Carro de combate - Nazaret Castro - E-Book

Carro de combate E-Book

Nazaret Castro

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Beschreibung

¿De dónde vienen los productos que consumimos? ¿Qué contienen los alimentos que compramos? Parecen preguntas sencillas y, sin embargo, sabemos muy poco de los elementos que componen nuestra cesta de la compra. Las etiquetas de los alimentos que adquirimos suelen ser ininteligibles para el consumidor medio y resulta virtualmente imposible saber de dónde vienen las materias primas con las que fueron elaborados. La opacidad sirve a menudo para ocultar las deficiencias nutritivas de los alimentos, la toxicidad de los detergentes y cosméticos o el despilfarro que suponen los embalajes, así como las desiguales dinámicas entre el Norte y el Sur global. Como señala en su prólogo el economista Joan Martínez Alier, en este libro "dos competentes, experimentadas e intrépidas periodistas españolas, Nazaret Castro y Laura Villadiego, presentan un libro-guía para los consumidores de mercancías. Hablan de los daños que esas diversas mercancías puedan hacer a la salud de los consumidores, pero sobre todo hablan de los daños a los humanos y al ambiente natural en los lugares de origen. Explican de dónde viene el aceite de palma y sus consecuencias en Indonesia y muchos otros lugares, de dónde vienen los textiles baratos y cuál ha sido el pago a sus trabajadoras en Bangladesh y otros países, de dónde viene la carne, principal responsable de la deforestación de la Amazonia. De dónde vienen y cuáles son realmente los costos humanos y ambientales del café o el azúcar, de la leche y los huevos. Cómo se cría animales en verdaderos campos de concentración y exterminio". 'Carro de combate' combina las experiencias vividas, los sentimientos de compasión e indignación y grandes conocimientos técnicos para ilustrar y remover las conciencias de las y los consumidores.

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Carro de combateConsumir es un acto político

Carro de combateConsumir es un acto político

Nazaret Castro y Laura Villadiego

Prólogo de Joan Martínez Alier

Índice de contenido
Portadilla
Legales
Prólogo. por Joan Martínez Alier
I. Introducción. Por qué transformar nuestro modo de producción y consumo es la mejor forma de prevenir la próxima pandemia
II. El punto de partida: las materias primas
Azúcar
Aceite de palma
Soja
Maíz
Café
Cacao
III. Analizando nuestra mesa: los alimentos
Atún
Fruta
Edulcorantes
Leche
Carne
Mantequilla y margarina
Huevos
Pan
IV. Otros productos
Agua
Refrescos
Textil
PRODUCTOS DE LIMPIEZA
Electrónica
Plásticos
V. La fase de distribución y circulación de los productos: de la fábrica al plato
VI. El final de la cadena: los desechos. Tirad, tirad, malditos
VII. Una reflexión final. La rebelión de los límites
Anexo. alternativas de compra en España
Bibliografía

Primera edición: octubre de 2014 Segunda edición: noviembre de 2020

© Nazaret Castro y Laura VIlladiego, 2014, 2020

© De esta edición Clave Intelectual, S.L., 2020

Paseo de la Castellana 13, 5º D – 28046 Madrid

Tel (34) 91650 5174

[email protected]

www.claveintelectual.com

ISBN: 978-84-122800-0-5

Edición y coordinación: Santiago Gerchunoff

Diseño: Hernández & Bravo

Corrección: Lola Delgado Müller

Diseño de colección: Eugenia Lardiés

Diseño del logotipo del blog Carro de Combate: Elena Alonso Tofé

Digitalización: Proyecto451

PRÓLOGO

Dos competentes, experimentadas e intrépidas periodistas españolas, Nazaret Castro y Laura Villadiego, presentan un libro-guía para los consumidores de mercancías. Es decir, para todos nosotros, para el público en general. Hablan de los daños que esas diversas mercancías puedan hacer a la salud de los consumidores, pero sobre todo hablan de los daños a los humanos y al ambiente natural en los lugares de origen. Explican de dónde viene el aceite de palma y sus consecuencias en Indonesia y muchos otros lugares, de dónde vienen los textiles baratos y cuál ha sido el pago a sus trabajadoras en Bangladesh y otros países, de dónde viene la carne que es una de las principales responsables de la deforestación de la Amazonia y de dónde vienen granos como el maíz para alimentación animal, de dónde vienen los plásticos que tan descuidadamente desechamos. De dónde vienen y cuáles son realmente los costes humanos y ambientales del café o el azúcar, de la leche y los huevos. Cómo se crían animales en verdaderos campos de concentración y exterminio.

Hablan de mercancías corrientes de consumo doméstico pero también, indirectamente, hablan de petróleo, de gas, de soja, de fosfatos de Marruecos y el Sahara occidental que los territorios españoles importan en grandes cantidades, como toda Europa. Importamos muchas más toneladas que las que exportamos, y lo que importamos es a precio más barato que lo que exportamos. Nos aprovechamos de ese comercio ecológica y económicamente desigual. Los daños los sufren otros. Hay una crueldad patente en la prohibición de una emigración humana libre del Sur al Norte al tiempo que hay mucha importación de mercancías baratas desde el Sur. ¿Cómo es posible que pasen los productos que llevan tanta carga de destrucción y contaminación en origen pero que no pasen las personas? ¿Cuáles deben ser los sentimientos al respecto en Nigeria, Argelia, Libia?

Este es un libro excelente que aúna las experiencias vividas, los sentimientos de compasión e indignación y grandes conocimientos técnicos para ilustrar y remover las conciencias de las y los consumidores.

Hace ya algunos años que Laura y Nazaret persisten en su trabajo profesional. Alejadas de los reportajes al servicio de las empresas y medios de comunicación que son actores principales de esa depredación humana y ecológica, ellas siguen su camino independiente y difícil como excelentes periodistas de investigación. Merecen ser todavía más conocidas de lo que son. Deseo todo lo mejor a esta excelente segunda edición de este libro cuya principal tesis es «Consumir es un acto político».

Joan Martínez Alier

ICTA-UAB, Barcelona

Co-director del Atlas de Justicia Ambiental (www.ejatlas.org)

INTRODUCCIÓNPor qué transformar nuestro modo de producción y consumo es la mejor forma de prevenir la próxima pandemia

2020 será recordado como el año de la pandemia. Nos encontrábamos ultimando los detalles de este libro cuando nos estalló entre las manos la emergencia provocada por el coronavirus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad Covid-19. Nuestros planes, como los de millones de personas en todo el mundo, fueron cancelados o postergados mientras nos sumíamos en un tiempo de incertidumbre en el que seguimos inmersas en el momento de escribir estas líneas. La pandemia puso en jaque a la civilización tal y como la conocemos, porque, como recordó el filósofo Santiago Alba Rico, nos llevó a una recaída en el cuerpo, es decir, a recordar que somos un cuerpo y, por tanto, somos vulnerables, y estamos expuestas a las consecuencias de nuestros actos.

En el momento que escribimos existen todavía muchos interrogantes acerca del origen de la pandemia, y es pronto para entender cómo afectará la crisis sanitaria a las cadenas globales de producción y distribución; por eso no incluimos esa variable en los análisis de los productos que compila este volumen. Sin embargo, la pandemia ha desvelado algunas cuestiones que son sistémicas, como el vínculo directo entre la degradación de los ecosistemas que impone el sistema y las afectaciones a nuestra salud. En otras palabras: nuestro modo de producción, distribución y consumo, y en especial el sistema agroindustrial global, está probablemente detrás de esta pandemia y, si no hacemos nada por cambiar las estructuras globales, muy pronto podríamos enfrentarnos a otra catástrofe similar, o más mortífera. La aparición de la Covid-19 no tiene nada, como nos han querido hacer creer, de cisne negro —esto es, de incidente inesperado—: en realidad, los científicos llevaban años advirtiendo de que la destrucción de ecosistemas y la pérdida de biodiversidad habilita el surgimiento de enfermedades zoonóticas (es decir, que saltan de otras especies animales a humanos), como ya tuvimos ocasión de ver con anteriores versiones del SARS, con el virus del ébola y otros. (1) La propia Organización Mundial de la Salud (OMS) advirtió en septiembre de 2019 de que nos enfrentábamos «a la amenaza muy real de una pandemia fulminante, sumamente mortífera, provocada por un patógeno respiratorio». La llamaron «enfermedad X», y hay quien cree que, en efecto, está por llegar un virus mucho más mortífero que el que hoy ha puesto en jaque al mundo tal y como lo conocíamos.

Como acostumbra a suceder, este tipo de mensajes prefieren ser ignorados, porque escuchar las evidencias científicas y tomárselas en serio implicaría abandonar las excusas y emprender realmente una transición ecosocial que nos permita virar hacia un vínculo sustentable con nuestro entorno. Para ello sería fundamental una transformación radical del sistema agroalimentario industrial: de un lado, una industria cárnica globalizada que maltrata a los animales, los hacina y deja su sistema inmune a merced de enfermedades que tienen altas posibilidades de saltar a la especie humana, como ya han demostrado varias crisis sanitarias precedentes; de otro lado, el agronegocio basado en monocultivos. Según una publicación científica de 2015, (2) si se cuantifican las causas de las enfermedades zoonóticas, un 31% tiene que ver con la deforestación y cambios de uso del suelo —y, dice la FAO, el 70% de la deforestación es consecuencia de la expansión de la frontera del agronegocio—, un 15% apunta directamente a la agricultura industrial y un 2% a las transformaciones en la industria alimenticia. Otro 13% tiene que ver con el comercio y transporte internacional, y aquí de nuevo influye el funcionamiento derrochador del sistema agroalimentario, pues los alimentos que se consumen en el Estado español recorren una media de 6.000 kilómetros hasta llegar a nuestro plato, pese a que muchos de ellos podrían cosecharse en el territorio español.

Además, el sistema agroalimentario nos afecta de un segundo modo en tiempos de pandemia: la sustitución paulatina de productos frescos por ultraprocesados, así como la producción con agrotóxicos de alimentos que tienen cada vez menos nutrientes, nos hace más vulnerables a la pandemia: porque nuestro sistema inmune está debilitado, y porque la dieta a base de ultraprocesados y comida basura es causante de algunas de las enfermedades —como la obesidad y la diabetes— que constituyen mayor riesgo para quienes contraigan la Covid-19. Pero es que, además, el sistema agroalimentario está también detrás —sobre todo, debido a la deforestación y el transporte transcontinental de alimentos— del cambio climático, que tiene como consecuencia el deshielo de glaciares y permafrost y, con ello, implica el riesgo de que aparezcan nuevos virus y patógenos que hasta el momento estaban desactivados.

¿Qué tiene esto que ver con el libro que la lectora tiene entre las manos? Todo. Este libro sintetiza el trabajo de años de investigación del colectivo Carro de Combate, en el que hemos diseccionado una veintena de productos y sectores para visibilizar el reguero de consecuencias socioambientales que dejan a su paso las mercancías que consumimos. En El capital, obra más citada que leída que aún aporta un entendimiento del funcionamiento del sistema económico en que estamos inmersos, Karl Marx describió la mercancía como algo «endemoniado», un fetiche que tiene la particularidad de ocultar las relaciones sociales que hicieron posible la fabricación y distribución de esa mercancía. Al hablar del fetiche de la mercancía, Marx nos alertaba de que, dentro del sistema capitalista, se invisibilizan las relaciones laborales de explotación que requiere la maquinaria del sistema para asegurar la reproducción de la ganancia. Nos olvidamos de que somos interdependientes.

Pues bien: la pandemia ha venido a recordarnos no solo que somos interdependientes, sino que lo somos más que nunca en la historia de la humanidad, y que la enorme complejidad de nuestra economía nos hace más vulnerables, porque la mayor parte de los productos que consumimos requieren la participación y el trabajo coordinado de muchas personas de varias esquinas del planeta, así como la explotación de los ecosistemas de lugares lejanos. Todo ello, respondiendo a estructuras de poder neocoloniales que, grosso modo, pueden resumirse así: extraemos materias primas en América Latina y África, para que se manufacturen en Asia, se envíen para su consumo en los países del Norte global, y los desechos que se generan de ese consumo, en muchos casos, vuelven al Sur, como sucede con los vertederos tecnológicos en África o Asia.

Nuestro modo de producción, distribución y consumo deja un puñado de ganadores y una gran masa de perdedores, genera amplias dosis de sufrimiento y está llevando a los ecosistemas, de cuyo adecuado funcionamiento depende nuestra propia supervivencia como especie, al borde del colapso. Nos han dicho que la humanidad estaba en guerra contra el virus causante de la Covid-19: no es así. La verdadera guerra, la que lleva un par de siglos en curso, es la del capital contra la vida. Y nuestros gestos cotidianos de consumo o bien son cómplices con ese sistema, o son disidentes: está en nuestra mano elegir, aunque evidentemente no todas las personas tienen la misma capacidad de elección. En las páginas que siguen, pretendemos ilustrar este proceso sistémico detallando el ciclo de vida de diversos productos que forman parte de nuestra cesta de la compra habitual; pero antes de adentrarnos en ello, quisiéramos contaros brevemente cómo nació este proyecto al que llamamos Carro de Combate.

Metabolismo ecosocial y el consumo como acto político

El 1 de mayo de 2012, Día del Trabajo, se publicó el primer artículo del blog Carro de Combate. La idea había surgido unos meses atrás, cuando dos periodistas freelance, que trabajábamos cada una en una esquina del mundo, nos dimos cuenta de que ambas estábamos escribiendo sobre temas muy similares, como el trabajo esclavo, y que podríamos sumar esfuerzos y emprender una andadura común: Laura Villadiego, desde Camboya y después Tailandia; Nazaret Castro, desde Brasil y ahora Argentina. Nuestro objetivo era ofrecer información sobre las condiciones laborales de quienes fabrican los objetos que consumimos; pero pronto entendimos que los ciclos de vida de los productos son mucho más complejos y cada una de esas fases es determinante.

Algunos autores, basándose en las premisas marxistas, lo han llamado metabolismo socioeconómico o, aún mejor, metabolismo ecosocial. La idea es que nuestra economía funciona de una manera semejante a nuestro aparato digestivo, e incluye cinco fases: extracción de materias primas, producción o manufactura, distribución o circulación, consumo y fase de excreción o desechos. En el sistema capitalista, patriarcal y colonial en el que vivimos, cada una de esas fases está orientada a la maximización de la ganancia: es decir, a que los empresarios ganen el máximo posible. ¿Y cómo lo hacen? De una forma un tanto cínica, o al menos eufemística, se ha llamado «externalidades» a aquellas consecuencias de la actividad económica que no están incluidas en los balances contables. (3) Todo aquello que no pagan la empresa ni el consumidor, pero que alguien paga, ajeno a esa transacción. Después de analizar los productos que reúne este volumen, concluimos que esas grandes empresas que controlan el mundo dejarían de ser rentables si incluyeran en sus balances tales externalidades negativas: es decir, si pagasen salarios dignos, si protegieran el medio ambiente y, también, si no contaran con los subsidios directos e indirectos que reciben de los Estados, principalmente derivados del hecho de que pagan muy pocos impuestos.

La primera investigación con profundidad que realizamos se centró en la industria del azúcar y dio origen a nuestro primer libro, autoeditado y publicado el 1 de mayo de 2013: Amarga dulzura. Una historia sobre el origen del azúcar. Ya entonces entendimos que nuestro trabajo de investigación encontraría una enorme dificultad para trazar el origen de los productos: las empresas suelen ser muy opacas, y las cadenas de producción son cada vez más complejas. Desde los años 70 del siglo pasado, cuando se consolidó lo que podríamos llamar la fase neoliberal y globalizada del modo de producción capitalista, se ha emprendido un paulatino proceso de deslocalización de la producción que ha llevado a que la mayor parte de las multinacionales tercericen su producción. El textil es un claro ejemplo: ni Inditex, ni Nike ni ninguna otra gran marca de moda y calzado posee talleres propios, o posee muy pocos; la inmensa parte de su producción la compran a talleres, muchas veces clandestinos, ubicados en países del Sur global. Con ello, no solo se garantizan pagar salarios más bajos, sino que se ahorran rendir cuentas sobre las consecuencias que genera su lucrativa actividad. Si en el textil es una vieja conocida, también nos encontramos semejante falta de transparencia en muchos de los productos que fuimos investigando en nuestros Informes de Combate, que confeccionamos desde 2013 —siempre gracias a los donativos de nuestros mecenas, que siguen siendo nuestra única fuente de financiación— y que fueron germinando en el libro que tenéis entre vuestras manos, que se publicó en 2014 y que aparece, seis años después, en una segunda edición revisada y actualizada.

En estos seis años, algunas tendencias que denunciábamos en el libro se han acentuado: varios sectores de la economía están cada vez más oligopolizados, esto es, en manos de empresas que concentran cada vez más poder. Al revisar y actualizar los datos, nos sorprendió ver, por ejemplo, que la fortuna del dueño de Inditex, Amancio Ortega, pasó en estos años de 43.000 millones de euros a 63.000 millones, según los cálculos de Forbes. Según un informe de Oxfam publicado en enero de 2020, los 2.153 milmillonarios que hay en el mundo poseen más riqueza que 4.600 millones de personas, es decir, que el 60% de la población mundial. Año tras año vemos cifras de desigualdad cada vez más obscenas, mientras los científicos alertan de que se nos acaba el tiempo para revertir la emergencia climática, sin que nuestros gobernantes parezcan cerca de llegar a una solución en las sucesivas cumbres climáticas. Pero también hemos visto llamadas a la esperanza: como el movimiento juvenil que, de la mano de Greta Thunberg, comienza a decir alto y claro que las nuevas generaciones no están dispuestas a pagar los platos rotos de nuestra irresponsabilidad. O la efervescencia de los feminismos, que colocan en el centro la vida y los cuidados, y así nos aportan claves para pensar cómo construir sociedades postcapitalistas.

También nosotras hemos cambiado. Aumentó la familia, con la incorporación de Aurora Moreno en 2015 y de Brenda Chávez en 2018; y, en estos años, hemos investigado con profundidad el modelo de los monocultivos propio del agronegocio, (4) lo que nos ha permitido entender mucho mejor cómo funciona el actual sistema agroalimentario. Y cómo funciona el mundo, y ese sistema de dominación disfrazado de doctrina económica que es el capitalismo. Pues, como dice una frase atribuida a Henry Kissinger: «Controla el petróleo y controlarás a las naciones; controla los alimentos y controlarás a los pueblos».

La deslocalización de la producción y la complejidad de las cadenas globales han hecho que la fetichización de la mercancía y la invisibilización de las relaciones sociales que implica nuestro consumo sea mayor que nunca. Quien repone su iPad antes incluso de la temprana fecha de caducidad que impone la obsolescencia programada probablemente ignora que la fabricación de ese gadget requiere no solo la mano de obra sobreexplotada de trabajadores en el Sudeste asiático, sino también la extracción de minerales escasos que provocan guerras en África. La palma de aceite de la chocolatina de Nestlé que compro en el supermercado de la esquina provoca deforestación, pérdida de biodiversidad y desplazamiento de comunidades indígenas a diez mil kilómetros de casa. Las «externalidades» de las mercancías que compramos se sufren a menudo muy lejos del punto de compra, lo que las oculta aún más; pero ahí están. Y la Covid-19 ha evidenciado que nos afectan de forma mucho más directa de lo que hubiésemos pensado.

Carro de Combate nació de una intuición que después fuimos convirtiendo en convicción: si nuestros actos de consumo generan consecuencias en cuerpos y ecosistemas, entonces consumir es un acto político; y si esto es así, la primera batalla es la de la información, porque un consumo crítico y consciente requiere de un conocimiento acerca de las consecuencias de los circuitos convencionales de producción y distribución, así como la divulgación de las alternativas que ya existen y, de hecho, emergen continuamente. Estos temas aparecen de vez en cuando en los medios de comunicación hegemónicos, pero normalmente aparecen como casos aislados, que impiden ver el cuadro completo, y entender que, por ejemplo, cuando decimos que Adidas no respeta los derechos de las personas que fabrican sus zapatillas, no se trata de una excepción, sino de la regla de funcionamiento con la que operan la práctica totalidad de las grandes empresas del sector.

La primera batalla es la de la información porque, además, la gran victoria del sistema capitalista ha sido la victoria cultural: habernos hecho creer que no hay alternativa: There is no alternative, dijo una de las líderes ideológicas del modelo neoliberal, Margaret Thatcher. Y fue también la Dama de Hierro quien nos dejó una frase que describe muy bien el penetrante funcionamiento del neoliberalismo: «La economía es el método; el objetivo son las almas».

Para llegar a nuestras almas, la publicidad ha sido la estrategia fundamental de un sistema que necesita de la creciente y constante acumulación del capital. La ideología del consumo o, diría el filósofo francés Gilles Lipovetsky, del hiperconsumo. Hoy, la estrategia publicitaria, basada cada vez más en el big data, logra personalizar los mensajes comerciales a partir de los datos que dejamos constantemente en nuestros dispositivos.

Sin embargo, pese al silencio cómplice de los medios de comunicación hegemónicos y al creciente poder de las empresas tecnológicas, algo está cambiando. Nosotras pudimos comprobarlo con la buena acogida de nuestras investigaciones: cada vez más gente entiende la necesidad de un cambio, que la pandemia muestra mucho más urgente de lo que muchos querían creer. Cada vez más personas quieren saber lo que hay detrás del engranaje del sistema, y buscan alternativas que no solo comportan la posibilidad de un mundo más justo, sino también, más feliz. Porque el sistema agroalimentario global nos alimenta cada vez peor, y el hiperconsumo generalizado nos ha hecho más infelices, así como el exceso de pantallas interconectadas nos hace sentir más solos. La ideología del tanto tienes, tanto vales; la eterna promesa de que seremos más felices si nos compramos el último modelo de teléfono móvil, o aquellas zapatillas de marca, o esas vacaciones en el Caribe. Bajo el capitalismo, no importa ser, sino tener, como describió Erich Fromm en su célebre ensayo ¿Tener o ser? Los griegos lo llamaban pleonexia, y Platón lo consideraba una enfermedad: el apetito insaciable de cosas materiales.

Un sistema despilfarrador

La destrucción de los ecosistemas no para de crecer, al mismo e insoportable ritmo que la desigualdad global. El orden neoliberal hace retroceder lo público, mercantiliza los bienes comunes, convierte cada sector de la economía en un oligopolio en manos de cada vez menos empresas, y más poderosas, que cuentan en muchos casos con un historial deleznable en cuanto a derechos humanos: Coca Cola, Nestlé, Nike, Bayer-Monsanto, Enel Endesa, Repsol y tantas otras. Aunque resistamos al embate publicitario, la obsolescencia programada —o la percibida, la que nos hace comprar por moda— nos obligará a cambiar de teléfono o adquirir un jersey nuevo antes de lo necesario, y si queremos reparar un electrodoméstico o un zapato, nos encontraremos con que repararlo sale más caro que comprar uno nuevo, lo que es el colmo del absurdo. Porque este sistema económico pretende ser el más eficiente, pero lo es solo en términos del lucro que genera para un puñado de millonarios; es, en realidad, enormemente despilfarrador si, en lugar de hacer los cálculos en dólares, los hacemos en términos de flujos de energía y materiales. Es lo que vienen haciendo los autores de la Economía Ecológica y de la Ecología Política, que nos recuerdan que no podemos seguir comportándonos como si tuviéramos un planeta de repuesto: tras dos siglos de economía subsidiada por el petróleo y de extracción de todo tipo de materias primas —incluyendo la fertilidad de la tierra—, ya no vivimos en un planeta abundante y deberemos ajustar nuestra actividad económica a los recursos de los que ahora disponemos.

Un problema de base es haber confundido valor y precio, y valorar en términos exclusivos de rentabilidad. Ocurre que los precios reflejan cada vez menos el valor del trabajo y de las materias primas de las mercancías: todo ello ha sido externalizado, y la empresa termina llevando ese producto a los estantes de los grandes almacenes pensando en lo que el comprador está dispuesto a pagar. Los economistas ecológicos han calculado algunos de esos costes, aunque insistiendo en que hay valores incalculables, inconmensurables. Porque, ¿qué precio le ponemos a la contaminación del agua que provoca una mina de cobre? ¿Cuántos dólares o euros supone la pérdida de nutrientes de la tierra como consecuencia del monocultivo de soja o caña de azúcar? ¿Cuánto le cuesta a la humanidad el transporte marítimo de mercancías, si sumamos las consecuencias de la contaminación de los mares y los diversos efectos de la extracción de los hidrocarburos? Por más que se empeñe el mercado, la naturaleza no tiene precio, y sí un valor incalculable. Algo sí es seguro: no tiene sentido producir a diez mil kilómetros de distancia de donde se va a consumir. Dicen que es más barato, más rentable, pero solo es así porque alguien paga la parte del precio que nosotros no pagamos; y entre ese «alguien» están las generaciones futuras, los seres humanos no nacidos —y las especies no humanas—, que podrían enfrentarse a una existencia mucho menos placentera que la nuestra después de que hayamos esquilmado todos los recursos a nuestro alcance.

Un buen diagnóstico solo es posible pensando de forma integral, e incorporando en la misma reflexión la sustentabilidad ambiental y la justicia social.

Última llamada

En este contexto, creemos necesario y urgente promover un cambio. Para Carro de Combate, las soluciones locales deben combinarse con planteamientos globales, y, aunque son muchas las perspectivas y posibilidades de lucha ciudadana, nosotras proponemos una: el consumo como acto político. En una sociedad donde los poderes fácticos en gran medida han reducido a los ciudadanos a consumidores, qué hacemos con nuestro dinero se ha convertido en una de las vías más evidentes de intervención en el mundo. Cada vez más gente entiende que nuestras pautas de consumo irresponsables nos hacen cómplices y que, aunque no sea fácil, siempre tenemos un cierto margen de libertad, pues hay opciones mejores que otras, y entender eso, que cada gesto cuenta, es el primer motor del cambio.

«Cada acto de consumo es un gesto de dimensión planetaria, que puede transformar al consumidor en un cómplice de acciones inhumanas y ecológicas perjudiciales», escribe el filósofo brasileño Euclides André Mance. Del mismo modo, cada acto de consumo puede ser una forma de activismo que nos lleve hacia un mundo más justo, más humano, y también que, en lugar de alienarnos, nos ayude a desarrollar nuestras capacidades. Pero no porque vayamos a cambiar el mundo con esos pequeños gestos individuales; sino porque entender el consumo como un acto político nos hace más conscientes de la necesidad de emprender cambios colectivos para pisar el freno de un sistema que nos ha llevado a un mundo socialmente injusto y ambientalmente insostenible. Se trata, entonces, de consumir críticamente, y también de consumir con criterio; esto es, comprar lo que necesitamos y no lo que la publicidad nos dice que deseamos, y superar la idea de propiedad privada como única forma de posesión. ¿Acaso no hay muchos productos que nos darán la misma satisfacción, quizá más, si los compartimos en lugar de acumularlos?

Tampoco creemos que la solución implique esforzarse por ser absolutamente coherentes. Pretender ser absolutamente coherentes solo llevará a la frustración, por no hablar de que, al menos en las grandes ciudades, resulta virtualmente imposible. Lo que proponemos es ir cambiando de a poco nuestros hábitos de consumo, cada vez más atentos a las alternativas que existen y que, a menudo, resultan invisibilizadas. Añadimos al final de este libro algunas páginas web y comercios que ofrecen algunas soluciones, pero dar un listado detallado resultaría imposible en un volumen de estas características. Os animamos a que cada una de vosotras iniciéis vuestra propia investigación, a través de Internet y vuestro círculo de contactos; así, entre todos, iremos mapeando y difundiendo alternativas.

Frente a la ideología dominante que promueve un consumo irresponsable, alienado y alienante, entender el consumo como acto político implica rechazar nuestra complicidad cotidiana, real aunque invisible, con la injusticia y el sinsentido del sistema capitalista en su fase de la globalización. Los comportamientos cotidianos, los cambios individuales en el consumo, no bastan, pero ayudan a adquirir consciencia sobre el funcionamiento de esta economía global, que no solo es injusta: también es inhumana, pues satisfacer las necesidades de la reproducción del capital nos aboca hacia la destrucción de la naturaleza y del propio ser humano. El consumo consciente, o la consciencia sobre el consumo, alienta la rebelión y ayuda a pensar la transición, sirviéndose de las iniciativas de la economía social y solidaria como un laboratorio de ensayo. Y es ahí cuando los comportamientos individuales comienzan a articularse con formas de acción colectiva para promover cambios legislativos: debemos exigir a nuestros gobernantes que obliguen a las empresas a ser transparentes y a respetar los derechos humanos y las fuentes de las que depende la vida de todas. Necesitamos consumir, pero no estamos obligados a hacerlo del modo que la televisión y las empresas multinacionales nos dicen que hagamos.

Entendernos como sujetos libres, y entender el mundo en que vivimos como una realidad histórica y por lo tanto modificable, es el primer paso para avanzar hacia una transición ecosocial que ya es impostergable. No nos queda duda a estas alturas que la traumática pandemia de la Covid-19 debe ser para nosotras un llamado a modificar la irracionalidad del actual sistema de producción, distribución y consumo. Hoy más que nunca es momento de apostar por una transformación radical de nuestros estilos de vida, por circuitos cortos de producción y consumo, por el comercio de proximidad y por la agroecología. Ya es tiempo de colocar la vida y los cuidados en el centro, y de reconsiderar lo que es realmente valioso.

1- Un ecosistema sano sirve de barrera natural, y la diversidad de especies animales permiten la dilución de la carga vírica. Pero, si destrozamos los ecosistemas y obligamos a los animales que sobreviven a migrar y a estar más cerca de la población humana, entonces podemos encontrarnos situaciones como la que ahora vivimos. En este artículo de Ferrán P. Vilar se pueden encontrar varias referencias científicas: https://ustednoselocree.com/2020/04/08/peor-de-lo-esperado-pandemias-y-colapso-inducido-1/

2- Véase Loh et al. (2015) «Targeting Transmission Pathways for Emerging Zoonotic Disease Surveillance and Control», en Vector-Borne and Zoonotic Diseases, vol. 15, núm. 7.

3- La economía ortodoxa entiende por externalidad «todo daño o beneficio provocado a personas que no participan en la compraventa o el consumo de un producto, ni está contabilizado dentro de los costes de la empresa», luego tampoco del precio.

4- La síntesis de nuestras investigaciones se ha publicado en forma de ensayo: Nazaret Castro, Aurora Moreno y Laura Villadiego, Los monocultivos que conquistaron el mundo. Impactos socioambientales de la caña de azúcar, la soja y la palma aceitera. Akal, Madrid, 2019.

EL PUNTO DE PARTIDA: LAS MATERIAS PRIMAS

La cadena de producción de prácticamente todo lo que consumimos comienza en el mismo punto: las materias primas necesarias para fabricarlo. Son la base de la sociedad de consumo: sin materias primas no podríamos tener ni los productos más sencillos, como una barra de pan, ni tampoco los más complejos, como un ordenador. Todos necesitan materias agrícolas o minerales y, sobre todo, fuentes de energía —que también se consideran materias primas— para ser producidos.

El estudio de las materias primas es especialmente importante porque impregna el proceso de producción de todos los otros productos que consumimos, pero no solemos ser conscientes de ello, en parte porque rara vez consumimos materias primas en bruto, como el hierro, el petróleo o el algodón. Sin embargo, las materias primas alimenticias, como el azúcar, los aceites o el café, sí los encontramos en las estanterías de los supermercados. Son estas commodities, como las llaman en inglés, las que hemos seleccionado en este primer bloque del libro. El resto de las materias primas —con la excepción de la energía, que daría en sí misma para todo un libro— serán mencionadas a menudo en los siguientes bloques, aunque con menor profundidad.

Materias primas y mercados financieros

No se puede hablar de materias primas sin mencionar la importancia de los mercados financieros en su comercialización. Las materias primas, al ser productos no elaborados, se venden fundamentalmente por su precio y no por sus características, que no suelen variar mucho en función del productor ni del país de origen. Esto las hace especialmente apropiadas para ser vendidas en los mercados financieros, en los que no es necesario ver la mercancía. En la actualidad existen unos 50 mercados de este tipo, cada uno de ellos especializado en unas commodities en particular. Mueven cada año miles de millones de dólares y su importancia en la evolución de los precios es creciente.

Pero la ecuación no es tan simple. En estos mercados, las materias primas pueden venderse en tiempo presente —hoy compro, hoy recibo— pero en general suelen comercializarse bajo la forma de futuros o de opciones. En el primer caso, comprador y vendedor se comprometen a intercambiar una mercancía en el futuro, pero al precio de mercado del día en el que se ha llegado al acuerdo. Es decir, las condiciones se establecen hoy, pero el intercambio se produce en el futuro. En el caso de las opciones, el vendedor obtiene un derecho a comprar una mercancía, también a un precio prefijado, pero no tiene la obligación de hacerlo.

Sin embargo, en ambos casos, el intercambio nunca se produce y estos acuerdos solo se utilizan para generar ganancias especulativas. Así, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, en sus siglas en inglés), el 98% de los contratos de futuro no llegan a destino: el contrato es cancelado o revendido antes. De ahí concluye la FAO que los mercados de futuros «atraen inversores que no están interesados en la materia prima como tal, sino en hacer dinero de forma especulativa».

Se pueden encontrar opiniones diversas sobre el papel que juegan los mercados financieros en el precio internacional de las materias primas, especialmente de las llamadas soft commodities (materias primas blandas o agrícolas), que son la base de la alimentación humana. El debate se encendió durante la última crisis alimentaria mundial, en los años 2007 y 2008, cuando los precios de los alimentos básicos aumentaron rápidamente, lo que provocó hambrunas y tensión social en medio mundo, especialmente en África. En un primer momento se apuntó al papel de los agrocombustibles, a las malas cosechas y al aumento del consumo en países como China o India como principales causas del incremento de los precios. En 2008, el relator de la ONU para el Derecho a la Alimentación, Jean Ziegler, denunció sin embargo el papel de los mercados financieros especulativos en el aumento de los precios, si bien acusó también a los agrocombustibles. Desde entonces ha habido dos grupos de opiniones diferenciados: el que apunta a la economía real como causa principal del aumento de los precios —a mayor demanda o menor oferta, mayor precio— y el que acusa a los mercados financieros de alterar artificialmente los valores.

En lo que todos están de acuerdo es en que los precios de las commodities son más volátiles que los de los productos manufacturados, y su volatilidad es hoy mayor que antes de la crisis de 2008, según ha advertido la FAO. Esto perjudica a los países pobres, cuyas economías suelen depender de la producción y exportación de este tipo de productos. Tampoco ayuda la concentración empresarial: unas pocas compañías multinacionales controlan el mercado mundial de las commodities y de sus semillas y son, generalmente, las que compran las materias primas a los agricultores de medio mundo y luego las ponen en los mercados financieros. Son juez y parte. Algunos nombres, como la multinacional de biotecnología y semillas Monsanto, recientemente comprada por Bayer, son bien conocidos por el público general, pero buena parte de las firmas que controlan el mercado mundial de las materias primas son bastante desconocidas por la opinión pública: Bunge, ADM (Archer Daniels Midland Co), Cargill, Louis Dreyfus o Wilmar son las principales.

MATERIAS PRIMAS EN LOS MERCADOS FINANCIEROS

Granos:

Soja, trigo, maíz, avena, cebada.

Materias primas blandas:

Algodón, jugo de naranja, café, azúcar, cacao.

Energías:

Petróleo crudo, gasolina, gas natural, etanol, nafta.

Metales:

Oro, plata, cobre, platino, aluminio, paladio.

Carnes:

Ganado bovino vivo, ganado porcino vivo, manteca, leche.

El auge de los agrocombustibles

Como hemos visto, el papel de los agrocombustibles ha sido muy polémico durante los últimos años. Los agrocombustibles son aquellas fuentes de energía derivadas de biomasa o materia orgánica. Como este tipo de carburante está fácilmente disponible en la naturaleza, fue la primera fuente de energía utilizada por los seres humanos, que durante milenios han usado la madera para calentarse o cocinar, y aún la siguen usando en zonas rurales y en muchos países del Sur.

Después de varias décadas de uso y abuso de los combustibles fósiles, el nuevo auge de los agrocombustibles llegó tras la crisis del petróleo de la década de 1970, que hizo aumentar de forma espectacular los precios del crudo. Se buscaron entonces nuevas alternativas para alimentar a los automóviles. La tecnología no era nueva, puesto que los primeros prototipos de coches ya habían funcionado con etanol: así fue con el famoso modelo T de Ford, aunque la Ley Seca de la época había imposibilitado el desarrollo de este tipo de carburantes. A partir de 1970 se retomó el ensayo de carburantes procedentes de plantas y se desarrollaron dos tipos: el bioetanol, que sustituye a la gasolina y que procede de alimentos ricos en azúcares, como la caña, la remolacha y el maíz; y el biodiésel, que sustituye al diésel y se obtiene de aceites de girasol, colza y otros.

En la actualidad, la producción mundial de agrocombustibles líquidos ronda los 143.000 millones de litros anuales. (1) Su incremento vino acompañado de una gran campaña por parte empresas y gobiernos que vendieron los agrocarburantes como un producto milagroso para reducir la huella de carbono derivada de los combustibles fósiles. Pero, paradójicamente, el boom de los agrocombustibles ha provocado prácticas poco amigables con el medio ambiente, como la deforestación y la extensión de monocultivos que dejan las tierras exhaustas, como veremos al analizar la caña de azúcar: la FAO calcula que, si en 2010 se dedicaba en torno al 20% del azúcar moreno que se producía a la elaboración de etanol, en 2028 se prevé que esa cifra llegue al 24%, algo por debajo de las previsiones realizadas algunos años antes. (2) El caso del aceite de palma, que también analizamos en este libro, es uno de los más paradójicos. El fuerte incremento de la demanda de biodiésel llevó a Indonesia a acelerar la deforestación de su selva tropical, que cada año es devorada por grandes incendios, para plantar palma. Ecologistas e incluso el gobierno de Indonesia han apuntado a las grandes empresas agrícolas —no solo aceiteras, sino también para caña o caucho— como responsables de estos incendios.

Curiosamente, en 2015 Indonesia sobrepasó a Estados Unidos como país que más emisiones de efecto invernadero generó a nivel mundial durante los días de mayor intensidad de estos incendios. (3) Y todo ello a pesar de que tres leyes prohíben en el país quemar los bosques y de que una moratoria ha suspendido las concesiones de terrenos para nuevas plantaciones de forma indefinida. Ecologistas y otros activistas, principalmente de Greenpeace, denuncian la corrupción de las autoridades locales (4) como principal impedimento para hacer cumplir estas leyes.

La polémica de los transgénicos

Un análisis al mercado de las materias primas no estaría completo sin hacer una referencia al polémico debate sobre los transgénicos. La selección de semillas, para obtener generación tras generación especies cada vez más mejoradas, es una práctica ancestral que los agricultores utilizan desde hace milenios. La novedad que trajo la llamada Revolución Verde es que, con los nuevos conocimientos científicos de manipulación genética, se pudieron provocar cambios artificiales sobre el ADN. Las compañías multinacionales del sector biotecnológico crearon especies resistentes a plaguicidas o herbicidas, con lo que los cultivos obtienen rendimientos espectaculares. Nacían así los organismos genéticamente modificados (OGM), popularmente conocidos como transgénicos.

La Revolución Verde se anunció como la posibilidad tecnológica de acabar con el hambre en el mundo; sin embargo, pronto se comprobó que esa tecnología no se ponía al servicio de la erradicación del hambre, sino del aumento de la ganancia de las empresas privadas. Un caso extremo es el de las llamadas semillas suicidas o Terminator: contienen una modificación genética por la cual una toxina mata al embrión en un momento de su desarrollo, para obligar al agricultor a comprar nuevas semillas en cada período de siembra. La polémica llevó a Monsanto, la empresa líder del sector, a comprometerse a no comercializarlas, pero en la práctica presiona a los agricultores para que compren semillas nuevas para cada siembra o paguen regalías por ellas.

La polémica ha acompañado los OGM desde su inicio. Los efectos negativos sobre la salud del consumo de transgénicos son un asunto polémico: la comunidad científica está dividida al respecto. Pero sí hay evidencias de los peligros que entraña el abuso de agroquímicos, cuyo aumento exponencial viene a menudo de la mano de los OGM, puesto que buena parte de ellos han sido diseñados precisamente para resistir herbicidas más potentes. El ejemplo clásico es la soja Roundup Ready (RR), patentada en 1996 por la multinacional estadounidense Monsanto. La soja RR está genéticamente modificada para resistir al Roundup, un herbicida a base de glifosato y otras sustancias químicas que ha sido ampliamente cuestionado por los ecologistas y, cada vez más, por las poblaciones cercanas a los cultivos; un caso emblemático ha sido la lucha contra los agroquímicos en la provincia argentina de Córdoba, donde los movimientos sociales han conseguido parar, de momento, la instalación de la que sería la mayor planta de maíz transgénico de Monsanto en la región.

La problemática va más allá de los impactos sobre el medio ambiente y sobre la salud humana de este tipo de sustancias químicas. Las empresas del ramo crearon en 1961 la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (UPOV). Esta ha impulsado sucesivos acuerdos destinados a crear un sistema de protección de los derechos de las empresas del sector, similar al registro de patentes. El último de estos acuerdos, el de 1991, obliga a los países firmantes a realizar modificaciones en su legislación que privilegian la venta de las semillas genéticamente modificadas y llegan a prohibir el uso de semillas no certificadas. También restringen el derecho de los agricultores a almacenar, intercambiar o regalar las semillas de sus cosechas, y favorecen el pago de regalías a las multinacionales. (5)

Al igual que en el caso de las materias primas, las semillas transgénicas están controladas por unos pocos grupos. Según un estudio del Grupo ETC de 2013, seis firmas transnacionales (Monsanto, DuPont, Syngenta, Bayer, Dow y BASF) controlaban entonces el 60% del mercado comercial de semillas, copan el 76% de las ventas globales de agroquímicos y el 75% de toda la investigación del sector privado sobre la agricultura. (6) En los últimos años hemos asistido a una nueva ola de concentración en el sector, con la compra de Syngenta por parte de ChemChina y la fusión de DuPont y Dow, ambas operaciones en 2017; y la también fusión de Monsanto y Bayer en 2018.

1- Fuente: World Bioenergy consultado el 23 de enero de 2020 https://worldbioenergy.org/uploads/181203%20WBA%20GBS%202018_hq.pdf

2- Ver tanto «Perspectivas agrícolas 2012-2021», http://www.oecd.org/site/oecd-faoagri- culturaloutlook/SpanishsummaryOCDEFAOPerspectivasgr%C3%ADcolas2012.pdf como «Perspectivas agrícolas 2019-2028», http://www.fao.org/3/ca4076en/CA4076EN.pdf

3- Indonesia’s Fire Outbreaks Producing More Daily Emissions than Entire US Economy, World Resources Institute, 16 de octubre de 2015. Consultado el 23 de enero de 2020 https://www.wri.org/blog/2015/10/indonesia-s-fire-outbreaks-producing-more-daily-emissions-entire-us-economy

4- «Local government corruption fuelling Indonesia’s forest fires, Greenpeace says», en: http://www.scmp.com/news/asia/article/1269684/local-government-corruption-fuelling-indonesias-forest-fires-greenpeace

5- Organizaciones como la Vía Campesina y el Grupo ETC han denunciado que estas leyes suponen la apropiación privada de un bien común tan vital para la vida como son las semillas. En varios países, las comunidades campesinas e indígenas han levantado su voz contra estas legislaciones: en algunos países, como en Chile, su resistencia ha evitado la aprobación de la norma; en otros, como Colombia, la movilización de los agricultores ha logrado que la ley se suspenda. En ambos casos, la aprobación de una ley privatizadora de las semillas era un requisito del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos.

6- http://www.scmp.com/news/asia/article/1269684/local-government-corruption-fuelling-indonesias-forest-fires-greenpeace