Carlos III y su época - Adolfo Carrasco Martínez - E-Book

Carlos III y su época E-Book

Adolfo Carrasco Martínez

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Beschreibung

Esta obra presenta en sus páginas un recorrido por la sociedad española, europea y americana de la segunda mitad del siglo XVIII. El enfoque divulgativo de este análisis, manteniendo todo el rigor historiográfico, la convierte en la más clara y completa sobre los años de la Ilustración desde todos los enfoques: política, sociedad, pensamiento y religión, economía, ciencias y artes. Los autores, catedráticos y profesores de diferentes universidades ,encabezados por Luis Miguel Enciso, son todos ellos especialistas de reconocido prestigio en cada una de las materias. Carlos III y su época: la monarquía ilustrada, traza un perfecto retrato de un monarca que, si bien llegó a la Corona gracias a una serie de azares, marcó con su política y la de sus gobiernos, absolutista pero ilustrada, el camino que ha convertido al país decadente que encontró a su llegada desde Napoles en la actual España.

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Título: Carlos III y su época

© De esta edición: Century Carroggio

ISBN:

IBIC:

Diseño de colección y maquetación: Javier Bachs

Traducción:

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Carlos III y su época

La monarquía ilustrada

Prólogo:

Luis Miguel Enciso Recio

Coordinadora general:

Isabel Enciso Alonso-Muñumer

Autores:

Adolfo Carrasco Martínez

Pablo Vázquez Gestal

Alfredo Alvar Ezquerra

Pere Molas Ribalta

Enrique Martínez Ruiz

Agustín González-Enciso

Maximiliano Barrio Gozalo

Enrique Jiménez López

Carlos Martínez Shaw

Carlos Gómez-Centurión

María Victoria López-Cordón

Antonio Mestre Sanchís

Miguel Morán Turina

Contenido

INTRODUCCIÓN 15

La monarquía: motor de las reformas 15

La imagen regia y España en Europa 17

Estructura social, economía y praxis del poder 24

La corte y el arte cortesano 39

¿Existió una Ilustración española? 44

La alianza dinástica y la importancia de las Indias 47

EL LARGO PRÓLOGO DE UN REINADO 53

El infante Carlos 56

La experiencia italiana 63

Carlos III, rey de España, rey de los españoles 95

LA MAJESTAD DE CARLOS III 115

Perfecto retrato de la soberanía 115

El rey, entre la ciudad de Dios y la patria de la razón 137

CARLOS III E ITALIA 151

Roma, Nápoles y Florencia 151

Nápoles y España 151

Italia antes de Nápoles 155

Nápoles 156

Harold Acton, The Bourbons of Naples 157

Napoli capitale 158

Il regno delle Due Sicilie 167

Civilización y arte 171

Italia después de Italia 191

¿España por Nápoles? Balances y

conclusiones de dos reinados 192

LA SOCIEDAD ESPAÑOLA EN

TIEMPOS DE CARLOS III 195

Alfa… 195

En los confines de Europa; en medio de Europa 197

Población, despoblamiento... y repoblación 201

Los fundamentos de la sociedad estamental 207

Nobleza y sociedad 214

Los problemas de la religión 221

El heterogéneo tercer estado 226

Algunas referencias al campesinado 232

Pensamiento ilustrado y reforma social 236

Los marginados 244

… y Omega 246

EL ESTADO Y LA ADMINISTRACIÓN 247

Los ministros del rey 247

El Consejo de Castilla 249

«Aragoneses» y «golillas» 252

El conde de Floridablanca 255

La administración territorial 257

Viejas y nuevas provincias 261

El gobierno de los municipios 265

Reformas en América 269

Reformas en el ejército 272

Carlos III y el despotismo ilustrado 275

EL PODER: GOBIERNOY REFORMISMO 279

Los protagonistas del poder 279

El gobierno: la práctica y las crisis 286

Las reformas 301

LA ECONOMÍA A DEBATE 319

España y la economía europea 319

Los problemas de la agricultura 324

El aumento de la producción agraria 330

La reforma de la agricultura 336

La industria textil: tradición y renovación 342

La industria lanera 342

Sedas, lienzos y algodones 348

La industria metalúrgica y otras 353

La renovación mercantil 359

Personas, instituciones y medios 360

La política mercantil 363

El mundo financiero 367

LAS RELACIONES ENTRE IGLESIA Y ESTADO 371

La defensa de las regalías 371

Las relaciones con Roma 375

El gobierno y la Iglesia española 387

La Inquisición 387

Los obispos 391

El clero regular. Entre la expulsión y la reforma 394

El clero secular y la reforma beneficial 406

LAS RELACIONES INTERNACIONALES 415

El Tercer Pacto de Familia 417

La guerra de los Siete Años 423

La guerra de emancipación de las Trece Colonias 428

El Mediterráneo musulmán 435

La Italia familiar 439

Roma, el conflicto Jesuítico y Portugal 442

Europa central y septentrional 447

De los Pactos de Familia a los pactos nacionales 450

CARLOS III Y LAS INDIAS 457

La secretaría de Estado de Indias 457

La Reorganización administrativa 458

La nueva división territorial 463

La expulsión de los jesuitas 466

La defensa de las Indias 469

El retorno de los exploradores 477

La expansión de las fronteras 483

El crecimiento económico 486

El ascenso de la sociedad criolla 496

La Ilustración oficial 499

La Ilustración regional 507

La literatura ilustrada 511

La pujanza del barroco 512

El camino a la independencia 518

LA CORTE DE CARLOS III 521

Palacios y Reales Sitios 523

La reforma de la Casa Real 526

La hora de la corte 530

La rutina del día a día 540

La comida y el vestido 545

El rey sale de caza 553

Fiestas, entretenimientos y diversiones 558

LA IMAGEN DE ESPAÑA EN EUROPA 563

Introducción 563

Viajeros y rutas en época de Carlos III 571

Los ciclos de representación 582

Viejos y nuevos estereotipos 592

La Ilustración a debate 601

ILUSTRACIÓN Y CULTURA 609

El marco europeo 609

Las circunstancias españolas 612

La llegada del monarca y las primeras reformas 623

Expulsión de los jesuitas y reforma de los estudios 628

Preceptoría de los infantes y

Reales Estudios de San Isidro 636

La reforma de los colegios mayores 640

Actividad científica al margen de la Universidad 644

Límites de las reformas carolinas 649

EL ARTE EN LA CORTEDE CARLOS III 657

«Aquí hay mucho que hacer» 657

Sabatini y la obra del Palacio Nuevo 663

Las manufacturas reales 666

La reforma de Madrid 668

Los Reales Sitios 673

Tiépolo y Mengs en Madrid 677

Goya pintor de tapices 683

Bibliografía 687

Autores 699

INTRODUCCIÓN

LA MONARQUÍA ILUSTRADA

La monarquía: motor de las reformas

El reinado de Carlos III ha contado con una atención especial por parte de los historiadores y son numerosos los enfoques para interpretarlo. Se ha hablado de monarquía ilustrada y auge del reformismo; también, de pensamiento y actitud ilustrada en consonancia con las corrientes más en boga en toda Europa; otros hablan de discutible progreso. En el caso de España fue la monarquía la que asimiló los postulados de la Ilustración e intentó fomentar y modernizar la economía, la administración, la cultura, la ciencia y la enseñanza. ¿Cuál fue el alcance de las reformas?, ¿fue Carlos III un monarca ilustrado? Luis Miguel Enciso hace balance, plantea el debate entre los expertos y nos abre el pórtico de un reinado sugestivo y lleno de matices. La lectura nos permitirá sacar conclusiones.

Al margen de otras valoraciones, Carlos III supo rodearse de intelectuales y políticos —no sin disensiones internas y discrepancias— que actuaron en connivencia con el poder establecido para llevar a cabo la transformación de la sociedad. La fe en la capacidad del hombre y en la razón, la actitud crítica, la confianza en los saberes y el conocimiento, el estudio de la naturaleza y la nueva visión de la religiosidad influyeron en una nueva forma de enfrentarse al mundo. En el ámbito político español destacan figuras como el conde de Aranda, el conde de Floridablanca, Campomanes y Olavide; en el pensamiento influyeron las ideas y la actitud de hombres como Mayans, el padre Feijoo, Jovellanos y tantos otros, minoría ilustrada que tenía confianza en los nuevos planteamientos de su siglo. Hicieron suyo el lema kantiano sapere aude, atrévete a conocer por ti mismo. Para Kant tenía un significado concreto: el hombre debía alcanzar la mayoría de edad y debía fomentar su propio criterio.

Es una época que mira con espíritu positivo hacia el futuro. En Inglaterra y, especialmente, en Francia, circulan los libros y las teorías de los filósofos, sobre todo de Rousseau, Montesquieu y Voltaire. Se conoce la actividad de los «enciclopedistas», de Diderot y D’Alembert, sus directores, y las novedades se divulgan a través de la prensa, las tertulias, los salones y los cafés. Comienzan a delinearse los contornos de la opinión pública, sobre todo en los centros urbanos de cierta relevancia. Los ilustrados fueron una minoría heterogénea de profesionales, intelectuales, altos funcionarios y hombres de negocios de difícil clasificación, pero trascendieron las fronteras de la elite que puso en práctica los proyectos reformadores.

Carlos III utilizó, además, resortes simbólicos para potenciar y consolidar su poder; rasgo característico, por otra parte, de las monarquías europeas. Es la época del despotismo o absolutismo ilustrado. El rey concentra los poderes, se tiende hacia la centralización y se ensalza su imagen como símbolo del progreso. Mientras que Europa se replanteaba las teorías políticas del absolutismo, en la península la monarquía se erigió en institución idónea para llevar a la práctica los planes educativos, procurar el bienestar material y la felicidad de los individuos y del cuerpo social. «Con Carlos III», opinan autores, «se pensó en el cambio integral de la sociedad en todas sus manifestaciones.» «Fue», explican, «una coyuntura peculiar, alterada no tanto con la llegada de Carlos IV, como con la de las repercusiones de la Revolución Francesa.»

La imagen regia y España en Europa

Tres dimensiones, en relación con Europa, inauguran el libro Carlos III y su época: la creación de la imagen real, la imagen de España en Europa y su reinado en Italia.

Carlos III, hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio, accedió al trono español en 1759. La sucesión estuvo cargada de tintes providenciales, ya que por delante de él figuraban los vástagos del primer matrimonio de Felipe V con María Luisa Gabriela de Saboya. Gracias a los esfuerzos de la política italiana de los monarcas, el joven Carlos adquirió una formación precoz en el oficio de reinar; primero, como heredero de los ducados de Parma, Piacenza y Toscana; después, en Nápoles y Sicilia. Para la memoria histórica, estos años napolitanos significaron un magnífico ensayo del futuro. Resulta imprescindible, hoy en día, por tanto, profundizar en la dimensión italiana, en los proyectos que se iniciaron allí, para comprender la actitud del monarca y sus acciones en el gobierno.

La época de Carlos III en Italia no suele incluirse en el estudio de su reinado. Sin embargo, tuvo gran repercusión, no solo por sus proyectos posteriores en materias culturales, artísticas o de gobierno, sino a la hora de construir la imagen de la majestad. Como afirma Adolfo Carrasco, «la etapa napolitana de Carlos tenía un doble valor en el discurso de exaltación, pues por un lado le distinguía entre los demás soberanos de Europa pasados y presentes y, por otro, le acreditaba una experiencia incalculable». También en torno al concepto dinástico se crearon nuevas imágenes gloriosas y regeneradoras. Los Borbón se convirtieron en titulares de la corona hispánica a raíz de la guerra de Sucesión. Solo a partir de 1713-1714, Felipe V pudo gobernar en un clima de paz. La nueva orientación se dejó sentir tempranamente con los decretos de Nueva Planta y las reformas institucionales y administrativas, el replanteamiento de las reformas económicas y la nueva concepción política y simbólica, que les diferenciaba de los Austria. La dinastía borbónica, de ascendencia francesa, otorgaría una nueva imagen de la soberanía y nuevos planteamientos en la forma de gobernar. Las pinturas de Tiépolo en el Palacio Nuevo tenían el fin político de exaltación de la gloria de España y de la dinastía.

Pero, ¿qué imagen de Carlos III fue la predominante? Adolfo Carrasco nos habla de ello: nuevas cualidades, como la bondad, el amor y la moderación, nos acercan a la imagen más cotidiana y próxima del monarca —en esta idea inciden, también, los retratos del rey-cazador—. Por otro lado, los atuendos militares —como el del famoso retrato de Mengs— y el providencialismo fueron valores ensalzados en los retratos reales. estas serían imágenes oficiales de Carlos III. Pero hay que tener en cuenta otros factores: el espíritu ilustrado otorgaba una preponderancia al poder político sobre el eclesiástico y, a la vez, el concepto del poder se basaba en la teoría del derecho divino. En pleno auge de la Ilustración, el monarca debía aparecer como máximo responsable del bien común y la felicidad de los individuos. Se incluye, por tanto, una idea más pragmática de gobierno, acorde con las nuevas ideas de corte ilustrado. La sencillez, el orden, el método, el trabajo y la razón nos recuerdan los fines de la monarquía. De esta forma, se conjugan los valores religiosos necesarios para seguir sustentando el símbolo monárquico y se añaden otros nuevos no ajenos a los conceptos de pragmatismo y utilidad.

Este recorrido a través de la diversidad de las representaciones y la simbología que se creó en torno a la figura regia constituye una primera aproximación al universo ideológico y cultural de mediados del siglo XVIII. La palabra escrita, como la obra del conde de Fernán Núñez, el lenguaje icónico-visual de los retratos de Mengs y Goya, el arte efímero y otras manifestaciones artísticas o literarias consolidaron, desde fechas tempranas, esta imagen del monarca y la monarquía.

Si importante es la creación de una imagen regia, también resulta de interés la percepción que «los otros» tenían de España. ¿Cómo se contempla España desde Europa? Otra vuelta de tuerca para las creaciones mentales y la proliferación de estereotipos. María Victoria-López Cordón incluye las diversas opiniones de viajeros y el estudio de otras fuentes que reflejan la realidad hispánica desde otro punto de vista. El interés por la diversidad cultural, la observación no solo de fenómenos naturales, sino la reflexión sobre el hombre y sus diferentes formas de sociabilidad, la mentalidad abierta hacia el conocimiento y la actitud crítica influyeron en la ampliación de los horizontes y en la movilidad hacia otros países y continentes. Pero, también, a través de las lecturas, los europeos hablarían de España. Montesquieu o Voltaire señalaban, en obras conocidas, el atraso español, condicionado por la religiosidad y la excesiva influencia del clero, la carencia cultural y la intolerancia. Opiniones de sesgo negativo que se observan en otros textos franceses, en los que se menciona la gran oportunidad desaprovechada por los españoles en el descubrimiento de América. Sin embargo, España estuvo presente en la literatura francesa y europea, y había obras de referencia obligada para las elites cultas, como El Quijote. La imagen que imperó, no obstante, fue la de un país decadente e intolerante, aunque abierto a la modernización, y se explotaron, entre otros, los tópicos de la picaresca y la altivez nobiliaria.

Los viajeros recorrieron la geografía hispana y vertieron su opinión sobre las costumbres y las gentes allende los Pirineos. Los ejemplos son múltiples; las razones de los desplazamientos, variados; el tiempo transcurrido, diverso, y el acopio de información y las opiniones, dispares, pero sus testimonios son siempre fuente importante para el conocimiento histórico de una realidad que va más allá del barniz de los documentos oficiales. Descubrieron diferentes aspectos de la sociedad española, dejaron constancia del itinerario y de la situación de los caminos y posadas, de los monumentos y tesoros artísticos y culturales, del paisaje y de los hábitos de los españoles. Algunos hablaron de la pobreza de las bibliotecas; otros, de la escasez de intelectuales y escritores de renombre; no faltaron aquellos que desmentían tópicos en cuanto a la forma de vestir y las costumbres, y ofrecían una imagen de regeneración gracias a los esfuerzos de la monarquía, aunque no dejaron de calificar al gobierno de «despótico». No pocos hablaron de «la aversión al trabajo»; otros, enfatizaron el carácter extrovertido, la gracia del baile y la imaginación de sus habitantes. También hubo quienes opinaron que los españoles eran altivos, violentos, indolentes y supersticiosos. En general, seguía vigente la fama militar, el valor desenfocado del honor y la excesiva importancia de los clérigos y la religión entre sus costumbres más arraigadas. Muchos hablan de la siesta y los toros, del «cortejo», de la belleza de las mujeres y de la decadencia de la aristocracia.

Crisol de opiniones, por tanto, mezcla de observación directa y asimilación de tópicos, la España de Carlos III recogía las posibilidades de un tiempo nuevo en el que las reformas podían cambiar la imagen de un país en decadencia para muchos, con un pasado brillante, pero con numerosos errores a sus espaldas.

Europa y España, España y Europa. Pablo Vázquez Gestal nos introduce en el fascinante mundo napolitano, en la riqueza cultural y la promoción artística y arqueológica de un monarca interesado por las artes, la ciencia y la política. Llevó a España a Tiépolo y a Mengs, construyó las residencias reales de Portici, Caserta y Capodimonte, que, posteriormente, tendría en mente al realizar los proyectos arquitectónicos de las residencias reales españolas; trasladó las colecciones que había heredado de los Farnesio al reino de Nápoles y abrió de forma restringida al público el museo arqueológico de Portici; dio impulso a las excavaciones de Pompeya y Herculano, se realizaron proyectos de grandes espacios naturales —posteriormente, en España, se fundó un nuevo Jardín Botánico—; se dio impulso a las Reales Fábricas, se mantuvo una constante atención por los nuevos progresos de la ciencia y se construyó el magnífico Teatro di San Carlo, centro de la actividad cultural y social de la capital. No cabe duda de que la imagen positiva de un reino al que se le había devuelto un rey saboreaba las consecuencias del espíritu ilustrado de la monarquía de Carlos VII, nuestro Carlos III.

Como afirma Pablo Vázquez, el reinado napolitano se caracterizó por «un plan estatal de reformas profundas con las que cambiar la realidad política, económica y social. Una forma de gobierno basado en los principios de la racionalidad, reorganización y eficacia. No se trataba de discutir el orden natural de las cosas, sino de mejorar un sistema que parecía que tenía más de uno y dos defectos». La acción política tendía a potenciar el centralismo borbónico en pleno siglo ilustrado. Con todo, «Nápoles... estaba en posición de competir con las capitales europeas más prestigiosas», aunque los éxitos en las reformas según los esquemas racionales y sistemáticos fueran, en muchos casos, parciales.

En el estudio de Carlos III y su época los márgenes cronológicos convencionales del nacimiento y muerte de un monarca circunscriben una aproximación relativa a las diversas tendencias de un momento histórico que excede los convencionalismos. Aún así, hay que establecer una acotación espacial y temporal. Siempre desde el marco y contexto europeo, y con atención especial a las Indias, la España de Carlos III es una realidad compleja que se articula según los diferentes prismas que proponemos. Este proyecto conjuga los métodos de la historia estructural y las nuevas tendencias de la historiografía más actual, que hacen hincapié en el estudio de la corte como ámbito de sociabilidad y representación.

Estructura social, economía y praxis del poder

El siglo ilustrado fue rico en matices y en contrastes. La reflexión acerca de los valores sociales imperantes generó cierto cuestionamiento de las herencias, aunque sus efectos no fueron visibles hasta las revoluciones burguesas. También en el terreno económico existió un largo debate entre el mercantilismo y las nuevas teorías de corte liberal. La crítica a las monarquías absolutistas, por último, convivió con el fortalecimiento de la autoridad real. España siguió el camino de las reformas, mientras que Francia optó por la vía revolucionaria a fines del XVIII.

¿Cómo era la sociedad en la España de Carlos III? Alfredo Alvar Ezquerra analiza los fenómenos demográficos y sociales de Europa y de España en esta época. Los datos disponibles revelan un aumento demográfico a lo largo de la centuria, con las diferencias nacionales y regionales pertinentes. Los índices de mortalidad descendieron por «la generosidad de la naturaleza», parcialmente por las mejoras higiénicas, sanitarias, avances médicos, descenso de las hambrunas, mejora de la agricultura y la alimentación y descenso de las epidemias. ¿Y en España? Como en Europa, la concentración o dispersión de la población por la geografía peninsular nos ofrece un mapa lleno de contrastes, entre una periferia más dinámica y un interior cada vez más abandonado, a excepción de Madrid. El catastro de Ensenada establece cifras aproximadas: en Castilla, unos seis millones de habitantes; en el resto, dos millones, además de los extranjeros y gente de paso. A finales de siglo, la población había aumentado a diez millones. Hubo, por tanto, un crecimiento acorde con la tendencia europea. Sin embargo, se seguía hablando de despoblamiento. De hecho, una de las iniciativas del gobierno ilustrado fueron las Nuevas Poblaciones, es decir, el traslado con incentivos de habitantes de otras regiones y extranjeros hacia tierras andaluzas y, después, hacia otras zonas de Extremadura y Valencia, aunque los resultados no estuvieron a la altura del proyecto inicial.

Hubo otros cambios que afectaron a las mentalidades. La sociedad europea y española seguía manteniendo la estructura del Antiguo Régimen: privilegiados —unos pocos— y los no privilegiados —la mayoría— aunque existían muchas diferencias, incluso entre los miembros de cada estamento. En el siglo XVIII seguía vigente el prestigio social adquirido por el nacimiento, pero también se afianzaba cada vez más el valor de la capacidad individual y del dinero, factores de movilidad social. En la época ilustrada se fue generando una corriente de pensamiento que hacía prevalecer el mérito sobre la sangre. Incluso desde la corona se incentivó y recompensó a aquellos que habían desempeñado una labor en bien de la comunidad, cambios que comenzaban a minar los postulados de la sociedad estamental. Como ha escrito un autor, todo ello «restó pureza y prestancia a la nobleza». Además, se arrastraban las rémoras del pasado. Gran parte de la nobleza estaba arruinada como consecuencia, en cierta medida, del régimen del mayorazgo, que impedía vender los bienes vinculados del linaje. Algunas medidas de la época de Carlos III tendieron a mejorar las condiciones en este sentido: se permitió la desvinculación de parte de los bienes. Por otro lado, se dificultó el acceso a la fundación de nuevos mayorazgos. La corona, además, intentaría recuperar las rentas enajenadas del patrimonio.

Otras propuestas recalcaban la modernidad del espíritu ilustrado: se abonó el terreno para la desamortización de bienes eclesiásticos y se promulgó tácitamente la reforma de la Iglesia. Esto no significa que los ilustrados fueran agnósticos o ateos, sino que simplemente, creían en una religiosidad más racional, en la formación del clero y la erradicación de la superstición.

Por último, el tercer estado, el grupo de los no privilegiados, ese grupo heterogéneo en el que se daba cabida a los comerciantes, artesanos, profesionales liberales, intelectuales y campesinos. El siglo XVIII ve surgir un grupo que intenta distinguirse social y económicamente sobre el resto, la burguesía, que aspira, todavía, a ascender en la escala social. La nueva consideración de la dignidad del trabajo influyó en un incipiente cambio de mentalidad. También hubo una preocupación por mejorar las condiciones del campesinado y de la agricultura, con medidas liberalizadoras y aprovechamiento de tierras. Las Sociedades Económicas volcaron parte de su actividad en esta dirección; también fueron un vehículo importante de educación y de asistencia social. Para los ilustrados, la asistencia social no significaba ejercer la caridad: se buscaba, en cierto sentido, la regeneración social y moral y el fin práctico del progreso. Se fomentaron, en definitiva, las instituciones oficiales de carácter público frente a la limosna. Sus objetivos estaban más inspirados en la reeducación que en la ayuda puntual. La pobreza, la marginalidad, los expósitos y vagabundos seguían siendo realidades sociales en la España de la época.

Atención especial prestaron los ilustrados a la economía y las formas de avance material. Agustín González Enciso explica los fundamentos básicos del pensamiento económico ilustrado y las reformas que se llevaron a cabo en la agricultura, el comercio y la industria. ¿Estaba España desarrollada económicamente?, ¿calaron las ideas del incipiente liberalismo económico?, ¿cuál es el balance? El autor ya nos adelanta conclusiones: «En los treinta años que dura el reinado, se pasa de la defensa de un mercantilismo tradicional a la aceptación de posturas fisiocráticas —que incluyen una mayor atención a la agricultura— y a la defensa de la libertad económica, de manera más o menos abierta». Sin embargo, las medidas que se tomaron para mejorar la situación económica no siempre dieron los resultados apetecidos. Algunas fueron innovadoras, como el decreto sobre el libre comercio con América; otras, tuvieron menor alcance. Lo que es cierto es que hubo un intenso debate entre los ilustrados para hacer avanzar los diversos sectores. La fisiocracia centró su interés en la agricultura como factor fundamental para el aumento de la riqueza. Se buscaron numerosas soluciones para paliar los defectos de un mundo rural todavía atrasado respecto a otros países europeos, con las mejoras del rendimiento y reparto de tierras, construcción de canales y pantanos, legislación favorable al campesinado y liberalización del comercio del grano, que tuvo un largo debate.

También en la industria se percibe la acción del gobierno: creación de fábricas textiles, como la de paños de Guadalajara, o las de San Fernando y Brihuega. Con ello se pretendía aumentar la calidad y la producción, introducir nueva tecnología y dar trabajo. A esta iniciativa pública se sumaban las diversas fábricas de la industria textil diseminadas por la geografía española: en centros urbanos, como Segovia, Valladolid y Palencia, y en otros núcleos rurales. La industria de la seda experimentó un crecimiento desigual, no así la algodonera, en plena expansión, especialmente en Cataluña, gracias a la aplicación de nueva tecnología. La industria metalúrgica, concentrada en el norte, sufrió las consecuencias de la supremacía inglesa y sueca, a pesar de los esfuerzos estatales por darle un mayor rendimiento. Sin embargo, la industria naval militar tuvo un gran crecimiento en esta época. Otras iniciativas del gobierno favorecieron el desarrollo de artículos de lujo: los tapices, relojes y cristales de las Manufacturas Reales alcanzaron un notable auge durante el reinado de Carlos III. En conclusión, variedad industrial, innovaciones técnicas y acción estatal que se enriquecen con otras iniciativas privadas de una nueva figura de empresario que actúa por cuenta propia, que convivió con la tradicional estructura de los gremios. A ellas se sumaría la creación del Banco de San Carlos, de carácter estatal.

La estructura social y el debate sobre la economía enlazan con la praxis del poder. Pere Molas explica la estructura estatal y administrativa, Enrique Martínez Ruiz analiza la práctica política, las iniciativas de la elite dirigente y las grandes reformas del reinado, y Maximiliano Barrio profundiza en las relaciones Iglesia-Estado.

La centralización político-administrativa fue el aspecto característico del Estado y la Administración borbónica. Se defendieron los criterios de un absolutismo monárquico, que se convirtió en «nervio de las reformas», aunque los amplios poderes del rey no eran ilimitados

—el sentido paternalista y gobernar para el bien común fueron dos formas de atemperar el despotismo ilustrado—.

El Consejo de Castilla era la principal institución, cuya organización se completaba con en el resto de los Consejos —Indias, Guerra, Hacienda, de Órdenes e Inquisición—. Mientras que el conde de Aranda fue presidente del Consejo de Castilla, se llevaron a cabo medidas reformistas de diverso alcance y contenido. Hubo discrepancias, no obstante, entre sus miembros: los «aragoneses» —menos inclinados hacia el poder absoluto, como el conde de Aranda— y los «golillas» —pertenecientes a la pequeña nobleza y partidarios del centralismo y el absolutismo, como el conde de Floridablanca y Campomanes—. El resultado fue la sustitución en la presidencia del máximo organismo del conde de Aranda. Campomanes se convertiría en gobernador del Consejo de forma interina. Sin embargo, sería el conde de Floridablanca, que sucedió a Grimaldi en la primera Secretaría de Estado, quien se erigiera en árbitro de la política española. La Junta Suprema de Estado —de reciente fundación, que reunía a los secretarios de despacho, y que presidió Floridablanca— sería el origen del futuro Consejo de Ministros. Por estos cauces se renovó el antiguo sistema polisinodal de los Austria. En el reinado siguiente, el primer secretario de Estado —Godoy sería su titular— y los secretarios de Despacho continuaron teniendo un papel fundamental en el organigrama institucional. Las reformas superaron, por tanto, el viejo esquema de los Consejos y, según algunos autores, «nunca había conocido la Administración Central española una mayor racionalización y un más adecuado deslinde de competencias».

¿Cuáles fueron los cambios en la administración territorial? España estaba dividida en provincias e intendencias. Floridablanca planteó una división judicial más homogénea: a las chancillerías de Valladolid y Granada se sumaron las audiencias de Asturias, Extremadura y Sevilla, que no solo tenían competencias judiciales, sino responsabilidades en el desarrollo económico de las provincias. Se incentivó, por otro lado, la carrera de magistrados que ya habían desempeñado cargos de corregidor o alcaldes mayores y que habían estado en contacto con las ideas reformadoras del gobierno. Por último, se crearon nuevas provincias, que atendían a criterios fiscales, en el norte cantábrico y Levante. Además, se tendió a fortalecer el poder real en las provincias de Navarra y Vascongadas, aunque sin abolir la organización institucional de cada una de ellas. Otras iniciativas, como la reducción de los sectores militares de la administración territorial, no llegaron a fructificar.

En los gobiernos municipales hubo tensiones frente a la oligarquía local, a la vez que la monarquía intentaba introducir medidas para el control fiscal y reducir el poder de las elites en los municipios con la nueva figura del «diputado del común», una medida que no contó, lógicamente, con la aprobación de los regidores.

También fueron importantes las reformas en la Administración americana y en el ejército, que no siempre fueron abrazadas con entusiasmo.

La labor de gobierno pertenece, tal y como afirma Martínez Ruiz, a los ministros de Carlos III, que «constituyen un grupo reducido de individuos entre los que el rey reparte las tareas y las responsabilidades». Capítulo aparte, por tanto, corresponde al entramado político, el ejercicio del poder y las reformas llevadas a cabo desde las más altas instancias administrativas, bajo la responsabilidad de la institución monárquica. El autor pone de relieve las figuras más influyentes en el gobierno: Arriaga, Ensenada, Manuel de Roda, Muñiz, Esquilache, Grimaldi, José de Gálvez, González de Castejón, el conde de Floridablanca, Juan Gregorio Muniain, Ricardo Wall, el conde de Aranda, Manuel Ventura Figueroa o Pedro Rodríguez Campomanes, entre otros. Destaca, en cuanto a la elección de ministros, el reconocimiento profesional por parte del monarca hacia unos colaboradores que hicieron suyo el programa de la monarquía ilustrada; nuevos y viejos nombres en el poder con escasas destituciones, ya que, «sea cual sea su extracción social, apostaron decididamente por las reformas que auspiciaba el soberano». La fidelidad al rey, sin embargo, no significó que entre ellos no surgieran discrepancias.

El primer equipo de gobierno lo compusieron hombres del reinado anterior: Wall, Muñiz y Arriaga, y uno nuevo de origen italiano, el marqués de Esquilache. Las primeras acciones de Carlos III en la península tendieron a legitimar su poder y el de su heredero, el futuro Carlos IV, con la convocatoria de Cortes y juramento del sucesor. No hubo, sin embargo, grandes incidentes ni oposición declarada. Por otro lado, la derogación de la pragmática regalista del regium exequatur desencadenó la primera crisis ministerial, que provocó la dimisión de Wall y nuevos nombramientos en las secretarías. En estos años se iría afianzando la política regalista y reformista, y hombres como Campomanes y Manuel de Roda consolidarían esta orientación en la acción de gobierno de Carlos III. No obstante, el motín de Esquilache (1766) traería cambios en la labor iniciada durante la primera época del reinado. La prohibición de utilizar la capa larga y el sombrero de ala ancha sirvió de detonante para manifestar el malestar latente de la población, que había sufrido, además, las consecuencias de la subida de los precios del pan. Carlos III se mostró condescendiente con las reivindicaciones de los amotinados, que pedían la destitución de Esquilache, la rebaja del precio del pan y la anulación de las prohibiciones sobre la indumentaria, entre otras, y que revelaron una mentalidad más secularizada y partidaria de cambios. Pero no solo en Madrid se alzaron voces discordantes frente a la política reformista. En los meses siguientes, se produjeron diversos motines y revueltas por toda la geografía peninsular inspirados por la carestía, la oposición a las autoridades locales, algunos con cierto matiz anticlerical y otros antiseñoriales. Las represalias se tomaron contra algunos que se consideraron responsables de los hechos, entre ellos, los jesuitas. A partir de entonces, la acción de gobierno recayó en el Consejo de Castilla y en el conde de Aranda, aunque la disparidad de criterios con el rey influyó en su posterior nombramiento como embajador en París; un recurso para formar nuevo gobierno con la presidencia en el Consejo de Manuel Ventura Figueroa, hombre fiel a Campomanes.

El desastre de la campaña de Argel propició la entrada en escena del conde de Floridablanca y el nombramiento de Grimaldi como embajador en Roma, responsable del fracaso de la política africana. Floridablanca, como apunta Martínez Ruiz, «supo... ganarse la confianza de Carlos III, de forma que con el paso de los años fue adquiriendo progresivamente el control del poder hasta hacerse dueño indiscutido del mismo». Desde ese momento hasta el final del reinado contaría con la confianza del monarca y se convertiría en la luz rectora de una etapa que se ha calificado como el auge del reformismo.

¿Cuál fue el programa político de Carlos III y sus ministros? Martínez Ruiz afirma: «Si tuviéramos que definir el reinado de Carlos III en pocas palabras podríamos hacerlo como el periodo en el que culmina el reformismo borbónico ilustrado en nuestra monarquía, pues al margen de otro tipo de consideraciones o realidades, la reforma es una constante a lo largo de los veintinueve años que nos ocupan». Destacan medidas en materias arancelarias, en el orden público, en las contribuciones —se pretendía imponer una contribución única y universal—, en el Consejo de Castilla y en las secretarías; todo ello tendía al centralismo y a reforzar el poder regio, y contó con una fuerte oposición por parte de aquellos sectores que veían mermados sus privilegios. La nobleza veía con reticencia la ascensión de otros grupos sociales, que accedían al ennoblecimiento por el servicio al monarca; el clero no aceptaba los recortes en sus privilegios económicos y en el predominio del poder estatal que los ministros de Carlos III propugnaban; otros sectores, como los gremios, perdieron parte de su monopolio; las clases populares tenían otros motivos: la carestía, los abusos de las autoridades locales y el peso de la fiscalidad, entre otras. Martínez Ruiz asevera: “Hoy se comprueba que... había muchos problemas y conflictos sin resolver». La acción policial para garantizar la seguridad y el orden social, las medidas para repoblar zonas con escaso número de habitantes, la expulsión de los jesuitas y los nuevos planes de estudio, la reorganización militar, además de las iniciativas de las Sociedades Económicas, nos hablan de un clima de signo ilustrado y de una atención especial por parte del gobierno para fomentar el progreso económico y cultural, aunque el resultado no siempre estuviera a la altura de los planteamientos iniciales y exista un campo abierto a la investigación para establecer el verdadero alcance de las decisiones del gobierno.

Por otro lado, y para completar la política carolina, Maximiliano Barrio explica de forma detenida los aspectos más importantes de la relación entre la Iglesia y el Estado. El autor se centra en varias perspectivas de estudio: el regalismo de la monarquía, el rechazo al centralismo de Roma y la reforma de la Inquisición y del clero según los postulados de la utilidad y la razón. La tendencia general de la época fue reforzar el poder real frente al poder de la Iglesia.

La política regalista del siglo XVIII, apunta Barrio, se concibe como un «derecho inherente a la corona de regular, en virtud del propio poder real, determinadas materias eclesiásticas». Esta tendencia era hija de su tiempo: el proceso de secularización de la sociedad y la necesidad de reforma de la Iglesia eran principios expuestos y propugnados por el pensamiento ilustrado y los intelectuales del entorno regio. El choque entre el poder temporal y el espiritual se convertiría, de esta forma, en un rasgo característico de la centuria. «En este sentido», corrobora el autor, «todo el reinado sirvió de escenario al tira y afloja entre las concesiones de la curia romana y los presuntos derechos del monarca.» Desde el gobierno se tomaron medidas para mantener la independencia respecto a Roma: «La exaltación de la figura del obispo», pero subordinándolo al poder regio, así como la revisión de los documentos romanos y de la inmunidad eclesiástica fueron algunas de ellas. Un agente y un embajador representaban, por otra parte, los intereses de la corona en Roma.

A pesar de la postura conciliadora del concordato de 1753 —el papa concedió potestad al monarca para nombrar oficios eclesiásticos y beneficios, con algunas excepciones, y se reservó el derecho sobre dispensas y gracias— fue insuficiente para las pretensiones del poder civil en aquel momento. Años después, la rehabilitación del pase regio, es decir, el derecho que se arrogaba el monarca para dar validez a los documentos emanados de la curia romana, harían más tensas las relaciones con Clemente XIII. Después de un paréntesis, la entrada en vigor del exequatur estuvo condicionada por la actitud del papa contra la política regalista del duque de Parma. Carlos III defendió los intereses de su hermano y la ofensiva diplomática estuvo acompañada de un despliegue militar en Benevento y Avignon. Desde la península se acusaba a los jesuitas de haber promovido la postura condenatoria del pontífice. El deterioro de las relaciones con Roma, sin embargo, cambió de signo con la elección de Clemente XIV, «hombre débil», que «cedió a las presiones de los monarcas, pensando que así evitaba males mayores». El conde de Floridablanca consiguió en esta época la creación del tribunal de la Rota en Madrid con miembros españoles sin apelación a otras instancias, la supresión de la Compañía de Jesús y la reducción del derecho de asilo. Esta tendencia continuó con su sucesor, Pío IV, que, tal y como afirma Barrio, «siempre se mostró amistoso hacia la corte de Madrid».

La monarquía también intentó tener bajo su control a los clérigos y al Santo Oficio. Las limitaciones de competencias inquisitoriales —censura y penas— y las medidas para fomentar la figura de obispos ilustrados y colaboradores en materias de orden público, asistencia social y desarrollo cultural así lo atestiguan. La reforma del clero regular —reducción de su número y supresión de conventos— y la mejora en la formación del secular se inspiró en los ideales utilitarios de los ilustrados.

La corte y el arte cortesano

Además de los aspectos estructurales de la sociedad, la economía y el gobierno, nos interesa descubrir el mundo de la corte, ese microcosmos que se crea en torno al rey y que genera una etiqueta y un ceremonial que concede a cada cual un lugar en la sociedad y se convierte en escenario privilegiado para el desarrollo de un arte propiamente cortesano.

Carlos Gómez-Centurión explica: «Las cortes del Antiguo Régimen eran sede del poder político y administrativo, pero también centros generadores de modelos de comportamiento social y un permanente espectáculo en el que la visualización práctica y ritualizada del poder real constituía un requisito indispensable para su conservación». El espacio —Madrid y las residencias regias—, la Casa Real, el ceremonial y las fiestas configuran las directrices maestras del estudio de una corte que tendió a la austeridad sin renunciar a la dignidad de la institución monárquica. De hecho, Gómez-Centurión pretende superar tópicos y afirma que los rasgos de sencillez no deben eclipsar, sin embargo, otras realidades: los gastos del servicio regio, las iniciativas urbanísticas o el arte introducen elementos de juicio que matizan las visiones más reiteradas. Carlos III tenía, en definitiva, un gran sentido de la magnificencia.

La Casa Real, constituida por más de dos mil personas, era un claro «indicador de la posición y prestigio de la monarquía», afirma Gómez Centurión. Sin embargo, cuando murió María Amalia de Sajonia, el rey reunió las casas del rey y la reina en una sola, lo que supuso una restricción en cuanto al número de oficios y cargos. Por otro lado, se promulgó un nuevo reglamento inspirado en el que Ensenada realizó para Fernando IV. Durante el reinado de Carlos III se intentó contener el gasto que generaba el servicio palatino, pero lo cierto es que no se logró. Los cargos de mayor rango siguieron siendo monopolio de la alta nobleza. En los siglos pasados, tener un cargo en palacio era símbolo de influencia política, pero, en el siglo XVIII, este rasgo distintivo tendió a disminuir, aunque preservó el del prestigio social y la posibilidad de promoción. A diferencia de otras épocas, el monarca mantuvo la distancia con quienes estaban a su servicio, aunque tuvo preferencias, concentradas, sobre todo, en su ayuda de cámara Amelrico Pini o su sumiller de corps, el duque de Losada.

Aspecto relevante es lo que atañe al ceremonial cortesano. Los intentos de renovación de la etiqueta de los Austria, emprendida en los reinados anteriores, seguían siendo una asignatura pendiente. Carlos III introdujo algunas variantes que tendían a simplificar el protocolo, a hacer más simple la vida cotidiana, pero fomentó las audiencias públicas. La regularidad en las comidas y en el resto de la actividad diaria confiere a la corte de Carlos III un aspecto ordenado y sujeto a normas estrictas y sistemáticas. La rutina es el rasgo característico del ceremonial y la personalidad del monarca. El ritual en torno a su persona comenzaba desde las horas tempranas hasta el final de la jornada. Hombre metódico y normas metódicas. «A no ser que sucediera algo inesperado», explica Gómez-Centurión, «el monarca solía repetir las mismas actividades, con los mismos horarios, día tras día.» Parece cierta la imagen de un monarca que siente aversión a los cambios, sencillo y sobrio en sus costumbres. Pero si Carlos III tendió a la sencillez en el vestir o en otros actos de su vida cotidiana, no hay que olvidar que esta tendencia se observa en otras cortes europeas y es fruto de otros valores que comienzan a imponerse en la sociedad y que llevan al autor a preguntarse si «no contribuyeron en igual medida a desacralizar las monarquías absolutas y, por tanto, a debilitarlas y aproximar su caída».

Ciertamente, entre las aficiones del monarca no se contaban los bailes o la música, pues prefería la caza o jugar a las cartas. Tampoco hubo grandes celebraciones durante su reinado que trastocaran el ritmo ordinario, a excepción de las solemnidades que debían conmemorar algún acontecimiento de la vida de los reyes y su familia, como nacimientos, bodas o funerales. Destacan, en cambio, algunas fiestas que se hicieron en los inicios de su reinado. En Barcelona, la máscara organizada por colegios y gremios mayores para recibir a los monarcas mostraría a través del lenguaje simbólico y la mitología todo el esplendor de la corona, además de ser una fórmula para reivindicar pretensiones de la ciudad. «Durante dos días», dice Miguel Morán, «la ciudad vistió sus mejore galas y... desfilaron por las calles... quince magníficos carros triunfales adornados», que aludían a las virtudes del monarca y a una nueva edad de oro, «acompañados por Mercurio, el dios del comercio... Y todo ello... culminaba en la gran máquina levantada frente a la Lonja en la que podía verse un gran teatro de mar en que se figuraban los dos Emispherios sobre dos pedestales y las columnas de Hércules con el Plus Ultra... y en medio de todo se encontraba reinando sobre su trono un Apolo Sol, imagen de Carlos III que, como el Sol en su esfera, debía ordenar ese otro universo que es la corte.»

Si el monarca no fue proclive a los fastos cortesanos, sus iniciativas en materia artística ofrecen una imagen bien distinta. Su experiencia napolitana le había dado la oportunidad de requerir los servicios de artistas y arquitectos de renombre, como Vanvitelli, Fuga o Mengs. Para Morán, el rey «sabía perfectamente lo que quería y cómo hacerlo», aunque «su gusto no estaba exento de contradicciones». El interés por los palacios y el urbanismo fue uno de los rasgos más notorios de la inclinación del monarca hacia las artes, aunque estuviera ligado a contenidos políticos y al espíritu ilustrado. Como había hecho en Nápoles, no tardó en encargar nuevas obras para embellecer los Reales Sitios —El Pardo, Aranjuez, El Escorial y La Granja— y cambiar la fisonomía de la capital, residencia del soberano y de la corte. Las grandes zonas ajardinadas, la puerta de Alcalá, Recoletos y Atocha, el edificio Villanueva, el Jardín Botánico y el Gabinete de Ciencias Naturales, la Academia de Bellas Artes de San Fernando, Cibeles y Neptuno configuran espacios privilegiados del gusto y estética dieciochesca y se convertirían en el epicentro de la vida madrileña. Se construyeron importantes edificios, como Correos, la Aduana o el Hospital General, pero, en realidad, dice Morán, «dan una falsa imagen clasicista a una ciudad que sigue siendo en estructura y en su trama la vieja ciudad de los Austria».

Entre los arquitectos, el monarca tuvo preferencia por Sabatini, y relegó a otras figuras del momento. Aunque no se intentó elaborar un plan urbanístico en torno al Palacio Nuevo, casi concluido, el monarca quiso introducir algunas reformas en el exterior —para resumir elementos decorativos, dotar a la fachada de mayor «severidad y rigor» y ampliar el espacio disponible— y en el interior —decoración, proyectos pictóricos de Tiépolo y Mengs y reordenación de las salas y estancias—. También, como en Nápoles, las Manufacturas Reales: vidrios, tapices —es la época en la que trabaja Goya— y porcelanas tuvieron un gran auge y muchas de ellas se destinaron al interior de las residencias regias. Como explica Morán, en la decoración interior se hicieron mayores concesiones a detalles lujosos.

Los pintores escogidos por Carlos III, Tiépolo y Mengs, representaron, de forma muy distinta, la imagen de la monarquía, aunque ambos utilizaron el lenguaje alegórico y mitológico para plasmar las virtudes del monarca y la gloria de la dinastía en un momento en el que las tendencias estaban cambiando y predominaban visiones más costumbristas e historicistas. Fue Mengs el pintor que adquirió mayor prestigio en la corte carolina. La figura de Goya auguraba una renovación del arte.

En conclusión, espacio de arte, lugar de sociabilidad, escenario de representación regia, la corte española estuvo «a la misma altura que el resto de las europeas», afirma Gómez-Centurión.

¿Existió una Ilustración española?

Muchos autores han reflexionado sobre la Ilustración española. Algunos han llegado a afirmar que, si existió, no estuvo a la altura de la europea. Antonio Mestre reconoce que «los españoles no podemos presentar un elenco de autores que hayan marcado el pensamiento del siglo XVIII, como los franceses, ingleses o alemanes». El profesor alude a la difusión de las ideas de Montesquieu, Voltaire, Rousseau, a la influencia de Locke o Newton, a Kant y a otros philosophes italianos. Sin embargo, hace suyas las palabras de Herr: «En lugar de buscar en España aquellos rasgos que pueden equivaler a los encontrados en Francia o en otros lugares, lo indicado es intentar comprender la respuesta de España a los fenómenos comunes de toda Europa. Sin duda hubo ilustración en España; el problema es conocerla y describirla en sus propios términos».

Por otro lado, se pregunta Mestre cómo se reflejó el pensamiento ilustrado español en el terreno cultural. Las múltiples reformas en la Biblioteca Real, academias, estudios y universidades

—ligadas a la expulsión de los jesuitas— y los viajes científicos e históricos son solo algunos aspectos de la política cultural. Es cierto que se editaron numerosos trabajos bajo la promoción de la Biblioteca Real, que tuvo nuevo director y nuevos estatutos en los que se hacía hincapié en la buena formación de los funcionarios. También se renovó la actividad de la Real Academia de la Historia, que estuvo dirigida durante muchos años por el polifacético e ilustrado Campomanes. Continuó la promoción de la iniciativa privada de los viajes científicos, artísticos o históricos

—Ponz es referencia obligada—. Por último, los planes de estudios y la Universidad requerían de nuevos planteamientos, no siempre fructíferos. Se intentó terminar con el monopolio de los colegiales, que copaban los puestos universitarios y de la administración y la judicatura, a favor de los manteístas. Este monopolio se veía como un freno al desarrollo cultural, y de ello deriva la reforma de los Colegios Mayores y de la Universidad, que tuvo escaso alcance, a pesar de los propósitos iniciales. La ciencia se desarrolló, es un hecho, al margen de la institución universitaria.

Para Mestre, en definitiva, existió una actitud ilustrada en España que se reflejó en los múltiples proyectos y en figuras relevantes que mostraron su connivencia con las ideas que corrían por Europa. Pero la cultura estuvo supeditada al poder. Lo que más interesó a Carlos III, según el autor, fue fortalecer el poder regio y emprender aquellas reformas que sirvieran a ese objetivo: «En el fondo», dice, «subyacía la idea básica que había dominado la mentalidad de Carlos III: el monarca por derecho divino». Criterio selectivo y escaso interés personal del monarca por una cultura sin fines políticos; tal es la valoración final del autor.

La alianza dinástica y la importancia de las Indias

La alianza con Francia y la defensa de las Indias rigieron la política internacional de la época. ¿Cuáles fueron los principales conflictos?, ¿qué papel tuvo España en el concierto europeo?, ¿cuál fue la actitud respecto a América?

Como afirma Enrique Giménez, «la comunidad de intereses con el tronco familiar de los Borbón fue la piedra angular de la política carolina», una constante a lo largo de los años de su reinado. Esta vinculación dinástica se tradujo en la firma, en 1761, del Tercer Pacto de Familia, que rubricó la alianza hispano-francesa para frenar el auge de Inglaterra, su expansión colonial y su predominio naval. España participó en la guerra de los Siete Años y en la guerra de Independencia de las colonias americanas, aunque los lazos con Francia no siempre estuvieron asentados sobre el equilibrio y la confianza. Con el resto de países europeos se mantuvo un clima de paz y la corona española siguió demostrando un interés especial por el Mediterráneo e Italia. La Revolución francesa minaría las directrices dinásticas de la política exterior.

El predominio colonial de América enfrentó a las tres potencias a lo largo del siglo XVIII. El avance inglés en el norte suponía una amenaza tanto para franceses como para españoles, especialmente, por los enclaves del Caribe y América del Sur.

España entraría en la guerra de los Siete Años en 1762. La ofensiva británica contra lugares estratégicos de las Indias —lograron el dominio de La Habana y Manila— vulneró los intereses hispánicos. Más éxito tuvieron los españoles en el sur con la conquista de la colonia portuguesa de Sacramento. Por la Paz de París, en 1763, España recuperaba La Habana y Manila, debía ceder a los ingleses Florida y los territorios al este y sureste del Mississippi y renunciar a Menorca, además de conceder otros beneficios sobre el comercio y la pesca. También debía retirarse de los territorios portugueses y Francia recompensó a sus aliados con la Louisiana occidental. Las cláusulas poco favorables a los Estados borbónicos agravarían la tensión entre los países y se desencadenarían nuevos conflictos.

Otros incidentes, como el de las Malvinas —Inglaterra ocupó militarmente la isla y España no recibió ayuda francesa—, pondrían a prueba la unión entre España y Francia, aunque no tuvo mayores consecuencias porque los ingleses se retiraron voluntariamente.

La guerra de Independencia de las colonias británicas de América del Norte, en 1776, fue una ocasión propicia para volver a reactivar el pacto contra Inglaterra, aunque España actuó con cautela, pues solo entró en la guerra a partir de 1779, ya que la acción de los americanos podía servir de ejemplo a las colonias españolas. Sin embargo, España intervino para defender sus intereses en el Nuevo Mundo y recuperar Menorca y Gibraltar. ¿Cuáles fueron las consecuencias de la guerra? Con la devolución de la isla menorquina, la Florida y otros territorios, «los dominios hispánicos en la América septentrional alcanzaron su máxima expresión». Posteriormente, habría una política de acercamiento a Inglaterra y se firmarían tratados con Portugal, favorecidos por enlaces matrimoniales de las familias reales.

Por otro lado, se intentó garantizar la paz en el Mediterráneo. Se establecieron tratados con Marruecos, Trípoli, Túnez y Turquía —principalmente, comerciales y contra la piratería—. Especialmente complicada fue la negociación con Argel, cuya desastrosa expedición le costó el puesto a Grimaldi.

En Italia, la intervención de Carlos III en los asuntos del reino de las Dos Sicilias —gobernadas por su hijo Fernando IV y María Carolina de Austria— fue más difícil a raíz de la caída de Tanucci y el viraje hacia Austria de la política fernandina propiciada por la creciente influencia de la reina. Acontecimientos similares se sucederían en el ducado de Parma: la capacidad de intervención de Carlos III se redujo con la sucesión del infante Felipe. La influencia de la duquesa María Amalia de Austria condicionó una nueva política de alianzas en Parma.

Este panorama general de la posición española en el ámbito internacional nos permite vislumbrar la importancia de América. Un merecido capítulo aparte se constituye en torno a las Indias, ya no solo por las implicaciones en Europa, sino por su propia idiosincrasia y espacio dotado de una ambivalencia entre autonomía-dependencia. Las directrices de la política carolina en la América española atendieron a los distintos ámbitos de la vida económica, social, intelectual y militar, desde la racionalización administrativa y territorial, el regalismo de la corona, el control de las revueltas y alzamientos de las comunidades indígenas y la liberalización del comercio, hasta la reforma del ejército, el plan de fortificaciones, el desarrollo de la marina, los tratados con otras potencias para delimitar fronteras y la exploración y asentamiento en nuevos territorios, así como los proyectos culturales y la difusión de las ideas ilustradas. Como afirma Carlos Martínez Shaw, «las reformas administrativas, hacendísticas y militares constituyen sin duda una base indispensable para la expansión territorial, pero también para el crecimiento económico, otro ámbito donde también se dejó sentir la acción gubernamental tratando de potenciar la iniciativa privada». Una de las medidas más significativas de la época en este sentido fue el decreto sobre el libre comercio, que tuvo como consecuencias la expansión del tráfico colonial y el aumento del número de barcos. Otras iniciativas importantes se encaminaron hacia el desarrollo del comercio interior —con la mejora de las rutas terrestres y marítimas— y el comercio exterior, con un mayor rendimiento de la explotación y exportación minera —especialmente, la plata mexicana y peruana y el oro de Nueva Granada y del norte de Chile—, y de otros productos, como la cochinilla, el añil, el tabaco, el azúcar y el cacao.

En el terreno social, aumentó el descontento de los criollos frente a los españoles peninsulares, que copaban los puestos políticos y administrativos. Las ideas ilustradas y su difusión, además, explica el autor, «fueron responsables del despertar de la conciencia de América». Pero la influencia de las nuevas ideas también se observa en la actitud de las autoridades metropolitanas y virreinales y en su preocupación por la ciencia, la investigación, el desarrollo cultural y la educación. Proliferaron las academias, se fomentó la reforma de los estudios y las universidades —también ligado al vacío dejado por la expulsión de los jesuitas— y de los colegios según el modelo ilustrado de la metrópoli, se crearon jardines botánicos y se impulsaron desde el gobierno las expediciones científicas. Sin embargo, «al margen del impulso oficial», dice el autor, «la Ilustración se desarrolló en cada una de las regiones... por medio de la obra de una serie de científicos, pensadores, escritores y artistas que procuraron una considerable animación cultural a los distintos núcleos urbanos». Tal y como ocurrió en la metrópoli y a pesar de su difusión a través de tertulias, periódicos y publicaciones de diversa índole, fue una actitud minoritaria entre las elites españolas y criollas.

Carlos Martínez Shaw afirma, en conclusión, que, durante el reinado de Carlos III, las Indias vivieron un auge económico, cultural y artístico; un preludio, no obstante, de cambios. Los intelectuales, artistas y científicos americanos, con el tiempo, aspirarían a formas políticas superadoras de los esquemas del despotismo ilustrado. Quedaba abierto el camino, en definitiva, para la reflexión sobre la independencia de la América española.

Las páginas que siguen pretenden ser una aproximación a los aspectos más importantes de Carlos III y su época, basados en la actitud ilustrada y pórtico, también, de grandes cambios.

Isabel Enciso Alonso-Muñumer

EL LARGO PRÓLOGO DE UN REINADO

¿Fue Carlos III un gran rey, un monarca ilustrado? El tema ha suscitado múltiples interpretaciones.

Es conocida la discutible, pero aguda, opinión de Paul Hazard: «La filosofía creía servirse de los reyes y eran los reyes los que se servían de ella». La monarquía española, ¿se vio condicionada por la Ilustración, fue siempre fiel a los requerimientos de los pensadores o políticos ilustrados? En España, como recordaba Sánchez Agesta1 a partir de los tratadistas de la época, y singularmente, León del Arroyal, la monarquía aspiró a ser, fue en no pocas ocasiones, «el nervio principal de la reforma». Para quienes interpretan la Ilustración como un movimiento ideológico, una «filosofía de las luces», «en lugar de presuponer una armonía entre la monarquía y las luces, el reinado de Carlos III debe ser narrado cargando el acento en las múltiples y perceptibles disonancias que surgen entre reformadores y gobernantes en los periodos que corresponden a la privanza de Esquilache, Aranda y Floridablanca2. No es ese el punto de vista de los que interpretamos la Ilustración3 como una actitud, de la que Carlos III participó en gran medida y a la que el monarca dio cauce e impulso, aunque con resultados no siempre coherentes.

Comparto, en definitiva, tres opiniones del maestro Domínguez Ortiz. He aquí la primera: «Con ventaja considerable, [Carlos III] fue el mejor de nuestros soberanos del siglo XVIII; el más informado de los asuntos públicos; el más reservado e independiente en sus resoluciones; el más consciente de sus deberes como cabeza y jefe supremo del Estado»4. La segunda de las opiniones aludidas se refiere a Carlos como rey de Nápoles. «Fue», dice Domínguez Ortiz, «el impulsor de un programa de reformas en Nápoles.» «Tales reformas eran, en parte, meramente funcionales, derivadas de la conversión del territorio virreinal en real, con las consiguientes transformaciones jurídicas, edilicias, etc. Pero Carlos fue, o intentó, ir mucho más allá, apuntando hacia una profunda reforma de las estructuras, y en esto radica el interés de su experimento, en sí mismo y como precedente del que más tarde realizaría en su tierra natal española.»5 Cabe, para terminar, formular un diagnóstico de conjunto sobre el reinado de Carlos III. Todos, «panegiristas y detractores», escribe Domínguez Ortiz6, «han estado de acuerdo en considerar de capital importancia el reinado de Carlos III, rey de España, rey de todos los españoles».

Si se puede resumir de alguna manera la obra del monarca, debe acudirse a un término, no por repetido, menos exacto: el reformismo. «No hizo innovaciones sustanciales; continuó el rodaje de las instituciones, impulsó el sistema ministerial y tomó vigor el Consejo de Castilla, verdadero motor de las reformas.» Tres notas más respecto a la reforma política: centralismo, «ensayo de reforma democrática de los municipios» y «respaldo del monarca a sus ministros». «En el terreno de la política nacional, un logro considerable fue el restablecimiento de las buenas relaciones con los países de la Corona de Aragón.» Las relaciones internacionales tuvieron un punto central: «el de las relaciones España-América, y a él debían subordinarse los demás».

La política económica se tejió «sobre un trasfondo de liberalización que traducía la influencia de las ideas fisiocráticas», y se plasmó, diría yo, en la reforma agraria, la renovación industrial, la transformación financiera y un «gran plan de obras públicas».

Los logros alcanzados en la política social, «la suavización de las tensiones y los beneficios legales a favor de los grupos marginados, eran la manifestación de las tendencias ya operantes en el seno de la sociedad española». En suma, en este como en otros campos, «no fue un revolucionario, sino un reformador prudente que no quería acelerar procesos ya en marcha. Al terminar su reinado seguía habiendo gremios, Inquisición, estatutos…, pero todas estas instituciones habían perdido vigor..., estaban al borde de la extinción».

Lo mismo cabe decir respecto a las relaciones Iglesia-Estado. «La única medida drástica que tomó Carlos III con respecto a la Iglesia fue la expulsión de los jesuitas, que está muy lejos de ser una medida acertada.»7

El primer factor de cambio debía ser la «reforma de la enseñanza». «La fe en la pedagogía no se centra únicamente en los temas de la vida material, sino en cualquier aspecto necesitado de cambio»8, y los aspectos que abarca la reforma educativa y cultural no son solo el intento de transformación de la enseñanza universitaria9 o de otros niveles, «sino la renovación de los centros y formas de cultura». A lo largo del siglo «surgieron academias, bibliotecas, gabinetes, jardines botánicos, observatorios y otros centros extrauniversitarios, se impulsaron de modo decisivo los viajes científicos y la “técnica y profesional” y se dio luz verde a los proyectos científicos o de divulgación de los saberes propios de las Sociedades Económicas y de cátedras, seminarios, escuelas u otras instituciones»10.

Este notable programa de regeneración y reformas, ¿qué debe personalmente al monarca, cómo se moduló en Nápoles y en los comienzos de la experiencia española de Carlos III? Para dar respuesta a la primera de las preguntas parece inevitable referirse, para empezar, a los rasgos biográficos del futuro rey.

El infante Carlos