Caminos de utopía - Martin Buber - E-Book

Caminos de utopía E-Book

Martin Buber

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Beschreibung

El autor hace una revaloración de los socialistas llamados utópicos. Libro polémico, bien documentado y estrictamente objetivo, en el cual palpita la ansiedad de un pensador que se enfrenta a la pregunta acerca del destino próximo del hombre como ente social.

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BREVIARIOSdel

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

104

Traducción de J. ROVIRA ARMENGOL

Martin Buber

Caminos de Utopía

 

 

Primera edición en alemán, 1950 Primera edición en español, 1955      Séptima reimpresión, 2014 Primera edición electrónica, 2015

© Martin Buber State, 1947Título original: Pfade in Utopia

D. R. © 1955, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2731-5 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

PRÓLOGO

Este libro nació de la intención de exponer genéticamente las ideas de lo que Marx y los marxistas denominaron “socialismo utópico”, y, en particular, su postulado de una renovación de la sociedad por renovamiento de su tejido celular. No me proponía dar una visión de conjunto del desarrollo de una idea, sino diseñar la imagen de una idea en proceso de desarrollo. Para la formación de este cuadro, como para todo cuadro en general, la cuestión fundamental es decidir qué debe omitirse. Del enorme material, me pareció que sólo debía incluirse lo pertinente al estudio de la idea. Lo importante no son las afluencias, sino la corriente única a la cual desembocan finalmente. Observando su desarrollo a través de la historia del espíritu, surge ante nosotros la idea misma.

Otra perspectiva, bien que sólo reducida, había que abrir aún: la que mostrara los ensayos para realizar la idea, ensayos audaces, pero problemáticos. Sólo después se ofrecía margen para exponer críticamente la relación teórica y práctica del marxismo con la idea de la renovación estructural, relación que al comienzo del libro únicamente podía indicarse a modo de introducción. Luego, y partiendo de eso, me correspondía hablar de un intento en particular, cuyo conocimiento directo me indujo a redactar este libro; fiel a mi propósito, no lo describí ni relaté, sino que me limité a esclarecer su conexión intrínseca con la idea, convencido de que es un intento que no fracasó.

Un capítulo final resume mis propias relaciones con la idea que, hasta ahí, sólo habían sido expresadas entre líneas. Además, también era preciso señalar su importancia para el momento histórico actual.

Este libro quedó terminado en la primavera de 1945; al año siguiente se publicó su edición hebrea.

MARTIN BUBER

Jerusalén, primavera de 1950.

I

EL CONCEPTO

Entre los capítulos del Manifiesto comunista que más intensamente influyeron en las generaciones subsiguientes y hasta nuestros días, figura el titulado “El socialismo y comunismo crítico-utópico”.

Como es sabido, Marx y Engels fueron encargados por la “Liga de los Justos” para “formular una profesión de fe comunista” (un proyecto de Moisés Hess había sido rechazado a causa de la oposición de Engels), importante labor preliminar para la convocatoria, proyectada para 1848, de un Congreso Comunista General y de la “Unión de todos los Oprimidos”. Según instrucciones de la directiva de la Liga, en él debía fijarse también la “posición con respecto a los partidos sociales y comunistas”, es decir: deslindar y expresar las diferencias esenciales con respecto a tendencias afines, y al decirlo así se pensaba, sobre todo, en los fourieristas, “esos hombres triviales”, como se les llama en el proyecto de declaración que el órgano central presentó al Congreso de la Liga en Londres. En el Proyecto, que entonces elaboró Engels, no se habla aún de socialistas o comunistas “utópicos”; solamente leemos de hombres que proyectan “grandiosos sistemas de reforma”, “que con el pretexto de reorganizar la sociedad, quieren conservar las bases de la sociedad actual y con ellas esa misma sociedad”, por lo cual se les califica de “socialistas burgueses” que es preciso combatir, calificación que en la redacción definitiva se aplicó esencialmente a Proudhon. La distancia entre el proyecto de Engels y la redacción final, que en lo esencial proviene de Marx, es enorme. Los “Sistemas”, entre los cuales se mencionan los de Saint-Simon, Fourier, y Owen (en el proyecto de Marx se nombraba también a Cabet, Weitling y hasta a Babeuf como autores de semejantes sistemas), se tratan como frutos de una época en que todavía no se había desarrollado la industria y, por lo tanto, tampoco el proletariado; por consiguiente, era imposible que se comprendiera y dominara el problema “proletariado”, antes bien, aparecieron precisamente esos sistemas que no podían ser sino inventados, fantásticos, utópicos y que en el fondo proponían la abolición de una diferencia de clases que precisamente empezaba a desarrollarse, diferencia que un día habrá de provocar la “transformación general de la sociedad”. Marx se limita a formular de nuevo aquí lo que poco antes había proclamado en la obra polémica contra Proudhon: “Esos teóricos son utopistas, tienen que buscar ciencia en su espíritu porque todavía no han llegado al punto de que les baste con rendirse cuentas de lo que sucede ante sus ojos y convertirse en sus portavoces”. Se reconoce que la crítica de las condiciones existentes, sobre la cual se edifican los sistemas, es valioso material de ilustración; en cambio, todo lo que de positivo contienen está condenado a perder todo valor práctico y toda justificación teórica a lo largo del desarrollo histórico.

Sólo podremos calibrar el carácter político de esa declaración dentro del movimiento socialista-comunista de entonces percatándonos de que estaba dirigida contra las concepciones que habían imperado en la propia “Liga de los Justos” y que fueron suplantadas por las ideas de Marx. Doce años después de la publicación del Manifiesto comunista, Marx las calificó de “doctrina secreta” formada por una “mezcolanza de socialismo o comunismo franco-inglés y filosofía alemana”, a la cual oponía él “la comprensión científica de la estructura económica de la sociedad burguesa como única base teórica sostenible”. Lo que se pretendía entonces era —como dice él— mostrar que “no es cuestión de llevar a la práctica cualquier sistema utópico, sino de colaborar conscientemente en el proceso histórico de transformación de la sociedad que se opera ante nuestros ojos”. Por lo tanto, el capítulo del Manifiesto que impugnaba el “utopismo” tenía el significado de un acto de política interior en la acepción más genuina de la palabra: la terminación victoriosa de la lucha que Marx, secundado por Engels, había sostenido inicialmente en la misma “Liga de los Justos” (que ahora se llamó “Liga de los Comunistas”) contra las demás tendencias que se denominaban a sí mismas, o eran denominadas comunistas por otros. El concepto “utópico” fue el último y más afilado dardo que se disparó en esa lucha.

Acabo de decir: “secundado por Engels”. Sea como fuere, no debe omitirse aquí una alusión a algunas líneas de la introducción que Engels puso a su traducción de un fragmento de las obras póstumas de Fourier unos dos años antes de redactarse el Manifiesto. También en ella se habla de las doctrinas que en el Manifiesto se rechazan como utópicas; se cita también a Fourier, Saint-Simon y Owen y se distingue igualmente entre la valiosa crítica de la sociedad existente y la “esquematización”, mucho menos enjundiosa, de la futura; pero previamente se dice: “lo que los franceses e ingleses dijeron hace ya diez, veinte y hasta cuarenta años —y lo dijeron muy bien, muy claramente, en un hermoso lenguaje— los alemanes al fin lo han aprendido y hegelianizado ahora, desde hace un año, o, en el mejor de los casos, se lo inventaron de nuevo a posteriori y lo hicieron imprimir en una forma mucho peor, más abstracta, como si fuera una invención totalmente nueva”. Y Engels añade literalmente: “No exceptúo de esto mis propios trabajos”. Por lo tanto, la lucha se entabla también contra el pasado propio. Pero más importante todavía es el siguiente juicio: “Fourier construye el futuro después de haber examinado debidamente el pasado y el presente”. Esto tiene que confrontarse con lo que el Manifiesto expone contra el utopismo. Y no debe olvidarse que el Manifiesto se escribió no más de diez años después de la muerte de Fourier.

Lo que treinta años después del Manifiesto escribió Engels en su libro contra Dühring, precisamente sobre aquellos mismos “tres grandes utopistas”, y lo que poco después incluyó con algunos complementos en la obra Die Entwicklung des Sozialismus von der Utopie zur Wissenschaft (“Evolución del socialismo de la utopía a la ciencia”), que tanta influencia tuvo, constituye sencillamente una elaboración de lo que figura ya en el Manifiesto. Inmediatamente nos sorprende que sólo se trate de nuevo a los mismos tres hombres, “los fundadores del socialismo”, precisamente los que eran “utopistas” “porque no podían ser otra cosa en una época en que la producción capitalista estaba todavía poco desarrollada”, aquellos que se veían obligados a “construir imaginariamente los elementos de una sociedad nueva, ya que esos elementos no se manifestaban todavía palpablemente en la sociedad antigua misma”. ¿No habían aparecido, en los treinta años transcurridos entre el Manifiesto y el Anti-Dühring, socialistas que, según la opinión de Engels, merecían, al mismo tiempo, el calificativo de “utopistas” y atención, pero a quienes no podían concederse aquellas circunstancias atenuantes, puesto que en su época las relaciones económicas se habían desarrollado ya y “los problemas sociales” ya no estaban “ocultos”? De Proudhon, para mencionar sólo al más grande (uno de cuyos libros anteriores: Las contradicciones económicas o la filosofía de la miseria había combatido Marx, aun antes del Manifiesto, en su famosa polémica), habían aparecido entre tanto una serie de obras importantes que no podían ser pasadas por alto por una doctrina científica de las relaciones y problemas sociales; ¿no figuraba también él (de cuya obra impugnada por Marx había tomado, por otra parte, el Manifiesto comunista el concepto de “utopía socialista”) entre los utopistas, y precisamente entre aquellos que no podían justificarse? Sin duda, en el Manifiesto era mencionado como ejemplo de los “socialistas conservadores o burgueses”; en la obra polémica había declarado Marx que Proudhon estaba muy por debajo de los socialistas “porque no tiene bastante valor ni bastante comprensión para elevarse por encima del horizonte de la burguesía, aunque sólo fuera especulativamente”; después de la muerte de Proudhon aseguró primero en una necrología oficial que debería suscribir todavía ahora todas las palabras de ese juicio, y un año después expuso en una carta que Proudhon había “causado un daño enorme” y que con “su pseudo crítica y su pseudo oposición contra los utopistas” había sobornado a la juventud y a los obreros. Pero de nuevo, un año después, y nueve años antes del Anti-Dühring, escribe Engels en una de las siete reseñas que publicó anónimamente sobre el primer volumen del Capital que Marx “pretendía dar a las tendencias socialistas la base científica que hasta entonces no habían logrado darles Fourier ni Proudhon, ni siquiera Lassalle”, de lo cual se desprende claramente qué rango atribuía a Proudhon a pesar de todo. ¿Y mucho antes, en la época anterior a la polémica de Marx? En 1844, Marx y Engels (en La sagrada familia) encontraron en la obra de Proudhon sobre la propiedad un progreso científico “que revoluciona la economía política y por vez primera hace realmente posible una verdadera ciencia de la economía política”; además, declararon que no sólo escribía en interés de los proletarios, sino que él mismo era proletario y que su obra era “un manifiesto científico del proletariado francés” de “importancia histórica”. Inclusive, en un artículo anónimo de mayo de 1846, Marx lo calificó de “comunista”, precisamente en un contexto del cual se desprende que Proudhon era todavía a sus ojos un comunista representativo, aproximadamente medio año antes de que comenzara a redactar la polémica. ¿Qué ocurrió, entre tanto, que decidiera a Marx a modificar tan radicalmente su juicio? Es verdad que se habían publicado las Contradictions de Proudhon, pero esta obra no constituye una modificación decisiva de sus opiniones; además, la violenta polémica contra la “Utopía” comunista (calificativo con que Proudhon alude a lo que nosotros denominamos “colectivismo”) es sólo una forma elaborada de la crítica de la communauté que puede leerse en el primer tratado —tan ensalzado por Marx— sobre la propiedad (1840). Pero antes de publicarse las Contradictions había rechazado Proudhon la invitación de Marx a una cooperación. La situación se nos hace más clara aún cuando leemos lo que después de estallar la guerra escribe Marx a Engels en julio de 1870: “Los franceses necesitan palos. Si triunfan los prusianos, la centralización del state power será provechosa para la centralización de la clase obrera alemana. Además, la preponderancia alemana trasladaría de Francia a Alemania el centro de gravedad del movimiento obrero de Europa occidental, y basta comparar el movimiento en ambos países, desde 1866 hasta la actualidad, para ver que la clase obrera alemana es superior a la francesa desde el punto de vista teórico y por su organización. Su prepondencia sobre la francesa en el escenario mundial sería al propio tiempo la preponderancia de nuestra teoría sobre la de Proudhon, etc.” Se trata, pues, en sentido eminente, de una actitud política. Por consiguiente, debe considerarse consecuente el hecho de que poco después Engels, en una polémica contra Proudhon (Sobre la cuestión de la vivienda), lo califique de puro diletante, ignorante y perplejo frente a la economía, que predica y se lamenta “allí donde nosotros demostramos”. Además, presenta claramente a Proudhon como utopista: el “mejor mundo” que él construye, queda “aplastado en capullo por el pie del desarrollo industrial en su avance”.

Me he detenido bastante en este tema porque es la mejor manera de poner en claro algo importante. Al principio, Marx y Engels llamaban utopistas a aquellos cuyas ideas habían precedido al decisivo desarrollo de la industria, al proletariado y a la lucha de clases y que no pudieron, por lo tanto, tener en cuenta estos factores; luego se aplicó el concepto sin distinción a todos aquellos que, según Marx y Engels, no querían, o no podían —o no podían ni querían— tomar en cuenta esos factores.

Desde entonces, el calificativo de “utopista” pasó a ser el arma más fuerte en la lucha del marxismo contra el socialismo no marxista. Ya no se piensa en demostrar a cada momento el acierto de la opinión propia contra la del adversario; por regla general, se encuentra en el campo propio, por principio y exclusivamente, la ciencia y, por consiguiente, la verdad; y en el campo ajeno se encuentra, por principio y exclusivamente, la utopía y, por consiguiente, el engaño. En nuestra época, ser “utopista” significa: no estar a la altura del desarrollo industrial moderno; lo que el desarrollo industrial moderno sea lo enseña el marxismo. Respecto de aquellos utopistas “prehistóricos”: Saint-Simon, Fourier y Owen, declaró Engels en 1850 en la Guerra de los campesinos alemanes que el socialismo teórico alemán no olvidaría nunca que se apoyaba sobre los hombros de esos hombres “que a pesar de todas sus fantasías y de todo su utopismo figuran entre los talentos más importantes de todas las épocas y que anticiparon genialmente innumerables verdades cuya exactitud verificamos ahora científicamente”. Pero ya no se piensa en la posibilidad —y eso es una política consecuente— de que precisamente ahora vivan hombres, conocidos o desconocidos, que anticipen verdades cuya exactitud habrá de verificarse por la ciencia en el futuro, antes bien, en la actualidad “la ciencia” —es decir, una tendencia científica que, como ocurre no pocas veces, se identifica con la ciencia en general— está decidida a declararlas inexactas, como lo hizo también en su época con aquellos “fundadores del socialismo”. Aquellos eran utopistas precursores; éstos son utopistas de estorbo. Aquellos preparaban el camino a la ciencia; éstos se lo obstruyen. Pero, por suerte, basta calificarlos de utopistas para hacerlos inocuos.

Permítaseme citar una pequeña experiencia personal como ejemplo de este método: pulverizar al adversario colocándole una etiqueta. En el día de Pentecostés de 1928 se celebró en Heppenheim, donde yo residía entonces, un cambio de opiniones, entre delegados socialistas procedentes principalmente de grupos religiosos, sobre la posibilidad de fomentar de nuevo las fuerzas internas del hombre en las cuales se apoya la fe en la renovación socialista.1 En mi discurso, en el cual me ocupé en particular de las cuestiones sumamente concretas y ordinariamente preteridas de la descentralización y de la forma de trabajo, dije: “ No debe tratarse de utópico aquello en que todavía no hemos puesto a prueba nuestra fuerza”. Esto no me ahorró una observación crítica del presidente, que sencillamente me encasilló entre los utopistas y así me eliminó.

Pero para que el socialismo salga del callejón sin salida en que se ha metido, hay que examinar el verdadero contenido del tópico “utopistas”.

1 Las actas se publicaron en Zürich en 1929 con el título “Socialismo a base de la fe”.

II

EL ASUNTO

Las utopías que figuran en la historia espiritual de la humanidad revelan a primera vista lo que tienen de común: son cuadros, y, por cierto, cuadros de algo que no existe, que es solamente imaginario. En general, se suele calificarlos de cuadros-fantasía, pero eso no basta para definirlos. Esa fantasía no divaga, no va de un lado a otro impulsada por ocurrencias cambiantes, sino que se centra con firmeza tectónica en derredor de algo primordial y originario que esa fantasía tiene que elaborar. Ese algo primordial es un deseo. La imagen utópica es un cuadro de lo que “debe ser”, lo que el autor de ella desearía que fuese real. Se suele hablar también de que las utopías son imágenes de deseos, mas tampoco con eso se ha dicho bastante. Al decir “imagen del deseo” pensamos en algo que sube de las profundidades del inconsciente y en forma de sueño, de sueño de vigilia, de “veleidad”, que ataca por sorpresa al alma desprevenida y quizá luego será llamado y ampliado por ella misma. El deseo utópico generador de imágenes, aunque como todo lo que crea imágenes está enraizado en la profundidad, no tiene a través de la historia del espíritu nada que ver con el instinto o con la autosatisfacción. Va unido a algo sobrepersonal que se comunica con el alma, pero que no está condicionado por ella. Lo que en él impera es el afán por lo justo, que se experimenta en visión religiosa o filosófica, a modo de revelación o idea, y que por su esencia no puede realizarse en el individuo, sino sólo en la comunidad humana. La visión de lo que debe ser, por independiente que a veces aparezca de la voluntad personal, no puede separarse empero de una actitud crítica ante el modo de ser actual del mundo humano. El sufrimiento que nos causa un orden absurdo prepara al alma para la visión, y lo que en ésta ve robustece y ahonda la comprensión que tiene de lo equivocado. El afán de que se realice lo contemplado configura la imagen.

En la revelación, la visión de lo justo se consuma en la imagen de un tiempo perfecto: como escatología mesiánica; en la idea, la visión de lo justo se consuma en la imagen de un espacio perfecto: como utopía. Por su esencia, la primera trasciende lo social, se ocupa del hombre como creación y hasta de lo cósmico; la segunda permanece circunscrita por el ámbito de la sociedad, aunque a veces entraña en su imagen una transformación interna del hombre. Escatología significa consumación de la creación; utopía, desenvolvimiento de las posibilidades que encierra la convivencia humana en un orden “justo”. Hay otra diferencia más importante aún. Para la escatología —aunque en su forma elemental, profética, prometa al hombre una participación activa en la llegada de la redención—, el acto decisivo viene de arriba; para la utopía, todo está sometido a la voluntad consciente del hombre, y hasta puede calificársela de imagen de la sociedad esbozada como si no hubiera otros factores que esa voluntad. Pero ninguna de las dos anda por las nubes: así como pretenden despertar o intensificar en su oyente o lector la relación crítica con el presente, quieren también mostrarle la perfección con la fuerza luminosa de lo absoluto, pero como algo a lo cual lleva un camino activo desde el presente. Y lo que como concepto parecería imposible, suscita como imagen todo el poder de la fe, determina el propósito y el plan. Es capaz de esto porque está aliado con fuerzas existentes en las profundidades de la realidad. La escatología, si es profética, y la utopía, si es filosófica, tienen carácter realista.

La época de la Ilustración y la que le siguió arrebataron progresivamente a la escatología religiosa su esfera de acción; en el transcurso de diez generaciones se hizo cada vez más difícil para el hombre creer que en un momento futuro un acto divino redimirá al mundo humano, es decir, que dará sentido a lo absurdo y lo transformará de discorde en armónico; esa incapacidad se ha acrecentado considerablemente hasta adquirir el carácter de imposibilidad física, tanto en los hombres de creencias religiosas como en los incrédulos, con la sola diferencia de que esa incapacidad queda encubierta en la conciencia de los primeros porque siguen vinculados con la tradición. Por otra parte, la era de la técnica maquinista y del estallido de los antagonismos sociales ha ejercido un profundo influjo sobre la utopía. Bajo el influjo de la orientación pantécnica del espíritu, también la utopía se torna a menudo totalmente técnica; la voluntad humana consciente, su base desde siempre, se entiende ahora en sentido técnico; al igual que a la naturaleza, se pretende también dominar a la sociedad mediante el cálculo y la construcción técnica. Pero esta sociedad con sus contradicciones se presenta ahora al hombre como cuestión ineluctable: todo pensamiento sobre el futuro y todos los planes sobre el futuro tienen que buscarle solución, y también en la utopía, la planeación política y cultural quedan postergadas ante la tarea de esbozar un orden “correcto” de la sociedad. Pero en este punto el pensamiento social hace patente su rango superior frente al técnico: la utopía que se entrega a la fantasía técnica tiene que refugiarse en un género novelístico bastante pobre, en el cual apenas se encuentra algo de la fuerza imaginativa de las grandes utopías antiguas; por otra parte, la que emprende la tarea de trazar los planos de un edificio perfecto de la sociedad se transforma en sistema, y esa utopía, ese sistema social “utópico”, recoge entonces toda la fuerza del mesianismo desposeído. El sistema social del socialismo y del comunismo modernos tiene, como la escatología, el carácter de anunciación y proclama. Indudablemente, ya Platón obró movido por el afán de fundar una realidad conforme a la idea, y también es cierto que buscó hasta el fin con incansable pasión instrumentos humanos para su realización; mas sólo con el socialismo se inicia este entreveramiento intensivo de doctrina y acción, de proyecto y experimento. Para Tomás Moro fue posible todavía mezclar el aleccionamiento serio con un juego que no comprometía a nada y hacer alternar con superior ironía la exposición de instituciones “muy absurdas” con las otras que él “más bien desea que espera” que se imiten; para Fourier, eso ya no es posible, en él todo es consecuencia práctica y determinación lógica, puesto que lo que importa es “salir de una vez de una civilización” que “bien lejos de ser el destino social del hombre, no es más que una enfermedad de infancia del género humano”.

La impresionante polémica de Marx y Engels condujo a que, lo mismo dentro que fuera del marxismo, la denominación “utópico” se aplicara corrientemente a un socialismo que apela a la razón, a la justicia y a la voluntad del hombre para volver a su lugar a la sociedad humana desquiciada, en vez de limitarse a hacer patente a la conciencia activa lo que se había preparado ya dialécticamente por las condiciones de producción. Se considera utópico todo socialismo voluntarista. Lo cual no significa en modo alguno que esté exento de utopía el socialismo que con él se enfrenta y que podría calificarse de necesitarista porque declara que lo único que pide es que se ejecute lo necesario para la evolución. Evidentemente, los elementos utópicos que contiene son de otra índole y afectan a otro orden de ideas.

Ya indiqué que la fuerza de la escatología desposeída se transformó en utopía en la época de la Revolución francesa. Mas, como se indicó, hay dos formas fundamentales de escatología: una profética, que hace depender la preparación de la redención, en cualquier momento dado y en proporciones imprevisibles, de la fuerza de resolución de todo hombre a quien se dirija, y una apocalíptica, para la cual el proceso de redención fue fijado desde la eternidad en todos sus pormenores, con sus fechas y plazos, y para cuya realización los hombres sólo sirven de instrumento: en todo caso, se les puede revelar, “descubrir” anticipadamente lo inalterable, indicándoseles la función que les compete. La primera de esas formas fundamentales procede de Israel; la segunda, del antiguo Irán. Las discrepancias, acercamientos, combinaciones y deslindamientos entre ellas constituyen una parte importante de la historia interna del cristianismo. En la secularización socialista de la escatología actúan ambas por separado: la forma esencialmente profética en algunos de los sistemas de los llamados utopistas; la apocalíptica, especialmente en el marxismo (lo cual no quiere decir que en éste no haya penetrado ningún elemento profético; pero fue subyugado por el apocalíptico). La fe en el camino de la humanidad a través del error hasta su superación adopta en Marx la forma de la dialéctica hegeliana cuando se sirve de una investigación científica de los procesos de producción; mas la visión de las revoluciones venideras lo mismo que de las pasadas “en la cadena de la necesidad absoluta”, como dice Hegel, no la tomó de éste. La actitud fundamental apocalíptica de Marx es más pura y más intensa que la de Hegel, que carece de un genuino impulso hacia el futuro; con razón indicó Franz Rosenzweig que Marx conservó más fielmente que el propio Hegel la fe hegeliana en el destino histórico: “nadie vio como él dónde y cómo y en qué forma despuntaría en el cielo de la historia la época de la consumación”. El punto en que el ímpetu apocalíptico-utópico de Marx se desencadena y convierte todo concepto económico y científico en pura utopía, es cuando habla de la transformación de todas las cosas que seguiráa la revolución social. La utopía de los llamados utopistas es prerrevolucionaria, la marxista en post-revolucionaria. La “extinción” del Estado, “el salto de la humanidad desde el reino de la necesidad al de la libertad” sigue fundándose, ciertamente, de modo dialéctico, pero ya no científico. Como dice un pensador marxista, Paul Tillich, no puede “hacerse comprensible en modo alguno a base de la realidad dada”; “entre la realidad y la esperanza está el abismo”; “a causa de esto, el marxismo, a pesar de su hostilidad a la utopía, no pudo sustraerse jamás a la sospecha de que abrigaba una fe secreta en la utopía”. O, para decirlo con las palabras de Eduard Heimann, otro sociólogo marxista: “Tal como son los hombres, no cabe imaginar una extinción del Estado. Cuando contamos con una modificación radical y esencial de la naturaleza humana, rebasamos los límites de la investigación empírica y entramos en el terreno de la visión profética, donde se describen con balbucientes metáforas la verdadera significación y el destino providencial del hombre”. Pero para nosotros tiene importancia decisiva la diferencia entre ese utopismo y el de los socialistas no-marxistas. Tendremos que examinarla más detenidamente aún.

Si examinamos lo que la crítica marxista califica de utópico en las doctrinas sociales no-marxistas, veremos que dista mucho de ser algo simple y uniforme. Pueden distinguirse claramente dos elementos diferentes. La esencia del primero es una ficción esquemática; la del segundo, un planeamiento orgánico. El primero, tal como lo encontramos particularmente en Fourier, proviene de una imaginación que podríamos calificar de abstracta, la cual hace derivar de una teoría sobre la esencia del hombre, de sus aptitudes y necesidades, un orden social que utilizará todas sus capacidades y satisfará todas sus necesidades. Aunque Fourier apoye su teoría con una enorme cantidad de material de observación, toda observación adquiere, al penetrar en esa esfera, algo de irreal e inseguro; y en ese orden que pretende ser arquitectura social, bien que en realidad sea esquema sin forma, “todos los problemas”, como dice el propio Fourier, tienen “la misma solución”, es decir, los problemas reales de la vida del hombre se convierten en problemas artificiales de autómatas con instintos, problemas ilusorios que admiten la misma solución porque provienen de la misma esquematización mecanicista. De índole totalmente diferente, hasta francamente opuesta, es el segundo elemento. Aquí domina el propósito de partir de un conocimiento, exento de prejuicios y de dogmas, del hombre presente y de las condiciones presentes para transformarlos y superar las contradicciones que constituyen la esencia de nuestro orden social. Tomando rigurosamente como punto de partida el estado actual de la sociedad, y sin dejarse turbar por ninguna veleidad dogmática, esta tendencia fija su atención en aquellos anhelos ocultos aún en las profundidades de la realidad que, aunque oscurecidos por otros más manifiestos y poderosos, actúan en favor de esa transformación. Con razón se ha dicho que todo entendimiento que hace planes es utópico en sentido positivo. Añádase que este entendimiento, propio de aquellos “utopistas” socialistas de que aquí hablamos, acredita precisamente su utopismo positivo en las circunstancias de que conoce, o por lo menos presiente, la disparidad y hasta antagonismo de las tendencias evolutivas perceptibles en cualquier época, sin descuidar por ello el descubrimiento de las tendencias ocultas, y preguntándoles si, y hasta qué punto, ellas, y precisamente ellas, se enderezan a un orden en que se superen verdaderamente los errores de la sociedad presente.

Lo que acabamos de exponer contiene algunas ideas que deben ser aclaradas y completadas, tanto en su esencia como en su deslinde con respecto al marxismo.

A lo largo del desarrollo del llamado socialismo utópico, sus principales representantes han llegado a la convicción de que ni los problemas sociales ni su solución pueden reducirse a un denominador común y de que toda simplificación, incluso la más inteligente, influye desfavorablemente tanto en el conocimiento como en la acción. Cuando en 1846, aproximadamente medio año antes de comenzar su polémica contra Proudhon, Marx invitó a éste a cooperar en una “correspondencia” que sirviera para “un intercambio de ideas y para una crítica imparcial”, y para la cual —escribe Marx— “creemos todos que, por lo que respecta a Francia, no podríamos encontrar mejor corresponsal que usted”, Proudhon contestó lo siguiente: “Busquemos conjuntamente, si usted lo desea, las leyes de la sociedad y el modo como se realizan, pero, por el amor de Dios, una vez que hayamos escombrado todos esos dogmatismos a priori, no pensemos en cargar al pueblo con doctrinas por nuestra parte. No incurramos en el error de su compatriota Martín Lutero que, después de haber derrocado la teología católica, sin perder tiempo se dedicó con gran derroche de excomuniones y anatemas a fundar una teología protestante… Por el hecho de que estemos al frente de un movimiento no nos convirtamos en jefes de una nueva intolerancia, no nos comportemos como apóstoles de una nueva religión, aunque esa religión fuera la de la lógica, la de la razón”. Aquí se trata esencialmente del modo de proceder político, pero muchas manifestaciones de Proudhon atestiguan que también veía la meta bajo la luz de la libertad y diversidad. Y cincuenta años después de aquella carta, Kropotkin resume la idea fundamental del objetivo en una frase: “el desarrollo máximo de la individualidad deberá ir unido al máximo desarrollo de la asociación voluntaria en todos sus aspectos, en todos los grados posibles y para los fines más variados: una asociación en cambio constante que lleve en sí misma los elementos de su duración y adopte las formas que en todo momento correspondan mejor a las aspiraciones de todos”. Es exactamente lo que quería Proudhon en la madurez de su pensamiento. Puede objetarse que la meta final marxista no es esencialmente distinta; sin embargo, aquí se abre un abismo (salvable solamente mediante aquel utopismo marxista especial) entre la transformación futura que se operará algún día y quién sabe cuánto tiempo después del triunfo definitivo de la revolución, y el camino que conduce a la revolución y más allá de ella, camino que se caracteriza por el centralismo total que no tolera ningún aspecto ni iniciativa que no sean los suyos. La uniformidad como camino lleva misteriosamente a la diversidad como meta final, y la coacción como camino, misteriosamente, a la libertad como meta final. Frente a eso, el socialismo no-marxista “utópico” busca el camino igual en esencia a su meta final; se niega a creer que, confiando en el “salto” que se dará un día, haya de prepararse entre tanto lo contrario de lo que se desea; cree más bien que es preciso crear desde ahora la atmósfera posible y necesaria al cambio que se operará; no cree en el salto post-revolucionario, sino en la continuidad revolucionaria, o mejor dicho: en una continuidad dentro de la cual la revolución significa solamente el cumplimiento, la liberación y ampliación de una realidad que, en lo posible, se ha desarrollado ya.

Enfocándola desde otro lado, esta diferencia puede aclararse más. Examinando el carácter de la sociedad capitalista en la que surgió el socialismo, vemos que es una sociedad de estructura pobre y que se tornará cada vez más pobre. Por estructura de una sociedad debe entenderse su riqueza en organismos sociales o comunales; puede decirse que una sociedad tiene una estructura rica si se organiza a base de comunidades genuinas, es decir, de comunidades de habitación y de trabajo y de sus agrupaciones subsecuentes. Lo que Gierke dice del movimiento de unión gremial en la Edad Media puede decirse de toda sociedad de estructura rica: “se caracteriza por una inclinación a ampliar y extender las asociaciones, a formar otras que comprendan a los gremios más estrechos, a formar federaciones de asociaciones aisladas, y vastas federaciones de conjunto que comprendan las federaciones particulares”. Donde quiera que investiguemos la estructura de una sociedad de esta índole, encontraremos siempre el tejido celular “sociedad”, es decir, una agrupación para vivir, una convivencia humana dotada de amplia autonomía y que se forma y reforma desde su interior. Precisamente, por su esencia, la sociedad no consta de individuos aislados, sino de unidades societarias y de sus agrupaciones. Esta esencia fue progresivamente alterada por la coacción de la economía y el estado capitalista, de suerte que el proceso moderno de individualización se llevó a cabo en forma de desintegración. Las antiguas formas orgánicas siguieron existiendo en su aspecto exterior, pero perdieron su sentido y su alma: tejido que decae. No sólo lo que se llama las masas, sino toda la sociedad es amorfa, invertebrada, pobre de estructura. Este mal no se subsana con las asociaciones provenientes de la unión de intereses económicos o espirituales, de las cuales es el partido la más fuerte; si los hombres se unen en ellas ya no es por similaridad de su existencia, y en todas se busca inútilmente la compensación para las formas de comunidad perdidas. Frente a este estado de cosas, que pone a la sociedad en contradicción consigo misma, los socialistas “utópicos” han aspirado en número creciente a una reestructuración de la sociedad —no, como pretende la crítica marxista, en un romántico intento por renovar fases evolutivas ya superadas, sino con la ayuda de las tendencias descentralizadoras que pueden percibirse en el seno del proceso social y económico, y también con la ayuda de la rebelión más profunda que paulatinamente crece en el alma del hombre, la rebelión contra la soledad en masa o colectiva—.

Víctor Hugo llamó a la utopía “la verdad de mañana”. El anhelo espiritual llamado socialismo utópico, que parece condenado a estar divorciado de su época prepara la futura estructura de la sociedad: “prepara”, puesto que no existe un curso de la historia necesario en sí, independiente de la decisión del hombre. Es evidente que esta tendencia tendrá que conservar formas de comunidad aún existentes y animarlas con un espíritu nuevo. Sobre el portal del centralismo marxista está escrita por tiempo indefinido la inscripción con la cual Engels resumió en una ocasión la tiranía del mecanismo automático de una gran fábrica: Lasciate ogni autonomia voi ch’entrate