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Louis Pasteur y Roberto Koch fueron dos titanes de la medicina moderna. Rivales en el campo de la ciencia, lograron, con su búsqueda apasionada y rigurosa, enfrentar enfermedades que diezmaban poblaciones enteras. El doctor Rodolfo Pedrazzi Poma logra transmitirnos, con una narrativa sensible y con datos confirmados por su investigación, los entresijos de esa lucha denodada por ver quién llegaba primero a la vacuna que salvaría vidas condenadas por las enfermedades de finales del siglo XIX. Gracias al legado de estos dos hombres de ciencia nació la microbiología y se consolidó la inmunología, mediante dos escuelas que constituyen las bases de la medicina moderna e impulsan la investigación biomédica, que hoy salva tantas vidas. Cazadores de microbios es un libro que relata la historia de estos dos pioneros de la medicina, con una narrativa atrapante, que destaca también su dimensión humana y es accesible para todo tipo de lector.
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Seitenzahl: 138
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Cazadores de microbios
Cazadores de microbios
Medicina y revolución
La rivalidad entre Pasteur y Koch, sus descubrimientos y el desarrollo de la medicina moderna
Rodolfo Pedrazzi Poma
Pedrazzi Poma, Rodolfo
Cazadores de microbios : medicina y revolución : la rivalidad entre Pasteur y Koch, sus descubrimientos y el desarrollo de la medicina moderna / Rodolfo Pedrazzi Poma. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-631-312-003-1
1. Ensayo. 2. Medicina. I. Título.
CDD 610.7
© Tercero en discordia
Directora editorial: Ana Laura Gallardo
Coordinadora editorial: Ana Verónica Salas
Corrección: Liliana Saez
Maquetación: Ana Verónica Salas
Diseño de tapa: Juan José Gómez
www.editorialted.com
@editorialted
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.
ISBN 978-631-312-003-1
Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.
A los que aman la ciencia sin olvidar el alma.
A los médicos, enfermeros, investigadores, laboratoristas, estudiantes y soñadores que, en cada rincón del mundo, luchan cada día contra lo invisible con coraje, inteligencia y compasión.
A quienes han perdido seres queridos por enfermedades que alguna vez fueron incurables, y a quienes han sido salvados por una vacuna, un antibiótico, un diagnóstico temprano.
A los maestros que enseñan con pasión y a los discípulos que preguntan con humildad.
A Louis Pasteur y Robert Koch, cuyas vidas distintas y entrelazadas nos enseñan que la verdad tiene muchas formas, pero un solo destino: servir a la humanidad.
Y a ti, lector, que, al abrir este libro, te conviertes también –aunque sea por un momento– en un cazador de microbios.
Introducción
Prólogo
Capítulo 1
Las epidemias del siglo XIX
Capítulo 2
La vida de Louis Pasteur como profesor de Química
Capítulo 3
La vida de Robert Koch como médico rural
Capítulo 4
La Academia de Medicina de París
Capítulo 5
Pasteur, el carbunco y el enigma de los “campos malditos”
Capítulo 6
Koch y la microbiología en Berlín
Capítulo 7
Pasteur y la vacunación contra el carbunco en Pouilly-le-Fort
Capítulo 8
Edward Jenner y la primera vacuna
Capítulo 9
Congreso de Medicina de Londres
Capítulo 10
Koch y el estudio de la tuberculosis
Capítulo 11
Congreso de Medicina de Ginebra
Capítulo 12
Epidemia de cólera en el Delta de El Cairo
Capítulo 13
Koch, el cólera y su viaje a la India
Capítulo 14
Pasteur y la vacuna contra la rabia
Capítulo 15
Koch y la tuberculina
Capítulo 16
Congreso de Medicina de Berlín
Capítulo 17
Muerte de Louis Pasteur
Capítulo 18
Koch y el Premio Nobel de Medicina
Capítulo 19
Muerte de Robert Koch
Capítulo 20
Así concluye el duelo
Epílogo
La herencia invisible
Apéndice
Medicina y revolución
Referencias bibliográficas
Agradecimientos
Reseña biográfica del autor
A lo largo de la historia, la humanidad ha librado batallas silenciosas y feroces contra enemigos invisibles: los microbios. Estas diminutas criaturas, invisibles al ojo humano, han sido responsables de las grandes pestes, de epidemias devastadoras que arrasaron pueblos enteros, y también –paradójicamente– de algunos de los mayores avances científicos que marcaron el amanecer de la medicina moderna. En ese escenario de lucha, descubrimiento y rivalidad, emergen dos figuras colosales: Louis Pasteur y Robert Koch.
Este libro –que el lector tiene entre manos– es un viaje biográfico y científico que recorre la intensa vida y obra de estos dos titanes. Narrado como una historia, pero rigurosamente basado en hechos reales y documentos históricos, se propone no solo relatar sus logros, sino también sumergir al lector en el alma de una época convulsionada por epidemias, debates científicos apasionados y una transformación sin precedentes en la manera de comprender la enfermedad, la vida y la muerte.
Durante el siglo XIX, enfermedades como el carbunco, la tuberculosis, la difteria, el cólera y la peste azotaban sin piedad a Europa. Los hospitales eran más depósitos de desesperanza que centros de cura. Los médicos, aún sin saberlo, a veces propagaban más enfermedades de las que curaban. En ese contexto oscuro y doloroso, surgió la revolución microbiológica. Y en su centro, como dos polos opuestos de un mismo campo magnético, estaban ellos: Pasteur, el químico francés con alma de poeta y fe inquebrantable en la observación; y Koch, el médico rural alemán de mirada penetrante, metódico, minucioso y obsesionado con la certeza del microscopio.
Ambos cambiarían para siempre la historia de la medicina. Pero lo harían enfrentados. Sus diferencias de carácter, formación, método y visión científica alimentaron una rivalidad que fue tan fecunda como feroz. Sus discusiones no fueron meras confrontaciones personales, sino el reflejo de dos escuelas de pensamiento, de dos maneras de concebir el conocimiento y de acercarse al enigma de la enfermedad.
Este libro se estructura en veinte capítulos que recorren los hitos fundamentales de sus vidas y descubrimientos: desde sus humildes orígenes en Dôle y Wollstein, hasta los congresos internacionales donde sus nombres eran coreados como los de héroes, desde la vacuna del carbunco y la rabia hasta la temida baciloscopia de la tuberculosis, desde la fundación del Instituto Pasteur hasta la creación del Instituto Koch. Cada capítulo entrelaza el relato humano con el avance científico, las emociones con los experimentos, la pasión con el rigor.
Cazadores de microbios es, en definitiva, un tributo a la ciencia y a la humanidad. Es la historia de cómo dos hombres, enfrentados en el plano personal pero unidos en el amor por la verdad, pusieron luz donde solo había oscuridad. Y cómo, a través de su legado, nació la microbiología, se consolidó la inmunología y se sentaron las bases de la medicina que hoy salva millones de vidas.
Que este viaje narrativo y reflexivo, inspirado en la vida de Pasteur y Koch, nos recuerde que toda revolución comienza con una pregunta, y que todo descubrimiento es, en esencia, un acto de esperanza.
Hay batallas que se libran en campos abiertos, con ejércitos, estrategias y armas visibles. Pero existen otras guerras –más silenciosas, más íntimas– que se pelean en los pasillos de los hospitales, en los laboratorios, en las bibliotecas, en el corazón y la razón de quienes se atreven a desafiar lo invisible. Cazadores de microbios es la crónica apasionante de una de esas guerras: la que emprendieron dos gigantes de la ciencia contra los asesinos diminutos que devastaban Europa en el siglo XIX.
Louis Pasteur y Robert Koch no solo descubrieron bacterias. Descubrieron una nueva forma de mirar el mundo. Donde otros veían superstición, ellos vieron estructura. Donde otros aceptaban la muerte como un castigo divino o un misterio indescifrable, ellos buscaron con ahínco la causa, el patrón, la vía de prevención. Y, sobre todo, ofrecieron una herramienta que cambiaría para siempre el curso de la humanidad: el método científico como escudo y lanza frente a la enfermedad.
Pero este libro no es solo un homenaje a sus hallazgos. Es, sobre todo, un relato humano. Pasteur y Koch no fueron dioses del Olimpo, sino hombres de carne y hueso: brillantes, apasionados, tercos, vulnerables. Rivales hasta la médula, sus encuentros y desencuentros escribieron capítulos inolvidables en la historia de la ciencia. Su competencia –a veces cruel, a veces fecunda– dio origen a dos escuelas, dos formas de pensar, dos instituciones que aún hoy marcan el pulso de la investigación biomédica: el Instituto Pasteur en París y el Instituto Koch en Berlín.
Quienes lean estas páginas viajarán al corazón de una época fascinante. Verán los estragos del cólera en Egipto, la angustia de los enfermos de tuberculosis en los sanatorios, el miedo ancestral ante la rabia y la valentía de los primeros vacunadores. Conocerán las mentes brillantes que acompañaron a los protagonistas –Emil Roux, Élie Metchnikoff, Paul Ehrlich, entre tantos otros– y entenderán cómo el descubrimiento de los microbios fue también el nacimiento de una medicina más humana, más eficaz, más consciente.
Como médico y como amante de la historia, he querido narrar esta epopeya no solo con rigor científico, sino también con la emoción que merecen quienes, enfrentando la oscuridad, encendieron una luz que aún nos guía. Cada capítulo de este libro es una ventana a un tiempo en que curar era un acto heroico, y descubrir, una forma de salvar al mundo.
Invito al lector a dejarse llevar. A entrar en los laboratorios, donde se cultivaban bacilos como si fueran diamantes; a los congresos, donde los debates eran tan intensos como batallas; y a las vidas de estos dos hombres, cuya rivalidad transformó la tragedia en esperanza.
Porque en la historia de la medicina, como en la vida, los verdaderos héroes no llevan capa. Llevan bata, microscopio… y una inquebrantable fe en el poder de la ciencia.
El siglo XIX fue testigo de la más cruenta de las guerras: la de la humanidad contra los enemigos invisibles. En los campos de batalla, no flameaban banderas ni se oían los tambores de la artillería. El enemigo avanzaba en silencio, multiplicándose en cuerpos debilitados por el hambre, la miseria y la ignorancia. Europa, en pleno auge industrial, asistía al crecimiento de sus ciudades al mismo tiempo que se convertía en una incubadora de enfermedades.
En los barrios obreros de París, Berlín, Londres y Viena, las cloacas a cielo abierto eran ríos pestilentes donde flotaban los restos de la pobreza. En los hospitales, los cirujanos operaban con sus manos desnudas, sin saber que ellos mismos eran vectores de la muerte. El aire, el agua, los cuerpos: todo parecía contaminarse sin explicación. La medicina, aún sin las herramientas de la microbiología, oscilaba entre la resignación y el empirismo.
El carbunco –conocido también como ántrax– era una de las más temidas amenazas rurales. En los campos de Francia y Alemania, la enfermedad arrasaba con los rebaños. Los campesinos hablaban de “campos malditos”, donde los animales morían de forma súbita, con espumarajos sangrientos en el hocico y cuerpos que se hinchaban como vejigas. A los hombres que tocaban estos cadáveres les esperaba una muerte lenta, con furúnculos negros que les devoraban la piel. Nadie sabía por qué. Se culpaba al aire, al suelo, a Dios.
Pero si el carbunco aterraba en el campo, la tuberculosis era la plaga silenciosa de la ciudad. La “tisis”, como la llamaban, consumía los cuerpos jóvenes con una melancolía poética que fascinaba a los románticos. Cientos de miles morían cada año tosiendo sangre, con el rostro demacrado y la mirada perdida. Los sanatorios, enclavados en las montañas, eran refugios más de despedida que de cura. Nadie entendía el origen de ese mal contagioso y fantasmal que se escondía en el aliento.
La difteria, por su parte, era el azote de los niños. En los hospitales de París, los médicos de la Charité intentaban salvar a los pequeños que llegaban con fiebre y dificultad respiratoria. Una membrana blanca –la “pseudomembrana”– se formaba en la garganta, asfixiándolos. Las madres suplicaban a los médicos que hicieran algo, pero casi siempre solo podían mirar cómo la vida se les escapaba de las manos.
Y entonces, llegó el cólera, como una maldición bíblica. Nacido en las aguas del Ganges, cruzó los continentes como un espectro azul. Llegó a Londres en 1832, a París poco después, y arrasó con todo. Los afectados morían deshidratados en cuestión de horas, con los ojos hundidos y la piel azulada. Las teorías sobre su origen eran múltiples: los “miasmas”, el aire viciado, los vapores de las cloacas. Pero nadie tenía respuestas. El temor era absoluto. En El Cairo, en Marsella, en Hamburgo, el cólera mataba sin piedad, sin lógica, sin pausa.
La peste, que había dormido durante siglos, también despertó. En algunas regiones de Asia y el norte de África, brotes esporádicos ponían en alerta a Europa. Nadie olvidaba la sombra negra que en otros tiempos había diezmado el continente. Las ratas y las pulgas eran parte del paisaje cotidiano, pero pocos sospechaban su papel letal. Era el terror ancestral que aún no había sido descifrado.
En ese mundo convulso, el médico era más taumaturgo que científico. Se mezclaban en él los saberes clásicos, los remedios de la abuela, las sangrías, las purgas y un instinto de salvación que muchas veces fracasaba. No existía la asepsia. No se conocía el mundo microscópico. El alma del enfermo importaba tanto como su cuerpo, y el destino, más que la prevención, marcaba el camino.
Pero algo comenzaba a cambiar. En laboratorios improvisados, en hospitales universitarios, en las mentes inquietas de algunos científicos solitarios, surgía una idea nueva y peligrosa: que la causa de todas estas enfermedades no estaba en el aire, ni en los humores, ni en la cólera divina… sino en organismos diminutos, invisibles, vivos.
Esos hombres –cazadores de microbios, como los llamará la historia– estaban por iniciar una revolución silenciosa. Una revolución científica, médica, filosófica. Una revolución que enfrentaría a dos genios: Louis Pasteur y Robert Koch. Su batalla no sería por la gloria ni por la riqueza, sino por la verdad.
Y el mundo nunca volvería a ser el mismo.
Louis Pasteur nació un 27 de diciembre de 1822 en Dôle, una pequeña ciudad del Jura francés, rodeado de colinas y viñedos. Su padre era un modesto curtidor de pieles, veterano de las campañas napoleónicas, que inculcó en su hijo valores de disciplina, esfuerzo y amor por la patria. El joven Louis no fue un alumno prodigioso en su infancia; su talento no residía en la brillantez precoz, sino en una voluntad obstinada por entender lo invisible, por desentrañar el orden oculto tras la apariencia de las cosas.
Su pasión no se dirigió en un principio a la medicina, sino a la química. En la Escuela Normal Superior de París, Pasteur se formó bajo la tutela de los grandes sabios de su época. Allí, en los laboratorios de ácidos, cristales y soluciones, aprendió que la observación meticulosa y el método riguroso podían revelar secretos sorprendentes. Sus primeros estudios –sobre la polarización de la luz en cristales– ya anticipaban su fascinación por la simetría oculta del mundo natural.
Fue nombrado profesor de Química en la Universidad de Estrasburgo, y luego en Lille, ciudad industrial donde entraría en contacto con los problemas reales de la economía francesa: la fermentación del vino y la cerveza, la putrefacción del vinagre, la descomposición del mosto. Los viticultores sufrían pérdidas enormes. Sus barricas se avinagraban, sus botellas se enturbiaban, y nadie sabía por qué. Se culpaba al aire, a la luna, a las maldiciones.
Pasteur se acercó a ese fenómeno con su saber de químico… y su intuición de pionero. En lugar de explicar los procesos como simples reacciones químicas, sospechó que seres vivos diminutos –organismos invisibles que flotaban en el aire – eran los verdaderos artífices de la fermentación y también de la putrefacción. Sus experimentos con frascos de cuello de cisne se volvieron legendarios: al hervir caldos nutritivos y dejarlos enfriar en recipientes que impedían el ingreso del aire polvoriento, los líquidos permanecían puros. Cuando se rompía el cuello del frasco, la vida microbiana emergía de inmediato. La generación espontánea, vieja creencia desde Aristóteles, estaba refutada.
Aquellos estudios de laboratorio, aparentemente modestos, pusieron las bases de la teoría microbiana de las enfermedades, aunque aún no se hablaba de salud ni de patología. Pasteur no era médico, sino químico. Pero sus conclusiones agitaban los cimientos de la biología y de la medicina: si los microbios causaban la fermentación… ¿podrían también causar enfermedades?
Francia celebraba sus descubrimientos. El emperador Napoleón III, alarmado por los problemas del vino nacional, lo convocó para que investigara los misteriosos deterioros de las cosechas. Pasteur, ya maduro y con su barba gris característica, recorría las bodegas de Burdeos como un detective de la ciencia, oliendo, anotando, calentando, observando. Propuso entonces una técnica revolucionaria: calentar el vino a 55 °C durante unos minutos, lo que eliminaba los microbios sin alterar el sabor. Así nació la pasteurización, que llevaría su nombre por el mundo.
Pero Pasteur no era un hombre de fronteras limitadas. Su mente volaba más allá de la vid y el lúpulo. En sus escritos comenzaban a aparecer palabras como “infección”, “contagio”, “vacuna”. Había una obsesión que lo perseguía desde su juventud: salvar vidas. A pesar de que él mismo no era médico, sentía que la ciencia debía tener un propósito moral, una dimensión heroica y que su deber era aplicar el conocimiento para proteger al ser humano de las enfermedades.
