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En el instituto, Liz Sutton era la chica de la zona pobre de Fool's Gold, pero le había robado el corazón al chico más popular del pueblo y su romance secreto la ayudó a sobrellevar la peor época de su vida. Hasta que Ethan Hendrix la traicionó a ella y a todo lo que habían supuesto el uno para el otro. Abatida y embarazada, Liz se marchó del pueblo para siempre… o eso creía ella. Ahora Liz debía regresar y enfrentarse al hombre que no sabía nada de la existencia de su hijo. Y en esa ocasión no tendría la opción de huir.
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Seitenzahl: 404
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2010 Susan Macias Redmond.
Todos los derechos reservados.
CASI PERFECTO, Nº 283 - octubre 2011
Título original:Almost Perfect
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.
Publicado en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios.
Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-013-4
Editor responsable: Luis Pugni
Epub: Publidisa
Agradecimientos
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Promoción
A Rhinda, ¡la «otra» mamá de Nikki! Éste es para ti.
Liz Sutton siempre había sabido que el pasado regresaría y le daría un buen mordisco en el trasero… lo que no había sabido era que sucedería ese mismo día.
Su mañana había comenzado de un modo bastante normal, llevando a su hijo al autobús del colegio y después recorriendo el pasillo hasta el despacho que tenía en su casa, donde escribió cinco páginas bastante decentes antes de parar para caminar un rato de un lado para otro, y borrar después tres de las últimas cinco páginas. Estaba pensando a quién asesinar en el primer capítulo de su nuevo libro, y aún no sabía cómo él o ella sería asesinado. ¿La decapitación era algo demasiado predecible? Por suerte, su ayudante llamó a la puerta y la libró de tener que tomar una decisión.
—Siento interrumpir —dijo Peggy frunciendo el ceño ligeramente mientras le entregaba un papel—, pero pensé que querrías leer esto.
Liz agarró la hoja. Era un email enviado a su Web, en la que había un link para que los fans se pusieran en contacto con ella. Peggy se ocupaba de la mayoría de los emails, pero de vez en cuando encontraba algo con lo que no sabía qué hacer.
—¿Alguna especie de acosador? —preguntó Liz, agradecida por la interrupción. Cuando no se le ocurría qué escribir, incluso una amenaza de muerte era más emocionante que el trabajo que tenía entre manos.
—No exactamente. Dice que es tu sobrina.
¿Sobrina?
Liz miró la hoja.
Querida tía Liz,
Me llamo Melissa Sutton. Mi padre es tu hermano Roy. Tengo catorce años y mi hermana Abby tiene once. Hace unos meses nuestro padre entró en prisión. Su nueva mujer, nuestra madrastra, dijo que nos cuidaría, pero cambió de opinión y se marchó. Pensé que Abby y yo estaríamos bien. Soy muy madura para mi edad. Mis profesores me lo dicen todo el tiempo.
Pero ya hace un tiempo que se marchó y estoy muy asustada. No se lo he dicho a Abby porque aún es pequeña, pero no sé si podremos lograrlo las dos solas. No quiero contarle a papá lo que ha pasado porque quería mucho a Bettina y se pondrá triste al saber que no lo ha esperado.
Así que he pensado que tal vez tú podrías ayudarnos. Sé que aún no nos conocemos, pero he leído todos tus libros y me gustan mucho.
Espero saber de ti pronto. Tu sobrina, Melissa.
P.D. estoy utilizando el ordenador de la bibliote
ca, así que no puedes responderme al email. Pero aquí te dejo nuestro número de teléfono. Aunque no tengamos luz, el teléfono sigue funcionando.
P.D. Estamos viviendo en tu vieja casa de Fool’s Gold.
Liz leyó el email una segunda vez, intentando que esas palabras tuvieran sentido. Roy había vuelto a Fool’s Gold, o por lo menos, lo había hecho antes de entrar en prisión.
Hacía casi dieciocho años que no veía a su hermano. Él era mucho mayor y se había marchado el verano que ella cumplió doce. Desde entonces, no había vuelto a saber de él. Al parecer, se había casado un par de veces y tenía hijos. Hijas. Unas niñas que estaban viviendo solas en una casa que, doce años antes, ya tenía un aspecto desagradable y de abandono. Dudaba que se le hubieran hecho muchas mejoras desde entonces.
Las preguntas se precipitaban en su cabeza. Preguntas sobre su hermano y sobre por qué había regresado a Fool’s Gold después de estar fuera tanto tiempo. ¿Por qué estaba en la cárcel y qué demonios iba a hacer ella con dos sobrinas a las que no había visto en su vida?
Miró su reloj. Apenas eran las once.
Ya que era el último día de clase de Tyler antes de las vacaciones de verano, saldría del colegio a las doce y media. Si podía cargar el coche a tiempo, podrían ponerse en camino directamente desde el colegio y estar en Fool’s Gold en unas cuatro horas.
—Tengo que ocuparme de esto —le dijo Liz a su ayudante mientras escribía una dirección en un pedazo de papel—. Llama a la compañía eléctrica de Fool’s Gold y haz que vuelvan a conectarles la luz. Deberían aceptar una tarjeta de crédito para el pago. Haz lo mismo con el resto de servicios para la casa. Llamaré a las niñas para que sepan que voy para allá.
—¿De verdad son tus sobrinas? —le preguntó Peggy.
—Supongo. No veo a mi hermano desde que tenía la edad que ellas tienen ahora, pero no puedo permitir que estén allí solas.
Sacudió la cabeza mientras pensaba qué más tenía que hacer. Su próximo libro no sería publicado hasta el otoño, así que no tenía que preocuparse por su promoción por ahora. Podía trabajar en su nueva historia en cualquier lugar donde tuviera su portátil. Por lo menos, así era en la teoría.
—No sé cuánto tiempo estaremos fuera —continuó—. Supongo que harán falta un par de semanas para ponerlo todo en orden.
Peggy la miró.
—¿Así, sin más?
—¿Qué quieres decir?
—¿No vas a pensar en ello? La mayoría de la gente vacilaría. Ni siquiera conoces a esas niñas. Era verdad, pensó Liz, pero, ¿qué opción tenía? —Son pequeñas, están solas y soy su familia.
Tengo que hacer algo.
—Tú eres así; saltas a hacer lo que crees que está bien y eso es admirable, pero no siempre es lo más inteligente.
—Alguien tiene que ocuparse de esto —además, ella había crecido teniendo que ocuparse de cosas.
Su madre nunca se había molestado en hacer nada—. Con suerte, no estaré fuera mucho tiempo.
—No te preocupes por eso, yo me encargo de todo por aquí.
Liz forzó una sonrisa.
—Sé que puedes hacerlo. Voy a preparar las maletas y después iré a buscar a Tyler. Hoy mismo iremos a Fool’s Gold.
—Puede que sea agradable volver a casa.
Liz hizo lo posible por actuar con normalidad.
—Claro, seguro. Bueno, llamaré a las niñas.
Esperó a que Peggy se marchara antes de levantar el teléfono. Marcó el número de la casa familiar y escuchó ocho tonos antes de colgar. No hubo respuesta. Seguro que las niñas seguían en el colegio. Volvería a intentarlo más tarde, desde su móvil.
Tenía que hacer las maletas, llamar a unos amigos y decirles que estaría fuera un par de semanas, mandarle un email a su editor y a su agente para decirles lo mismo. «Logística», pensó mientras reunía las notas que había hecho sobre su última novela. Se le daba bien la logística. La habilidad de planear y ocuparse de los problemas era una de las razones por las que disfrutaba escribiendo sus novelas de misterio y detectives. Siempre había sido buena en el trabajo; era el resto de su vida lo que la hacía tropezar una y otra vez.
—Dejaré la introspección para más tarde —murmuró—. Ahora, acción.
Desconectó su portátil y después de guardar sus notas, unos cuantos bolígrafos, unas libretas y la agenda, fue hasta su dormitorio.
Alrededor de una hora después, ya había guardado en las maletas lo que esperaba que fuera necesario, había cargado el coche y lo había repasado todo con Peggy. Su ayudante se ocuparía de la casa y se aseguraría de que se pagaran las facturas.
—¿Estás bien? —le preguntó Peggy.
—Claro. Genial. ¿Por qué?
Peggy, una antigua ayudante ejecutiva que pasaba de los cuarenta, frunció el ceño.
—Sólo quería asegurarme. Debe de ser difícil asumir todo esto —vaciló antes de añadir—: Si no hay nadie más que se ocupe de las niñas...
—Lo sé. Pensaré en ello cuando tenga más información.
—Mac y yo fuimos a Fool’s Gold en nuestra luna de miel, por aquel entonces, cuando pensaba que el matrimonio era algo bueno. No sabía que fueras de allí.
Nadie lo sabía, pensó Liz. La vida le resultaba más sencilla cuando no hablaba de su pasado. —Me marché justo al terminar el instituto y me mudé aquí. Ahora San Francisco es mi hogar.
Peggy le sonrió.
—Si necesitas algo, llámame.
—Lo haré.
Liz bajó las escaleras hasta el garaje y se metió en su Lexus. Había hecho cuatro maletas y además llevaba unas cajas con las películas favoritas de Tyler, su consola Xbox y un montón de libros. Repasó el inventario porque eso era más sencillo que pensar en lo que iba a hacer: volver al único lugar en el que no quería estar. El pueblo donde había crecido.
Durante un segundo se preguntó si de verdad tenía que hacerlo, si de verdad tenía que ir a rescatar a esas niñas a las que no había visto nunca. Al momento, desechó esa idea. No podía dejarlas solas. Se ocuparía del problema, lo resolvería y volvería a su vida. Quedarse de brazos cruzados no era una opción.
El tráfico de mediodía era relativamente ligero y llegó al colegio de Tyler en unos veinte minutos. El niño estaba hablando con sus amigos, probablemente haciendo planes para quedar, y cuando vio su pequeño todoterreno, saludó a su madre y corrió hacia el coche.
—Jason dice que su familia irá a Disneylandia en agosto y que sus padres van a llamarte para que me vaya con ellos —le dijo mientras subía.
—Hola a ti también —le saludó con una sonrisa.
Él sonrió.
—Hola, mamá. ¿Qué tal te ha ido el día?
—Interesante.
—Genial. Ahora, ¿podemos hablar de Disneylandia?
Su hijo era lo mejor de su vida, pensó mientras miraba sus oscuros ojos marrones. Tenía su sonrisa, pero todo lo demás era de su padre; como si su ADN no hubiera tenido suficiente poder contra el de él.
Tyler era inteligente, divertido, cálido y cariñoso. Tenía montones de amigos, buena disposición y quería ser arquitecto. Liz sabía que todo el mundo decía que la adolescencia era terrible en el caso de los chicos, que a la edad de trece y catorce estaría haciéndole la vida imposible, pero por ahora eso no era un problema. En ese momento, Tyler era su mundo.
Un mundo que acababa de dar un giro y que estaba tambaleándose.
—Disneylandia suena divertido. Hablaré con la madre de Jason. Si quieren llevarte y tú quieres ir, lo arreglaremos.
La sonrisa del chico se intensificó. Después, miró hacia la parte trasera del coche.
—¡Vaya! ¿Vamos a alguna parte?
Ella se incorporó al tráfico en dirección a la Interestatal 80.
—Más o menos —dijo aferrándose al volante.
A lo largo de los años, había hecho lo posible por no mentir a su hijo, no sobre su padre ni sobre su pasado, y la mayoría de las veces le había dicho simplemente que había preguntas que no le respondería. Cuando él tenía cuatro y cinco años había logrado distraerlo. Con ocho, el niño se había decidido a descubrir la verdad. Ahora, sin embargo, preguntaba menos, probablemente porque sabía que no podría con ella.
—Hoy he recibido un email. ¿Recuerdas que te dije que tenía un hermano?
—Ajá. Roy. No lo hemos visto nunca.
—Lo sé. Es mucho mayor que yo y se marchó cuando yo tenía doce años. Me desperté una mañana y se había ido. No volví a verlo.
Aún recordaba los sollozos de su madre intensificados por el alcohol. Desde ese momento, su madre se había pasado la vida esperando que Roy volviera sin que le importara ninguna otra cosa, y mucho menos ella.
Liz se había marchado poco después de graduarse en el instituto y había llamado a casa unas semanas después para decirle a su madre dónde estaba.
«No te molestes en volver a llamar» había sido la única respuesta de la mujer antes de colgar.
—Entonces, ¿el tío Roy te ha escrito?
—No exactamente —Liz no sabía cuánto revelar. Contar la verdad era una cosa, pero compartir detalles era otra—. Él... eh... está metido en un problema y tengo que ayudarlo. Tiene dos hijas. Tus primas. Melissa tiene catorce años y Abby tiene tu edad.
—¿Tengo primas? No me lo habías dicho nunca.
—No lo he sabido hasta hoy.
—Pero son tu familia.
Era verdad, pensó. Y la palabra «familia» implicaba cariño y relación tal vez en la mayoría de las casas, pero no en la familia Sutton. Por lo menos, no hasta que ella había tenido a Tyler, ya que desde entonces se había decidido a ser una madre cariñosa y entregada para ofrecerle a su hijo un hogar seguro.
—No sabía dónde estaba Roy. Después de eso nunca se puso en contacto conmigo —durante seis años había esperado que él volviera y se la llevara con él, que la cuidara como había hecho siempre. Había sido un parapeto entre su madre y ella, la había protegido.
—¿Saben que vamos? —le preguntó Tyler—. ¿Saben algo de mí?
—Aún no, pero lo sabrán. Vamos a quedarnos con ellas unas semanas —no mencionó el hecho de que Roy estaba en prisión. Ya habría tiempo para eso. Tampoco habló sobre la posibilidad de que las chicas tuvieran que vivir con ellos para siempre porque tal vez ningún otro familiar pudiera ocuparse de ellas.
—Crecí en un pueblecito llamado Fool’s Gold. Está en la ladera de las montañas de Sierra Nevada.
—¿Tienen nieve? —le preguntó él emocionado porque a la edad de once años, ver la nieve era lo mejor del mundo.
Ella se rió.
—Probablemente no la tendrán en junio, pero sí que nieva. Ahora hay muchas cosas que se pueden hacer allí, senderismo, nadar, hay un río y un lago.
—Podríamos ir de acampada.
Liz prefirió no pensar en ello; para ella, ir de acampada podía igualarse a estar despierta durante una operación a corazón abierto. Pero claro, ella no era un niño de once años, ni le fascinaban los gusanos, el barro, jugar a los coches, y a las pistolas de plástico.
Todo ello eran más rasgos que había heredado de su padre y eso era un problema. No había muchas probabilidades de que Ethan siguiera en Fool’s Gold, el único lugar al que él le había pedido que no fuera cuando le había dejado bien claro que no quería que su hijo y ella estuvieran cerca.
Bueno, pues tendría que aguantarse, porque era una emergencia. Por otro lado, no le diría nada a su hijo, no cuando Ethan lo había rechazado por completo.
Se ocuparía de las niñas y saldría de allí lo antes posible. Si se topaba con Ethan, se mostraría agradable y distante, nada más, porque después de todo ese tiempo y de todas las formas con que ese hombre había intentado hacerle daño, no había forma de que volviera a mostrarse vulnerable ante él. Había aprendido la lección. La habían engañado una vez y con una vez era suficiente.
Se agarró con fuerza al volante y miró el navegador. Mostraba el camino a su destino y confiaba en que ese dispositivo la llevara de vuelta a casa una vez hubiera terminado.
Ethan Hendrix estaba junto a las barricadas entre la multitud y los ciclistas. El sol ardía y los espectadores estaban eufóricos. El ruido de la carrera era algo que no olvidaría. Había habido un momento en su vida en el que había planeado ver el mundo desde el circuito de carreras, pero de eso hacía mucho tiempo, pensó mientras recordaba la sensación del viento contra su cara, la sensación de los músculos ardiendo mientras se esforzaba por ganar.
Ganar había sido fácil, tal vez demasiado, y durante una carrera se había descuidado. A ochenta kilómetros por hora, equilibrándose sobre unas finas ruedas y una ligera estructura, los errores podían resultar mortales. En su caso, había quedado con unos cuantos huesos rotos y una cojera permanente. Para el resto, había sido un golpe de suerte. Para él, la lesión le había impedido volver a competir.
Ahora, diez años después, veía a los ciclistas pasando a toda velocidad por delante de él. Vio a su amigo Josh y se preguntó «¿Y si…?», pero no tenía demasiada energía para tratar el tema. Ahora todo había cambiado.
Se marchaba de la carrera decidido a volver a su oficina cuando vio a una mujer entre la multitud. Durante un segundo pensó que se lo había imaginado, que estaba poniendo unos bellos rasgos que jamás olvidaría en el rostro de otra persona porque no, Liz Sutton no podría haber vuelto a Fool’s Gold.
Instintivamente se acercó, pero los separaba la carretera con las barricadas. La pelirroja alzó la mirada de nuevo y en esa ocasión lo miró. Se quitó las gafas de sol y él pudo ver sus grandes ojos verdes y esa carnosa boca. Desde la distancia no podía ver las pecas de su nariz, pero sabía que estaban ahí. Incluso sabía cuántas tenía.
Maldijo en voz baja. Liz había vuelto. Hacía diez años que no la veía, excepto en la contraportada de sus libros. Cinco segundos antes, si se lo hubieran preguntado, le habría dicho a cualquiera que la había olvidado, que lo había superado. Que Liz era su pasado.
En ese momento, ella miró a otro lado, como si estuviera buscando a alguien. No a él, obviamente. Liz había vuelto a Fool’s Gold. ¿Quién se lo iba a imaginar?
Se abrió paso entre la multitud. Tal vez ahora ya no pudiera encontrarla, pero tenía la sensación de que sabía dónde estaría. Iría allí y le daría la bienvenida a casa. Era lo mínimo que podía hacer.
Liz agarraba con fuerza la mano de Tyler de camino a la tienda de ultramarinos. La multitud congregada por la carrera de bicis parecía ir en aumento. Había sido una tonta al pensar que podría encontrar a dos niñas a las que no había visto en su vida entre tanta gente. Ni siquiera sabía qué aspecto tenían.
Señaló hacia un vendedor ambulante que vendía granizados y le compró a Tyler su sabor favorito: arándano.
A su alrededor, grupos de gente se reían y hablaban sobre la carrera. Oyó algo sobre una nueva escuela de ciclismo y un nuevo hospital que se iban a construir. «Cambios», pensó. Fool’s Gold había cambiado en los últimos diez años aunque no lo suficiente como para que ella olvidara. A pesar de tener que desviarse por calles cortadas, encontró fácilmente el camino hacia la casa donde había crecido.
—¿Viviste aquí antes de ir a San Francisco? —le preguntó Tyler.
—Ajá. Crecí aquí.
—¿Con mi abuela Sutton?
—Sí.
—Ahora está muerta.
El niño pronunció esas palabras como parte de una mera información porque eso era lo único que significaban para él. Nunca había llegado a conocer a su abuela.
Cuando Liz se había marchado del pueblo a los dieciocho años, huyendo de allí con un corazón roto, había encontrado el camino hasta la ciudad junto a la bahía, había encontrado un trabajo y un lugar donde alojarse… y después había descubierto que estaba embarazada.
Su primer instinto había sido volver a casa, pero esa inicial llamada de teléfono la había hecho actuar con cautela. Durante el siguiente año, había llamado a casa en dos ocasiones y ambas veces su madre le había dejado claro que ya no era parte de la familia. Ese rechazo le había hecho daño, pero no le había supuesto ninguna sorpresa. Su madre, además, se había regocijado diciéndole que no, que Ethan Hendrix nunca había llamado ni había preguntado por ella.
Después de que la mujer hubiera muerto cuatro años atrás, Liz no había llorado, aunque sí que lamentó no haber tenido nunca una relación con ella.
Ahora, mientras cruzaba una tranquila calle, se vio en su viejo barrio. Las casas eran modestas, de dos y tres dormitorios con pequeños porches y una pintura estropeada, aunque unas cuantas resplandecían como brillantes flores en un jardín abandonado, como si el vecindario estuviera intentando volver a ser agradable.
La peor casa de la calle estaba en el medio. Era una construcción que hacía daño a la vista, con la pintura despellejada y a la que le faltaban tejas. El jardín tenía más hierbajos que plantas o césped, y las ventanas estaban cubiertas de porquería. Había madera contrachapada cubriendo agujeros.
Utilizó la llave que había encontrado bajo el felpudo de la puerta delantera y revisó rápidamente la casa para ver si las niñas estaban allí. A juzgar por los libros de colegio apilados sobre la mesa de la sucia cocina y las ropas de las niñas en el suelo de las habitaciones, supuso que sus vacaciones de verano aún no habían dado comienzo.
Ahora iba hacia la cocina con la cena de la noche. Faltaban la mitad de los muebles, como si alguien hubiera empezado a remodelarla y luego hubiera cambiado de opinión. La nevera funcionaba, pero estaba vacía, y tampoco había comida en la despensa. Había unas cuantas bolsas de patatas fritas en la basura y una pequeña manzana sobre la encimera.
No sabía qué pensar. Basándose en la carta de su sobrina, las niñas llevaban solas semanas, desde que su madrastra se había marchado. Con su padre en prisión y sin más familia, ¿no debería haberse hecho cargo el estado? ¿Dónde estaban los servicios sociales?
Tenía más preguntas, pero se imaginaba que ya se ocuparía de eso más tarde. Eran más de las cuatro. Las niñas pronto volverían a casa. Una vez que todos se hubieran conocido, averiguaría qué estaba pasando.
—¿Mamá? —le gritó Tyler desde el salón—. ¿Puedo ver la tele?
—Hasta que lleguen tus primas.
Peggy ya había llamado para confirmarle que había pagado todas las facturas pendientes de la casa y que todo debería funcionar. Liz pudo ver que había electricidad. Giró el grifo y de él salió agua, lo cual era un extra. Unos segundos después, oyó el sonido de unos dibujos animados, lo que indicó que también había televisión por cable. La vida moderna que conocía había quedado restablecida.
Volvió a la parte delantera de la casa y subió las escaleras hasta el segundo piso, donde fue directamente al dormitorio principal. Era la única habitación de la casa que tenía fotos de la familia. Una fotografía de boda de un Roy mucho mayor de lo que recordaba junto a una rubia estaba colocada sobre una destartalada cómoda. Además, había un par de fotografías de colegio de las niñas. Liz se acercó y las observó en busca de rasgos que le resultaran familiares.
Melissa parecía tener la sonrisa de Roy. Abby tenía sus ojos y sus mismas pecas. Las dos eran pelirrojas: Melissa tenía un suave tono cobrizo mientras que el de Abby era auténticamente zanahoria, absolutamente adorable. Sin embargo, estaba segura de que a la niña de once años pronto empezaría a dejar de gustarle su singular color de pelo.
Se giró para mirar la habitación. La cama no estaba hecha, los cajones de la cómoda estaban abiertos y vacíos y en el sorprendentemente grande armario sólo había ropa de hombre. Había un par de cajas llenas de calcetines y ropa interior… que seguramente había puesto allí la mujer de Roy.
Imágenes del pasado la invadieron cuando salió al pasillo y entró en el dormitorio que había sido suyo, recuperando recuerdos de cosas que había intentado olvidar por todos los medios.
Oyó ecos de los gritos de su madre, inhaló el aroma a alcohol y recordó los susurros de los hombres que habían entrado y salido. La mayoría de los «amigos» de su madre se habían mantenido alejados de ella, pero unos cuantos la habían mirado con una intensidad que la había hecho sentirse incómoda.
Entró en la que había sido su habitación. El color de las paredes era distinto, el amarillo desgastado había sido sustituido por un lavanda claro. Las paredes estaban recién pintadas, y habían lijado el rodapié, aunque no estaba terminado. En el cuarto de baño que había al otro lado del pasillo, el suelo estaba levantado exponiendo hojas de contrachapado por debajo. Había visto que en la casa había muchos proyectos medio empezados que le daban a la ya de por sí vieja y destartalada casa un aspecto de abandono y ruina.
Un buen contratista podría solucionarlo todo en unas semanas, aunque tal vez lo mejor sería derribar la casa y darla por muerta.
Dejó de pensar en ello. Llevaba allí como una hora y ese lugar ya estaba afectándola. Tenía que recordar que en San Francisco tenía una gran vida, un trabajo que adoraba, una casa preciosa y un hijo increíble. Se había marchado de Fool’s Gold hacía diez años y ahora era una persona distinta. Mayor, más fuerte, capaz de enfrentarse a unos cuantos recuerdos. Además, no es que fuera a quedarse allí permanentemente. Descubriría qué estaba pasando y después llevaría a las niñas al lugar donde fueran a vivir o se las llevaría a su casa. Un par de semanas, se dijo. Tres como mucho.
Bajó las escaleras y oyó unas voces, pisadas correteando por el porche y después el sonido de la puerta principal al abrirse.
Había dos niñas; la más alta parecía asustada y aliviada a la vez, mientras que la más pequeña se había quedado atrás, tímidamente.
—¿Tía Liz? —preguntó vacilante Melissa, la niña de catorce años.
Liz les sonrió y asintió.
—Hola. Espero que no os importe que haya entrado. La llave estaba ahí mismo…
El resto de lo que iba a decir quedó en el aire cuando las dos niñas corrieron hacia ella y la abrazaron con fuerza, como si no quisieran separarse de ella jamás.
Liz les devolvió el abrazo, un abrazo en el que pudo captar desesperación y alivio. Eran demasiado pequeñas como para estar solas. ¿En qué había estado pensando la mujer de Roy?
Añadió esa pregunta a la lista de dudas que tenía y que iba en aumento, pero ya les buscaría respuesta más tarde. Por el momento quería que las niñas se sintieran a salvo y que comieran bien.
—¿De verdad estás aquí? —le preguntó Melissa.
—Sí. He recibido tu email esta mañana y he venido directamente.
Melissa, delgada y casi tan alta como ella, respiró hondo.
—Me alegro mucho. Me he esforzado mucho por hacerlo bien, pero no he podido. El dinero que nos dejó Bettina se nos acabó enseguida.
Abby, un poco más baja y también muy delgada, se mordía el labio inferior.
—¿Eres nuestra tía?
—Sí. Vuestro padre es mi hermano.
—Eres famosa.
Liz se rió.
—No mucho.
—Pero tienes libros en la biblioteca. Los he visto —Abby miró a su hermana—. No los leo porque Melissa dice que me darán pesadillas.
Liz alargó la mano y tocó la mejilla de la niña.
—Creo que tiene razón, pero podrás leerlos cuando seas un poco mayor.
—O podrías escribir un libro para niñas de mi edad.
—Pensaré en ello —desvió la mirada y vio a Tyler de pie junto al vestíbulo—. Chicas, tenéis un primo. Mi hijo Tyler ha venido conmigo. Tyler, son tus primas, Melissa y Abby.
Las niñas se dieron la vuelta y Tyler les sonrió.
—Hola —dijo más con curiosidad que vergüenza.
—Hola —respondieron las niñas al unísono.
—Tyler tiene once años —les dijo Liz—. Hoy ha terminado las clases.
Melissa arrugó la nariz.
—Nosotras tenemos que ir hasta el viernes y después nos dan las vacaciones de verano.
Un hecho que lo haría todo mucho más fácil, pensó Liz. Si terminaba llevándose a las niñas a San Francisco, no tendría que preocuparse por tener que sacarlas del colegio a mitad de curso.
Abby se giró hacia ella.
—¿Dónde está el padre de Tyler, tía Liz?
No era una pregunta que Liz quisiera responder en ese mismo momento. Vio la expresión de su hijo endurecerse, como si esperara que fuera a darles algo de información, pero ella no lo veía muy probable, pensó mientras deseaba que las cosas hubieran sido distintas y que Ethan por lo menos hubiera querido formar parte de la vida de su hijo.
—No está con nosotros —dijo Liz intentando quitarle importancia al tema—. ¿Por qué no vamos a la cocina y os preparo algo para comer? He comprado un pollo asado y unas ensaladas de camino. Después, podremos conocernos un poco más y me contaréis qué está pasando.
Tenía más que decir, pero las niñas salieron corriendo hacia la cocina, como desesperadas por comer.
Les sirvió a cada una unos buenos trozos de pollo junto con ensalada de col y patata.
Las niñas prácticamente engulleron la comida. Liz les puso unos vasos de la leche que había comprado y se bebieron dos cada una. Mientras las veía devorar la comida, se sintió furiosa. ¿Cómo podía haberlas abandonado sin más la mujer de Roy? ¿Qué clase de mujer dejaba a dos niñas solas? Lo mínimo que podía haber hecho era llamar a los servicios sociales mientras se marchaba del pueblo.
Decidió que lo descubriría todo sobre Bettina y que crearía un personaje como ella en su próximo libro al que mataría. Sería una muerte espantosa, se prometió. Lenta y dolorosa.
Tyler miraba a las niñas con los ojos como platos, pero no dijo nada. Parecía que estaba dándose cuenta de que llevaban tiempo sin comer, lo cual era muy triste, pero probablemente una buena lección para él. No todo el mundo tenía la suerte de tener tres comidas al día.
Liz se fijó en sus camisetas, desgastadas y no muy limpias. Sus vaqueros también habían visto mejores días y hacía falta tirar esas sandalias que llevaban. Sabía que la mayoría de niñas de catorce años se sentirían humilladas por no llevar ropa de última moda y un suave toque de maquillaje. ¿Había Melissa elegido prescindir de ambas cosas?
Cuando dejaron de comer con tanta ansia, Liz se situó en frente de Melissa. Tyler estaba a su lado y ella lo rodeó por la cintura.
—¿Cuánto tiempo hace que se fue Bettina?
—Un poco. Casi tres meses. Nos dejó cien dólares y cuando se nos acabó… —bajó la mirada al plato y lo apartó.
Liz pensó en las bolsas vacías de patatas fritas que había en la basura y en la pequeña manzana de la encimera. Si no tenían dinero ni nadie que las cuidara, la única posibilidad era que Melissa hubiera estado robando comida para poder sobrevivir.
—Hablaremos de eso más tarde. En privado. Podemos ir a hablar con los dueños de las tiendas y explicárselo todo. Yo les devolveré el dinero.
Melissa se sonrojó y tragó saliva.
—Yo… eh… gracias, tía Liz.
—¿Y si me llamas «Liz»? Tía Liz es demasiado largo.
—De acuerdo. Gracias, Liz.
—¿Sabían vuestros amigos que Bettina se había ido?
Abby sacudió la cabeza.
—Melissa dijo que no se lo contáramos a nadie porque entonces se nos llevarían, viviríamos en casas distintas y jamás volveríamos a vernos.
—No iba a permitir que me quitaran a Abby — dijo Melissa con fiereza y con su verde mirada brillante y cargada de determinación.
Se trataba de un sentimiento admirable, aunque muy poco práctico cuando la alternativa era morirse de hambre. Claro que Liz no era la persona adecuada para hacer una crítica al respecto; ella había adorado a su hermano mayor y él se había marchado sin decirle ni una palabra y dejándola sola.
—Algunos de mis amigos se lo han imaginado —admitió Melissa—, y a veces nos han traído comida. Ha sido duro. De verdad creí que podría ocuparme de las dos.
—Es una gran responsabilidad —dijo Liz—. Lo has hecho lo mejor que has podido, pero la situación era imposible. Me alegra que me hayas escrito.
Abby sonrió. —Ha leído todos tus libros, igual que papá. Los tiene todos arriba. ¿Podemos ir a verlo?
—Primero dejad que me entere de lo que está pasando —les explicó Liz. Ni siquiera sabía dónde estaba Roy, y mucho menos por qué razón estaba encarcelado.
—Papá está orgullosísimo de ti —le dijo Melissa—. Habla de ti todo el tiempo.
Liz no estaba segura de cómo se sentía por ello ya que, por muy orgulloso que estuviera, no parecía estarlo tanto, porque de lo contrario se habría puesto en contacto con ella. Como sus hijas acababan de demostrar, localizarla no era tan difícil.
Abby levantó la mirada al techo.
—Han conectado la luz —sonrió—. Ya no volveremos a estar a oscuras.
—Os lo han conectado todo, incluso la televisión por cable.
A las niñas se les iluminaron los ojos.
—¿Podemos ver la tele? —preguntó Abby.
Tyler miró a Liz y sonrió como recordándole que él no era el único niño que quería estar viendo la televisión todo el día.
—No, hasta que hayáis hecho los deberes —les informó Tyler—. Y no todas las noches.
Liz se rió.
—Es verdad. Insisto en que todas las semanas dediquemos una noche a la lectura, y nos sentamos tranquilamente a leer.
—Me gusta leer —dijo Melissa—, pero papá y Bettina nos dejaban ver la tele todo el rato.
Ya se ocuparía de ese asunto más tarde, pensó Liz.
—Si habéis terminado, ¿por qué no lleváis los platos a la pila y los aclaráis? Después haremos una lista de la compra e iremos a la tienda.
Una vez hubieron lavado los platos, Liz mandó a Tyler al baño de arriba para que comprobara si había papel del baño y a Abby a comprobar si tenían detergente de la ropa junto a la vieja lavadora que había en el garaje. Melissa y ella se sentaron en la mesa y empezaron a hacer la lista.
—Compraremos lo básico, pero no demasiado. No estoy segura de cuánto tiempo estaremos aquí.
Melissa frunció el ceño mientras se echaba su larga melena sobre el hombro.
—No vamos a marcharnos. No voy a dejar que nadie me separe de Abby.
Liz le acarició el brazo.
—No estoy sugiriendo nada parecido, pero no podéis quedaros aquí solas. Tenéis que vivir con un adulto. Hablaré con vuestro padre sobre la situación. Si tenéis más familia habrá opciones que podremos barajar. Si no, Abby y tú vendréis con nosotros a
San Francisco.
La niña se puso de pie.
—No, no iremos. Vivimos aquí. En Fool’s Gold —los ojos se le llenaron de lágrimas.
Liz se levantó.
—Lo siento. No debería haber dicho eso. Toda esta situación es nueva para mí y ni siquiera nos conocemos. No te preocupes por eso de momento.
—No iré. Y Abby tampoco irá —su mirada era desafiante, a pesar de las lágrimas—. Lo digo en serio, Liz. No puedes obligarnos.
Liz sabía que si le daban la custodia de las niñas, podría hacerlo y lo haría, pero ahora mismo no había necesidad de insistir en el tema.
—Lo comprendo. Como te he dicho, deja que hable con tu padre y que veamos cómo está la situación. No haré nada sin hablar primero contigo. ¿Podemos dejar el tema de lado por el momento?
Melissa parecía querer discutir, pero asintió lentamente.
Liz se sentó y retomó la lista.
—¿Champú y acondicionador?
Melissa se dejó caer en la silla.
—También se nos ha acabado.
—Tendréis que decirme cuál os gusta. ¿Y maquillaje?
Era un soborno, claramente.
—Ah, no llevo mucho, pero me gustaría.
Liz sonrió.
—Compraremos máscara de pestañas y brillo de labios por el momento, pero dentro de unos días iremos a la perfumería y nos entretendremos comprando muchas más cosas.
Melissa se inclinó hacia ella.
—¿Llevas mechas?
Liz se pasó los dedos por su ondulada melena cortada a capas. Le caía justo por debajo de los hombros y era un largo que le permitía recogérselo en una coleta, en un moño o ponerse rulos para hacerse unos preciosos y marcados rizos.
—Unas pocas. Tenemos el pelo prácticamente del mismo color y si le echas un poco de dorado rojizo le añades volumen. Ahora mismo estás preciosa sin más, pero dentro de unos años querrás mejorar.
Melissa se sonrojó.
—Abby odia su pelo.
—Acabará gustándole. Cuando eres pequeña, cuesta ser diferente.
—Eso era lo que decía mi madre —apretó los labios—. Murió.
—Lo siento.
—Fue hace mucho tiempo. Abby no la recuerda.
—Pero tú sí.
Melissa asintió.
Liz se preguntó por la mujer con la que se había casado su hermano y dónde había estado él todo ese tiempo. ¿Cuándo había vuelto a Fool’s Gold? ¿Había sido al morir su madre? Liz sospechaba que le había dejado la casa a él, pero ¿cómo lo habrían localizado? La única posibilidad era que él hubiera estado en contacto con su madre todo ese tiempo.
Más preguntas que dejarían para más adelante, pensó.
Tyler bajó las escaleras.
—No hay papel del baño y tampoco hay gel.
Abby volvió a la cocina para decir que tampoco había detergente de la ropa.
—No sé si mi coche es lo suficientemente grande para todo lo que tenemos que comprar —dijo Liz bromeando—. Puede que tengamos que ataros a alguno en el techo del coche para dejar espacio dentro.
Abby se quedó un poco impactada, pero Tyler se rió.
—¡A mí! ¡Átame al techo del coche, mamá!
—Gracias por presentarte voluntario.
Abby los miró a los dos y sonrió, como si ahora estuviera captando el chiste.
—A mí también podrías atarme.
—Vaya, gracias —dijo Liz, acariciándole la mejilla—. Eres muy considerada. Bueno, ¿estamos listos? Estaba pensando que podríamos cenar spaghetti. ¿Qué os parece?
—Es mi comida favorita —dijo Tyler.
—Y la mía también —añadió Abby.
—¿Con pan de ajo? —preguntó Melissa.
—No serían spaghetti de verdad si no llevaran pan de ajo —le dijo Liz.
Melissa sonrió.
Una jornada de compras, una cena y una limpieza de cocina compartida más tarde, Melissa estaba haciendo un último trabajo para el colegio mientras Abby y Tyler se sentaron en el sofá para ver una película.
Liz se sirvió una copa de vino y salió al porche para tomársela. Aunque sus sobrinas eran fantásticas, la situación era muy intensa y sentía la necesidad de estar a solas unos minutos.
Se sentó en los escalones del porche. La noche era clara y las estrellas se veían mucho más grandes y más cercanas que en San Francisco. Ahí no había luces de la gran ciudad que enralecieran el cielo. Podía distinguir las montañas al este alzándose en el cielo y las cumbres casi parecían rozar las destellantes estrellas.
El sonido de la película que los niños estaban viendo dentro la hizo sentirse bien, segura.
Abby y Melissa eran unas buenas chicas que se enfrentaban a una imposible situación y por eso su furia ante el hecho de que Bettina las hubiera abandonado iba en aumento a cada segundo. ¿Cómo podía un adulto alejarse de unas niñas así, sin más? Aunque no las quisiera, podría haber hecho algo para asegurarse de que alguien se ocupaba de ellas.
Una parte de Liz quería llamar a la policía y denunciar a esa mujer, pero no lo haría. No, hasta que todo estuviera aclarado. Involucrar a los asuntos sociales era una complicación que no necesitaban. Además, primero quería hablar con Roy.
En la cena, Melissa había mencionado que su padre estaba en Folsom. A pesar de que Johnny Cash había hecho famosa esa cárcel con una canción, era un lugar viejo y una prisión como otra cualquiera. Liz se había documentado al respecto para uno de sus libros y aún tenía contactos allí, por lo que le sería relativamente fácil entrar para ver a su hermano.
Sin embargo, saber eso no hacía que la idea de verlo después de tantos años fuera más agradable. ¿Qué iba a decirle?
Decidió no pensar en ello y volvió a centrar su atención en la preciosa noche. Eso era más sencillo que pensar en el pasado, o incluso en el presente.
Después de tanto tiempo, había vuelto a Fool’s Gold. ¿Quién se lo habría imaginado?
El momento de las compras se había sucedido sin incidentes; sólo una dependienta la había reconocido lo suficiente como para llamarla por su nombre. La mujer, ya mayor, no le había resultado familiar, pero sabía muy bien cómo era la vida en los pueblos y por eso había fingido estar encantada ante el encuentro. La mujer le había comentado que era maravilloso que hubiera vuelto para estar con las hijas de Roy.
Un comentario inocente, pensó Liz mientras daba un sorbo de vino. No había habido razón para contestar a la mujer, para decirle bruscamente cómo era posible que un pueblo entero no se hubiera dado cuenta de que había dos niñas viviendo solas. Claro que ése era el mismo pueblo que años atrás había visto muchos golpes en sus brazos y piernas y nadie le había preguntado nada tampoco.
—No vuelvas a pensar en ello —se dijo. Estaba allí para ayudar a las hijas de Roy y marcharse lo antes posible. Nada más.
Oyó a alguien caminando por la acera e instintivamente se puso tensa antes de recordar que estaba en Fool’s Gold y que allí nadie asaltaba a nadie. Alzó la mirada y vio a un hombre que se detuvo en el portón de su casa y entró. Casi se le cayó la copa de entre los dedos cuando vio que ese hombre que se dirigía hacia ella era Ethan Hendrix.
—Hola, Liz.
Era tan alto y guapo como recordaba. Más ancho de constitución y un poco mayor, pero había envejecido muy bien. Estaba demasiado oscuro como para que pudiera distinguir sus rasgos, pero creía poder decir que se alegraba de verla. Por lo menos, estaba sonriendo.
No podía creerse que fuera real. ¿Por qué iba a estar Ethan alegre de verla de vuelta allí?
Aferró la copa de vino con las dos manos. Levantarse sería lo más apropiado y educado, pero dudaba que pudiera mantenerse en pie. Le temblaban las piernas mientras miraba al primer hombre que había amado. Si se hubiera tomado otra copa de vino, probablemente habría admitido que era el único hombre al que había amado, pero ¿por qué pararse a pensar en eso ahora?
—Ethan —dijo sorprendida de volver a pronunciar ese nombre después de tanto tiempo.
Le había gritado, lo había maldecido, había llorado por él, le había suplicado… pero sólo en su mente. En los últimos doce años, no había vuelto a pronunciar su nombre. Excepto una vez… ante su esposa.
—Me había parecido verte antes —dijo él, acercándose y metiéndose las manos en los bolsillos con una leve sonrisa—. En la carrera. He intentado alcanzarte, pero había demasiada gente. Has vuelto. Estás muy bien.
¿Qué estaba qué?
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, dejó la copa sobre el suelo del porche y se puso de pie. Se cruzó de brazos y tuvo que alzar la cabeza para mirarlo a los ojos. Estaba claro que el paso del tiempo no lo había hecho encogerse.
—No es lo que piensas. No he venido a crear problemas.
—¿Por qué ibas a hacer eso? —le preguntó él confuso.
—He venido por mi hermano y mis sobrinas. No se trata de nada entre nosotros.
La sonrisa de Ethan se difuminó hasta convertirse en una fina línea.
—En cuanto a eso… —se encogió de hombros—. Fui un crío y un cretino. Lo siento.
No era una disculpa que estuviera a la altura de lo que la había hecho sufrir al rechazarlos a su hijo y a ella, pero a Ethan nunca se le había dado bien eso de aceptar la responsabilidad en sus relaciones.
Después de todo, él era un Hendrix, miembro de una buena familia; una chica de la zona pobre era lo suficientemente buena como para acostarse con él, pero un tipo como Ethan nunca querría nada más con alguien así.
—Bueno, el caso es que no sabía que mi hermano había vuelto y no sabía que tenía dos hijas hasta que Melissa me ha escrito. Por eso estoy aquí. Estaré dos semanas, tres como mucho, y me mantendré alejada de tu camino, como me pediste —o, mejor dicho, como le «ordenó», pero estaba muy cansada y no le apetecía entrar en el tema. Una pelea con Ethan complicaría aún más la situación.
Sacudió la cabeza e intentó mantener la calma.
—Pero tengo que señalar que no eres dueño de este pueblo y que no tienes ningún derecho a decirme dónde puedo o no puedo estar.
—Lo sé —dijo Ethan dando un paso más hacia ella—. ¿Te ayudaría saber que no tengo la más mínima idea de lo que me estás diciendo?
Y esa sonrisa volvió, la misma que siempre había tenido la capacidad de hacerla sentir como si tuviera mariposas en el estómago.
—Quería darte la bienvenida y decirte que creo que es genial que hayas triunfado tanto con tus libros, aunque no estoy seguro de que me guste esa parte en la que me matas una y otra vez.
Ahora él no era el único que estaba confundido. ¿Quería hablar de sus libros?
—Te lo mereces y, técnicamente, no te he matado.
—Entonces, ¿por qué todas tus víctimas tienen más que un mero parecido conmigo?
—No sé de qué me hablas —lo cual era mentira.
—De acuerdo.
La sonrisa volvió a desvanecerse cuando dio otro paso hacia ella. Un paso que lo acercó demasiado.
—Hace once años fui un cretino. Lo admito y lo siento. Eso es lo que he venido a decirte.
—¿Qué? —bajó las manos hasta las caderas y lo miró—. ¿Eso es todo? ¿Después de todo lo que pasó la última vez que vine aquí?
—¿Qué última vez?
—Hace cinco años volví para hablar contigo, pero tuve una conversación bastante incómoda con tu mujer. Estabas fuera y unos días después recibí tu carta.
—¿Qué? —preguntó él extrañado.
Ella quería gritar.
—Vine a hablar contigo, a contarte lo de Tyler. Vi a Rayanne y me dijo que no estabas en el pueblo. Unos diez días después, recibí una carta de tu parte diciéndome que no querías saber nada de nosotros, que me mantuviera alejada de Fool’s Gold y que si volvía, te asegurarías de que lo lamentara.
—Acepto que lo que te hice hace tantos años fue estúpido y mezquino y lo siento, pero no metas a mi mujer en tus historias.
—¿Historias? ¿Crees que estoy mintiendo? Hablé con tu mujer hace cinco años y tú me escribiste una carta. Aún la tengo.
Él sacudió la cabeza.
—Yo no te escribí ninguna carta —vaciló—. No sé si viste a Rayanne o no, tal vez yo estaba de viaje. Hoy te he visto aquí y he venido a saludarte y a pedirte disculpas. Eso es todo —la miró fijamente—. Y por cierto, ¿quién es Tyler? ¿Tu marido? ¿Estás casada?
¡Oh, Dios! Liz volvió a sentarse en el escalón. La invadieron los recuerdos y se le hizo imposible elegir sólo uno. El pasado más reciente fue lo primero que se coló en su mente recordándole cuánto había amado a Ethan, cómo la había convencido para que confiara en él, cómo le había dicho que la amaba. Ella se había entregado a él una noche llena de estrellas junto al algo; una desesperada emoción no había sido suficiente para evitar que su primera vez le doliera, pero Ethan la había abrazado mientras lloró.
Habían planeado que ella fuera a reunirse con él en la universidad porque estar juntos en Fool’s Gold era imposible. Y no porque su familia fuera especialmente rica, sino porque eran una familia muy respetable y eso Liz Sutton jamás podría serlo.
Lo recordó a él y a sus amigos en la cafetería donde Liz trabajaba después de clase, cómo su amigo Josh había mencionado haberlos visto juntos y cómo Ethan había dicho que ella no era nadie. La había negado, los había negado a los dos y Liz lo había oído todo.
Tal vez si ella hubiera sido mayor habría entendido por qué Ethan había dicho lo que dijo, o si él hubiera sido más maduro o fuerte, podría haberse enfrentado a sus amigos. Por el contrario, le había hecho daño y ella había reaccionado ante ese ataque. Se había acercado a la mesa, había agarrado el batido de chocolate que le había llevado hacía escasos minutos y se lo había tirado a la cara. Después, se había marchado; había dejado su trabajo, había metido sus cosas en una bolsa y había huido a San Francisco.
Tres semanas después, se había enterado de que estaba embarazada.
Había regresado al pueblo para contárselo a Ethan, pero entonces lo había encontrado en la cama con otra. Había huido de nuevo y en esa ocasión se había decidido a estar sola. Pero cinco años atrás, cuando Tyler iba a empezar el primer grado en el colegio, había decidido probar de nuevo con Ethan y así había terminado hablando con su esposa y recibiendo la carta en la que él decía que no quería saber nada de los dos.
Pero nada tenía sentido. Ethan era muchas cosas, pero no estúpido. No se olvidaría de su propio hijo a menos que no lo supiera, que su mujer no le hubiera hablado de la visita de Liz.
—¿Liz? ¿Qué está pasando?
—No lo sé —se levantó—. Aun corriendo el riesgo de repetirme, ¿Rayanne nunca te dijo que vine a verte?
—Así es.
—Tú nunca me escribiste una carta.
—No.
—Entonces, ¿no sabes nada de esto?
—¿De qué?