La dictadura de los supermercados - Nazaret Castro - E-Book

La dictadura de los supermercados E-Book

Nazaret Castro

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Beschreibung

El modelo de la gran distribución moderna -hipermercados, supermercados, grandes almacenes- tiene una importancia central en el sistema capitalista de la globalización, y no sólo porque algunas empresas de la distribución se encuentren entre las mayores multinacionales del planeta. Acostumbrarnos a comprar en este tipo de establecimientos, en detrimento del casi extinguido comercio tradicional de proximidad, ha modificado cómo y qué compramos: los pequeños proveedores muy difícilmente logran vender sus productos a las cadenas de supermercados, que se han convertido en verdaderos formadores de precios y nos ofrecen productos cada vez más homogéneos, bajo una apariencia de colorida diversidad. El modelo de la gran distribución alimenta una cadena socialmente injusta y ambientalmente insostenible, basada en la deslocalización de la producción y en la externalización de los costos socioambientales. El pastel de la alimentación, el textil, los productos culturales y cada vez más sectores están en cada vez menos manos, que deciden qué consumimos, qué comemos y cómo habitamos el espacio. Sin embargo, surgen alternativas, como los grupos de consumo, las huertas urbanas o los mercados sociales, que aparecen como semillas de cambio que apuestan por otros mundos posibles.

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Akal / A Fondo

Nazaret Castro

La dictadura de los supermercados

Cómo los grandes distribuidores deciden lo que consumimos

El modelo de la gran distribución moderna –hipermercados, supermercados, grandes almacenes– tiene una importancia central en el sistema capitalista de la globalización, y no sólo porque algunas empresas del sector se cuentan entre las mayores multinacionales del planeta.

Acostumbrarnos a comprar en este tipo de establecimientos, en detrimento del casi extinguido comercio tradicional de proximidad, ha modificado cómo y qué compramos: los pequeños proveedores muy difícilmente logran vender sus productos a las cadenas de supermercados, que se han convertido en verdaderos conformadores de precios y nos ofrecen productos cada vez más homogéneos, bajo una apariencia de colorida diversidad. El modelo de la gran distribución alimenta, pues, una cadena socialmente injusta y ambientalmente insostenible, basada en la deslocalización de la producción y en la externalización de los costos socioambientales. El pastel de la alimentación, el textil, los productos culturales y cada vez más sectores está en cada vez menos manos, que deciden qué consumimos, qué comemos y cómo habitamos el espacio. Sin embargo, surgen alternativas, como los grupos de consumo, las huertas urbanas o los mercados sociales, que aparecen como semillas de cambio que apuestan por otros mundos posibles.

Nazaret Castro es periodista. Desde 2008 ha sido corresponsal en América Latina, colaboradora de medios como Público, La Marea, Le Monde Diplomatique y Equal Times. Tiene un Master en Economía Social y Solidaria (Universidad Nacional General Sarmiento, Buenos Aires) y es doctoranda en Ciencias Sociales (IDES/UNGS). Es cofundadora del colectivo de periodismo de investigación independiente Carro de Combate, dedicado a investigar los impactos socioambientales de los productos que consumimos. Ha publicado, junto a Laura Villadiego, dos ensayos: Amarga dulzura. Una historia de los orígenes del azúcar (2013) y Carro de Combate. Consumir es un acto político (2014). Es asimismo autora de la investigación Cara y cruz de las multinacionales españolas en América Latina (2014).

Diseño de portada

RAG

Director de la colección

Pascual Serrano

Motivo de cubierta

Antonio Huelva Guerrero

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Nazaret Castro, 2017

© Ediciones Akal, S. A., 2017

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4455-0

A mi madre, por estar siempre ahí, llena de enseñanzas; y a Jheisson, por el camino juntos

PRESENTACIÓN

Hasta hace poco siempre tuvimos claro que el principal coste que debíamos asumir en el pago de un kilo de naranjas, un abrigo o un ordenador era el que correspondía al agricultor que cultivaba la naranja, al modista que cosía el abrigo o al fabricante del ordenador. Este libro, La dictadura de los supermercados. Una mirada crítica sobre la oligopolización de la distribución, nos revela que ahora los costes de producción suponen en torno a un 1% de lo que pagamos por el producto. En cambio, la distribución y el marketing de una mercancía ya fabricada se lleva el 50% de lo que pagamos por él. Basta conocer el dato de que a los trabajadores de una camiseta de Zara, por poner un ejemplo, les toca entre un 0,6% y un 5% del precio final. En cuanto a los alimentos, el 60% de lo que pagamos por ellos se lo quedan las grandes distribuidoras, los súper e hipermercados, a pesar de que apenas asumen costes en la cadena de producción alimentaria. En el caso de la leche, los sindicatos ganaderos españoles denuncian que el 90% del beneficio es para el distribuidor. La diferencia media del precio de los alimentos en origen (campo) al destino (en la mesa) es del 390%. Existen casos en los que el consumidor llega a pagar un 2.000% más de lo que el distribuidor pagó al productor. No hace falta pensar mucho para percibir lo contra natura que es esa situación. Una economía que destina lo que pagamos por los productos no a quienes los elaboran sino a los buhoneros que los venden está enferma. Un sistema que desprecia al que cultiva los alimentos, al que teje y cose la ropa, y al que fabrica los productos y destina la gran parte del beneficio a quien se limita a ponerlo en las estanterías para que los compremos, es una aberración.

Este libro de la periodista Nazaret Castro desmonta incluso todos los argumentos que podrían esgrimir los neoliberales para defender el sistema actual de supermercados. Para empezar, porque no existe libre competencia. En la actualidad asistimos a un oligopolio muy concentrado en el que apenas unos pocos fabricantes controlan la oferta y, por tanto, los precios. No existe la regulación de un libre mercado. Pero es que, además, en el caso que nos ocupa –la distribución–, el oligopolio es doble porque también unos pocos compradores –las empresas intermediarias que distribuyen– controlan las mercancías que se compran a los productores.

Tampoco es verdad que haya mucha pluralidad en nuestros supermercados porque veamos muchas marcas: detrás de esa supuesta oferta hay muy pocas firmas y muy pocos distribuidores. Por ejemplo, sólo Nestlé posee 8.000 marcas diferentes en todo el mundo.

Por último, la supuesta competitividad y bajos precios que, se supone, ofertan los grandes distribuidores es a costa de la explotación laboral, la agresión a nuestra salud, el atropello medioambiental y la burla de impuestos. Por ejemplo, seis de los siete mayores productores de algodón del mundo utilizan para su recogida a menores de edad. Y producir unos pantalones vaqueros requiere 7.000 litros de agua, cuyo impacto medioambiental asumimos todos, no la empresa que los fabrica. La subcontratación impuesta por las grandes superficies en estos tiempos de globalización está suponiendo un coste medioambiental tremendo en términos de desplazamiento de materias primas y productos a la búsqueda de la mano de obra más barata. Así, los escoceses envían su propio bacalao a China, a 16.000 kilómetros, para que los chinos lo fileteen para después devolverlos de nuevo a Escocia. El combustible gastado y la contaminación generada por uno de esos buques gigantes de transporte que viaja desde Shanghái a España son tremendos.

En cuanto a la evasión fiscal, la cadena Ikea, mediante su compleja estructura accionarial, podría haberse ahorrado 2.200 millones de impuestos a lo largo de dos décadas. En España, el «cerebro» financiero de la trama «Gürtel» de corrupción, en su declaración judicial afirmó: «Conseguimos que Alcampo no pagara impuesto de sociedades durante veinte años».

Existe otra gran mentira consagrada en la información que se difunde sobre los supermercados, esa que dice, ante el anuncio de apertura de un nuevo centro, que Mercadona o El Corte Inglés creará X puestos de trabajo en determinada ciudad. No crea ninguno porque los productos que venderá ya los estaban comprando los vecinos antes de que llegara esa firma. Al contrario, los estudios revelan que la apertura de una gran superficie va acompañada de la pérdida de 276 puestos de trabajo y el cierre de pequeños comercios en un radio de 12 kilómetros.

El poder que el sistema actual ha dotado al oligopolio de la distribución ha supuesto un vuelco al planteamiento tradicional de la oferta y la demanda. Si en el capitalismo el mito de que el consumidor era el que, con su poder de elección, mandaba nunca fue del todo verdad, ahora lo es menos todavía, puesto que un pequeño grupo de empresas que no producen nada son las que deciden qué productos se pondrán a la venta y cuáles no, y a qué precio. Son ellas las que decidirán qué libros leeremos, cuál cereal comeremos, qué deporte practicaremos y con qué tipo de ropa, de dónde procederán las frutas que llegarán a nuestra mesa e, incluso, si es necesario, pondrán poner en jaque a un gobierno desabasteciendo a la ciudadanía de productos básicos como ha sucedido en Venezuela.

El poder que tienen las empresas de distribución mediante su tremendo presupuesto en publicidad tiene su reflejo en el silenciamiento de su funcionamiento en los medios de comunicación, y no solamente mediante inserciones publicitarias. Ahí está la política de notoriedad de El Corte Inglés en la sociedad española en decenas de millones de euros, justificados como patrocinios, colaboraciones, donaciones y pagos de diversa índole. Según la información difundida por Anonymus, desde 2011 a 2016 El Corte Inglés ha destinado más de 53 millones de euros a financiar actividades deportivas, eventos de la Iglesia católica o trabajos periodísticos, incluidos miles de euros a conocidos periodistas. Por todo ello, mucha de la información que Nazaret Castro destapa en La dictadura de los supermercados no se encuentra en los medios de comunicación.

Para terminar, debemos recordar que nuestra autora, la periodista Nazaret Castro, es una gran conocedora de la temática. Tiene un máster en Economía Social y Solidaria (Universidad Nacional General Sarmiento, Buenos Aires) y es cofundadora del colectivo de periodismo de investigación independiente Carro de Combate, dedicado a investigar los impactos socioambientales de los productos que consumimos. Durante más de un año ha estado investigando el funcionamiento de los supermercados, hipermercados y grandes superficies para destapar el poder y control que cada vez más están teniendo sobre nuestro consumo y, por tanto, nuestras vidas. Después de leer este libro, nuestro paso –si nos quedan ganas– por los pasillos del centro comercial será muy diferente.

Pascual Serrano

INTRODUCCIÓN

El consumo como acto político

Cada acto de consumo es un gesto de dimensión planetaria, que puede transformar al consumidor en un cómplice de acciones inhumanas y ecológicas perjudiciales.

(Euclides André Mance)

En 2012 la periodista Laura Villadiego, afincada en el Sudeste asiático, y quien escribe estas líneas, reportera a caballo entre Argentina y Brasil, unimos nuestras fuerzas para contar en el blog Carro de Combate (www.carrodecombate.com) las denuncias por el uso de mano de obra en condiciones de esclavitud por parte de empresas españolas o europeas en los países del Sur global; investigamos, también, los estragos provocados en esos mismos países por los emprendimientos extractivos a gran escala que, como la megaminería o los monocultivos de caña de azúcar, denigran los ecosistemas y, con ello, imposibilitan las formas de vida de los pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos. A partir de ese trabajo, fuimos entendiendo que no se trataba de casos aislados, sino de las consecuencias, objetivadas en cuerpos y territorios concretos, de un sistema económico globalizado que sacrifica la vida en favor del capital. Y fue entonces que comenzamos a tejer las continuidades y a investigar, producto a producto, cuáles son los impactos de los productos que consumimos[1]. Se trata, en definitiva, de hacernos cargo de las consecuencias socioambientales de nuestros actos cotidianos de consumo, de las que somos responsables. Porque, en un contexto de cambio climático y crisis ambiental global, hay algo que ya no se nos puede escapar: la responsabilidad hacia nuestros actos va más allá de nuestra intención.

El ensayo que el lector tiene entre sus manos parte de una apreciación: el acento debe colocarse no sólo en qué consumimos, sino en dónde lo compramos, porque no es lo mismo llenar el carrito en el Mercadona que acudir a la tienda de barrio de toda la vida. Las críticas a la economía global capitalista suelen enfatizar aspectos relacionados con la producción y el consumo, pero nos pasa a menudo desapercibida la importancia creciente de la fase de distribución, y el poder, creciente también, de las empresas que, cada vez más concentradas, controlan esa fase. Ese énfasis en la fase productiva es, tal vez, una herencia de la tradición marxista, que privilegió el análisis de la fase productiva en el sistema económico, a costa de una reflexión más profunda en torno a las fases de extracción de materias primas, circulación o comercialización[2]. Partimos de otro supuesto central: que el sistema capitalista hegemónico no es apenas un sistema de dominación sino el modo en que organizan sus vidas las sociedades modernas. Lo que defenderemos en las páginas que siguen es la necesidad de pensar en profundidad cuáles han sido las consecuencias de los enormes cambios en el sistema de distribución que, en las últimas cuatro décadas, han modificado la forma en que compramos y han transformado el tejido social: las tiendas de barrio y los mercados de productos frescos han prácticamente desaparecido en favor de hipermercados, supermercados y tiendas de descuento.

Proponemos una hipótesis: si el modelo de la Gran Distribución Moderna (en adelante, GDM) nació gracias a las innovaciones en el sector productivo, ahora es la distribución el sector que marca la pauta, en un mundo globalizado en el que la fase de distribución ocupa un lugar cada vez más determinante en las cadenas de valor globales. La GDM ha transformado radicalmente no sólo cómo compramos, sino qué compramos. En nuestros días, en gran medida es el sistema de distribución el que determina la producción y el consumo, y no –o mejor: no sólo– al revés.

Este ensayo está dividido en dos partes. En la primera, pretendemos ofrecer una panorámica general del sector, comenzando por un primer capítulo de contexto, que nos permita entender los cambios en la economía que propiciaron la rápida penetración del modelo de la gran distribución. En el segundo capítulo, ofreceremos una radiografía del sector en España, con atención también al contexto internacional, para después abordar, en el capítulo III, un aspecto central para entender el funcionamiento de este modelo hegemónico: la llamada teoría del embudo, que ilustra cómo una multitud de consumidores y una multitud de productores se encuentran en el mercado a partir de un puñado cada vez más reducido de distribuidores y comercializadores, que son los que terminan poniendo las reglas en cuanto a los precios y al tipo de productos que llegan a los estantes del supermercado.

La concentración en cada vez menos manos es lo opuesto a la diversidad. El oligopolio reduce nuestra capacidad de elección a un pequeño puñado de empresas. Sin embargo, seguimos creyendo que los coloridos estantes de supermercados, entre cuyas estanterías puede una perderse horas para elegir un simple champú, reflejan una diversidad y una libertad que son, en última instancia, la esencia del capitalismo. ¿De veras lo es? En realidad, por detrás de esa multiplicidad de coloridas etiquetas, se esconde un empobrecimiento de la variedad, consecuencia ineludible del monopolio. De ese modo, la gran distribución tiene mucho que ver con la pérdida de control sobre lo que consumimos. Y esto sucede sobre cada vez más áreas de la economía –y de la vida–, porque el modelo de la GDM evoluciona hacia grandes superficies especializadas en áreas temáticas, como los juguetes, los libros o los muebles, como veremos en el capítulo IV, que cierra esta primera parte.

En la segunda parte de este volumen, se aborda la relación entre el modelo de la gran distribución y los impactos asociados al sistema capitalista de la globalización, ese que nos está llevando al colapso ambiental –y, cabría decir, civilizatorio–. Si las reglas las marcan grandes empresas multinacionales, no podemos sorprendernos por el hecho de que las normas que imponen estén encaminadas no al bien común, sino a ampliar sus ya exorbitantes márgenes de beneficios, esos que han convertido a empresas como Wal-Mart, Carrefour o la multinacional distribuidora británica Tesco en algunas de las corporaciones más importantes del mundo. Ese modelo que promocionan los grandes distribuidores implica consecuencias en las condiciones laborales y en la situación de los proveedores, pero también está asociado a intensos impactos socioambientales, en un mundo cada vez más interdependiente. Los supermercados e hipermercados contribuyeron a consolidar un determinado tipo de consumo, basado en kilométricas cadenas de producción y en la deslocalización de la producción: este modelo, profundamente insostenible e injusto, acapara la ganancia a costa de externalizar los costes: a detallar esos costes socioambientales dedicaremos el capítulo V.

Pero el modelo hegemónico de consumo no sólo deja territorios y cuerpos despojados a miles de kilómetros de distancia, sino que resulta perjudicial para la salud. Esto es más que evidente en el rubro agroalimentario: en pocas décadas hemos pasado de productos mayoritariamente locales a alimentos industrializados, que a menudo viajan miles de kilómetros hasta llegar al punto de venta. Y eso ha sido, en gran medida, debido al rápido ascenso de la gran distribución, que en apenas unos años ha liquidado –o casi– al pequeño comercio, ayudando a imponer nuevos hábitos alimentarios que han demostrado ser mucho menos saludables, como veremos en el capítulo VI. No se trata únicamente de los alimentos: los productos de limpieza o cosméticos no se libran de impactos desconocidos y, en buena medida, imprevisibles sobre la salud[3].

El siguiente capítulo se destina a un asunto complejo: el modo en que esa transformación radical de la forma en que compramos modificó las subjetividades, los estilos de vida y las relaciones sociales. Para cumplir con el axioma capitalista de la maximización de la ganancia, lo primero es imponer la lógica del cuanto más barato, mejor; pero barato, siempre, respetando el generoso margen de ganancia de la empresa capitalista. Poco a poco, hemos interiorizado esa lógica: también el consumidor debe maximizar su utilidad. Nuestra subjetividad está tan penetrada por la lógica del sistema hegemónico que sólo unos pocos se salen del binomio precio-calidad y se preguntan cómo y dónde se elaboran esos productos. La falta de transparencia es total. No sabemos lo que comemos ni, por ejemplo, las consecuencias para la salud de los cosméticos que utilizamos diariamente o de los productos químicos que tiñen las prendas con que nos vestimos. La mayor parte de lo que colocamos en nuestro carrito de la compra está fabricado por una empresa que pertenece a uno de los pocos grupos multinacionales que controlan cada vez más marcas y productos. En definitiva, la distribución moderna ha cambiado el cómo pero también el qué de lo que consumimos[4]; ha modificado igualmente nuestras subjetividades, nuestras formas de relacionarlos con los otros y con las cosas, con lo que vestimos y comemos, y también, con el espacio que habitamos, con el diseño de las ciudades, que se adaptan a estos cambios al ritmo que se transforma el tejido social. Son temas amplios que trataremos de abordar, o al menos enunciar, en el capítulo VII de este libro.

En muchos sentidos, la oligopolización del sector de la distribución es una metáfora del capitalismo en su etapa de la acumulación flexible, por usar la expresión empleada por David Harvey y Giovanni Arrighi, entre otros autores. Y no sólo lo ha hecho en las estructuras económicas, sino también en la dimensión simbólica y subjetiva: las grandes superficies forman parte, en sí mismas, del discurso publicitario, el eficaz aparato ideológico que ha convertido a los ciudadanos en consumidores. El consumidor que se pasea entre los pasillos del supermercado, seducido por ofertas y constantes reclamos de atención, así como por estímulos sensoriales minuciosamente calibrados para incitar a la compra compulsiva –esto es, la adquisición de productos que no necesitamos–, dista mucho de aquel que se acerca a una tienda de barrio y le pregunta al tendero de siempre por un producto concreto que necesita. El tendero se conocía y se hacía responsable de la mercancía que vendía; en la GDM, la responsabilidad se traspasa y se diluye. Como sucede con la tercerización y la subcontratación, en la gran distribución moderna se posibilita la derivación de responsabilidades. ¿O acaso alguien acusaría a la cajera del Dia de la insalubridad de la mercancía que se vende en ese establecimiento? Irresponsabilidad es, como veremos, una palabra clave: esa misma irresponsabilidad a la que incita la publicidad, y sobre la que se apoya el mismo ethos del Homo economicus, es decir, del ser humano tal como lo entiende la ciencia económica: como individuo cuyo comportamiento se orienta únicamente por la racionalidad utilitarista: si es consumidor, maximiza la utilidad –lo que, en la jerga economicista, significa que optimiza la relación calidad/precio, es decir, consume lo mejor que puede con su capacidad adquisitiva–; si es empresario, maximiza la ganancia: orienta sus decisiones a lograr el mayor beneficio posible.

Pese a lo delicado del orden de fuerzas, emergen resistencias en forma de iniciativas plurales y heterogéneas que pretenden cuestionar este orden de cosas, y que proponen modelos alternativos de distribución, coherentes con formas alternativas de producción; una amalgama de propuestas que se aúnan bajo el paraguas de la economía social y solidaria, y de las que daremos cuenta en el capítulo VIII. Concluiremos con una reflexión final: si internalizáramos esos costes socioambientales que el sistema hegemónico externaliza, incluyendo aquellos sobre nuestra propia salud, ¿seguiría siendo tan barato el supermercado?

Antes de proseguir, enunciamos dos advertencias. La primera es que este ensayo pretende ser un motivo para la reflexión, una sucesión de ideas que creemos que merecen ser profundizadas, y no, en ningún caso, un repaso exhaustivo al sector. Hay aspectos muy importantes que han quedado para una futura investigación: especialmente, la relación del sector de la GDM con la financiarización creciente de la economía. La segunda advertencia es que lo que en este libro se expone da cuenta de un modelo, el de la GDM, que sigue siendo hegemónico pero que comienza a cambiar a grandes pasos. Cada vez más, internet está colocando patas arriba ese modelo, y nuevos actores todavía minoritarios, como Amazon, parecen llamados a tener un protagonismo creciente. Aquí, como en tantos otros ámbitos, la rapidez con la que muta el sistema capitalista nos vuelve viejas las categorías cuando recién las estábamos inventando. Aún no hemos alcanzado a entender las consecuencias de la GDM sobre el modelo productivo, el sistema energético, el medio ambiente, el urbanismo o la gestión del tiempo, cuando las reglas del juego parecen cambiar de nuevo. Pero esos son los tiempos acelerados y esquizofrénicos que nos ha tocado vivir. Esperamos que, humildemente, estas páginas ofrezcan algunos insumos para múltiples y necesarios debates orientados a vivir en un mundo más justo o, como mínimo, menos absurdo.

[1] Carro de Combate ha publicado mensualmente informes monográficos de productos, que fueron recopilados en el volumen Carro de Combate. Consumir es un acto político, publicado por Clave Intelectual en 2014. Ese mismo año, se sumaron al colectivo Aurora Moreno y María Rubiños.

[2] Esta carencia es más atribuible a los marxistas tradicionales que al propio Marx, en cuya obra sí aparecen pistas para el análisis del resto de fases de la economía. Pero eso sería materia para otra investigación.

[3] Si en cierto sentido lo es todo el libro, los capítulos V y VI son especialmente deudores del trabajo realizado por Carro de Combate.

[4] Cfr. Esther Vivas y Xavier Montagut (coords.) (2007).

PRIMERA PARTE

EL IMPERIO DE LA GRAN DISTRIBUCIÓN MODERNA

I

SUPERMERCADOS Y GRANDES SUPERFICIES COMO AGENTES CLAVE DEL CAPITALISMO DE LA GLOBALIZACIÓN

Al romper la antigua relación comercial dominada por el comerciante, [se] transformó al cliente tradicional en consumidor moderno, en un consumidor de marcas al que había que educar y seducir, sobre todo por la publicidad.

(Gilles Lipovetsky)

En el último medio siglo se ha producido un cambio revolucionario a escala planetaria: cada vez más, las tiendas de proximidad dejan paso al dominio de los gigantes de la distribución, como Wal-Mart y Carrefour. En España, más del 80% del total de las compras de las familias se realizan en grandes superficies y, de esas compras, el 75% se concentra en las cinco mayores cadenas. En el caso de los alimentos, se estima que la gran distribución controla alrededor del 46% del mercado en el Estado español, aunque otros estudios, como el de Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente (Magrama), elevan esa cifra hasta el 72% de cuota de mercado. Cinco empresas –Mercadona, Eroski, Carrefour, Auchan y Dia– dominan este tipo de distribución minorista, con un 27% de las ventas totales. La otra cara de la moneda es el ocaso del pequeño comercio: si en el año 1998 existían 95.000 tiendas, en 2004 esta cifra se había reducido a 25.000[1], y la situación para el comercio de barrio no ha hecho sino empeorar como consecuencia de la crisis económica que estalló en 2008. Las tiendas de toda la vida han pasado a ser un fenómeno casi residual, fagocitado por el ascenso imparable de supermercados, hipermercados y tiendas de descuento.

Dista mucho de ser una realidad particular de un país o un sector: la tendencia es la misma a nivel mundial. Los gigantes de la distribución, cada vez más concentrados y poderosos, controlan una porción del pastel cada vez mayor, y ya no se trata sólo de alimentación o vestido, sino de casi todo lo que compramos: ahí están las grandes superficies de bricolaje (Leroy Merlin o Bauhaus), electrodomésticos y electrónica (Saturn, Dixons y Media Markt), deporte (Decathlon), mobiliario y decoración (Ikea, Casa y Habitat), oferta cultural (Fnac, Virgin y Casa del Libro) y, por supuesto, del sector textil y complementos (Inditex, Mango y H&M). El sector de la GDM amplía sus tentáculos a cada vez más negocios.

En España, como en buena parte del planeta, el ascenso de los grandes distribuidores ha venido acompañada de un creciente proceso de concentración e internacionalización del sector, cada vez en manos de un grupo más reducido de empresas multinacionales, remodeladas en permanentes procesos de adquisiciones y fusiones; el efecto inmediato es la generalización y homogeneización de los productos que oferta en sus estantes ese oligopolio de la distribución.

Antes de comenzar esta exposición, conviene aclarar a qué nos referimos cuando hablamos del sector de la distribución, en una doble acepción: por una parte, la distribución en sí misma, que implica las tareas logísticas de transporte y almacenamiento para llevar las mercancías desde el lugar en que fueron producidas hasta el punto de venta y, por otra parte, a la comercialización, que supone la estructura para la venta. Cada vez más, en muchos sectores, desde la moda hasta la alimentación, se está imponiendo la venta online que sustituye el punto físico de venta por la página web; se trata de un tipo de venta que siempre existió (por catálogo) pero que ahora se generaliza gracias a las posibilidades que ofrece internet. Si bien merece una gran atención por la rapidez con la que se está expandiendo y por las expectativas de que lo siga haciendo, este texto se centra en la distribución convencional, que sigue siendo, con mucho, mayoritaria.

EL PAPEL DE LA DISTRIBUCIÓN MODERNA EN EL CAPITALISMO DEL HIPERCONSUMO

Una aproximación histórica evidencia la importancia del rol de la distribución en los modos de producción y consumo que definen el capitalismo contemporáneo. Para el sociólogo francés Gilles Lipovetsky, uno de los intelectuales que más atención ha dedicado al estudio de la sociedad de consumo, pueden distinguirse tres fases en lo que él llama capitalismo de consumo; el desarrollo de cada una de estas fases va unido a cambios en la distribución. Así, la fase I se extiende entre 1880 y el fin de la Segunda Guerra Mundial. Son los años en que, en parte por los avances tecnológicos y en las comunicaciones, se forman grandes mercados de masas y comienzan a producirse artículos en serie:

En la base de la economía de consumo se encuentra una nueva filosofía comercial, una estrategia que rompe con las actitudes del pasado: vender la máxima cantidad de productos con un pequeño margen de beneficios antes que una cantidad pequeña con un margen amplio. El beneficio no vendrá ya por la subida del precio de venta, sino por su reducción. La economía de consumo es inseparable de esta invención mercadotecnia: la búsqueda del beneficio por el volumen y la práctica del bajo precio. Poner los productos al alcance de las masas: la era moderna del consumo comporta un proyecto de democratización del acceso a los bienes comerciales (G. Lipovetsky, 2007: 24).

La fase I se distingue, entonces, por poner al alcance de amplias capas de la sociedad –obviamente, sólo en unos pocos países privilegiados del Norte global– bienes comerciales, duraderos y no duraderos, que hasta entonces estaban vetados a las clases trabajadoras. «La fase I creó un consumo de masas inacabado, de dominante burguesa», escribe Lipovetsky[2]. Las innovaciones en la fase productiva hacen posible una revolución en las formas de comercialización que convergen en el modelo de los grandes almacenes. Estos surgen a finales del siglo XIX, que es también el momento en que aparecen, en la década de 1880, grandes marcas que habrán de acompañarnos largo tiempo, como Coca-Cola, Procter & Gamble y Kellogg’s.

La distribución moderna, basada en el autoservicio y largos pasillos que acaban en las filas de una caja, y que sustituyen la atención del tendero tradicional, es posible gracias a una triple invención: la marca, el envasado y la publicidad. «Al desarrollar la producción de masas, la fase I inventó tanto la mercadotecnia de masas como al consumidor moderno», señala Lipovetsky[3]. Los productos se estandarizan, comienzan a ser conocidos por un nombre –la marca– y, al mismo tiempo, se disparan los presupuestos publicitarios de las empresas.

La distribución moderna posibilitó el avance de una ideología del consumo que ha permeado las subjetividades de los habitantes de medio mundo. En ese momento, la marca, el aspecto simbólico de la mercancía, sustituye al comerciante como fuente de confianza para el consumidor. La estrategia del bajo precio y el etiquetaje de precios acaba con una de las prácticas más extendidas en el comercio: el regateo. En palabras de Lipovetsky: «No será ya del vendedor de quien se fíe el comprador, sino de la marca, pues la garantía y la calidad de los productos se han transferido al fabricante. Al romper la antigua relación comercial dominada por el comerciante, la fase I transformó al cliente tradicional en consumidor moderno, en un consumidor de marcas al que había que educar y seducir sobre todo por la publicidad»[4]; un consumidor de marcas, más que de objetos materiales. Pero ¿cómo hemos llegado a esto? No hay lugar aquí para exponer la historia del capitalismo que favoreció el protagonismo de las marcas y del modelo de producción y distribución hoy hegemónico; pero es ilustrador volver, siquiera un instante, a Karl Marx y su penetrante análisis del fetiche de la mercancía.

La marca y el fetichismo de la mercancía

Lo supo anticipar Karl Marx siglo y medio atrás: en el capitalismo, sostiene el pensador alemán en El Capital, las relaciones entre personas son sustituidas por relaciones entre cosas[5]. El trabajo humano es la fuente de valor de la que extrae el capitalista la plusvalía sobre la que se acumula la ganacia para así engrasar la maquinaria del capitalismo, que crea valor del valor. En la fábrica, el obrero es obligado a realizar una tarea mecánica, que no produce en sí misma la mercancía: de este modo, el trabajador queda alienado del producto de su trabajo. La mercancía adquiere así su condición de fetiche: el producto queda separado del productor, de modo que, en el mercado, esas mercancías serán intercambiadas sin rastro alguno de las relaciones humanas que están detrás de los procesos de producción, circulación y consumo.

El fetichismo de la mercancía es, para Marx, definitorio del capitalismo: al quedar separado el obrero del producto de su trabajo, ese trabajo queda invisibilizado en el mercado, donde lo que se intercambian son mercancías que podría haber hecho cualquier obrero. El cambio en ciernes es fundamental: homologar, hacer intercambiable el trabajo, resultaba imprescindible para poder cuantificar algo incuantificable: el trabajo humano. Las horas que marca el reloj serán la unidad de medida del salario capitalista y, de ese modo, el trabajo humano, producto de la creatividad y la pericia humana, será transformado en mera sucesión mecánica de tareas en la cadena de montaje. El análisis de Marx deja ver un elemento central del capitalismo que lo acompañará en sus transformaciones, comenzando por la cadena de montaje fordista, que marcará el siglo XX, al extender el consumo a los propios trabajadores, cuyos hábitos de consumo comenzarán a ser moldeados por la emergente industria publicitaria. Más tarde, en los años setenta, se emprenderá un nuevo giro hacia lo que algunos han llamado el capitalismo semiótico o capitalismo cognitivo: las nuevas tecnologías de la información favorecerán, en el contexto de una sociedad del sobreconsumo y de nuevas subjetividades de jóvenes como los que protagonizaron las revueltas del 68, una nueva articulación del capitalismo que ensalza la diferencia y en la que la publicidad ya no se referirá a las características de los productos, sino a los valores, al deseo, a la identidad con la marca. Llegan los años dorados de las marcas.

El trabajador desaparece en el intercambio que se efectúa en el mercado: al comprar un producto, no sabemos quién lo hizo ni en qué condiciones: sólo conocemos la marca, el embalaje, los valores que hemos asociado, a través de la publicidad, a ese logotipo y a esos colores. Ese giro será fundamental para consolidar el modelo de la GDM, en el que desaparece la figura del comerciante, del tendero, que durante muchos años había otorgado al consumidor la confianza que ya no podía depositar en el productor, cada vez más distante y desconocido. El comerciante, con su intermediación, en buena medida había sustituido ese factor de confianza personal que busca el comprador para creer que esa mercancía vale la pena ser comprada.

Con la aparición del sector moderno de la gran distribución, esa confianza se diluye también, y esto sólo es posible porque son las marcas las que suplen ese papel. El pequeño comercio va ocupando un rol cada vez más marginal: el tendero de toda la vida es sustituido por el cajero del supermercado, que se limita a cobrar los productos que nosotros solos, frente a nuestro carrito de la compra, tomamos entre los largos corredores del establecimiento. La forma de comprar da así un giro de 180 grados. La tesis que recorre este libro es que, al cambiar nuestra forma de comprar, cambia también la forma en que consumimos y, por tanto, la forma en que se produce en nuestras sociedades, o mejor: esas formas de comprar, producir y consumir se cocrean y se influyen mutuamente, dentro de una complejidad que excluye cualquier análisis simplista y fragmentado.

Distribución y publicidad

En paralelo a esta nueva forma de comprar, se va consolidando el aparato publicitario, que da también un giro. Si en sus orígenes la publicidad había servido para mostrar las características del producto, ahora, cada vez más, los anuncios apelarán a nuestra emocionalidad. Un proceso y otro van unidos, pues, sin un intermediario de confianza, la publicidad termina siendo el factor decisivo que nos inclina a comprar uno u otro producto. A esa publicidad, que se nos presenta de las formas más diversas, comenzando por etiquetados y embalajes cada vez más sofisticados, se añaden las muchas formas sutiles en que los supermercados y grandes almacenes nos instan a escoger un producto y no otro, por su colocación en las estanterías, por su inclusión o no en las promociones en el lugar de venta, y un sinfín de trucos que analizaremos en las páginas que siguen.

El supermercado, en el que nos abastecemos de la comida y otros productos básicos para la reproducción de la vida, traccionó este cambio del comercio tradicional al sistema de la gran distribución moderna (GDM). Pero, después, ese nuevo modo de distribución y comercialización de los productos se fue especializando en áreas muy diversas. Es emblemático el caso del textil: de la pequeña tienda de ropa, en la que le preguntábamos al dependiente por la prenda que queríamos para que él o ella nos mostraran lo que tenían, hemos pasado a las tiendas franquiciadas tipo Zara o Mango, en la que, al igual que en los supermercados, somos nosotros quienes nos paseamos por la tienda, miramos las diferentes prendas, escogemos las que queremos, nos las probamos y, finalmente, en la caja pagamos lo que escogimos, las más de las veces, sin asistencia del personal.

Las consecuencias de este modo de comprar son más amplias de lo que podríamos pensar a simple vista. Uno de los impactos de la GDM es una falsa ilusión de que elegimos libremente lo que compramos. Volvamos al ejemplo de la tienda de ropa: todos nos habremos sentido alguna vez atosigados por un dependiente que trata de vendernos una determinada prenda y nos halaga sobre lo bien que nos sienta. En Zara, sin embargo, la falta de asistencia –e insistencia– del personal nos puede hacer creer que elegimos mucho más libremente. No percibimos, sin embargo, los sutiles mecanismos con los que Inditex nos empuja a comprar: desde la colocación de las prendas y los escaparates, hasta el tipo de espejos, pasando por la música y la ambientación del local. La persuasión está ahí, pero se hace mucho más sutil, y cada vez apela más a lo sensorial y lo emocional, y menos a argumentos racionales, o incluso verbales; aunque estemos lejos de darnos cuenta de ello y apelemos a la racionalidad del Homo economicus.

LA ERA DEL PODER CORPORATIVO

Los procesos que aquí se han descrito han sido caracterizados como la walmartización del sector de la distribución, que ha adoptado el modelo de las empresas transnacionales (ETN), esto es, ha aumentado su margen de ganancia a través de la disminución de costes, que se logra a través del incremento del poder de compra (fusiones y adquisiciones), la eliminación de la competencia y la externalización de los costes sociales y ambientales[6]. Es decir: las empresas trasladan los costes hacia fuera de sus balances de las empresas; pero esos costes invisibilizados los paga alguien: muchas veces, los productores, cada vez más asediados por las condiciones de pago; otras, nuestra salud y, casi siempre, el medio ambiente[7].

La rápida oligopolización del sector de la distribución, que se extiende a cada vez más segmentos del mercado, expresa, tal vez como ningún otro rubro, la tendencia del capitalismo en su fase de la globalización neoliberal a un protagonismo cada vez mayor de las ETN. Las empresas multinacionales son un actor protagonista de los procesos de globalización, que implican una creciente concentración del poder económico y político: la conexión entre ambos se aprecia en la consolidación de un derecho comercial global, una suerte de lex mercatoria que garantiza los privilegios de las empresas multinacionales frente a los derechos de los pueblos[8]. Con esa pata jurídica, las multinacionales de variopintos sectores productivos, desde el textil hasta la electrónica, garantizan la dilución de las responsabilidades por los impactos socioambientales de la extracción de las materias primas o las condiciones laborales de la manufactura. Las ETN que controlan el sector alimentario, por su parte, imponen un modelo de alimentación que no sólo es insostenbile en términos ambientales, sino muy pernicioso para la salud.

Valgan dos ejemplos de las lógicas sistémicas que subyacen a estos procesos. Es sabido que el grupo de capital español Inditex está entre las primeras firmas de la distribución mundial del textil; año tras año compite por el primer puesto del ranking con la estadounidense Gap y la sueca H&M[9]. La firma de Amancio Ortega ocupa el quinto lugar del mundo en la clasificación en función del valor intangible de la empresa, que incluye conceptos como experiencia de compra, lealtad de los consumidores, diferenciación frente a los competidores o valor de marca. En el capitalismo de la globalización, ha quedado claro que esos aspectos «intangibles» son mucho más valorizados que los puramente materiales: del precio de una camiseta de Zara, o de cualquier otra marca global, la marca distribuidora se queda más de la mitad del precio final, mientras que, para los trabajadores que produjeron la prenda, quedará entre un 0,6% del precio final[10] y el 5%, en el más optimista de los casos.

De ahí que las grandes multinacionales hayan emprendido un nuevo camino: abandonar progresivamente la producción para concentrarse en la distribución y la promoción de la marca. Nike, Apple y tantas otras marcas emblemáticas del capitalismo global no poseen prácticamente ni una sola fábrica. Es más barato, más flexible, menos comprometido tercerizar la producción. Como señaló Naomi Klein en No Logo, uno de los textos pioneros –y más aclamados– en denunciar la dinámica de la globalización capitalista,

los constructores de marcas son los nuevos productores primarios de la así llamada economía del conocimiento.

Esta novedosa idea no sólo ha originado campañas publicitarias de última moda, supertiendas cuasi religiosas y universidades corporativas utópicas. También está modificando el panorama del trabajo mundial. Después de decidir cuál es el «alma» de las empresas, las supermarcas se han desprendido de sus incómodos cuerpos, y nada resulta más molesto, más desagradablemente material, que las fábricas que manufacturan sus artículos. La razón del cambio es sencilla: construir una supermarca es un proyecto extraordinariamente caro, que necesita una gestión, una atención y una alimentación constantes […].

Según esta lógica, las empresas no deben emplear sus limitados recursos en fábricas que exijan mantenimiento físico, ni en máquinas que se estropeen, ni en empleados que con seguridad han de envejecer y morir, sino que deben concentrar los recursos en los ladrillos y el cemento virtuales que se emplean para construir las marcas; esto es, en el patrocinio, en los envases, en la expansión y en la publicidad […].

Hallándose tan devaluado el proceso actual de producción, no sorprende que las personas que realizan el trabajo productivo sean tratadas como basura, como sobrantes.

Las empresas subcontratan allí donde los costes salariales son menores y las leyes medioambientales, más laxas. Y, si esto sucede en la fase productiva, la distribución está indisolublemente unida a estos procesos: en el caso del textil o de la informática, porque las ETN han desplazado su negocio hacia la distribución y la imagen de marca; en el caso del sector alimentario, porque la oligopolización de la distribución fomenta la oligopolización de la producción. Dicho de otro modo, el hecho de que la distribución esté en pocas manos contribuye a la concentración de los proveedores: las grandes empresas son las únicas que se pueden permitir las condiciones de pago que les imponen los distribuidores, y son las que mejor adaptan su producción a las necesidades logísticas de la gran distribución. Si para una tienda de barrio podría resultar conveniente comprar a un proveedor local, las economías de escala que conlleva el modelo de la gran distribución fomentan y consolidan el modelo de producción característico de la fase del capitalismo globalizado: las materias primas son extraídas en una esquina del mundo, los productos son elaborados en otro lugar y, desde allí, se transportan miles de kilómetros hasta el lugar de consumo.

Pero la deslocalización tiene otro efecto: se diluye; se terceriza la responsabilidad. Nike, Inditex o Apple, como también Carrefour o Lidl, no asumen ninguna responsabilidad en relación con los productos que venden, aunque sea el distribuidor quien extrae más beneficio de toda la cadena. El problema de fondo es el aumento sin límites de un poder corporativo que actúa con total libertad e impunidad. Algunas corporaciones tienen más poder que muchos Estados: según el informe Estado del poder 2014,