Sedúceme despacio - Zelá Brambillé - E-Book

Sedúceme despacio E-Book

Zelá Brambillé

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Beschreibung

Miranda deberá enfrentarse al asesino de su padre para proteger a su familia y a su empresa, en medio de una guerra de secretos, ella descubrirá el amor y el placer junto a un hombre misterioso. * * * Miranda Pemberton tuvo que encargarse de la empresa vinícola de su familia luego de que su padre fuera asesinado, no tiene tiempo para el amor, mucho menos después de un matrimonio fallido que le provocó muchas inseguridades. Su familia y su empresa siempre están primero. Cuando el misterioso Jayden Donnelle aparece en su empresa, la chispa es inmediata y entre los dos surge un tórrido romance lleno de pasión. Sin darse cuenta entrarán a un laberinto sin escapatoria, en el que tendrán que enfrentarse a las mentiras y los secretos dolorosos del pasado. "No hay nada más placentero que un buen vino, mientras nos seducimos despacio". ___________ Miranda Pemberton es una protagonista fuerte, empresaria, dueña de un imperio, madre de un niño pequeño, hermana, jefa. Es divertida cuando quiere serlo, atrevida la mayor parte del tiempo, temerosa cuando se trata de sentimientos. "Sedúceme despacio" es una novela romántica con tintes eróticos y dramáticos, donde conoceremos el valor del amor y de la traición. Ambientada en mi México lindo y querido, repleta de vino, uvas y sembradíos.

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Publicado por:

www.novacasaeditorial.com

[email protected]

© 2022, Zelá Brambillé

© 2022, Carlos Alvarez Gonzalez

© 2022, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Cristina Zacarías Ribot | Anna Jiménez Olmos

Cubierta

Tyler Evelyn Rood

Maquetación

Elena López Guijarro

Corrección

Editorial

Impresión

PodiPrint

Primera edición: agosto de 2022

ISBN: 978-84-1127-386-2

Depósito legal: B 12698-2022

Esta obra está registrada en el 2022 en México a nombre de Andrea Alejandra Álvarez González y Carlos Ernesto Álvarez González.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

Sedúceme despacio

zelá brambillé

Prefacio

Hay ocasiones en las que los vendavales son tan fuertes que destruyen todo a su paso y es imposible volver a unir las piezas. Eso me pasa desde que él no está. Lo extraño, lo añoro más que a nada en el mundo porque caí a sus pies después de jurarme que jamás volvería a creer en un hombre otra vez. Y otra vez acabé mal.

Puedo recordar nuestras risas después de hacer el amor, nuestras pláticas de madrugada a la luz de la luna, nuestras miradas secretas en las reuniones de la empresa y sus caricias vacías.

Las catástrofes siempre pasan, quiebran, destruyen, matan… Lo que más me duele es saber que la mano que causó mi catástrofe es la de la persona de la que me enamoré como una tonta.

Por eso hoy miro a mi hijo con tristeza cuando pregunta si Jayden irá a verlo jugar el último partido de la temporada. Y me llora el alma al saber que por mi culpa sufrirá una decepción cuando no lo encuentre aplaudiendo en las gradas.

Lo veo marcharse resignado, con la cabeza gacha, y sé que se cuestiona por qué la persona que empezaba a convertirse en su héroe se comporta como su padre, y yo no sé qué responderle porque tampoco encuentro las respuestas a mis preguntas.

¿Por qué, Jayden? ¿Por qué?

Parte 01

Palpo con mis dedos los granos de arena y me dejo envolver por la tibia brisa, las olas del mar crean un sonido relajante que lo único que hace es ayudar a perderme en mis pensamientos.

Un descanso que solamente me está sirviendo para atormentar más mi cabeza. No puedo dejar de pensar en él, en el día que marcó para siempre mi existencia.

Soy un fantasma porque me ha dejado vacía, ¿te ha pasado? ¿Te ha sucedido que amas tanto a alguien que cuando se va no puedes recordar quién eras? Intento con cada fibra de mí recuperar lo que un día fui, pero duele.

Duele cerrar los ojos e imaginar que su mano toma la mía y la aprieta para animarme como tantas veces lo hizo. ¿Cómo olvidar al que con un solo roce me hacía más fuerte?

¿Dónde estoy sin su tacto?

01

Las cosas estaban saliendo a la perfección, justo como Thomas Pemberton, su padre, había soñado. En vida, su misión fue engrandecer el nombre de la empresa que su abuelo fundó hacía más de treinta años en una casita rústica al norte de México. Sus deseos le costaron muy caro.

Las manecillas del reloj empotrado en la pared marcaron las once de la noche. La rutina consistía en despertar, desayunar con su hijo, llevarlo a la escuela y encerrarse en una burbuja para quemarse las pestañas frente al computador. Posteriormente, regresaría a casa y le pagaría a la niñera; por último, miraría a Mickey dormir. De vez en cuando salía con su hermana y sus amigos a tomar alguna copa, pero eso rara vez sucedía.

Dalilah era joven, recién graduada de comercio internacional, ella la arrastraba al exterior de su cueva. No le agradaba mucho salir con personas que no eran de su edad y tenían otros intereses, pero jamás se atrevería a decírselo, muy en el fondo agradecía sus esfuerzos. 

Una ligera punzada en la espalda baja provocó que se enderezara, apoyó el codo en el escritorio y miró la fotografía que le sonreía constantemente, estaba enmarcada en un lindo cuadro color plateado y, además, brillaba por los destellos de la luna provenientes gracias al gran ventanal de la oficina. Ahí estaba su padre, con la inmensa sonrisa que lo había caracterizado y las arrugas que aparecían en su frente cada vez que se negaba a ser fotografiado. 

Lo extrañaba, cada mañana esperaba encontrarlo sentado en la mesa del comedor con el periódico extendido en el área de finanzas o buscando el marcador de su equipo favorito de fútbol. A pesar de que ya había pasado un año desde aquella insoportable tragedia, Miranda lo tenía muy presente. Estaba segura de que si él hubiera podido presenciar lo que estaba a punto de lograr, habría estado orgulloso, más que eso, extasiado.

—Pronto lograré lo que me pediste, papá —susurró al vacío como si él de verdad la mirara, tal y como lo hacía algunas veces, hablarle a esa fotografía se había convertido en una especie de ritual. 

Los ojos se le humedecieron un poco, pero parpadeó para evitar que las lágrimas que quemaban cayeran. Era el cerebro de un imperio, no podía permitir que los empleados notaran su debilidad. En un mundo dominado por hombres, las mujeres siempre están bajo la lupa, cualquier cosa que hiciera iba a ser juzgada injustamente, por lo tanto, aparentaba ser una mujer fuerte y dura, fría. Empresas Pemberton siempre tuvo ejecutivos de carácter duro, no podía ser la excepción. Thomas le dijo antes de morir que estaba orgulloso de que fuera la siguiente en ocupar la gran silla. Una larga carrera en la mejor universidad del país la respaldaba, había crecido sabiendo que un día sería la dueña mayoritaria. 

Después de revisar el último informe, apagó el computador y se encaminó a la salida. En cuanto sus objetivos se cumplieran iba a tomar unas vacaciones, buena falta le hacían. 

La oficina tenía aire elegante, las paredes eran blancas, pero adornadas con fotografías de racimos y plantaciones de uvas. 

Algunos empleados la despidieron con sonrisas cargadas de cortesía y otras tantas forzadas, algunos todavía no estaban convencidos de que la chiquilla del viejo Thomas Pemberton fuera capaz de llenar los pantalones que su padre había dejado. No obstante, se había ganado el respeto de todos al tomar el timón con decisión, inclusive el de los más antiguos, cuando demostró que era una mujer eficiente y entregada.

Esa noche solo le rondaba una cosa en la mente, pronto iba a ser la reunión que marcaría el inicio de los trámites para expandir la empresa al extranjero. Su padre había cazado durante mucho tiempo el momento exacto para hacerlo, buscando contactos. Uno de sus más grandes anhelos era asociarse con «Grape Blue», una productora y distribuidora de vinos muy conocida en Estados Unidos, con presencia en México e Italia. 

Otro de los deseos del viejo fue descansar junto a su madre, había amado a su esposa, quien tenía por sueño contagiar al mundo su amor por los libros. Aún conservaba sus estanterías repletas de ejemplares de obras clásicas, adoraba los grandes románticos de la literatura inglesa. Darcy era su preferido.

Esther, su madre, falleció luego de una dolorosa y dura lucha contra el cáncer de estómago, los dejó cuando tenía once años, Dalilah era una bebé pequeñita. Miranda fue testigo de cómo su padre le prometió cerca de su tumba, con lágrimas en las esquinas de sus ojos, que las amaría por ella sin importar qué. 

Los representantes de Grape Blue llegarían a México pronto para hacer de inspectores antes de tomar una decisión, así que su euforia era desmedida. Pudo hablar con ellos mediante videollamadas y unos cuantos correos electrónicos con el departamento de Recursos Humanos para ultimar los detalles, ya habían empezado los planes para que su llegada a Monterrey fuera cómoda. 

Con la frente en alto y con una sonrisa profesional, caminó rumbo a la salida, sintiéndose orgullosa como nunca. 

Una vez en el estacionamiento, Pedro se apresuró a asentir para saludarla antes de abrir la puerta de su camioneta negra. 

—Tan formal que eres —murmuró y volcó los ojos.

—Solo lo necesario, señora —contestó su chofer de toda la vida.

Era grande y robusto, un poco pasado de peso, y tenía un bigote bien poblado. Pedro había manejado el coche de la familia por más de una década, la confianza estaba más que asegurada, aunque el mencionado intentara mantener una relación cortés.

Transitaron por las calles hasta que llegó a su casa, aquella que había sido de sus padres, a quienes no les gustaba demostrar cuánto dinero tenían.

Sí, estaba en una buena zona, pero nada exagerado. Era de dos pisos, adornada con piedras color ladrillo. Afuera había un pino que Dalilah plantó una tarde después de ver un programa a favor del ambiente en Disney Channel; en Navidad colocaban una serie de luces y una estrella en la punta, la costumbre seguía intacta. Las paredes del interior estaban repletas de pinturas, todo seguía una gama de marrones y terracotas. 

Entró a la silenciosa sala y sonrió cuando encontró a Nadia, la niñera de Mickey, tendida en el sofá con la boca abierta. Ahogó una carcajada al verla, la chica lucía como si un camión la hubiera arrollado. Casi no la llamaba, solamente cuando Estela no podía quedarse a cuidarlo.

Tronó el cuello y se masajeó los hombros en un intento por liberar el estrés. Depositó el maletín de cuero en uno de los sillones y se encaminó directo a la cocina para tomar su vaso diario de leche caliente. La fallecida señora Pemberton decía que la leche ayudaba a descansar, así que cada noche les daba a sus hijas y a su marido un vaso repleto. Las viejas costumbres eran difíciles de olvidar.

Se dirigió hacia la pequeña rubia y sacudió su hombro con suavidad para despertarla. Los ojos de la adolescente se abrieron, se levantó de un salto, apenada.

—Lo lamento tanto… —balbuceó, todavía adormilada—. Le juro que no volverá a ocurrir.

—Tonterías. —Resopló y sacudió la muñeca quitándole importancia al asunto—. ¿Cómo se portó Mickey el día de hoy? 

—Hizo todas sus tareas después de la práctica de béisbol, se duchó, cenó y lo mandé a la cama a pesar de su inconformidad. Quería esperarla y darle un beso de feliz cumpleaños. —Hizo una pausa y sonrío de oreja a oreja—. Por cierto, feliz cumpleaños.

El cuatro de febrero era una fecha que le traía un montón de recuerdos desagradables. No le gustaba celebrar su cumpleaños, el motivo más importante era que su exmarido le había propuesto matrimonio un día como ese, pero de hacía siete años. El divorcio le arruinó muchas cosas, evitaba cualquier cosa que le recordara a Leandro, entre ellas el sexo con sentimientos y cualquier tipo de celebración.

Después de despedir a la niñera subió las escaleras y caminó hacia la habitación de su hijo. Mickey yacía en la cama junto a sus cojines con forma de pelota. Él quería ser campeón de béisbol, como su padre lo había sido alguna vez, sin embargo, nunca le salían bien las jugadas y eso lo deprimía. Comprendía su frustración, lo único que buscaba era agradarle a su padre, aunque este se ausentara durante días o incluso semanas. 

Se acercó y con los dedos acaricio su mejilla de manera maternal. Lo cobijó bien y depositó un beso en la frente antes de dejarlo descansar.

Fue a su alcoba, se dejó caer en la suavidad del colchón, todavía con las prendas del trabajo puestas y cerró los párpados para perderse en un sueño profundo.

La mañana siguiente llegó, Mickey estaba sentado en la barra de la cocina con un plato de cereal. En la misma situación, Miranda lo contemplaba, se le dibujó una gran sonrisa al observarlo. El travieso sorbía la cuchara como si fuera el más suculento caldo y miraba a su madre con un dejo de picardía. Le recordaba a los buenos tiempos con Leandro, lástima que todo había sido un cruel engaño por parte de él, quien solo buscaba mantener una digna imagenfrente a la sociedad, mientras que en las noches se dedicaba a engañar a su esposa embarazada. 

Le dolió tanto enterarse de los engaños de su marido, y más porque no hizo el intento de aclarar las cosas, simplemente se marchó con otra cuando la bomba explotó y tiró sus cosas a la calle como en las películas dramáticas. 

La prensa se divirtió con el suceso durante un par de semanas, su padre se quedó a su lado a enmendar sus heridas, mientras lloraba desconsolada.

Meses después, Leandro apareció y pidió la autorización para ver a su recién nacido bebé porque quería ser testigo de cada uno de sus días, pero esto nunca lo llevó a cabo, no como prometió que sería. Si se dignaba a aparecer una vez al mes era lo mejor que podían esperar. 

—Mamá, ¿crees que papá podrá ir a mi partido de béisbol el lunes? —preguntó el chiquillo con los labios fruncidos. Le dolía causarle dolor, sabía cuánto le afectaba no contar con el apoyo de Leandro.

—No lo sé, cariño, prometo llamarlo para preguntarle. 

Mickey asintió sin ganas, con una sonrisa triste, quizá porque ya sabía que su padre aceptaría la invitación y a última hora inventaría un pretexto para no ir. 

Le tendió un dibujo de un pastel y le hizo jurar que irían a celebrarlo a su restaurante favorito. Lo mejor de todo fue el beso tronado y lleno de leche que le dejó en la mejilla.

Quince minutos después ambos partieron hacia el colegio, que se encontraba a tan solo unas calles de Vinos Pemberton.

Al entrar en el vestíbulo de la oficina se percató de la tensión en el aire. Un montón de empleados y empleadas cuchicheaban sin saber que Miranda miraba la escena con el ceño fruncido desde el umbral del elevador.

—¿Qué sucede aquí? ¿Por qué no están en sus escritorios y áreas de trabajo? —cuestionó, alzando la voz. Automáticamente, y como si fueran máquinas, regresaron la atención a sus labores diarias... o pretendieron que lo hicieron. 

Negando con la cabeza, comenzó a caminar, escuchando el sonido de sus pasos y el de unos cuantos murmullos. La mandíbula se le tensó, más aún cuando vio el lugar de Isidora, su secretaria, vacío.

Abrió, furiosa, y dio un portazo como cada mañana que descubría alguna falta en el orden. Si detestaba algo era la falta de compromiso o cualquier cosa que alterara su rutina. 

—¡Pero qué falta de respeto! ¡Ya debería estar aquí! —exclamó y se giró, definitivamente no estaba preparada para más desbarajustes. 

Lanzó un gritito y saltó hacia atrás del susto, a continuación, llevó el puño hacia su pecho tratando de controlar la respiración que cada vez se entrecortaba más.

¡¿Qué demonios?!

Un hombre desconocido estaba sentado en el borde de su escritorio, tenía en sus manos el cuadro de su padre, lo cual le molestó un poco. Su camisa blanca estaba arremangada hasta los codos, dejando al descubierto unos brazos gruesos. Sus pantalones negros —sujetos por un cinturón del mismo color— caían con gracia desde sus caderas. Demasiada gracia para ser humano.

Su cabello era corto y castaño; y su piel, un tanto tostada, brillaba.

Una sonrisa ladeada y descarada acompañaba a los ojos más oscuros que había visto, los cuales barrieron su cuerpo con lentitud haciéndola sentir totalmente desnuda a pesar de su vestimenta recatada. No podía decir que no le gustó aquella inspección porque estaría mintiendo, hacía bastante que un hombre no la miraba de aquel modo tan penetrante. Tan… sugestivo.

Era atractivo, demasiado para su propio bien. Y para el de ella.

¿De qué mundo utópico se había escapado ese hombre? ¿Qué hacía sentado en su oficina como si fuera el dueño del sitio?

—¿Quién es usted? —preguntó, altiva, cuando dejó de maravillarse con la vista. El Adonis se acercó a pasos lentos, actuando como si estuviera analizándola y ofreció su mano como gesto amistoso. Quiso retroceder, regresar el tiempo para prepararse mentalmente, pero ya no podía echarse para atrás.

—Mi nombre es Jayden Donnelle, conversamos varias veces por correo, vengo representando a Grape Blue. Usted debe ser Miranda Pemberton —contestó con un acento que dejaba claro que no era mexicano. Su voz varonil fue un impacto que la dejó aturdida unos cortos segundos. Cuando reaccionó sacudió su mano.

Tal vez Grape Blue quería distraerla con semejante hombre que lucía como modelo de ropa masculina. Ahora podía entender el ambiente en la recepción.

Después sus pensamientos volvieron a su lugar. ¿Por qué hablaba español? Estaban esperando estadounidenses, él parecía de sangre latina.

—Habla español —puntualizó. 

Él se vio confundido al principio. Quiso golpearse la frente, ¿es que no se le había ocurrido nada mejor que decirle?

—Padre estadounidense, madre venezolana —Se limitó a contestar. Ella no hizo más preguntas al respecto.

Reaccionó, se deshizo de su toque electrizante, fue decidida hasta la silla giratoria y lo invitó a sentarse con una seña impersonal. Sus ojos seguían con detenimiento cada movimiento que el cuerpo de Miranda hacía. Como un puma preparando sus movimientos antes de atacar.

—¿Cuándo llegó? No teníamos contemplada su visita hasta dentro de unos meses, señor Donnelle. La reservación en el hotel para dentro de unos meses ya está hecha, me hubiera gustado que nos informara para que tuviéramos todo listo. 

Intentó controlar el temperamento, pero a veces le resultaba imposible, sobre todo cuando la sorprendían; odiaba las sorpresas. 

Dejó la mirada clavada en él. Su padre decía que nunca se mostrara insegura, aunque por dentro fuera gelatina, porque el oponente no dudaría en tomar la ventaja. Y no era como que sufriera demasiado mirándolo.

—No se preocupe, lo que menos deseo es importunar. Ya tengo dónde quedarme, así que eso es lo de menos. Lamento que no le informaran antes, aunque tengo entendido que le mandaron un correo electrónico ayer por la noche, yo solo cumplo órdenes. Los señores Blue vendrán según lo pactado, vengo a investigar sobre la situación de su empresa antes de concretar el acuerdo, pues como sabe hay otros prospectos —soltó, imperturbable y frío.

Abrió la bandeja, un mensaje sin abrir saltó en la parte superior del listado, burlándose de ella. El gerente de Recursos Humanos informaba los acontecimientos y se disculpaba por la visita tan inesperada. 

Quiso soltar una serie de maldiciones, lo haría cuando estuviera en soledad, ahora tenía que ocuparse de otros asuntos; como sacar a ese hombre de su oficina de inmediato. Había algo extraño en él, no supo definir en ese instante qué. Inclinó la cabeza para estudiarlo con los párpados entrecerrados, el porte que destilaba la dejó muda.

Además, parecía que hablaba en otro sentido o tal vez era su alocada cabeza la que lo interpretaba de aquella manera, de lo que estaba segura era de que su mirada le secaba un poco la boca. Aclaró la garganta y les ordenó a sus neuronas concentración. ¿Qué iba a hacer ahora?

—Y… —pronunció, algo confundida—. ¿Con qué empezamos? ¿Le parecería un recorrido? 

Él asintió y ladeó la cabeza, serio, jamás dejando el contacto visual. Se puso de pie, presurosa, con la intención de llevarlo a donde fuera que hubiera gente, donde quiera que no sintiera esa electricidad. Quería dejar de sentirse toda temblorosa, hacía que su corazón se acelerara y su respiración cambiara el ritmo. 

Lo instó a que la siguiera y, con nerviosismo, lo guio por el amplio vestíbulo. A cada paso que daba sentía las pupilas de él clavadas en su espalda y las de muchas personas clavadas en él. Bufó entre dientes, seguramente eran imaginaciones suyas, así que intentó apartar la idea, y envaró la espalda. 

Diego, el gerente de personal, estaba sentado detrás de su puesto con un montón de carpetas esparcidas frente a él. En cuanto los vio se puso de pie y acomodó su corbata, era una manía suya hacer aquello. Era un par de años más grande que Dalilah, pelinegro, flacucho y con una sonrisa amigable. Su hermana estaba loca por el chico, pero él no mostraba interés más que el laboral.

—Diego, el señor Donnelle es representante de Grape Blue y va a estar con nosotros como inspector. —Él asintió al identificarlo y lo saludó con cortesía, mientras examinaba al sujeto que no paraba de mandarle a su jefa miradas de soslayo, tal vez estaba nervioso, pero lo dudaba—. Por favor, informe a los empleados en la sala de juntas, yo voy a darle un rápido recorrido. 

Era lo mejor que podían hacer con tan poco tiempo. No podían hacer una bienvenida digna porque ni siquiera todos los socios estaban cerca para recibirlo, nadie esperaba la llegada del tipo. Mandy estaba nerviosa, peor que eso, ¿qué tal que se molestaba por tan frío e informal recibimiento? 

Siguió la caminata sin confirmar que la estuviera siguiendo, pues lo sintió detrás de ella todo el tiempo. Con rapidez le mostró lo más importante que tenían en el edificio de Monterrey, las fábricas estaban en Coahuila y Baja California, así que no había mucho que ver por ahora. 

—¿Estos de qué artista son? —preguntó él con curiosidad, señalando uno de los muchos cuadros que adornaban el edificio. Eran pinturas de vinos y viñedos.

Miranda se detuvo a su costado y contempló las pinturas que ella misma había ayudado a seleccionar.

—Seguro mi padre estaría agradecido por el cumplido, pintar era su pasatiempo favorito. 

No investigó su reacción, él tampoco contestó y se lo agradeció porque solía ponerse melancólica al recordar esos momentos.

 La caminata terminó en el primer piso, junto a una maceta con un arbolito ficticio. Jayden miró la lámpara que colgaba del techo, ella aprovechó su distracción para darles una mirada desaprobatoria a las secretarias de la recepción principal, ¿por qué lo habían dejado pasar así como si nada? Se encogieron con pesar, quizá las había intimidado; sí, seguro fue eso, el tipo lucía bastante intimidante. No podía culparlas, incluso ella se sentía un poco intimidada. El hombre sonrió de lado y se giró para enfrentarla. Su enorme cuerpo la hacía parecer diminuta.

—Tienen un ambiente estupendo, es cálido como una vieja cabaña repleta de fuego y leña —dijo, obtuvo un asentimiento como respuesta, todos los que entraban decían lo mismo—. Creo que debería marcharme para instalarme y permitir que siga con su trabajo, ¿está bien si vengo mañana a charlar con usted sobre algunos puntos que quiero repasar? 

La castaña se ahorró el suspiro, estaría encantada de repasar los puntos que él quisiera, pero obviamente no se lo dijo.

—Por supuesto, llego a las ocho todas las mañanas.

Él volvió a sonreír, sus ojos la escanearon de nuevo. El señor Donnelle le ofreció su mano, la cual tomó y sacudió, esperaba que no estuviera sudando como una niñata.

—Fue un gusto conocerte, Miranda. 

Su nombre en su boca se le antojó como una bendición. Tragó saliva porque estaba siendo ridícula y buscó su voz.

—El gusto fue mío —susurró, lo más segura que pudo.

Se demoró en soltarla, pero terminó haciéndolo y perdiéndose en el exterior. Se quedó pasmada por un segundo, sorprendida porque el sueño de su padre se estaba cumpliendo y, sí, porque había estado a punto de comerse al señor Donnelle.

Salió casi corriendo, despachó a los que intentaron detenerla y se refugió en su oficina como un animalillo asustado. Se recargó en la madera de la puerta y lanzó el suspiro más largo de su existencia. Prometió controlarse y conseguir más hielo para esa barrera que había a su alrededor. 

El reto iba a ser conseguirlo.

02

Después de acomodar el pequeño cuadrito plateado en el mismo lugar de su escritorio, se refugió en su trabajo, necesitaba alguna distracción para que su cabeza no repasara el encuentro de la mañana; pero era imposible. Su mente viajaba hacia esos ojos, esos brazos, esa barbilla afilada. 

Se talló el rostro en varias ocasiones, creía que se estaba volviendo loca. Desde que se había separado de Leandro, no había tenido muchos hombres a su alrededor, no porque no hubiera opciones, la verdad es que existían algunos que habrían intentado algo si lo hubiera permitido; pero no quería nada formal, nada que pudiera catalogarse como relación.

Su exesposo la había lastimado como nadie, se casó joven creyendo en cuentos de hadas. Estaba feliz cuando se embarazó de Mickey, sin embargo, él tenía a otra. Fue duro aceptar, muchas veces se preguntó en qué había fallado, pero el problema no le competía. De todas formas, su hijo fue ese motor que la impulsó a mandar todo a la mierda y luchar por él.

No quería que la lastimaran de nuevo, pero tampoco quería que lastimaran a Mickey, suficiente tenía con su padre. 

Revisó su agenda y recorrió las citas. Tenía que contactar a Tristán Udán para confirmar varios envíos desde la hacienda Cielos Tintos en Baja California. La feria de la uva se acercaba y también debían ultimar algunos detalles.

Le llamó por teléfono, el hombre le aseguró que todo estaba en perfecto orden y le aconsejó que dejara de preocuparse. Tristán era el capataz y mano derecha en el viñedo, su padre confió en él porque lo conocía desde que eran unos chiquillos. 

También buscó un cuarto vacío para convertirlo en una oficina, encontró uno que, gracias al cielo, quedaba muy lejos de ella. Pidió un escritorio, una silla, algún mueble extra que complementara y una computadora. Todo lo dejó preparado para que él llegara y ocupara el sitio. ¿Era necesario? No tenía idea. 

El resto del día no hizo más que ir a almorzar y ver otro de los intentos de su hermana por llamar la atención de Diego Espinoza, quien era tonto o no sabía cómo decirle que no estaba interesado, se inclinaba más hacia la primera. Dalilah y Miranda eran muy parecidas, los mismos pómulos, la misma nariz, la misma piel y el mismo tono de cabello. La diferencia habitaba en sus personalidades, mientras una era alegre, la otra reservada. Se llevaban ocho años. A sus veintidós, la menor de las Pemberton era más madura que cualquiera de su edad. 

En esta ocasión llevaba una falda amarillo fosforescente que le sacó una risita por lo bajo, intentó esconder la sonrisa detrás de su tenedor, mientras consumía una de las deliciosas ensaladas que preparaban las cocineras del comedor. 

Dalilah intentó acercarse, él se levantó y se despidió con un beso en la mejilla. Visualizó cómo su hermana se le quedaba mirando con el ceño fruncido sin poder creer que pasara de ella, tensión que se fue en cuanto descubrió la inspección de unos ojos parecidos a los suyos. Los puso en blanco con diversión y se encogió de hombros, Miranda sabía que no se había rendido ni lo haría pronto. Su convicción era algo que admiraba.

Salió de ahí en cuanto terminó la comida.

La mañana siguiente llegó, se enfundó en un vestido negro que llegaba un poco más arriba de las rodillas. Se puso un saco gris con botones dorados y detalles negros, era una de sus prendas favoritas porque el corte la hacía ver más delgada. Las medias nunca faltaban en su atuendo para la oficina, tampoco los tacones. Se peinó el cabello castaño oscuro hasta que quedó ondulado y se maquilló solo lo necesario para esconder esas terribles ojeras que la asediaban.

Se repitió que no se estaba esmerando más de la cuenta, pero muy internamente sabía que estaba poniendo cuidado en su apariencia. Eso la descolocó.

Tomó su bolso y maletín, salió al pasillo para ir a la planta baja. En el comedor ya estaba sentado Mickey, quien la miró adormecido y acomodó sus lentitos que se resbalaban por el largo de su pequeña nariz. Era parecido a su padre en algunas cosas: su cabello claro, las pequitas espolvoreadas en sus mejillas y los lindos ojos azules. Los de ella eran más simples, de un común tono marrón.

—Buenos días, cariño —dijo y se metió a la cocina para hacerle algo de desayunar. Sacó el pan de la alacena justo en el momento en el que Estela entró amarrándose un delantal negro tapizado de manzanas rojas.

—Deje ahí que yo lo hago —ordenó con su timbre mandón, le dio una mirada e iba a contestarle que tenía manos, pero su hijo entró al cuarto y se plantó frente a ella, reclamando su atención.

—Mamá, sí vamos a ir a Mc Donalds el viernes, ¿verdad? 

Él seguía con esa loca idea de festejar su cumpleaños, así que sin más remedio y sin la posibilidad de escapar, asintió, aunque sabía que su cumpleaños era una excusa para ir a comer esas horribles hamburguesas. De todas formas, los fines de semana acostumbraban a salir a cualquier lugar y pasarla juntos. Su distracción le dio la oportunidad que estaba buscando, Estela la hizo a un lado y metió los panes en la tostadora—. ¿Me das dinero? Quiero comprarme papitas con salsa en el recreo.

Se mordió la lengua para no darle el sermón de «come frutas y verduras». 

—Te lo doy si te acabas el desayuno. 

Eso bastó para que atacara los panes con mermelada como si fueran el más suculento platillo. Lo eran, Estela hacia su propia mermelada y era deliciosa, intentó enseñarle, pero era un asco como chef. Si no fuera por Estela, la dieta de Mickey habría sido cereal, emparedados y comida congelada.

Ella era una de las personas en las que más confiaba, era su empleada desde que su madre vivía, la cuidó muchas veces cuando sus padres salían de viaje. No la consideraba parte del personal, era más bien como de la familia. 

Muchas veces intentó que se mudara, pero era terca como solo ella sabía. Su esposo falleció en un incendio mientras trabajaba, era obrero y estaban planeando tener un hijo; pero no pudieron concebirlo. 

Siguiendo la ya tan habitual rutina, transitaron en las avenidas con Pedro en el volante. El colegio de Mickey era un edificio enorme. 

El pequeño cogió su mochila y el billete de cincuenta pesos que le ofreció su madre, y descendió del vehículo después de darle un beso en la mejilla. Sonrió al verlo correr, no marchó hasta que confirmó su entrada.

Miranda se preocupaba mucho por él porque era muy vulnerable en ciertos temas. No era el relegado de su salón, pero sí era tímido y le costaba hablar con otros niños o con la gente en general. Alguna vez le habló a Leandro sobre su ansiedad, pero él dijo que tenía una reunión y no podía hablar sobre tonterías de mamá sobreprotectora. 

Nunca entendió qué fue lo que la enamoró de ese sujeto, era un imbécil.

En las oficinas todo estaba como de costumbre, recibió los saludos de los vigilantes y del resto de los empleados. No tenía que ver por dónde caminaba porque ya se sabía el trayecto de memoria, así que iba enfrascada en su iPhone, leyendo un correo del departamento de mercadotecnia porque, al parecer, había ciertos problemas con un estilo de etiquetas. Necesitaban que mirara algunas propuestas.

De pronto, se impactó en una estructura dura que la hizo tambalear, una mano la ayudó a estabilizarse. Alzó la vista porque no recordaba que hubiera una pared ahí y nadie le había informado sobre posibles cambios en los planos.

La boca se le secó al verlo de pie con una sonrisita juguetona. ¡Dios! Su comisura izada provocaba unas cuantas arruguitas en la esquina, sus ojos eran tan penetrantes e inquisidores que tuvo que pestañear varias veces para ocultar la fascinación que le producía. Si seguía haciendo esas misteriosas apariciones, iba a matarla. No sabía si sería por el susto o por lo atraída que la hacía sentir. 

Él lo sabía, así como Miranda sabía lo que quería.

Se regañó mentalmente porque había prometido cordura, sabía que no lo lograría si él avanzaba más, o si permitía que los pensamientos se fueran por esos rumbos prohibidos. Su aroma masculino se coló en sus fosas nasales y casi deseó ocultar su respingada nariz en su cuello para embriagarse. Amaba a los hombres que olían bien, este olía espectacular, a una mezcla de especias e higo, dulce higo que la hizo suspirar.

—¿Estás bien? —preguntó, todavía con ese gesto que le pareció perturbador—. Deberías prestar más atención mientras caminas o acabarás con un gran chichón en la frente.

—¿Me estás regañando? —cuestionó con la ceja alzada. 

Él negó con la cabeza y frunció los labios como si le hubiera contado un chiste, sus ojos brillaron y eso bastó para saber que estaba pensando en algo que, probablemente, hubiera preferido no escuchar.

—No, puedes distraerte con tranquilidad si así voy a conseguir que te estampes en mí —susurró con timbre bajo, inclinándose un poco hacia el cuerpo femenino para que ningún otro oído escuchara la conversación.

No pudo evitar la sonrisa, aunque lo intentó. 

Paseó su lengua por los dientes incisivos y giró los ojos, intentando aligerar el ambiente cargado de electricidad que los rodeaba. 

—Deberíamos ir a la sala de juntas —dijo y le sacó la vuelta. Pudo respirar con normalidad.

El camino en el elevador se convirtió en una tortura, hizo una nota mental para no subir nunca con él a solas. Lo único bueno fue que al menos una decena de personas se metieron en el cajón junto con ellos. Aun así, podía sentir el magnetismo y eso la estaba preocupando.

Afortunadamente, Dalilah se les unió en el pasillo hacia donde se dirigían. Llevaba un vestido floreado sin mangas, el calor en el exterior era insoportable, gracias al cielo tenían aire acondicionado en la oficina o todos acabarían calcinados al final de la jornada.

El cuarto era extenso, una mesa de caoba estaba ubicada en el centro, siendo rodeada por más de doce sillas giratorias. Había un ventanal de techo a piso y, en una de las paredes de los costados, estaba empotrada una especie de alacena donde guardaban documentos.

Tomaron asiento, ella al frente. Jayden se sentó a su costado y su hermana al otro lado; quien se aclaró la garganta y comenzó un discurso sobre lo bien que estaba el negocio con respecto al mercado y la economía. Los posibles accionistas debían estar al tanto de los beneficios que les traería la unión, Miranda no necesitó decirle a Dalilah lo que tenía que hacer porque era algo natural en ella. Sabía qué piezas mover para que oyentes se envolvieran a su alrededor.

Por eso, cuando el señor Donnelle no se sorprendió al escuchar las maravillas que la otra de las Pemberton le pintaba, su frente se arrugó.

El tipo lucía como alguien que sabía exactamente lo que quería y lo que estaba haciendo, se sumió en sus pensamientos.

—Como ya le dije, estos últimos años nuestra gráfica de ventas arrojó un incrementar en comparación con nuestra competencia. Los Marione se han quedado abajo por una gran diferencia y debemos aprovechar esto para crear estrategias que nos convengan… —Fue interrumpida por una tos ronca.

Miranda aprovechó ese instante para mirarla con los párpados pegados a la frente, era sorprendente que hablara sobre esas personas como si nada. A ambas les había costado muchísimo resistir y salir adelante después de la muerte del señor Thomas. Todavía seguía doliendo como el infierno decir ese apellido en voz alta, ya habían pasado unos cuantos meses, pero el miedo y la angustia seguían tatuadas en su pecho. Marione era sinónimo de crueldad.

Cada mañana se levantaba y se preguntaba si no les iba a pasar algo malo, si era seguro dejar a Mickey en la escuela, si estaba bien superar a la competencia. Sabía que su padre jamás se hubiera rendido, nunca lo hizo, y por eso pasó lo que pasó.

De algo estaba segura, no era tan fuerte como él. Si su familia estuviera en riesgo no iba a permitir que alguien sufriera las consecuencias de una rivalidad que ni siquiera lograba entender, era evidente que algo muy oscuro estaba detrás. A veces prefería no saber las razones de tanto odio, bien dicen que a veces es mejor el desconocimiento, no quería manchar más las vidas de los seres que amaba.

La joven de los Pemberton hablaba con enjundia. 

—Estoy seguro de que esas gráficas pueden cambiar en cuestión de segundos, señorita Pemberton. —Su voz masculina la sacó de su diatriba mental—. Recuerde que las estadísticas cambian diariamente. Lo que importa es la calidad, no la cantidad.

Se le quedó mirando por mera curiosidad, lo estudió, mientras su hermana lo contemplaba estupefacta. Él se dio cuenta de cómo el ambiente en el sitio se iba a la deriva, así que aclaró la garganta y se reacomodó en su silla.

>>De todas formas me gustaría ver esas famosas gráficas. 

Dalilah asintió algo aturdida, se compadeció porque estaba experimentando y era nueva en el ambiente. Para Miranda no era raro ver ese tipo de actitudes retadoras, los peces gordos podían ser todavía peores, pero ella estaba aprendiendo.

Se levantó y se disculpó, asegurando que volvería en unos minutos pues había dejado los informes en su oficina. No quitó los ojos de la espalda de su hermana hasta que se perdió en la lejanía y sintió que alguien más la miraba.

El hombre sonrió de lado con una de esas sonrisas que la sofocaban, no le importó que lo sorprendiera examinándola, no hizo el amago de apartar la vista tampoco. Mordió su labio inconscientemente, pero lo soltó cuando sus ojos oscuros se posaron en ese punto. ¡Genial! Ahora iba a pensar que estaba incitándolo. No era buena idea que tuviera algo más que lo profesional con alguien que iba a ser constante en su rutina si el acuerdo se concretaba.

Tampoco quería que los demás crearan especulaciones de que todo se había dado a causa de un amorío. Le gustaba mantener los asuntos de la empresa separados de los personales porque el equipo no tenía por qué enterarse con quién se acostaba.

Y sí, no era normal que lo imaginara en su cama.

Suspiró profundo para dispersar ese deseo de querer saltarle y rogarle un encuentro casual. Dalilah no llegaba y ella necesitaba entretenerse hasta que regresara a su zona de confort.

—Creo que puedo mostrarle papeleo sobre las pruebas de calidad de nuestros productos. 

Si quería calidad, le daría calidad. 

Como un resorte, se irguió y se dirigió a la alacena de madera. Abrió varios cajones, buscando un sobre manila. 

Casi maldijo entre dientes cuando encontró la carpeta en el estante de arriba. No es que fuera de estatura baja, pero aun así era difícil alcanzar el bendito artilugio. Se puso de puntillas con el temor de perder el equilibrio debido a los tacones. Se estiró todo lo que pudo hasta que el dedo medio contactó con la estructura plástica de una carpeta llena de sobres; pero se tambaleó.

El tobillo se le torció, creyó que caería y así hubiera sido si un par de manos no lo hubieran evitado. Unos dedos gruesos sostuvieron una fina cintura y la ayudaron a encontrar la estabilidad que había perdido, era la segunda vez en el día que hacía algo como eso.

No se giró, él tampoco intentó que lo enfrentara, casi agradeció que no lo hiciera. Sin embargo, cuando fue consciente de todos los puntos en los que se tocaban, maldijo. Su pecho estaba pegado a su espalda, estuvo tentada, solo quería pegarse más y oler ese aroma tan peculiar que se colaba en su nariz y le hacía pensar idioteces. 

La mano que la sostuvo seguía en el mismo sitio, emitía calor en su cintura, y la otra voló hacia arriba. Tomó la carpeta que tantos problemas le había causado y la colocó frente a ella para que pudiera verla.

—Creo que estabas buscando esto. —La castaña cerró los ojos con fuerza al mismo tiempo que le arrebataba lo que le ofrecía. Su olor seguía impregnándose en su mente. 

¡Mierda! ¡Tenía que alejarlo!

Se hizo a un lado para dejarla pasar, pero no pudo ir muy lejos. Su timbre inconfundible provocó que su andar frenara y que casi se tropezara.

—¿Aceptarías ir a comer conmigo? —preguntó él sin titubear. 

Se aclaró la garganta, buscando en su interior la valentía que no sentía, ¿ahora qué mierda iba a hacer? Estaba este hombre atractivo con su aire misterioso pidiéndole una inocente comida. Se preguntó si un hombre sexy valía la pena como para romper sus promesas de mantenerse lejos, por un lado su lívido le suplicaba que le dijera que sí, pero su cordura siempre ganaba las batallas.

—No creo que eso sea lo más adecuado —soltó sin mirarlo. 

Se fue directo a su lugar justo a tiempo, pues Dalilah entró a la sala con unas cuantas carpetas gruesas llenas de papeles, trabó sus ojos oscuros en los de Miranda y alzó la barbilla, cuestionándola silenciosamente. La conocía bastante bien, sabía que algo estaba sucediendo, pero Miranda negó y no le quedó más que concentrarse en el señor Donnelle, quien ya había tomado asiento y le dirigía miradas que había decidido ignorar.

Esperaba que el rechazo no perjudicara los planes, no le extrañaba que fuera uno de esos ególatras que no soportan ser despachados. Alzó la vista, prestaba atención al apasionado discurso sobre el mercado que daba Dalilah.

Demoró más de la cuenta recorriendo las líneas de sus pómulos y esa barbilla cuadrada que comenzaba a exasperarla. Sus brazos reposaban en la mesa, estaban extendidos, y sus manos estaban entrecruzadas. La silla se veía tan pequeña si la comparaba con su cuerpo, era como un gigante queriendo entrar en una casa para humanos. 

Solo llevaba una simple camisa blanca que se amoldaba a sus antebrazos como si hubiera sido pintada. Tenía un ligero rastro de barba que se le antojo adorable, tanto que dolía. ¿Cómo podía lucir adorable, atractivo y hermético al mismo tiempo?

Tarde se percató de que había sido testigo de la detallada inspección, Miranda se echó hacia atrás hasta que la columna vertebral se le puso recta. Esperó cualquier reacción, una sonrisa o algo similar, pero no ocurrió. Siguió prestando atención a su hermana y dejó de mirarla.

Se guardó el suspiro de alivio y se ordenó concentración, ¿desde cuándo Miranda Pemberton estaba más pendiente de los asistentes en las reuniones que de la reunión en sí? 

No sabía qué la enojaba más: el hecho de que creyera que estaba bien coquetear con ella con descaro o que todo el juego comenzaba a parecerle estimulante.

Salió de la improvisada reunión como alma perseguida por el diablo, no era mucha la diferencia sabiendo que él se encontraba cerca. Se encerró en su oficina dando un portazo y tomó una respiración profunda antes de encaminarse a su escritorio. Se sentía como una rata huyendo de su propia alcantarilla, era patético.

A eso de las dos de la tarde, Estela llamó para avisar de que ya había recogido a Mickey de la escuela, habían llegado a casa, los dos ya estaban comiendo. Más tranquila, levantó el teléfono para pedirle a Isidora que fuera por su almuerzo pues el hambre comenzaba a causar estragos, pero luego decidió buscarlo ella misma. Talló su frente y se puso de pie, dispuesta a ir a comer algo a la cafetería o quizá al restaurante de comida tailandesa que se encontraba cruzando la calle.

Tan pronto abrió la puerta, una figura masculina apareció en su campo de visión, su puño estaba en el aire, iba a pedir permiso para entrar. Le dio una mirada de soslayo a su secretaria, quien se encogió de hombros y le dio una mirada de disculpa. Apretó los dientes e hizo como si su presencia no despertara sus más escondidos nervios, el señor Donnelle esbozó una sonrisita de lado que le pareció calculadora y dura, demasiado tensa. Los músculos de su cara también estaban rígidos, algo en él la confundía.

Enarcó una ceja, evitando así la pregunta.

—Traje comida china —dijo él. Acto seguido, entró sin preguntarle y sin esperar la invitación.

La mandíbula de Miranda casi golpeó el suelo por su osadía. 

—Creo que fui bastante clara hace rato, le dije que no comería con usted —musitó, sorprendida. 

Sus párpados se abrieron al ver cómo se movía con comodidad por toda la habitación, se sentó en un sillón y colocó una bolsa plástica en una mesilla de vidrio oscuro.

Levantó la vista hacia la mujer que seguía de pie sin poder creérselo, y recorrió su cuerpo muy despacio. Miranda no sabía si mandarlo a la mierda o disfrutar de sus miradas lascivas. Era una jodida contradicción. 

—Error, Miranda —acarició las palabras con su lengua, él la estaba provocando, estaba jugando con ella—. Dijiste que no irías a comer conmigo, no me prohibiste que viniera a comer contigo, así que aquí estoy.

Lanzó una risita ronca cuando se quedó en blanco, su boca se abría y se cerraba como un pez en el agua, no podía encontrar en su mente nada para debatir. Además, su enorme cuerpo hacía que la oficina se viera diminuta, él acaparaba toda la atención y eso no ayudaba mucho a aclarar sus pensamientos. Sus largas manos, sus largas piernas y sus ojos pétreos.

Estaba esperando que hiciera una rabieta, ya que no dejaba de mostrar los dientes. El brillo pícaro en su mirada le indicó que quería que lo desafiara. Y Miranda quería desafiarlo, ¡maldita sea! No obstante, no lo hizo, selló los labios y no pronunció palabra alguna. Se sentó al otro extremo del sofá y se sirvió arroz en un plato desechable.

Gracias a los cielos no intentó acercarse, decidió preguntar cosas informales sobre la empresa.

—Entonces, ¿desde hace cuántos años está funcionando Vinos Pemberton? —preguntó, antes de morder un pedazo de pollo agridulce. 

Ella se aclaró la garganta y recordó el discurso que su padre les contaba a todo el mundo, sobre todo a sus hijas, antes de ir a la cama todas las Navidades, él siempre estuvo orgulloso de sus raíces. 

—Mi abuelo empezó en una casita muy pequeña en el sur de Estados Unidos haciendo vino casero, luego se instaló en California, papá me contó que creció pisando uvas en cubetas de madera. A la gente le gustó, no lo sé, suerte tal vez; pero fue creciendo y creciendo hasta crear todo lo que hay el día de hoy. Las oficinas tienen menos de diez años, la empresa y las haciendas más de cincuenta.

—¿Tú creciste aplastando uvas? —cuestionó, divertido. 

Se removió en su asiento.

—No exactamente, papá quería que nosotras estudiáramos, que tuviéramos una carrera y un título, algo que él no tuvo. Nos mudamos a la ciudad y construyó estas oficinas. Los veranos íbamos a la feria de la uva, y sí, pisoteábamos uvas por horas.

Así pasaron los minutos, una plática calmada que se extendió, tanto que no se dio cuenta hasta que la puesta de sol se asomó por la ventana. 

—Creo que debo arreglar unos asuntos pendientes —susurró y se levantó de su asiento, había olvidado llamar a la hacienda en Coahuila para comprobar que la mercancía estuviera lista—. Su oficina está del otro lado, no estoy muy segura de lo que viene a inspeccionar, pero…

—Yo sí. —La imitó, con pasos firmes se detuvo frente a ella. Una vez más su olor la envolvió—. Vengo a averiguar si le conviene a Grape Blue unirse a ustedes, una sociedad debe beneficiar a ambas partes. Los señores Blue me mandaron antes para que les brinde un informe detallado y lo suficientemente sustancioso como para tomar una decisión. 

Ella asintió e hizo el amago de girarse para ir a su silla, pero una mano en su codo la detuvo.

>>Ya es tarde, van a ser las seis. Leí el reglamento y la salida es a esta hora, así que probablemente se está yendo todo el mundo, ¿por qué sigues aquí todavía?

Bueno, eso sí la molestó. Puso los bloques de su pared para que no pudiera analizarla más, al parecer se había dejado al descubierto o el tipo era un investigador nato. Se deshizo de su agarre y se alejó unos centímetros, recuperó el semblante de indiferencia, detestaba que la gente se inmiscuyera en sus problemas.

—Dirijo una empresa, señor Donnelle, es por eso que sigo aquí. Si me disculpa… —Dejó las palabras en el aire y señaló la puerta con la barbilla, esperando que entendiera que quería que se marchara. 

El hombre apretujó los labios en una línea, dio un asentimiento, pero no hizo lo que le pidieron. Cerró los espacios entre los dos, ella trastabilló, impactada por su cercanía.

Se quedó estática cuando depositó un beso tronado en su mejilla, muy cerca de la comisura de su boca. Las venas se le calentaron y sus terminaciones reaccionaron derritiéndose. Se echó hacia atrás, lo enfocó hecha un caos, ya no tenía ese aire de dureza.

—Mañana irás a comer conmigo, me lo debes, hoy te traje comida china.

—Yo no se lo pedí. 

Una sonrisa lobuna la hizo temblar.

—Por favor. —Tragó saliva al escuchar su ronroneo. Esperó a que se negara, se vio complacido cuando ella no se negó. Jayden se detuvo en el umbral y miró por encima de su hombro—. Buenas noches, Miranda.

Con eso salió, se fue y ella se quedó hirviendo. 

03

Aflojó el primer botón de su camisa y deshizo el nudo de la corbata. Los ojos marrones que se colaban últimamente en sus pensamientos le dieron una rápida mirada, más veloz de lo que le hubiera gustado, antes de centrarse de nuevo en la proyección. Al encontrarla en el pasillo esa misma mañana, no le dio los buenos días, no hizo el intento de sonreír como su secretaria, quien había pestañeado más de la cuenta…No, ella lo había ignorado por completo, había pasado de largo.

¿Qué le pasaba a esa mujer? ¿La había asustado? ¡Imposible! Dudaba que esa condenada se amedrentara por un simple coqueteo. ¿Entonces qué?

En su mente apareció el primer encuentro, la primera vez que la vio no estaba preparado. Todo hubiera resultado más simple si alguien le hubiera advertido de sus peligrosos encantos. Había entrado a su oficina sin permiso porque no vio a nadie en la recepción, supuso que podía hacerlo. Se dio una vuelta y se quedó quieto al ver la fotografía de uno de los grandes en la industria vinícola en el escritorio, no dudó en tomar el cuadro para mirar más de cerca.

Por supuesto que cuando ella entró le dirigió una mirada asesina después de recuperar el aliento y recomponerse, el fuego en sus pupilas era evidente, inmediatamente deseó poner otro tipo de ardor en sus ojos. Y es que era una maldita escultura de piernas largas, cintura contorneada y caderas anchas. El cabello se arremolinaba alrededor de sus senos, resaltándolos y haciendo que sus venas ardieran. Sintió la chispa en el primer instante, la atracción, el magnetismo.

No pasó desapercibida la reacción de Miranda, fue muy consciente de cómo lo miró, le gustó que lo inspeccionara de ese modo, que lo evaluara. Y luego vino su maldito olor tan dulce, le hacía agua la boca. Tuvo que retroceder antes de estrecharla y robarle el aliento allí mismo, justo donde estaban.

También tuvo que darse una ducha fría al llegar al departamento, rogarse control o sus planes se irían por el acantilado demasiado rápido. Se recordó a qué iba, no para una aventura.

Instalarse en la ciudad había sido complicado. Primero estaba su madre y sus abuelos rogándole para que no hiciera nada imprudente, él les había prometido cordura, claro estaba que no les había contado todo pues no quería preocuparlos con demasía. Su familia creía que iría a pasar un tiempo, no estaban al tanto de toda la mierda detrás del viaje.

No había dejado nada importante —más que su familia, claro está—en Venezuela, tenía un solo objetivo, para cumplirlo tenía que dejar su país.

Tuvo que hacer mucho papeleo para poder trabajar y residir en México, un lío que se había arreglado moviendo influencias en el gobierno. Influencias que él no tenía, no era de su agrado deberle a las personas, pero tuvo que cerrar la boca y ver a otro mover las cartas, a aquel que era capaz de todo con tal de conseguir lo que quería.

Tres meses trabajando en Grape Blue en las sedes del Distrito Federal le dieron la bienvenida al pisar la tierra mexicana, y ahora mudándose otra vez para realizar, por fin, lo que tanto le preocupaba, a lo que había ido en primer lugar.

Se iba a ganar su confianza y, después, le daría la espalda justo como él hizo alguna vez.

Sacudió su cabeza para apartar los pensamientos desagradables pues la mandíbula se le empezaba a tensar, y permitió que la pared de hielo se apoderara de nuevo de la situación.

Así que ahora se encontraba en las famosas instalaciones Pemberton, y por supuesto, el destino lo dirigía hacia el cuerpo femenino que tenía más presencia que cualquiera de los varones que observaban su aplomo.

Había escuchado algunas cosas, como lo comprometida que era y que tenía un toque de sangre fría para tratar con los tiburones de los negocios. Miranda Pemberton era toda una leyenda en el mundo de los negocios.

Era refrescante ser testigo de su semblante imperturbable y las miradas duras que les dirigía a todos. Y era delicioso ver cómo su tranquilidad se esfumaba cada vez que lo miraba.

Jayden se quedó inmóvil en uno de los rincones de la sala de juntas, al lado de un ventanal que le dejaba ver lo hermosa que era la ciudad. A la distancia se difuminaban las montañas y los cerros, y el sol asomaba entre las nubes todo su esplendor. Eran las doce en punto de la mañana, el calor ya empezaba a hacer estragos.

La castaña se sentó en la punta del mesón y se dedicó a prestar atención a la exposición que daba su hermana referente a las ganancias y pérdidas del bimestre. Los socios que la escuchaban ya eran mayores, se les notaba el aire crítico en el semblante.

Miranda mordisqueaba una pluma con la mirada perdida y el rostro ladeado, ajena al análisis del hombre al otro lado del cuarto. Jay no podía apartar la vista del movimiento de sus dientes y sus labios, sintió como los nervios se le crispaban. ¿Era consciente de lo que le estaba ocasionando? Apostaba a que la respuesta era negativa, eso era lo que más lo intrigaba.

No se daba cuenta de lo sensual que lucía en ese vestido blanco que se pegaba a sus curvas gracias al cinturón de piel que apresaba la parte más alta de su cinturilla. Sus manos quisieron hundirse en la mata de su cabello y jalarlo para probar ese cuello largo, llegar a su lóbulo y respirar su perfume. Se retorció, incómodo. Tenía que dejar de imaginarla o acabaría explotando.

—Muy bien, señores —dijo la susodicha, después de que Dalilah terminara el discurso. Se puso de pie y se dirigió al frente, todos los ojos se posaron en ella—. Espero que estén conformes con los resultados, en lo personal estoy fascinada con ellos, todo está marchando mejor de lo que esperábamos. Si no tienen más preguntas, me gustaría presentarles al señor Donnelle, el jefe de negocios internacionales y representante de Grape Blue. Ha venido para evaluarnos, sean amables.

El mencionado se puso de pie con elegancia y asintió hacia los hombres que le correspondieron el saludo con extrema cordialidad.

Miranda sonrió con frialdad.

—Hay bocadillos afuera, muchas gracias por venir.

La secretaria abrió la puerta, los presentes se pusieron de pie, dispuestos a salir.

—¿Hace cuánto llegó, señor Donnelle? —le preguntó un hombre de unos cincuenta años mientras se aproximaba. Tenía barba y bigote, una que otra cana coloreaba su cabello, una panza redondeada impedía que el saco le cerrara por completo.

—Hace unos cuantos días. —Se aclaró la garganta—. Es mi primera semana aquí.

—¡Vaya! Casi nada. ¿Y qué le parece la ciudad? —Era amigable, pero sin duda lo estaba examinando.

—Es agradable, además me han dado un cálido recibimiento todos aquí. —Eso no era del todo verdad, pero él no tenía por qué saberlo.

El hombre sonrió y relajó los hombros.

—La familia Pemberton siempre ha sido así, siempre abre los brazos sin preámbulos. Dalilah y Miranda son encantadoras, lástima que les tocó vivir cosas tan trágicas, sobre todo a Mandy. Lo de su exmarido, lo de su padre, fue una época muy horrible para ellas y para todos los que las queremos.

Se sentía como una imprudencia de su parte que hablara de asuntos personales. Jayden entrecerró los ojos, intentó encontrarle sentido a lo que le decía. No obstante, cualquier pregunta o duda fue borrada al percibir ese olor. Miranda llegó hasta ellos y tomó el brazo que le ofrecía el viejo.

—Veo que ya conoció a Paulo Alcázar, nuestro jefe de finanzas favorito —dijo ella.

Jayden no pudo apartar la mirada de su sonrisita, era la primera vez que la veía sonreír de ese modo, las que le daba a él eran muy diferentes, listas para atrapar su alma y volverlo loco.

—Oh, cállate, soy un simple contador. —Bufó como si sus palabras fueran lo más absurdo que había escuchado, pero podía ver un rastro de diversión en sus ojos claros—. Si me disculpan… quiero uno de esos panecillos con jamón y queso que trae Rodolfo.

Y sin más, se alejó. Miranda dejó clavada la vista en su espalda, podía escuchar cómo los engranes de su cabeza giraban, buscando alguna manera para salirse del embrollo en el que la habían dejado. Retrasó todo lo que pudo que sus ojos contactaran, un escalofrío lo recorrió.

—Con su permiso, señor Donnelle… —murmuró, a punto de dar un paso para alejarse.

—¿Y si no te doy permiso? —cuestionó, juguetón.

Ella alzó una ceja y negó con la cabeza, divertida. Su boca se frunció, haciendo esa mueca de superioridad que le habría arrancado a besos si lo hubiera dejado.

—Es usted un descarado, mire que hacer esto delante de todos los socios es una desfachatez.

Bajó la mirada hasta sus carnosos labios, tan apetecibles.

—Mira que yo no veo que nos estén prestando atención.

Ella buscó algún par de ojos curiosos, pero no encontró nada. La mayoría ya había salido, aunque unos cuantos se concentraban alrededor de la mesa llena de bocadillos; pero nada más, y estaban más concentrados en comer que en la pareja junto a la ventana.

Él dio un paso al frente, ocasionando que respirara profundo y alzara la barbilla para poder enfrentarlo. Eso era lo que más le gustaba de rondarla, le fascinaban sus reacciones. Que parecía doblegarse, pero después lo hacía sentir inseguro.

Estudió su rostro de cerca, había espacio entre los dos, pero era reducido. Nada decente, pero tampoco inmoral. Quien los hubiera visto habría pensado que estaban intercambiando opiniones entre colegas, eso si no se ponían a analizar la escena.

Bajó los ojos hasta su cuello largo y tentados, siguiendo las líneas que creaban la cascada de cabello hasta llegar a sus senos rellenos. Fue a tomar un mechón y lo envolvió en su dedo índice. Sonrió con satisfacción cuando su pecho se movió con más rapidez, regresó la vista a los labios ahora entreabiertos. Lo estaban invitando a tomarlos, a hacerle promesas cargadas de cosas que seguramente nunca había conocido. Quería mostrarle el tipo de emociones que te hacían enloquecer y volverte adicto.

Sabía que había tenido esposo, pero su instinto nunca le fallaba, podría asegurar que esa mujer quería ser corrompida. Y Jayden estaba encantado de ayudarla.

—Me debes una comida, ¿recuerdas? —le recordó él.

—Lo que recuerdo es que le dije que no sucedería —contestó con el ceño fruncido. Les lanzó una mirada de reojo a los dedos que se aferraban a su cabello y le daban vueltas a un mechón. Estaba jugando.

—¿Siempre fuiste tan formal? —preguntó, aguijoneándola.

Miranda se envaró y le dio una mirada envenenada, quiso alejarse dando un paso atrás, pero Jayden fue ágil. La retuvo colocando la palma en su antebrazo, le dio un jaloncito para acercarla más que al principio.