Cayendo por Rebecca - Zelá Brambillé - E-Book

Cayendo por Rebecca E-Book

Zelá Brambillé

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Beschreibung

Samuel es un hombre tranquilo, es maestro en una de las universidades más prestigiosas de México, tiene una novia hermosa con la que planea casarse y no pide nada más que ser feliz. Todo se va a la deriva cuando su madre le obliga a cuidar a la desvergonzada hija de su mejor amiga. La joven lo envolverá en un juego que pondrá en riesgo todo lo que ha conseguido y le convertirá en un hombre de excesos: adicto a mirarla, adicto a tocarla, adicto a saborear sus labios, adicto a Rebecca.

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Publicado por:

www.novacasaeditorial.com

[email protected]

© 2022, Zelá Brambillé

© 2022, Carlos Alvarez Gonzalez

© 2022, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Cristina Zacarías Ribot | Anna Jiménez Olmos

Cubierta

Yamuna Duarte

Maquetación

Elena López Guijarro

Corrección

Abel Carretero Ernesto

Impresión

PodiPrint

Primera edición: agosto de 2022

ISBN: 978-84-1127-396-1

Depósito legal: B 13922-2022

Esta obra está registrada en el 2022 en México a nombre de Andrea Alejandra Álvarez González y Carlos Ernesto Álvarez González.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

Cayendo por

Rebecca

zelá brambillé

Parte I

Sé que si toco tu piel me siento en paz, si peleo contigo en un excitante debate cultivas mi mente y, si me alimentas besándome, el hambre voraz desaparece; o quizá se vuelva indomable y me destruya para siempre.

Capítulo 1

—¿Es una broma?

Dejé la taza de café en el borde de la encimera y me quedé mirando a la nada. Mi madre, Hilda Campos, estaba haciendo uno de sus tantos platillos, podía saberlo porque escuchaba los movimientos de los recipientes de acero y los cubiertos.

Por enésima vez acomodé el teléfono en mi oído, esperaba que la posición me diera más audición y la petición que acababa de escuchar fuera cosa mía.

Ella bufó, la imaginaba haciendo una mueca con los labios y arrugando la frente. Cuando éramos chicos, mis hermanos y yo solíamos correr por las escaleras, mamá salía de la cocina y nos regañaba justamente con ese gesto, con las manos en las caderas como una pequeña tetera a la que respetábamos, a pesar de que le sacábamos varias cabezas.

—Ya te dije, Sam, no es broma y no quiero escuchar nada más. Fede está muy preocupada por su hija, nunca ha salido de la ciudad por más tiempo del necesario, solo van a ser unos meses mientras hace su diplomado, ¿es tan difícil de aceptar? —Estaba usando ese tono que terminaba doblegándome, pero no quería ceder.

Desabroché el primer botón de mi camisa y aflojé el cuello. Vaya lío en el que estaba metido, ¿cómo iba a salirme de ese embrollo? Era una locura, definitivamente no quería a la chica en mi departamento.

—Tiene veinticuatro años, puede cuidarse sola —refuté. Mi madre suspiró con pesadez como si estuviera decepcionada. A pesar de lo molesto que estaba, amaba a mamá, así que busqué rápidamente una solución en mi cabeza antes de que dijera que nunca hacía nada por ella—. ¿Y si le digo a Jessica que la aloje en su casa? Seguro se sentirá más cómoda allá.

—¿Con tu novia la estirada? ¿Me estás tomando el pelo, Samuel? —Giré los ojos, exasperado. Mamá no era celosa ni por asomo, pero no estaba muy contenta con mi relacióncon Jessica desde que la conoció en la fiesta de Navidad, y no puedo culparla, Jess no fue muy agradable, más bien todo lo contrario—. ¿Crees que Becca se va a sentir cómoda con esa muchacha que se la pasa haciendo muecas cuando estamos cerca? No entiendo por qué detestas a la hija de Fede si nada te ha hecho.

—No detesto a Rebecca, ¿cuántas veces te lo he dicho? Solo me molesta su actitud malcriada y rebelde, luce como una gótica inestable llena de tatuajes y perforaciones. Si mal no recuerdo, se reunía con un montón de personas extrañas que se juntaban a fumar marihuana y a beber hasta caerse atrás de la escuela, no quiero eso en mi casa, mamá.

—¡Por Dios! ¡Eso fue a los quince! ¿En serio vas a juzgarla por su comportamiento en la adolescencia? ¿Acaso yo te juzgo por la vez que te emborrachaste en el colegio de monjas? ¿O por la vez que te encontré con aquella chica en tu habitación?

Me tallé el rostro con frustración, me iba a hacer viejo antes de tiempo si seguía discutiendo.

El problema era que yo la recordaba a la perfección, su adolescenciafue escandalosa. Adoptó ese look vampírico y sombrío, se tatuó, se puso un montón de aretes y se pintó algunos mechones del cabello de colores fosforescentes. En más de una ocasión supe, porque Fede le contaba a mamá, que había llegado borracha a altas horas de la madrugada u oliendo a cigarrillos, acompañada de un grupo de gente que no era aceptado por sus padres. Lo que escuché fue caótico, a mí me daba igual lo que hiciera con su vida, pero lo último que deseaba en esa etapa de mi vida era lidiar con esa chica. Tenía un trabajo estable y una relación, no necesitaba hacer de niñero.

—Sabes que no es lo mismo —dije, malhumorado—. Nunca hice algo que pusiera en riesgo mi vida o la de mi familia.

—Mira, hagamos un trato, si ella hace algo malo me llamas e inmediatamente se sube a un camión para regresar. Si aceptas, haré buñuelos cuando vengas.

Me quejé en voz alta. No estaba de acuerdo con aceptar, sin embargo, sabía que esta discusión no llegaría a ningún lado, ella acabaría con cualquiera de mis argumentos, solo perdía el tiempo.

—Deben tener azúcar y mucha canela —murmuré, resignado. Mamá siempre ganaba las batallas, ni siquiera sé para qué me esforzaba—. Pero por cualquier cosa sospechosa que haga, por mínima que sea, se ganará una patada en el culo, yo mismo la llevaré a la central de autobuses y la meteré al primer camión de regreso a Victoria.

—¿Escuchaste, Fede? Ya todo está resuelto. Becca, prepara tu equipaje que te vas para la capital —chilló, emocionada.

—¿Me pusiste en altavoz? —cuestioné y mi boca cayó abierta.Carcajadas se escucharon del otro lado. Intenté recordar lo que había dicho, Hilda era una desconsiderada. Respiré profundo para no soltar un montón de palabrotas—. Hablamos luego, mamá.

—¡No! ¡Espera! Llegará el jueves a eso de las seis de la tarde, más te vale que vayas por ella, es la primera vez que va a la capital. —Y, sin más, colgó. Miré el teléfono con incredulidad por un buen rato.

Rebecca Huerta era mi peor pesadilla, no es que hubiera hablado demasiado con ella antes, después de todo yo tenía ocho años más y nuestros intereses eran muy diferentes en aquella época.

Lamentablemente, me fijaba en ella más de lo que me hubiera gustado, era imposible no hacerlo, representaba todo lo que no me atrevía a ser. Los dos crecimos en un ambiente muy tradicional, muchas veces quise cruzar los límites, nunca fui valiente como para desafiar las reglas de mis padres de la forma que me hubiera gustado; ella lo hizo de todas las maneras posibles.

Por lo que sabía, Becca se había graduado en Gastronomía hacía un par de años e ibaa estudiar en la Ciudad de México un diplomado de reposteríatras haber conseguido una beca. En una de las largas llamadas que me hizo mi madre me contó del gran escándalo que surgió en la casa Huerta cuando ella decidió no seguir las costumbres de su familia. Lo aplaudía, a pesar de todo.

Ahora tenía que compartir mi casa para que pudiera estudiar. Me tentaba la idea de dividir el departamento a la mitad y pedirle que no cruzara la línea, pero no lo hice porque seguro le iría con el chisme a mi madre.

Mi familia y yo teníamos una relación sólida y amorosa, habría hecho cualquier cosa por ellos. Además, apreciaba a la señora Fede, era algo parecido a una tía, también era mi familia, no le daría la espalda.

Vi a Jessica la noche antes de la llegada de Rebecca, cenamos juntos en uno de esos restaurantes que le recomendaba su padre —que era lo que hacíamos la mayoría de las veces—. Le dije que se quedaría conmigo la hija de una amiga de mi familia, no le tomó mucha importancia, cambió de tema rápidamente y me habló sobre su viaje a Francia, el cual había planeado con sus amigas.

Jess picoteó el filete de pollo y sonrió con ironía cuando le pregunté cuánto tiempo se marcharía.

—¿No lo recuerdas? —Giró los ojos. Abrí la boca para decirle que estaba seguro de que no lo había mencionado, pero decidí quedarme callado cuando me dio una mirada de advertencia—.Dos meses, iremos a varios lugares.

Llevábamos dos años, los mismos que llevaba trabajando en la Universidad de Estudios Avanzados de México. Era hija del profesor Gilberto Caño, un exdirector que hizo de mi estadía algo sencillo. Cuando llegué de Tamaulipas no tenía idea de qué hacer conmigo mismo. Estaba solo, él me acogió y me presentó a su familia.

Jessica era inteligente, guapa y refinada de pies a cabeza, sabía qué hacer para enrollar a las personas en su dedo, su capacidad para establecer conversaciones me sorprendía. No podía recordar con claridad cómo empezamos a salir, pero la iniciativa había sido suya. Nuestra relación no era convencional, era lo más loco que había hecho hasta ese momento, teníamos un trato: podíamos estar con cualquier persona, siempre que el otro estuviera enterado y tuviéramos claro que estábamos juntos.

La quería, pensaba que era la indicada, a pesar de que a veces había más frialdad que calidez, más lejanía que proximidad. No le prestaba demasiada importancia porque creía que esa era su forma de ser, pues nunca la vi siendo cariñosa con alguna persona.

El jueves a diez minutos para las seis entré a la central de autobuses. Busqué en las pantallas la sala donde llegaría el camión y me dirigí hacia la terminal.Me detuve en la fila correcta y saqué del bolsillo trasero de mi pantalón una hoja con su nombre escrito con marcador negro. Mi madre me dijo cuál era el número del autobús, así que cuando se detuvo frente a mi vista me tensé.

La gente empezó a descender, dejé la vista fija en la puertilla, esperando que saliera la cabellera de mechones fosforescentes que recordaba. No vi a nadie que se pareciera a ella, volví a comprobar que fuera el camión correcto: A-578. ¿Se había fugado o qué demonios?

Saqué el celular, dispuesto a llamar a mi madre para decirle lo que estaba pasando, ni siquiera había puesto un pie en la ciudad y ya estaba rompiendo las reglas; pero un picoteo en mi hombro me detuvo. Giré el rostro y la vi.

Había una chica a unos pasos de distancia. Me quedé sin habla, completamente perdido en sus grandes ojos café que me contemplaban con curiosidad, eran demasiado bonitos. Tenía pecas espolvoreadas en las mejillas, su olor dulce me golpeó. Fue inevitable estudiar las finas facciones de su rostro, sus labios rojos llenos y regordetes.

Alcé una ceja, cuestionando silenciosamente su interrupción. Di un paso atrás para salir del hechizo.

—¿Necesita algo? —pregunté y di una mirada nerviosa hacia el camión,ya vacío. ¿Dónde estaba?

La mujer que estaba a escasos centímetros sonrió, burlona. Una chispa de reconocimiento saltó en mi cerebro. No...no podía ser ella.

—¿Ahora fingirás que no me conoces, Samuel?

Solo bastó escuchar su voz para reconocerla, ese timbre medio ronco la caracterizaba. Mi mandíbula se desencajó al contemplar que Rebecca estaba frente a mí luciendo como alguien muy diferente.Y muy caliente.

Entrecerré los ojos, me obligué a sentir el mal sabor de boca por sus bromas. Me giré, furioso conmigo por no haber sido capaz de reconocerla, con mi madre porque no me advirtió y con ella porque se había burlado de mí.

Caminé hacia la salida echando humo por la nariz y la dejé atrás. No iba a fingir que me agradaba, podía lucir diferente, pero seguía siendo la misma.

Capítulo 2

Solo pensaba en dos cosas: tenía hambre y quería patear las bolas de Samuel. Me lo imaginé retorciéndose de dolor y eso me hizo sentir un poco mejor.

Mi trasero dolía por ir sentada todo el camino, un montón de horas en las que me la pasé escuchando las canciones de mi iPod y las quejas de una señora divorciada que se quejaba del irresponsable de su marido. Estaba tan mareada que creí que iba a vomitar, odiaba viajar por esa simple razón, no importaba cuántos dramamines tomara, siempre terminaba con el estómago revuelto. Al llegar sentí que el alma regresaba a mi cuerpo.

Lo vi antes de bajar del autobús y sonreí porque llevaba un cartelito con mi nombre como si no me conociera, como si nunca me hubiera visto.

Era el mismo, aunque más fornido y maduro, un incipiente rastro de barba empezaba a aparecer en su mandíbula cuadrada. Iba vestido de forma casual con una playera que curiosamente le quedaba bien, desde la fila para salir podía ver sus deliciosos músculos trabajados, sus brazos eran abultados, me pregunté si debajo de la ropa era igual, supuse que seguía haciendo ejercicio.

Él era una montaña dura, me mordí el labio al recordar lo mucho que lo había deseado cuando era una chiquilla, cuando era tan inmadura que las únicas veces que lo descubrí mirándome él había negado con la cabeza, el fastidio en toda su expresión.

Samuel se sacudió el cabello como si estuviera nervioso, ese hombre en verdad era guapo. Podía pasar como un conquistador, pero era todo lo contrario, era inteligente y un tipo responsable que separaba su basura, según las palabras de su madre.

Cuando al fin pude bajar no dudé en acercarme, miró hacia mí, pero no me reconoció. Tuve que tocar su hombro para llamar su atención, casi me atraganté cuando sus ojos acaramelados me enfocaron, se me secó la boca. Al parecer no había superado mi atracción hacia el hombre, eso estaba muy mal, pues iba a vivir con él por unos meses, tenía novia y, por la expresión de su rostro, seguía sin agradarle.

Me reconoció y la amabilidad terminó, se echó hacia atrás como si lo hubieran empujado antes de ignorarme e irse.

Bufé con indignación, ¿en serio se iba a comportar como un niño haciendo berrinches? Tenía más de treinta y se comportaba como un adolescente de quince años. Vi su espalda ancha y cómo se alejaba entre el gentío, dejándome en ese lugar desconocido.

¡Genial!

Bien, solo tenía que encontrar la salida y buscar un taxi para que me llevara a su dirección, la cual la llevaba en un mensaje de texto de parte de la señora Hilda, quien estaba extrañamente emocionada de que fuera al Distrito Federal.

Lancé una risita entre dientes al recordar su cara al reconocerme. Hacía siete años que no lo veía, a pesar de que él y su novia habían visitado Ciudad Victoria en vacaciones, se mantenía alejado de todos nosotros.

Mi madre me dijo que trabajaba en una de las mejores universidades de la capital impartiendo la cátedra de cálculo integral y un montón de materias matemáticas que no tenía idea. Sip, era un maldito genio, yo estuve mucho tiempo celosa de él. Celosa y caliente, más caliente que celosa.

No soy buena en nada más que en la cocina, y para mi padre era muy importante que su hija estudiara medicina, jurisprudencia o ingeniería. Su sueño era ese, que me convirtiera en una gran profesionista y no en una chef con ganas de hacer postres; mamá me apoyaba, sin embargo.

En ocasiones todavía sentía que mi padre me recriminaba con la mirada por no haber hecho lo que deseaba para mí. Siempre lo complacía, pero jamás arruinaría mi vida por nada ni por nadie.

Se me hizo gracioso que Samuel siguiera pensando en mí como aquella chica que quería ir en contra de la corriente. Fue una etapa dura, era mi escudo para recordarme quién era y que me pertenecía, que la dueña de mi destino era yo. Lo único que quedaba de aquellos días eran mis tatuajes, no me arrepentía de haber coloreado mi piel porque sentía que me definían.

Sabía que mi presencia le molestaba, siempre lo hizo, al parecer las cosas no habían cambiado, seguía siendo el mismo inflexible y recto. No voy a negar que para mis antiguas amigas y para mí era un sueño húmedo, no obstante, su maldito carácter de mierda le quitó mucho atractivo ante mis ojos.

Lo escuché discutiendo con su madre antes de que aceptara que me quedara con él, insistí una y otra vez en que no era necesario, es decir, ya era adulta y podía cuidarme sola; de hecho, quería hacerlo por mi cuenta.

Había diplomados de alta repostería en Victoria, pero quería independizarme y respirar otros aires. A mi madre no le gustó la idea, a mi padre mucho menos, pero cuando se dieron cuenta de que no era una opción decidieron apoyarme.

Claro que no me escapé de las súplicas de mamá, quien le habló a su amiga de la infancia para que le rogara a su hijo, el cual me odiaba, que me dejara quedarme en su departamento pagando las cuentas. El sueño de mi vida.

Antes de que subiera al autobús mamá me dio un abrazo de esos que te ablandan el corazón y me pidió que no fuera una espina en el culo con Sam. Le prometí que sería prudente, pero ser una espina en el culo con Sam podría convertirse en algo divertido. Era eso o lamentar mi existencia.

Por supuesto que no me iba a quedar con los brazos cruzados, conseguiría un trabajo y, cuando estabilizara mi cuenta bancaria, me largaría y buscaría mi propio lugar. Ya era tiempo de que mis padres entendieran que era mayor y podía, sin duda alguna, salir adelante por mis propios méritos.

Obtuve mis maletas cuando el ayudante del conductor me las tendió después de entregarle mi tique, eran tres grandes y no sabía qué mierdas hacer para arrastrarlas. No podía solo irme para sacar cada una por separado, sabía muy bien que ahí desaparecerían en un dos por tres y no me apetecía quedarme sin ropa o sin mi comida.

—Maldito Samuel —susurré lanzando un suspiro.

Tomé dos con la mano derecha y una con la izquierda, vi las miradas divertidas de algunos, era un espectáculo, seguramente.

Él estaba en la puerta golpeando el suelo con uno de sus pies, mirando hacia todas partes, se veía exasperado, no se había dado cuenta de que me acercaba. Lo observé de nuevo, barrí sus piernas en ese pantalón de mezclilla.

Era alto, piel tostada y cabello oscuro desordenado. Sus ojos eran un paisaje de color marrón claro —casi llegando al miel— y con el poder de dejarte sin aire. A mí me hubiera gustado tener un maestro como él, la clase habría sido interesante con ese trasero en frente.

—Gracias por la ayuda —gruñí al acercarme y pasarlo.

No se iba a quedar sin abrir esa puñetera boca carnosa, se me adelantó dando zancadas largas.

—No soy tu niñera —dijo antes de detenerse en un Jetta negro.

Esperé a que se escuchara el clic para abrir la cajuela, ni siquiera iba a ayudarme a treparlas, me pregunté si así era siempre de amargado. Lo recordaba serio e indiferente, pero no lanzando chispas por cualquier cosa. ¿Cómo su novia soportaba a ese energúmeno? Quizá solo era así conmigo.

—Me dan ganas de romperte la nariz, hijo de puta —musité al tiempo que cargaba la última maleta y la arrojaba al puto carro. Estaba empezando a perder la paciencia.

—¿Qué te pasa? ¿Estás loca? —Me enderecé al escuchar sus preguntas enfadadas, ya que estaba reclinada acomodando mi equipaje. Lo enfoqué sin entender qué era lo que había hecho—. ¿Sabes cuánto me costó este coche? Seguramente lo que gastaste en marihuana cuando tenías quince o lo que nunca ganarás horneando pasteles.

Apreté los dientes y me tragué sus estupideces, lo detesté al instante por actuar como mi padre al insinuar que era mediocre. Seguía preguntándome en dónde estaba ese chico que iba a la escuela en una bicicleta vieja y tenía unas zapatillas gastadas que amaba, el que antes de irse de Victoria las lanzó al cielo y las dejó colgadas en un cable.

No iba a explicarle que jamás fui una drogadicta, solo lo probé una vez porque todos lo hacían y creí que era genial. Mucho menos me iba a poner a sollozar porque era otro de los que creían que ser chef era rascarse la panza. De todas formas, no me importaba lo que un estirado loco por un auto pensara de mí. Al parecer algunos se olvidaban del hormiguero del que salían. Si su madre lo hubiera escuchado, lo habría zarandeado.

Terminé de acomodar, ignorándolo y sintiendo sus ojos clavados en mi nuca.

Me erguí y me estiré para alcanzar el borde de la puerta de la cajuela, la atraje hacia mí y la azoté con fuerza, más de la necesaria.

—Listo. —Quise carcajearme de nuevo al ver cómo su mandíbula caía abierta. Me acerqué al lado del copiloto y abrí. Lo miré por encima del techo, todavía estaba estancado en el mismo lugar, le sonreí de lado—. Es hora de irse, anciano, ¿u olvidaste el bastón y necesitas que vaya a ayudarte?

Me metí en el coche a pesar de que quería ver su rostro furibundo, era mayor que yo, también era un bombón, no era viejo en absoluto, pero él no tenía por qué saberlo.

Se metió en el Jetta y arrancó con rabia, miré la ventana y ahogué las risas. Quizá no todo iba a ser tan aburrido.

Capítulo 3

Me dolía la boca de tanto tensarla, varias veces intenté relajarme, pero mis ojos volaban al verla casi involuntariamente y volvía a enfurecerme. Me sentía como una bomba a punto de estallar, estaba sacando lo peor de mí y no llevábamos juntos ni una hora.

Definitivamente, ya no era la niña que conocí, era una mujer con curvas en los lugares adecuados, curvas de muerte, para ser exactos. Tal vez hubiera sido mejor que ella siguiera pareciendo una dama de la noche.

¿Cómo iba a convivir con ella? Alejándome, esa era la única alternativa.

En completo silencio llegamos al edificio departamental, iba a poner las cartas sobre la mesa antes de que se instalara y se pusiera cómoda.

—Muévete —murmuré en un gruñido al bajar del coche y abrir la cajuela, ella estaba a punto de sacar su equipaje, por algún motivo sentía que debía disculparme, así que decidí que subir sus cosas era suficiente para redimir lo que mis palabras pudieron haber causado, pero no se movió.

—Olvídalo, no queremos que tus finas manos se estropeen —dijo burlona, tenía esta mirada brillante que dejaba ver lo mucho que se estaba divirtiendo. Apreté los puños hasta que creí que iban a tronarse y la observé esforzándose para sacar sus cosas—. Mierda.

La maleta se desestabilizó de su agarre y le golpeó la pierna. La colocó en el piso ocultando la mueca de dolor, ¡era terca! Lo había olvidado.

Ella se inclinó para obtener otra, seguí sus movimientos para ayudarla. Sin quererlo, nuestras piernas rozaron y el costado de su cadera se recargó en mi costado. Mis venas se calentaron. Se puso tensa, así que me alejé lo necesario.

Pude oler su perfume una vez más, olía tan dulce como azúcar quemado a fuego lento, se me hizo agua la boca solo por pensar en si su piel sabía así.

Me envaré cuando me di cuenta de que estaba fantaseando con ella otra vez.

Rígido, la ayudé a bajar lo demás, intentando, ahora, no tocarla, ni mirarla ni olerla.

Tomé dos maletas antes de que pudiera decir algo y comencé a caminar al elevador con pasos apretados. Escuché su resoplido y cómo empezó a arrastrar la maleta en el pavimento del estacionamiento después de cerrar el maletero.

El señor Sebastián estaba en la entrada como siempre, me dio un saludo, era un buen guardia de seguridad, el mejor que habíamos tenido. Miró con curiosidad a la mujer detrás de mí, pero no dije nada.

Fruncí el ceño mientras arrastraba la maletilla, ¿qué mierdas llevaba? ¿Piedras?

Nos trepamos al elevador, presioné el número siete e hice como si no estuviera extremadamente pendiente de sus movimientos. El flequillo le cayó en la cara, sopló para que regresara a su lugar y me ignoró por completo.

Cuando la puerta se abrió salió primero bamboleando esas caderas que me mantuvieron medio atolondrado, tuve que alejar la vista tragando saliva. Ya en el pasillo alfombrado, me dirigí a mi puerta y saqué las llaves, las cuales tintinearon, había un tapete que decía welcome en la entrada y una planta artificial que Jess había comprado, pues decía que todo lucía demasiado masculino para su gusto, no es que ella se quedara mucho rato en mi hogar, no le gustaba este sitio, constantemente me decía que tenía que mudarme.

Respiré profundo antes de abrir, no había vuelta atrás, la idea de tenerla ahí me puso nervioso. Le di una mirada por encima del hombro y la contemplé inspeccionando todo, ¿y si le decía que había cambiado de idea? Era un bocado apetitoso, joven y tentador... Y yo estaba siendo un pervertido, había deseado a muchas, pero nunca a alguien que me hiciera enfadar con tan solo la idea de tenerla cerca; podía soportarlo, ¿no? Si me mantenía lo suficientemente lejos sería capaz de vencer esa atracción sin sentido que justifiqué debido al reencuentro. Además, mi madre era capaz de cortarme las bolas si le ponía un dedo encima.

De verdad tenía que dejar de pensar en mis dedos sobre ella.

La dejé entrar evitando mirar su rostro, inspeccionó con la mirada alrededor, por un instante me arrepentí de no haber limpiado el sitio. Había un calcetín sucio en el sofá y latas de refresco en la mesilla de la televisión.

—Es un lindo lugar, excepto porque huele a patas. —Se giró para enfrentarme con la ceja alzada—. ¿Cuándo fue la última vez que limpiaste?

Quise decirle que podía largarse si no le gustaba, pero no dije nada; en cambio, crucé los brazos y la miré con seriedad.

—Vamos a ser claros antes de que puedas sacar tus cosas: en esta casa hay reglas, y debes cumplirlas si quieres permanecer aquí, que no se te olvide dónde estás. —Se quedó mirándome, impasible, no pude identificar en qué estaba pensando—. Aquí no entra ningún tipo de droga, tabaco ni alcohol; mucho menos puedes entrar drogada o borracha. Ni se te ocurra traer ligues al departamento, no voy a aceptar gente desconocida en este techo, ¿me entiendes? Tampoco quiero ver cabellos en la regadera ni en el jabón, no puedes acomodar tus cosas de aseo personal en el baño. Cualquier cosa extraña que vea será suficiente para que te vayas, ¿de acuerdo?

Esperé su respuesta, creí que iba a enfadarse y a despotricar en mi contra, pero ocurrió todo lo contrario, soltó una risa estruendosa, sus carcajadas despreocupadas fueron escandalosas, se dobló a la mitad y se detuvo hasta que se quedó sin aire.

La contemplé con los puños apretados, su risa era hermosa, y se estaba burlando de mí... de nuevo.

—Lo siento —dijo con alegría, recomponiéndose y mirándome con los ojos brillantes y las mejillas encendidas—. No tendrás ninguna queja, mi general.

Llevó su palma recta hacia la frente e hizo el saludo de los soldados.

—Tu cuarto es ese. —Señalé con el dedo índice una puerta junto a mi habitación.

Mi departamento era amplio, había dos habitaciones, un baño, cocina con comedor y una sala, también había un cuartito donde tenía la lavadora y la secadora; casi todas las habitaciones se conectaban. No había decoración, unas cuantas fotografías y un reloj en una de las paredes de la cocina.

Asintió y se dirigió allá, esquivando mi cuerpo y dejando una estela de su olor. Respiré profundo cuando estuvo fuera de mi campo de visión y apreté el puente de mi nariz algo frustrado.

—Eh... Samuel. —Escuché su voz, me giré y la vi de pie en el umbral del cuarto, se notaba incómoda por cómo se retorcía—. Gracias por permitir que me quede, intentaré no darte problemas.

Quise creerla, pero lo dudaba, ya estaba causándome muchos y ni siquiera lo había intentado.

Capítulo 4

La mañana siguiente desperté de golpe porque había un alboroto, el escándalo era tal que creí que alguien se había metido en el departamento. Escuché ruidos y me asusté, me precipité en la sala, pero no había nada. Con lentitud llegué a la cocina, preparándome para encontrar una escena escalofriante o un tipo con un arma; una vez ahí, resoplé.

¿Qué mierdas ocurría con ella? ¿Por qué se levantaba antes de las diez un fin de semana? No era normal.

—Esta es una jodida pesadilla —musité entre dientes al tiempo que contemplaba a Rebecca sumergida en mi alacena. Había una pila de latas de productos que ni siquiera sabía que tenía en el suelo, mi cocina era un desastre.

Estaba trepada en una silla dándome una buena visión de sus caderas en pequeños shorts negros con estrellitas amarillas. Estancado, vislumbré sus pantorrillas duras que se contraían cuando se estiraba, y los mejores muslos que había visto en mi vida; sus piernas eran largas, de la clase que quieres a tu alrededor mientras la follas.

—¿Sabías que tienes alimentos que han caducado? Encontré una lata de verduras de hace dos años, una lata de anchoas que venció hace tres, ni siquiera sé qué demonios comes, pues no hay nada que pueda ingerirse sin causarte problemas estomacales, podrías haberte intoxicado —dijo sin comprobarme, ¿tenía ojos en la espalda?

No podía creer que se hubiera atrevido a indagar en mi alacena, la verdad es que me avergoncé un poco. Hacía muchísimo tiempo que no limpiaba, y otro tanto que no iba a surtirme de comida al supermercado. Se acababa el cereal, iba por cereal; se acababan el pan y la mayonesa, iba por eso. Salía a comer con Jess a restaurantes, ya que no le gustaba quedarse en el departamento después de arreglarse por horas el cabello, siempre estuve bien con eso, pues los dos éramos un desastre cocinando.

Me adentré y fui a sentarme en un lugar del comedor, mi vista cayó en una bolsa plástica, husmeé en el interior y fruncí el ceño.

—¿Qué mierdas es esto? —pregunté y le di una mirada, la bolsilla estaba llena de comida que yo no había comprado.

Detuvo sus movimientos y me miró por encima del hombro. Su espina dorsal estaba curvada y hacía que su trasero sobresaliera más, ella era tremendamente sexy. No llevaba ni una capa de maquillaje, sus pecas eran adorables.

—¿Tal vez es comida? —emitió con una mueca de diversión.

—¿De verdad? Creí que eran gusanos. —Arrugó su respingada nariz y volvió a sumergirse en la alacena, me estaba divirtiendo un poco con el intercambio sin insultos y caras largas—. ¿Saliste a comprar comida?

—Nop, la traje en la maleta.

—¿Trajiste comida en una maleta? —cuestioné totalmente perdido, por eso estaba tan pesada.

Se giró y dio un saltito para bajar de la silla, miré sus pies descalzos con las uñas pintadas de rosa mientras se acercaba. Deslicé los ojos lentamente por su cuerpo hasta que llegué a su rostro, su cabello era un matorral café frondoso y salvaje. Me recargué en el respaldo, ella llegó a la mesa y se estiró para alcanzar la bolsa que yo antes había inspeccionado, vi cómo sus senos se juntaban en su blusa de tirantes con escote pronunciado.

—Gracias a Dios que la traje, no me gusta tener hambre, porque me pone de malas, y si voy a convivir contigo necesitaré buenas vibras. —Volvió a subirse al banquillo depositando la bolsa en la encimera. Enmudecido, contemplé cómo acomodaba las cosas—. Como tú pusiste tus reglas, yo voy a poner las mías. Toda la comida tiene etiquetas, algunas son azules y otras, rojas, no puedes tomar las cosas que tengan etiqueta roja si no quieres que te destripe mientras duermes, ¿entendido?

—¿Por qué no las tomaría? —Con chulería estiré las piernas y le di una mirada con la ceja alzada a su espalda.

Se volvió, llevaba en las manos un bote plástico que supuse era algún condimento, lo acomodó en uno de los estantes.

—Soy chef —dijo como si fuera algo obvio, encogí los hombros—. Tengo ingredientes especiales que no quiero que nadie toque.

Mmm, ella tenía mucho de eso, sin duda.

Me aclaré la garganta para recomponer el rumbo de mis pensamientos.

—Es mi casa, puedo tomar lo que sea—dije.

Sus hombros se tensaron, apretó los puños con enojo, lancé una risotada cuando contemplé el ligero sonrojo que causaba la rabia.

Bajó y se acercó a pasos lentos, creí que iba por algo, pero me di cuenta de que caminaba en mi dirección, ¿qué demonios estaba haciendo ahora?

La satisfacción se me escapó cuando se detuvo entre mis piernas y se agachó hasta que su cara estuvo a la altura de la mía, sus brazos se estiraron y sus manos agarraron el respaldo a cada lado de mi cabeza, me estaba encarcelando.

Sí, había estado con muchas mujeres, pero después de la adolescencia las cosas se volvieron aburridas, monótonas. En el sexo con Jess, aunque al principio fue explosivo, las llamas menguaron con rapidez, pasábamos más tiempo acompañados que solos.

Rebecca parecía lista para tomar todo de mí, sé que lo habría hecho si hubiera querido.

La respiración se me agitó al darme cuenta de que estábamos tan cerca, su nariz casi tocaba la mía y su aliento olía a menta de pasta de dientes.

Sus ojos cayeron a mi boca y se quedaron ahí por lo que creí fue una eternidad, ¡santo Cristo! Sentí que mis músculos se endurecían, me iba a empalmar, realmente me pondría más duro que una puta roca y ella se daría cuenta por la fina tela del pantalón para dormir.

Mientras estaba casi encima de mí no existió nada más que Rebecca.

—No te metas con mis ingredientes, Sam —susurró y yo casi me corrí al mirar los movimientos de sus labios rellenos, de su lengua al pronunciar mi nombre.

Inconscientemente, me vi atraído como un imán, comencé a cerrar los espacios hasta que las puntas de nuestras narices se tocaron, solo tenía que moverme un poco más para besarla, solo un poco más. Oh, cuánto quería hacerlo, quería saber si eran suaves, si podía jalarlos con mis dientes, qué se sentiría al succionarlos, ¿serían tan rojos siempre? ¿Sabrían dulces?

—¿Qué me vas a hacer? —pregunté, pero a esas alturas ya no me importaba lo que hiciera conmigo.

—Tengo algunas armas que podrían interesarte. —Su voz aterciopelada hizo que me atragantara, ¿me estaba seduciendo? Pues estaba funcionando, rezaba para que fuera real, mierda.

La adrenalina me recorrió demasiado rápido, el corazón se me agitó peligrosamente y mi miembro saltó cuando ella sonrió de lado y se relamió justo como yo quería lamerla.

Estaba tan ensimismado que me costó trabajo reconocer su sonrisa burlona cuando se hizo hacia atrás y rompió el hechizo lanzando una risa divertida.

—Mis armas se llaman cuchillos, señor erección.

El impacto me hizo contemplarla con sorpresa. No, no, ella no había hecho eso, me había puesto duro y ahora se estaba carcajeando. Esta chica era una demente, era una hechicera.

—Eres una arpía.

Se dirigió de regreso a la silla después de guiñarme, iba bamboleando sus caderas, seguía provocándome, le gustaba hacerlo.

Mis venas se calentaron todavía más para mi sorpresa, lejos de aborrecer su actitud, me vi arrollado por una marea de deseo que logró perturbarme. Entrecerré los ojos sin poder creer que me había provocado a propósito, se dio cuenta de que la deseaba, ¿lo usaría a su favor? No sabía qué hacer al respecto.

Salí de ahí viendo rojo por la furia y con una maldita carpa en los pantalones.

Capítulo 5

Tan pronto salió despavorido de la cocina me pregunté si había ido demasiado lejos al provocarlo de esa forma, seguramente el hombre sufría un tremendo dolor de bolas justo en ese momento, pero él tenía la culpa porque disfrutaba cuando me enojaba. No pude evitarlo, me miraba con los ojos ardiendo, repasando mi cuerpo una y otra vez sin pudor.Lo noté, me percaté de cómo me observaba y todas mis terminaciones latieron, el deseo de tenerlo creció más.

Cuando lo tuve tan cerca estuve a nada de mandar todo al carajo y sentarme en su regazo para después tomar sus labios.

Nunca fui una chica tímida, si me gustaba algo hacía todo por conseguirlo, no había drama ni indecisiones; pero debía recordar que Samuel tenía pareja y era el hombre más antipático que conocía. Lo hice sin pensar, ahora esperaba que no le fuera con el chisme a mi madre porque armaría un gran problema, tampoco quería que me corriera y me obligaran a volver.

Azotó la puerta de la entrada, por lo que me desinflé, me recargué en la encimera y miré mi reloj de la pared. Eran casi las once de la mañana, se me había ido el apetito, así como las ganas de seguir acomodando la alacena que era un chiquero.

Terminé de guardar los productos que había llevado conmigo, puse las etiquetas de un mismo color juntas y ordené todo por tamaños, me gustaba que mi cocina estuviera ordenada y pudiera encontrar las cosas con facilidad, lo que menos quería era distraerme buscando los ingredientes.

Junté la comida echada a perder en una bolsa negra y la dejé al lado del bote de basura, hice una nota mental para sacarla más tarde, pues no sabía siquiera si el portero se encargaba de dejarla en la acera o teníamos que hacerlo nosotros.

Fui a la recámara que estaba ocupando, era pequeña, había una cama individual cubierta por sábanas blancas, un tocador y un armario. Me alegraba de haber llevado mis cojines con estampados coloridos, porque si algo detestaba, además de tener que preparar comida oriental, era estar en un lugar pulcramente aburrido; y todo lo relacionado con Sam era así.

Antes de que pudiera dormir la noche anterior, había sacado mi ropa, zapatos y todas las cosas que se me había ocurrido llevar. Me asomé en el clóset, en uno de los estantes estaba mi champú, un acondicionador y otras cosas de uso personal.

Decidí darme una ducha, tuve cuidado de no dejar mis cabellos en la coladera, pues no quería aumentar la furia satánica de Samuel.

Veinte minutos después salí fresca y oliendo a coco. Me puse ropa cómoda: unos shorts de mezclilla roídos y una blusa de tirantes negra con estampado de Guns N’ Roses holgada. Se me resbalaba del hombro y dejaba al descubierto unos cuantos tatuajes. Me hice un moño alto y salí a la sala de estar.

Me dejé caer en el sofá sin saber qué hacer conmigo misma, definitivamente tenía que ir pronto a merodear por ahí. Al día siguiente debía presentarme en el colegio de gastronomía para firmar los papeles de mi diplomado. Ya había pagado y entregado mi papelería.

Sin nada más que hacer, se me ocurrió hablarle a Elena, mejor conocida como mi mejor amiga, era una castaña de buenas proporciones con aspecto de princesa refinada y vocabulario de mierda. Nuestros amigos bromeaban contando cuántas groserías decía por minuto, ella respondía levantando el dedo medio, así que ahí iniciaba el conteo.

—¿Por qué mierdas no me llamas hasta ahora, perra? —dijo al contestar—. ¿Cómo te está tratando el cabrón buenorro?

Lancé un suspiro y me levanté para ir a la cocina, coloqué el teléfono entre mi hombro y mi oreja, saqué un paquete de fresas y otro de uvas moradas, las puse en un tazón.

—El tipo cree que me meto con cualquiera y que me van las drogas, tiene una espina en el culo la mayor parte del tiempo y está caliente —dije mientras hacía mi camino de regreso a la salita, me tendí en el sillón y puse el plato en mi abdomen.

Si a algo era adicta era a las fresas y a las uvas, eran algo así como mi inspiración, había inventado un montón de postres con solo esos elementos; también amaba las zarzamoras, pero mis favoritos eran los anteriores.

Me relajé por primera vez desde mi llegada.

—Lo que necesita es una buena cogida, tal vez así se le vaya la espina.

Lancé una carcajada y cerré los párpados cuando mordí una uva, explotó por mis dientes y llenó mi boca con su dulce jugo, eran mi paraíso personal, podía comerlas sin parar.

—Tiene novia, Nena, además no me soporta, es como si estuviera programado para pensar lo peor de mí. —Mordí otra frutilla y dejé que la acidez de la fresa me embriagara.

—Sé que no eres una santa. —Sonreí.

—Pero tampoco soy una escoria, se pueden ir él y su opinión a la ching... —De verdad quería mandarlo muy lejos, pero no pude hacerlo porque una ronca voz me interrumpió.

—¿Me puedo ir a dónde?

Abrí los párpados abruptamente y me lo quedé mirando con asombro, mientras carcajadas estruendosas se escuchaban desde el otro lado de la línea, quise golpearle la nuca a Elena para que se callara, pues él miró el aparato con rabia al escuchar el escándalo.

Oh, Señor, solo esperaba que no arrojara mis cosas a la calle.

Apretó los puños y, sin musitar palabra, se dirigió a la base del teléfono y lo desconectó, la llamada murió más rápido de lo que había comenzado.

Me enderecé y dejé el plato en la mesilla de vidrio, tragué saliva antes de mirarlo. Sin poder evitarlo mis ojos lo escanearon, al parecer había salido a hacer ejercicio. Llevaba una playera sin mangas de color gris que estaba oscura en ciertas zonas debido al sudor, calzaba zapatillas para correr y unos pantaloncillos que le llegaban a las rodillas. Unos audífonos colgaban de su cuello y una gota de sudor resbaló desde su sien hasta su ropa.

Respiré profundo para concentrarme.

—Las llamadas telefónicas también están prohibidas, y más si son a larga distancia.

Mi mandíbula cayó al suelo, ¿qué mierdas le pasaba? Se giró y dando zancadas caminó hacia el baño. Me puse de pie y lo seguí.

—¿Qué se supone que soy? Tú lo dijiste, no necesito niñero, sabes que te pagaré las jodidas llamadas.

Los deliciosos músculos de su espalda se tensaron.

—Te comportas como una niña —dijo antes de cerrar la puerta en mi cara.

Escuché la regadera, conté hasta quince y entré al diminuto baño. Él escuchó el ruido y asomó su cabeza, me miró, horrorizado.

—¿Qué diablos, Rebecca? ¡Estoy desnudo! ¡Sal ahora!

Dejé escapar una risita y apoyé mi espalda en la madera de la puertilla, no me quitó la mirada de encima, como si temiera que le sacara una fotografía en pelotas.

—Tranquilo, no tienes nada que no haya visto ya —me mofé, a pesar de que era mentira, habría pagado por ver a ese semental en cueros—. Me cerraste la maldita cosa en la cara y no me dejaste hablar.

Sus pupilas recorrieron mi cuerpo con descaro, demorándose más en mis piernas, hasta contactar con las mías; mi piel se erizó al imaginar que sus dedos daban ese recorrido. Alzó una ceja, insolente.

—¿Querías que te invitara a ducharte o algo? Lo siento, pero no me van las morenas, soy más de rubias.

Uh, el señor erección no había pensado eso antes, ¿o sí?

Entrecerré los párpados, era un imbécil cuando quería serlo.

—Genial, a mí me van más los que piensan y no tienen prejuicios.

Fue su turno para mirarme con el ceño fruncido, lo vi apretar los dientes.

—¿Por qué demonios sigues aquí? —preguntó casi rechinándolos.

—Mira, Samuel, lamento si no te agrado, no creas que venir a vivir contigo es el sueño de mi vida, le dije a nuestras madres que no era necesaria toda esta parafernalia, así que siento si te viste obligado a abrirle tu casa a una chica como yo. —Inhalé aire—. Si dejaras de ser tan insoportable, te habría dicho que planeo buscar un empleo para encontrar mi propio sitio y liberarte del suplicio que es vivir con una mujer que fue darketa en la adolescencia. Puedo soportar todas las estúpidas reglas, pero no voy a permitir que me prohíbas cosas como si fueras mi padre. No necesito que un tipo amargado esté olfateando mi trasero todo el tiempo, así que vete a la mierda... Espero que te entre jabón en los ojos.

¡Bravo! Muy maduro, Becca.

Lo dejé con la boca abierta, salí del departamento, necesitaba caminar y respirar para calmarme o terminaría arrancándole la cabeza; eso o metiéndome en la ducha para estamparlo en la pared y ayudarlo a relajarse.

Yo podía ser bastante pasiva, pero si me picoteaban mi mal carácter salía como un huracán, era algo así como un alacrán. No podía creer que había salido de la dictadura de mi padre para llegar a la de Samuel, ahora entendía el plan de mamá.

Capítulo 6

Lo primero que vi al entrar al departamento fueron sus pies descalzos, sus uñas estaban pintadas con barniz color rosa, no podía ver más, pues sus extremidades quedaban fuera el sofá, colgando, se movían de arriba abajo.

Tuve cuidado al moverme, no quería que me escuchara, pero ella parecía perdida en la conversación, no tuve que esforzarme mucho para pasar desapercibido. Me aproximé lo suficiente hasta que pude verla acostada con un plato lleno de frutas en el estómago. Mi conciencia me dijo que estaba mal espiar, no obstante, lo hice, mis ojos corrieron por su figura.

Tenía los ojos cerrados y llevaba una sonrisa en los labios, su piel era cremosa y brillaba, se veía como el helado de chocolate que mamá preparaba de vez en cuando. Mis yemas picaron, sentía la adrenalina persiguiéndome, lo malo era que no estaba huyendo.

Estaba acostada en mi precioso sillón de piel marrón, en otra ocasión la habría obligado a levantarse, sin embargo, verla me sacó el aire y me dejó enmudecido. Oh, Dios, jamás había visto a una mujer que se viera sexy con una coleta despreocupada, shorts y blusa holgada: el atuendo perfecto que podría catalogarse como fachoso. Se le veía el sostén de color rojo, solo los tirantes y el comienzo de una copa.

Justo en el lado de esa manga caída, en su hombro, vi un tatuaje, era una hoja de maple coloreada de naranja atardecer. Me relamí la boca porque empezaba a sentirla seca, su tatuaje me ponía, deseaba hacer una minuciosa búsqueda hasta averiguar en qué otros lugares tenía dibujos.

No quise parar la adrenalina porque se sentía atraída hacia mí. Era más joven que yo, con una mentalidad que distaba muchísimo de la mía, pero la deseaba.

Entonces la escuché y me puse como un toro encabritado, luego entró al baño mientras me duchaba, la tenía frente a mí y quise meterla al chorro para chuparle el cuello mientras me empapaba, en lugar de eso seguí diciendo más y más estupideces.

El asunto terminó mal, azotó la puerta antes de irse, escuché el estruendo, a pesar de que el agua corría en la regadera.

Llevaba cuatro horas sin saber de ella, no había dejado una nota, no tenía un número para localizarla; estaba preocupado como el infierno.

Empecé a dar vueltas por toda la sala debatiéndome entre salir a buscarla o llamar a su madre para que la localizara y le pidiera que volviera. La segunda opción la descarté, pues no quería alarmar a la señora Fede, menos alertar a mamá de que algo estaba sucediendo.

Estaba en medio de una ciudad desconocida, ¿y si le pasaba algo? ¿Si alguien le hacía alguna cosa mala?

—¡Joder!

La preocupación me consumió, caminé hacia el baño y me puse las zapatillas para correr porque no podía solo quedarme ahí esperando como un pasmarote. Me estaba abrochando las agujetas con rapidez cuando se escuchó un portazo y luego otro.

Presuroso salí a trompicones y miré la puerta de su habitación fijamente antes de acercarme y tocar dos veces.

—¿Becca?

—¿Qué? —preguntó, malhumorada.

Su tono me hizo sonreír, me mordí la lengua para aguantar la carcajada que quería brotar. Era como una diminuta bomba a la que, si eras inteligente, no debías molestar para que no te explotara en la cara.

Escuché sus pasos acercándose, salió y cerró, apoyó la espalda contra la puerta y me enfrentó levantando la barbilla. Se veía tensa, un mechón de cabello se le había salido del moño de por sí desaliñado.

No estábamos lejos, solo unos cuantos pasos nos separaban, volví a agitarme cuando sentí cómo el aire se llenaba con su olor.

—¿Qué sucede? —preguntó con tranquilidad. Respiré con suavidad, tampoco quería verme desesperado, aunque lo estaba y sabía que ella tenía entero conocimiento de que me atraía

No era la misma fiera que había salido echando humo horas atrás, siendo sincero no sabía cuál versión me gustaba más.

—¿Dónde demonios estabas?

Lanzó un resoplido y se cruzó de brazos.

—¿Qué te importa? Seguramente fui a fumar con un vagabundo por ahí. —Arrugó los labios, seguía furiosa.

—La próxima vez que vayas a drogarte al menos deja una nota o, de lo contrario, tendré que llamar a tu madre para advertirle de tus escapes secretos.

Sabía que no había hecho eso porque olía divinamente, pero me gustaba molestarla, así como ella disfrutaba molestándome.

Creí que iba a insultarme, sin embargo, sonrió de lado. Alcancé a reconocer una chispa de malicia en sus ojos combinada con travesuras. Me quedé sin aire, pues mentiría si dijera que no quería ser su víctima.

Una de sus manos voló hacia arriba, delineó con su dedo índice la costura del cuello de mi camiseta mirándome todo el tiempo, sentí su toque hasta lo más recóndito de mi piel y más allá. Me estaba quemando sin siquiera haberme tocado, no realmente.

Hipnotizado por su mirada y su sonrisita traviesa, esperé a que separara esos apetitosos labios para hablar.

—Oye, Sam, ¿siempre eres tan recto y formal? ¿No te aburres? —Su suave voz me tenía cautivado, no quería alejarme, mi corazón martilleaba duro contra mi pecho.

Rebecca Huerta me estaba seduciendo de nuevo de la forma más agresiva que había conocido, no tenía pudor, no disimulaba, solo actuaba. Me pregunté cómo sería estar con ella, cómo sería besarla, ¿siempre era una granada?

Me acerqué dando un paso, si hubiera dado otro habría cerrado los espacios entre nosotros. La encerré colocando mis manos a los costados de su cabeza, justo como ella había hecho más temprano en la cocina.

—No me gustan los riesgos —susurré.

—¿Qué te gusta entonces? —preguntó en un murmuro, su aliento se estampó en mi piel, con arrebatadora fuerza quise inclinarme y robarle un beso.

Un escalofrío me recorrió al escucharla, no pude pensar en una respuesta para cerrarle la boca y ganar el debate, así que preferí evitarla.

—Supongo que tú eres muy divertida —murmuré, a lo que soltó una risita, sus dedos se detuvieron, ansié que siguiera con el toqueteo de mi prenda.

—Me gusta mucho jugar —murmuró, me puse duro al instante.

—¿Por qué todo lo que dices suena como sacado de una película erótica?

—Oh, ahora ya hablamos de cosas peligrosas —dijo, sonriendo—. Estoy segura de que a tu novia le va a encantar saber que su novio habla de erotismo con otra, así que si molestas a mi madre tendré que molestar un poco a la desafortunada de Jessica.

Aparenté bastante bien que no me había asombrado, lo había hecho otra vez: me había puesto caliente mientras jugaba conmigo. En vez de detestar que lo hiciera, me estaba gustando todo el asunto; era refrescante, y hacía que me sintiera como unachiquilla.

No tenía ni idea. Jessica no era celosa, la evidencia estaba en que había propuesto abrir el noviazgo y que en más de una ocasión me motivó a ligar a chicas. Nuestra relación me permitía estar con otras mujeres, a pesar de eso, no me atreví a estar con otra.

Me incliné y alcancé su oído, sus dedos se flexionaron levemente en la base de mi cuello, quería que me clavara las uñas también.

—Deja de provocarme, porque no va a ser divertido caer.

Me eché hacia atrás porque su perfume comenzó a cavar un pozo profundo en mi cabeza, dejando a mis pensamientos racionales de lado. No me quedé para ver su reacción, me di la vuelta y, como si fuera un animal asustado, terminé escapando a mi cuarto.

Estaba convencido de que debía evitarla a toda costa, me quedé encerrado el resto del día. La escuché riendo en la sala un rato, tuve que recordarme que no podía tenerla alrededor cuando un agradable olor a comida invadió al departamento; olía tan bien que mi estómago traicionero comenzó a rugir, lo ignoré.

A eso de las diez de la noche se metió a su alcoba y cerró la puerta poniendo seguro, solo hasta entonces no pude salir.

Capítulo 7

El despertador sonó a las siete de la mañana, así que me levanté de la comodidad de mi colchón y me dispuse a iniciar la rutina. Tomé una ducha rápida, me vestí con unos pantalones, una camisa, mis zapatos de piel marrones y una corbata.

Salí de la alcoba a una hora bastante razonable mientras me cepillaba el cabello con los dedos. Esperaba que hubiera huevos o leche en el refrigerador para hacerme el desayuno, de lo contrario, tendrían que parar en el camino para comprar un café o un panecillo. Pasé el umbral y me detuve en seco, la pausa en mi andar fue tan abrupta que perdí el equilibrio.

Mi boca se secó, mi corazón despertó, empezó a palpitar muy rápido. Tuve que respirar profundo para no agarrarle las caderas, apagar las hornillas y tomarla en la encimera. Rebecca estaba parada frente a la estufa, traía puesto un maldito vestido suelto de color verde que le llegaba arriba de las rodillas y un delantal blanco a su alrededor. Su cabello estaba recogido en una cebolla, dejando su cuello largo a la vista, ese que se veía delicado y suave. Tarareaba una canción que reconocí, Bon Jovi jamás había sonado tan sensual para mí.

Me quedé pasmado, observándola moverse con confianza, no se había dado cuenta de mi presencia porque estaba totalmente concentrada cortando jitomates. Arrojó una mezcla amarilla al sartén, el aceite chisporroteó, se giró hacia el frigorífico y saltó en cuanto me vio, su asombro duró un instante.

—Buenos días, no te había visto —dijo y siguió con lo suyo, sacó el cartón de leche que tenía una etiqueta de color verde, ver eso me robó una sonrisa, era una loca del orden. Me dio una mirada que me pareció graciosa, antes de bambolear la cadera y regresar a su labor. ¿Por qué estaba de buen humor? Ya habíamos pasado varios minutos en la habitación y no estábamos mordiéndonos.

Crucé la cocina, teniendo mucho cuidado de no tocar nada, mucho menos a ella, abrí la alacena para encontrar el estante donde colocaba mi cereal vacío.

—Lo tiré a la basura porque tenía gorgojos muertos en la caja.

Me giré y observé el moñito de su delantal en la parte trasera de su cuello, después deslicé la vista hacia abajo por toda su columna hasta llegar al bulto que se formaba en la curva de su trasero.

—¿Qué mierda es un gorgojo y qué hacía en mi casa? —pregunté sin despegar los ojos de su cuerpo.

—Un bicho que crece en la harina, no sé qué hacía en tu casa, estaba muerto, no pude preguntarle. —Era una listilla. Entonces me encaminé al refrigerador, seguro había algo que no tuviera insectos y que pudiera consumirse—. Ni se te ocurra, estoy cocinando, vas a comerte lo que estoy preparando aunque tenga que amarrarte a la silla.

Eso sí que me sorprendió, ¿estaba preparando el desayuno para los dos? Olía genial, no era como si me quejara.

—¿Le pusiste veneno? —cuestioné mientras caminaba hacia ella, apoyé la cadera en la barra a uno de sus costados y miré su perfil. Nariz respingada, labios abultados, pestañas largas, pómulos afilados.

—No, solo insecticida. —Me sonrió antes de arrojar los cuadros de tomate a lo que identifiqué como huevos mezclados con alguna mierda que se veía bien para mí.

—Vas a tener que morder primero, ya sabes, para comprobar que no quieres vengarte —dije, a lo que se encogió de hombros. No estaba incómoda, se movía con mucha facilidad.

—Está bien, me gusta morder. —No despegué la vista de los movimientos de sus labios.

Era muy temprano todavía para que la lujuria hiciera estragos en mi sistema, pero ahí estaba yo, perdido porque quería tocarla.

Terminó de hacer su extraña combinación y la sirvió en dos platos, los jitomates cocidos se alcanzaban a ver en medio de los huevos, parecía una tortilla. Cuando nos sentamos simultáneamente, no dudé en llevármelo a la boca porque tenía hambre y se veía muy bien delante de mí; no me decepcionó, casi quise gemir al percibir los sabores tan marcados. Joder, esta mujer.Me estaba estudiando, supuse que buscaba mi reacción, sin embargo, fui muy cuidadoso en no ponerme a gritar que sabía cocinar y me encantaba su comida.

—¿Y bien? —preguntó, curiosa.

—Solo son huevos —murmuré, aunque no eran solo eso. La chica no solo sabía cocinar, tenía una sazón deliciosa.

Se llevó el puño al pecho, entretanto negaba con la cabeza y resoplaba, medio divertida, medio indignada.

—Ese es un gran insulto para una chef, Sam, no tientes tu suerte.

No dije más y seguí comiendo, estoy seguro de que ella sabía que estaba disfrutando el platillo, pues alcancé a ver una sonrisita que intentó ocultar al llevarse un bocado a la boca. Comimos en silencio, de vez en cuando la miraba, pero estaba perdida en sus pensamientos, así que preferí no interrumpir.

—¿Tienes idea de qué autobús debo tomar para llegar al instituto de gastronomía? —preguntó evitando mi mirada. ¿Debía decirle que yo la llevaba? Mierda, no quería pasar más tiempo del necesario a su lado—. Sé dónde es y todo, pero la parada es distinta, así que no sé cuáles pasan en la avenida.

—Creo que la ruta 2B te deja a unas cuadras.

Sus ojos se levantaron hasta encontrar los míos, por un instante me quedé en blanco, totalmente pasmado al contemplar el color y los matices de sus iris, no pude pensar en nada. Me levanté de forma precipitada y acomodé mi corbata cuando me di cuenta de que nos habíamos quedado enmudecidos observándonos. Nervioso, salí de la cocina sin siquiera despedirme.

Ya en mi coche, encendí el motor y miré el tablero, todavía debatiéndome entre treparla al coche y no hacerlo. Arranqué antes de que mi impulsividad me hiciera regresar al departamento para cargarla y sentarla en el asiento del copiloto.

Dar clases en la universidad era uno de mis sueños alcanzados, enseñar era mi pasión y todo se relacionaba en mi vida con ello. Era el titular de varias asignaturas, mis doctorados en matemáticas y física fueron, en gran parte, el ancla para establecerme en la universidad más cotizada de la Ciudad de México y el resto de la república. Aunque no iba a cegarme, sabía que tenía tantas plazas debido a mi cercanía con el licenciado Caño, padre de Jessica, así como sabía que si le causaba daño a su hija yo pagaría en el medio laboral.

El gran Gilberto Caño ya no era director, pero sí formaba parte de los directivos; además, trabajaba en la presidencia municipal, era el coordinador del departamento educativo del estado y los sindicatos. Querido por muchos, odiado por otros tantos, vivía para su familia, sobre todo para su hija menor. Sip, era uno de esos padres sobreprotectores que se mostró muy contento cuando Jess y yo iniciamos nuestra relación, sin embargo, no dudó en advertirme.