Cazadores en la noche - Lawrence Osborne - E-Book

Cazadores en la noche E-Book

Lawrence Osborne

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Beschreibung

Robert, un joven inglés de vacaciones en el Sudeste Asiático, tras ganar una pequeña fortuna en un casino de la frontera entre Camboya y Tailandia, decide no regresar a su monótona vida de profesor en Sussex. Permanece en Camboya y vive a la deriva como tantos otros miles de expatriados occidentales que «cazan en la noche», buscando la felicidad en un mundo lleno de supersticiones que nunca lograrán comprender del todo. Sin embargo, el dinero «maldito» ganado en el casino activará una cadena de acontecimientos en la que toman parte un distinguido americano con un turbio pasado, un maletero repleto de heroína, un taxista buscavidas y la atractiva hija de un acaudalado médico camboyano. Sobre el trasfondo asfixiante de un país traumatizado por la barbarie de los jemeres rojos, Lawrence Osborne reflexiona sobre las maquinaciones ocultas del destino que hacen de todos nosotros unos «cazadores en la noche».

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Seitenzahl: 431

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Portada

Cazadores en la noche

Cazadores en la noche

lawrence osborne

Traducción de Magdalena Palmer

Título original: Hunters in the Dark

Copyright © 2015 by Lawrence Osborne

Este libro ha sido publicado de acuerdo con Hogarth,

un sello de Crown Publishing Group,

una división de Penguin Random House LLC

© de la traducción: Magdalena Palmer, 2019

© de esta edición: Gatopardo ediciones, S.L.U., 2019

Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª

08008 Barcelona (España)

[email protected]

www.gatopardoediciones.es

Primera edición: mayo de 2019

Diseño de la colección y cubierta: Rosa Lladó

Imagen de la cubierta: Arrozal cerca de Siem Reap, Camboya

Imagen del interior: Lawrence Osborne en Bangkok, 2016

Fotografía de Pasistha Kaewmak

Imagen de la solapa: © by Chris Wise

eISBN: 978-84-17109-83-7

Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

El escritor Lawrence Osborne en Bangkok,

ciudad donde reside, en 2016.

Índice

Portada

Presentación

cazadores en la noche

karma

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

PERROS Y BUITRES

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

dhamma

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

cazadores en la noche

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Agradecimientos

Lawrence Osborne

Otros títulos publicados en Gatopardo

Nada gano con mostrarte compasión,

nada pierdo con destruirte.

El Angkar

CAZADORES EN LA NOCHE

KARMA

Capítulo 1

Llegó a la frontera cuando la luz empezaba a atenuarse, con los últimos emigrantes que arrastraban sus cajas atadas con cuerdas, los jugadores del casino que viajaban en autobuses climatizados y los exiliados fugaces que volvían a su país cargados con microondas y reproductores de DVD. Al llegar a la frontera, nadie se salvó de ponerse en fila bajo la llu­via. Los jugadores se quejaron de aquel trato desconsiderado mientras abrían los paraguas de plástico que les había facilitado la agencia de viajes; consideraban indignante que los casinos del otro lado de la frontera no gestionaran mejor las cosas. Entretanto, sus zapatos de Bangkok empezaron a hundirse en el barro color café. El terreno que separaba los dos puestos fronterizos se había llenado de charcos y de buitres que esperaban la llegada de dinero. Allí estaban los timadores y los taxistas, fumando en silencio mientras observaban a sus presas. El funcionario del puesto de control tailandés le marcó la tarjeta de salida, le devolvió el pasaporte y le indicó que avanzara hacia el otro puesto fronterizo iluminado por los focos voltaicos.

Los conductores empezaron a hacerle señas y a gritarle con los brazos levantados, pero él no oyó lo que le decían. Aunque viajaba ligero de equipaje y le envolvía un aura de pobreza, era blanco y, por tanto, acaudalado a ojos de los locales. Se refugió bajo las marquesinas de la nación opuesta y entregó de nuevo su pasaporte a los hombres que se hallaban parapetados tras una ventanilla mugrienta. Había cuatro ventanillas y los funcionarios no parecían demasiado complacientes: les pesaba la mirada. En los desnudos cubículos de cemento vio mesas con termos y televisores apagados. El nuevo rey, vestido con su uniforme blanco, ocupaba un lugar de honor en las paredes.

—Turista —dijo, y tuvo que pagar dos dólares más porque no llevaba ninguna fotografía para el visado. Contó sus baht, deslizó el sucio dinero sobre la mesa y los funcionarios introdujeron un gran visado verde en su pasaporte antes de devolvérselo con displicencia. Tenía un mes para deambular por aquel reino frondoso y agradable. Pasó el primer minuto contemplando las luces de neón de los casinos, el crepúsculo y los hombres que gesticulaban para llamar su atención.

Los charcos, iluminados por los focos, también se habían vuelto verdes. Avanzó, esquivándolos con cuidado, mientras la lluvia le empapaba el sombrero de paja y la bolsa que llevaba al hombro.

—¡Señor, taxi! —gritaban los hombres mientras se dirigían a sus respectivos coches de fabricación japonesa, grandes y destartalados. Obligado a escoger uno al azar, se decidió por un conductor con un Toyota y un paraguas que por siete dólares lo llevaría a Pailín. Las luces rojas y azules del casino Diamond Crown brillaban en lo alto, pero estaba cansado y no le apetecía probar suerte en las mesas. Decidió que volvería la noche siguiente.

Se sentó en el asiento trasero y se bebió la botella de té frío que había comprado a los vendedores ambulantes de la frontera. Una capa pegajosa de polvo rojo cubría los arcenes, y en la oscuridad vislumbró unas colinas verdes salpicadas de árboles aislados de aspecto milenario. Campos de mungo y de greñuda caña de azúcar. Soplaba el viento, y el cielo se desgarraba en nubarrones entre los que asomaba la luna. El escenario de un desastre, o de un desastre inminente. La tierra, de un negro metálico, despedía un olor pringoso y enmohecido. Como sólo le quedaban cien dólares, le indicó al conductor que lo llevase a un lugar barato para pasar la noche, uno cualquiera. Éste volvió un instante la cabeza para decirle que en aquella pequeña ciudad sólo había tres hoteles, y que ninguno era el Hilton. Media hora después pasaron las rotondas de acceso a la ciudad, unos pocos bares de carretera con rótulos rojos de cerveza Angkor y un pequeño parque donde doce caballos dorados hacían cabriolas en el viento arenoso.

El taxista lo llevó a un sitio llamado Hang Meas. Estaba en la carretera principal de la frontera, rodeado de tiendas de una sola planta. Por lo que pudo ver, Pailín era una localidad de tres calles y poco más. Un pueblo creado por los jemeres rojos que habían decidido quedarse para traficar con piedras preciosas. Desde la fachada del hotel, un absurdo rótulo apagado proclamaba: le manoir de pailin, una clara contradicción con su lamentable estado actual. Sus muros rosados y el karaoke de la planta baja le daban un as­pec­to más agónico si cabe; era evidente que aquel sitio esta­ba en las últimas. En la azotea había esculturas de ciervos, a tamaño natural, que contemplaban los montes Cardamomo, y unas lámparas esféricas de cristal blanco alumbraban el balcón. En el aparcamiento vio la estatua gigantesca de un gallo y, al lado, una casa de los espíritus con figuras arrodilladas, de cabello y barba pintados de blanco. Los ancestros de aquel lugar arrasado por el viento mantenían un vínculo secreto con los campos y las montañas, visibles incluso de noche. Allí se apeó del coche y avanzó vadeando hasta un vestíbulo decrépito. Tiritaba y tenía el sombrero empapado. Las chicas lo miraron con un aire de desprecio.

Mientras fotocopiaban su pasaporte y le sellaban los impresos, se sentó en una butaca de cuero junto a varias peceras, y desde allí vio el salón vecino, con numerosas columnas rojas cubiertas de espejos. Hombres de negocios vietnamitas o chinos cantaban espantosamente en el karaoke adyacente. Las chicas llevaban faldas de seda con broches y coqueteaban con los hombres para que les pusieran una canción. Se trataba de un tema de los Bee Gees, «How Deep is Your Love».

Se le acercó una empleada para acompañarlo a su habitación de la tercera planta. Mientras subían la escalera, sus olores respectivos entraron en un contacto embarazoso.

—¿Vacaciones? —preguntó ella, como si fuese la única palabra inglesa que conocía.

—Trabajo.

Era la palabra que solía concluir todas las conversa­ciones.

—Cerramos semana que viene —dijo la empleada con tristeza.

Entraron en la habitación. El mismo olor lo impregnaba todo. «Está bien», se dijo, como si pudiera hacer algo al respecto. La joven le mostró cómo funcionaban algunos interruptores y se marchó. Él encendió el aire acondicionado, se desnudó y se dio un baño tibio con la precaución de dejar las luces encendidas, pues aquel paraíso de cucarachas imponía respeto. Fumó sus tres últimos cigarrillos tailandeses y se planteó si tendría el valor o la energía suficientes para salir en busca de un casino. Tampoco había mucho más que hacer allí. Los otros extranjeros que habían cruzado la frontera —casi todos tailandeses—, o bien volvían enseguida a Tailandia, o bien continuaban hasta la capital, a tan sólo cinco horas de distancia. La gente sólo se quedaba en Pailín si tenía una buena razón. Por tanto, debería ocurrírsele alguna, aparte de contar con sólo cien dólares en el bolsillo. Aunque ésa era una razón, a fin de cuentas... Abrió su bolsa, sacó una camisa de vestir barata y la adecentó con la plancha que había encontrado en el armario. Si se afeitaba y se ponía un poco de aceite en el pelo, tendría un aspecto casi presentable.

A las nueve y media bajó al vestíbulo y pidió un taxi para ir a uno de los casinos de Phum Psar Prum. Los chicos de la entrada, ataviados con sus uniformes de «seguridad», llamaron al taxi en cuanto lo vieron salir con aquella camisa deslucida y los bolsillos repletos de dólares americanos. «Casinos», dijo al conductor, y al añadir que no sabía cuál, se produjo una serie incomprensible de consultas. Por fin, el taxista lo llevó al edificio imponente que había visto unas horas antes, el Diamond Crown. Era absurdo desplazarse durante cuarenta minutos para luego tener que volver, pero no le importaba. Cualquier cosa era preferible a un karaoke o una habitación vacía.

El magnífico Diamond dominaba la aldea que lo rodeaba. Tenía un jardín delantero de palmeras altísimas y, en la fachada, un cegador rótulo de neón escrito en alfabeto latino y jemer. Contornos de naipes y de mujeres doradas. Un karaoke a la derecha y un hotel del mismo nombre. En el interior, alfombras rojas, bóvedas de color azul cielo con nubes pintadas y altares chinos; ambiente chabacano y decadente. Las mesas eran de fieltro verde. Las chicas jemeres, vestidas con su correspondiente chaleco verde, lo observaron con frío interés. En un rincón, dos empleados forcejeaban con una gran alfombra enrollada. La entusiasta clientela, en su mayoría tailandesa, jugaba al póquer, el bacarrá o la ruleta. Parecían ejecutivos de tercera en un alocado fin de semana. Deambuló entre las mesas mientras se preguntaba si aquella noche —o cualquier otra— la suerte se pondría de su parte. Finalmente se decidió por una mesa de borrachos y jugó a la ruleta con apuestas de cinco dólares contra un grupo de ejecutivos tailandeses, cuyo consumo excesivo de Sang Som y Yaa Dong los había sumido en un estado de profundo sopor. No había tiempo para calcular ni pensar, y después se diría que quizá por eso había ganado. Así es como ganan siempre los novatos. Canjeó doscientos dólares, recogió sus cosas y salió a comprar unos Alain Delon. En el otro extremo del patio había un restaurante al aire libre lleno de jugadores exhaustos donde se sentó a fumar, y vio que la luna había reaparecido entre los nubarrones negros y veloces.

Las luciérnagas brillaban entre los exquisitos franchipanes. Sintió que la piel se le humedecía y endurecía al mismo tiempo. Después de un par de días en la cuerda floja, cuando ya se había gastado casi todo el dinero y pensaba en volver a casa, aquella incursión al otro lado de la frontera había cobrado sentido. A veces sucedían cosas así: una buena racha caída del cielo y de pronto esa noche —y las noches posteriores— pasaban a tener otro aspecto. Si ganaba un poco más podría pagar el recargo, cambiar la fecha de su billete de avión y quedarse más tiempo. En ocasiones nos apetece demorarnos, sobre todo cuando no nos espera nada mejor. Un profesor inglés no tiene el mundo a sus pies. Lo único que tiene a sus pies son felpudos, colillas y espinas de pescado.

Aunque los Alain Delon eran unos cigarrillos muy ásperos, el rostro del actor francés ocupaba todas las vallas publicitarias. Sonreía desde lo alto de los andamios con un rostro de los años sesenta mucho más joven que el de aquel inglés de veintiocho años. De modo que el tiempo pasaba, pero no para Delon, no para los inmortales.

Encendió un segundo cigarrillo y lo fumó con la misma tranquilidad y lentitud. Los camareros ni siquiera se molestaron en traerle la carta; allí no había barangs, y él no encajaba en el ambiente. Sin embargo, aquel nuevo país le gustaba un poco más que el anterior. Transmitía una sensación diferente, un ritmo más sosegado.

Su condición de docente le permitía disfrutar de unas largas vacaciones estivales. Dos meses bastaban para escabullirse de la propia vida, por muy complicada que fuese. Pero es que además su vida no era complicada, en absoluto. Vivía solo en los confines de un pueblo llamado Burgess Hill, cerca de Sussex Downs, en una casita húmeda con dinteles de madera y herraduras en las paredes. Ni siquiera la había redecorado a su gusto; apenas se había molestado en personalizar su entorno. Tampoco le fastidiaba aquella pasividad. Iba con su carácter.

¿Lo hacía eso aburrido? No le importaba. Ser aburrido era sólo una impresión que daba a los demás, quienes, a su vez, le resultaban del todo indiferentes. Durante los tres años que pasó en la Universidad de Sussex procuró llamar la atención lo menos posible. Estudió Filología Inglesa, tonteó con algunas chicas y poco más. Un sueño fugaz. Había elegido aquella universidad porque estaba cerca de su familia; no sólo de sus padres sino también de sus abuelos, que vivían en una casa de protección oficial en Bevendean, una localidad entre Brighton y Falmer. Se trataba de una familia cuyos miembros nunca se alejaban en exceso, cuyos elementos vitales permanecían estables. Los fines de semana podía ir a Bevendean en autobús y pasear entre los groselleros de su abuela. Le preparaban bizcocho borracho y luego daba un paseo por las colinas que rodeaban la propiedad.

También su imagen externa había permanecido inalterable. Incluso llevaba, desde hacía años, el mismo corte de pelo: largo por detrás con raya a la derecha. Después de visitar a su familia, los fines de semana frecuentaba los pubs más tumultuosos de Lewes, donde hablaba con desconocidos en la barra. Luego volvía en moto a su casa, solo. Jamás, nada inesperado había truncado esta rutina. Naturalmente eso se debía a que era lo que él quería, argumentaba para sí. Su inconsciente lo quería y, por consiguiente, él también. Era como un periodo de espera, o un sueño del que despertaría súbitamente, blandiendo una espada.

Pero todos los años llegaban las vacaciones estivales y en esos dos meses de libertad intentaba organizar algunas sorpresas. Un año fue a la isla de Hydra, en Grecia. Pasó otro verano en Islandia. Se fue solo y volvió solo, y también estuvo solo durante gran parte de su estancia allí. Incluso en Hydra estuvo solo: caminó solo por los senderos que re­corren la isla, nadó solo y comió solo. Y, sobre todo, durmió solo. No sabía por qué, pues era atractivo a su manera. Se debería a su condición de soñador y solitario. A su for­ma de ser.

Islandia y Grecia: el extremo más septentrional y el más meridional de Europa. Pero le habían parecido muy similares. Y lo único que se había traído de ambos eran fotografías y una irritabilidad generalizada. Hubo ocasiones, sobre todo en Hydra, en que más bien había sentido ira. Nunca le contaba a nadie adónde iba, ni siquiera a sus padres. «Voy a Grecia», les decía, y ellos respondían: «¿Ah, sí? Bien, cuídate». Sin embargo, él no comprendía las razones de su ira. ¿Ira contra qué? No contra los griegos. Ni tampoco contra las ruinas de la casa de Ghika y sus preciosas vistas al mar. No, no era eso. A veces pensaba que contra sus propios ojos azules, ansiosos y vacilantes, que lo miraban desde el espejo de cualquier cuarto de baño de hotel. ¿Se puede sentir ira por algo así?

Tenía la impresión de que toda Europa se había convertido en una gran fábrica turística. Los mismos restaurantes, las mismas discotecas, los mismos hoteles, las mismas escapadas sexuales. Aquel verano, después de ahorrar durante dos años, había reunido suficiente dinero para zarpar hacia un mar más profundo y distante. Apenas había viajado cuando era joven y lamentaba no haber explorado gran parte del planeta. Pero ahora el Lejano Oriente ya no era tan lejano. El vuelo a Bangkok le había costado menos de seiscientas libras.

Volvió a entrar en el casino. Sintiéndose más audaz y seguro, se sentó a otra mesa, también ocupada por los habituales directivos tailandeses borrachos de Yaa Dong. La pasión por el juego era todo un misterio para él. Casi nunca había jugado a las cartas, y mucho menos a la ruleta; lo suyo era el ajedrez. Sin embargo, ahora sentía el impulso de lanzarse, de arriesgarse a una aventura más incierta. Apostó durante una hora, a ciegas, por probar. Aquello tenía su gracia. Y esa voz interior que le urgía «una más, una más», acabó poseyéndole con la descabellada idea de seguir apostando su pequeño capital. Era la clase de riesgo espontáneo que nunca asumía, y se entregó a él de forma inocente. Le salió bien. ¿Cómo explicarlo? De pronto, en cuestión de minutos, tenía mil dólares, un hecho que al personal no le pasó desapercibido. Chicas con pajarita y blusas blancas almidonadas se acercaron para preguntarle si quería un Black Label o un vodka solo, o quizá un zumo de naranja o unas hormigas fritas. No supo si bromeaban, y pidió un Black Label, miró el reloj de la pared más lejana y decidió seguir destruyendo a aquellos ejecutivos de segunda en beneficio propio.

Y eso hizo. Gracias a la luna, por supuesto; a algo que se respiraba en el ambiente. Muy pronto tenía dos mil dólares y pico, lo que no estaba nada mal para el Diamond Crown. Antes de empezar a sentirse incómodo o de iniciar el declive decidió plantarse con dos mil dólares en el bolsillo, que recogió en la ventanilla sin inmutarse. El personal no parecía especialmente desconcertado ni sorprendido, pues los tailandeses solían apostar fuerte y derrochaban grandes cantidades de dinero en los casinos de la frontera. Era su pan de cada día.

—Tiene un corazón de oro —le dijo el jefe de sala mien­tras lo acompañaba a la salida, y cuando cruzó las puertas vio a Alain Delon sonriéndole desde su andamio, una luna pletórica que ascendía sobre los edificios de una planta y la calzada donde aguardaban los motodops.1 Intuyó las carreteras sin iluminar que se encaramaban por las colinas, con bares oscuros y hombres agarrados a sus botellas. En ese lugar todo parecía descansar sobre arenas movedizas. Sacó el dinero del sobre, se lo embutió en un bolsillo delantero y se despidió de los matones con trajes baratos que habían salido a intimidarlo. Querían memorizar su cara.

Volvió a Pailín en motodop. La ciudad estaba adormecida y en el restaurante de Hang Meas pidió pho, una cerveza Lao y brochetas de cerdo con pepino. El karaoke seguía en pleno funcionamiento y el local estaba lleno de chicas con tacones altos que lo divisaron de inmediato y coquetearon con la mirada. Siguió solo, bebiendo cerveza oscura Lao en aquel restaurante de faroles rojos que oscilaban lánguidamente al viento mientras sus flecos se mecían despacio, como colas de caballo. Dos mil. Aquello pertenecía al semiolvidado reino de la magia. «Hace años estudiaste por nada y mira por dónde, muchacho, has pasado de no tener futuro a que un golpe de suerte, cual conejo salido de la chistera, te haya solucionado las cosas», pensó. Era magnífico y totalmente inesperado. Decidió que jamás volvería a pisar un casino. No perdería lo que había ganado tan frívolamente. Iba a aferrarse a ello, a cuidarlo y, a ser posible, ha­cerlo florecer.

1. Mototaxis. (N. de la T.)

Capítulo 2

A lo largo de los campos soplaban vientos sin encontrar resistencia, las brisas estivales conservaban aún el olor de las colinas y del combustible lejano. Los largos tallos se mecían para crear un horizonte verde que ondeaba acompasadamente, y él corrió por el prado con los pies ensangrentados hasta que el viento se olvidó de él y, de pronto, se encontró solo en lo alto del cerro, junto a los graneros de los Stenson. En cuanto los vio, despertó del sueño. Un sol temprano bañaba la habitación y las cortinas se movían porque había dejado la ventana abierta. El calor lo asaltó de improviso. Descubrió que ya tenía la piel empapada y aclimatada, y que los gallos cantaban en los jardines camboyanos del otro lado de la calle, en cuyos márgenes crecía la caña de azúcar.

Se levantó, se duchó y se vistió con dedos temblorosos porque seguía sin saber cuánto de todo aquello era real. Las plantas estaban cubiertas de polvo y el cielo ya empezaba a nublarse en sus flancos plateados. Hizo cuidadosamente el equipaje, bajó al vestíbulo dispuesto a marcharse y preguntó a los soñolientos empleados si podían buscarle un coche que lo llevase a Battambang.

—Nosotros no poder —dijeron, meneando la cabeza con tris­teza.

—Claro que sí.

—No poder. Mí no poder.

—Llamad un coche, así de fácil. Os pagaré un dólar.

—No dólar, no coche.

Y así siguieron un buen rato.

Tardó quince minutos en organizarlo. Luego fue al restaurante y pidió Nescafé, pho y otro paquete de cigarrillos Alain Delon con un zumo de sandía. Se sentó junto a la ventana y miró las bignonias que colgaban sobre una zona en penumbra. Ahora el hotel parecía ruinosamente vacío a excepción del personal de limpieza y las hordas de empleados con sus almidonadas camisas blancas. Contempló la vibrante energía de las montañas, lejanas y calcinadas, y el resplandor blanco de los franchipanes.

A aquella hora regresaba la quietud y la apacible vitalidad de las cosas. Pensó en su casa, si bien con una tristeza distante, y se preguntó adónde iría. Battambang era tan sólo la próxima ciudad. No sabía nada de ella, sólo era un lugar más. El siguiente donde seguir su deriva, una deriva consciente. Deambular sin rumbo no suponía ningún problema si la vida era barata y pausada. Como el coche tardaría en llegar, decidió dar un paseo por los alrededores de Pailín. Se lo dijo a las empleadas. Sonrieron sin decir palabra y él salió al calor con una curiosa determinación.

Subió por la calle principal hasta llegar a un Monumento de la Victoria exactamente igual al de Nom Pen. Desde allí, un camino ascendía la ladera que llevaba al templo de Phnom Yat. Lo anunciaba la estatua mastodóntica de un Buda que contemplaba la ciudad desde lo alto: un gigante con túnica dorada, piel limpia y rosada, y una mano inmensa que formaba el mudra de ayodhya. Ascendió la cuesta empinada y umbría hasta alcanzar la escalera del templo, donde una hilera de demonios azules tiraban de la serpiente naga como si jugaran al tira y afloja. Arriba, el altiplano amurallado estaba lleno de esculturas pintadas con vivos colores. Las hojas de los árboles, que se estremecían en el tórrido viento, colgaban entre los pabellones y los suelos rotos de cristal verde. Pasó ante una alberca de agua negra donde asomaban tres cabezas humanas parcialmente sumergidas. Al lado había una representación del infierno budista: figuras blancas vestidas con taparrabos negros, sometidas a tortura. A un hombre le arrancaban la lengua con unas tenazas. Los jemeres rojos de la localidad lo conocerían muy bien. Más arriba, bodhisattvas y princesas tocaban laúdes largos (no lo sabía a ciencia cierta, era una suposición). Un cadáver yacía en la tierra mientras los buitres le arrancaban los intestinos. Ya en la cima, entró en un patio pequeño decorado con elefantes de tres cabezas y largos postes dorados. Desde allí se veía la llanura salpicada de árboles y rodeada de montañas. Una estilizada pagoda de pan de oro con campanillas tintineantes en su torre principal recordaba que aquel templo había sido construido por emigrantes birmanos de la etnia shan.

Se sentó en el muro y contempló la sombra de las nubes que corrían por la llanura. Sólo se oían los árboles azotados por el viento y las campanillas de la pagoda. «¿Por qué no aquí?», se preguntó. Un lugar donde demorarse. Un lugar con una soledad y una austeridad únicas; le gustaba. Aquel sitio conocía lo que era la muerte y el sufrimiento, lo notaba muy claramente. No sabía por qué, ni falta que le hacía. Los monjes adormecidos en la sombra, las agudas campanillas y las escenas del infierno al pie de la resplandeciente aguja dorada. Había algo que lo invitaba a sumergirse en nuevas profundidades.

Descendió la loma a paso lento y se dirigió al mercado, donde supuestamente se encontraban también los célebres burdeles. Pero allí no había nada, y era evidente que tampoco lo habría más tarde. La ciudad había pasado página y su anterior vida adoptaba ahora una forma distinta. Volvió al hotel y preguntó a las empleadas si ya había llegado su coche. Estaba en camino. Se sentó en el vestíbulo y bebió un Sprite.

Cuando el coche se detuvo por fin ante el monumental gallo del Hang Meas, vio que se trataba del mismo conductor que lo había traído de la frontera el día anterior. Al parecer, en aquella tierra incestuosa todos se conocían. El Toyota lucía una capa incrustada de polvo rojo oscuro, del mismo color que las guindillas.

Ya eran las diez. Robert salió al tórrido exterior, se dieron la mano, dijo «Battambang», regatearon y acordaron un precio.

—¿Qué hotel en Battambang?

Robert se encogió de hombros porque no lo sabía. También llegaron a un acuerdo al respecto. El conductor conocía el mejor lugar por siete dólares y en Battambang no había instalaciones de lujo. Después de pagarle, tomaron un café sentados en sillas de plástico, a pleno sol. Robert se sentía seco, tranquilo y feliz; el conductor lo observaba con fría astucia. Sin duda, no era el primer viajero que pasaba por allí: para algunos, sobre todo para los guías y los taxistas, estos viajeros eran su medio de vida. El conductor le preguntó si necesitaba un guía. ¿No necesitaban todos un guía en Battambang? Pero Robert negó con la cabeza y respondió que sólo estaba de paso y no tenía intención de ver nada. Ni siquiera sabía si había algo que ver. Pues sí había cosas que ver, señor. Wat Ek Phnom, el templo de Sampeau y muchos más. El señor Deth conocía toda la historia y le haría un precio con todo incluido.

—¿Te llamas Deth?

Pero el conductor no entendió la broma.2

—Mi nombre Deth. Yo conozco toda la historia y el templo.

—¿Así que voy a Ek con Deth?

—Yo chófer muy seguro. Todos los hoteles recomiendan señor Deth.

De viaje con el señor Deth. Robert se protegió los ojos con la mano y observó los ciervos en la azotea del Hang Meas. No se imaginaba qué hacían allí, ni qué simbolizaban. Los ciervos del parque de Buda, veinticinco siglos atrás. Deth puso música tailandesa en la radio y bajaron las ventanas porque aún no apretaba el calor y una brisa fresca corría por los campos.

Cruzaron amplias praderas con balas de heno secas y oscuras. En los márgenes, grandes acacias y cerezos sombreaban la accidentada carretera, plantas de café robustas con forma de paraguas. Ninguna nube manchaba el cielo. Las copas de las ceibas, anchas como pagodas, refrescaban los muros de los templos polícromos. El terreno próximo a Battambang estaba carbonizado. Los campos ardían hasta donde alcanzaba la vista, pues los granjeros habían quemado la superficie del suelo y sólo unos papayos espectrales se mantenían en pie entre el humo. El taxi levantaba a su paso una polvareda rojiza. Los niños los miraban desde los patios de las casas elevadas sobre postes, y la extraña oscuridad de las colinas, demoníaca y calcinada, empezó a inquietarle. La temporada seca llegaba a su fin. Los árboles de la llanura estaban absolutamente solos, esmirriados y remotos, incapaces de guarecer la tierra color chocolate. En esta claridad paradójicamente oscura, la gente se desplazaba despacio, sumida en un vívido letargo. Las bicicletas pasaban flotando; las mujeres, con largas varas sobre los hombros y embozadas en su krama, levantaban la mirada, indiferentes. Era un día polvoriento; después vendría la lluvia.

Lo primero que vio en Battambang fueron las desvaídas vallas publicitarias que anunciaban cerveza ABC junto al río verde y apacible. Unos hombres dormían sobre la hierba de ambas orillas, como embarcaciones varadas, bajo un vasto cielo azul ahora henchido de pomposas nubes blancas. Deth se detuvo y salieron a estirar las piernas. Se encontraban en un bulevar que seguía el cauce del río, con bancos nuevos de cemento con las palabras inscritas «Diamond Cement». Al otro lado de la calle podían contemplarse unas fa­chadas francesas color crema, viejos comercios. Un generador rechinaba en la ribera, junto a unas redes extendidas y ociosas. Un puente se cocía al sol. La orilla estaba salpicada de basura y cristales que resplandecían entre la hierba. Las motocicletas rugían suavemente en las rotondas de bordillos encalados, y el aire era liviano, seco y salado por el polvo casi invisible. Aquello enseguida le gustó. Vio una fuente seca con nagas esculpidas, y oyó los cánticos procedentes de una mezquita situada río arriba. Resultaba inimaginable llegar o salir de allí de forma apresurada.

Robert subió a su habitación del hotel Alpha, que parecía una celda, y se dio una ducha fría. Había pagado a Deth y se habían despedido amistosamente, aunque el jemer se resistía a marcharse. ¿El señor quería un chófer para el día siguiente? Robert rechazó su oferta, pero ahora se preguntaba si no habría cometido un error. En el vestíbulo se oían voces de franceses arrogantes; arrogantes porque sencillamente daban por sentado que los entendían, cuando no era el caso. Se echó en la cama a fumar: los Delon, decidió, eran bastos y de mala calidad. Un cartel en la puerta rezaba: «No traer explosiones ni coches a la habitación». Después de un breve descanso bajó al bar, al que se accedía desde un vestíbulo con budas de mármol y unas peceras tan exuberantes que resultaban turbadoras. El viento se colaba por las puertas abiertas y hacía oscilar los farolillos rojos, como en el Hang Meas, y los techos eran de madera pulida con pinturas chinas de aves. El establecimiento estaba a punto de remodelarse en una versión más moderna; dentro de un año tendría un aspecto totalmente distinto. Pidió un Royal Stag y observó a un grupo de mujeres francesas de mediana edad que intentaba pedir algún plato de la confusa carta.

—¿C’est quoi, palomo en llamas? —preguntó una de ellas a la camarera.

—Incendio de pollo —respondió lentamente la muchacha.

—¿Et ensalada Bin Laden?

Cuando hubo refrescado un poco, Robert salió a dar un paseo río abajo por una calle recta próxima a un complejo de templos. Junto al agua vio un cartel de Électricité de Battambang y una ristra de majestuosos edificios oficiales fran­ceses, cada uno dedicado a una función distinta e indispensable. «Aguas de Battambang», anunciaba un grandioso rótulo con adornos dorados ante los depósitos de agua y el edificio de la Diputación, que parecía la quinta de un virrey. Mansiones con leones y cañones custodiando sus puertas, pero que transmitían una sensación de ahogo, caducidad y decadencia. Un parque descuidado con la estatua de un triceratops y de un simio asomando entre la hierba. Un mendigo sin piernas empezó a seguirle en silencio, empujando infatigablemente su monopatín con los brazos mientras pasaban bajo dos hileras de árboles altos que casi se tocaban en el centro, formando una bóveda muy francesa.

Los eternos franchipanes resplandecían en el aire. Caminó unos cien metros más y cuando el exhausto hombre del monopatín acabó por rendirse, Robert se sentó en la orilla, entre las flores blancas y la exuberante hierba, para descansar un poco. El lugar era tan tranquilo que allí se quedó hasta que empezó a oscurecer y el canto de las ci­garras anunció la llegada del crepúsculo.

Río abajo, el paisaje era casi rural, salvo por un puente ferroviario en la distancia. La gente había salido a andar entre los árboles del bulevar como en una passeggiata, y una barca se acercaba remontando el río. El Sangker estaba inusualmente crecido debido al diluvio de principios de semana. Robert se levantó y anduvo hasta un cable largo que estaba suspendido sobre el río y sumergido en el centro. En la otra orilla vio palafitos y niñitos que saltaban al agua con sedales enrollados en las muñecas. Muñones de árboles arcaicos separaban la basura que arrastraba la corriente. Bastante más atrás estaban los hoteles nuevos, el Ty King y el Classy; parecían salidos de la nada, cristalizaciones de capital extranjero. Las farolas de los palacios franceses se encendieron, pero las ventanas sólo transmitían una suerte de letargo administrativo; mientras volvía a Électricité de Battambang, intentó imaginarse el cuerpo de funcionarios severo y espléndido que antes lo había habitado.

Y aquello le recordó su propia ropa mugrienta, su semipobreza. Aborrecía ser pobre tanto como aborrecía lo predecible que era. Su cabello rubio siempre con el mismo corte, toda su vida peinado con la raya a la derecha. Siempre las mismas prendas, porque le fastidiaba pensar en eso. En su vida no había lugar para caprichos ni fabulosos excesos. Jamás había tenido algo excepcional, ni un par de zapatos realmente buenos ni una camisa que no fuese estrictamente necesaria. Sus novias iban y venían con demasiada facilidad; las ganaba en momentos de descuido y las perdía del mismo modo. Todo aquello lo desconcertaba. Sin embargo, en sus momentos de lucidez comprendía que estaba esperando algo distinto. Más allá de su propia vida había, sin duda, otra vida paralela de la que algún día tomaría posesión. Era una fantasía insostenible.

Como su padre, temía verse en una situación de apuro o necesidad. Era un miedo de origen desconocido, del todo infundado. «Yo soy así», pensaba él. Jamás compraba nada extravagante o lujoso, salvo los billetes baratos a Reikiavik y Atenas. Por otro lado, nunca estaba sin blanca, jamás pasaba estrecheces. Era previsor y siempre se aseguraba de tener unas libras ahorradas, por si acaso. Nunca se aventuraba con los bolsillos vacíos.

Aquí, sin embargo, tales cálculos carecían de importancia; quizá precisamente por eso le gustaba el país. Casi todos eran más pobres que él. Había llegado a Bangkok un mes antes sin saber siquiera dónde iba a hospedarse y se las había arreglado para vivir bastante bien en aquella caótica ciudad con prácticamente nada: una pensión de mala muerte en Ekkamai, cena en la calle —pescado a la parrilla con fideos kanom jeen y lechuga por noventa baht— y nada que hacer más que deambular y conocer a alguna que otra hippie en los puestos de comida. Sin embargo, estaba seguro de que había sido el mes más feliz de su vida. El más feliz y también el más difuso: ambos conceptos estaban vinculados.

Cuando llevaba dos semanas en Bangkok, se mudó a un alojamiento más cutre si cabe, el Rex, en Sukhumvit, cerca de la soi 38. Se estaba quedando sin blanca. Había llegado sin planes ni perspectivas, y unas vacaciones estivales de dos meses tampoco eran fáciles de planificar. Llamó a sus padres, que le enviaron algo de dinero.

—Pero ¿qué haces ahí? —le había preguntado su madre, como si viviese en otro planeta—. A nosotros no nos parecen unas vacaciones, Bobby.

Pues ¿qué diablos le parecían?

Empezaba a gustarle el calor y el ritmo pausado, ese dejarse llevar, día tras día, por su propia indolencia. Los otros mochileros que había conocido en el café donde comía a diario, en el pasaje de la soi 39/1, le hablaron de Laos y Camboya. Le describieron Camboya como un duro paraíso donde la vida era incluso más barata que en Bangkok. Lo aprendió todo de los autobuses fletados para los jugadores de los casinos que salían de Lumpini Park a las cinco de la mañana con destino a la frontera, y de las pensiones baratas de Battambang donde por tres dólares se podía vivir «como un rey».

Algunas noches iba al restaurante cutre de la planta baja del Rex y se sentaba entre los viejos blancos y sus chicas solemnes que tomaban rollitos de primavera con Coca-Cola. Incluso aquel lugar era mejor que la barra del Jack and the Beanstalk, en Elmer. Incluso las chicas de aquí eran más guapas que las del pub. Leía novelas que compraba en tiendas de segunda mano y cuando anochecía iba al Nadimos, un restaurante libanés de la soi 24, donde por unos pocos baht se sentaba fuera, junto a la pared de un templo falso, para fumar una shisha, tomar café libanés servido en cafetera de cobre y soñar despierto. Lo rodeaban deslumbrantes rascacielos con lofts y jardines. Enfrente estaban los ridículos leones del hotel Davis, los árabes gordos y sus envidiables novias, que fumaban cachimbas y tenían un aspecto cuidadísimo. Nunca había imaginado que existiese una vida así, ni Bangkok había resultado ser como esperaba. No era la ciudad de Resacón 2 ni La playa. Ocio para ricos y mujeres despampanantes, como un escaparate sin cristal. Se percibía la poderosa marea del dinero asiático que la bañaba.

Fue en aquellos momentos bajo el toldo del Nadimos, mientras fumaba su shisha en la lluvia vespertina, cuando comprendió cuánto odiaba su país. Y también que no quería regresar. Aquella idea fue concretándose noche tras noche hasta que dejó de parecerle increíble.

Para empezar, en el pueblecito de Elmer no había futuro alguno. Se trataba de una especie de puesto fronterizo, pero la frontera era simplemente Sussex Oriental. Como la mayoría de los pueblos ingleses, tenía un gran parque, pubs revestidos de madera, jardines que se difuminaban en los maizales, senderos con cercas rústicas y campos con haces de mieses en verano. Se podía recorrer en tres horas.

Elmer también tenía una estación de tren, un matadero y un sinfín de secretos ancestrales; era su hogar, y lo sería durante mucho tiempo. Cuando visitaba a sus abuelos, salía a andar entre las granjas de piedra abandonadas que dominaban Bevendean. Había ido allí toda su vida y repetía lo mismo que ya había repetido miles de veces, pero ¿qué hacer si no? Hablaba de política con su abuelo, un antiguo sindicalista con un busto de Lenin de porcelana roja sobre la chimenea. El viejo Albert había sido trombonista en los cruceros Cunard y después chófer de un famoso catedrático de la Universidad de Sussex. Rezumaba un discreto desprecio: «Esos puñeteros», solía decir vagamente a su nieto, refiriéndose a unas clases superiores que quizá se extinguían tan rápidamente como la suya. Se quejaba amargamente del vulgar hip-hop que atronaba en casa de los vecinos mientras él intentaba ensayar temas de Count Basie con su trombón, en el sótano. «Esos puñeteros, se pasan toda la noche del fin de semana dale que te pego con el ruido. No tienen trabajo.» El anciano le decía que se marchara a Londres, pero a Robert nunca le había apetecido vivir en la capital. No estaba hecho para la gran ciudad. Siempre había deseado llevar una vida tranquila, con sus libros y un pedacito de bosque y de mar en su ventana. Demasiado callado y retraído, concluyeron sus padres. Dejaron de sermonearle sobre sus ambiciones. No tenía ninguna.

Todos debían tener un futuro, pero resultaba que él no lo tenía. La interminable crisis económica estaba aplastando gradualmente una clase media que en los buenos tiempos había parecido eterna. Él era uno de los aplastados. Sus progenitores ni siquiera llegaban a clase media. Su padre había sido oficial de aduana en el aeropuerto de Gatwick y había invertido su dinero en una casa reformada de protección oficial. Lo único que Robert tenía a su favor era que siempre había querido ser profesor. Todos los días iba a su pequeña escuela de provincias, dibujaba en la pizarra diagramas que ilustraban los vínculos entre los grandes escritores ingleses y mantenía a los chicos despiertos con el ocasional toque de atención. Pero ¿con qué fin? Era poco más que ventriloquía. Todos los días emprendía el largo camino de vuelta a una casa pequeña con moquetas malolientes y cocina de hornillo. Por la noche veía vídeos de YouTube, escuchaba jazz clásico y esperaba que emitieran algo bueno en la tele. En su caso, el dulce pájaro de la juventud no sólo carecía de un lugar donde posarse, sino que ni siquiera había levantado el vuelo. Su juventud era un dodo sin alas, y, por mucho que insistiera, ese pájaro no iba a cantar. Esperaba que la vida empezara, pero, a saber por qué, no lo hacía. Vacilaba y sopesaba los riesgos. Permanecía entre los bastidores de su propia representación, por miedo a salir al escenario y actuar.

Asimismo, intuía que su país tardaría mucho tiempo, quizá siglos, en recobrar su fortuna. Él nunca tendría una vida tan cómoda como la de su padre, ni siquiera como la de su abuelo. La máquina del progreso había empezado a retroceder, y como un peón irlandés del siglo pasado lo mejor que podía hacer era emigrar. Sólo que tampoco había ningún sitio adonde ir. En ningún sitio lo acogerían y le darían trabajo. El ancho mundo, con América en el horizonte, se había ido transformando en un lugar pequeño, ansioso y amurallado. Sus padres no lo comprendían, ni tampoco, en cierto modo, lo comprendía él.

Se encendieron las farolas de la ribera. ¿Cómo era posible que el día hubiese pasado tan rápido? Las golondrinas ya habían echado a volar y las luces de las carretillas aparecían por las calles. Se debería a algo extraordinario: la satisfacción, ese asomo de felicidad. La felicidad que nunca existe.

Los motodops abarrotaban el puente. La ciudad se desperezaba y a Robert le pareció que le habían devuelto su infancia. Sólo tenía veintiocho años, y no había motivos para sentir lo contrario. ¡Menudo fraude había sido su vida hasta entonces, agobiado por cosas que no le interesaban! ¡Cuánto le había costado encontrar un sitio donde poder desembarazarse de esa carga! Pero aquí estaba. Empezaba a refrescar, y tanto las tiendas de telefonía del otro lado de la calle como las clínicas con sus cruces azules —¡Clinic Nouvel!— se animaban cual pequeños bazares. Se levantó y desanduvo el camino. Frente a los leones y los cañones guardianes había un puente peatonal donde los paseantes se demoraban para contemplar el río. Abajo, animados cafés, mesas en la calle y jóvenes delgados y elegantes vestidos con camisas ceñidas y bien planchadas. Los más apuestos se reunían en un local, The River, cuyos ventiladores agitaban cien servilletas de papel. Aquí las noches eran suaves, interminables, sin propósito. Regresó al centro de la ciudad. En las aceras, las familias sorbían con pajita latas del tradicional té de calabaza blanca. Los televisores emitían música jemer y telenovelas ante niños embobados. Había farolillos que colgaban de lado a lado de la calle y mendigos que se le acercaban desde el río, como si supieran cuán tiernos y jóvenes eran sus pensamientos. Emergían de la oscuridad con juguetes, libros sobre Pol Pot y las eternas palabras «one dolla».

Atravesó silenciosamente el ocaso hasta llegar al White Rose de la calle 2, un restaurante que aparecía en todas las guías para barangs. Aprovechó que estaba vacío para subir al balcón de la primera planta. Sentado bajo mamparas pintadas y hojas de parra de plástico, pidió lok-lok, espinacas de agua fritas, una baguette y una cerveza Angkor. En la escuela china Lean Hoa, situada justo enfrente, las numerosas colegialas que se dispersaban a cámara lenta hacia las puertas levantaron la cabeza para mirarlo. Aquí los ojos siempre mostraban una curiosidad que aún no habían erradicado ni la costumbre ni el desprecio por el barang. Cayeron unas gotas de lluvia y un relámpago sin trueno resplandeció en el cielo; cuando regresó al hotel, ya se había convertido en una cálida llovizna. Un grupito de conductores aguardaba en el patio, jugando a cartas a la luz de unas linternas ceñidas a sus cabezas. Robert vaciló antes de subir a su habitación; no estaba listo para el aburrimiento. Un muro endeble separaba el Alpha de su hotel gemelo, el Omega: un desmadre de lujuriosos anuncios de neón que publicitaban el inmenso karaoke y una sauna en el vestíbulo, cuyas nativas —en ausencia de clientes— estaban sentadas en los sofás viendo la tele. El Alpha y el Omega. Pero era en el Alpha donde se alojaba. Pronto encontró a un chico llamado Ouksa que, a cambio de unos dólares, accedió a llevarlo en coche por los alrededores. Quedaron para el día siguiente; Robert no tenía ningún plan concreto, pero quería visitar un templo y dedicar una oración a sus padres.

En realidad, el «chico» tenía aproximadamente su misma edad. Llevaba zapatos de punta cuadrada y una camisa Tommy Bahama falsa con estampado geométrico blanco y negro. Le dijo que solía trabajar como chófer para los chinos que se alojaban en el Alpha o en el Omega, pero sobre todo en el Omega.

—Puedo estar listo a las seis —se atrevió a proponer con optimismo.

—Mejor a las nueve —dijo Robert—. Ven a las nueve.

—¿Adónde vamos?

—Iremos a un templo. ¿Conoces algún templo?

El chico levantó cuatro dedos.

—¿Hay cuatro templos?

—Cuatro que conozco.

—Pues ya lo pensaremos mañana.

Ouksa meneó la cabeza, a saber por qué.

—Puedo llevarte a bodega.

—También lo pensaremos mañana.

—Piénsalo. Puedes beber vino.

—Es que tampoco me interesa beber vino en Camboya —repuso Robert con irritación—. ¿Quién hace algo así?

—Muchos, muchos.

2. Deth se pronuncia igual que death, «muerte» en inglés. (N. de la T.)

Capítulo 3

Sin embargo, por la mañana diluviaba y unos enérgicos relámpagos centelleaban en el río. Desconsolados, los conductores se sentaron en el vestíbulo del Alpha, bebieron licor medicinal Yaa Dong y aguardaron a que escampase. Robert se sentó con ellos, invitó a Ouksa a un par de cafés y charlaron sobre la novia del chófer y el abominable precio de los recambios de automóvil. Fue entretenido. El chico parecía haberse acicalado de arriba abajo para su jornada laboral, llevaba el pelo repeinado y las mejillas le olían a Brut. Tenía las manos limpias y unas cuidadas uñas femeninas. Miraba la lluvia y el lento balanceo de las hojas de banano con silencioso desdén. Estudiaba para ser ingeniero y conducía un taxi en su tiempo libre.

Al parecer, el tiempo libre le sobraba. En Battambang los días eran largos y —Robert lo comprendía ahora— también se hacían algo cuesta arriba. Ouksa tenía un contrato con una compañía china que fabricaba piezas de fontanería en las afueras de la ciudad. Paseaba a los directivos y les mostraba dónde divertirse por la noche. Los llevaba al Kirin, un club donde las chicas iban disfrazadas de altos funcionarios del gobierno. ¿Lo conocía? A los chinos les iban mucho esas cosas. Le daban generosas propinas, y con el dinero le compraba a su novia vestidos de seda y teléfonos Nokia. Los chinos de Harbin eran así: con cara de pasmo y camisas de manga corta.

—Los barangs se quedan en Angkor. Ayer había cuatro barangs de Siem Reap, pero se marcharon.

—Creo que los vi —dijo Robert.

—No les gustó. Los llevé al Kirin y no les gustó. Te llevaré a templo Phnom Ba Nan. Arriba muchos hippies.

En el cielo, una gran nube atómica de contornos plateados iba oscureciéndose a medida que ascendía. El trueno que siguió pareció totalmente ajeno a ella. En la calle, los amplios charcos brillaron fugazmente y luego se apagaron, y la electricidad que recorría el ambiente hizo que todos mirasen el hongo nuclear y su crisis inminente.

La cara de Ouksa era lisa, abierta, pero impermeable a la camaradería. Un amuleto colgaba de su falso reloj de oro. Sus ojos, lentos y precisos, no se perdían ni una mota de polvo.

—Te he hecho buen descuento —dijo tímidamente, y, a modo de agradecimiento, Robert pidió más Nescafé y crepes.

—Si estás contento con servicio, a lo mejor también quieres mañana. ¿O irás a Nom Pen?

—No lo sé, puede.

—Treinta dólares te llevo y volver.

—A lo mejor no quiero volver.

—Pues vale, te quedas. ¡Puedo llevarte hotel Paris!

—Puedes llevarme a cualquier parte, supongo.

—Au kun, gracias, si lo prefieres.

Después de comer, Robert fue al bar, donde compró tabaco y una botella de Stag para el camino. Cuando volvió a la mesa, Ouksa le preguntó dónde estaba su mujer.

—Resulta que no tengo.

—Tú muy guapo, no te creo.

—Nadie quiere casarse con un profesor. No hay dinero. Seguro que me entiendes.

—Claro, no dinero, las chicas se largan. Igual aquí.

Por alguna razón, se volvió a mirar melancólicamente por la ventana.

—¿Dónde vives, Robert?

—En Inglaterra. ¿Conoces Inglaterra?

Ouksa asintió.

—Claro que conozco. Manchester United.

—Sí, de eso se trata; más o menos.

—Has venido aquí para mejor vida.

—Podría decirse así.

—Vienes de muy lejos. ¿Tienes chica aquí?

—Aún no.

Ouksa se envalentonó un poco.

—Pero ¡estabas en White Rose anoche!

—Ya veo que las noticias vuelan.

—Estación de lluvias, no barangs. Tú eres noticia.

—Ya lo veo.

—Sí, señor. Todos te miran.

—Estupendo.

—Próxima vez te llevaré a Kirin Club.

—No hace falta, Ouksa. Podemos dejarles las chicas a los chinos.

—Pero ellas prefieren a ti, señor Robert.

—Pero ¿yo las prefiero a ellas, Ouksa?

—¿Nunca probado chica jemer? Muy triste. Podemos ir a Savuth Club. Chicas vestidas como campesinos, todas de negro. Muy loco.

Cuando dejó de llover, subieron al coche. Pusieron el aire acondicionado y esperaron un rato antes de arrancar hacia Phnom Ba Nan entre los charcos y el barro.

La carretera estaba inundada y acabaron parando en la bodega, un lugar llamado Chan Thay Chhoeung. Esperarían a que la calzada se secara un poco. La bodega tenía una especie de jardín de rosas con mesas para los catadores y una recepción con botellas de Chardonnay y Shiraz. Se sentaron a la sombra y jugaron a las cartas con la maltrecha baraja de Ouksa. Al cabo de una hora se despejó el cielo y empezó a brillar un sol húmedo e intenso. Mejoraron las condiciones de la carretera, Ouksa se puso las gafas de sol y anunció:

—Ahora otra vez calor.

Las ruinas de Ba Nan se encontraban en lo alto de una colina empinada que debía subirse a pie. El lugar estaba desierto después de la lluvia; probablemente estaba desierto casi siempre. Hasta los vendedores ambulantes se habían dispersado. Aparcaron a la sombra de los samanes y Ouksa se quedó al pie de la colina observando a Robert, que inició el ascenso de los doscientos o trescientos peldaños que llevaban a la cumbre. Un barang flanqueado por nagas, avanzando lentamente entre los hambrientos. Le hizo sonreír. Una tortura por nada, por muy poco. Como era de esperar, a mitad de camino Robert se detuvo para descansar. Era joven, pero no estaba en forma. Blando y dulce, como una fruta que ha madurado demasiado pronto. O eso pensaba Ouksa, que a fin de cuentas tenía su misma edad.