Cada día te espero a ti - Pat Casalá - E-Book

Cada día te espero a ti E-Book

Pat Casalà

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Beschreibung

Julia está a punto de cumplir diecisiete años. Vive en una base militar desde niña y sabe que no debería enamorarse de Zack, un oficial de la Fuerza Aérea estadounidense de veintisiete años, pero pocos minutos después de conocerlo, ya es incapaz de dejar de pensar en él. Puede que sea un amor prohibido e imposible, pero Julia no tiene la más mínima intención de tirar la toalla. Zack lleva toda la vida deseando convertirse en parte de la élite de Fort Lucas y vivir de su pasión: pilotar cazas. Como hombre recto que es, conocer a Julia pone su vida del revés. Ella es menor de edad, la hija de su general y, por si fuera poco, es la hermana de su mejor amigo. Así que se propone firmemente luchar contra las provocaciones de Julia y contra sus propios sentimientos. ¿Lo conseguirá? El amor es difícil de controlar, no entiende de normas, de edad, ni de prohibiciones

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Pat Casalà

Primera edición digital: Junio 2022

Título Original: Cada día te espero a ti

©Pat Casalà, 2022

©EditorialRomantic Ediciones, 2022

www.romantic-ediciones.com

Diseño de portada: Olalla Pons – Oindiedesign

ISBN: 978-84-18616-90-7

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

ÍNDICE

1. Julia

2. Zack

3. Julia

4. Zack

5. Julia

6. Zack

7. Julia

8. Zack

9. Julia

10. Zack

11. Julia

12. Zack

13. Julia

14. Zack

15. Julia

16. Zack

17. Julia

18. Zack

19. Julia

20. Zack

21. Julia

22. Zack

23. Julia

24. Zack

25. Julia

26. Zack

27. Julia

28. Zack

29. Julia

30. Zack

31. Julia

32. Zack

33. Julia

34. Zack

35. Julia

36. Zack

37. Julia

38. Zack

39. Julia

40. Zack

41. Julia

42. Zack

43. Julia

44. Zack

45. Julia

46. Zack

47. Swan

48. Julia

49. Zack

50. Julia

51. Swan

52. Zack

53. Julia

54. Zack

55. Julia

56. Zack

57. Zack

Agradecimientos

Para vosotras chicas,

Senda, Mabel, Mara, Carla, Mercè y Carmen.

Sin nuestras conversaciones la vida sería insulsa

y nunca le encontraría la chispa.

CDTEAT.

¿Es que no lo entiendes?

Si tú saltas, yo salto,

si tú te quemas, yo ardo,

si a ti te tiran un tiro, yo sangro.

Sara Miranda

La vida no se mide por las veces que respiras,

sino por los momentos que te dejan sin aliento.

Lucas Fernández

1

Julia

Tengo frío, tiemblo, mi cuerpo parece vapuleado por el viento que azota las hojas de los árboles y llena el cementerio de ruidos angustiosos. El cielo está colmado de nubes amenazantes, a punto de descargar su furia sobre nosotros. Mi padre me abraza para intentar rebajar mi desesperación, pero nada consigue evitar las lágrimas descontroladas, la sensación de caer en un pozo profundo, de pensar en el mañana sin ella.

Miro el féretro de madera noble, tapado con una bandera de Estados Unidos y suspendido en una estructura metálica frente a una larga extensión de lápidas distribuidas con armonía. Más de doscientas personas se distribuyen a nuestro alrededor, entre ellas hay varios militares y un sinfín de mandos de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, vestidos con sus mejores galas para arropar a mi padre, un general condecorado que ahora mismo intenta mantener la compostura, a pesar de su dolor. Swan conserva su porte sereno. Mi hermano es incapaz de mostrar en público su desesperación. Lleva un uniforme de capitán, el pelo cortado al uno y tiene una mirada apagada que esconde su tristeza.

Las primeras gotas de lluvia caen sobre los restos de mi madre cuando suenan las salvas militares para despedir a una de sus oficiales. Los soldados forman una línea recta frente a la multitud y disparan al cielo varias veces, con una sincronización perfecta. Mi padre me suelta, se arrodilla frente al ataúd y coloca la mano sobre él, con los ojos cerrados y una expresión destrozada. Swan tarda unos segundos en tocarle el hombro para reconfortarlo e instarlo a recomponerse, es el general de la base, el máximo responsable de los hombres que nos miran expectantes, y debe controlarse.

Poco a poco la gente se dispersa y nos deja solos a los tres bajo los paraguas, con la pena consumiéndonos. Llevo una rosa en la mano desde hace media hora, la aprieto contra mi pecho, la beso y la coloco sobre la arena que cubre a mi madre. Me parece imposible despertarme mañana sin ella en la habitación de al lado, regañándome al verme remolonear en la cama.

Una hora después, nuestra casa se llena de personas dispuestas a mostrar sus condolencias. Vivimos frente a las viviendas pareadas de los oficiales, cerca del edificio donde duermen los soldados rasos y los aviadores sin rango militar. Nuestro hogar es una gran casa blanca de dos pisos, con un precioso jardín trasero y una inmensa cocina de muebles claros.

La decoración sobria era la marca personal de mi madre. Era coronel, una gran piloto y tenía el don de enseñar sin perder la sonrisa. No entiendo qué capricho del destino decidió estropear el motor de su caza hace dos días, ni cómo voló por los aires cuando realizaba una maniobra rutinaria para demostrarles a sus alumnos la manera exacta de ejecutarla. Solo tenía cincuenta y seis años, le quedaban demasiados para irse así.

Estoy sentada en el sofá junto a Penny, mi amiga desde la guardería, mi confidente. Ambas somos hijas de militares de alta graduación, hemos crecido juntas en Fort Lucas, una base aérea militar donde nuestros padres entrenan a la élite de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y a los futuros genios de la aviación. La base está situada en Texas, muy cerca de San Antonio y de la Base Aérea Randolph, donde se entrenan algunos de los pilotos que mi padre recluta para formar parte de su grupo. Le debe su nombre a un antiguo fuerte ubicado en este mismo lugar.

No quiero hablar, ni escuchar el pésame de cada una de nuestras compañeras de clase, ni de sus padres ni de mis amigos ni de nadie. Solo me apetece subir a mi cuarto, encerrarme en él y llorar estirada en la cama, sola, sin la obligación de permanecer en el salón rodeada de visitas que no pueden imaginar cómo me siento.

—Voy a por un refresco —dice Penny—. ¿Quieres algo?

—Que se vayan —susurro—. Pero eso no puedes concedérmelo, ¿verdad?

Me rodea con sus brazos para reconfortarme. Se lo agradezco en silencio, necesitaba ese gesto de cercanía para rebajar el frío que invade mi cuerpo. Cuando me quedo a solas, me abrazo en un intento de apartar los escalofríos y observo un segundo a Swan. Está guapísimo con su uniforme militar, charlando con sus compañeros de la base. Me sonríe con una de sus muecas secretas que solo me dedica a mí, consolándome en la distancia. Nos separan once años, demasiados para ser amigos, sin embargo, tenemos complicidad, él siempre me protege y está ahí, a mi lado, acompañándome en cada estadio de edad y ayudándome a levantarme cuando me caigo.

Está hablando con un oficial alto, de anchas espaldas, que no había visto antes. No le veo la cara, pero me fascinan su manera de moverse, sus gestos, su cuerpo, esa forma de balancearse cuando habla. ¿Quién es? Conozco a todos los soldados de la base, suelo fijarme en ellos desde la ventana del aula cada mañana mientras realizan sus ejercicios en el patio, y no es uno de ellos, estoy segura.

El oficial le coloca una mano en el hombro a mi hermano, aprieta un poco y asiente con una familiaridad increíble. Debe ser un amigo de la universidad. Hace apenas cuatro años que Swan volvió de Yale convertido en ingeniero aeronáutico y se alistó para ejercer como ingeniero en la base.

El desconocido se da la vuelta con lentitud. Aguanto la respiración al enfrentarme a sus rasgos aniñados. Ojos verdes en unas cuencas alargadas, cejas frondosas enmarcando su mirada felina, una nariz proporcionada, labios carnosos, el pelo corto, castaño, despeinado… Suelto un suspiro. Es guapísimo.

Nuestras miradas se cruzan un segundo. Me sonríe e inclina la cabeza para transmitirme el pésame. Yo me sonrojo, como si acabaran de pillarme en una falta, y me levanto para disimular. Lo sigo con la vista hasta el buffet de comida instalado en la mesa del comedor y sus movimientos al andar me fascinan, desviando durante unos segundos la pena. Sus pasos son largos, rápidos, atléticos. Las piernas se marcan bajo los pantalones y muestran unos músculos trabajados al máximo. Mide cerca de metro ochenta y cinco, es ágil, adicto al gimnasio y parece muy seguro de sí mismo.

Al llegar a la mesa, el capitán desconocido vuelve a pescarme mirándolo. El corazón se me acelera cuando nuestras pupilas se conectan un segundo. Giro la cara hacia mi hermano, obligándome a no seguir mi instinto y volver a observarlo. Un minuto después, lo contemplo con disimulo. Tiene el móvil en la mano y toquetea la pantalla para mandar un mensaje. Lo repaso desde los pies hasta la cara con una extraña sensación en el vientre. Él levanta la vista del teléfono y me sonrojo al encontrarme con su mirada. Me sonríe, y yo respondo con el mismo gesto, como si su mera presencia consiguiera evadirme de la realidad.

Nos quedamos unos instantes conectados por la mirada, hasta que él se da la vuelta para servirse algo de comida en el plato. Cuando desaparece el contacto visual, la muerte de mi madre cae a plomo sobre mis pulmones, ahogándolos. Necesito aire, alejarme del salón atestado de gente, respirar. Ella era el sol y ahora solo veo lluvia.

Me escabullo hacia el recibidor, un espacio enorme de altos techos, decorado con un armario debajo de las escaleras que conectan con el piso superior, paredes blancas y una mesa de cristal apoyada frente a la puerta de entrada, bajo un enorme espejo con marco de cristal. Sobre ella se asienta una foto de los cuatro, con nuestras sonrisas iluminando un precioso día de verano en la playa. La observo en silencio y se me escapa una lágrima al recordar esas vacaciones en California. Mi madre era la piedra angular de nuestra familia, sin ella necesitaremos reubicar cada variable de nuestras vidas.

—Rachel era guapísima. —Mi abuela paterna camina hacia mí y me pasa el brazo por los hombros—. De joven se parecía mucho a ti. A veces pienso que sois la misma persona, porque cuando te miro la veo a ella.

—No me hago a la idea de que ya no está. —Sorbo por la nariz—. La necesito aquí, conmigo. Es como si estuviera en un mal sueño y no lograra despertar de él.

Mi abuela me besa en la mejilla con delicadeza. Mis abuelos se van a quedar esta noche para estar a nuestro lado, pero mañana volverán a su casa y yo la echaré también mucho en falta. La abrazo y lloro unos minutos contra su pecho.

—Aprenderás a vivir sin ella, aunque no será fácil.

Suspiro con la pena constriñéndome el alma. Mi abuela me acaricia el pelo y nos quedamos en silencio, con la vista en la fotografía, recordándola.

—Voy un ratito al porche —anuncio con los ojos húmedos, incapaz de soportar la densidad del ambiente ni un segundo más—. Necesito estar sola, y un poco de aire me sentará bien.

Mi abuela sonríe con tristeza, vuelve a besarme en la mejilla y regresa al salón mientras yo abro la puerta de la calle y me recibe la humedad propia del final de la lluvia, con aroma a árboles mojados y a césped. El porche es de madera y se alarga frente a la cocina y el salón, precediendo la valla de entrada a la casa. Hay un conjunto de mesa y sillas a un lado y unos sillones de mimbre al otro. Me encaramo a la barandilla y recuerdo las tardes junto a mi madre y Penny, sentadas en los sillones con una tarrina de helado cada una. Nos encantaba charlar acerca del día y bromear a costa de algunos sucesos de la jornada, sin olvidar ningún cotilleo.

Una ráfaga de aire me alborota el pelo. Sujeto los mechones con un clip y me rindo al llanto, sin aceptar su muerte. La busco en la calle, con la sensación de que de un momento a otro caminará hacia mí con su sonrisa y me regañará por estar sola aquí fuera, sin atender a las personas del salón. Saber que no sucederá nunca más me aboca a una dolorosa rotura total y detono en sollozos.

—¿Eres la hermana de Swan? —Una voz de hombre me sobresalta, deteniendo de golpe mi estallido—. Te he visto desde el salón y he decidido salir a presentarme.

El capitán desconocido se coloca a mi lado en la barandilla, con una expresión sentida. Intento rebajar mis latidos acelerados y me seco las lágrimas con el pañuelo de papel que me tiende, instándome a controlarme al máximo.

—Sí, soy Julia.

—Zack Stevenson. —Señala la casa de enfrente—. Voy a ser tu vecino.

Su nombre me despierta un recuerdo. Es el amigo sensato de mi hermano, su compañero de habitación los primeros años en Yale, con quien compartió juegas, estudios y momentos. Pruebo de subir la comisura de mis labios para ofrecerle una sonrisa, pero fracaso.

—Swan nos ha hablado muchísimo de ti —comento todavía con las lágrimas desprendiéndose de mis ojos—. Te licenciaste en ingeniería aeronáutica en Yale con él y te fuiste a la Base Aérea Randolph. ¿Te han trasladado?

—Hace unos días me ofrecieron un puesto en Fort Lucas para entrar en el programa de pilotos de élite. Empiezo mañana.

—¡Uauuu! —Silbo para enfatizar mi asombro y, de nuevo, su presencia logra mitigar los nubarrones del dolor—. Debes ser bueno, mi padre es muy estricto con los requisitos de entrada. Solo quiere a los mejores.

—Tiene fama de duro.

—Se la ha ganado a pulso. —Su voz es grave, con tintes palpables de emoción en las inflexiones y una nota de seriedad que me atrapa como si me magnetizara—. Es muy perfeccionista con él mismo y con los demás, pero tiene un fondo tierno.

Sonríe, y ese gesto me parece una abertura del paraíso.

—Siento lo de tu madre, es una putada.

—Es algo inexplicable. —Niego con la cabeza y busco la voz atragantada por el tormento de hablar de ella—. Acababan de revisar el avión, estaba en perfectas condiciones… Ojalá pudiera entender por qué pasó.

—Con el tiempo, dolerá menos.

Sonríe otra vez y mi corazón aletea en el pecho con un sentimiento cálido.

—Eso dicen. —Espiro con fuerza y sacudo la cabeza—. No acabo de entender muy bien esas frases hechas para ayudar a alguien a superar una pérdida. Yo preferiría que me ofrecieran una máquina del tiempo para trasladarme a mi yo futuro y superar la tristeza sin que me destroce.

—Si existiera, sería genial. —Me roza un segundo la mano y mi respiración se acelera—. Una manera indolora de pasar página. Así no tendríamos que enfrentarnos a las desgracias, apretaríamos un botón y listos.

Una pequeña sonrisa se asoma a mis labios.

—Eres menos serio de lo que pensaba —admito.

—¿Tan mal concepto tenías de mí?

—Swan habla de ti como un tío recto que nunca se salta las normas. Te imaginaba menos atractivo, sin gracia y con una manera seria de hablar.

—Me tachabas de feo. —Se ríe—. Bueno, me alegro de haber cambiado tu idea preconcebida.

—No te puedes fiar de mi hermano, ya lo ves.

Se da la vuelta para irse.

—Me ha encantado conocerte —dice caminando hacia la casa—. Nos vemos por aquí, vecina.

Lo observo entrar de nuevo en el salón con una aceleración de mis latidos.

2

Zack

Estoy muerto, apenas he tenido tiempo de instalarme y mi único deseo en este momento es deshacer la maleta y darme una larga ducha de agua tibia antes de estirarme a dormir durante horas, pero no puedo abandonar la casa de los Nelson mientras dure el velatorio, eso sería empezar con mal pie mi primer día en la base.

Al entrar de nuevo al salón mi mirada recorre la larga lista de personas influyentes de la Fuerza Aérea que lo llenan. No esperaba llegar y asistir al entierro de la madre de Swan; ha sido un golpe muy duro para toda la familia. Le lanzo un último vistazo a Julia y me estremezco. Está de espaldas, con el cuerpo un poco encorvado hacia delante, apoyada en la barandilla, mirando hacia mi casa. Viste un elegante traje pantalón negro que le da una apariencia de mujer adulta, y su manera de hablar no me ha recordado la de una adolescente. Sin embargo, lo es, y no entiendo mi reacción al verla.

Camino hacia la mesa llena de comida con la mente enredada en nuestra conversación. Julia me ha parecido una chica increíble. Alta, delgada, con unas facciones dulces, unos preciosos ojos claros, larga melena rubia ondulada y unos labios finos pincelados con carmín rosado. Me lleno un plato con un par de sándwiches, cojo una cerveza y vuelvo a centrar la atención en el porche. La lluvia llena la atmósfera exterior con gotas finas que repiquetean sobre el asfalto sin hacer demasiado ruido. Julia no se mueve, continúa en la misma posición ausente, como si la pena la consumiera. Observarla me produce una calidez extraña en el pecho.

—¿Dónde te habías metido, tío? —pregunta Swan acercándose y arrancándome de mis reflexiones—. Llevo un rato buscándote. Ven, te presentaré a mi padre.

—He conocido a tu hermana. —Señalo el porche—. ¿No me habías dicho que es una cría? Acabo de hablar con ella y no lo parece.

—En tres meses cumple diecisiete, pero es muy madura para su edad. Siempre lo ha sido. —Niega con la cabeza—. Mi padre está hasta las pelotas de ella y su maldito carácter. Es una rebelde tozuda. Cuando se le mete algo entre ceja y ceja, se la trae floja su opinión y la de los demás, va a la suya hasta conseguir su objetivo. Ni te imaginas los huevos que tiene. Sería una buena oficial.

—Y una mala soldado.

La mueca de Swan me da una pista de sus pensamientos.

—El viejo está convencido de que Julia acabará alistándose, pero lo tiene claro. Lleva negándose a aprender a volar desde niña, y tiene unos planes de futuro muy alejados del ejército.

—Eso no le debe sentar nada bien al general. —Me permito una sonrisa.

—En el fondo es un blando. Ju quiere ser cantante, tiene una voz increíble. A los diez años mi madre la llevó a clases de canto, y un poco más y le cuesta el divorcio. —Espira con fuerza—. Para el viejo sus hijos han de ser militares. Pero Julia consiguió salirse con la suya y ahora canta en un grupo. Cada miércoles por la noche dan un concierto en un garito cerca de aquí, llamado The Hole, donde yo soy su guardián. Y también ensayan tres veces por semana en un garaje de fuera de la base.

—Te has vuelto un blandengue. ¿Desde cuando haces de niñera?

—El trato es bueno para los dos. Es el único bar en muchos metros a la redonda y la dueña está de miedo.

—¿Te la tiras?

Por toda respuesta, Swan me guiña un ojo.

—Tess es mi novia —añade pasados unos minutos—. Es una tía cojonuda, te caerá bien.

Abandono el plato y la cerveza en la mesa antes de seguir a mi amigo a conocer al general Rob Nelson. Su porte impone respeto. Es un hombre alto, con el pelo cano, un cuerpo musculado de huesos grandes, la mirada seria y unos rasgos duros. Me encaja la mano para darme la bienvenida y respondo con energía. A pesar de la pena, es capaz de mantener la sonrisa mientras me dedica unas palabras.

Cuando Swan me lleva de ronda por el salón para presentarme al resto de oficiales de la base, mis ojos se escapan cada pocos segundos al porche, como si les costara estar demasiado rato sin mirarla. Es atractiva, segura de sí misma, simpática y agradable. Me ha hechizado el tono de su voz, es dulce, con inflexiones suaves, como si acariciara a sus oyentes. Ella se gira y me dedica una sonrisa muy triste, con una tenue emoción al encontrarse con mi mirada. Se sujeta un mechón rebelde con uno de los clips de brillantitos que lo adornan, se muerde el labio y se gira para hablar con una joven pelirroja de ojos claros que hace pocos segundos ha salido al porche con un par de refrescos para hacerle compañía. Unos minutos después, la observo caminar sola hacia el buffet de comida, y la sigo en un impulso.

—El pastel de carne está buenísimo. —Corto un trozo dedicándole una sonrisa—. Y hacía tiempo que no probaba unos nachos tan sabrosos.

—En casa somos buenos cocineros. —Julia alarga el brazo para servirse un par de tacos y me roza un segundo con el cuerpo, produciéndome una sacudida—. La mayoría de recetas son de mi madre. —Suelta un pequeño gemido, seguido por un sollozo. Sus ojos están enrojecidos, mustios.

—Un día de estos podrías enseñármelas. —Intento transmitirle consuelo a través de mi sonrisa, me molesta verla triste.

—Cuando quieras. —Las lágrimas descienden por sus mejillas y se gira para evitar mi mirada—. A partir de ahora nos veremos a menudo.

Se aleja rumbo al recibidor para desaparecer de escena y me invaden deseos de correr tras ella para invitarla a un refresco, conocer algo más acerca de su vida y conseguir una de sus sonrisas, pero me limito a regresar al lado de Swan para pasar la hora siguiente conociendo a mis futuros compañeros. La gente empieza a marcharse a las cinco. Es domingo, el último día de las vacaciones escolares y el preludio de una nueva jornada de trabajo. Recojo la maleta y el petate de la cocina de los Nelson y me encamina hacia el recibidor acompañado de Swan.

—¿Te veo mañana a las siete? —Salimos juntos a la calle, donde nos recibe una brisa húmeda, acompañada de gotas de lluvia—. Vas a arrasar en la instrucción, estoy seguro.

—Gracias por hacerme de taxi, tío. —Asiento—. En cuanto pueda me compro un coche.

Swan se aleja por la calle y no tarda en abrir la cancela de su casa, situada cinco edificios a la izquierda de la mía. Cuando lo veo desaparecer en el interior, saco las llaves que me han entregado al llegar y accedo al recibidor de mi nuevo hogar, observando cada detalle con la ilusión de la primera vez. Es sobrio, decorado sin demasiadas florituras, con un mobiliario funcional, paredes blancas y mucha luz natural.

Tras una rápida inspección a la planta baja, subo al primer piso por una escalera de madera con barandilla del mismo material. La habitación principal cuenta con dos armarios empotrados frente a la cama de madera blanca, a juego con un par de mesillas de noche, un escritorio con una silla y la entrada al baño privado. Sobre el colchón hay un par de juegos de sábanas y toallas limpias.

Dejo el petate y la maleta sobre la mesa y me acerco a la ventana para abrirla, la habitación huele un poco a cerrado. Justo enfrente descubro a Julia sentada en el alféizar de su ventana, escuchando música a través de unos auriculares rosas. La distancia entre las casas es pequeña y mi vista de aviador no tiene problemas para reconocer la pena en sus facciones descompuestas. Nuestras miradas se encuentran de repente, cuando ella alza la suya y sonríe al descubrirme al otro lado de la calle. Levanto la mano a modo de saludo, espiro con fuerza y me aparto del cristal para instalarme, reprendiéndome por mi forma de actuar.

El sonido de la débil llovizna del exterior me acompaña mientras deshago la maleta. Coloco la foto de mi familia en un lugar destacado de la mesilla de noche para recordarlos a diario; las expresiones ilusionadas de esa instantánea me recuerdan los días felices de la última Navidad compartida. En el armario cuelgo mis uniformes limpios y planchados, vaqueros bajos de talle, camisas, camisetas ceñidas, ropa interior, algunos jerséis, un par de chándales, dos cazadoras, unas bambas y las botas militares.

Instalo el ordenador sobre la mesa y pongo un poco de música de fondo mientras cumplo mi deseo de darme una larga y relajante ducha de agua templada para mitigar el cansancio. Mañana empieza el resto de mi vida, y por fin he llegado a la cúspide de mis sueños. Espero dar la talla en Fort Lucas para ganarme a pulso el primer puesto en los meses de instrucción para después entrar a formar parte del cuerpo de élite.

El espejo me devuelve unos ojos verdes un poco cansados, como muestra de la falta de sueño de los últimos días. Los nervios por llegar a Fort Lucas me han dejado exhausto. Me peino con una mano el pelo más largo que de costumbre para darle un aire más joven, sonriéndole a mi reflejo. Y, con una toalla enrollada en la cadera, regreso a la habitación.

Julia continúa en la ventana, tarareando con los ojos cerrados. La contemplo muy cerca del cristal, sintiendo otra vez esa calidez extraña en el vientre. La luz halógena de su habitación es perfecta para mostrar cada una de sus expresiones al cantar, su pena, su aura acongojada, los rastros evidentes del llanto en su rostro. Quizá por eso me quedo mirándola sin moverme y tardo más de la cuenta en cerrar la cortina, ponerme el pantalón del pijama y bajar a la cocina a prepararme un tazón de leche con cacao para asentar el estómago.

La lluvia arrecia en el exterior cuando me siento en el sofá del salón dispuesto a hacer un poco de zapping para llamar al sueño, pero apenas soy capaz de concentrarme la tele porque mi mete reproduce los instantes compartidos con Julia en el porche de casa de los Nelson, con ella apoyada en la barandilla, luciendo una sonrisa triste mientras su voz suave y melosa me producía una reacción nada suave en el cuerpo.

A las once, tras varias tentativas de mantener el interés en algún canal, me rindo y subo a la habitación, donde me estiro en la cama boca arriba con un gruñido al saberme bastante desvelado. Le doy vueltas a mi encuentro con Julia, a mi llegada a Fort Lucas, a cómo llevo toda la vida esperando este traslado y cada vez siento más cerca esa meta trazada de niño…

El sonido del despertador me arranca un par de improperios, estaba en medio de un sueño muy agradable y no me apetece despertarme tan temprano, pero el deber me llama. Lo apago con un gesto enérgico antes de levantarme de un salto y abrir la cortina. La mañana es gris y apática, con nubes grisáceas que auguran una tormenta como la de ayer. Por suerte, la temperatura de Texas es suave y, aparte de la humedad en el ambiente, la brisa es cálida.

Julia está frente a su ventana, con los codos apoyados en el alféizary la barbilla entre las manos. Al sentirse observada, levanta la vista un instante, sonríe y saluda con la mano. Tiene una bonita sonrisa, aunque sea triste y su cara muestre falta de sueño. Contesto con el mismo gesto y permanezco más de lo prudente frente al cristal, observándola, hasta que el deber se impone.

He quedado con Swan en media hora para incorporarme puntual a mi primer día de instrucción, apenas cuento con tiempo de darme una ducha rápida de agua fría, enrollarme una toalla en la cintura, hacer una lista mental de las cosas necesarias para llenar algunos espacios de la casa y bajar a la cocina para prepararme un frugal desayuno. Esta tarde es imperativo ir al supermercado para llenar la despensa y solo puedo recurrir a mi amigo para conseguirlo Es una pena que mi coche muriera una semana antes de trasladarme, odio depender de los demás para moverme.

Unto dos rebanadas de pan de molde con mantequilla de cacahuete, pongo en marcha la cafetera eléctrica y corto un par de naranjas para exprimirlas. Los sonidos de la casa me acompañan unos minutos después, mientras desayuno en silencio. Descubro a Julia en la cocina de enfrente, sentada a la mesa junto a su padre. Sus ojos se conectan con los míos como si un imán los llamara y no fueran capaces de mantenerse alejados.

Requiero de un esfuerzo titánico para apartar la vista, fregar los platos, recoger las migas, subir a arreglarme y salir a la calle vestido con un impecable uniforme en un tiempo récord; al cerrar la puerta me encuentro de nuevo con ella. Cruza la calle escopetada. Mis ojos recorren ávidos su cuerpo cubierto por unos vaqueros ajustados y bajos de talle, una camiseta escotada y ceñida de colores vivos y unas sandalias con un poco de tacón. Lleva el pelo recogido en una coleta alta, con algunos cabellos sueltos. Bajo las escaleras y abro la cancela blanca de madera que cerca las casas.

—¿Necesitas que te lleve? —me pregunta Julia abriendo mucho las pestañas llenas de rímel—. Hoy es el primer día de cole, me va de paso.

—He quedado con Swan para ir juntos en su coche —rechazo su oferta con una sonrisa.

—Tú te lo pierdes. —Se acerca demasiado a mí, me pasa un dedo por la mejilla y me guiña un ojo. Aguanto la respiración, incapaz de controlar la reacción de mi cuerpo. Ardo—. Soy mejor compañía que mi hermano.

Su contoneo de caderas mientras camina hacia el callejón donde aparcamos los coches me mantiene hechizado. Va un poco atolondrada, como si llegara tarde, sin embargo, antes de desaparecer de mi radio de visión, se detiene y se gira para ofrecerme su sonrisa.

—Si algún día necesitas que te lleve, solo has de pedirlo. —Se muerde el labio en un mohín ilusionado—. Vivimos a dos pasos.

Swan detiene su Hummer frente a mí y me hace señas para que suba justo cuando Julia empieza a caminar de nuevo.

—¡Joder! El primer día y mi hermana llega tarde al colegio. Mi padre se va a cabrear, el año pasado la expulsaron tres días por faltas de puntualidad. No me extraña que Penny no quiera ir con ella por las mañanas.

—Parece una tía con mucho carácter.

—Si quieres decirlo con suavidad… —Swan mena al cabeza—. Es un puto huracán que arrasa con todo a su paso. Le importan una mierda las opiniones de los demás o las reglas cuando quiere algo. Si la hubieras visto con diez años luchando por ir a clase de canto… Tío, mi casa se convirtió en un ring, pero ella no paró hasta conseguirlo. Es lista, sabe cómo camelarse a los demás y, si no le sale bien con buenas palabras, pasa a la acción. ¡No quieras estar nunca en medio de una de sus maquinaciones!

Me permito una sonrisa al descubrir esa vena belicosa de Julia.

—Ha tenido un buen maestro. —Le guiño un ojo a Swan—. ¿También es buena estudiante?

—Es un coco, tío. Cuando le da por escuchar en clase saca notazas, pero ella prefiere leer, aprender sobre temas de su interés en Internet, escuchar música y componer. Se sacaría cualquier carrera sin hacer mucho esfuerzo, pero se le ha metido entre ceja y ceja ser cantante, y no es fácil hacerla cambiar de opinión. Es un mundo muy difícil y cuesta llegar.

—Nunca se sabe.

Llegamos con rapidez al descampado que hace la función de parking. La veo correr hacia el edificio donde está la escuela y niego con la cabeza al darme cuenta de que vuelvo a pensar en ella. No lo entiendo, la conozco desde hace menos de un día y no dejo de mirarla con una agitación extraña.

3

Julia

Corro por los pasillos de la escuela para llegar a tiempo a clase. Me preparo un discurso por si no lo consigo, pienso exprimir la tristeza hasta sus últimas consecuencias. Prefiero aprovecharme de lo sucedido a una bronca de mi padre, no soportaría estar castigada otra semana sin ensayar con el grupo, ni darle un nuevo disgusto.

La mañana ha sido dolorosa sin ella. Me ha costado un mundo bajar a desayunar sin derrumbarme, porque me faltaba su risa, su voz cantarina bajo las escaleras, instándome a ir más deprisa para no llegar tarde otra vez. Y solo la visión de mi vecino ha logrado ofrecerme un poco de consuelo, como si me abrazara en la distancia.

El timbre suena en el segundo exacto en el que traspaso la puerta del aula. Suspiro aliviada mientras camino hacia mi pupitre con el corazón a mil por hora. Me siento cerca de la ventana, en cuarta fila, con una visión perfecta del campo de entrenamiento donde los soldados de la base realizan sus ejercicios matutinos. Me apasiona verlos, observar sus músculos, la resistencia que muestran. Salen al patio incluso en días de lluvia.

—Te ha ido de poco —susurra Penny—. ¿Hubieras recurrido a las lágrimas?

—Me conoces demasiado bien. —Suspiro apartando de mis pensamientos la tristeza—. Estoy hecha una mierda. No sé cómo voy a superarlo.

—¿Recuerdas nuestro trato? —Me coloca una mano sobre la mía con una sonrisa—. Esta mañana no vale hablar de tu madre, ni llorar ni ponerse triste. Prometiste luchar contra la pena.

Enarco los labios con abatimiento, exhalando un suspiro, y asiento.

—Si supieras las vistas que tengo desde mi ventana... —Me seco una lágrima y me obligo a componer una sonrisa—. ¡Ua, tía! ¡Zack está cañón!

Mi amiga niega con la cabeza, con una expresión de fastidio.

—Eres una puta afortunada —dice—. A mí me ha tocado al capitán Stewart de vecino. Por eso dejo siempre las cortinas cerradas, no aguanto verlo desnudo. Es viejo y feo.

—Tampoco está tan mal…

—Sí claro, si lo comparas con una rana, está genial, no te jode.

—Señoritas. —La profesora de matemáticas nos llama la atención—. Si seguís cuchicheando, os separaré.

Suspiro, cruzo los brazos bajo el pecho y miro al exterior, donde poco a poco los soldados ocupan sus posiciones en el patio para realizar los ejercicios de entrenamiento diario. La falta de mi madre me perfora el alma en momentos como este. Cada tarde comentábamos la jugada, como si ella también se dedicara a observar desde su despacho a los compañeros en el patio. Era muy cercana, se podía hablar con ella y razonar de cualquier tema. Aunque cuando se ponía seria, nadie conseguía hacerla cambiar de opinión. Reprimo una lágrima.

—¿Estás bien? —pregunta Penny.

—Es una putada. Esta tarde estaremos solas con el helado.

—Veremos las vistas. —Sonríe con picardía—. Míralo, está ahí fuera. Es un tío demasiado serio. Parece un niño obediente, como si nunca hubiera roto un plato.

—Swan piensa que es un modelo a seguir. ¡Debe ser un muermo!

Lo contemplo dándole vueltas a mi última afirmación. Zack no parce nada del otro mundo, solo un tipo cachas, con unos ojos verdes preciosos, estirado en el suelo haciendo abdominales, mostrando un perfecto dominio de su cuerpo... Boqueo. Se le marcan los músculos a través de la camiseta. Están tensos, fuertes, increíbles. Me viene a la mente su torso desnudo al otro lado de la ventana, y me estremezco...

A media mañana tenemos un receso. Penny ha de ir un momento al despacho de su padre para suplicarle que la deje acompañarme esta tarde al ensayo con el grupo. Está loca por Ethan, el bajista, y no quiere desaprovechar la oportunidad de verlo y aclarar de una vez por todas las cosas entre ellos.

—Espero que mi padre me levante el castigo. —Pone los ojos en blanco—. Solo llegué diez minutos tarde la última vez. Es un plasta.

—Dile que te necesito —propongo—. Que no quieres dejarme sola porque estoy muy jodida, seguro que se ablanda.

—Eres la bomba. —Sonríe—. De todas maneras, no le voy a mentir, tienes unas ojeras… Estás jodida de verdad.

—Voy a ver los ejercicios de vuelo —digo atajando la conversación—. Te espero fuera, quiero ver si Zack es tan bueno como dice Swan.

—Te ha dado fuerte con ese tío.

—¡Qué va! Solo quiero comprobar si mi hermano tiene razón, nada más.

—Ya…

Camino hacia el exterior. En el descanso podemos acceder a las instalaciones de la base durante media hora si no pasamos a las zonas cercadas. Me dirijo al lado del hangar con rapidez para situarme cerca de la pista de aterrizaje y despegue, donde varios aviones esperan a sus pilotos. Swan me saluda desde lejos al verme mirar al cielo con la mano a modo de visera para protegerme del sol. A los dos nos aborda una tristeza descomunal. La muerte de una persona querida no la notas de verdad hasta que te enfrentas a pedacitos de recuerdos, a situaciones cotidianas donde ella era una parte inamovible en tu vida. A un ejercicio de vuelo como en el que ella perdió la vida…

—¿Desde cuándo te interesa verlos volar? —Mi hermano se acerca y me rodea con sus brazos—. Ella lo adoraba… —Capto notas de melancolía en su voz, por eso me arrimo a él y le beso en la mejilla, con cariño.

—Siempre me han interesado, pero me lo guardaba para mí —asevero con un nudo en la garganta. Él me suelta, compone una sonrisa apagada y suspira—. Dijiste que Zack es buenísimo, y quería comprobarlo. ¿Cuál es?

Señala el cielo, a uno de los cazas que está realizando un looping, y de repente logro traspasar la barrera del luto para sentirme reconfortada por su presencia.

—¡Es increíble! —exclamo impresionada, deshaciéndome de las cadenas del dolor por unos instantes. Zack tiene ese efecto en mí—. ¿Cómo lo hace?

—Ese tío es el puto amo del cielo. —La expresión de Swan se ilumina, y ambos permanecemos unidos por los lazos irrompibles de la familia y la firme decisión a seguir adelante. Ella lo hubiera querido así.

—Sí, el puto amo.

Lo observo un rato más, con cosquillas en el estómago, sonriendo ante su dominio absoluto de la máquina. Cuando Penny aparece unos minutos después, contenta por el levantamiento del castigo, apenas la escucho, mi atención está en el cielo, en el avión de Zack, en su torso sin camiseta, en su mirada al otro lado de la calle, en...

—¿Ju? ¿Me oyes? —insiste mi amiga por cuarta vez.

—Sí, sí, perdona.

—Estás en las nubes.

Eso mismo, en las que surca Zack con su caza…

—¿Qué me decías? —me intereso, sin dejar de mirar cómo aterriza.

—No me prestas atención. —Chasca la lengua, enfadada—. Deja de mirar al cielo y vuelve a la tierra.

—¡Claro que te escucho! Esta tarde quieres hablar con Ethan para poner los puntos sobre las íes. —Sonrío al descubrir su mueca de desconcierto—. Me parece bien, llevas tres meses liándote con él y no hay manera de formalizar lo vuestro. Sé fuerte, tú vales mucho.

—Ojalá fuera verdad. ¿Me has mirado bien? Me sobran diez kilos, no tengo tu sonrisa, ni tu voz ni tu culo.

La abrazo con ternura para subirle esa baja autoestima de siempre.

—Eres guapísima, Penny. Tienes una melena pelirroja que es la envidia de la base, unos ojos azules increíbles y eres la simpatía en persona. Plántate con Ethan, hazte valer. Y si no quiere lo mismo que tú, envíale a la mierda.

—¡Joder! ¡Mira la hora! —exclama—. Hemos de volver a clase si no queremos una amonestación.

Mis ojos no se apartan de Zack. Acaba de aterrizar, se ha sacado el cinturón, la máscara y el casco. Mueve un poco la cabeza para desentumecerla y luego baja sin problemas de la cabina hasta el suelo.

—Adelántate —le digo a Penny—. Voy en unos minutos.

—No tienes unos minutos —insiste ella—. Te la vas a cargar.

No le contesto y camino hacia él sin pensar en mis actos, solo empujada por su presencia. Lleva el casco a un lado, aguantado por el brazo. Sus pasos son largos y atléticos. Y encaja con una sonrisa los vítores de sus compañeros.

—Has estado impresionante. —Me paro un segundo delante de él—. Me ha molado muchísimo tu exhibición.

—Volar es mi pasión. —Sonríe y yo me muerdo el labio para ahogar un gemido—. Me han dicho que la tuya es cantar.

—¡Ju! —Penny me llama desde la entrada de la escuela y señala el reloj.

—Tengo que irme. —Me doy la vuelta—. Te veo luego, ¿quieres que te lleve a casa?

—Tu hermano lo hará, gracias.

El resto del día me pasa rápido. Tengo momentos de tristeza, como a la hora de comer, al descubrir la silla de mi madre vacía, o al entrar en el gimnasio por la tarde para la clase de Zumba y no bailar a su lado o al llegar a casa después de las clases y no encontrarme con su risa contagiosa. Pero me hago la fuerte, capeo los temporales y busco en mi interior la luz que ella me dejó. Penny aparece en mi porche a las cuatro y media con dos tarrinas de helado y dos cucharas.

—Nos vamos en un cuarto de hora —anuncio sentándome en el sillón—. Quiero ensayar para la actuación especial del mes que viene.

—Perfecto. —Penny señala la casa de enfrente—. Mira, tu piloto acaba de llegar.

Mi hermano me lanza un saludo y desaparece rumbo a su casa. Cuando Zack me mira con una de sus arrolladoras sonrisas, parece como si el sillón se hundiera en el suelo llevándome con él, y el recuerdo punzante de mis tardes acompañada de mi madre se funde en él. Levanto la mano para pedirle que se acerque a charlar un poco con nosotras, ansiosa por tenerle a mi lado.

—Tengo mucho que hacer —dice desde el otro lado de la calle—. En media hora Swan vuelve a buscarme. Necesito ir de compras, acabar de instalarme y preparar la cena. ¡Otro día!

—Te tomo la palabra.

Entra en su casa y parece como si el sol se apagara. Cierro los ojos para obligarme a no pensar en gilipolleces. Supongo que la muerte de mi madre me ha afectado más de lo debido, nunca me había comportado así. No puede ser otra cosa que mi cerebro enfrentándose a su ausencia y llenándose con ideas locas para borrar las tormentosas.

—¿Qué te pasa con ese tío? —pregunta Penny—. Pareces una perra en celo.

—Nada, solo me cae bien.

¿Es eso? ¿Verdad? ¿Solo me parece un tío simpático y nada más? Suspiro tragándome varios pensamientos demasiado imposibles, ocultándolos bajo una sonrisa triste. Si mi madre estuviera aquí, tendríamos una de nuestras conversaciones trascendentales acerca de la atracción, el amor y la amistad. Era cercana, aunque siempre intentara hacerme cumplir las normas con una estricta manera de interpretarlas y dictarlas. Hablábamos mucho y también discutíamos con vehemencia los temas más delicados, sin ceder en nuestras posiciones. Se parecía a mí, debo admitirlo. Era luchadora, persistente, con necesidad de defender sus ideas hasta las últimas consecuencias y una lealtad inquebrantable hacia los suyos.

Se me escapa una lágrima al recordarla sentada en el sillón de mimbre con la cuchara llena de helado de fresa, lamiéndola golosa mientras explicaba cosas de su día o del oficial que acababa de pasar en un coche o de cualquier cosa sin importancia. Mi amiga parlotea un poco acerca de la cita con Ethan. Está nerviosa, no para de tocarse el pelo y de retorcerse mechones sueltos, enrollándolos en un dedo. La tranquilizo con un abrazo, no puede permitir que él siga aprovechándose de ella, pero así es el amor, cuando te alcanza, suele llevarse tu voluntad. Miro un segundo hacia la casa de Zack y suspiro.

—Deberíamos irnos. —Penny se levanta sin dejar de tocarse el pelo.

—Ethan no te merece. —La imito con rapidez—. Hoy es el día D, o te conviertes en su novia o lo mandas a la mierda.

Caminamos hacia mi coche. Zack está en la cocina, lo veo a través de la ventana colocada frente a su fregadero. Lleva una camiseta de manga corta muy ceñida de color negro que le marca los pectorales, tiene el pelo mojado, como si acabara de tomar una ducha, y sus ojos verdes refulgen con una luz especial.

—Tía, para de babear o dejarás un charco en el suelo. —Penny se carcajea—. Está bueno, pero no tanto para quedarse mirándolo embobada.

—¡Yo no estoy embobada! —Niego con la cabeza—. Solo admiraba las vistas.

Echo un último vistazo a Zack antes de avanzar hasta el coche, como si me llamara en la distancia. Paramos un segundo en la garita de la entrada para pasar los controles habituales. Bajo la ventanilla, saludo al soldado Rogers y contesto las preguntas de rigor. Es un formalismo al que estoy acostumbrada desde niña.

Penny apenas habla en el trayecto hasta Cibolo, una ciudad no muy grande que se encuentra a diez minutos de Fort Lucas, está perdida en un mar de nervios. Al llegar frente a casa de Luke, una mansión enorme rodeada de jardín, con piscina privada y mil comodidades, el guitarrista de mi grupo nos saluda a través del videoportero. Nos abre tras soltar uno de sus comentarios divertidos que en otro tiempo me derretían. Fuimos novios durante un año, cuando empezamos a tocar juntos. Yo apenas había salido de la base y mis relaciones se reducían a los compañeros de la escuela, hijos de militares, y conocerlo cambió mi visión de la vida. Dejo el coche junto al de mi ex, cerca del garaje donde nos esperan los cuatro componentes de la banda.

—Allá vamos —anuncia Penny con la voz alterada—. Mira a Ethan, está guapísimo.

—Recuerda, si no te respeta, no vale la pena.

Le guiño un ojo y camino hacia el micro colocado al final del garaje, junto a los instrumentos. Ella vacila unos segundos antes de avanzar hacia Ethan y susurrarle unas palabras al oído. Él asiente, como si estuviera de acuerdo con su discurso, la toma de la mano y se pierden rumbo al jardín.

—Dadme unos minutos —dice el bajista—. Penny y yo necesitamos hablar a solas.

Luke me abraza por la cintura y me da un casto beso en los labios, como suele hacer cuando está contento. Yo respondo con su misma efusividad. Desde que rompimos, nuestra amistad se mantiene intacta. Luke es perfecto como confidente.

—A ver si arreglan de una vez esta situación. —Se sienta en el suelo con la espalda apoyada en la pared—. A Ethan le cuesta comprometerse.

Nuestros otros dos compañeros se dedican a tocar un poco para calentar la batería y el teclado. Son Alison y Ray, una pareja no muy sociable con quien tengo poca relación fuera de la música.

—Ella va a darle un ultimátum —le explico a Luke—. No pueden continuar así.

—Un dólar a que en diez minutos vuelven cabreados. —Una carcajada inunda el garaje—. Ethan está colado por Penny, pero ya lo conoces, no funciona bien bajo presión.

—Acepto la apuesta. Si la quiere, no la dejará escapar.

—Ayer te vi poco —musita él, cambiando de tema de forma radical—. Te pasaste mucho rato en el porche y luego subiste a tu habitación. —Me pasa un brazo por los hombros—. ¿Cómo lo llevas?

—La gente me dice que con el tiempo las penas desaparecen, pero a mí me duele muchísimo, y lo complicado es pasar los días. Esta mañana no sabía cómo dejar de llorar para que mi padre no me viera deshecha. Me cuesta no escucharla, ni verla ni darle los buenos días.

Luke me acaricia el cabello.

—Me tienes aquí para lo que necesites, no lo olvides.

Apoyo la cabeza en su torso y pasamos unos minutos en silencio, hasta que Ethan y Penny regresan abrazados y con una sonrisa radiante. Me levanto con agilidad, pongo la mano para recibir el dólar de Luke y le sonrío a mi amiga. Ella me guiña un ojo con un suspiro emocionado.

4

Zack

La semana me pasa con muchísima rapidez. No me cuesta adaptarme a la rutina de las lecciones, las horas de vuelo y las tareas domésticas necesarias para mantener la casa en perfecto estado. Siempre se me ha dado bien el orden y la parte física del adiestramiento; practico Judo desde niño y suelo pasar un mínimo de dos horas diarias en el gimnasio para no perder el tono muscular, pero mi gran pasión es volar con los aviones que se guardan en el hangar de la base y llegar a convertirme en un número uno de la Fuerza Aérea.

Cada mañana, mientras realizo las maniobras solicitadas por el instructor y aprendo nuevas tácticas de combate, saboreo el momento, la lucha incesante por alcanzar mi sueño, y lo doy todo de mí. El entrenamiento en Fort Lucas se encamina a crear pilotos valerosos y capaces de mantener la sangre fría en cualquier escenario, los entrenamientos son duros, combinan la recreación de situaciones extremas para ponernos a los pilotos a prueba, con acrobacias que demuestren nuestro domino absoluto de los cazas.

Entro en casa al terminar la jornada y le lanzo una mirada rápida a la vivienda de enfrente, esperando encontrarme con sus chispeantes pupilas esmeralda. Desde mi llegada nuestros encuentros son cada vez más frecuentes. Julia suele esperarme en la pista cuando aterrizo por las mañanas, al verme sonríe y se acerca para aplaudir con gestos mis acrobacias. Nuestras conversaciones se alagan más con el paso de los días y se vuelven más interesantes, como si poco a poco nos sintiéramos despojados de las cadenas de la timidez inicial.

Durante las horas de entrenamiento físico en el patio, la observo con disimulo y un cosquilleo en la piel. Julia siempre parece muy lejos del aula, como si las lecciones no le interesaran lo más mínimo y se dedicara a dar rienda suelta a su melancolía. Contempla la pizarra, el patio y nuestros ejercicios mientras garabatea algo en una libreta, con la mirada perdida. Pero cuando sus ojos me encuentran, conecta con el mundo y se ruboriza, como si acabara de pillarla copiando en un examen. Me gusta su forma de ser. No se amedranta ante nada, se la ve decidida, con una visión muy clara de la vida y de cómo luchar para conseguir cada una de sus metas. Y a la vez es sensible. Lleva el dolor por la muerte de su madre impreso en sus ojeras, pero batalla cada día para sonreír y no dejarse engullir por la melancolía.

Me sorprendo pensando demasiadas veces en ella, y no me gusta la idea, porque no deja de ser una niña, la hija del general y la hermana de Swan. Esta semana nos hemos encontrado cada noche frente al cubo de basura del callejón, cerca de los coches. La soledad de esas horas ha propiciado un acercamiento en forma de charlas amistosas a la luz de la luna, sentados en la acera. Ella se comporta con coquetería, me provoca con gestos y frases llenas de dobles intenciones. Y yo no consigo evitar reacciones desmedidas, a pesar de que mis años de entrenamiento militar las ocultan bajo un manto de fingida serenidad.

Por mucho que intente ver una niña de dieciséis años en ella, descubro la madurez en su manera de contarme algunos retazos del pasado junto a su madre o de sus inicios en la música o simplemente de sus planes para el fin de semana. Me siento bien a su lado, cada noche los minutos compartidos se alargan un poquito más, como si me costara separarse de ella. Y voy conociendo sus gustos, cuáles son sus ilusiones más recónditas, su modo de pensar, su carácter.

Horas más tarde, antes de irme a dormir, la saludo a través de la ventana cuando al cerrar las cortinas la descubro sentada en el alféizar, con sus eternos cascos rosas en los oídos y las lágrimas humedeciéndole las mejillas. Nuestras miradas tropiezan, seguidas de sonrisas inocentes y gestos con la mano. Al descubrirme se ilumina, como si mi presencia la ayudara a superar un poco su pérdida. Y eso no debería hacerme sentir bien.

El sábado despierto con las primeras luces del alba. No me gusta remolonear demasiado en la cama, prefiero madrugar para que las horas del día me cundan más. Me acerco a la ventana para abrir la cortina y echar un vistazo al día. Parece que va a llover, las nubes copan el cielo con su amenaza implícita de deshacerse sobre el asfalto.

La habitación de Julia está a oscuras, sin muestras de que su inquilina tenga intención de levantarse temprano. Recreo un segundo nuestra última conversación frente al cubo de basura de anoche. Nos pasamos más de veinte minutos charlando acerca de gustos musicales y de cine. Es extraño, pero nos complementamos bien en ese sentido, a ambos nos interesan un mismo estilo de cantantes y de películas de acción. La manera de ver la vida de Julia es optimista, parece un torbellino que arrasa con la tristeza a su paso.

Debería mantener una actitud más fría con ella y no explorar la atracción que me despierta. Tampoco debería permitirle llorar en mi hombro cuando la pena la invade. No puede reportarme ningún beneficio acercarme así a ella. Nuestra diferencia de edad, quién es, su pérdida reciente… Niego con la cabeza y camino hacia el baño. Ha llegado la hora de poner distancia entre nosotros para evitar que las cosas tomen una dimensión complicada, no es prudente seguir construyendo una amistad sin futuro.

Una ducha de agua fría me ayuda a deshacerme de los últimos rastros de sueño. Con la toalla enrollada en la cadera, bajo a la cocina a prepararme un sándwich de queso y un café cargado. Me lo como mientras escucho las noticas en la radio y miro por la ventana situada sobre el fregadero, atento a su casa, nadando a contracorriente en una especie de lucha para mantener la atención en otra parte.

Media hora después estoy en la calle, armado con un chándal, una mochila con la ropa de recambio y unas bambas de running. Estiro un poco los músculos frente a la cancela y miro el cielo con un mal presentimiento. No me apetece mojarme, pero tengo previsto recorrer los cuatro kilómetros hasta el gimnasio a paso rápido, y no voy a rajarme por una tormenta.

Antes de emprender la marcha, mis ojos me traicionan y descubren a Julia en la ventana de su habitación, mirándome con la cara somnolienta. Está sentada en el alféizar, con un modelito de deporte que muestra sus curvas perfectas y los cascos en las orejas. Cuando la saludo, ella sonríe sin pereza, como si mi presencia consiguiera despertarla de golpe. Se levanta, agita la mano y desaparece con rapidez.

Empiezo a correr con ella en el pensamiento. La base está en medio de una explanada, al lado de un bosque poblado de árboles. Recorro la calle donde se suceden las casas pareadas de los oficiales, frente a unifamiliares como la del general, hasta llegar al edificio común, el más grande de la base. Una vez dejo atrás la zona de viviendas, me adentro en la carretera de asfalto que conecta con la zona restringida. Allí la arboleda es más densa. La humedad no tarda en despertarme gotas de sudor en el cuerpo. Mis pasos son largos y ágiles, me acercan con rapidez a la garita de control. Escucho el rumor de un motor aproximándose. Un minuto después, el Chevrolet Camaro Coupé rojo de Julia reduce la velocidad al pasar por mi lado.

—¿Te llevo? —pregunta tras bajar la ventanilla—. No tardará en llover, y está claro que los dos vamos al gimnasio.

Observo el cielo con los labios fruncidos. La oscuridad amenaza con una tormenta épica, pero no me decido a aceptar su proposición. Sin embargo, mi mirada la repasa con avidez. Va vestida con unas mallas negras con el logo de Nike en fucsia en la cintura y una camiseta rosa ajustada, que solo le cubre los pechos y deja al aire su vientre plano y musculado. Inspiro por la nariz y suelto el aire con lentitud por la boca. Mi primera idea es subir al coche para pasar un rato agradable con ella, pero enseguida me reprendo por ese pensamiento, no hace ni media hora que he decidido alejarme de Julia, y estoy a punto de traicionar mis intenciones.

—Quería hacer un poco de ejercicio —contesto sin perder el ritmo—. No me importa mojarme.

—Vamos, no muerdo. Me apetece charlar un rato contigo. —Se retuerce un mechón de pelo con la mano, y ese gesto dispara mis hormonas—. Además, mi coche es mejor opción que correr bajo la lluvia.

Un rayo surca las nubes grisáceas en ese instante, y no tarda en escucharse el trueno, como si quisiera solidarizarse con sus palabras. Meneo la cabeza con un gruñido antes de detenerme, la idea de mojarme no me atrae en lo más mínimo, pero estar a solas con Julia en un coche es peligroso.

—¿Me tienes miedo? —pregunta ella, socarrona—. Tranquilo, no soy el lobo feroz.

Las primeras gotas aparecen como una fina llovizna, que arrecia enseguida. Suspiro. Quedan un poco más de dos kilómetros para llegar al gimnasio, y soy consciente de que, si no acepto su ofrecimiento, llegaré empapado. Mis ojos la observan uno segundo; resoplo con resignación, asiento con la cabeza y abro la puerta del copiloto. Pasar unos minutos con ella no puede comprometer mi decisión. ¡Soy un adulto responsable!

—Bienvenido a mi carroza —dice con una sonrisa—. Es un Chevrolet Camaro Coupé de cuatrocientos treinta y dos caballos de potencia. ¡Una chulada de coche!

—Y muy poco habitual para una niña como tú. —No tengo ni idea de por qué disparo estas palabras con voz airada.

—¡No soy una niña! —replica con un resoplido—. ¿No te gusta? —Su semblante encaja bastante mal mi comentario y mi reacción no es nada lógica, porque me enfurece haberla molestado—. Me costó varios meses reunir el dinero para comprármelo, mis padres querían regalarme uno chungo de segunda mano.

—Las actuaciones en The Hole deben ser muy productivas. —Sigo con un tono mosqueado, a pesar de no querer herirla—. Este coche es caro.

—Tess paga bien, y encima me lo paso de miedo. Es un trato genial. —Reduce un poco la velocidad y suelta un suspiro antes de cambiar su expresión por una pícara—. Deberías venir un miércoles a escucharme, así podrías ver en directo cómo suena The Band, así nos llamamos.

La tentación de aceptar es intensa, pero sería una locura; si me arriesgo a ir a ese bar, sé que me cautivará su actuación. Y no deja de ser una niña, a pesar de su cuerpo desarrollado, de sus pechos perfectos y de ese culo prieto que se insinúa a través de los vaqueros ajustados que suele llevar.

—¿Solo cantas versiones? —Me sereno un poco y busco un tema neutro para no contestar a su petición, aunque mis ojos se quedan más tiempo del aconsejable prendidos de sus labios.

—También me gusta componer canciones —explica con una sonrisa—. En las actuaciones intercalamos algunas conocidas con otras mías. Pensar la letra es lo más difícil, la inspiración es caprichosa y a veces aparece cuando menos me lo espero. Por eso siempre llevo el cuaderno conmigo.

—Te he visto escribir en tu libreta cuando estás en clase.

Las gotas de lluvia repiquetean contra la ventana delantera, cada vez más desatadas. Julia le da más velocidad al limpiaparabrisas y sube un poco el tono de la música. Suena Someone Like You, una balada de Adele.

—El cole me aburre un montón, y aprovecho el tiempo para darle vueltas a las letras y a las notas. —Baja un poco la voz—. Y con lo de mi madre, se me ocurren más melodías tristes. —Espira bajito—. No deja de ser una forma de sacar el dolor…

Pasamos el control que separa la zona destinada a las viviendas de la restringida, tras contestar a las preguntas de rigor y ver cómo uno de mis compañeros anota nuestros nombres en el registro.

Julia conduce despacio hasta la explanada de cemento señalizada como aparcamiento. Enfrente se alza el hangar con los aviones en revisión o en construcción, con las aeronaves preparadas para alzar el vuelo, frente a las pistas de aterrizaje. En el lado derecho está la escuela, un edificio bajo de cemento gris con muchas ventanas. Y a la izquierda se encuentra el coloso con las oficinas, las aulas de los soldados y un gran gimnasio en un edificio aparte, bajo y alargado, situado frente a una explanada de césped donde mis compañeros y yo realizamos los ejercicios diarios, con grandes ventanales y el techo piramidal de color marrón. Frente a la puerta se extienden banderas de varios países, con la Estados Unidos más alta y destacando por su medida extragnade.

—Nos toca una carrera para mojarnos poco —anuncia Julia colgándose la bolsa del hombro—. Llueve una pasada.

Las gotas furiosas repiquetean contra el cristal delantero cuando entreabre la puerta.