Catequesis - Tomas de Aquino - E-Book

Catequesis E-Book

Tomás de Aquino

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Beschreibung

Durante la Cuaresma de 1273 santo Tomás de Aquino pronunció casi sesenta sermones a los fieles de Nápoles, que fueron transcritos a partir de notas tomadas en latín. Aquí se ofrece la versión castellana de esos discursos, agrupados en cuatro opúsculos que se ordenan según lo que sugiere el mismo autor en el prólogo a su Exposición de los Mandamientos: lo que se ha de creer (el Símbolo de los Apóstoles); lo que se ha de desear (el Padrenuestro y el Avemaría); y lo que se ha de poner en práctica (los Mandamientos de la Ley de Dios).

Además, se incluye un importantísimo escrito catequético, redactado por santo Tomás algunos años antes, y titulado Sobre los artículos de la fe y los sacramentos de la Iglesia.

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SANTO TOMÁS DE AQUINO

CATEQUESIS

El Credo, el Padrenuestro, los Mandamientos y los Sacramentos

Presentación y anotaciones de Josep-Ignasi Saranyana

Quinta edición

EDICIONES RIALP

MADRID

© Josep-Ignasi Saranyana

© 2023 de la presente edición by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15 - 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Quinta edición: mayo 2023

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6415-6

ISBN (edición digital): 978-84-321-6416-3

ÍNDICE

Abreviaturas

Presentación

EXPOSICIÓN DEL SÍMBOLO DE LOS APÓSTOLES

Prólogo

Artículo 1. Creo en un solo Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra

Artículo 2. Y en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor

Artículo 3. Que fue concebido por obra del Espíritu Santo, y nació de María Virgen

Artículo 4. Padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado

Artículo 5. Descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos

Artículo 6. Subió a los cielos, está sentado a la diestra de Dios Padre todopoderoso

Artículo 7. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos

Artículo 8. Creo en el Espíritu Santo

Artículo 9. La santa Iglesia católica

Artículo 10. La comunión de los santos, el perdón de los pecados

Artículo 11. La resurrección de la carne

Artículo 12. La vida eterna. Amén

EXPOSICIÓN DE LA ORACIÓN DOMINICAL O PADRENUESTRO

Prólogo

I [Cualidades de la oración]

II [Beneficios de la oración]

Padre

Nuestro

Que estás en los cielos

Primera petición. Santificado sea tu nombre

Segunda petición. Venga a nosotros tu reino

Tercera petición. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo

Cuarta petición. El pan nuestro de cada día dánosle hoy

Quinta petición. Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores

Sexta petición. Y no nos dejes caer en la tentación

Séptima petición. Mas líbranos del mal. Amén

Exposición sintética de toda la oración del Padrenuestro

EXPOSICIÓN DEL SALUDO DEL ÁNGEL O AVEMARÍA

Prólogo

Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo

Bendita tú eres entre todas las mujeres

Bendito es el fruto de tu vientre

EXPOSICIÓN DE LOS DOS MANDAMIENTOS DEL AMOR Y DE LOS DIEZ MANDAMIENTOS DE LA LEY

Prólogo

I [Las cuatro leyes]

II [La ley de Cristo]

III [Efectos de la caridad]

IV [Disposiciones para alcanzar y acrecentar la caridad]

El amor a Dios

El amor al prójimo

[Fundamento]

[Cualidades]

[Defectos]

[Máxima perfección]

Primer mandamiento de la ley

No tendrás dioses extraños

Frente a mí

Segundo mandamiento

Tercer mandamiento

Hemos de guardarnos de tres cosas:

Cuarto mandamiento

Quinto mandamiento

Sexto mandamiento

Séptimo mandamiento

Octavo mandamiento

Noveno (10.º) mandamiento

Décimo (9.º) mandamiento

ARTÍCULOS DE LA FE Y SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

Proemio

Primera parte: Artículos de la fe

Segunda parte: Sacramentos de la Iglesia

ÍNDICE DE AUTORES, AUTORIDADES Y CORRIENTES TEOLÓGICAS

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Comenzar a leer

Notas

ABREVIATURAS

Abd

Abdías

Act

Hechos de los Apóstoles

Ag

Ageo

Am

Amós

Apc

Apocalipsis

Bar

Baruc

Cant

Cantar de los Cantares

Col

Colosenses

I Cor

1ª Corintios

II Cor

2ª Corintios

Dan

Daniel

Dt

Deuteronomio

Eccl

Eclesiastés

Eccli

Eclesiástico

Eph

Efesios

Esd

Esdras

Est

Ester

Ex

Éxodo

Ez

Ezequiel

Gal

Gálatas

Gen

Génesis

Hab

Habacuc

Heb

Hebreos

Iac

Santiago

Idc

Jueces

Ids

Judas

Idt

Judit

Ier

Jeremías

Iob

Job

Ioel

Joel

Jn

Juan

I Jn

1ª de San Juan

II Jn

2ª de San Juan

III Jn

3ª de San Juan

Ion

Jonás

Ios

Josué

Is

Isaías

Lam

Lamentaciones

Lc

Lucas

Lev

Levítico

I Mach

Lib. I Macabeos

II Mach

Lib. II Macabeos

Mal

Malaquías

Mc

Marcos

Mich

Miqueas

Mt

Mateo

Nah

Nahum

Neh

Nehemías

Num

Números

Os

Oseas

I Par

Lib. I Paralipómenos o Crónicas

II Par

Lib. II Paralipómenos o Crónicas

I Pet

1ª de San Pedro

II Pet

2ª de San Pedro

Philp

Filipenses

Phim

Filemón

Prv

Proverbios

Ps

Salmos

I Reg

Lib. I Reyes

II Reg

Lib. II Reyes

Rom

Romanos

Ruth

Rut

Sap

Sabiduría

I Sam

Lib. I Samuel

II Sam

Lib. II Samuel

Soph

Sofonías

I Thes

1ª Tesalonicenses

II Thes

2ª Tesalonicenses

I Tim

1ª a Timoteo

II Tim

2ª a Timoteo

Tit

Tito

Tob

Tobías

Zach

Zacarías

Zach

Zacarías

PRESENTACIÓN

A lo largo de la cuaresma del año 1273, durante su estancia en Nápoles como profesor del studium dominicano, Santo Tomás pronunció una serie de sermones ante el pueblo fiel napolitano, sobre los dos preceptos de la caridad, el Decálogo mosaico, el Credo o símbolo de los apóstoles, el Padrenuestro y quizás también sobre el Avemaría. En total: cincuenta y siete o cincuenta y nueve sermones (si se incluye el Avemaría). Predicó a diario, en virtud de su cargo de predicador general de la Orden, desde septuagésima (12 de febrero) hasta la Pascua de Resurrección (9 de abril). Aunque predicó en vernáculo napolitano, sólo se han conservado las notas en latín, tomadas taquigráficamente por su secretario y confesor Reginaldo de Piperno, excepto en el caso de los sermones del Decálogo, transcritos por fray Pedro de Andria.

Aquí se reproduce la versión castellana de los sermones citados. Además, se incluye al final un importantísimo escrito catequético, redactado directamente por Aquino algunos años antes, probablemente durante su estancia en los territorios pontificios, quizá en Orvieto (1261-1265), titulado «Sobre los artículos de la fe y los sacramentos de la Iglesia». En este opúsculo, el comentario a los artículos de la fe se hace según una personalísima división en doce artículos (seis dedicados a la divinidad y seis a la humanidad santísima de Cristo), mientras que en sus sermones al pueblo napolitano eligió como esquema los doce artículos del Símbolo apostólico, reunidos en tres ciclos (el ciclo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo).

Las notas a pie de página pretenden situar al lector, para que reconozca los autores reseñados por Santo Tomás (Aquino es muy rico tanto en referencias a Santos Padres, como en alusiones a diversos heresiarcas y herejías de la primitiva Iglesia). Asimismo, tales notas aclaran en qué casos la disciplina de la Iglesia ha variado con relación a la época de Santo Tomás, y reproducen pronunciamientos del magisterio pontificio y conciliar sobre temas teológicos y morales de importancia, que en los años de Aquino todavía no habían sido aclarados magisterialmente.

Pamplona, 26 de diciembre de 1999

EXPOSICIÓN DEL SÍMBOLO DE LOS APÓSTOLES

Prólogo

La primera cosa necesaria al cristiano es la fe, sin la cual nadie puede llamarse fiel cristiano. La fe proporciona cuatro bienes.

Primero: Por la fe, el alma se une a Dios: pues por la fe el alma cristiana celebra como una especie de matrimonio con Dios: «Te desposaré conmigo en fe» (Os 2, 20). Por ello, cuando alguien se bautiza, primero confiesa la fe cuando se le pregunta:

«¿Crees en Dios?»: porque el bautismo es el primer sacramento de la fe. Por eso dice el señor: «El que crea y sea bautizado, se salvará» (Mc 16, 16). Pues bautismo sin fe de nada sirve. Nadie es grato a Dios sin la fe: «Sin la fe es imposible agradar a Dios» (Heb 11, 6). Y así Agustín1 acerca de Romanos 14, 23: «Todo lo que no procede de la fe, es pecado», comenta: «Donde no se reconoce la verdad eterna e inmutable, es falsa la virtud incluso en medio de costumbres excelentes».

Segundo: Por la fe se incoa en nosotros la vida eterna: pues la vida eterna no es otra cosa que conocer a Dios. Dice el Señor: «Esto es la vida eterna, que te conozcan a ti único Dios verdadero» (Jn 17, 3). Este conocimiento de Dios empieza aquí por la fe, pero logra su plenitud en la otra vida, en la que conoceremos cómo Él es; por ello se afirma en Heb 11, 1: «La fe es fundamento de lo que se espera». Por tanto, nadie puede llegar a la bienaventuranza, que consiste en el conocimiento de Dios, si primero no lo conoce por la fe: «Bienaventurados los que sin haber visto han creído» (Jn 20, 29).

Tercero: La fe dirige la vida presente. Para que el hombre viva bien, ha de tener los conocimientos necesarios para vivir bien; y si se viera forzado a adquirirlos todos por medio del estudio, o no lo lograría o sólo tras largo tiempo. Pero la fe enseña todo lo necesario para vivir bien: que hay un solo Dios, que premia a los buenos y castiga a los malos; que existe otra vida, etc.: todo lo cual nos estimula a practicar el bien y evitar el mal: «Mi justo vive de la fe» (Heb 2, 4). Es evidente; ningún filósofo antes de la venida de Cristo, aun con todo su esfuerzo, pudo saber acerca de Dios y de las cosas necesarias para la vida eterna lo que después de su venida sabe cualquier viejecilla por medio de la fe; por eso Isaías dice: «La tierra está llena de conocimiento del Señor» (Is 11, 9).

Cuarto: Con la fe venceremos las tentaciones: «Los santos por medio de la fe vencieron reinos» (Heb 11, 33). Esto está claro. Toda tentación procede del diablo, del mundo o de la carne. El diablo te tienta para que no obedezcas a Dios, ni te sometas a Él. Tentación que la fe elimina. Pues por la fe conocemos que Él es señor de todos, y que por tanto hay que obedecerle: «Vuestro enemigo, el diablo, merodea buscando a quién devorar: resistidle firmes en la fe» (I Pet 5, 8). El mundo tienta o incitando con la prosperidad o amedrentando con las dificultades. Lo vencemos por medio de la fe, que nos hace creer en otra vida mejor que ésta: por ello despreciamos la prosperidad de este mundo y no tememos las dificultades: «La victoria que vence al mundo es nuestra fe» (I Jn 5, 4); además nos enseña a creer en males mayores, los del infierno. La carne finalmente tienta empujándonos a los gozos momentáneos de la vida presente. Pero la fe muestra que, si los buscamos desordenadamente, perdemos los gozos eternos: «Embrazando siempre el escudo de la fe» (Eph 6, 16).

De todo lo cual resulta que es muy útil tener fe.

Pero objetará alguno: Es necedad creer lo que no se ve; las cosas que no se ven no deben creerse.

Respondo: En primer lugar, la misma limitación de nuestro entendimiento resuelve esta dificultad: pues si el hombre pudiese conocer perfectamente por sí mismo todas las cosas visibles e invisibles, sería necedad creer las cosas que no vemos; pero nuestro conocimiento es tan débil que ningún filósofo pudo jamás investigar totalmente la naturaleza de una mosca, y así se cuenta que un filósofo vivió treinta años en soledad tratando de conocer la naturaleza de la abeja. Si nuestro entendimiento es tan débil, ¿no es necedad empeñarse en creer de Dios tan sólo lo que el hombre puede averiguar por sí mismo? Sobre lo cual leemos: «Grande es Dios, y sobrepasa nuestro saber» (Iob 36, 26).

En segundo lugar se puede responder que, si un experto afirmase algo dentro de su competencia, y un ignorante dijese que no era como enseñaba el experto porque él no le entendía, el ignorante sería considerado bastante estúpido. Pero es sabido que el entendimiento de un ángel supera al entendimiento del mejor filósofo más que el de éste al de un ignorante. Por tanto, no sería razonable el filósofo que rechazase lo que afirman los ángeles; y no se diga, si no quisiera creer lo que Dios enseña. Contra esto se encuentra: «Muchas cosas te han sido mostradas que exceden el entendimiento del hombre» (Eccli 3, 25).

En tercer lugar puede contestarse que, si uno no quisiese creer más que lo que conoce, ni siquiera podría vivir en este mundo. ¿Cómo podría vivir sin creer a alguien? ¿Cómo creería, por ejemplo, que fulano es su padre? Por consiguiente es necesario que el hombre crea a alguien acerca de las cosas que no puede saber totalmente por sí solo. Pero a nadie hay que creer como a Dios; por tanto, los que no creen las enseñanzas de la fe, no son sabios, sino ignorantes y soberbios, como dice el Apóstol: «Soberbio es, nada sabe» (I Tim 6, 4). Por ello decía: «Sé a quién he creído, y estoy seguro» (II Timoteo 1, 12). «Los que teméis a Dios, creedle» (Eccli 2, 8).

Pudo también responder que Dios mismo testifica que las enseñanzas de la fe son verdaderas. Si un rey enviara una carta sellada con su sello, nadie osaría decir que aquella carta no provenía de la voluntad del rey. Ahora bien, todo lo que los santos creyeron y nos transmitieron sobre la fe de Cristo, está sellado con el sello de Dios. Este sello son las obras que ninguna criatura puede hacer, es decir, los milagros, con los que Cristo confirmó las palabras de los apóstoles y de los santos.

Si dijeras que nadie ha visto milagros, te respondo: Es sabido que el mundo entero daba culto a los ídolos y perseguía la fe de Cristo, según narran hasta los mismos historiadores paganos; pero ahora se han convertido a Cristo todos, sabios, nobles, ricos, poderosos y grandes, ante la predicación de unos sencillos, pobres y escasos predicadores de Cristo. O se ha realizado esto con milagros, o sin ellos. Si con milagros, ya tienes la respuesta. Si sin ellos, diré que no pudo darse milagro mayor que el que el mundo entero se convirtiese sin milagros. No necesitamos más.

En conclusión, nadie debe dudar acerca de la fe, sino creer las cosas de la fe más que las que puede ver, porque la vista del hombre puede engañarse, pero la sabiduría de Dios jamás se equivoca.

Artículo 1 Creo en un solo Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra

Entre todas las cosas que deben creer los fieles, la primera es que existe un solo Dios. Y ¿qué significa esta palabra «Dios»? Gobernador providente de todas las cosas. Por tanto, cree que existe Dios quien cree que todas las cosas de este mundo caen bajo su gobierno y providencia.

En cambio, quien piensa que todo procede del acaso, no cree que existe Dios. Nadie hay tan insensato que no crea que la naturaleza está sometida a un gobierno, providencia y ordenación, puesto que se desenvuelve según un orden y ritmo fijos. Vemos que el sol, la luna y las estrellas, y el resto de la naturaleza, observan un curso determinado, cosa que no ocurriría si proviniesen del acaso. Por consiguiente, si alguien negara la existencia de Dios, sería necio: «Dijo en su corazón el insensato: Dios no existe» (Ps 13, 1).

Pero algunos, aunque crean que Dios organiza y gobierna la naturaleza, sin embargo no cree que ejerza una providencia sobre los acontecimientos humanos: piensan que los acontecimientos humanos no caen bajo la tutela de Dios, porque ven que los buenos sufren en este mundo, mientras los malos prosperan, lo cual parece eliminar toda providencia divina en torno al hombre. Por este motivo dicen: «Se pasea por los ejes del cielo sin preocuparse de nuestros asuntos» (Iob 22, 14).

También esto es necedad. Les ocurre lo que al que no sabe medicina y ve al médico recetar a un enfermo agua y a otro vino, según sus conocimientos le sugieren; al no saber medicina, pensará que el médico hace al azar lo que dispone con conocimiento de causa, dando vino al segundo y agua al primero.

Así pasa con respecto a Dios. Él, con conocimiento de causa y según su providencia, dispone las cosas que necesitan los hombres; aflige a algunos que son buenos, y deja vivir en prosperidad a otros que son malos. A quien piense que esto acontece casualmente, se le considera insensato, y lo es, pues esto sólo ocurre porque ignora el modo y motivo de la disposición divina. «Para mostrarte los secretos de la sabiduría, y que su ley es compleja» (Iob 11, 6). Por tanto, hay que creer firmemente que Dios gobierna y dispone no sólo la naturaleza, sino también los acontecimientos humanos. «Y dijeron: no lo verá el Señor, ni lo sabrá el Dios de Jacob. Entended, insensatos del pueblo, y comprended de una vez, estúpidos. ¿Quien plantó la oreja, no oirá? ¿o quien formó el ojo, no ve?... El Señor conoce los pensamientos de los hombres» (Ps 93, 7-9 y 11). Así pues, todo lo ve, incluso los pensamientos y los secretos de la voluntad. De aquí que también a los hombres de manera especial les alcanza la necesidad de obrar bien, porque todo lo que piensan y hacen está patente a la mirada divina. «Todas las cosas están desnudas y descubiertas a los ojos de Él» (Heb 4, 13).

Hay que creer que este Dios que ordena y dirige todo, es un solo Dios. La razón es la siguiente: las cosas de los hombres están bien organizadas cuando la muchedumbre es dirigida y gobernada por uno solo, pues la multiplicación de jefes introduce frecuentemente disensión en los súbditos; como el gobierno divino aventaja al gobierno humano, es evidente que el régimen del mundo no está en manos de muchos dioses, sino de uno solo.

Cuatro son los motivos que han inducido a los hombres a pensar en muchos dioses.

El primero es la debilidad del entendimiento. Ciertos hombres de débil intelecto, no siendo capaces de sobrepasar el orden de lo corpóreo, no pensaron que pudiera existir algo por encima de la naturaleza de los cuerpos sensibles; por ello, entre todos los cuerpos, creyeron rectores y gobernadores del mundo a los que les parecían más hermosos y dignos, y les tributaron honores divinos y culto: tales son los cuerpos celestes, el sol, la luna y las estrellas. A éstos les ocurrió lo que a uno que va a la curia regia, y queriendo ver al rey piensa que es el monarca todo el que encuentra bien vestido o con cargo. De ellos dice: «Tuvieron por dioses, gobernadores del universo, al sol y la luna, o a la bóveda estrellada» (Sap 13, 2). «Alzad al cielo vuestros ojos, y mirad hacia abajo a la tierra: porque los cielos se desharán como humo y la tierra se gastará como un vestido, y como estas cosas perecerán sus moradores. Pero mi salud por siempre será, y mi justicia no faltará» (Is 51, 6).

El segundo motivo procede de la adulación. Algunos hombres, queriendo adular a sus señores y reyes, les tributaron el honor debido a Dios, obedeciéndoles, y sometiéndose a ellos: a unos los consideraron dioses luego de su muerte, a otros aun en vida: «Sepa todo el mundo que Nabucodonosor es el dios de la tierra, y que fuera de él no hay otro» (Idt 5, 29).

El tercero procede del afecto carnal a los hijos y parientes. Algunos, por el amor excesivo que tenían a los suyos, encargaban estatuas de ellos después de su muerte, y de ahí se pasó a dar culto divino a esas estatuas. De éstos se dice: «Porque los hombres, condescendiendo con sus afectos o con sus reyes dieron el nombre incomunicable a las piedras y a los leños» (Sap 14, 21).

El cuarto motivo es la malicia del diablo. Desde el principio quiso equipararse a Dios; él mismo dice:

«Pondré mi trono de la parte del Aquilón, subiré al cielo, y seré semejante al Altísimo» (Is 14, 13-14). Y de esta pretensión suya aún no se ha apeado. Por ello, todo su interés reside en que los hombres le adoren, y le ofrezcan sacrificios; no porque le deleite el can o el gato que se le ofrece, sino el que se le dé reverencia como a Dios; en este sentido dijo al mismo Cristo:

«Todo esto te daré, si postrándote me adoras» (Mt 4, 9). Y de aquí vino también el que, introduciéndose en los ídolos, pronunciasen oráculos: para ser venerados como dioses. «Todos los dioses de las naciones son demonios» (Ps 95, 5); «lo que inmolan los gentiles, a los demonios lo inmolan, que no a Dios» (I Cor 10, 20).

Aunque todo esto es horroroso, hay muchos, sin embargo, que recaen con frecuencia en estos cuatro motivos. Y si bien no de palabra o de corazón, sí con sus hechos demuestran creer en muchos dioses. Los que creen que los cuerpos celestes pueden influir en la voluntad de los hombres, y los que a la hora de obrar distinguen tiempos propicios, están suponiendo que los cuerpos celestes son dioses y que tienen dominio, y andan fabricándose astrolabios. «No temáis a las señales del cielo, a las que temen las naciones, porque las leyes de los pueblos son vanas» (Ier 10, 2).

Asimismo, todos los que obedecen a los reyes más que a Dios, o les obedecen en lo que no deben, los convierten en dioses suyos. «Es menester obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act 5, 29).

Igualmente, los que aman a sus hijos y parientes más que a Dios, con sus obras manifiestan que hay muchos dioses. Como también los que aman el alimento más que a Dios; de los cuales dice el Apóstol: «Su dios es su vientre» (Philp 3, 19).

Por fin, todos los aficionados a sortilegios y magias creen que los demonios son dioses, puesto que les piden lo que sólo Dios puede conceder: el conocimiento de alguna cosa oculta y del porvenir.

Así pues, en primer lugar hemos de creer que hay un Dios solamente.

Según queda dicho, lo primero que hay que creer es que existe un solo Dios; lo segundo es que este Dios es creador y hacedor del cielo y de la tierra, de las cosas visibles e invisibles.

Prescindiendo aquí de razonamientos sutiles, con un ejemplo sencillo declararemos la doctrina de que todas las cosas han sido creadas y hechas por Dios.

Si un hombre entrase en una casa, y ya en la misma puerta notase calor, y avanzando hacia adentro, fuera sintiendo un calor mayor, y así sucesivamente, pensaría que dentro había fuego que lo producía, aunque el fuego mismo no llegara a verlo. Así sucede a quien considera las cosas de este mundo; ve que todas ellas están organizadas en una jerarquía de hermosura y nobleza, y que son tanto más hermosas y nobles, cuanto más se acercan a Dios: los cuerpos celestes son más hermosos y nobles que los de abajo, los seres invisibles más que los visibles. Por tanto, es de creer que todas provienen de un único Dios, que otorga a cada cosa su ser y nobleza.

«Vanos son ciertamente todos los hombres en los que no se halla la ciencia de Dios, que por las cosas buenas que se ven, no fueron capaces de conocer a aquél que es, ni por la consideración de las obras reconocieron quién era su artífice» (Sap 13, 1). «Porque de la grandeza de la hermosura y de la criatura se podrá a las claras llegar al conocimiento del Creador de ella» (Sap 13, 5).

Por consiguiente, hemos de admitir con certeza que todo lo que hay en el mundo, proviene de Dios.

En este punto tenemos que evitar tres errores.

El primero es el de los maniqueos2 que afirman que todas las cosas visibles han sido creadas por el diablo; asignan, por tanto, a Dios solamente la creación de las invisibles. La razón de este error es que ellos aseguran que Dios es el sumo bien, como es verdad, y que todo lo que procede del bien es bueno; no sabiendo luego aquilatar lo que es el bien y lo que es el mal, creyeron que todas las cosas que son malas bajo algún aspecto, son malas sin más; llaman malo sin más al fuego porque quema, al agua porque ahoga, etc. En conclusión, como ninguna de las cosas sensibles es buena sin más, sino que bajo algún aspecto es mala y deficiente, dijeron que todas las cosas visibles habían sido hechas no por el Dios bueno sino por el maligno.

Contra ello pone Agustín el siguiente ejemplo. Si uno entrara en el taller de un artesano, y tropezando con sus herramientas se hiriera, y de esto dedujese que el artesano era malo, por tener tales herramientas, sería necedad, puesto que el artesano las tiene para su trabajo. De la misma manera es necedad decir que las criaturas son malas porque en algún aspecto sean nocivas, pues lo que para uno es nocivo, para otro es útil.

Este error va contra la fe de la Iglesia, y para evitarlo se dice: «De todo lo visible y lo invisible». «En el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gen 1, 1). «Todas las cosas fueron hechas por Él» (Jn 1, 3).

El segundo error es el de los que creen que el mundo es eterno3; según su modo de hablar dice Pedro: «Desde que durmieron los padres, todo permanece como en el principio de la creación» (2 Pet 3, 4).

Se vieron arrastrados a esta opinión al no ser capaces de imaginar un comienzo del mundo. Como dice Maimónides4, les ocurre lo mismo que a un niño que, nada más nacer, fuese abandonado en una isla, y no viera nunca a una mujer encinta ni que otros niños nacían; si se le explicase, ya de mayor, la concepción, gestación y nacimiento del hombre, no lo creería, pues le parecería imposible que un hombre pudiese estar en el vientre de su madre. De igual forma éstos, contemplando el estado actual del mundo, no creen que un día comenzó.

Va también este error contra la fe de la Iglesia, y por eso, para rechazarlo, se dice: «Hacedor del cielo y de la tierra». Si fueron hechos, está claro que no siempre existieron. Por ello canta el Salmo: «Dijo, y fueron hechas las cosas» (148, 5).

El tercer error es el de los que afirman que Dios hizo el mundo de una materia preexistente. Fueron inducidos a esto por empeñarse en cortar el poder de Dios según el patrón de nuestro poder, y como el hombre nada puede hacer si no es de una materia preexistente, creyeron que lo mismo sucedía a Dios: consiguientemente dijeron que, para producir las cosas, echó mano de una materia que ya existía.

Pero no es verdad. El hombre nada puede hacer sin materia preexistente porque es hacedor específico, que solamente puede dar una determinada forma a una determinada materia suministrada por otro. Y la razón es que su poder se limita sólo a la forma y, por tanto, únicamente puede ser causa de ésta. Dios, en cambio, es causa general de todas las cosas, que no sólo crea la forma sino también la materia; por consiguiente, hizo todo de la nada. Para eliminar este error profesamos: «Creador del cielo y de la tierra», pues crear y hacer se diferencian en esto: crear es hacer algo de la nada, hacer es hacer algo de algo5.

Si Dios hizo todas las cosas de la nada, hay que creer que podría hacerlas de nuevo si fuesen destruidas; puede, por tanto, dar vista a un ciego, resucitar a un muerto, y obra cualquier otro milagro. «Porque tienes en tu mano el poder cuando quieras» (Sap 12, 18).

De esta doctrina el hombre debe sacar cinco consecuencias.

Primera: conocimiento de la majestad de Dios. El hacedor supera a sus obras; si Dios es hacedor de todas las cosas, está claro que es superior a todas ellas. «Si encantados por su hermosura las creyeron dioses, reconozcan cuánto más hermoso que ellas es su Señor» (Sap 13, 3), y a continuación: «Si se maravillaron de su poder y efectos, deduzcan de ellas que quien las hizo, es más poderoso que ellas». Por tanto, todo lo que pueda ser comprendido o pensado, es menor que el mismo Dios. «Grande es Dios, y sobrepasa nuestro saber» (Iob 36, 26).

Segunda: agradecimiento. Puesto que Dios es creador de todas las cosas, cuanto somos y tenemos de Dios procede. «¿Qué tienes que no lo hayas recibido?» (I Cor 4, 7). «Del Señor es la tierra y su plenitud, la redondez de la tierra y sus habitantes todos» (Ps 23, 1). Por consiguiente, debemos tributarle acción de gracias: «¿Qué retornaré al Señor por todo lo que me ha dado?» (Ps 115, 12).

Tercera: paciencia en la adversidad. Aunque toda criatura proviene de Dios, y por este motivo es buena de por sí, sin embargo, si en algo nos molesta y proporciona una pena, hemos de pensar que tal pena proviene de Dios; pena, no culpa, porque ningún mal viene de Dios más que el que se ordena a un bien. Por tanto, si toda pena que aflige al hombre procede de Dios, debe aquél soportarla con paciencia, sabiendo que las penas expían los pecados, humillan a los culpables e incitan a los buenos al amor divino. «Si recibimos los bienes de la mano del Señor, ¿por qué no vamos a aguantar los males?» (Iob 2, 10).

Cuarta: orientación en el recto uso de las cosas creadas, pues debemos usar de las criaturas para aquello para lo que fueron hechas por Dios. Y fueron hechas con dos fines: la gloria de Dios, puesto que «por sí mismo (es decir, para su gloria), hizo el Señor todas las cosas» (Prv 16, 4), y nuestra propia utilidad, según leemos en el Deuteronomio: «Las cosas que el Señor tu Dios creó para servicio de todas las naciones» (4, 19). Hemos de usar, pues, las cosas para la gloria de Dios, es decir, de forma que al usarlas le agrademos, y para nuestra utilidad, de tal manera que en su uso no cometamos pecado. «Tuyo es todo, y lo que hemos recibido de tu mano, eso te hemos dado» (I Par 29, 14). Por tanto, todo lo que tienes, sea ciencia o hermosura, has de orientarlo y usarlo para gloria de Dios.

Quinta: conocimiento de la dignidad del hombre. En efecto, Dios lo hace todo por éste: «Sometiste todas las cosas bajo sus pies» (Ps 8, 8). Y entre todas las criaturas él es la más semejante a Dios después de los ángeles; se lee en el Génesis: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (1, 26). Esto no lo dijo del cielo ni de las estrellas, sino del hombre. No se refería a su cuerpo sino a su alma, que goza de voluntad libre y de incorruptibilidad, en lo cual se asemeja más a Dios que las demás criaturas. Debemos, por tanto, considerar que el hombre tiene una dignidad mayor que las otras criaturas exceptuados los ángeles, y no rebajar nuestra propia categoría jamás con los pecados y con el apetito desordenado de las cosas corporales, las cuales son inferiores a nosotros, y fueron creadas para nuestro servicio. Hemos de mantenernos en el sitio en que Dios nos puso. Dios hizo al hombre para que dominase todas las cosas que hay en la tierra, y para que estuviese sometido a Él. Por consiguiente, debemos dominar y mandar en las cosas, y someternos, obedecer y servir a Dios. Con ello llegaremos a gozar de Él; cosa que Él nos conceda, etc.

Artículo 2 Y en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor

No basta a los cristianos con creer en un solo Dios, creador del cielo y de la tierra y de todas las cosas, sino que además es necesario que crean que Dios es Padre, y que Cristo es Hijo verdadero de Dios.

Esto, como dice San Pedro, no es una fábula, sino algo cierto y aseverado por la palabra de Dios en el monte [Tabor]: «Porque no os hemos hecho conocer el poder y la presencia de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber contemplado con nuestros propios ojos su majestad. Porque recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando descendió a Él de la magnífica gloria una voz de esta manera: Éste es mi Hijo el amado, en quien yo me he complacido; escuchadle. Y nosotros oímos esta voz venida del cielo, estando con Él en el monte santo» (II Pet 1, 16-18).

Jesucristo también en muchas ocasiones llama Padre suyo a Dios, y a Sí mismo Hijo de Dios. Y los apóstoles y los santos padres incluyeron entre los artículos de la fe que Cristo es Hijo de Dios al decir: «Y en Jesucristo, su Hijo», a saber, de Dios, se sobreentiende «creo».

Sin embargo, hubo algunos herejes que interpretaron todo esto torcidamente.

Fotino6 dice que Cristo es Hijo de Dios no de otra manera que los hombres buenos, los cuales, viviendo honestamente, merecen ser llamados hijos de Dios adoptivos por hacer la voluntad de Dios; asimismo Cristo, que vivió bien y cumplió la voluntad de Dios, mereció ser llamado hijo de Dios. Opinaba que Cristo no había existido antes que la Santísima Virgen, sino que comenzó a existir cuando ella lo concibió.

De este modo erró en dos puntos. Primero, en no considerarlo Hijo verdadero de Dios por naturaleza; segundo, en asegurar que, en cuanto a la totalidad de su ser, Cristo había comenzado a existir en el tiempo. Nuestra fe, en cambio, sostiene que es Hijo de Dios por naturaleza, y que existe desde toda la eternidad. Sobre lo cual tenemos contra él argumentos explícitos en la Sagrada Escritura.

Efectivamente, en ella contra el primer punto se lee que es no sólo Hijo, sino además unigénito: «El Unigénito, que está en el seno del Padre, Él mismo lo ha contado» (Jn 1, 18); contra el segundo punto: «Antes que Abraham existiese, yo soy» (Jn 8, 58). Ahora bien, es claro que Abraham existió antes que la Santísima Virgen. Por eso los santos padres agregaron en otro Símbolo, contra lo primero, «Hijo unigénito de Dios», y contra lo siguiente, «Nacido del Padre antes de todos los siglos»7.

Sabelio8, admitiendo que Cristo existió antes que la Santísima Virgen, afirmaba, sin embargo, que no hay una Persona del Padre y otra del Hijo, sino que el Padre mismo fue Quien se encarnó; por consiguiente, el Padre y el Hijo son una misma persona. Esto es erróneo, pues elimina la Trinidad de Personas, y contra ello leemos: «No estoy yo solo, sino yo y el Padre, que me ha enviado» (Jn 8, 16). Nadie es enviado de sí mismo. Yerra, pues, Sabelio, y por eso en el Símbolo de los padres se añade: «Dios de Dios, luz de luz»; es decir, tenemos que creer que Dios Hijo procede de Dios Padre, el Hijo que es luz, de la luz que es el Padre.

Arrio9 sostuvo que Cristo existía antes que la Santísima Virgen, y que una es la Persona del Padre y otra la del Hijo. Sin embargo, sentó acerca del Hijo tres afirmaciones: primera, que el Hijo de Dios es criatura; segunda, que no existe desde toda la eternidad, sino que fue creado en el tiempo por Dios como la más noble de las criaturas todas; tercera, que Dios Hijo no es de una misma naturaleza que Dios Padre, y, por tanto, que no es verdadero Dios.

También esto es erróneo, y contrario al testimonio de la Sagrada Escritura. En ella se dice: «El Padre y yo somos una cosa» (Jn 10, 30), a saber, en cuanto a la naturaleza; por consiguiente, así como el Padre existió siempre, así también el Hijo, y como es verdadero Dios el Padre, el Hijo igualmente lo es. Con razón, pues, donde afirmaba Arrio que Cristo es criatura, contrapusieron los padres en el Símbolo «Dios verdadero de Dios verdadero»; donde afirmaba que no había existido desde la eternidad, sino comenzado en el tiempo, el Símbolo profesa: «Engendrado, no creado»; donde afirmaba que no es de la misma naturaleza que el Padre, el Símbolo añade: «De la misma naturaleza que el Padre».

Así pues, está claro que hemos de creer que Cristo es Unigénito de Dios y verdadero Hijo de Dios, que existió siempre juntamente con el Padre, que una es la Persona del Hijo y otra la del Padre, y que es de una misma naturaleza que el Padre. Todo esto lo creemos aquí por la fe, y sólo en la vida eterna lo conoceremos por visión perfecta. Por eso, para consuelo nuestro haremos unas consideraciones ulteriores.

Las cosas que son diversas, tienen diverso modo de generación. La generación de Dios es distinta de la de los otros seres; por tanto, no podemos rastrearla, si no es considerando la generación de aquélla que entre las criaturas más se asemeja a Dios. Ahora bien, según dijimos anteriormente, nada hay tan semejante a Dios como el alma humana. En ésta el modo de generación es como sigue: el hombre piensa algo en su alma; esto se llama concepción mental; tal concepción se origina del alma como de un padre, y se llama palabra mental o, si se quiere, palabra del hombre. El alma, pues, al pensar, engendra su palabra.

De la misma manera, el Hijo de Dios no es otra cosa que la Palabra de Dios; no una palabra pronunciada al exterior, que es pasajera, sino una palabra concebida interiormente; por eso, la Palabra de Dios es de una misma naturaleza que Dios e igual a Dios. Y así, San Juan, al hablar de la Palabra de Dios, desbarató las tres herejías: primero la de Fotino, tocada cuando dice: «En el principio existía la Palabra»; en segundo lugar la de Sabelio, cuando dice: «Y la Palabra estaba junto a Dios»; en tercer lugar la de Arrio, cuando dice: «Y la Palabra era Dios» (Jn 1, 1).

Con todo, de una manera está la palabra en nosotros, y de otra en Dios. En nosotros nuestra palabra es un accidente; en Dios la Palabra de Dios es lo mismo que Dios mismo, puesto que nada hay en Dios que no sea esencia de Dios10. Por otra parte, nadie puede decir que Dios no tiene Palabra, pues sería como afirmar que no es inteligente: por consiguiente, si siempre existió Dios, su Palabra también.

Como un artista realiza sus obras siguiendo el modelo que ideó en su mente, modelo que es palabra suya, así también Dios hace todas las cosas con su Palabra como modelo: «Por medio de la Palabra se hizo todo» (Jn 1, 3).

Si la Palabra de Dios es el Hijo de Dios, y todas las palabras de Dios son como imágenes de esta Palabra, debemos en primer lugar oír gustosamente las palabras de Dios: oír con gusto sus palabras es señal de que amamos a Dios.

En segundo lugar debemos creer las palabras de Dios, pues como consecuencia de esto mora en nosotros la Palabra de Dios, es decir, Cristo, que es la Palabra de Dios. «Para que Cristo more por la fe en vuestros corazones» (Eph 3, 17). «La Palabra de Dios no habita en vosotros» (Jn 5, 38).

En tercer lugar es preciso que consideremos continuamente la Palabra de Dios que habita en nosotros, porque es necesario no sólo creerla sino meditarla; de otro modo no sería de provecho; esta contemplación ayuda poderosamente en la lucha contra el pecado: «En mi corazón escondí tus palabras, para no pecar contra ti» (Ps 118, 11), y asimismo acerca del varón justo se dice: «Día y noche meditará en su ley» (Ps 1, 2). Y de la Santísima Virgen está escrito que «guardaba todas estas palabras, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19).

En cuarto lugar es menester hacer partícipes a los demás de la palabra de Dios, amonestando, predicando y exhortando. «Ninguna palabra mala salga de vuestra boca, sino sólo la que sea buena para edificación» (Eph 4, 29). «La palabra de Cristo more en vosotros abundantemente, con toda sabiduría, enseñándoos y amonestándoos los unos a los otros» (Col 3, 16). «Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda paciencia y deseo de instruir» (I Tim 4, 2).

Finalmente, la palabra de Dios debe ser puesta en práctica. «Llevad a la práctica la palabra, y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos» (Iac 1, 22).

Estas cinco cosas las cumplió por su orden Santa María cuando la Palabra de Dios tomó carne en ella. Primero, oyó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 2, 35); segundo, asintió por la fe: «He aquí la esclava del Señor» (ibíd. 38); tercero, lo llevó en su seno; cuarto, lo dio a luz; quinto, lo crió y amamantó; por ello canta la Iglesia: «Con sus pechos henchidos desde el cielo amamantaba la Virgen al mismo Rey de los ángeles».

Artículo 3 Que fue concebido por obra del Espíritu Santo, y nació de María Virgen

El cristiano no sólo tiene que creer en el Hijo de Dios, según acabamos de explicar, sino también en su Encarnación. Por eso San Juan, tras exponer muchos conceptos sutiles y elevados, a renglón seguido habla de la Encarnación diciendo: «Y la Palabra se hizo carne» (Jn 1, 14).

Para que podamos comprender algo en torno a esta verdad, voy a declararla con un par de ejemplos.

Nada hay tan semejante al Hijo de Dios como una palabra concebida en nuestra mente y no pronunciada. Mientras permanece en la mente del hombre, nadie conoce esa palabra sino quien la ha concebido; únicamente empieza a conocerse cuando se la pronuncia. Así ocurre con la Palabra de Dios. Mientras estaba en la mente del Padre, sólo el Padre la conocía; una vez que se revistió de carne, como la palabra de voz, comenzó a manifestarse y a darse a conocer. «Después de esto fue visto en la tierra, y trató con los hombres» (Bar 3, 38).

Segundo ejemplo: una palabra pronunciada, aunque por medio del oído es conocida, sin embargo ni se ve ni se toca; pero se ve y se toca cuando queda escrita en un papel. Así también, la Palabra de Dios se hizo visible y tangible cuando quedó como escrita en nuestra carne: y al igual que el papel en que está escrita la palabra del rey es llamado palabra del rey, de la misma manera el hombre a quien se unió la Palabra de Dios en una única hipóstasis es llamado Hijo de Dios. «Tómate un libro grande y escribe en él con estilo de hombre» (Is 8, 1); por ello los Santos Apóstoles dijeron: «Que fue concebido por obra del Espíritu Santo, y nació de María Virgen».

Muchos erraron en este punto; por lo cual los santos padres del Concilio de Nicea añadieron en su Símbolo algunas precisiones, con las que ahora todos los errores quedan destruidos.

Orígenes11 dijo que Cristo había nacido y venido al mundo para salvar incluso a los demonios, y afirmó que al fin del mundo todos los demonios se salvarían. Pero esto va contra la Sagrada Escritura, que dice: «Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25, 41). Para rechazar este error se añadió: «Que por nosotros los hombres (no por los demonios) y por nuestra salvación». En lo cual se manifiesta más particularmente el amor de Dios por nosotros.

Fotino admitió que Cristo había nacido de la Santísima Virgen; pero agregó que era un mero hombre, que por vivir bien y cumplir la voluntad de Dios mereció ser hecho hijo de Dios, como los demás santos. Contra esto se dice: «Bajé del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 6, 38). Está claro que no hubiese bajado si no hubiera estado allí, y si hubiera sido mero hombre, no habría estado en el cielo. Para rechazar este error se añadió: «Bajó del cielo».

Manes12 enseñó que, aunque el Hijo de Dios existió siempre, y bajó del cielo, no tuvo una carne verdadera, sino sólo aparente. Pero esto es falso: no le cuadra al maestro de la verdad incurrir en falsedad alguna; por tanto, si aparentó verdadera carne, es que la tuvo. Por eso dijo: «Palpad, y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (Lc 24, 39). Para rechazar este error añadieron: «Y se encarnó».

Ebión13, que era de linaje judío, afirmó que Cristo había nacido de la Santísima Virgen, pero por unión con varón y de semen viril. Esto es falso, puesto que el ángel dijo: «La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). Para rechazar este error, los santos padres añadieron: «Por obra del Espíritu Santo».

Valentín14, aunque confesaba que Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo, opinó que el Espíritu Santo había traído un cuerpo celestial que depositó en la Santísima Virgen, y éste fue el cuerpo de Cristo; Ella no habría hecho otra cosa que servir de receptáculo; por eso sostenía que aquel cuerpo pasó por la Santísima Virgen como por un acueducto. Pero es falso, pues el ángel le dijo: «Lo Santo que va a nacer de ti, será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35); el Apóstol, por su parte, escribe: «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, hecho de mujer» (Gal 4, 4). Por ello añadieron: «Nació de María Virgen».

Arrio y Apolinar15 defendieron que, aunque Cristo era la Palabra de Dios, y nació de María Virgen, sin embargo no tuvo alma, sino que el puesto del alma lo ocupó en Él la divinidad. Esto es contrario a la Escritura; porque Cristo dijo: «Ahora mi alma está turbada» (Jn 12, 27); «Triste está mi alma hasta la muerte» (Mt 26, 38). Para rechazar este error añadieron los santos Padres: «Y se hizo hombre». El hombre consta de alma y cuerpo; por tanto, tuvo evidentemente todo lo que un hombre puede tener, exceptuando el pecado16.

Al decir que se hizo hombre, quedan destruidos todos los errores enumerados y cualesquiera otros que pudieran mencionarse, y singularmente el de Eutiques17, quien afirmó que se había producido una fusión, es decir, que de la naturaleza divina y la humana había resultado una única naturaleza, la de Cristo, la cual no es ni meramente Dios ni mero hombre. Pero esto es falso, porque entonces no sería hombre; y va, además, contra la profesión del Símbolo que dice: «Y se hizo hombre».

Queda también destruido el error de Nestorio18 que aseguró que la unión del Hijo de Dios con el hombre había consistido únicamente en habitar en un hombre. Pero esto es falso, porque entonces no sería hombre, sino en-hombre;