Caramel macchiato - Pat Casalà - E-Book

Caramel macchiato E-Book

Pat Casalà

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Beschreibung

Me llamo Holly Gibbons y soy la hija del dueño de la compañía aérea GBS Airlines. Debería estar aprovechando mis años en Yale para prepararme para el futuro, pero ¿en serio alguien piensa que voy a preocuparme por estudiar cuando voy a heredar una fortuna? El problema es que el pesado de mi padre se enfadó cuando descubrió que en vez de ir a clase estaba todo el día de fiesta, y me ha mandado a Little Falls, Arkansas, el pueblo donde nació, a casa de mi tía Molly, obligándome a trabajar en su rancho. ¡Pero no me conoce si cree que puede retenerme allí! Aunque lo de quitarme las tarjetas de crédito y dejarme sin dinero es un golpe bajo… Me llamo Clark Barrett y vivo en una caravana en Little Falls. Me hubiera encantado ir a la universidad y estudiar Ingeniería aeronáutica, pero es un sueño imposible, porque desde que mi madre nos abandonó soy el cabeza de familia. Trabajo desde los catorce años en el rancho de Molly y Adam para pagar las facturas y las deudas. La vida me obligó a valerme por mí mismo muy pronto, y no me quejo. Soy muy curioso, y me apasionan los manuales de mecánica. Hace dos años, Adam me regaló un libro electrónico con un centenar de manuales diferentes. Es mi bien más preciado. Leo a todas horas, incluso cuando estoy caminando. Aunque, después de chocar con esa estirada de Holly Gibbons, no sé si volveré a hacerlo sin fijarme por dónde piso.

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Primera edición: marzo de 2021

Copyright © 2021 Patricia Casalà Albacete

© de esta edición: 2021, Ediciones Pàmies, S. L.C/ Mesena, 1828033 [email protected]

ISBN: 978-84-18491-34-4BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®Ilustración a partir de fotografías de Tatevosian Yana /Noicherrybeans /ShutterstockIlustraciones del interior: Vecteezy.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Al Starbucks, por inspirar nombres de capítulo tan interesantes.

A la música country, por crear los bailes en línea.

A mi imaginación, por dejarme crear otros mundos.

Y a ti, lector, por estar detrás de estas páginas.

Índice

1

2

3

4

5

6

7

8

9

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Epílogo

Agradecimientos

Contenido especial

1

Cappuccino freddo

Holly

Acabo de aterrizar en el inhóspito aeropuerto de Hot Springs, una población de mierda en el lejano Arkansas, y solo tengo ganas de gritar.

Desde que mi padre, el gran Luther Gibbons, apareció en esa fiesta de la fraternidad de Yale para enfrentarse a lo que él llama «mi decadencia», mi vida se ha vuelto un asco.

¡Es el dueño de gbs Airlines, por Dios! ¿Cómo se le ha ocurrido mandarme desde Boston hasta Hot Springs en un vuelo comercial de ocho horas y con una escala? ¿Dónde está el jet de la familia? ¿Acaso solo lo pueden usar mi hermano Troy o él?

Lo odio. Ha sido un padre de mierda, jamás ha mostrado un ápice de interés por mí, ¿y me saca a rastras de una fiesta como si hubiera cometido la peor de las fechorías? ¿Después de pasarme los tres cursos anteriores igual? ¿Por qué narices se preocupa por mí ahora?

Hasta ayer no le había importado lo más mínimo mi forma de comportarme. Ni las borracheras, ni las salidas, ni las veces que he acabado en el cuartelillo, ni mi desfase constante ni ninguna de mis locuras. ¡No comprendo por qué le molesta!

Pero sus palabras me martillean la cabeza con rabia: «No intentes jugármela, Holly. Vas a ir a ese rancho y te vas a quedar ahí diez meses como mínimo. Y si se te ocurre intentar escaparte para pedir dinero o asilo a uno de tus amigos, voy a mandarte a Charles para que te haga entrar en razón».

Me estremecí. Charles es ese tipo de asistente personal al que se debe temer porque no sigue las reglas para conseguir sus objetivos. Le da igual lo sucio que juegue a la hora de obligar a los demás a acatar sus órdenes, esas que le vienen directas de mi padre. Ya lo he sufrido en algunas ocasiones, cuando me rebelaba contra las decisiones paternas. Y sé cómo se las gasta. Por eso estoy en un vuelo comercial, con resaca y una rabia imposible.

Compongo una mueca de aversión cuando las luces del cinturón se apagan y me toca esperar como esos pobres mortales sin un centavo. ¡Yo no espero! ¡Soy Holly Gibbons! Todavía no comprendo qué narices hago aquí ni a qué juega mi padre.

Normalmente nuestra relación es fácil. Él me paga la asignación y yo vivo mi vida como me da la gana. Y mi mayor interés en la vida es pasarlo bien y gastarme su fortuna en caprichos, cuanto más caros mejor.

Me incorporo a la fila de pasajeros que caminan hacia la salida del avión, con el bolso colgado de mi hombro y una rabia creciente.

Lo peor de todo es mi falta de liquidez actual. El muy cabrón se ha atrevido a bloquearme las tarjetas de crédito y a anular la transferencia mensual que me proporcionaba una vida cómoda. Me ha tratado como si fuera una niñata menor de edad y no una joven de casi veintiún años capaz de encargarse de su dinero. Pero llamé al banco para quejarme y descubrí que carezco de opciones para disponer de fondos. Como el dinero no es mío y no accederé al fideicomiso que me dejó mi madre en herencia hasta los veinticinco, el capullo de mi padre puede decidir cuándo me da una asignación y su cuantía. Solo puedo contar con lo que hay en mi cuenta corriente, porque está a mi nombre y no ha podido meterle mano. Aunque solo me quedan cinco mil dólares. ¡Y eso para mí es calderilla!

Bajo del avión como una más, oliendo a humanidad, detrás de esa cola interminable, caminando sobre mis tacones y sintiéndome indignada. Me cabrea no poder usar mi apellido y mis influencias. Nunca había viajado siendo una turista cualquiera, y me ha parecido de lo más humillante sentarme en una de esas butacas incómodas y minúsculas. Lo digo con amor, pero yo no estoy acostumbrada a viajar así; tengo un estatus, unas costumbres, otro nivel.

¿Acaso no lo ven?

Tampoco encuentro a un empleado de la aerolínea dispuesto a ocuparse de mi equipaje al llegar a la terminal, y me toca gestionarlo a mí. ¡A mí! Me toca ir hasta la cinta y esperar a que mis dos maletas con ruedas Louis Vuitton aparezcan para cogerlas con esfuerzo y arrastrarlas hacia la salida.

Humillante, en serio. ¿Desde cuándo una Gibbons ha de pasar por esta bochornosa situación?

Me he despeinado, se me han roto dos uñas al sacar una de las maletas fuera de la cinta y mi cutis se va a resentir del sudor del esfuerzo. ¡Y yo solo sudo en el gimnasio!

Camino arrastrando las maletas hacia la salida con un cabreo del quince. De solo imaginarme mi pinta tengo ganas de estrangular a mi padre. ¿Cómo se le ocurre mandarme al culo del mundo?

Este aeropuerto es enano, y algo le debe de pasar al aire acondicionado, porque hace un calor de muerte.

En serio, todavía me pregunto qué se me ha perdido aquí y por qué mi padre me ha subido a ese avión. ¡Este lugar tiene cero glamour!

Al salir de la zona de tránsito descubro el rostro sonriente de mi tía Molly entre las personas que esperan con paciencia al otro lado de la diminuta barrera de metal, con una pinta de pueblerinos que me agria el estómago. Los hombres llevan botas con punteras, camisas a cuadros por dentro de los vaqueros, cinturones con enormes hebillas brillantes de metal y sombreros de cowboy. Las mujeres tienen un look menos definido, pero, salvo algunas excepciones, igual de aldeano que ellos.

¡Es patético! Yo estoy acostumbrada a otro tipo de outfits, no encajaré aquí ni muerta.

Molly levanta la mano y me saluda con emoción, como si le hiciera verdadera ilusión ocuparse de mí durante los diez próximos meses. Su vestido floreado sobre su cuerpo rollizo me parece de lo más vulgar. Lleva el pelo mal teñido, recogido de forma rápida, y tiene las mejillas sonrojadas, sin apenas maquillaje. ¿Cómo puede una mujer dejarse así? Me fijo en sus botas vaqueras y en el bolso de baratija que lleva en bandolera, y me pregunto qué hago aquí y cómo es posible que esa mujer sea mi tía.

Es la hermana de mi padre. La veo muy poco, en alguna que otra celebración familiar y cuando los abuelos organizan una reunión en Santa Mónica, pero apenas tenemos trato fuera de esas fechas. Mi padre jamás nos ha traído a Little Falls, el pueblo donde nació y donde vive Molly con su marido, Adam, en el rancho familiar de mis abuelos.

Algo debió de pasar aquí para que mi padre no haya querido regresar jamás.

Nuestro trato siempre ha sido cordial, pero sin llegar a profundizar. Tanto ella como Adam son de otro planeta, en serio. Suelen desentonar en las reuniones familiares con sus vestimentas vaqueras y esa forma tan ruda de hablar. Cuando mis abuelos se trasladaron a vivir con nosotros, les dejaron la casa y el negocio familiar, del que se han ocupado desde entonces sin quejarse. De hecho, cada vez que la veo parece feliz.

—¡Holly! —Mi tía me abraza al llegar junto a ella con una familiaridad molesta—. ¿Qué tal el vuelo?

—Una mierda. —La aparto para evitar que arrugue mi modelo Gucci y me coloco bien el bolso Prada sobre el hombro derecho—. ¡Papá me ha mandado en un vuelo comercial con una escala!

Molly sonríe con una expresión feliz. Eso me repatea en ella, que las malditas sonrisas le lleguen hasta los ojos, como si fuera la mujer más entusiasta del planeta. Para mí la felicidad es una utopía. En cambio en ella parece algo real.

¡Puaf!

—Es la única manera de llegar aquí. Bueno, también podrías haber aterrizado en Little Rock, pero, para el caso, es lo mismo. —Agarra una de mis dos maletas con la mano derecha y me pasa el otro brazo por los hombros para empezar a caminar conmigo a su lado—. Los aviones de tu padre son muy cómodos. No deberías estar así de enfurruñada.

—¡El jet es cómodo! ¡Eso son butacas de tortura!

—Vamos. —Señala hacia delante con la cabeza, a la entrada al parking—. Debes de estar cansada, y todavía tenemos un trayecto de media hora hasta Little Falls.

¡Media hora más! ¿En serio? En vez de estar viajando por mi país, parece que lo haga al extranjero. Estoy segura de que ir a Europa hubiera sido más corto.

Suspiro con exasperación y sigo caminando en silencio, preguntándome cuándo voy a poder escaparme para pegarme una farra.

El coche de mi tía resulta ser una pickup marca Ford de la época de mis abuelos, como mínimo.

—¿Vamos a ir en eso? —Compongo una mueca de asco—. ¡Está lleno de barro, y los asientos parecen de hierro!

—Es lo mejor para esta parte del país. —Su tono es dulce, y lo acompaña de otra de sus sonrisas. ¿Esta mujer nunca se cabrea?—. Hay muchos caminos de tierra con baches. Vas a ir bien, ya lo verás.

—¡Se me va a arrugar la ropa!

—Ya nos ocuparemos de tu vestuario mañana.

Se da la vuelta y levanta una de las maletas para colocarla en la parte trasera, sin cubrirla. Suerte que hace un sol de justicia, porque si una sola gota les cae a mis preciadas Louis Vuitton, la mato. Literal. Me la cargo.

—¿Qué quieres decir con ocuparnos de mi vestuario? —Doy un paso a un lado para que ella suba la otra maleta, pero no lo hace, sino que camina hacia la puerta del conductor y me abandona ahí.

—Estamos en Arkansas, Holly. —Mantiene un segundo la puerta abierta para dedicarme una sonrisa—. Aquí la marca del modelo que llevas no importa mientras sea cómodo y adecuado para el clima y el lugar.

Me guiña un ojo y cierra la puerta, lo que me deja claro lo que se espera de mí.

Con un resoplido de resignación, coloco la maldita maleta en la parte trasera del vehículo y cierro la plaquita para evitar que se caiga. Este estado me produce urticaria. Todavía no entiendo qué se me ha perdido en este lugar tan alejado de mi vida normal.

¿Qué narices quiere demostrar mi padre al enviarme aquí?

Subo al asiento del copiloto con una mueca airada y Molly arranca el motor.

El sol impacta contra el parabrisas delantero, cegándome. Mi tía enciende el equipo de sonido para llenar el coche de música, y no puedo estar más molesta con la situación. ¿Puede ser más patética mi vida ahora mismo?

—¿Country? —suelto con desprecio—. ¿En serio?

—Es la música del lugar, pero si lo prefieres, busca otra emisora. —Señala los mandos—. Te va a gustar el pueblo, ya verás.

Ignoro sus palabras, porque no son ciertas. Voy a odiar Little Falls como lo odia mi padre, y voy a contar los días para volver a Yale, a mi vida, a mis amigos, a mi desenfreno.

Ojalá tuviera el dinero de mi madre y pudiera hacer mi vida sin necesitar a mi padre. Pero todavía faltan más de cuatro años para eso.

Me fijo en el exterior a través de la ventana tras encontrar una emisora con música más actual. Es tan diferente a mi mundo… Campos, verde, naturaleza, pocas edificaciones… Nada de playa o sol como en Santa Mónica, ni edificios, estudiantes y marcha como en New Haven.

Tardamos treinta y cinco minutos en llegar a Little Falls, una mierda de pueblo con cuatro casas, mucho polvo y llena a rebosar de pueblerinos. Apenas hay diez calles antes de atravesar una zona boscosa donde las casas están dispersas entre la naturaleza.

Son ranchos, supongo.

La tía Molly conduce por un camino de tierra hasta traspasar una valla abierta de metal.

—Bienvenida a Gibbs Ranch. —Sonríe como si tuviera que gustarme lo que me muestran mis ojos—. Tus abuelos me cedieron una buena cantidad de acres y un rancho próspero cuando se trasladaron con vosotros. Ahora vas a disfrutarlo tú también.

—Lo que tú digas —contesto con fastidio.

—Vas a vivir aquí los diez próximos meses; deberías buscarle la parte positiva a esta experiencia.

—¡No la hay! —Gesticulo con los brazos para señalar el lugar. Es una larguísima extensión de prados, pastos, animales, rugidos, balidos, polvo…—. ¿En serio crees que trabajar en un rancho es mi idea de pasarlo bien?

—Pruébalo antes de criticarlo.

Como siempre, mi tía muestra esa tendencia despreciable a sonreír ante cualquier adversidad. Y me repatea que sea así. No ha tenido hijos por culpa de un accidente ecuestre que sufrió de joven y la dejó estéril, pero sigue viendo la parte positiva de la vida a pesar de su interminable e infructuosa búsqueda de una solución a su infertilidad.

Suelto un suspiro crispado y vuelvo a mirar por la ventana.

La casa aparece al final del camino de tierra. Es enorme, y está construida en piedra y madera, con dos pisos y un aspecto imponente.

—Por ahí están las cuadras con los caballos —explica Molly señalando a un lugar donde yo solo veo árboles—. Y el cobertizo, las vacas, los toros, las ovejas, los cerdos, las gallinas y los cercados. —Ahora su índice se dirige hacia el lado izquierdo—. En el garaje que hay allí guardamos los vehículos para trabajar, y también están el cobertizo de la comida y un pequeño taller donde reparamos las máquinas de los vecinos y todo tipo de aparatos. Adam montó ese negocio, ¡va de película!

—¿Dónde hay un Starbucks? —pregunto con necesidad de cafeína en vena, pero ya—. ¡Quiero un capuccino freddo, hace un calor de mil demonios!

Una carcajada inunda el coche cuando Molly apaga el motor y me mira con diversión.

—No hay Starbucks en Little Falls. El más cercano está en Hot Springs o en Little Rock: ambas poblaciones están a la misma distancia. —Abre la puerta para salir del coche—. Pero puedes prepararte un café en la cocina. Está superequipada.

Me apeo dando un portazo.

¿En serio piensa que me voy a preparar el café?

Un grupo de cuatro perros enormes nos viene a saludar con sus ladridos molestos, como si quisieran mostrar su disconformidad al darme la bienvenida. Molly los acaricia y me indica cómo dejarles que me huelan para familiarizarse conmigo.

Cómo no, una vez los animales se calman, me toca bajar las maletas y seguirla dentro de la casa arrastrando una de ellas. Me parece mentira que esta mujer esté tan en forma como para llevar la otra maleta sin ningún esfuerzo cuando a mí me está costando horrores, y más con este calor y mis zapatos. En eso mi tía tiene razón: son inadecuados, porque los talones se hunden en la tierra y me hacen mucho más difícil avanzar.

¡Cómo odio las zonas rurales!

El interior de la casa es rústico, con muebles de roble, colores oscuros y paredes revestidas de madera. Arrugo la nariz al observar la pesada decoración. Aunque he de reconocer que es una casa espaciosa, con un enorme recibidor y un salón, que parece inmenso, a un lado.

Sigo a Molly a la primera planta arrastrando con mucha dificultad la maleta por las escaleras.

—Esta será tu habitación. —Abre una puerta para mostrármela. Sigue la misma tónica decorativa del resto de la casa, pero con menos muebles y colores claros en la ropa de cama y las cortinas. Por suerte, hay una king size donde podré descansar por las noches—. El baño está al final del pasillo. Te he dejado toallas limpias, por si quieres tomar una ducha.

—¿No hay baño en la habitación? —Levanto las cejas con indignación.

—Te dejo instalarte. —Por toda respuesta mete mi Vuitton en la habitación y se da la vuelta para caminar hacia las escaleras—. Tengo que atender algunas tareas con Adam en el pueblo. Descansa hoy. Mañana ya te enseñaré esto y hablaremos de tu trabajo. —Sonríe—. La cocina está abajo, por si quieres hacerte algo de comer, o ese café. Volveremos en un par de horas para cenar.

La observo alejarse, con la ira burbujeando en mi cuerpo. ¿En serio piensa que voy a «prepararme» yo misma el café o la comida?

Niego con la cabeza y arrastro mi maleta con un acceso de rabia.

Durante los veinte minutos siguientes me dedico a guardar mis cosas en el armario de roble que ocupa una pared entera de la habitación. Hay un escritorio de nogal frente a una ventana con vistas al bosque que rodea la casa. Ahí coloco mi portátil y dejo mis útiles de baño para llevarlos luego a un sitio mejor.

Me apoyo un segundo en la mesa para mirar hacia fuera. Mi padre me la ha jugado bien enviándome a un lugar así.

Con un largo soplido de rabia, cojo mi teléfono y me estiro en la cama marcando el número de Troy. Necesito hablar con él para conseguir liquidez; mi hermano es blando, y seguro que consigo metérmelo en el bolsillo.

No responde, y es superextraño. ¡Vive con el móvil pegado a la mano porque mi padre suele llamarlo a cualquier hora!

Insisto de nuevo, indignada por su forma de evitarme.

Tras cinco llamadas infructuosas, lanzo el móvil con fuerza a un lado, enfadadísima con la situación, y justo en ese instante empieza a sonar.

—¡Holly! —Chad parece un poco demasiado feliz y arrastra las palabras. ¡Por favor, si solo son las cuatro de la tarde!—. Prometiste llamarme al aterrizar.

¿En serio? ¿Por qué su tono suena a reproche?

—Esto ya es bastante humillante como para que tú me exijas un compromiso inexistente entre nosotros —le espeto sin demasiados miramientos—. Ya lo hablamos, Chad. Se acabó.

—Nena…, yo… yo… Holly, nena, no me gusta tenerte tan lejos. Te echo de menos.

—¡Y una mierda, Chad! —bramo—. ¿A qué juegas? Porque entre tú y yo las cosas están muy claritas. —Intento rebajar mi ira con una inspiración, pero sigo acelerada—. Nuestro trato era cojonudo, pareja de cara a la galería, pero amigos con derecho a roce en la vida real. Y se acabó en cuanto me subí a ese avión. Voy a estar diez meses fuera: quiero pasarlos libre de compromisos. ¡Ya te lo dije ayer!

—Pero nos iba bien. Nena, que fueras mi novia me abría muchas puertas… Y me encantaría formalizar lo nuestro, incluso casarnos, si quieres.

—¿Estás de guasa? —Suelto una carcajada, porque no se cansa nunca de esa canción. ¡Lleva un mes pidiéndomelo! Y lo nuestro era una relación sin compromiso—. Búscate la vida a partir de ahora, porque mientras esté en Arkansas nuestro acuerdo está roto.

—¿Piensas follarte a un tío distinto cada noche? —Su voz adquiere un matiz chulesco, como si quisiera ignorar los sentimientos y no mostrar su cabreo al enfrentarse a la situación—. Porque, Holly, eso tiene un nombre.

—Sabes tan bien como yo lo que había entre nosotros. —Mi voz sube dos decibelios—. Nunca nos prometimos fidelidad; solo accedí a llamarte mi novio para ayudarte con tus padres, pero los dos sabíamos cuáles eran las reglas del juego. Y ahora carece de sentido, así que déjalo ya.

—No seas así. Somos una pareja perfecta, con clase. Los dos de buena familia, con dos grandes fortunas… Vamos, nena, dale un par de vueltas antes de negarte. Si tu padre cree que sigues conmigo, no tardarás en volver a Yale. Nuestro matrimonio sería cojonudo.

—¡Vale! ¡Hasta aquí! —Soplo con fuerza—. Te aprecio y me gustaría mantener nuestra amistad, pero ya puedes ir olvidándote de todo lo demás.

—Nena…

—¡Ni nena ni hostias, Chad! Se acabó, ¿queda claro?

Cuelgo. Esto ya es la gota que colma el vaso.

¿En serio se cree que seguiré con él?

Coloco el teléfono a un lado, sobre la cama, con un acceso de rabia, y me levanto para bajar a la cocina. ¡Necesito un café cargadito y un poco de chocolate!

2

There Won’t Be Anymore

Clark

Llevo un par de días con este trasto y no hay manera de arreglarlo. Suelto un gruñido exasperado antes de darme por vencido por hoy y levantarme. Mañana lo volveré a intentar, y como me llamo Clark que lograré repararlo.

En el eReader que me regaló Adam hace un par de años, entre el centenar de manuales con los que lo llenó, he encontrado un par que me pueden servir para aprender el funcionamiento de este viejo transmisor, porque no entiendo qué le pasa. Normalmente consigo poner cualquier aparato en marcha en un tiempo récord, pero esta vez se me resiste. Abro uno de ellos y lo dejo preparado para empezar a leer cuanto antes.

Voy a pasar por la casa grande.

Parte de mi contrato de trabajo es tomar cuanto me apetezca de la surtida despensa de los Clayton. Y ahora es un buen momento para llenar el estómago y no pensar más en mi incapacidad para completar una reparación que debería ser fácil.

Apago las luces y cierro la puerta despacio, observando mi taller. Porque, a pesar de no ser su dueño, lo siento muy mío, como mi segunda casa, un lugar donde me siento realizado y se me valora. Además, Adam es un buen jefe, y no sé qué hubiera hecho sin él…

Aprendí a valerme por mí mismo muy pronto y soy muy curioso, por eso leo mucho, sobre todo manuales de mecánica. Y Adam Clayton siempre ha actuado casi como un padre: me ha ayudado, me ha dado un trabajo, un lugar donde aplicar mis ansias de arreglar cualquier tipo de aparato, comida siempre que lo necesito, apoyo moral.

Él y Molly, su mujer, son grandes personas.

Hoy ha sido un día completo; estoy cansado, pero no ha estado del todo mal. He logrado arreglar una máquina de escribir antigua y darle vida a un Chevrolet de los años 60 en el que llevaba trabajando más de dos semanas. Es del señor Richards; lo heredó de su padre, y se ha empeñado en gastarse una pequeña fortuna en ponerlo en marcha. Mañana saldré a dar una vuelta por el rancho en el coche para comprobar que funciona correctamente antes de devolvérselo a su dueño.

También le debo a Adam el saber conducir… La lista de agradecimientos es tan larga que dudo poder devolverle sus favores en toda mi vida.

Me paso la mano por el pelo para intentar deshacerme un poco del sudor y me coloco las gafas de leer, también regalo de Adam y Molly.

El calor es sofocante. Me irá bien la brisa nocturna cuando el cielo se oscurezca.

Inspiro y cojo mi super libro electrónico para caminar hacia la casa grande sin dejar de leer, escuchando de fondo los sonidos de la naturaleza y el silencio perfecto del rancho.

Soy un fiel defensor de la eficiencia del tiempo, porque si quiero llegar a todo necesito aprovechar hasta el último microsegundo, y leer mientras camino me parece una forma perfecta de no malgastar estos magníficos minutos.

Los perros no tardan en hacer su rápida aparición para saludarme. Son cuatro, y tienen la misión de ayudar en el manejo del ganado. Les acaricio los lomos y observo cómo se vuelven para correr por la larga extensión de terreno del rancho, donde viven felices.

Entro en el recibidor y enseguida siento la reconfortante brisa de las ventanas abiertas. Huele a flores. Molly suele llenar la casa de ramos aromáticos y colmados de color. Es muy aficionada a la jardinería, y pasa la mayor parte de su tiempo libre cultivando flores exóticas. Aunque la decoración de la casa siempre me ha parecido demasiado pasada de moda y con muebles excesivamente oscuros.

Apenas se escuchan ruidos. Adam y Molly están en el pueblo, y el resto de los trabajadores ya está en sus casas.

Me gustan estos momentos de soledad; vivir tantos años en un espacio reducido, acompañado siempre del barullo de mis hermanos y mi padre, me ha dejado pocos instantes de silencio. Quizá por eso los atesoro, los disfruto y los ambiciono.

Sigo con la lectura, adentrándome en el pasillo, que me conozco de memoria, inmerso en un manual de mecánica superinteresante, cuando de repente choco con algo.

Un grito de mujer reverbera por la casa.

—¿Estás loco? —Una chica rubia de ojos verdes, a la que no había visto en mi vida, me mira con enfado desde el suelo, donde se ha caído de culo. Va vestida como si fuera a salir en una revista de moda y maquillada en exceso para el calor de Arkansas. Sus ojos centellean de rabia—. ¿A quién se le ocurre ir por ahí leyendo sin fijarse en dónde pisa?

Nos quedamos un segundo mirándonos en silencio, hasta que reacciono y le tiendo una mano para ayudarla a levantarse mientras intento ubicarla.

Pero no la conozco de nada.

—Lo siento, pensaba que no había nadie en la casa.

Ella acepta mi mano, se endereza y se arregla ese conjunto demasiado elegante para este lugar. Va descalza, por eso no la he oído. Es guapa y tiene un cuerpo de escándalo, pero parece antipática y de esas que se creen las reinas del mundo.

—¡Pues ya ves que te equivocabas! —espeta con un tono crispado y bastante molesto—. ¿Quién eres? ¿Y qué haces aquí?

—Clark Barrett. —Inclino un poco la cabeza y me levanto el sombrero—. Trabajo en el taller.

—Podrías apellidarte Kent y no me sorprendería. —Me repasa de arriba abajo con una mueca de desprecio—. Gafas, camisa a cuadros, pelo alborotado. ¿En serio no estamos en Smallville? Porque como mínimo tendría un aliciente.

—Muy gracioso. —Sonrío sin ganas—. Ahora te tocaría decirme quién eres y qué haces aquí, ¿no crees?

—Holly Gibbons —contesta sin demasiado entusiasmo—. Soy la sobrina de Molly, y voy a quedarme unos meses.

Cierto. Ayer Adam me dijo algo al respecto, pero lo había olvidado por completo.

—Bienvenida. —Le dedico una sonrisa de verdad y reanudo la marcha—. Nos vemos por aquí.

—¿A dónde te crees que vas? —Me persigue a corta distancia—. Porque a mí Molly no me ha dicho nada de ti, y no sé si puedes estar aquí.

—Voy a la cocina a tomar algo antes de irme a casa. —No me detengo, sino que sigo avanzando sin mirarla—. Es parte de mi contrato de trabajo.

—¿Sabes hacer café? —pregunta esperanzada—. Llevo un rato en la cocina intentándolo, pero esa cafetera italiana antigua… En mi casa hay una Nespresso que solo usa la cocinera y en la universidad voy al Starbucks. —Su voz se vuelve suplicante—. Muero por un capuccino freddo. ¡Hace un calor de mil demonios en este rancho! ¿Dónde está el aire acondicionado?

Una carcajada emerge de lo más profundo de mi garganta. ¿En serio esta chica jamás se ha preparado un café? ¿Y me está preguntando por el aire acondicionado?

Es guapa, no lo voy a negar, pero me parece increíble su forma de ser tan pagada de sí misma.

Sigo mi camino hacia la cocina sin hacerle demasiado caso.

—¿De qué te ríes? —Parece molesta.

—De ti. —Me doy la vuelta y me encaro con ella—. ¿Crees de verdad que te voy a hacer un cappuccino de esos? ¿Me ves cara de camarero? En cuanto al aire acondicionado, no hay. Durante el día estamos trabajando fuera y por las noches refresca, y más en septiembre. No lo necesitamos. Y es un gasto demasiado elevado para tus tíos.

Entro en la cocina sin deshacerme de ella. Me sigue casi pegada a mi espalda.

—Podrías ser un poco más agradable —se queja con un mohín enfadado—. No sabes con quién estás tratando. No eres más que un trabajador del rancho, en cambio yo soy la sobrina de los jefes y puedo hacer que te despidan. Así que ya estás preparándome ese café o cogeré mi móvil y llamaré a mis tíos.

—¿Ves cómo tiemblo? —Vuelvo a carcajearme girándome para mirarla—. Acabo de recordar quién eres. Adam alguna vez me ha hablado de ti. Pero aquí mandan los Clayton, y has venido a trabajar, igual que yo. —Me alejo de ella para abrir la nevera—. Prueba a hablarle mal de mí a Molly. Veremos si me quedo o no.

Me molesta su forma de ser. Es de esa clase de personas que se creen por encima de los demás, como si el tener una fortuna detrás los convirtiera en seres superiores.

Escucho un resoplido airado y cómo marca en su teléfono móvil.

—Hola, Molly… —dice desafiándome con la mirada. La observo con auténtica curiosidad. ¿De verdad se cree capaz de quitarme el trabajo? ¿Tan poco le importa la gente como para tratarla así?—. Sí, ya me he instalado… En la cocina… Solo tengo un par de quejas… Se trata de Clark, deberías despedirlo… Escúchame, quiero… ¡Molly! No… Pero…

Cuelga con rabia, me dirige una mirada furiosa y aprieta los labios.

—¿He de recoger mis cosas? —Levanto una ceja sin evitar la sonrisa sarcástica—. Porque eso ha sonado como si tu tía no tuviera la más mínima intención de escucharte.

—¡Prepárame un café! —grita gesticulando con los brazos y con un rictus crispado—. ¡Y deja de molestarme de una vez!

Una carcajada vuelve a emerger de mis labios. Es gracioso ver a alguien como Holly Gibbons descubrir que no es una princesa. Pero me dedica una expresión tan esclarecedora de cómo se siente de humillada que me parece suficiente castigo por hoy.

Me doy la vuelta para prepararme un sándwich en la isla de la enorme cocina, que es la única estancia de la casa con decoración blanca y moderna, e ignorarla el resto de la tarde, pero no se da por aludida y camina hasta mí para colocarse con los brazos en jarras al otro lado, mirándome con odio.

—¿Por qué pasas de mí? —me increpa—. ¡Quiero un café!

—Ahí está la cafetera. —Señalo la encimera donde la ha dejado medio desmontada—. Y tienes paquetes de café molido al lado.

—¿Qué parte de «No sé cómo funciona esa cafetera» no entiendes? —Ya vuelve a hablarme con esa superioridad que destilan los ricos—. ¡Ayúdame!

—Un «por favor» no le hace daño a nadie. —Termino de preparar mi comida y me llevo el plato a la mesa, junto con una cerveza que pillo de la nevera.

Lo coloco todo encima de la mesa, junto al eReader. Ha llegado la hora de volver a enfrascarme en el manual y olvidar por completo el desafortunado encuentro con «la rica heredera».

Ella resopla de nuevo. Parece su pasatiempo favorito.

—¿En serio piensas ignorarme? —Se planta enfrente otra vez.

—Ese es el plan. —Le dedico una sonrisa de compromiso antes de darle un bocado al sándwich y fijar la vista en las letras del libro electrónico.

—¡Pues vaya mierda de plan!

Inspiro con fuerza, y espiro pasados unos segundos, intentando no alterarme por su forma de actuar. Pero me lo está poniendo difícil, la verdad.

—He acabado mi jornada y ahora quiero tomarme mi sándwich mientras leo un rato. ¿Puedes dejarme en paz de una vez? ¡Adoro el silencio!

—Y yo el café. Si es del Starbucks, mejor, pero me conformaré con un cappuccino casero.

Ya estamos otra vez con su obsesión por convertirme en su camarero.

Niego con la cabeza, me levanto y me acerco al iPod con altavoces de los Clayton para poner un poco de música, a ver si respeta mis deseos de una vez.

Al darle al play suena There Won’t Be Anymore, una canción de Charlie Rich.

—¿Country? —Su voz se vuelve un poco chillona—. ¿En este rancho estáis todos obsesionados con esta música o qué?

—Tampoco te gusta el country… —Regreso a mi mesa, a mi comida, a mi cerveza, a mi libro, a mi ansiada soledad.

Pero ella sigue aquí, molestándome.

—¡Lo odio!

Se acerca a la cafetera para cogerla con un poco de aprensión. Observo unos segundos cómo intenta montarla sin éxito. Hace unos ruidos de exasperación con la boca que me tienen entretenido.

—¿En serio no vas a ayudarme? —Vuelve a mirarme—. Por favor, ¡quiero un maldito café! Llevo ocho horas de vuelo comercial, ¡en turista! ¡Y con una escala! Estoy cansada, cabreada y necesito una gran dosis de cafeína.

—¿Acabas de decir «por favor»? —Levanto las cejas con una mueca divertida—. ¡No me lo puedo creer! ¡La muñequita de porcelana ha pedido las cosas por favor! ¡Punto para ti!

Su rabia escala posiciones, junto con su impotencia.

—¿«Muñequita de porcelana»? ¿En serio?

—Está bien. —Ignoro su pulla y me levanto siguiendo la música con el cuerpo, balanceándome al ritmo de Charlie Rich—. Te ayudaré por esta vez, pero aprende a hacerte el café, porque a partir de mañana vas a espabilarte tú solita.

Aprieta los labios como si quisiera reprimir un taco o algo más fuerte.

—¿Siempre eres tan simpático? —suelta—. Porque a las chicas nos gustan los tíos amables y no los groseros.

—Será a las de ciudad, mimadas y consentidas. —Le dedico un mohín sarcástico—. A las de Little Falls les interesa más valerse por sí mismas y demostrar que son capaces de hacer cualquier cosa ellas solas.

Se cruza de brazos.

Cojo la cafetera sin dejar de mover los pies al ritmo del country, siguiendo los pasos.

—Ahora me dirás que también eres de esos que adora bailar esta música en un bar. —Su tono se tiñe de desprecio.

—Es lo más —contesto con socarronería—. Pero qué va a saber una princesita como tú de la diversión. Eres más de un Cosmopolitan en un club nocturno de Los Ángeles, ¿no? —Le guiño un ojo mientras abro la cafetera y le muestro cómo llenarla de agua—. Chica, el country tiene algo especial, une a la gente que baila en línea, marca el ritmo, te enseña unos pasos seguros y a la vez interesantes.

—Y es aburrido.

—Ni de coña. —Con la bolsa de café molido en la mano, le dedico una mirada—. ¿Cómo te gusta el café? ¿Cargado o suave?

—No tengo la menor idea. ¿Cómo es el del Starbucks? Es mi preferido.

—Aguado… —Coloco tres cucharadas de café molido—. Americano de toda la vida. Y además, condimentado.

—¿Eso es malo?

—Depende. —Cuando la cafetera está al fuego, vuelvo a la mesa para terminarme mi sándwich antes de emprender el regreso a casa—. A tus tíos les gusta el café de verdad, como a mí, por eso usan una cafetera italiana, para tomarlo aromático y fuerte. Ese es el auténtico, no como imagino que serán los aderezados del Starbucks.

Me mira con escepticismo, como si acabara de decir una aberración.

—¿Imaginas? ¿Eso significa que nunca los has probado?

—¡No! ¿Un café a cuatro pavos? ¡Jamás!

—Pues hasta que no lo pruebes, no puedes criticarlo.

La cafetera burbujea.

—Ya puedes apagar el fuego —le indico—. Tu café está listo.

3

Frappuccino de café

Holly

Escucho cómo mi tía me llama desde abajo con un tono de voz que me molesta mucho a estas horas de la mañana.

¡Por Dios! ¡Si todavía no ha salido el sol!

Gruño, me tapo la cabeza con la almohada e intento amortiguar las palabras de Molly. Pero parece como si me conociera, porque no decaen en ningún momento.

Anoche intenté convencer a Clark para que me llevara de marcha, pero fui incapaz. El tío se terminó su sándwich ignorándome por completo mientras leía algo en un libro electrónico, con la dichosa música country sonando en la cocina. Después se levantó, me dijo adiós con un gesto e ignoró por completo mi oferta de salir a quemar un poco la noche. ¡Y eso que necesitaba su ayuda para acabar mi cappuccino!

La verdad, tiene un cuerpo hecho para el pecado, y pensaba terminar la marcha en mi cama para quitarme un poco la mala leche de estar aquí, pero se largó. Así, sin más. Como si no le apeteciera ni un poquito salir conmigo.

¡Él se lo pierde!

Hoy no tentaré a la suerte; buscaré a algún tío bueno entre los trabajadores del rancho que me recoja después de cenar y me dé una alegría al cuerpo.

—¡Holly! —chilla Molly—. ¡Hora de desayunar! ¡Tenemos un largo día de trabajo por delante!

Lo repite una y otra vez, como un disco rayado.

Resoplo con resignación. Mi padre me ha traicionado al mandarme aquí. Mis tíos fueron muy claros ayer en la cena. No van a pasarme ni una, y piensan hacerme trabajar como la que más. Para dar ejemplo, dijeron.

—¡Ya voy! —grito cuando Molly insiste de nuevo—. ¡Necesito un minuto!

No tengo ni idea de qué me espera hoy ni del tipo de trabajo que me va a tocar desarrollar en un rancho. Pero si tenemos en cuenta que jamás he pegado un palo al agua, va a ser la peor experiencia de mi vida.

¿Y papá espera que aguante diez meses?

¿En serio?

Ayer lo llamé después del discursillo de mis tíos para intentar ablandarlo, pero siempre ha sido un capullo, y ni se puso al teléfono. Me tocó hablar con su secretaria, quien cumpliendo órdenes me repitió hasta la saciedad que voy a pasarme diez malditos meses en esta mierda de rancho si no quiero recibir la visita de Charles.

¿He dicho ya que odio a mi padre con todas mis fuerzas? ¡Nunca he conocido a alguien con tan poco aprecio por sus hijos!

Al colgar, llamé a Troy para desahogarme un poco y tantear la situación, pero continúa en paradero desconocido, o me ignora, lo que sería mil veces peor.

Acabé entendiendo mi ausencia total de opciones, porque la idea de largarme a buscarme la vida con mis míseros cinco mil dólares y Charles pisándome los talones no entra en mis planes.

Tarde o temprano encontraré la manera de regresar a mi vida, porque yo no trabajo ocho horas al día ni muerta.

Durante la cena intenté desacreditar a Clark frente a mis tíos, explicando su rudeza a la hora de tratarme, pero ellos se limitaron a reírse de mí para asegurar lo maravilloso que es el chico. Aunque, bien mirado, el tío está buenísimo, y podría servirme para escaparme de aquí por las noches y pasar alguna en su cama, o en la mía.

Con un gran suspiro, me levanto de la cama para pasar por el baño.

Nunca había desayunado sin una ducha y una larga sesión de chapa y pintura. Me siento incómoda cuando bajo las escaleras con mi pijama de seda rosa, de pantalón corto y camiseta de tirantes, pero mi tía no me ha dado tiempo a más, y no puedo continuar escuchando sus gritos.

Me arrastro. Literalmente.

¡Estas no son horas para despertarme!

Al entrar en la cocina me quedo a cuadros, cabreada con la estampa. ¡El maldito Clark está sentado a la mesa con mis tíos! ¡Y parece tan fresco como una maldita rosa!

Le pego un buen repaso.

¡Está cañón, por Dios!

¡Qué cuerpazo!

Cabello moreno, rizado, barba de dos días, ojos claros, cuerpo de infarto, con abdominales marcados tras la camiseta que lleva hoy, cejas pobladas…

Reprimo un suspiro mordiéndome el labio.

Creo que en mi vida había visto unos músculos tan potentes.

Y esa mirada…

Lástima que sea tan antipático, porque le haría un favorcillo.

—Buenos días. —Adam me saluda al percibir mi presencia, consiguiendo que mi tía deje de llamarme a gritos cada veinte segundos—. Deberías estar vestida. ¿No pusiste el despertador?

—Me olvidé, ¿vale? —contesto, molesta—. Pensaba que lo de despertarnos a las seis era un eufemismo.

—Pues ya ves que no. —Molly me dedica una sonrisa—. Por hoy lo dejaremos pasar, ya que es tu primer día. Pero mañana recuerda que el desayuno es a las seis y veinte para empezar a trabajar a y cuarenta. ¿Estamos?

Asiento, con un cabreo de narices. Esta vida me parece insoportable, y solo llevo aquí cinco minutos.

La mesa muestra una gran cantidad de comida grasienta. Huevos revueltos, beicon, salchichas, tostadas, mantequilla, mermelada, croissants y crema de cacao. También está la cafetera en medio, y hay un bote de nata que ayer no vi en la nevera, o lo hubiera usado para aderezar mi supercafé.

—¡Moriría por un frappuccino de café del Starbucks! —anuncio sentándome a la mesa.

Una carcajada de Clark llena el lugar y mis tíos se unen a él con rapidez, como si acabara de decir lo más gracioso del mundo.

—Ahí tienes un pote de nata. —Molly lo señala—. Pero lo del frappuccino lo veo difícil. Aunque siempre puedes buscar la receta por Google, a ver si eres capaz de hacerla.

—¡Yo no cocino ni muerta!

Otra ronda de risas molestas me deja claro la desastrosa situación en la que me encuentro en estos momentos.

¡Con lo feliz que era en Yale!

—¿Qué hace él aquí? —Señalo a Clark sin ocultar mi desagrado—. Que yo sepa, no es de la familia.

—Clark lleva con nosotros desde los catorce años —explica Adam mirándolo con cariño—. El trabajo en un rancho es sacrificado, por eso decidimos darle de desayunar cuando terminó en la escuela, para que nos ayudara desde primera hora.

—Además, sí lo consideramos de la familia —explica Molly—. Es como un hijo para nosotros.

Miro la comida con un poco de mortificación. ¿Qué hay del zumo de naranja natural y de las piezas de fruta reglamentarias para no coger peso?

—¿Tenéis algo más sano? —pregunto—. ¡Esto son todo hidratos de carbono!

—Es necesario para aguantar el trabajo —explica mi tío—. Hay mucho, y es físico. Hay que llenar el estómago si no quieres desmayarte.

—¿Físico? —Lo miro con aprensión—. ¿En serio crees que voy a trabajar con las manos y el cuerpo? ¿Me has visto bien?

—Una muñequita de porcelana —musita Clark—. Ya lo decía yo…

Su tonillo condescendiente es de lo más irritante.

¿Qué se ha creído?

—¡No todos tenemos tan poca ambición como para pasarnos el día trabajando como unos matados! ¿No hay nada mejor para ti que hacer de mecánico en un rancho? ¿La universidad se te resiste? ¿Tan zoquete eres?

—¡Serás capulla! —Clark se levanta tras terminarse su plato con movimientos airados, lo lleva al lavadero para limpiar los cacharros y sale de la cocina dejándonos sumidos en un silencio incómodo.

—No lo trates así —me sermonea mi tía—. No sabes nada de él para decirle esas cosas.

—¿En serio vas a defenderlo? —me sulfuro.

Adam suelta un gruñido exasperado.

—No todo el mundo tiene un padre forrado, Holly —suelta con rabia—. Hay personas que, a pesar de su inteligencia y sus capacidades, han de conformarse con lo que la vida les ofrece. Y despreciarlas sin conocer su historia es de mala persona.

—Así que Clark es un pobretón —aventuro con saña.

—Es mucho más que eso, ¿sabes? —Molly se levanta para recoger, mirándome con desprecio—. Luther te ha mandado aquí para enderezarte, porque esa prepotencia con la que pisas por la vida no es buena. El dinero no lo es todo. Deberías saberlo ya.

—¡Claro! ¡Miraos a vosotros! —Me meto un poco de huevo con beicon en la boca—. ¡Ni siquiera podéis pagar el aire acondicionado!

Ella empieza a fregar los cacharros de forma enérgica, como si le doliera mi actitud.

—Nuestra vida es perfecta —dice sin girarse—. Somos felices, estamos unidos, trabajamos al aire libre, tenemos todo lo que una vez soñamos.

—¡Pues vaya mierda de vida!

Los cinco minutos siguientes son duros. Como sumida en una tensión difícil de aguantar, pero no voy a retractarme, porque nadie me va a obligar a pensar diferente.

Mi vida es cien mil veces mejor. Tengo dinero cuando lo necesito, puedo permitirme todo lo que me apetece, no he de soportar los cambios de temperatura en casa ni he de deslomarme para conseguir un mísero sueldo.

Bueno, como mínimo era así hace dos días…

—Te esperamos en un cuarto de hora en el porche —me indica Adam tras limpiar sus platos—. Déjalo todo ordenado.

Molly empieza a guardar las sobras en tuppers, cosa que me resulta asquerosa, y después limpia los platos que las contenían. Su expresión enfadada me da una pista de que se ha tomado a mal mi intervención.

Cuando termino de comer, hago ademán de levantarme e irme sin recoger nada, pero ella me intercepta a medio camino agarrándome del brazo con suavidad.

—Limpiar lo que uno ensucia es obligado en esta casa.

—¡Sí, hombre! ¡Y ahora me dirás que también piensas que me haré la cama!

—Eso lo doy por supuesto.

Le dedico una mirada de puro odio, pero ella pone los brazos en jarras para indicarme que no está de broma.

Gruño al llevar mis platos a la pila para intentar averiguar cómo limpiarlos. ¡No tengo ni idea de cómo se lavan! ¡Siempre he tenido servicio! Y lo de hacer la cama…

Como mínimo podrían explicarme cuatro cosas, ¿no? Porque, claro, si dejo los platos sucios, los tendré que escuchar quejarse.

—Voy a acabar de asearme —anuncia mi tía saliendo de la cocina—. Tienes quince minutos. Ni uno más.

Resoplo, resignada.

¡Me voy a joder las uñas y la piel!

Miro con reparos el estropajo e intento cogerlo sin destrozarme la manicura que me queda. Es un objeto ajeno a mí, no tengo ni idea de cómo usarlo, y mucho menos me apetece aprender.

—No muerde. —La voz de Clark me sobresalta. Me giro y lo veo apoyado en el umbral de la puerta, observándome con una mueca de diversión en esos labios carnosos y enmarcados por la barba y el bigote de tres días. Son unos labios muy besables. En serio, necesito acción, porque me quedo mirándolos embobada—. Si le pones un poco de jabón, hará su función sin problemas.

—¿Te vas a cachondear de mí? —suelto con rabia—. Porque solo me faltaría eso ahora mismo.

Da un par de pasos hasta situarse a mi lado, riéndose con descaro. Su cuerpo se queda bastante pegado al mío y me provoca.

¡Demasiados días sin sexo!

Me muerdo el labio para reprimir un jadeo cuando mueve el brazo para coger el estropajo y llenarlo de jabón. En el movimiento me roza un pecho.

—Hazte a un lado —solicita—. Y te digo lo mismo que con el café: fíjate bien, porque te lo enseñaré una vez y no más.

—Vale —susurro bajito, casi con timidez, deshaciéndome como puedo de las absurdas reacciones de mi cuerpo.

Sigo cada uno de sus movimientos con interés porque, a pesar de mi nula intención de repetirlo, las circunstancias están en mi contra y debo empezar a adaptarme a esta nueva rutina. Aunque jamás revelaré a mis conocidos esta humillante realidad.

En vez de fijarme en sus movimientos con el estropajo, me quedo embobada con cómo se le tensan los músculos de los brazos al fregar, esos que asoman tras la manga corta de su camiseta ajustada negra.

—¿Lo ves? —Me muestra cómo enjabonar los platos, las tazas, los cubiertos… Pero, claro, mi mente calenturienta prefiere observar cómo los vaqueros se le ciñen al trasero y el movimiento fascinante de sus bíceps—. No es tan difícil. Solo se necesita poner algo de voluntad.

—Vale. —Aparto la mirada de su brazo para centrarla de nuevo en sus ojos, con una fogata ardiendo en mi cuerpo.

—Siento haberme ido así antes. —Se seca las manos en el trapo tras dejar los cacharros limpios y secos en su lugar en el armario—. No me ha gustado tu tono ni lo que insinuabas, pero no debería haber reaccionado así. Estoy pasando un mal momento. Y si vamos a trabajar juntos, deberíamos intentar llevarnos bien.

—Yo también lo siento —digo muy bajito, porque todavía no me creo que mis labios hayan pronunciado estas palabras, ni estoy lo suficientemente serena como para carburar con normalidad. Mis ojos navegan hasta sus labios—. No debería haberte hablado así sin conocerte.

Se da la vuelta, coge la camisa a cuadros que ha dejado en el respaldo de una silla para ponérsela y camina hacia la puerta mostrándome otra vez su esplendoroso trasero.

—Te quedan doce minutos para vestirte. No los desaproveches.

Asiento, aunque no me vea, y me rehago lo suficiente para correr escaleras arriba.

Al llegar a mi habitación encuentro unas botas vaqueras de mi talla al lado de la cama. Están usadas, pero parecen cómodas, y después de la experiencia de ayer, estoy más que decidida a usarlas para no destrozar mis zapatos de marca.

Me meto en la ducha con rapidez, elijo unos vaqueros cómodos, una camiseta de tirantes corta, estiro con aprensión las sábanas y bajo corriendo, calzando por primera vez unas botas con puntera que no he comprado en una tienda exclusiva.

En el porche me esperan los tres charlando acerca del ganado y de un problema que han tenido con uno de los vaqueros que cuidan del rebaño. Los hombres lucen los eternos sombreros de cowboy, camisas a cuadros de manga larga y las inconfundibles hebillas brillantes. Mi tía ha optado por la versión femenina.

—Deberías ponerte manga larga y un sombrero —dice mi tío al verme llegar—. El sol es muy fuerte aquí y tienes la piel muy blanca. Es importante cubrirse.

—En la pickup hay un par de sombreros —indica Molly—. ¿Tienes una camisa o un suéter de algodón con mangas? —Asiento—. Pues ve a ponértelo. Te esperamos.

Cuando regreso, caminamos juntos hacia la pickup, que nos llevará a la zona donde mi tía ayer me indicó que están los establos.

—En Gibbs Ranch todavía damos de comer a los animales a la antigua —explica Adam cuando nos subimos a la ranchera—. Es lo que nos diferencia de muchos de la zona, porque nuestros pastos son naturales y ahora, con la creciente demanda de comida sana y natural, vamos ganando mercado para nuestros productos. Pero para hacerlo así necesitamos tener personal competente y dedicarle más tiempo.

—A esta hora toca alimentar a los animales y preparar los caballos. —Clark parece en su salsa y yo, una condenada de camino al patíbulo, porque la idea de ocuparme de los animales me da una grima de mil pares de narices—. Hoy te voy a enseñar cómo darles el biberón a los terneros más pequeños y cómo ocuparte de los caballos. El encargado de la cuadra es Jack; él se ocupa de la cría, de entrenarlos y de sacarlos a pasear, pero nosotros lo ayudamos con las tareas de las cuadras.

—¿No me dijiste ayer que trabajas en el taller? —pregunto sin entender demasiado bien la situación.

—Por las tardes. —Sonríe, y se le forman unos hoyuelos alucinantes en las mejillas—. ¡Estoy pluriempleado!

—La idea de ampliar el taller fue suya. —Adam toma la palabra—. Todos los ranchos tenemos uno para arreglar nuestros vehículos, pero Clark posee un talento natural para reparar cualquier tipo de aparato, así que se saca un sobresueldo aceptando trabajos extra.

—¡Y no veas cómo ha ganado clientes! —añade Molly claramente emocionada—. Se ha corrido la voz, y no para de recibir propuestas. Nosotros le cobramos un tanto por ciento, pero él se queda el resto.

Ya vuelven a aparecer los hoyuelos cuando los mira a ambos con agradecimiento.

—Habéis hecho tanto por mí… —susurra.

Bajamos de la pickup frente a varios vehículos parecidos.

—Los ingresos extra del taller nos van bien a todos, Clark. —Adam se acerca a él y le da unas palmaditas en la espalda—. Y no podíamos desaprovechar tu talento natural.

No me pasa desapercibido el cariño que se profesan ni la forma tan cálida en la que interactúan. En mi casa nunca ha habido nada parecido desde que mi madre murió de cáncer a mis nueve años. Entonces Troy acababa de cumplir catorce años, estaba en plena edad del pavo, y se rebeló contra la subyugación de mi padre, pero el maldito Charles intervino con mano dura y mi hermano volvió al redil, como si no pudiera tener voluntad propia. Nos apoyamos como pudimos, siempre con el miedo a una reacción de mi padre, a sus arranques de genio, a esa obsesión de controlar hasta la última coma de la vida de mi hermano, mientras la mía le era indiferente.

Cuando trajo a mis abuelos a vivir cerca, pensaba que disfrutaría de ellos, y quizá suplieran el cariño de mi madre, pero el capullo de Luther apenas les deja libertad de movimiento y los aleja de nosotros, como si le molestara su cercanía. Y mi madre solo tenía un hermano, Roy, quien lleva años intentando acercarse a nosotros, pero choca con la negativa de mi padre. Así que solo estábamos Troy y yo. Él ha vivido desde niño supeditado a las obligaciones y yo gozaba de libertad absoluta antes de que mi padre me mandara aquí. Aunque he de admitir que empecé a descarriarme muy pronto.

Me sacudo los pensamientos y le echo un par de miradas de soslayo a Clark, con una extraña sensación en la boca del estómago.

Tiene un cuerpo alucinante, parece uno de esos dioses griegos esculpidos en las estatuas. Y, a la luz del día, no parece tan antipático, la verdad.

4

Daddy Sang Bass

Clark

Los biberones están preparados en la carretilla y el resto de los hombres del rancho han iniciado sus tareas de limpieza y preparación del difícil día de un ganadero. Por suerte, mi jornada al aire libre es menor que la del taller, porque, a pesar de cómo lo pinta Adam, desde que iniciamos el negocio, los pedidos de reparaciones aumentan de forma exponencial, y cada día necesito dedicarles más horas.

Me gusta ese trabajo. Quizá no es tan físico como el del rancho y no quema tantas calorías, pero entretiene a mi cerebro, siempre ávido de conocimientos y retos difíciles.

Miro a Holly.

Parece tan fuera de lugar…

Hoy se ha vestido más acorde con la situación, pero es como un pato moviéndose sobre arenas movedizas. Todo el rato está al acecho de si se le rompe una uña, de si se ensucia, de si su pelo perfecto se despeina…

Ha sido bastante desastrosa su ayuda hasta el momento, y no veo la hora de dejarla a su suerte. Espero que encuentre el equilibrio o esta vida le parecerá una tortura.

—Vamos a colocar los biberones en las aberturas. —Le señalo los corderos colocados en cercas individuales, frente a una puerta con un hueco preparado para alimentarlos con leche materna que extraemos de forma industrial de las vacas y con la que acabamos de llenar los biberones destinados a nutrirlos—. Yo me ocupo de la carretilla y tú de ponerlos en su lugar. Después nos aseguraremos de que todos los terneros chupan para que no se queden con hambre.

Su expresión es entre asqueada e intrigada.

Me quedo más de la cuenta mirándola. Los vaqueros se le ciñen a las piernas largas y torneadas, la camiseta a los pechos perfectos…

—Son monísimos —dice por quinta vez desde que los ha visto, y me devuelve al rancho, porque mi imaginación acaba de jugarme una mala pasada—. Pero no dejan de ser animales, y huelen fatal. ¿No podemos simplemente dejarles el biberón y que se espabilen? ¿O llevarlos con sus madres?

—No me seas finolis, muñequita. —Suelto una carcajada apartando de mí las ideas locas de mi cabeza—. Átate esa melena de una vez y ponte manos a la obra.

Ella me fulmina con una mirada asesina, pero levanta las manos para hacerse una cola de caballo con la goma que lleva en la muñeca derecha. Cuando lo hace, la camiseta se tensa todavía más en sus pechos, y atisbo el redondel más oscuro.

Esa visión me seca la boca.

Sacudo la cabeza y empiezo con la tarea reprendiéndome por fijarme demasiado en esos atributos de Holly. Está claro que la marcha de Kim a la universidad me ha dejado un poco trastocado en ese sentido. Llevábamos tantos años viéndonos a diario que su ausencia me afecta. Aunque no de la manera que esperaba, y eso me confunde todavía más.

Holly se coloca frente a la primera cerca y coge uno de los biberones de la carretilla para deslizarlo con poca pericia por la abertura. Sus movimientos son precavidos, como si necesitara encontrar más confianza en sus habilidades manuales o, simplemente, no quisiera estropearse la maldita manicura o la tersura de su piel.

—¡Vamos! —le animo—. ¡No muerden!

—¿Y si se acercan? —Mira con aprensión a los animales—. Podrían volverse locos por la comida, ¿no? Y ya he perdido dos uñas…

—Holly —digo en un golpe de voz, perdiendo un poco la paciencia—. No hacen nada, son recién nacidos. ¡Venga! ¡Coloca los biberones sin miedo o no acabaremos nunca!

Ella asiente arrugando la nariz con un mohín muy gracioso.

—Tranquila, Holly. —¡No me puedo creer de quién es esa voz!—. Mi hermano tiene poco aguante con las personas. ¡Y más desde que Kim lo ha dejado sin sexo! —Me lanza una mirada—. ¡Ay, Clark! Usa tu manita y no la tomes con la chica. ¡Estás que muerdes, cielo!

Dinah está a pocos metros de nosotros, vestida con ropa de trabajo: unos vaqueros, una camisa abierta sobre una camiseta de tirantes muy finos, guantes de piel y sus eternas botas. Me mira desafiante, como si quisiera advertirme de que le va a dar igual mi explosión. Porque me conoce suficiente para esperarla.

Es una chica guapísima. Alta, esbelta, delgada, con grandísimos ojos negros, melena castaña con ondas como la de mi madre y esa expresión tan suya…

—¿Qué haces aquí? —Suelto la carretilla para aproximarme a ella—. ¡Lo hemos hablado mil veces, Dinah! ¡No puedes saltarte las clases en la universidad!

—Hoy no hay clase, Clark. ¡Te lo expliqué! Además, me da igual lo que tú me digas. —Se arrima a la carretilla para levantarla con un alarde de demostración de fuerza—. No eres mi padre ni nada parecido. ¡Solo eres mi hermano! ¡Y una mosca cojonera! Te lo he dicho mil veces, y no pareces escucharme: quiero trabajar en el rancho para ayudar en casa. Tengo veinte años, Clark; no es justo que tú solo cargues con la economía familiar.

Holly nos mira con auténtica curiosidad. Cuando Dinah le indica por signos que prosiga con la colocación de biberones, ella lo hace sin perdernos de vista ni un segundo.

—¡Ni de coña vas a trabajar en el rancho! —indico levantando el índice con contundencia.

—Lo que tú digas. —Sacude la cabeza con una sonrisa—. Voy a sustituir a Billy. Es mi gran oportunidad.

—¡Sobre mi cadáver! —Le arrebato la carretilla con malas maneras, pero la mano de Adam en mis hombros me disuade—. ¡Ya tienes un trabajo por las tardes y en el Joe’s que no es tan cansado y te permite estudiar! —exploto con rabia—. La universidad es lo primero.

—Y gano una mierda, Clark. —Espira con fuerza—. Si trabajo aquí por las tardes, triplicaré el sueldo, y podría ayudar de verdad en casa. Lo necesitamos. Aunque Tina me lleve y me traiga cada día desde Little Rock, estudiar es caro. Y no vamos boyantes que se diga.

Resoplo con mucha fuerza, pero cuando intento dar un paso hacia Dinah, Adam niega con la cabeza y me detiene ejerciendo fuerza en la mano que tiene en mi hombro.