Canciones de cuna para el fin del mundo - Majo Delgadillo - E-Book

Canciones de cuna para el fin del mundo E-Book

Majo Delgadillo

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Beschreibung

«En los cuentos de Canciones de cuna para el fin del mundo,Majo Delgadillo nos muestra los cimientos de un universo literario en construcción donde la principal característicaes conectarnos con la emocionalidad del siglo XXI. Con un tono spooky que nos lleva al límite, nos confronta para preguntarnos qué es lo que en realidad hay en nuestra mente, almay corazón. Con este careo entre las historias y nuestras propias experiencias, nos acercamos a comprender el extraño sentido del humor de los personajes de este libro. En este mundo de ficción pasan cosas inexplicablescomo un pueblo en donde nunca para de llover, un nombre(sí, un «nombre») que habita una casa y termina por ocuparla toda, amigas que quedan unidas en un mundo en donde aparentemente están muertas. Todas estas situaciones forman parte de la constelación literaria de la autora que, con un estilo definido, nos presenta una voz que va y viene entre la ternura,lo lúgubre y lo pop». | Criseida Santos Guevara

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Esta historia lo es todo

Para Valentina Calvache

Es gracioso que me lo preguntes, porque yo tampoco lo recuerdo muy bien. No el momento exacto en que pasó la primerísima vez y, para ser honesta, sólo recuerdo con claridad algunas de las últimas veces. Quizás sólo las últimas cinco. Debió pasar en la época en la que leímos ese libro. Quiero decir, yo leí el libro, pero era tuyo. Ese que trata sobre no ser una novela lineal, en el que un personaje que está muerto se convierte en un segundo narrador en primera persona y ve al otro narrador tomar el metro en Nueva York. Ese libro. Creo que pudo haber empezado antes, pero ése es el momento en el que comencé a pensarlo, lo cual lo hizo real, o más real o algo.

Por eso al principio pensé que se debía al libro, como una especie de reacción. Pensé que sólo estaba tratando de encontrar las relaciones entre la ficción y mi propia vida. Eso pasa, ¿cierto? Pero luego se hizo muy evidente. Y quiero decir, para ser bien honesta, ahora que finalmente llegué a entender más o menos cómo funciona, que no creo que hubiera podido elegir a una mejor persona para morir con ella tantas veces. Una persona con la cual atestiguar mi propio ser. Todos esos vínculos, y toda esa humanidad atada y contenida que hay en el nuestro. No digo que fuera nuestra elección, de ningún modo, pero quiero que sepas que aprecio estar atorada contigo por el resto de mis vidas.

Así que, para responder a tu pregunta, la primera vez que lo noté fue probablemente mucho después de que hubiera empezado, en el diner que abre las veinticuatro horas. Pudo habérseme escapado, y estoy casi segura de que sólo lo noté porque ya estaba buscándolo, por lo del libro y todo eso. Pediste una malteada, yo un café, y compartimos unas papas fritas. Para ese entonces llevábamos pocos meses de conocernos, pero ya compartíamos todo: comida, libros, ropa, cama, vacaciones, secretos y, como pronto entenderíamos, muertes. Eran las dos o tres de la mañana. Siempre has odiado mi extraño horario de sueño, cómo apago todas las luces para dejarte dormir pero me quedo escribiendo en mi computadora, las uñas largas repiqueteando contra el teclado toda la noche. Pero esta vez estoy bastante segura de que salíamos de una fiesta que había organizado una estación de radio que cerró hace diez años. Estábamos ahí sentadas, riéndonos a pesar de que tu rodilla estaba destrozada, a mí se me había ido la voz y ambas nos sentíamos borrachas. Quizás nos reíamos de ese estado patético. Cómo siendo tan jóvenes estábamos ya tan enfermas. De cualquier manera, ése fue el escenario en el que las vi. Quiero decir: en que nos vi. Nos vi a nosotras. Sólo que no éramos realmente nosotras, sino las meseras.

—¿Quieres algo de comer? —dijo la que estaba en la caja.

—Claro —dijo la que limpiaba las mesas detrás de mí.

—¿Se te antoja una ensalada? Puedo prepararte una.

—Ay, eres muy tierna.

—¡Lo soy porque te quiero! —contestó la que estaba detrás de mí, con una voz que sugería el tipo de dulzura impostada que vemos en la televisión o en comedias románticas de bajo presupuesto, cerrando la conversación con una risita.

Pudo haber pasado desapercibido, pero lo supe. Y tú lo supiste también, ahí mismo. No se parecían en nada a nosotras. Recuerdo a una con arracadas gigantes y a otra con el pelo largo y rizado. Eran más altas y más jóvenes, pero no era eso. Ahora veo que está muy claro que no se trata de doppelgängers. Era su relación. Era el tono de su voz cuando una de ellas dijo te quiero. El jugueteo de su interacción. La intimidad. La forma en la que cada una se movía alrededor de o hacia la otra, navegando entre los bancos de metal y el olor a hamburguesas con queso. Te miré y las estabas observando. Tu boca ligeramente abierta y tu mano quieta en el popote del que todavía no habías sorbido. Tú también lo supiste.

Ésa fue la primera vez que me di cuenta de que habíamos muerto.

Se me ocurrió después, me tomó tiempo, pero pasó. Cómo otras personas jamás entenderán el funcionamiento de esto. Nuestras muchas muertes. Creo que de hecho el libro habla sobre eso, pero nunca entra en detalles. Sólo dice que algunas veces una se muere en el metro, otras al salir de una fiesta, otras más cuando olvida las llaves. Y es tan simple pero tan difícil de explicar, ¿no? Porque cuando nos vemos a nosotras mismas como lo hicimos en el diner sólo nos llega la certeza. Lo sabemos con seguridad. Estoy casi convencida de que esto les pasa a todos, y que únicamente somos una reverberación de la muerte de alguien más. Una sólo tiene que prestar atención para sentirlo. Podría describirse casi como corrientes eléctricas. Pulsaciones sónicas. Sólo lo sabes. Así que yo no puedo explicar realmente cómo se siente, pero si tuviera que intentarlo sería más o menos así: escuchas algo —una conversación, una plática entre extraños—. O ves algo —una ceja levantada, un hombro que truena—. Giras la cabeza porque te sientes parte de eso y entonces te notas apenas un poco mareada, y eso es. Acabas de morir. Otra vez. Así de simple, así de sencillo.

Las siguientes veces fueron mucho más divertidas que la primera, o al menos las recuerdo así. Nos habíamos ido acostumbrando a buscarlas. Nos tomábamos de las manos en el frío de ese invierno e intentaba hacerte reír. Comimos tanto que a veces queríamos vomitar. Seguimos buscando. Encontramos a los bartenders que nos sirvieron whisky gratis la noche en que terminaste robándote una botella completa. Eran divertidos y nunca se dieron cuenta de que éramos unos y los mismos, una especie de futuro y pasado colisionando en el mismo tiempo y espacio. También estuvieron las hijas de nuestros amigos, aquellas dos hermanas pequeñas con las manos más diminutas, el libre albedrío y la firmeza con que rechazaban nuestros besos, y eso se sintió tan cercano que nos hizo amarlas —y amarnos entre nosotras— aún más. Estuvieron los tipos con los que salíamos y nos topábamos, y los apodos que solíamos mezclar porque siempre estábamos juntas, cuidando a la otra.

La gente se dio cuenta. Empezó a bromear con que éramos una misma persona. A nosotras nos daba risa saber que, en cierto sentido, estábamos atadas la una a la otra por siempre. Una muerte constante entre nosotras. La repetición. Una muerte constante. Quizás por eso mi versión favorita de nosotras siempre ha sido Genaro. Porque estoy segura de que él también supo que era nosotras. Fue refrescante ver por una vez a alguien que sabía qué estaba pasando. Alguien más que lo había descifrado. Quizás él también leyó el libro. ¿Cómo saberlo?

Nunca me puse a estudiar las dimensiones ni el tiempo ni la metafísica como dije que lo haría, así que sólo sé lo que puedo sentir, y siento que, con el tiempo, en efecto nos combinamos. Estoy segura de que Genaro fue una especie de futuro. Muchas, muchas muertes más allá, quizá todas las muertes por las que habíamos pasado para cuando lo conocimos. Él era bajito, flaco, moreno, y tenía un tatuaje que decía «corazón» en su brazo derecho y «roto» en el izquierdo.

Sólo lo vimos dos veces, pero me regocijo en los pequeños detalles en los que estábamos en él. Sonreía como tú, la mayor parte de sus rasgos faciales me recordaba profundamente los tuyos. Te conocía tan bien para ese momento que sólo me tomó verlo una vez para reconocernos. Sus manos, sin embargo, eran las mías. Sus movimientos y su torpeza disfrazada. Él también te adoró de inmediato, lo cual era parte mía. Pude ver eso detrás de su forma de acercarse, incluso cuando claramente lo que quería era vendernos algo.

—Esa blusa se te ve increíble —te dijo la primera vez—. La podrías usar con lo que quisieras. Podrías usarla con unos jeans o unos shorts durante el verano. Podrías usar tacones o tenis o adidas. No importa. —Se detuvo y me miró, observándolos a los dos—. No importa, porque ¿esa blusa? Esa blusa lo es todo.

Guiñó un ojo. Lo supo. Y nosotras también. Com-praste esa blusa, y de verdad luce increíble con jeans o con shorts, con tacones o con tenis. Y luce mucho mejor porque sabemos que es una muestra de que nuestro futuro y nuestros corazones rotos y la promesa de volver a encontrarnos una y otra vez existen.

Puede volverse agotador, también. No morir todo el tiempo, sino el hecho de saberlo. La cosa es que saber te hace cuestionarlo todo. Una vez, no ahora, sino hace algún tiempo, me preguntaste si esto era morir o crecer, y, para ser honesta, no creo tener una respuesta todavía. Podría ser ambas. Debería ser ambas. La única diferencia es que hemos aprendido cómo notarlas. Ambas cosas. Todas las cosas.

El pájaro

Empezará por los ojos. Con su pico negro, el pájaro sacará pedazos de tejido. En la escuela te enseñaron a nombrar los elementos gelatinosos y viscosos de los globos oculares diseccionando el ojo de una vaca. Todavía los recuerdas, así que repites el proceso: córnea, iris, lente, humor acuoso. Con suerte, el pájaro sacará el globo ocular completo, lo insertará en la reja del patio trasero y se agasajará en la cámara vítrea. De otro modo le tomará más tiempo. El pájaro arrancará pequeños pedazos de piel, yendo y viniendo hasta saciarse. Entonces será hora de guardar el resto.

«Fue Leonardo da Vinci quien, interesado en la mecánica de la visión, inventó una manera de diseccionar el ojo de una rana sin derramar sus contenidos», solía recitar tu padre, leyendo la enciclopedia que guardaba en la parte más alta del único librero que tenían. La última vez que le abriste los párpados, hace unos cuarenta minutos, todavía encontraste un indicio de negro intenso detrás de la película lechosa de sus ojos. Un indicador de frescura. Sabes cómo se hace, cómo preparar el comedero para el pájaro. Lo has hecho desde que tenías diez años. Sacas el cuerpo por la puerta de atrás; va a oponer resistencia como todos los cuerpos, pero el pájaro luchará y jalará y luchará otra vez hasta que la piel ceda. Se siente raro estudiar su dureza y su palidez, tan diferentes de la piel reluciente que tenía de niño, cuando corría desnudo por el pantano del patio trasero. Cuando era pequeño le aventaba rocas al pájaro y te susurraba al oído historias de terror. Tú llorabas, agarrando su mano, y te preguntabas si era cierto que el pájaro se había comido la mitad de la cara de tu hermanita. Tu madre salía de la casa gritando, no porque tú llorabas, sino porque él había asustado al pájaro.

«La técnica de da Vinci —continuaba tu padre antes de la hora de dormir— consistía en hervir primero los ojos en clara de huevo y luego cortarlos. Él fue el primero en comparar al ojo con una camera obscura». Puedes elaborar la imagen en tu cabeza: la forma oval de su globo ocular —con nervio óptico y todo— empalada en la cima de la cerca de alambre que solía encantarte trepar.

Tu madre había querido tener cuatro hijos, pero tuvo gemelos —un niño y una niña— y otra niña que nació muerta. Los niños como tú, decía a cada rato, están malditos. Dos del mismo. Le daba miedo que ustedes fueran mayoría y no sabía qué hacer con esa imagen especular que tenía por hijos. Mientras tu madre cocinaba o limpiaba, él —tu hermano— te hacía señas con los ojos y sabías que tenían que alejarse de ella lo más rápido posible. Mientras ella se acercaba, él te echaba otra mirada y tenían que sentarse en el piso, esperando que tu madre los alcanzara. En la escuela habías sido tú, y no él, quien había tenido el temple necesario para diseccionar el ojo de la vaca. Aguantaste la respiración para hacer el corte, fingiendo que no lo disfrutabas.