.

Pero bien sabía Kit que Hob no estaría allí si no tuviera razones de peso.

—Adelante.

—Señor, se trata del carruaje que ha llegado hoy.

—¿Te refieres al de la señorita Ingram?

Hob asintió.

—Creo que pertenece a su tío, el señor Raven, pero según su cochero es ella la que más lo utiliza —hizo una pausa para mirar a Kit discretamente—. Cambiar la rueda no ha supuesto mayor complicación, pero cuando miramos la vieja… En fin, no se trataba de una rueda normal.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que parecía que la habían cortado con una sierra.

—¿Cómo? ¿Estás diciendo que alguien la ha manipulado deliberadamente para provocar un accidente?

Su propio padre había fallecido en un accidente, por lo que Kit era plenamente consciente de lo que podría haber ocurrido. Sintió una oleada de cólera.

—¿Por qué haría alguien una cosa así? ¿Para robar el coche?

Hob negó con la cabeza.

—Se trata de un carruaje viejo, gastado y con aspecto de incómodo. No precisamente lo que se espera de un hombre adinerado como el señor Raven.

—Por lo que he oído, es un hombre algo excéntrico —dijo Kit mirando fijamente a Hob—. Quizá el accidente no estaba previsto para la señorita Ingram sino para su tío.

Hob volvió a negar con la cabeza.

—Lo han hecho recientemente, señor, y se encuentran lejos de Raven Hill, donde habitan.

—Pero si quienquiera que lo haya hecho no quería hacerse con el carruaje, ¿qué buscaba entonces? —se preguntó Kit en voz alta. Ninguna de las posibilidades le hacía gracia y la que menos, la que sugirió Hob frunciendo el ceño.

—Quizá lo que había en su interior.

Dos

Kit estaba de un humor sombrío cuando regresó a su habitación. Las velas que había dejado ardiendo parpadearon cuando abrió la puerta y la cerró tras él. Automáticamente fue a alcanzar el vaso, pero no estaba donde lo había dejado. Echó un vistazo alrededor y vio que se había caído al suelo, lo cual le alegró en cierto modo, pues le convenía mantenerse despierto. Depositó el vaso vacío sobre la mesa y se desplomó en una silla.

En silencio contempló la silla vacía que tenía frente a él y echó de menos tener a alguien con quien hablar. Le hubiera gustado contar con el consejo de su viejo amigo Barto o el de Sydony. Aunque los dos hermanos ya habían estado separados, aquélla era la primera vez que Kit vivía solo. Y más le valía hacerse a la idea, pues Sydony y Barto no tardarían en casarse.

Kit se había alborozado tanto con la noticia que no había pensado en el día en que su hermana se iría de su lado, en que tanto ella como Barto vivirían lejos. Y ahora ese día se acercaba, amenazante. Kit volvió a mirar el vaso antes de tranquilizarse.

Tenía una buena casa que pensaba remodelar, una propiedad que esperaba resultara próspera y dinero suficiente para gastar en ambas. ¿Y qué si estaba solo? Tendría que hacer un esfuerzo por conocer a la gente del lugar. La aristocracia rural lo visitaría y había visto a varios jóvenes en la iglesia. Pero las damas que había conocido allí eran insignificantes comparadas con la que se hallaba en ese momento bajo su techo. ¿Por qué no estaba casada una criatura tan bella y fascinante? Quizá estuviera prometida, caviló Kit, pero no muchos hombres le hubieran permitido recorrer la campiña haciendo negocios en nombre de su tío.

Tradicionalmente, su sexo no se dedicaba a los negocios. Siempre habían existido féminas ricas y poderosas que ejercían autoridad, generalmente con gran discreción, pero era inusual que una joven acudiera a casa de un caballero, por más que fuera acompañada de carabina. Era posible que la señorita Ingram se hubiera encontrado en la zona por casualidad, tal y como ella afirmaba. Sin embargo, el aplomo con el que hablaba de los asuntos de su tío le hizo sospechar que no era la primera vez que hacía recados de esa índole.

Trató de recordar lo que sabía de Augustus Raven, que no era mucho. El hombre emulaba a Horace Walpole, un diletante del siglo anterior autor de la obra El castillo de Otranto. Por lo que Kit sabía, Raven no había tenido escarceos con la literatura, pero igual que Walpole era célebre por su mansión gótica, Strawberry Hill, Raven tenía su propia fortaleza llamada Raven Hill que, a diferencia de la primera, estaba rodeada de misterio, al igual que su propietario. Augustus Raven era coleccionista, algo conocido por todos, y parecía que no paraba en mientes a la hora de enviar a su sobrina a adquirir tesoros para su colección. Y ahora la había puesto en peligro.

Kit frunció el ceño. En otras circunstancias no habría prestado mayor atención al informe de Hob, pero los errores cometidos en el pasado le habían enseñado a no hacer caso omiso de las señales de advertencia.

El hecho de que alguien hubiera provocado deliberadamente la avería en el carruaje de la señorita Ingram tan cerca de Oakfield no parecía ser una mera coincidencia. Lo cual le llevaba forzosamente a una conclusión: ese condenado libro parecía ser el responsable. Era el que la había atraído hasta allí, como había hecho con otros antes que ella, en particular con un druida moderno de nombre Malet, que había estado buscando el libro con el fin de celebrar un ritual arcano en el laberinto de detrás de su casa. Ambos habían sido construidos por Ambrose Mallory, un asceta responsable de los escritos que llevaban causando estragos más de un siglo después de su muerte.

¿Habría sobrevivido alguien a la conflagración? ¿Alguien que no había perecido en el incendio? Barto disponía de fortuna y contactos suficientes para investigarlo, pero de momento no había descubierto más de lo que ya sabían y Kit había empezado a creer que el asunto podía darse por terminado.

Hasta ahora. ¿Pero por qué la señorita Ingram? Kit sacudió la cabeza. Que alguien pensara que ella tenía el libro en su poder o alguna pista que llevara hasta él era lo de menos. Había alguien que no se detendría ante nada con tal de apoderarse de aquella obra absurdamente mortífera. Kit lo sabía mejor que nadie, pues ese alguien había asesinado a su padre.

Después de lo que Sydony había sufrido, Kit no estaba dispuesto a permitir que la señorita Ingram se viera abocada a un destino similar.

Aunque había asuntos más importantes que requerían su atención en Oakfield y no tenía ningún deseo de verse de nuevo empujado a las tenebrosas actividades que hechizaban su nuevo hogar, Kit no tenía alternativa. Lo habían pillado desprevenido una vez y no pensaba permitir que le ocurriera de nuevo.

Cuando bajó a desayunar vio que sus invitadas ya habían comido y lo esperaban en la biblioteca. Aunque seguramente era la señora Osgood la que las había conducido hasta allí, Kit se preguntó si la señorita Ingram no habría estado husmeando entre los libros de su padre. La idea le hizo sentir una expectación que atenuó la melancolía que lo acompañaba a diario.

Pero Kit no estaba dispuesto a ceder tan fácilmente y se dijo que a la luz del nuevo día su visitante dejaría mucho que desear. Una mujer no podía ser a la vez tan bella e interesante como la recordaba.

Y, sin embargo, cuando entró en la biblioteca, Kit sintió el mismo placer experimentado el día anterior. La tenue luz parecía proyectar un resplandor alrededor de su figura, como cuando la vio por primera vez en el camino. Estaba sentada junto a una ventana, con las manos cruzadas sobre el regazo, en una actitud de timidez que le hizo sonreír pues parecía genuina.

¿Habría rebuscado entre los libros o habría adivinado sus sospechas? Kit se preguntó, no por primera vez, qué habría tras esos ojos de color caramelo, tan excepcionales como su dueña, que no dejaban traslucir información alguna.

¿Sentiría ella lo mismo que él cuando la miraba? No, a juzgar por lo inexpresivo de su gesto, que le recordó a Kit la seriedad del asunto a tratar.

Miró en derredor buscando a la señora Renshaw y la encontró sentada a una distancia que dificultaba la conversación. Además, la robusta mujer estaba medio adormilada, por lo que no se molestó en incluirla.

Devolviendo su atención a la señorita Ingram, Kit habló antes de que ella tuviera la oportunidad de recitar las trivialidades habituales que se dicen en una situación social similar.