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El italiano la había plantado en la iglesia. Pero aún ansiaba sus caricias. Vittorio Vitale había triunfado. Los Gavia habían destruido a su familia, y él se había vengado de una forma perfecta: dejando plantada a Flora en el altar. Pero Flora se presentó poco después en su despacho, exigiendo respuestas, y su enfado le sorprendió tanto como la ardiente atracción que sintieron; una atracción que no pudieron explorar porque ella se marchó enseguida. Plantada y desheredada, Flora se tuvo que poner a trabajar de camarera para sobrevivir; y, cuando Vittorio la vio un día, le ofreció un acuerdo nuevo, una relación tan falsa como mutuamente beneficiosa. Desde luego, él ya la había engañado antes, pero ¿sería capaz de rechazar su oferta, sintiendo ahora lo que sentían?
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Seitenzahl: 180
Veröffentlichungsjahr: 2025
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© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Casarse por venganza, n.º 3160 - abril 2025
Título original: “I Do” for Revenge
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9791370005450
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
Vittorio Vitale se sirvió un buen vaso del mejor whisky irlandés. Luego, lo alzó hacia las vistas de Roma, bañada por la dorada luz del sol de primera hora de la tarde. Eran sus dominios. Por fin.
La bebida le ardió en la garganta antes de aposentarse en su estómago con una sensación de intensa satisfacción. No podía estar más contento. Aquello era la culminación de todos sus esfuerzos. Pero su alegría se vio interrumpida por el sonido del intercomunicador de la mesa y, tras fruncir el ceño, pulsó el botón adecuado y dijo:
–Tommaso, le pedí que no me molestaran bajo ninguna circunstancia.
–Lo siento, señor. Es que… ¡Oiga! ¡Espere un momento… ! ¡No puede entrar así como así!
La puerta del despacho se abrió de golpe, dando paso a una ruborizada mujer de pelo tiesamente recogido que lo dejó perplejo durante unos instantes. Llevaba un largo, voluminoso y recargado vestido de novia de color blanco, que a Vito le pareció tan conservador como excesivamente formal. Hasta el ramo de flores que aferraba se lo pareció.
Su secretario la siguió al interior, y Vito clavó la vista en él y declaró:
–No se preocupe, Tommaso. Ya me encargo yo.
Vito dejó el vaso de whisky a un lado, asumiendo que su celebración se iba retrasar un poco. Había quedado con una de las modelos más bellas de Italia, una joven alta, de cuerpo impresionante y largo y sedoso cabello oscuro. Pero, evidentemente, no podía ir a verla sin hablar antes con su inesperada visita: la mujer con la que se tendría que haber casado dos horas antes.
–Señorita Gavia… –dijo, echando un vistazo a la hora–. Pasa, por favor.
Flora Gavia no podía estar más enfadada. ¿Cómo se atrevía Vittorio Vitale a mirar la hora? Él, que la había tenido esperando en la iglesia durante sesenta minutos, antes de comprender que no tenía intención de presentarse. Y encima, después de lo que le había pasado con su tío, que la había acusado de ser la culpable de todo y se había ido con su esposa tras dedicarle unas palabras de lo más desagradables:
–Ya no me sirves de nada. No has sido más que una carga durante catorce años. Estás muerta para mí.
Flora se había quedado completamente helada. Era muy duro que las dos personas que la habían cuidado desde que tenía ocho años la repudiaran y dejaran sola. Pero el disgusto se transformó en ira cuando volvió a pensar en el alto, atractivo y multimillonario hombre que estaba en ese momento ante ella.
Pelo corto y oscuro sobre una ancha y despejada frente. Una estructura ósea que habría despertado la envidia de cualquiera. Nariz recta, afilada. Mandíbula contundente. Y una boca tan perfecta y tan lascivamente sensual que, cuando Flora la vio por primera vez, no podía dejar de mirarla.
Había sido toda una sorpresa para ella, porque era extremadamente inexperta en cuestiones sexuales, pero aquella boca había conseguido que se dejara llevar por la fantasía de sentirla en su cuerpo. Y también había sido desconcertante, porque había sido la primera vez que otra persona la empujaba a imaginar ese tipo de cosas. Además, su compromiso matrimonial no tenía nada que ver con el amor: era un simple y puro asunto de negocios.
Pero, al final, ni siquiera se habían casado. Vito la había dejado plantada.
Flora parpadeó, asombrada con su propio enfado. Nunca había sido de las que se enfadaban con facilidad. Solía ser de trato agradable y bien dispuesto. Creía que la gente tenía buenas intenciones, y que todo podía salir bien. Pero, en el caso de Vittorio Vitale, era obvio que sus intenciones habían sido malas desde el principio.
Ni parecía arrepentido ni parecía sentirse culpable. De hecho, daba la impresión de que todo aquello le resultaba mortalmente aburrido.
–Ni siquiera te has vestido para ir a una boda –afirmó, mirando su camisa blanca y sus sencillos pantalones oscuros–. Nunca tuviste intención de casarte conmigo, ¿verdad?
Flora sacudió el ramo hacia él con tanta fuerza que el suelo se llenó de pétalos. Vito se levantó de su sillón, avanzó hacia ella y se sentó en el borde de la mesa del despacho, con las manos en los bolsillos. Su despreocupación era absoluta.
–No, a decir verdad, no –respondió–. No es que haya cambiado de idea a última hora.
Flora suspiró, haciendo esfuerzos por no admirar su cuerpo.
–¿Por qué?
Vittorio apretó los dientes y guardó silencio.
–Tengo derecho a saberlo –insistió ella.
–Supongo que sí –dijo él, que se sacó las manos de los bolsillos y se cruzó de brazos–. ¿Qué te ha dicho tu tío?
Flora se acordó otra vez de las hirientes palabras que le había dedicado. Pero pensó que Vito no merecía saberlo, y contestó:
–Poca cosa.
Vittorio frunció el ceño.
–¿Eres consciente de que el negocio de Umberto Gavia se está derrumbando en este mismo momento?
A Flora se le hizo un nudo en la garganta. Su tío le había parecido más preocupado que de costumbre, y su tía se había comportado de una forma extrañamente maleducada. Sin embargo, no había reparado en ello hasta ese momento. Se había limitado a pensar que era toda una grosería por su parte, teniendo en cuenta que solo se había prestado a aquella farsa de matrimonio por el bien de su tío.
–No, no sabía nada. No me suelo meter en sus negocios.
–Pero te prestaste a casarte conmigo, ¿no? –le recordó él–. Y sabías lo que hacías. Acordamos que te podrías divorciar de mí a los seis meses. No tenías nada que perder.
Flora no se lo pudo discutir. Había aceptado ese matrimonio por múltiples motivos, y uno de ellos era, precisamente, la cláusula de los seis meses. Siempre se había sentido en deuda con su tío, quien se había hecho cargo de ella tras la trágica muerte de sus padres. No había sido perfecto en absoluto, pero la había aceptado en su familia y le había dado un techo en lugar de meterla en un internado o alguna institución similar.
Ahora bien, si su tío no le hubiera dado un hogar, no habría podido acceder a su fondo fiduciario.
Al pensarlo, Flora se dijo que lo del fondo no tenía nada de particular, que había echado mano de él porque necesitaba dinero para su sustento, su educación y hasta los sueldos de los criados que se quedaban en casa a cuidarla cuando sus tíos se iban de vacaciones. El hecho de que no quedara un céntimo de la herencia que le habían dejado sus padres solo demostraba lo caro que había sido, según afirmaba Umberto.
En cuanto a su compromiso matrimonial, su tío le había asegurado no era conveniente solo para él, sino también para ella. Le había dicho que no soportaba la idea de que le pasara algo y se quedara sola en el mundo, sin medios para subsistir.
Pero, fuera como fuera, Flora se sentía en deuda con él. Y Vito lo había estropeado todo.
–La cláusula de los seis meses fue cosa tuya –afirmó ella.
–La necesitaba para protegerme, por si las cosas no salían como estaba planeado. A tu tío no le hizo ninguna gracia, pero lo aceptó porque no tenía más remedio.
Flora se quedó atónita. ¿Por si las cosas no salían como estaba planeado? ¿Qué habría querido decir con eso? No lo alcanzaba ni a imaginar, pero se volvió a sentir tan abochornada como enojada.
–¿Cómo te has atrevido a dejarme plantada? ¿Cómo has podido hacer algo tan cruel? –preguntó con vehemencia–. ¿Tienes idea de cómo me he sentido mientras te esperaba? ¿Tienes idea de lo humillante que ha sido?
Vito miró a la mujer que estaba ante sus ojos y notó una extraña punzada en su interior. Era su conciencia. Al parecer, hasta él tenía una.
Pero su siguiente sensación fue más perturbadora.
Hasta entonces, no se había fijado en ella de verdad. Habían hablado muy pocas veces, y no se había molestado en cortejarla porque los dos eran conscientes de que su matrimonio era una farsa. De hecho, Flora tampoco había hecho nada por cambiar esa situación durante los treinta días que había durado su supuesto noviazgo.
Solo se había fijado en una cosa: en que, cada vez que coincidían, guardaba las distancias con él y hacía lo posible por evitarlo; algo bastante desconcertante, porque la mayoría de las mujeres lo trataban de un modo radicalmente distinto. Y, aunque habían cenado con sus tíos en cierta ocasión, Flora había permitido que Umberto llevara la voz cantante y se había mantenido al margen, comportándose como un tímido ratoncito.
Por supuesto, eso no significaba que él no la hubiera mirado. Pero, quizá por la actitud que tenía, su belleza le había parecido ordinaria, nada del otro mundo.
Sin embargo, esa percepción acababa de saltar por los aires. De repente, parecía una mujer distinta. Y no lo podía achacar al maquillaje o al vestido de novia, por arrugado que estuviera. No, era una mujer verdaderamente atractiva, de pómulos altos, boca pecaminosa, pestañas larguísimas y unos preciosos y grandes ojos entre marrones y dorados.
¿Cómo era posible que no lo hubiera notado antes?
Fascinado, apartó la vista de su cara y se permitió el placer de admirar sus grandes pechos, su estrecha cintura y sus perfectas caderas. Era sencillamente despampanante. Y esta vez, Vito le dedicó toda su atención.
–¿Y bien? ¿No tienes nada que decir? –continuó ella, sacudiendo el ramo de nuevo.
Vito miró los pétalos del suelo y, a continuación, el velo de Flora, que estaba ladeado. Ella se lo quitó al instante y, al quitárselo, él se dio cuenta de que su moño estaba a punto de soltarse y sintió el deseo de acercarse más y soltárselo por completo, para que el pelo le cayera sobre los hombros.
–Contéstame, por favor –insistió.
Vito volvió a clavar la vista en sus ojos. Había hablado con voz levemente rota, como si estuviera al borde de las lágrimas; pero no le dio impresión de tristeza, sino de perplejidad. Parecía sinceramente confundida.
–¿Es que no lo sabías? –preguntó él con desconfianza.
–¿Saber qué?
–Que hoy, coincidiendo con la boda…
–Con la boda que no se ha celebrado –puntualizó ella.
–Sí, bueno, defínelo como quieras –dijo Vito–, pero el caso es que el negocio de tu tío se ha hundido y ahora tengo la mayoría de las acciones, lo necesario para tomar el control. Umberto creyó que habíamos llegado a un acuerdo conveniente para él, pero solo lo era para mí. Y mi objetivo era aplastarlo.
Flora empezó a caminar de un lado a otro, más desconcertada que antes.
–¿Cómo? ¿Insinúas que solo querías quedarte con su empresa? No entiendo nada. ¿Por qué te comprometiste conmigo entonces? ¿A qué ha venido todo esto?
Ella se detuvo en seco y lo volvió a mirar.
–A que no se trataba solo de ganar una partida empresarial, ni mucho menos.
–Sigo sin saber de qué me estás hablando.
–De que tu tío fue el culpable de que mi padre se arruinara, de que se suicidara después y de que mi madre falleciera a continuación.
Flora soltó el ramo, que cayó al suelo.
–Oh, Dios mío –acertó a decir–. Lo siento mucho. No tenía ni idea.
Si ella hubiera sido otra persona, él habría creído que su asombro era real; pero era una Gavia, y dio por sentado que se estaba limitando a interpretar un papel, lo cual aumentó su desprecio.
–Tu tío ni siquiera se acuerda del día en que nos conocimos. A decir verdad, he podido destrozar su negocio y su posición social porque el apellido Vitale no le sonaba de nada. Pero ahora se acordará del hombre al que hundió a traición, desde el interior de su propia empresa, para que lo acusaran injustamente de corrupción y lo perdiera todo. Estuvo a punto de ir a la cárcel. ¿Y sabes lo que hizo tu tío?
Flora guardó silencio.
–Hablar con las autoridades y pedirles que lo perdonaran, para quedar como el bueno de la historia –prosiguió Vito–. Cuando fue él quien lo organizó todo.
Vito se abstuvo de mencionar que los conocidos y vecinos de sus padres les dieron la espalda de la noche a la mañana, y tampoco quiso contar que su primera novia dejó de devolverle las llamadas y empezó a salir con uno de sus mejores amigos. Se sintió tan inmensamente traicionado que cambió de actitud sobre la vida. La gente le había enseñado que solo había una persona en la que podía confiar: él mismo.
–Tu familia tiene empresas desde hace muchas generaciones, pero mi padre fue el primero de la mía que tuvo éxito en el mundo de los negocios, y tu tío lo vio como una amenaza, por absurdo que fuera. Umberto Gavia era un hombre rico que podría haber comprado cien negocios como ese sin pestañear, pero fue a por él sin motivo, por divertirse, para hacerle saber que su ambición no quedaría sin castigo. Y mi padre se acabó suicidando.
Flora lo miró con ojos desorbitados.
–¿Y tu madre? –se atrevió a preguntar.
–Enfermó, pero ya no teníamos dinero para médicos. Falleció mientras esperaba un tratamiento que no podíamos pagar, un tratamiento que le habría salvado la vida –respondió Vito, con voz tensa–. Eso es lo único que necesitas saber.
El enfado de Flora había desaparecido por completo. Estaba atónita, espantada; pero, por otra parte, no habría podido decir que la confesión de Vito le hubiera sorprendido. No después de las feroces palabras de su tío. No tras descubrir que Umberto la había utilizado vilmente.
–No tenía ni idea.
–¿Me tomas por tonto? –dijo él con desprecio–. Puede que no supieras lo que le pasó a mis padres, pero estabas tan interesada en ese matrimonio como tu tío. La cláusula de los seis meses te habría asegurado dinero para el resto de tu vida. Todo eran ventajas para ti.
Flora pensó que no podía estar más equivocado. Su tío le había dicho que, si ejecutaba esa cláusula, el dinero sería para él; pero a ella ni siquiera le había importado, porque solo la veía como una forma fácil de recuperar su libertad, llegado el caso. En realidad, había aceptado el compromiso matrimonial por algo más que un sentimiento de lealtad hacia Umberto; tenía otras razones, empezando por el hecho de que Vittorio Vitale la fascinaba.
En el fondo de su alma, sabía que un hombre como él nunca se habría interesado por una mujer como ella, y se había dado el gusto de vivir una pequeña fantasía; de creer que, cuando por fin se casaran, Vito se fijaría en ella y la encontraría irresistible, aunque solo fuera durante unos momentos.
Esa había sido su única ambición. Nunca se había planteado la posibilidad de que su relación pudiera ir más lejos. Pero, al dejarla plantada, Vito la había obligado a asumir que un hombre como él no estaba dispuesto a casarse con ella en ningún caso, ni aunque hubiera un negocio de por medio. Y hasta había llegado a pensar que su tío tenía razón y que la culpa era suya, por no ser suficientemente deseable.
Pero no era cierto. No se habían casado porque Vito nunca había tenido intención de cumplir su parte del acuerdo.
–O sea, que he sido un peón en tu plan de acabar con mi tío –dijo ella sin emoción alguna–. Un plan de lo más creativo, y con un punto cínico.
–Oh, vamos, no te hagas la dolida. Fue tu tío el que tuvo la idea de que nos casáramos. Estaba deseoso de hacer negocios conmigo, y nuestro matrimonio le pareció un beneficio extra de lo más interesante –afirmó él–. Y a ti también te debió de parecer rentable… si no, ¿por qué te prestaste a casarte con un completo desconocido?
Flora no dijo nada. No quería hablar de sus complicados sentimientos de lealtad y gratitud hacia su tío delante de un hombre tan frío y vengativo como él. Ya se sentía bastante mal por haberse dejado engañar por su propia familia.
Ahora sabía por qué la habían mantenido encerrada durante años. Siempre había pensado que lo hacían por su bien, por protegerla del mundo. Sin embargo, los hechos le habían demostrado que el motivo era otro: Umberto la había estado reservando a propósito para venderla en su día al mejor postor.
¿Cómo era posible que hubiera sido tan patéticamente ingenua?
–Me tengo que ir –dijo, hundida.
–Adelante. La puerta está abierta.
Flora se dirigió a la salida; pero, antes de salir, dio media vuelta y declaró:
–Lamento mucho lo que te pasó, y hasta comprendo que quisieras hacer justicia. Pero lo que has hecho hoy es indigno. Te has puesto al mismo nivel que mi tío. Te has comportado como un hombre cruel e implacable. Me has humillado sin necesidad.
Vito guardó silencio durante unos instantes, y luego dijo:
–Dentro de una semana, ni siquiera te acordarás de lo que ha pasado hoy. Créeme, Flora… podría haber sido bastante más implacable con Umberto. Aún tiene bienes de sobra. Si se esfuerza, podrá volver al mundo de los negocios. Y en cuanto a ti, tienes el dinero que te dejaron tus padres.
–¿Cómo sabes eso?
Flora tampoco le quiso decir que su herencia había desaparecido por completo. No era un detalle que le apeteciera divulgar. Pero, al pensarlo, le vino un recuerdo de su adolescencia: el recuerdo de su tío, convenciéndola para que firmara un documento legal que le permitía acceder a su dinero. Y ella lo firmó. Creyó lo que Umberto le dijo. Creyó que lo hacía por su bien.
Una vez más, se sintió profundamente mortificada.
–Me enteré cuando estaba investigando a tu tío –contestó él, encogiéndose de hombros–. En realidad, deberías estarme agradecida. Ahora eres libre. Puedes vivir como quieras, porque ya no estarás bajo el control de tu tío. Tienes veintidós años, y la herencia de tus padres. Además, el fracaso de tu estratagema matrimonial no significa que no puedas repetir la jugada más adelante y echar el lazo a algún hombre con dinero.
Flora sacó fuerzas de flaqueza y alzó la barbilla, orgullosa.
–Es evidente que cometí un error contigo. ¿Sabes qué pensé durante nuestro supuesto noviazgo al ver que no intentabas quedarte a solas conmigo ni mantener una simple conversación? Que intentabas ser caballeroso.
Vittorio sacudió la cabeza.
–Soy cualquier cosa menos un caballero.
–Sí, eso ha quedado bien claro. Y tienes razón en otra cosa, en que por fin soy libre de vivir mi propia vida. Espero no volver a verte jamás –afirmó ella, señalándolo con un dedo–. Eres… una mala persona.
Al señalar a Vito, Flora vio el enorme y pesadísimo anillo de oro y diamantes que llevaba en el dedo y se lo quitó. Ardía en deseos de tirárselo a la cara, pero se limitó a dejarlo en una mesa cercana.
–Te devuelvo tu pedrusco. No te lo quise decir en su día por no herir tus sentimientos, pero no tienes gusto con esas cosas.
Flora se sintió fatal en cuanto lo dijo, porque nunca había sido tan desagradable con nadie. Y como no se quería arriesgar a que su mala conciencia le hiciera olvidar lo que le había hecho ese hombre, salió del despacho, entró en el ascensor y pulsó el botón del vestíbulo. Las faldas del vestido de novia eran tan anchas que ocupaban todo el habitáculo.
Momentos después, salió a la calle y respiró hondo. La gente la miraba al pasar por delante, pero no les prestó atención. Las náuseas habían dado paso a una intensa sensación de pánico. No tenía nada. No tenía a nadie. No tenía ningún sitio adonde ir. Estaba completamente sola y, para empeorarlo todo, empezaba a comprender que lo había estado siempre, porque sus tíos nunca se habían preocupado por ella.
¡Le habían robado su herencia!
Sin embargo, era cierto que el cínico, frío, implacable y cruel Vittorio tenía razón en parte de lo que había dicho. Ahora era libre. Se había liberado de la deuda que había creído tener con sus tíos desde que la aceptaron en su familia.
De repente, se sintió como si viera el mundo por primera vez, como si estuviera al borde de un precipicio que la aterraba y fascinaba al mismo tiempo.
¿Qué podía hacer? ¿Adónde podía ir?
Flora volvió a sentir pánico, pero no permitió que la dominara. Y así, vestida de novia y parada ante la sede de la empresa de Vittorio, se puso a pensar.